13 - 14 de enero de 1963

Se abrió camino a lo largo de la calle Pearl, apretando los frenos a cada momento cada vez que las luces de frenada de los coches de delante se encendían premonitoriamente. El tráfico se iba haciendo más intenso casi cada día. Gordon sintió por primera vez irritación hacia los demás, gente que iba de un lado para otro, invadiendo el paisaje, llenando su porción de paraíso, empujándole. Parecía sin sentido, ahora que él ya se había instalado, desarrollar aún más aquella zona. Sonrió débilmente cuando se le ocurrió el pensamiento de que se había unido a la legión de los genuinamente trasplantados; California estaba ahora aquí, los otros venían de allá. Nueva York era más una idea distinta que un lugar distinto.

Penny no estaba en el bungalow. Él le había dicho que volvería tarde debido a un cóctel de reclutamiento en casa de Lakin, y había esperado a medias que ella hubiera dejado preparada una cena ligera. Fue arriba y abajo por el apartamento, preguntándose qué hacer a continuación, sintiéndose nervioso y con el estómago vacío después de tres vasos de vino blanco. Encontró una lata de cacahuetes y los fue masticando. Los papeles de Penny de su clase de composición estaban cuidadosamente apilados sobre la mesa del comedor, como si se hubiera tenido que ir aprisa, sin tiempo para guardarlos, Frunció el ceño; aquello no era propio de ella. Los papeles estaban cubiertos con su clara y rizada letra, etiquetando párrafos con «tibio» o «discutible», letras de imprenta gritando «FRAGSEM» o simplemente «AG»… falta de concordancia entre sujeto y predicado, le había explicado ella, no un grito de angustia. En la cabecera del ensayo de un estudiante sobre Kafka y Cristo ella había escrito:

«¿King Kong murió por nuestros pecados?» Gordon se preguntó qué significaba aquello.

Decidió salir y comprar vino y un poco de comida. Evidentemente no iba a aguardar en el apartamento a que llegara ella. En camino a la puerta observó un talego de lona apoyado contra el mullido sillón donde acostumbraba sentarse. Tiró de la cuerda que le ataba hasta que su boca se abrió. Dentro había ropas de hombre. Frunció el ceño.

Lleno de una curiosa energía discordante, se demoró un momento aparcando el Chevy y luego caminó la media manzana que lo separaba de la playa de Wind'n Sea. Grandes y encrespadas olas golpeaban contra los lisos dedos de roca que se extendían hacia el océano. Se preguntó cuánto tiempo podrían resistir aquellas rocas el constante golpeteo de las olas, resonando en grandes asaltos sobre ellas. Hacia el sur unos cuantos muchachos, morenos como indios por el sol, haraganeaban en torno a la pequeña caseta de la estación municipal de bombeo de agua. Estudiaban los saltos mortales de las olas con un lánguido estupor, algunos de ellos fumando cortos cigarrillos. Gordon nunca había sido capaz de sacarles más de tres palabras juntas, no importaba lo que les preguntara. Inescrutables nativos, pensó, y se alejó. Volviendo a su coche a lo largo de Nautilus pasó por debajo de los pinos de Torrey que habían roto la acera, quebrando el asfalto con sus raíces y formando como un helado oleaje.

Condujo a lo largo de un camino sinuoso de estrechas calles laterales cerca del océano. Pequeñas casas, como de muñecas, se apiñaban las unas junto a las otras. Muchas de ellas estaban llenas de adornos superfluos, volutas y capiteles y ostentosas e inútiles cúpulas. Allí delante, una celosía apenas se distinguía entre un enorme macizo de begonias. Las rosaledas trepaban por los emparrillados de bambú. Filamentos de todos los estilos arquitectónicos parecían haber salpicado desde arriba a todas las casas y colgar en ellas, goteando. Las calles eran rectas y estaban silenciosas, reglamentando el balbucear de culturas y pasados que habían quedado varados en aquella ciudad de bolsillo. La Jolla era un lugar donde todo era de una forma distinta a Nueva York, con una extraña y expectante energía. A Gordon le gustaba. Tomó un desvío hasta el 6005 del Camino de la Costa, movido por un impulso. Aquél era un santuario menor, el lugar donde había vivido y trabajado Raymond Chandler en los años cuarenta y cincuenta, una casa con un patio enlosado un desordenado jardín de rocas que ascendía por la colina en la parte de atrás. Había leído todas las novelas de Chandler inmediatamente después de haber visto a Bogart en El sueño eterno por primera vez; Penny había dicho que era una de las mejores maneras de descubrir lo que era California.

