9 - 1998

—Bien, ¿dónde demonios esta? —estalló Renfrew. Paseó arriba y abajo por su oficina, cinco pasos en una dirección, cinco pasos en la otra.

Gregory Markham permanecía sentado en silencio, observando a Renfrew. Había estado meditando durante media hora aquella mañana, y se sentía relajado y centrado. Miró más allá de Renfrew, al otro lado de las grandes ventanas del Cav que daban el máximo toque de lujo a su construcción. Los amplios campos más allá se extendían llanos y tranquilos, increíblemente verdes en la primera acometida del verano. Los ciclistas se deslizaban silenciosamente a lo largo de las pistas de la Cotón, con paquetes sujetos en sus partes traseras. El aire matutino era ya cálido y pesado. Una bruma azul rodeaba las distantes agujas de Cambridge y formaba un anillo en torno al amarillo sol aposentado sobre la ciudad. Aquél era el mejor momento del día, pensó Markham, cuando parecía que una extensión infinita de tiempo se abría ante ti, y que cualquier cosa podía realizarse en el mar de tranquilos minutos que se extendían por delante.

Renfrew seguía paseando arriba y abajo. Markham se agitó.

—¿A qué hora dijo que estaría aquí?

—A las diez, maldita sea. Salió hace horas. Tuve que llamar a su oficina con pretexto de cualquier cosa para preguntar si aún estaba allí. Me dijeron que se había marchado por la mañana, antes de la hora punta. Así que, ¿dónde está?

—Solamente son las diez y diez —señaló Markham conciliadoramente.

—Sí, pero infiernos, no puedo empezar hasta que él llegue. Tengo a todos los técnicos esperando. Estamos todos preparados. Está malgastando el tiempo de todo el mundo. A él no le importa este experimento, y nos está haciendo sufrir.

—Obtuviste la subvención, ¿no? Y ese equipo de Brookhaven.

—Una subvención limitada. Lo suficiente para seguir adelante, pero sólo lo justo. Nos están estrangulando. Tú sabes y yo sé que ésta puede ser la única oportunidad de sacarnos de este agujero. ¿Y ellos qué es lo que hacen? Me obligan a proseguir el experimento con una miseria y luego ese estúpido ni siquiera se preocupa en llegar a tiempo para presenciarlo.

—Es un administrador, no un científico. De acuerdo, su política de subvenciones es corta de miras. Pero mira, la FNC no enviará nada más excepto bajo presión. Probablemente lo están usando para otras cosas. No puedes esperar que Peterson haga milagros.

Renfrew dejó de pasear y se lo quedó mirando.

—Supongo que resulta evidente que no me cae bien en absoluto. Espero que el propio Peterson no se haya dado cuenta de ello, o podría ponerse en contra del experimento.

Markham se alzó de hombros.

—Estoy seguro de que lo sabe. Resulta claro para todo el mundo que vuestras personalidades son muy diferentes, y Peterson no es estúpido. Mira, puedo hablar con él, si quieres… lo haré, de hecho. En cuanto a ponerse en contra del experimento… tonterías. Debe estar acostumbrado a no caerle bien a la gente. No creo que le importe en absoluto. No, pienso que puedes contar con su apoyo. Pero solamente un apoyo parcial. Está intentando cubrir todas sus apuestas, y eso significa tener que repartir mucho su apoyo.

Renfrew se sentó en su silla giratoria.

—Lo siento si estoy un poco tenso esta mañana, Greg. —Se pasó unos gruesos dedos por su cabello—. Llevo varios días trabajando día y noche… mientras puedo utilizar la luz… y probablemente estoy cansado. Pero principalmente me siento frustrado. No dejamos de captar ese ruido, y embrolla todas las señales.

Una repentina agitación de actividad en el laboratorio llamó su atención. Los técnicos que hacía un minuto estaban charlando tranquilamente tenían ahora un aspecto absorto y preparado. Peterson estaba abriéndose camino a través del laboratorio. Llegó a la puerta de la oficina de Renfrew y saludó brevemente a los dos hombres con una ligera inclinación de cabeza.

—Lamento llegar tarde, doctor Renfrew —dijo, sin ofrecer ninguna explicación—. ¿Podemos empezar inmediatamente?

Mientras Peterson se volvía de nuevo hacia el laboratorio, Markham observó con una ligera sorpresa las manchas de barro en sus elegantes zapatos, como si hubiera estado caminando por un campo recién arado.

Eran las 10.47 de la mañana cuando Renfrew empezó a pulsar lentamente la palanca de señales. Markham y Peterson permanecían de pie tras él. Los técnicos comprobaban todas las demás mediciones del experimento y efectuaban los ajustes necesarios.

—¿Tan fácil es enviar un mensaje? —preguntó Peterson.

—Simple Morse —dijo Markham.

—Entiendo, para maximizar las probabilidades de que sea decodificado.

