Peterson se despertó y miró por la ventanilla. El piloto había trazado un círculo para acercarse a San Diego desde el lado del océano. Desde aquella altura era visible la mayor parte de la línea de la costa al norte de Los Ángeles. La ciudad estaba envuelta en su permanente neblina; excepto aquello, el día era claro y brillante. El sol producía destellos en las ventanas de los altos bloques de oficinas. Peterson miró vagamente al mar. Pequeñas líneas de fruncidas olas reptaban imperceptiblemente hacia la orilla. Aquí y allá, mientras el avión descendía, pudo ver las curvas de espuma blanca contra el azul, enormemente distintas del océano que había sobrevolado el día anterior.
Había tomado un vuelo comercial. Desde el aire, la floración de diatomeas del Atlántico había sido horriblemente visible. Ahora se extendía en un diámetro de más de un centenar de kilómetros. Floración era una buena palabra para describir aquello, pensó amargamente. Le había dado la impresión de una flor gigantesca, una camelia escarlata floreciendo a todo lo largo de las playas del Brasil. Los otros pasajeros se habían mostrado excitados por la visión, yendo de una a otra ventanilla para ver mejor, haciendo agitadas preguntas. Era interesante, observó, cómo el rojo, el color de la sangre, despertaba siempre la idea de peligro en la mente humana. Había sido pavoroso mirar abajo y ver aquel quieto océano herido, orlado de espuma rosada.
Su mente se había distanciado de la realidad de allá abajo, convirtiéndola en una surrealista obra de arte. Añadiéndole jaguares púrpura y árboles amarillos, era un Jess Alien. Y peces naranja en el aire Por encima…
¿Cómo era aquel poema de Bottomley? La segunda estrofa, algo acerca de obligar a los pájaros a volar demasiado alto… donde arrastran vuestros innaturales vapores; seguramente las rocas vivientes morirán cuando los pájaros no mantengan la distancia correcta. Versos vulgares del siglo XIX. Cómo se aferraba uno a los jirones de civilización.
Había habido disturbios en Río. La reacción política había sido la habitual, grupos marxistas y descontentos locales impresionados por la floración.
Un helicóptero que estaba aguardándole lo había trasladado desde el aeropuerto a una reunión secreta en un enorme yate anclado mar adentro al norte de la ciudad. El presidente brasileño estaba allí, con todo su gabinete. McKerrow de Washington, y Jean Claude Rollet, un colega de Peterson en el Consejo. Habían conferenciado desde las diez de la mañana hasta última hora de la tarde almorzando allí mismo. Había que tomar medidas para contener la floración, si era posible. Lo crucial era invertir el proceso; se estaban llevando a cabo experimentos en el océano Índico y en tanques controlados al sur de California.
Se había votado el envío de provisiones de emergencia a Brasil, como compensación por la interrupción de la pesca. El presidente brasileño iba a tener que jugar con el significado de aquello para evitar un pánico general. Todos unidos, una frágil defensa contra el peso del enfermo mar a su alrededor, y así. Cuando se dispersaron, Rollet había ido a informar directamente al Consejo.
Peterson había tenido que moverse rápido para evitar el verse abrumado por la burocracia, las interferencias, los otros trabajos colaterales. Lubricar una crisis como aquélla requería un buen juego de piernas. Estaban las naciones individuales a las que calmar, los intereses propios de Inglaterra que tener en cuenta (aunque esta no era su tarea oficial más importante), y por supuesto los inevitables representantes de los medios de comunicación que no dejaban de meter la nariz por todas partes. Peterson había argumentado con éxito que alguien tenía que mantener un ojo oficial atento a los experimentos de California. Uno no sólo tenía que trabajar en la buena dirección, sino que sobre todo tenía que ser visto haciéndolo. Esto le dio el tiempo que necesitaba. Su auténtico propósito era comprobar los resultados de un pequeño experimento que él mismo había imaginado.
Inmediatamente después de que tocaran el suelo la música enlatada volvió a inundar el avión y los pasajeros empezaron a recoger sus equipajes de mano para salir. Peterson consideraba que ésta era la peor parte de los vuelos comerciales, y lamentó de nuevo no haber hecho presión a sir Martin para conseguir disponer de su propio jet ejecutivo en este viaje. Eran caros, antieconómicos, etc., etc., pero condenadamente mejores que ir en esas carretas de ganado con alas. La argumentación estándar, que el transporte privado le permite a uno descansar y ahorrar así valiosas energías ejecutivas, no le había ayudado en una época de restricción de presupuestos.
Abandonó el avión el primero, por la puerta delantera, como estaba previsto. Había una guardia de seguridad agradablemente amplia, con botas de cuero y cascos. Ahora ya estaba acostumbrado a la abierta exhibición de pistolas automáticas.
En el coche había un oficial de protocolo que no dejaba de hablar inconscientemente, pero Peterson se aisló pronto de él y gozó del paisaje. El coche de seguridad tras ellos iba demasiado cerca, observó. No parecía haber signos del reciente «descontento». Unos pocos bloques de edificios incendiados, por supuesto, y un paso inferior por debajo de la autopista en la carretera 405 lleno de agujeros de ráfagas de gran calibre, pero no evidencias de tensión residual. Las calles estaban despejadas y la autopista virtualmente desierta. Desde que los campos petrolíferos mexicanos se habían agotado mucho antes de las notoriamente optimistas previsiones, California había dejado de ser un paraíso de los adoradores del automóvil. Eso, más la presión política de los mexicanos para que se cumplieran las pomposas promesas de desarrollo económico, se había mezclado con el resto del caldo político que estaba hirviendo allí y había conducido a la «inquietud».
Las habituales ceremonias se desarrollaron en un tiempo mínimo. El Instituto Scrips de Oceanografía ofrecía un aspecto curtido por la intemperie pero sólido, baldosas azules y olor a sal y todo eso. El personal estaba ya acostumbrado a ver a altos dignatarios yendo constantemente de un lado para otro. Los chicos de la televisión obtuvieron el metraje que necesitaban —sólo que ahora ya no se llamaba así, se recordó Peterson; el enigmático término «dexers» se había materializado en su lugar—, y se habían marchado. Peterson sonrió, estrechó manos, charló aquí y allá. El paquete con el dossier que Markham había pedido del Caltech apareció, y Peterson se lo guardó en su maletín. Markham necesitaba con urgencia aquel material, dijo que estaba relacionado con el asunto de los taquiones, y Peterson había aceptado utilizar su influencia para sacárselo a los americanos. El trabajo aún no era publicable, una argucia habitual para evitar tener que dar datos al respecto, pero pese a todo habían corrido algunos rumores.