Compró algo de comida en Albertson y una caja de vinos blancos variados en una tienda de licores cerca de Wall Street. El parquet del suelo de la tienda parecía haber retenido todo el seco calor del día. Un corpulento y bronceado hombre observó el botón que le faltaba a la camisa de Gordon con un distante regocijo mientras éste guardaba las botellas. Al salir de la tienda, Gordon vio a Lakin apeándose de un Austin-Healey calle abajo. Se volvió rápidamente y caminó hacia Prospect; a la débil luz del crepúsculo, probablemente Lakin no le había visto. El artículo sobre la resonancia espontánea había sido publicado sin problemas en la Physical Review Letters, como Lakin había predicho. Todo el incidente le parecía ahora terminado a Lakin, pero Gordon aún sentía la intranquilidad de un hombre que va extendiendo cheques sabiendo que su cuenta está en descubierto. Colocó las tintineantes botellas en el portamaletas del Chevy, y luego se dirigió al Valencia Hotel. No había luces chillonas de anuncios luminosos en La Jolla, ni fábricas, ni billares, ni chimeneas, ni cementerios, ni estaciones de ferrocarril, ni restaurantes baratos para ensuciar el ambiente. El Valencia se anunciaba con un cartel más bien modesto. En el porche dos mujeres de mediana edad estaban jugando a la canasta mientras charlaban animadamente. Llevaban elaborados trajes estampados de cintura ceñida, pesados collares metálicos, y sus manos exhibían al menos tres anillos cada una. Los dos hombres que jugaban con ellas parecían más viejos y cansados. Probablemente agotados de firmar cheques, pensó Gordon, y pasó junto a ellos en dirección al vestíbulo. El bar del hotel zumbaba de conversaciones. Se abrió camino entre sillones de roten hacia la parte de atrás del vestíbulo; le gustaba la vista de la ensenada que había desde allí. Ellen Browning Scrips había visto lo que los devoradores de terrenos le estaban haciendo a la ciudad, y había conseguido reservar una zona de verdor en torno a la ensenada, de modo que otras personas además de los ricos pudieran contemplar el perezoso juego de las olas. Mientras Gordon miraba, se encendieron las luces, haciendo que las blancas paredes de las inquietas aguas surgieran de entre la oscuridad del mar, mordisqueando la tierra firme. Las escasas expediciones de Gordon en el Pacífico habían partido de las playas en forma de media luna de abajo. Mar adentro había una roca donde uno podía permanecer en pie y eludir el movimiento incesante de las olas. Era resbaladiza, pero le gustaba pararse allí y contemplar desde aquel lugar la tierra firme, salpicada de efímeras manchas de estuco y madera y cal, como si pudiera juzgar su fragilidad desde aquella inamovible perspectiva. Chandler había dicho que era una ciudad llena de gente vieja acompañada de sus padres, pero por alguna razón nunca había mencionado el mar y las despiadadas y estrepitosas rompientes que puntuaban los largos e irregulares parlamentos de las olas, siempre retorciéndose contra la orilla. Era como si alguna fuerza ignorada avanzara desde el horizonte, todo el camino desde Asia, para terminar disgregándose en aquel acogedor rincón americano. Débiles rompientes intentaban amortiguar el efecto, pero Gordon no podía comprender cómo podían resistir el embate. El tiempo terminaría venciéndolas; tenía que hacerlo.

Cuando regresó cruzando el vestíbulo, el murmullo del bar era un vaso más fuerte que antes. Una rubia le lanzó una mirada apreciativa y luego, dándose cuenta de que no había posibilidades, convirtió de nuevo su rostro en cemento y prosiguió con la lectura de su ejemplar del Life. Se detuvo en un estanco en Girard y compró un libro de bolsillo por treinta y cinco centavos, y salió de la tienda hojeando el libro debajo de su nariz; siempre le había encantado el olor dulzón a tabaco de pipa que desprendían las hojas.

Abrió la puerta de su bungalow con su llave. Había un hombre sentado en su sillón, echándose bourbon en un vaso para agua.

—Oh, Gordon —dijo Penny con voz animada, levantándose de su silla al lado del desconocido—. Este es Clifford Brock.

El hombre se levantó también. Llevaba unos pantalones caqui y una camisa de lana marrón con bolsillos con botones. Iba descalzo, y Gordon pudo ver un par de zoris tiradas al lado del talego de lona junto al sillón. Clifford Brock era alto y grueso, con una sonrisa indolente que hizo que sus ojos se fruncieran mientras decía:

—Gusto de conocerte. Guapa la casa que tenéis aquí.

Gordon murmuró un saludo.

—Cliff es un viejo amigo mío del instituto —dijo Penny alegremente—. Es el que me llevó aquella vez a Stockton para las carreras.

—Oh —dijo Gordon, como si aquello lo explicara todo.

—¿Un poco de Old Granddad? —Cliff ofreció la botella abierta sobre la mesita de café, exhibiendo aún su eterna sonrisa.

—No, no, gracias. Precisamente acabo de ir a comprar un poco de vino.

—Yo también traje un poco —dijo Cliff. Tornó un garrafón de debajo de la mesita de café.

—Lo acompañé a comprar algo de beber —indicó Penny. Su frente estaba ligeramente cubierta de sudor. Gordon miró el garrafón. Era un tinto Booskside, un vino que ellos utilizaban normalmente para cocinar.

—Voy a buscar el resto en el coche —dijo, para rechazar el ofrecimiento de Cliff. Salió al fresco atardecer y regresó con las otras botellas, metiendo algunas en un armario y el resto en la nevera. Descorchó una, aunque no estaba lo suficientemente fría, y se sirvió un vaso. En la sala de estar, Penny abrió una bolsa de patatas fritas y una lata de cacaos mientras escuchaba la arrastrada voz de Cliff.

—Estuviste hasta tarde en la fiesta de Lakin, ¿eh? —dijo Penny, mientras Gordon se instalaba en su mecedora bostoniana.

—No, simplemente me entretuve comprando algunas cosas. Vino. El cóctel no fue más que otra ocasión para que la gente se felicitara entre sí y se dieran palmadas en la espalda. —La imagen de Roger Isaac o de Herb York palmeándole la espalda a un venerable filósofo como Shriners que había decidido echar una cana al aire era algo que no encajaba, pero Gordon lo dejó correr.

—¿De quién se trataba? —preguntó Penny, mostrando el debido interés—. ¿A quién reclutaban?

—Un crítico marxista, dijo alguien. No dejaba de murmurar cosas, aunque no pude entender demasiado. Algo acerca de capitalismo reprimiéndonos y no dejándonos liberar nuestras auténticas energías creativas.

—Las universidades son verdaderos especialistas contratando a rojos —dijo Cliff, parpadeando como un búho.

—Creo que se trata más bien de un comunista teórico —temporizó Gordon, aunque sin excesivos deseos de defender al argumento.

—¿Quieres decir que vais a contratarlo? —preguntó Penny, deseando obviamente llevar ella la conversación.

—Yo no tengo ni voz ni voto. Quien decide es la gente de ciencias humanas. Todo el mundo se mostró muy respetuoso, sin embargo, excepto Feher. Este tipo estaba diciendo que, bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre. Feher le clavó un dedo y dijo, aja, y bajo el comunismo, es al revés. Eso desencadenó muchas risas. A Popkin no le gustó, sin embargo.

—No necesitamos a ningún rojo para enseñarnos nada que no podamos aprender en Laos —dijo Cliff.

—¿Qué dijo acerca de Cuba? —insistió Penny.

—¿La crisis de los misiles? Nada.

—Hum —dijo Penny, triunfante—. ¿Qué es lo que ha escrito el tipo ese, entonces?

—Había un pequeño montón de sus publicaciones. Una de ellas era El hombre unidimensional, y…

—Marcuse —dijo Penny secamente—. Era Marcuse.

—¿Quién es ése? —murmuró Cliff, echándose algo de Brookside en otro vaso.

—No es un mal pensador —admitió Penny con un alzarse de hombros—. Leí ese libro. El…

—Se aprende más sobre los rojos en Laos —dijo Cliff, alzando el garrafón de vino para poder echarlo apoyándolo sobre su hombro—. ¿Os lo lleno? —invitó, mirando los vasos.