La mañana transcurrió tal como estaba planeada. Una exposición general hecha por un oceanógrafo, diapositivas y esquemas ante una audiencia de veinte personas. Luego, una repetición más franca y mucho más pesimista, ante una audiencia de cinco. Luego Alex Kiefer, el responsable del asunto, en privado.
—¿No desea quitarse la chaqueta? Hoy hace bastante calor. De hecho, es un día estupendo.
Kiefer hablaba rápida, casi nerviosamente, parpadeando al mismo tiempo. Libre de multitudes ahora, parecía poseer un exceso de energía. Caminaba como con prisa, inclinándose hacia delante sobre la punta de sus pies y mirando constantemente a su alrededor, saludando bruscamente a las pocas personas con las que se cruzaban. Condujo a Peterson hasta su oficina.
—Entre, entre —añadió frotándose las manos—. Tome asiento. Déme su chaqueta.
¿No? Sí, la vista es preciosa, ¿verdad? Preciosa.
Aquello último era en respuesta a un comentario que, de hecho, Peterson no había efectuado, aunque automáticamente había cruzado la habitación dirigiéndose hacia las amplias ventanas del rincón, atraído por la resplandeciente extensión del Pacífico allá abajo.
—Sí —dijo ahora, haciendo la esperada observación—. Es una vista magnífica. ¿No le distrae?
La amplia playa de arena fina se extendía hacia La Jolla y luego se curvaba hacia fuera, rota por rocas y caletas, hasta un promontorio rodeado por palmeras. Fuera en el océano, hileras de practicantes de surf en sus trajes de goma mantenían el equilibrio sobre sus tablas como grandes pájaros marinos negros.
Kiefer se echó a reír.
—Cuando descubro que no puedo concentrarme, simplemente me pongo mi traje de goma y salgo a nadar un poco. Aclara la mente. Intento nadar un poco cada día. De hecho, ni siquiera es necesario el traje de goma estos días. El agua está bastante caliente. Pero esos jóvenes de ahí afuera consideran que está fría. —Señalo hacia los que practicaban el surf, la mayoría de los cuales se hallaba ahora de rodillas preparándose para una ola de buen tamaño—. En los viejos tiempos sí solía estar realmente fría. Antes de que instalaran esas centrales nucleares de muchos megavatios en San Onofre, ya sabe. Bueno, estoy seguro de que lo sabe. Este tipo de cosas entra dentro de su campo, ¿no? Sea como fuera, ha hecho aumentar ligeramente la temperatura del agua, a todo lo largo de esta sección de costa. Interesante. Al parecer esto ha estimulado la vida acuática. Estamos estudiando cuidadosamente los efectos, por supuesto. De hecho, éste es uno de nuestros estudios principales. Si la temperatura aumenta más, puede alterar algunos ciclos, pero por todo lo que sabemos, ha alcanzado ya su máximo. No ha habido ningún incremento en los últimos años.
Los movimientos y la forma de hablar de Kiefer se hicieron menos bruscos cuando empezó a referirse a su trabajo. Peterson calculó que debía estar rozando la cincuentena. Había arrugas alrededor de sus ojos, y su recio pelo griseaba en sus sienes, pero su aspecto era delgado y estaba en buena forma física. Poseía el aire de un asceta, pero su oficina lo traicionaba. Peterson había notado ya, con esa mezcla de envidia y desdén que a menudo sentía en América, las ostentaciones de Kiefer: el mullido pelo de la gruesa moqueta color verde oliva, la suntuosidad del sobre de madera de palisandro de su escritorio, los helechos colgantes rezumando humedad, los cuadros japoneses en las paredes, las revistas de lujo en la mesilla de café con el sobre de cerámica, y por supuesto las enormes ventanas de cristal de color con su vista sobre el Pacífico. Tuvo una momentánea visión del atestado cuchitril que era el despacho de Renfrew en Cambridge. Aparte la vista, sin embargo, Kiefer no exhibía ningún orgullo por lo que le rodeaba, ni siquiera parecía ser consciente de ello. Se sentaron, no junto a su escritorio sino en confortables sillones al lado de la mesita de café. Peterson calculó que ya había habido suficiente maniobra de intimidar-al-visitante, y que ahora era necesario un gesto de indiferencia.
—¿Le importa si fumo? —preguntó, sacando un cigarro y un encendedor de oro.
—Oh… yo… no, por supuesto. —Kiefer pareció momentáneamente turbado—. Sí, sí, puede fumar. —Se levantó y entreabrió ligeramente la gran ventana, luego se dirigió a su escritorio y habló por el intercomunicador—: ¿Carrie? ¿Nos traerá un cenicero, por favor?
—Lo siento —dijo Peterson—. Tengo la impresión de haber violado un tabú. Pensé que fumar era algo que estaba permitido en las oficinas privadas.
—Oh, lo está, lo está —le aseguró Kiefer—. Puede hacerlo tranquilamente. Se trata tan sólo de que yo no fumo, e intento desanimar a los demás a hacerlo. —Dirigió a Peterson una repentina sonrisa, torcida y desarmante—. Espero que vea usted pronto la luz. De todos modos, le quedaría agradecido si se situara a contraviento con respecto a mí, si me permite expresarlo de este modo. —Peterson juzgó que lo elaborado de la sintaxis de su frase correspondía al habitual intento americano de hablar un inglés que un británico pudiera aceptar como correcto, un efecto que quedaba anulado en cualquier caso por todo lo dicho anteriormente.
La puerta se abrió y la secretaria de Kiefer entró con un cenicero, que depositó delante de Peterson. Peterson le dio las gracias tabulando abstraídamente sus características físicas y concediéndole un buen 8 sobre 10. Se dio cuenta con un cierto placer de que tan sólo su estatus de miembro del Consejo había hecho que Kiefer le permitiera quebrantar la norma de no fumar en su oficina. Kiefer se inclinó sobre el borde de su sillón, mirándole fijamente.
—Bien… dígame cómo encontró usted la situación en Sudamérica. —Se frotó ansiosamente las manos.
Peterson exhaló una larga bocanada de humo.
—Mala. No desesperada todavía, pero muy seria. Brasil se ha convertido en los últimos años en un país dependiente de la pesca gracias a su política corta de miras de tala-y-quema de hace una o dos décadas… y esta floración afecta seriamente a la pesca.