—A mí no, gracias —dijo Gordon, colocando la palma de su mano sobre su vaso, como si pensara que Cliff iba a echarle de todos modos—. ¿Has estado en Laos?

—Seguro. —Cliff bebió con fruición—. Sé que aquello no tiene nada que ver con lo que vosotros hacéis aquí… —hizo un gesto con su vaso, agitando su oscuro contenido— pero es algo malditamente mejor que esto, os lo aseguro.

—¿Qué hacías allí?

El otro miró inexpresivamente a Gordon.

—Fuerzas especiales.

Gordon asintió silenciosamente, un poco inquieto. La universidad le había permitido prorrogar su servicio militar por estudios.

—¿Cómo son allí las cosas? —preguntó sin convicción.

—Pura mierda.

—¿Qué piensan los militares acerca de las bases de misiles en Cuba? —preguntó seriamente Penny.

—El viejo Jack se ganó su dinero esa semana. —Cliff dio un largo sorbo al vino.

—Cliff acaba de ser licenciado —le dijo Penny a Gordon.

—Aja —dijo Cliff—. Liberado definitivamente. Me trajeron en avión hasta El Toro. Sabía que Penny estaba cerca de ahí por algún lado, así que llamé a su viejo y él me dio su dirección. Vine hasta aquí en autobús. —Agitó una mano en el aire poniéndose repentinamente serio—. Quiero decir que todo está bien, hombre. Soy solamente un viejo amigo. Nada de lo que preocuparse. ¿No es así, Penny?

Ella asintió.

—Cliff me llevó a la fiesta de promoción del último curso.

—Aja, y ella estaba huau. La llevé en mi T-bird con su traje de tarde rosa. —Bruscamente empezó a cantar Cuando baile de nuevo el vals contigo, con una temblorosa voz de falsete—. Muchacho, vaya mierda. Teresa Brewer.

—Yo odiaba todo eso —dijo Gordon agriamente—. Todo ese esnobismo de la escuela superior.

—Apuesto a que sí —dijo Cliff llanamente—. ¿Eres de la costa Este?

—Sí.

—¿Marlon Brando, La ley del silencio, todo eso? Muchacho, aquello es un lío.

—No es tan malo —murmuró Gordon. De alguna forma, Cliff había dado con una precisa similitud. Gordon había criado también palomas en la azotea de su casa durante un cierto tiempo, como Brando, y los sábados, cuando no tenía ninguna cita, lo cual era bastante a menudo, subía a hablar con ellas. Al cabo de un tiempo se había convencido a sí mismo de que las citas de los sábados por la noche no tenían por qué ser el centro de la vida de los adolescentes, y luego, un poco más tarde, se había desembarazado de las palomas. Eran muy sucias, de todos modos.

Gordon se disculpó y fue a buscar más vino. Cuando regresó con un vaso para Penny, los dos estaban recordando viejos tiempos. El estilo de la Ivy League; los coches trucados; la Ted Mack Variety Hour; la irritante réplica «Es asunto mío saber y tuyo descubrir»; los helados de Seatest; Ozzie y Harriet; Papá sabe más; el pelo en cola de caballo; los alumnos de la clase superior repintando la torre de aguas en una sola noche; las chicas que hacían globos de chicle en clase y se marchaban embarazadas, al tercer año; Mi pequeña Margie; la mierdecilla del presidente de la clase superior; los trajes de tarde sin tirantes a los que había que pasarles alambres para que se aguantaran en su sitio; los zapatos baratos; los alfileres para la ropa; Eloise, que arruinaba su miriñaque cayéndose a la piscina en todas las fiestas; ser admitidos en los bares sin que a uno le preguntaran su edad; las chicas con faldas tan ajustadas que tenían que ponerse de lado para subir al autobús; el incendio en el laboratorio de química; los pantalones sin cinturón; y todo un desfile de otras cosas que Gordon había odiado en su tiempo mientras se sumergía en sus libros y trazaba sus planes para Columbia, y hacia las que no veía ninguna razón por la que sentirse nostálgico ahora. Penny y Cliff las recordaban también como cosas estúpidas y superficiales, pero con una nostalgia y un cierto orgullo que Gordon no podía comprender.

—Esto suena como una reunión de club de campo. —Dio a su voz un tono alegre, pero no pudo evitar que Cliff captara su desaprobación.