Kiefer se inclinó aún más hacia delante, tan ansioso de detalles como cualquier charlatana ama de casa, y a partir de aquel momento Peterson se puso en automático. Reveló lo que tenía que revelar, y extrajo de Kiefer unos cuantos detalles técnicos que valía la pena recordar. Sabía más biología que física, así que hizo un mejor trabajo que con Renfrew y Markham. Kiefer se centró en la situación financiera —escasez de subvenciones, por supuesto; uno nunca oía otra cosa—, y Peterson lo guió de nuevo a asuntos más prácticos.
—Creemos que toda la cadena alimentaria puede estar amenazada —dijo Kiefer—. El fitoplancton está sucumbiendo a los hidrocarburos clorados… el tipo utilizado en fertilizantes. —Kiefer hojeó los informes—. Específicamente la manodrina.
—¿La manodrina?
—La manodrina es un hidrocarburo clorado utilizando en insecticidas. Ha abierto un nuevo nicho de vida entre las algas microscópicas. Una nueva variedad de diatomeas ha evolucionado. Utiliza una enzima que descompone la manodrina. El sílice de la diatomea excreta también un producto residual que interrumpe la transmisión de los impulsos nerviosos en los animales. Las conexiones dendríticas fallan. Pero supongo que ya habrán hablado de todo esto en la conferencia.
—Casi todo a nivel político, qué pasos deben darse para enfrentarnos a la crisis inmediata y todo eso.
—¿Qué es lo que se va a hacer al respecto?
—Van a intentar desviar recursos de los experimentos del océano índico para contener la floración, pero no sé si funcionará. Todavía no han completado sus pruebas.
Kiefer tamborileó sus dedos sobre los azulejos de la mesita de café. Bruscamente preguntó:
—¿Ha visto usted personalmente la floración?
—Volé sobre ella —respondió Peterson—. Es horrible como el pecado. El color aterra a los pueblos pesqueros.
—Creo que yo también iré a verla —murmuró Kiefer, más para sí mismo que para Peterson. Se puso en pie y empezó a caminar por la habitación—. De todos modos, ¿sabe?, no dejo de tener la sensación de que hay algo más…
—¿Sí?
—Uno de los tipos de mi laboratorio cree que está ocurriendo algo especial allí, como si en cierta forma el proceso pudiera alterarse por sí mismo. —Kiefer agitó una mano como apartando todo aquello—. Pura hipótesis, por supuesto. Le mantendré informado si algo de eso resulta.
—¿Resulta?
—Funciona, quiero decir.
—Oh. Sí, hágalo.
Peterson abandonó el Scrips más tarde de lo que había planeado. Aceptó una invitación a almorzar por parte de Kiefer a fin de mantener las cosas a un nivel amistoso, lo cual siempre era una sabia idea. A un estúpido siempre le resulta más difícil engañarte cuando ha bebido un poco y te ha contado un chiste y ha devorado un guiso en tu compañía, por muy aburrida que haya podido ser su conversación.
El coche de Peterson y su escolta de seguridad lo llevaron al centro de La Jolla para su cita en el San Diego Firts Federal Savings. Era un edificio voluminoso y cuadrado, plantado en medio de un conjunto de aburridas tiendas formando unas galerías comerciales. Pensó en comprar algo como souvenir-de-un-viaje-a-un-país-lejano, algo que había hecho bastante a menudo cuando era más joven, pero desechó la idea después de tres segundos de deliberación. Las tiendas eran del tipo lujoso semiuniversal y, pese a la caída del dólar, la libra aún estaba en peor situación. Todo aquello hubiera tenido de todos modos una importancia relativa si las tiendas hubieran sido interesantes, pero en vez de ello no ofrecían más que baratijas y lámparas adornadas y ceniceros chillones. Hizo una mueca y penetró en la entidad bancaria. El director del banco lo recibió en la misma puerta, impresionado por la visión de la escolta de seguridad. Sí, había sido avisado de la llegada del señor Peterson. Sí, habían buscado en los archivos del banco. Una vez en el interior de la oficina del director, Peterson preguntó bruscamente:
—¿Y bien?
—Oh, señor, fue una sorpresa para nosotros, déjeme decírselo —dijo seriamente el delgado hombrecillo—. Una caja de seguridad depositada hace décadas, con el alquiler pagado por anticipado para mucho tiempo. No es una situación típica.
—Por supuesto que no.
—Yo… ¿Me han dicho que usted no tenía la llave? —El hombre esperaba obviamente que Peterson la tuviera, sin embargo, evitándole así un montón de explicaciones posteriores con sus superiores.
—Correcto, no la tengo. ¿Pero no ha comprobado usted que la caja estaba registrada a mi nombre?
—Sí, lo comprobamos. Pero no comprendo…
—Digamos simplemente que se trata de un asunto de… esto… seguridad nacional.
—Sin embargo, aunque se trate del propietario, sin una llave…
—Seguridad nacional. El tiempo es importante en este asunto. Supongo que me comprende usted. —Peterson le ofreció al hombre su sonrisa más distante.
—Bueno, el subsecretario me explicó parte de ello por teléfono, y he consultado con mi inmediato superior, pero…
—Bueno, entonces permítame decirle que me alegro de que las cosas hayan ido tan rápido. Le felicito por su eficiencia. Siempre es bueno comprobar que queda aún gente eficaz.
—Bueno, nosotros…
—Ahora me gustaría echarle una rápida mirada —dijo Peterson, con un asomo de firmeza en su voz.
—Bueno, esto, sí… Por aquí, por favor…
Se dedicaron a un absurdo ritual de firmas y de hacer constar la hora exacta y de cruzar zumbantes puertas. La enorme bóveda acorazada fue abierta para revelar una resplandeciente pared llena de hileras de cajas. El director rebuscó las llaves apropiadas en el bolsillo de su chaleco. Encontró la caja que buscaban y la sacó de su alojamiento. Hubo un momento de vacilación antes de entregarla.
—Gracias, sí —murmuró educadamente Peterson, y se dirigió directamente a la pequeña habitación adjunta en busca de intimidad.