—Sólo estamos divirtiéndonos, hombre, Antes, ya sabes, de que se nos caiga el techo encima.

—Me parece que las cosas andan bien.

—Oh, bueno, pues no. Vete a dar una vuelta por ahí, con el culo lleno de barro, y te darás cuenta. Los chinos están mordisqueándonos por todos lados. Cuba ocupa los titulares de los periódicos, pero donde están pasando realmente las cosas es ahí abajo. —Terminó su vino, se sirvió otro vaso.

—Entiendo —dijo Gordon, muy rígido.

—Cliff —dijo Penny alegremente—, cuéntale la historia del conejo muerto en la clase de la señora Hoskins. Gordon, Cliff tomó…

—Mira, hombre —dijo Cliff lentamente, escrutando a Gordon como si fuera corto de vista y agitando erráticamente un dedo en el aire—, tú no…

Sonó el teléfono.

Gordon se levantó agradecido y fue a contestar. Cliff empezó a murmurar algo a Penny en voz baja mientras Gordon abandonaba la habitación, pero no pudo oír lo que decía.

Apoyó el receptor en su oído y, entre la estática, oyó la voz de su madre:

—¿Gordon? ¿Eres tú?

—Oh, sí. —Miró hacia la sala de estar y bajó la voz—. ¿Dónde estás?

—En casa, en la Segunda Avenida. ¿Dónde debería estar?

—Bueno… sólo me preguntaba…

—¿Si estaba de vuelta en California, para verte? —dijo su madre, con una irritante perspicacia.

—No, no. —Hizo una pausa de una fracción de segundo acerca de si llamarla mamá, no sintiendo de pronto el menor deseo de hacerlo, con el fuerzas especiales Cliff pudiendo oírlo—. Estás equivocada, no pensaba en eso en absoluto.

—¿Está ella contigo? —La voz gorjeó, ascendiendo y descendiendo, como si la conexión estuviera fallando.

—Por supuesto. Por supuesto que está aquí. ¿Qué es lo que esperabas?

—Quién sabe qué esperar en estos días, hijo mío. Cada vez que ella lo llamaba «hijo mío», sabía que se estaba preparando un sermón.

—No deberías haberte ido de aquel modo. Sin una palabra.

—Lo sé, lo sé. —Su voz se debilitó de nuevo—. Mi prima Hazel dijo que cometí un error haciéndolo.

—Teníamos cosas que hacer, lugares donde habíamos planeado llevarte —mintió él.

—Estaba tan… —no pudo terminar la frase.

—Hubiéramos podido hablar de… cosas. Ya sabes.

—Lo haremos. No me siento demasiado bien ahora, pero espero poder ir de nuevo dentro de poco.

—¿No te sientes demasiado bien? ¿Qué quieres decir, mamá, con no demasiado bien?

—Un poco de pleuresía, no es nada. He tenido que gastarme bastante dinero en un doctor y algunas pruebas. Pero ahora todo está bien.

—Oh, estupendo. Pero cuídate.

—No es peor que esa inflamación de garganta que tuviste tú, ¿recuerdas? Conozco estas cosas, Gordon. Tu hermana vino a cenar anoche, y estuvimos recordando como…

Y siguió con su habitual tono de voz, relatando los acontecimientos de la semana, incluyendo el retorno al hogar de la hermana pródiga, la sopa de col y el kugel y el flanken y la lengua con la famosa salsa de uva húngara, todo ello para una cena. Y después, ellas dos yendo al «teatro», a ver el Lutero de Osborne (¡una crítica tan grande acerca de tantas cosas!). Nunca había permitido que su padre y ella fueran a la ciudad a gastarse su buen dinero tan difícilmente ganado en esas cosas, pero ahora el proceso de reclamar a sus hijos justificaba tales pequeños lujos. Él sonrió afectuosamente, escuchando el fluir de las palabras de otra vida más vieja a cinco mil kilómetros de distancia, y se preguntó si Philip Roth habría oído hablar de Laos.

En su cabeza se formaba la imagen de ella al otro lado de la larga línea de cobre, su mano al principio aferrada con los nudillos blancos al auricular. A medida que su voz se iba suavizando pudo sentir relajarse aquella mano, los nudillos recuperar parte de su color. Se sentía bien cuando finalizó la llamada. Colgó el pesado auricular negro en su horquilla de la pared, y sólo entonces reconoció el ahogado jadear de unos sollozos contenidos procedentes de la sala de estar.