Había tenido él esta idea, y le gustaba. Si lo que Markham decía era cierto, resultaba posible entrar en contacto con alguien en el pasado y cambiar el presente. Pero la forma exacta en que esta acción afectaría al presente era algo que no estaba claro. Puesto que el pasado visto desde el hoy podía muy bien ser el que Renfrew había creado, de modo que ¿cómo era posible distinguirlo de algún otro pasado que nunca llegó a producirse? La misma forma de considerar el asunto era un error, decía Markham, puesto que una vez pasabas un haz de taquiones entre dos tiempos estos dos tiempos quedaban enlazados para siempre, un lazo cerrado. Pero para Peterson lo esencial era saber si de hecho este lazo se había producido. En los experimentos idealizados de Markham, con oscilantes interruptores de la luz y palancas yendo hacia delante y hacia atrás entre dos posiciones y todo lo demás, el asunto en su totalidad parecía confuso. De modo que Peterson había propuesto una comprobación. De acuerdo, había que enviar antes que nada los datos preliminares acerca de los océanos y todo eso. Pero al mismo tiempo uno podía pedirle al pasado que dejara constancia de alguna señal, como un mojón en la carretera del tiempo. Un comprobante inconfundible de que las señales habían sido recibidas… eso bastaría para convencer a Peterson de que esas ideas no eran tonterías. Así que dos días antes de abandonar Londres llamó a Renfrew y le dijo que enviara un mensaje científico. Markham tenía una lista de los grupos experimentales que podían recibir concebiblemente un mensaje de taquiones en sus aparatos de resonancia magnética nuclear. Fue enviado un mensaje a cada uno de esos sitios: Nueva York, La Jolla, Moscú. A cada uno de ellos se le pidió que contrataran una caja de seguridad claramente etiquetada a nombre de Peterson con una nota en su interior. Eso debería ser suficiente.
Peterson no podía alcanzar Moscú sin explicarle a sir Martin por qué deseaba ir allí. Nueva York estaba fuera de cuestión temporalmente, debido a los terroristas. Esto dejaba La Jolla.
Peterson sintió que su pulso se aceleraba mientras tomaba la caja de segundad y soltaba su cierre con un clic. Cuando la tapa de la caja se corrió hacia atrás, vio solamente una hoja de papel doblada en tres. La tomó y alisó cuidadosamente los dobleces. Crujieron debido al tiempo.
MENSAJE RECIBIDO LA JOLLA.
Eso era todo. Era suficiente. Instantáneamente Peterson sintió dos emociones conflictivas: exaltación, y una repentina decepción por no haber pedido más. ¿Quién había escrito la nota? ¿Qué más habían recibido? Se dio cuenta desconsoladamente de que había supuesto que el tipo que recibiera la señal obedecería las instrucciones pero al mismo tiempo contaría cómo la había recibido, qué creía que significaba, o al menos quién demonios era él.
Pero no, pensó, sentándose. Aquello era suficiente. Aquello probaba que todo el colosal asunto era cierto. Increíble, pero cierto. Las implicaciones más allá de aquello no quedaban claras, por supuesto… pero al menos existía aquella certeza.
Y, pensó con un asomo de orgullo, había sido él quien había pensado en ello. Por un momento se preguntó si era aquello lo que significaba ser un científico, hacer un descubrimiento, ver el mundo abriéndose ante uno aunque fuera tan sólo por un instante.
Luego el director del banco llamó vacilante a la puerta, el momento mágico se rompió, y Peterson se metió en el bolsillo la amarillenta hoja de papel.
En el Valencia Hotel tomó una suite que dominaba la ensenada. El parque de abajo estaba siendo corroído por las avanzantes olas, como demostraban algunos senderos que terminaban bruscamente en el agua. A todo lo largo de la costa las olas habían ido comiéndose el terreno. Porciones de tierra colgaban por encima de las olas, a punto de desmoronarse. A nadie parecía importarle.
Les dijo a sus hombres de seguridad y al chofer que se tomaran la noche libre. Su presencia lo hacía evidente a los ojos de todo el mundo y ya se había hecho notar lo suficiente por un solo día. Su mente no dejaba de darle vueltas al éxito en el banco. Disipó algo de la energía con treinta saltos en la piscina del hotel, y luego con una infructuosa excursión a las tiendas cercanas al mismo. Las tiendas de ropa eran las que más le interesaban, pero no eran el tipo de tienda que se contentaba simplemente con mostrar sus artículos y esperar a que llegaran los clientes, sino que reproducía en sus escaparates escenas de casas solariegas inglesas o de castillos franceses. Aún había dinero allí, aunque la mayor parte de él parecía estar siendo mal empleado. La gente era limpia y alegre y llena de salud. Al menos en Inglaterra la prosperidad traía consigo un status aparte de los demás; aquí no garantizaba nada, ni siquiera el buen gusto.
Las aceras estaban llenas de gente de edad, que se mostraba más bien ruda si uno no se apartaba a su paso. Los hombres jóvenes, sin embargo, eran alegres y atléticos. Las mujeres le interesaban más: cuidadosamente elegantes, inmaculadamente maquilladas. Había, sin embargo, una cierta blandura en todos ellos, un indefinible sello de próspera neutralidad. Parte de él envidiaba su vida. Sabía que esta gente que caminaba tan confiadamente por Girard estaba asediada por tantas restricciones como los ingleses —en California del Sur había una gran cantidad de limitaciones sobre inmigración, adquisiciones inmobiliarias, uso del agua, cambio de empleo, automóviles, todo—, pero parecía libre. Tampoco se apreciaba allí mucho el cansancio del mundo que los europeos identificaban a menudo con la madurez. Siempre había echado en falta también una cierta complejidad en las mujeres. Aquí parecían todas intercambiables, sus rostros cuidadosamente acicalados y abiertos. El sexo con ellas era sano, competente y franco. Si uno les hacía proposiciones, nunca se mostraban sorprendidas o ultrajadas. Su no significaba no y su sí significaba sí. Echaba a faltar el desafío de que el no significara quizás, el elegante juego de la seducción. Esos americanos no sabían jugar; eran enérgicos y hábiles pero jamás elusivos o secretos o sutiles. Preferían las preguntas directas, y ofrecían respuestas directas. Les gustaba conducir el juego.
En este punto de sus meditaciones, se detuvo frente a una tienda de vinos, y decidió ver si podía conseguir algunas cajas de buen vino californiano que hacerse enviar a Inglaterra. Uno nunca sabía cuándo volvería a presentarse la ocasión.
Estaba aguardando a Kiefer en el bar cuando el pensamiento le golpeó. ¿Qué hubiera ocurrido si en vez de llamarle por teléfono simplemente le hubiera enviado una carta a Renfrew, indicándole dentro el mensaje que tenía que transmitir? Visto el funcionamiento del correo en estos días, probablemente aún no la hubiera recibido, independientemente de cómo hubiera reaccionado a ella. En ese caso, después de conseguir hoy aquel papel amarillento, hubiera podido telefonearle y decirle que no enviara el mensaje. ¿Qué hubiera hecho Markham con aquello? Terminó su ginebra y entonces recordó el asunto de los lazos. Sí, el esquema que acababa de imaginar lo hubiera conducido todo a un estadio indeterminado. Esa era la respuesta. ¿Pero qué tipo de respuesta era ésa?
—Malditas calles —se quejó Kiefer—. Cada vez se parecen más a los barrios bajos. —Giró bruscamente el volante ante una curva cerrada. Los neumáticos chirriaron.
Para Peterson, este cambio de tema fue un alivio. Kiefer había estado recitando las virtudes y los beneficios de comer verduras frescas que le llegaban aproximadamente a la velocidad de la luz desde «el valle», una misteriosa región parecida al cuerno de la abundancia y que no necesitaba otro nombre.
Para animar aquel nuevo tema de discusión, Peterson aventuró tentativamente:
—Todo esto me parece más bien próspero.
—Sí, bueno, por supuesto, uno no ve nada si se limita a las avenidas. Pero cada vez resulta más duro mantener los estándares. Mire a su alrededor aquí, por ejemplo. ¿No nota nada?
Estaban ahora en la parte alta de las colinas, siguiendo estrechas carreteras sinuosas que dejaban ver atisbos del océano entre ranchos españoles y castillos franceses en miniatura.
—¿Ve como todas las casas están rodeadas de muros? Cuando vinimos aquí por primera vez, oh, hará casi veinte años, estaban todas abiertas. Grandes vistas desde todas las casas. Ahora ni siquiera puede usted llamar a su vecino sin salir a la calle y pulsar unos cuantos botones y hablar por un intercomunicador. ¡Y se lo aseguro, debería ver usted los dispositivos antirrobo! Componentes electrónicos que valen por un centenar de perros pastores alemanes. Con baterías para que sigan funcionando también cuando se producen los cortes de corriente.
—¿El índice de criminalidad es alto, entonces? —preguntó Peterson.
—Terrible. Inmigrantes ilegales, demasiada gente, demasiados pocos trabajos. Todo el mundo cree que tiene derecho a una vida de lujo, o al menos de confort, así que experimentan una gran frustración y resentimiento cuando los sueños se derrumban a su alrededor. Peterson empezó a replantear sus esquemas. Debía conseguir algo de tiempo para buscar el mejor sistema electrónico de seguridad que pudiera. Estúpido de él, no haber pensado en aquello antes. Ese tipo de cosas eran aquellas en las que los americanos siempre habían sobresalido. Tenía que buscar un buen sistema, adaptable y sólido. Si era posible, se lo llevaría él personalmente en el avión. De nuevo lamentó no disponer de un jet privado.
—La ciudad se está convirtiendo en una sucesión de enclaves fortificados —prosiguió Kiefer—. Los de los viejos principalmente.
Peterson asintió mientras Kiefer citaba estadísticas relativas a California, que era superada únicamente por Florida en el porcentaje de gente vieja. Desde el derrumbamiento del sistema de la Seguridad Social, el lobby del Movimiento de la Tercera Edad había estado presionando cada vez más para conseguir privilegios especiales, exención de impuestos y favores extra. Peterson estaba seguro de saber más de demografía que Kiefer; el Consejo había conseguido un informe a escala mundial hacía dos años, que incluía algunas proyecciones confidenciales. El alcanzar el crecimiento cero de población había dejado a Estados Unidos y a Europa con una gran máxima en la curva de población que en estos momentos estaba alcanzando la edad de la jubilación. Todos ellos esperaban recibir sus cheques mensuales, que tenían que salir de las filas cada vez más reducidas de la gente joven a través de los impuestos. Esto conducía a un «síndrome de obligación». Los viejos sentían que habían estado pagando fuertes impuestos durante todas sus vidas y luego habían sido echados a un lado antes de que pudieran conseguir ganar los enormes salarios que ahora estaban cobrando los ejecutivos más jóvenes. Había una «obligación», argumentaba el Movimiento de la Tercera Edad, y la sociedad tenía que pagar fuera como fuese. Los viejos votaban cada vez más a menudo con los ojos fijos en su propio interés. Y tenían poder. En California, una cabeza de pelo canoso se había convertido en un símbolo de activismo político.
—… no salen durante semanas, con los excelentes sistemas de televídeo que se han comprado. No van ni de compras ni al banco, no ven a nadie de menos de sesenta años. Simplemente lo hacen todo en forma electrónica. Están matando la ciudad. El cine más antiguo de La Jolla, el Unicornio, cerró el mes pasado. Es una maldita vergüenza.
Peterson asintió con un atisbo de interés, pensando todavía en reordenar sus esquemas. El coche giró por un empinado camino lateral mientras una puerta se abría ante él. Ascendieron hacia una larga casa blanca. Estilo español bastardo, clasificó silenciosamente Peterson. Cara, pero sin estilo. Kiefer aparcó en el lugar destinado a vehículos, y Peterson observó bicicletas y un coche de juguete. Cristo, niños. Si tenía que compartir la mesa del almuerzo con una bandada de chiquillos americanos…
Pareció como si sus temores amenazaran con verse realizados cuando fueron recibidos en la puerta por dos muchachitos que saltaron sobre Kiefer hablando los dos al mismo tiempo. Kiefer consiguió calmarlos lo suficiente como para presentárselos a Peterson. Entonces ambos chicos centraron su atención en él. El mayor pasó de preliminares y preguntó directamente:
—¿Es usted un científico como mi papi? —El más joven se le quedó mirando sin parpadear trasladando el peso de su cuerpo de uno a otro pie de una forma francamente irritante. De los dos, él era potencialmente el más ruidoso y el que traía más problemas, decidió Peterson. Conocía el tipo del chico mayor: serio, hablador, seguro de sí mismo, y casi indestructible.
—No exactamente —empezó, pero fue interrumpido.
—Mi papi está estudiando las diatomeas en el océano —dijo el muchacho, prescindiendo de Peterson—. Es muy importante. Yo también voy a ser un científico cuando crezca, quizás un astrónomo, y David quiere ser astronauta, pero él sólo tiene cinco años así que realmente no lo sabe. ¿Le gustaría ver el modelo del sistema solar que he hecho para nuestra asignación de ciencias?