Penny estaba sentada en el diván al lado de Cliff, abrazándole, mientras él sollozaba por entre sus manos unidas sobre su rostro.

—No, tú no entiendes… Estábamos cruzando ese arrozal, siguiendo a una banda del Pathet Lao desde el Vietnam hasta donde sabíamos que estaban operando, por los alrededores de la Llanura de los Choques. Estábamos con ese pelotón de asnos del ejército regular vietnamita, yo y Bernie… Bernie, el de nuestra clase, Penny… y aquellos cerdos empezaron a disparar directamente contra nosotros, y la cabeza de Bernie se sacudió hacia atrás… cayó sentado en el barro y su casco cayó entre sus manos, y él quiso tocarse el rostro, y empezó a coger algo que había dentro de su casco, y entonces cayó de lado. Yo estaba inmediatamente detrás de él con el fuego de aquellos cerdos cayéndonos directamente encima. Me arrastré hacia él, y el agua tenía un color rosado a todo su alrededor, y fue entonces cuando lo supe. Miré en el casco y lo que él había estado intentando coger era parte de su cráneo, con el cuero cabelludo aún pegado a él, el tiro había destrozado su mandíbula pero había seguido su camino hasta el cerebro. —Cliff estaba hablando ahora más claramente, lanzando enormes suspiros mientras sus palabras brotaban vacilantes, y clavaba sus ojos en las palmas de sus manos. Penny lo mantenía abrazado y murmuraba algo. Pasó un brazo por encima de sus anchos hombros y le besó en la mejilla con un gesto vago y resignado. Gordon comprendió, con una repentina y crispante conmoción, que ella se había acostado con él en algún momento allá en aquellos dorados años escolares. Había una vieja intimidad entre ellos.

Cliff alzó la vista y vio a Gordon. Se envaró ligeramente y luego agitó la cabeza, murmurando algo incorrecto. Suspiró.

—Entonces empezó la maldita lluvia —dijo con voz clara, como si decidiera seguir hasta el final y contar el resto sin importarle quién estuviera allí escuchando—. No podían enviarnos helicópteros. Esos cagones de pilotos vietnamitas no se atrevían a acudir bajo fuego. Estábamos atrapados en aquella pequeña tumba de bambú donde nos habíamos refugiado. El Pathet Eao y los congs nos habían rodeado en aquel agujero. Yo y Bernie éramos asesores, no se suponía que diéramos órdenes, nos habían puesto en aquel pelotón porque no se suponía que pudiéramos entrar en contacto con el enemigo. Todo el mundo pensaba que, con la estación de las lluvias encima, el enemigo iba a replegarse.

Agarró el garrafón de Brookside y se echó otro vaso. Penny permanecía sentada a su lado, las manos dobladas tímidamente sobre su regazo, los ojos húmedos. Gordon se dio cuenta de que él estaba de pie envarado, a medio camino entre la cocina y la sala de estar, los brazos rígidos. Se obligó a sí mismo a sentarse en la mecedora bostoniana.

Cliff bebió la mitad de su vaso y se frotó los ojos con la manga, suspirando. La emoción iba menguando en él, siendo sustituida por una creciente fatiga que se traducía en la lentitud en que sus palabras brotaban de su boca, como vaciando pequeñas gotas de emoción a medida que emergían.

—El jefe de aquel pelotón del ejército regular vietnamita fue espasmódicamente hacia mí. No sabía qué hacer, quería escapar de allí durante la noche. La bruma se estaba aposentando sobre los arrozales. Quería que yo saliera de reconocimiento con diez vietnamitas. Lo hice, con esos tipos pequeñitos llevando sus M-1 y cagados de miedo. Apenas habíamos recorrido un centenar de metros cuando el tipo que iba en cabeza se metió de lleno en una de esas trampas de espinos. Empezó a gritar, y esos cerdos no tardaron ni un segundo en disparar, y tuvimos que volver a los bambúes arrastrándonos.

Cliff se reclinó en el diván y, casualmente, pasó un brazo en torno a Penny, mientras miraba el garrafón de Brookside.