—No, no, Bill —respondió Kiefer apresuradamente—. Sé que es muy bueno, pero el señor Peterson no desea ser molestado ahora. Vamos a ir a tomar una copa y a hablar de cosas de mayores. —Abrió camino hacia la sala de estar, seguido por Peterson y los dos chicos. Kiefer era del tipo de padres que se referían todavía a «hablar de cosas de mayores», pensó fríamente Peterson.
—Yo también puedo hablar de cosas de mayores —dijo Bill, indignado.
—Sí, sí, por supuesto que puedes. Lo que quiero decir es que vamos a hablar de cosas que no te interesarán. ¿Qué quiere beber, Peterson? Puedo ofrecerle un whisky con soda, vino, tequila…
—¿Cómo sabes que no van a interesarme? Hay montones de cosas que me interesan —insistió el muchacho, antes de que Peterson pudiera responder.
La situación fue salvada por una voz suave pero firme llamando desde otra habitación:
—¡Chicos! ¡Venid aquí inmediatamente, por favor! —Los dos muchachos se esfumaron sin discusión. Peterson se guardó para futuro uso la réplica mordaz que había estado a punto de lanzarle al chico.
—He visto que tiene usted algo de Pernod aquí. ¿Puedo pedirle un Pernod con tequila y unas gotas de limón, por favor?
—Huau, vaya mezcla. ¿Es buena? No bebo nunca licores fuertes. El hígado, ya sabe. Siéntese, estoy seguro de que tenemos algo de zumo de limón. Mi esposa lo sabrá.
—¿Tiene algún nombre esa bebida, o acaba usted de inventarla? —Kiefer estaba actuando de nuevo erráticamente.
—Creo que se llama un macho —dijo Peterson secamente.
Miró a la estancia a su alrededor. Era sencilla y elegante, totalmente blanca excepto unos cuantos muebles orientales. Un exquisito biombo adornaba la pared del fondo. A la derecha de la chimenea había un pergamino japonés, y un búcaro de flores en una hornacina. En el lado opuesto a la chimenea, un gran ventanal panorámico sin cortinas se abría sobre tejados y copas de árboles hacia el Pacífico. El océano era una sabana negra al lado de las luces que resplandecían por todas partes, costa arriba y costa abajo, hasta tan lejos como Peterson podía ver. Eligió asiento en un sofá blanco, sentándose de lado en un extremo de modo que pudiera ver tanto la habitación como la vista. Pese a unos cuantos montones de revueltos papeles aquí y allá, obviamente pertenecientes a Kiefer, la habitación exudaba una cierta serenidad.
—Espero haber acertado. Cantidades iguales de Pernod y tequila, ¿no es eso? Iré a buscar el zumo de limón. Oh, aquí está mi esposa.
Peterson se volvió hacia la puerta, miró, y volvió a mirar. Se puso lentamente en pie. La esposa de Kiefer le sorprendió. Japonesa, joven, esbelta y muy hermosa. Sin apartar los ojos de ella, intentó apartar de sí sus primeras desorientadas impresiones. Rozando la treintena, decidió, lo cual explicaba el que Kiefer tuviera unos hijos tan pequeños. Un segundo matrimonio de él, sin duda. Iba vestida con unos Levis blancos y una blusa de cuello alto blanca hecha de algún material sedoso. Nada debajo, observó con aprobación. Su cabello caía liso y en cascada casi hasta su cintura, tan negro que parecía tener reflejos azulados. Pero eran sus ojos los que cautivaron su atención. Viéndola así vestida toda de blanco en aquella débilmente iluminada habitación blanca, tuvo la extraña sensación de que su cabeza avanzaba flotando lentamente por sí misma. Hizo una pausa en el umbral, no buscando deliberadamente un efecto, pensó Peterson, pese a que su aparición fue espectacular. Se sintió incapaz de moverse hasta que lo hizo ella. Kiefer avanzó nerviosamente.
—Mitsuoko, querida, pasa, pasa. Quiero que conozcas a nuestro invitado, Ian Peterson. Peterson, ésta es mi esposa, Mitsuoko. —Miró ansiosamente de uno a otro, como un chiquillo llevando un premio a casa.
Ella penetró en la habitación, avanzando con una fluida gracia que encantó a Peterson. Tendió la mano hacia él: fría y suave.
—Hola —dijo. Por primera vez, Peterson tuvo la sensación de que podía utilizar el saludo estándar americano «Encantado de conocerle» con sinceridad.
—¿Cómo se encuentra? —murmuró él, entrecerrando ligeramente los ojos para comunicar lo que le faltaba a su saludo formal. Ella simplemente curvó con circunspección las comisuras de sus labios ante su no expresado mensaje. Sus miradas se mantuvieron la una en la otra tan sólo lo que dictaban los convencionalismos. Luego ella retiró su mano de la de él y fue a sentarse en el sofá.
—¿Tenemos zumo de limón, querida? —Kiefer estaba frotándose las manos de nuevo, siguiendo su extraña costumbre—. Y tú, ¿quieres algo para beber?
—Sí a las dos preguntas —respondió ella—. Hay un poco de zumo de limón en la nevera, y quiero un poco de vino blanco. —Se volvió a Peterson con una sonrisa—. No puedo beber mucho. Se me sube directo a la cabeza.
Kiefer abandonó la habitación en busca del zumo de limón.
—¿Cómo están las cosas en Inglaterra, señor Peterson? —preguntó ella, inclinando ligeramente la cabeza—. Por aquí las noticias parecen más bien malas.
—Son malas, aunque mucha gente no se da cuenta todavía de hasta qué punto —respondió él—. ¿Conoce usted Inglaterra?
—Estuve allí durante un año, hace ya tiempo. Me gusta mucho Inglaterra.
—Oh. ¿Estuvo trabajando allí?
—Cumplí un período de posdoctorado en el Imperial College en Londres. Soy matemática. Ahora doy clases en la Universidad de California. —Sonreía mientras le observaba, esperando una reacción de sorpresa. Peterson no la mostró—. Puedo ver que esperaba usted algo así como un título de filosofía.
—Oh, no, nada tan convencional —dijo él suavemente, devolviéndole la sonrisa. Pensaba en los filósofos como en gente que pasa grandes períodos de tiempo meditando sobre cuestiones no más profundas que: «Si no existe Dios, ¿entonces quién me pasará el próximo kleenex?» Estaba a punto de formar esto en un epigrama cuando Kiefer volvió a la habitación con un vaso de vino y una botella pequeña.
—Aquí está tu vino, amor. Y un poco de zumo de limón —esto a Peterson—. ¿Cuánto, sólo unas gotas?
—Eso es suficiente, gracias.
Kiefer se sentó y se volvió a Peterson.
—¿Le ha dicho Mitsuoko que pasó un año en la Universidad de Londres? Mi esposa es una brillante mujer. Obtuvo el doctorado a los veinticinco años. Brillante, y hermosa también. Soy un hombre afortunado. —La miró orgullosamente.
—Alex, no hagas eso. —Las palabras eran cortantes, pero su sonrisa afectuosa mellaba su filo. Se alzó desaprobadoramente de hombros hacia Peterson—. Es embarazoso. Alex siempre está alabándome ante sus amigos.
—Puedo comprender el porqué. —Bajo su suave sonrisa exterior, Peterson estaba calculando. Disponía tan sólo de una noche. ¿Era aquél un matrimonio abierto? ¿Cuán directo aceptaría ella un avance? ¿Cómo enfocar el asunto con Kiefer allí?—. Su esposo me ha dicho que las cosas también están bastante mal aquí, aunque no parecen así a los ojos de un visitante.
¿Qué significaba su sonrisa? Era casi como si estuvieran compartiendo un secreto.
¿Estaba ella leyendo sus pensamientos? ¿Estaba simplemente flirteando? ¿O podía ser —el pensamiento llameó de pronto en su mente— que estuviera nerviosa? Evidentemente, estaba mandándole señales.
—Existe una incapacidad psicológica de abandonar los estándares de lujo —estaba diciendo Kiefer—. La gente no va a abandonar un estilo de vida que cree que es, esto, exclusivamente americano.
—¿Ésa es una frase de moda? —preguntó Peterson—. La he visto empleada en un par de revistas que leí en el avión.
Kiefer concedió a aquella hipótesis su más preocupado fruncimiento de ceño.
—Hum, «¿exclusivamente americano?». Sí, supongo que lo es. Leí un editorial acerca de algo parecido esta semana. Oh, discúlpeme, voy a echarles un vistazo a los chicos.
Kiefer abandonó la habitación en un ansioso estilo terrier. Al cabo de un momento Peterson pudo oírle hablar suave pero firmemente con los chicos en algún lugar por el vestíbulo. Lo interrumpían regularmente con sus voces de tenor de chico-brillante-que-sabe-que-es-brillante. Peterson dio un sorbo a su bebida y reflexionó acerca de lo juicioso de efectuar mayores avances con Mitsuoko. Kiefer era un eslabón en la cadena de información de Peterson, la parte más esencial de la maquinaria de trabajo de un ejecutivo. Aquello era por supuesto California, notoriamente California, y la fecha era muy posterior al siglo XIX, pero uno nunca podía estar seguro de cómo reaccionaría un marido ante esas cosas, sin importar lo que dijera la teoría acerca de tales asuntos. Pero más allá de esos cálculos estaba el hecho de que el hombre lo irritaba con su fanatismo acerca de las comidas sanas y el no fumar y la poco dignificante devoción hacia aquellos decididamente desagradables chicos.
Bien, se suponía que los ejecutivos eran capaces de efectuar rápidas e incisivas decisiones, ¿correcto? Correcto.
Se volvió hacia Mitsuoko, buscando la mejor manera de utilizar aquellos momentos a solas. Ella estaba mirando por el ventanal, que seguramente se sabía de memoria desde hacía mucho tiempo.
Antes de que él pudiera efectuar ningún avance, ella preguntó, sin mirarle:
—¿Dónde se hospeda usted, señor Peterson?
—En el Valencia. Y mi nombre es Ian.
—Oh, sí. Hay una hermosa porción de playa allí, al sur de la ensenada. A menudo voy a dar un paseo por allí al anochecer. —Le miró directamente—. Alrededor de las diez.
—Entiendo —dijo Peterson. Sintió que el pulso latía fuertemente en su cuello. Fue el único signo exterior de excitación. Por Dios, había sido ella. Había establecido una cita con él casi en las narices de su esposo. Cristo, vaya mujer.
Kiefer regresó a la habitación.
—Hay una creciente crisis por aquí —dijo.
Peterson sintió un estallido de risa que transformó hábilmente en una tos.
—Creo que tiene razón —consiguió decir. No se atrevió a mirar a Mitsuoko.
En el largo vuelo por encima del polo Peterson tuvo tiempo de hojear el dossier del Caltech. Se sentía relajado y agradablemente bien dispuesto, con la sensación de tranquilidad que uno obtiene cuando sabe que ha hecho absolutamente todo lo que se esperaba de él en el campo de la pasión. Nada de lamentos, ése era el juego; como si no hubiera ocurrido nada. Llegar a la tumba con tal seguridad tenía que ser al menos algo reconfortante.
Mitsuoko había hecho honor a todas sus promesas subliminales del principio. Se había marchado al cabo de tres horas, presumiblemente con un buen pretexto, o quizá mejor aún, el acuerdo tácito de «no preguntas» por parte de Kiefer. Un buen remate para un viaje que se había presentado más bien aburrido.
El dossier del Caltech era algo distinto. Había algunos informes internos sombríamente detallados, todo un amasijo de palabras y de símbolos matemáticos. Markham podría desentrañarlos, si quería. Había indicios de que el dossier no había sido recopilado de una forma oficial. Una fotocopia de una carta oficial, inspirada por Peterson, firmada por el Consejo, llevaba una anotación garabateada abajo: Que se vayan al diablo… no les dejemos meterse en nuestros asuntos. Evidentemente el autor de la nota la habría borrado antes de dar a conocer su contenido. La explicación era obvia. El gobierno americano disponía de gente muy efectiva en seguridad interna. Antes de traficar cartas con el Caltech, habían fotocopiado clandestinamente todo lo que habían podido encontrar. Peterson suspiró. Un método poco recomendable, pero ahí también no era problema suyo.
La única porción inteligible del dossier era una carta personal, presumiblemente incluida a causa de algunas palabras clave.
Querido Jeff:
No me va a ser posible ir por Pascua; hay demasiado que hacer aquí en Caltech. Las últimas semanas han sido terriblemente excitantes. Estoy trabajando con un par de personas más y realmente no deseamos interrumpir nuestros cálculos, ni siquiera para unas vacaciones en Baja. Lo lamento realmente, porque ya estaba anticipando el momento de encontrarme de nuevo con vosotros dos (¡ya sabes lo que quiero decir!). Echaré a faltar los cactos llenos de púas y también ese delicioso calor seco. Lo siento, quizá la próxima vez, Dile a Linda que la llamaré para charlar un rato con ella dentro de unos días si consigo encontrar un poco de tiempo. ¿Hay alguna posibilidad de que vosotros vengáis aquí, aunque sólo sea por un día (o mejor aún, una noche)?