—La lluvia hace crecer hongos en tus calcetines. Tus pies se ponen todos blancos. Yo intenté dormir con todo aquello, con los pies tan fríos que parece que no los tengas. Y me desperté con una sanguijuela en mi lengua. —Permaneció sentado en silencio un momento.

Penny abrió la boca, pero no dijo nada. Gordon se dio cuenta de que estaba meciéndose con demasiada energía, y conscientemente redujo el ritmo.

—Al principio pensé que sería una hoja o algo así. No podía sacármela. Uno de los vietnamitas me hizo echarme al suelo… yo estaba corriendo dando vueltas, gritando. El jefe de aquel pelotón de imbéciles pensó que habíamos sido infiltrados. Finalmente me pusieron grasa para las botas en la lengua y aguardé tendido allí en el barro hasta que finalmente pudieron arrancarme aquella sanguijuela de mi boca, una pequeña cosa lanuda. Durante todo el día siguiente no dejé de tener sabor a crema de calzado en mi boca, y constantemente tenía ganas de vomitar. El batallón de auxilio llegó finalmente, y echó a los congs al mediodía. —Miró a Gordon—. Hasta que volví a la base no volví a pensar en Bernie.

Cliff se quedó hasta tarde, y sus historias acerca de su asesoramiento al ejército regular vietnamita fueron haciéndose más nostálgicas a medida que bebía más y más del dulzón vino. Penny permanecía sentada sobre sus piernas en el diván, un brazo apoyado sobre el respaldo, y asintiendo ocasionalmente con la cabeza, con una mirada distante en su rostro. Gordon hacía escuetas preguntas, asentía, murmuraba aprobadoramente a las historias de Cliff, sin escucharlas realmente, observando a Penny. Cuando se iba, Cliff se volvió repentinamente alegre, tambaleándose un poco a causa del vino, el rostro enrojecido y ligeramente sudoroso. Se inclinó hacía Gordon, alzó un dedo con un guiño de complicidad, y dijo:

—«Lleve al prisionero a la más profunda mazmorra». —Su voz tenía un tono condescendiente.

Gordon frunció el ceño, desconcertado, seguro de que el vino había nublado el cerebro del hombre.

—Es una Tom Swiftie —indicó Penny.

—¿Una qué? —gruñó Gordon. Cliff asintió con la cabeza.

—Oh, bueno, un chiste. Un retruécano —respondió ella, implorando con los ojos a Gordon que lo dejara correr, que permitiera que la velada terminara con una nota alegre—. Se supone que debes contestar con algo mejor.

—Oh… —Gordon se sintió incómodo; enrojeció ligeramente—. No puedo…

—Es mi turno. —Penny palmeó el hombro de Cliff, en parte como para ayudarle a mantener el equilibrio—. ¿Qué te parece: «Aprendí un montón de cosas sobre las mujeres en París, dijo Tot indiferentemente?».

Cliff lanzó una risotada, le dio una amistosa palmada en las posaderas a Penny, y se dirigió tambaleante hacia la puerta.

—Puedes quedarte con el vino que queda, Gordie —dijo Penn; lo siguió afuera. Gordon se apoyó en el marco de la puerta. A la débil luz amarillenta de la lámpara de fuera, vio que ella le daba un beso de despedida. Cliff sonrió y desapareció.

Echó el garrafón de Brookside a la basura, y lavó los vasos. Penny enrolló la abertura de la bolsa de patatas fritas. Gordon dijo:

—A partir de ahora no quiero que traigas aquí a ningún otro de tus viejos amigos. Ella se volvió hacia él, los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

—Has oído lo que he dicho.

—¿Por qué?

—No me gusta.

—Oh. ¿Y porqué no te gusta?

—Ahora tú estás conmigo. No deseo que te vayas con nadie.

—Cristo, no me estoy «yendo» con Cliff. Quiero decir, él simplemente se presentó. No lo había visto desde hacía años.

—No tenías porqué besarle tanto.

Ella hizo girar sus ojos.

—Oh, Dios.

Él enrojeció y de pronto se sintió inseguro de sí mismo. ¿Cuánto había bebido? No, no demasiado, no podía ser eso.

—Lo digo en serio. Quiero decir que no me gustan esas cosas. Va a hacerse una idea equivocada del asunto. Tú hablando de vuestros viejos días escolares, con tus brazos en torno a su cuello…

—Jesús, «va a hacerse una idea equivocada». Esa es una frase típica de último curso. No has conseguido librarte de ella, ¿eh, Gordon?

—Tú le llevabas a ello.

—Una mierda le llevaba. Ese hombre es como si fuera un herido de guerra, Gordon. Estaba dándole ánimos. Escuchándole. Desde el momento en que llamó a la puerta supe que llevaba algo dentro, algo que esos tipos triunfalistas del ejército no habían conseguido sacarle. Casi murió allí, Gordon. Y Bernie, su mejor amigo…

—Está bien, está bien. Pero sigue sin gustarme. —Había perdido su primitivo impulso, y se estaba aferrando a cualquier forma de probar su argumentación. ¿Pero cuál era esa argumentación? Se había sentido amenazado por Cliff desde el momento mismo en que lo vio. Si su madre hubiera sido capaz de ver a través de aquel teléfono, hubiera sabido muy bien qué nombre darle a la forma en que se estaba comportando Penny. Hubiera…

Interrumpió sus pensamientos, evitando el hostil y rígido rostro de Penny, y miró al garrafón de Brookside allá en la basura, aguardando solitariamente su destrucción, no usado por completo. Había visto a Penny y a Cliff con los ojos de su madre, la huella que Nueva York había dejado en él, y sabía que había perdido la auténtica argumentación. Aquella charla sobre la guerra lo había desequilibrado, inseguro de cómo reaccionar, y ahora, de una forma extraña, le estaba echando toda la culpa a Penny.

—Mira —empezó—. Lo siento, yo… —adelantó las manos la mitad del camino que los separaba, y luego las dejó caer—. Voy a salir a dar una vuelta.

Penny se alzó de hombros. Él pasó por su lado y salió.

Fuera, en el frío aire lleno de salitre, la neblina se enroscaba en las copas de los viejos robles. Caminó a través de aquella La Jolla nocturna, con el rostro convertido en una brillante pantalla de repentino sudor.

Dos manzanas más allá, en el Fern Glen, una figura surgiendo de una casa lo distrajo por un momento del revoltijo de sus pensamientos. Era Lakin. El hombre miró a uno y otro lado, pareció satisfecho, y se metió rápidamente en su Austin-Healey. En la casa que había abandonado Lakin, unas persianas venecianas aletearon ligeramente en una ventana, silueteando momentáneamente el cuerpo, de una mujer a la luz que se filtraba desde detrás de ella. Gordon reconoció el lugar; allá era donde vivían dos mujeres que estaban en el último año de ciencias humanas. Sonrió para sí mismo mientras el Healey de Lakin se alejaba. De alguna forma, aquella pequeña evidencia de fragilidad humana lo alegró.

Dio un largo paseo, pasando por delante de cerradas casitas de verano con amarillentos periódicos abandonados en los escalones que conducían a su puerta principal, pasando ocasionalmente ante casas más grandes con luces en sus ventanas. Cliff y Laos y el sentido de las palabras de Cliff respecto a las cosas reales e importantes, lodosas y repulsivas… todos aquellos pensamientos se mezclaban en su cabeza, confundiéndose en la remolineante neblina con Penny y su distante e inevitable madre. La física experimental parecía un juguete, no mejor que un crucigrama, ante esas cosas. Una distante guerra podía cruzar todo un océano y venir a estrellarse en su orilla. Pensó confusamente en el embarcadero Scrips, que se proyectaba más abajo del campus, y que era utilizado como muelle de carga para hombres y tanques y municiones. Pero luego se rió de si mismo, seguro de que la bebida estaba empezando a nublar su mente. A su alrededor el tranquilo refugio que era La Jolla no podía ser amenazado por una pandilla de tipos pequeñitos que iban de un lado para otro con sus pijamas negros, intentando derribar el gobierno de Diem. Aquello no tenía ningún maldito sentido.

Dio la vuelta de regreso hacia su casa y hacia Penny. Era fácil sobreexcitarse acerca de amenazas… Cliff, el Cong, Lakin. Las olas no podían derribar la línea de la costa en una sola noche. Y las vagas ideas acerca de los cubanos arrojando fertilizantes al Atlántico y matando la vida allí… sí, todo aquello era demasiado improbable, otro fruto de su paranoia, sí, esta noche estaba seguro de ello.