Después de romper una promesa como ésta supongo que debería deciros qué es lo que me ata aquí. Probablemente un biólogo marino como tú no pensarás que vale la pena preocuparse mucho por esto —la cosmología no tiene demasiada importancia en un mundo de enzimas y soluciones titradas y todo eso, supongo—, pero para aquellos que trabajamos en teoría gravitatoria parece como si hubiera una auténtica revolución a la vuelta de la esquina. O quizás haya llegado ya.
Está relacionado con un problema que durante mucho tiempo ha estado llevando de cabeza a los astrofísicos. Si existe una cierta cantidad de materia en el universo, entonces es que posee una geometría cerrada… lo cual significa que finalmente dejará de expandirse y empezará a contraerse, bajo la acción de la atracción gravitatoria. De modo que la gente que trabaja en nuestra misma dirección lleva algún tiempo preguntándose si existe suficiente materia en nuestro universo como para cerrar su geometría. Hasta ahora, las mediciones directas de la materia en nuestro universo no han permitido llegar a ninguna conclusión.
Simplemente contar las estrellas luminosas en el universo proporciona una muy pequeña cantidad de materia, no suficiente para cerrar el espacio-tiempo. Pero hay indudablemente un montón de masa que no podemos ver, tal como el polvo, las estrellas muertas y los agujeros negros.
Estamos completamente seguros de que la mayor parte de las galaxias posee grandes agujeros negros en sus centros. Eso representa suficiente materia no observable como para cerrar nuestro universo. Lo más nuevo que tenemos son los recientes datos acerca de cómo están reagrupadas las galaxias distintas. Esas aglomeraciones a escala galáctica significan que hay amplias fluctuaciones en la densidad de la materia por todo nuestro universo. Si las galaxias se arraciman en algún lugar de nuestro universo, y su densidad llega a ser lo suficientemente alta, su geometría espaciotemporal local se cerrará sobre sí misma, de la misma forma que puede cerrarse nuestro universo.
Ahora poseemos las pruebas suficientes como para creer en la vieja idea de Tommy Gold… que existen partes de nuestro universo que poseen suficientes galaxias arracimadas como para formar su propia geometría cerrada. No deben ofrecerse a nuestra vista de una forma muy evidente… apenas pequeñas zonas con una débil luz rojiza brotando de ellas. El rojo procede de la materia que sigue cayendo aún a esos aglutinamientos. Lo más impresionante aquí es que esas fluctuaciones locales de densidad califican esos lugares como universos independientes. El tiempo de formación de un universo independiente no tiene ninguna relación con su tamaño. Se presenta como la raíz cuadrada de Gn, donde G es la constante gravitatoria y n la densidad de la región que se está contrayendo. De modo que no tiene nada que ver con el tamaño del miniuniverso. Un universo pequeño se cerrará tan rápido como uno grande. Eso significa que todos los universos de distintos tamaños andan por ahí desde hace aproximadamente el mismo «tiempo». (Definir exactamente lo que es el tiempo en este problema te empujaría a la bebida si no eres matemático… y si lo eres quizá también).
Lo más importante aquí es que pueden existir universos cerrados en el interior del nuestro. De hecho, sería una notable coincidencia el que nuestro universo fuera el más grande de todos. Puede que seamos únicamente un pequeño montoncito de materia en el interior del universo de alguien. ¿Recuerdas la vieja película, de dibujos en la que un pececillo era tragado por otro ligeramente mayor que él, y éste a su vez por otro mayor, y así ad infinitum? Bien, puede que nosotros seamos uno de esos peces.
Estas últimas semanas he estado trabajando en el problema de conseguir información acerca de esos universos que hay dentro del nuestro. Evidentemente, la luz no puede trasladarse de un universo al siguiente. Como tampoco puede la materia. Eso es lo que significa una geometría cerrada. La única posibilidad es algún tipo de partícula que no esté sometida a las limitaciones establecidas por la teoría de Einstein. Hay varias cantidades que reúnen esas condiciones, pero Thorne (el viejo que está a cargo de todo esto) no desea meterse en aguas tan cenagosas. Demasiado complicado, dice.
Yo creo que los taquiones son la respuesta. Pueden escapar de los «universos» más pequeños dentro del nuestro. De modo que el reciente descubrimiento de los taquiones tiene enormes implicaciones para la cosmología. Es difícil detectar taquiones, de modo que no sabemos mucho acerca de ellos. Nos proporcionan un lazo directo con el espacio-tiempo sellado que hay dentro de nuestro universo, sin embargo, y es por eso por lo que estoy trabajando tan intensamente en el problema. Aquí hay una posibilidad de un descubrimiento de primera clase. Pero es infernalmente difícil proseguir las cosas con la penuria alimentaria y el gran fuego de Los Ángeles. Probablemente nadie va a preocuparse mucho de lo que encontremos, con el mundo en su estado actual. Pero así es la vida académica.
Lamento haberme dejado arrastrar por esto hasta escribirte una carta tan larga, que además probablemente no tiene sentido, pero todo esto es tremendamente excitante para mí, y tiendo a dejarme arrastrar. De todos modos, siento lo de Baja. Espero veros pronto a los dos.
Cariños,
CATHY
Peterson sintió una momentánea punzada de culpabilidad por leer una carta privada. En la actualidad el Consejo utilizaba tales métodos como una rutina más, por supuesto, a fin de neutralizar rápidamente los intereses recalcitrantes que no aceptaban la necesidad de una acción rápida. Sin embargo, él era un caballero, y un caballero no lee el correo de otra persona. Su reluctancia, sin embargo, se vio pronto sumergida bajo el interés de las implicaciones de lo que decía aquella «Cathy». ¿Subuniversos? Increíble. El paisaje del científico estaba alcanzando la irrealidad.
Peterson se reclinó en su asiento y estudió las desérticas extensiones canadienses que se deslizaban bajo el aparato. Sí, quizá fuera eso. Desde hacía décadas la imagen del mundo pintada por los científicos se había vuelto extraña, distante, increíble. En consecuencia, era mucho más fácil ignorarla que intentar comprenderla. Las cosas eran demasiado complicadas. ¿Por qué preocuparse? Mejor conecta la tele, querida. Bien.