—¡Maldita sea! —Renfrew se puso bruscamente en pie—. El nivel de ruido se ha incrementado de nuevo.

Markham se inclinó hacia delante y observó la pantalla del osciloscopio. El trazado danzaba y saltaba, una línea marcando un rastro al azar.

—¿Cómo puede haber tanto ruido en una muestra enfriada de indio? —preguntó Markham.

—Cristo, no lo sé. Hemos tenido problemas durante todo el tiempo.

—No puede ser térmico.

—¿La transmisión es imposible con esto? —indicó Peterson.

—Por supuesto —dijo Renfrew, irritado—. Amplía la línea de resonancia de los taquiones y embrolla la señal.

—¿Entonces el experimento no puede funcionar?

—Infiernos, yo no he dicho eso. Es tan sólo un inconveniente. Estoy seguro de que podremos resolver el problema. Un técnico llamó desde la plataforma de arriba.

—¿Señor Peterson? Le llaman al teléfono, dicen que es urgente.

—Oh, de acuerdo. —Peterson se apresuró por la escalerilla metálica y desapareció. Renfrew conferenció con algunos técnicos, comprobó personalmente las lecturas, y se apresuró arriba y abajo durante varios minutos. Markham permaneció observando la señal del osciloscopio.

—¿Alguna idea de lo que puede ser? —preguntó Renfrew.

—Una fuga de calor, posiblemente. Quizá la muestra no esté bien aislada de los choques.

—¿Quieres decir de gente yendo de un lado para otro por la habitación, ese tipo de cosa?

Renfrew se alzó de hombros y siguió con su trabajo. Greg se frotó pensativamente el labio inferior con un dedo y estudió el amarillo espectro del ruido en la verde pantalla del osciloscopio. Al cabo de un momento preguntó:

—¿Disponéis de algún correlacionador que podáis usar en esta instalación?

Renfrew se detuvo por un momento, pensando.

—No, aquí no. Nunca hemos necesitado uno.

—Me gustaría ver si podemos extraer alguna estructura de ese ruido.

—Bueno, supongo que podríamos conseguir uno. Aunque tomará un cierto tiempo conseguir algo que pueda irnos bien. Peterson apareció encima de ellos.

—Lo siento, tengo que ir a un teléfono de seguridad. Ha ocurrido algo.

Renfrew se volvió sin decir nada. Markham subió la escalerilla.

—Aun así creo que el experimento va a sufrir un cierto retraso.

—Oh, estupendo. No deseo volver a Londres sin haberlo visto. Pero tengo que hablar con algunas personas en una línea telefónica confidencial. Hay una en Cambridge. Probablemente me tomará una hora o así.

—¿Tan mal están las cosas?

—Parece que sí. Esa enorme floración de diatomeas en la costa sudamericana, del lado del Atlántico, parece estar extendiéndose fuera de control.

—¿Floración?

—Una expresión de biología. Significa que el fitoplancton ha entrado en combinación con los hidrocarburos clorados que hemos estado utilizando como fertilizantes. Pero hay algo más. Los técnicos están rompiéndose la cabeza para descubrir cómo este caso difiere de los anteriores, cuyos efectos en la cadena alimentaria del océano eran más pequeños.

—Entiendo. ¿Podemos hacer algo al respecto?

—No lo sé. Los americanos han realizado algunos experimentos controlados en el océano Indico, pero creo que los progresos son más bien lentos.

—Bien, no quiero retrasar sus llamadas telefónicas. Tengo algo sobre lo cual trabajar, una idea acerca del experimento de John. Dígame, ¿conoce usted el Whim?

—Sí, está en la calle Trinity. Cerca de Bowes & Bowes.

—Probablemente necesitaré una copa y algo de comida dentro de una hora o así. ¿Por qué no nos encontramos allí?

—Buena idea. Lo veré al mediodía.

El Whim estaba lleno de estudiantes. Ian Peterson se abrió camino por entre la multitud que se apiñaba junto a la puerta y se detuvo por un momento, intentando orientarse. Los estudiantes cerca de él se estaban pasando jarras de cerveza por encima de sus cabezas, y una de ellas lo salpicó. Peterson sacó un pañuelo y se limpió con un gesto de desagrado. Los estudiantes ni siquiera se dieron cuenta. Era el final del año académico y estaban de un humor más bien festivo. Unos cuantos estaban borrachos. Hablaban con voz fuerte en latín macarrónico, una parodia de alguna ceremonia oficial a la que acababan de asistir.

—¡Eduardus, dona, mihi plus beerus! —gritó uno.

—¿Beerus? ¿O Deus, quid dicit? ¡Ecce sanguinus barbarus! —declamó otro.

—¡Mea culpa, mea máxima culpa! —respondió el que había hablado primero, en burlona contrición—. ¿Pero cómo demonios se dice cerveza en maldito latín?

—¡Alum! —respondieron varias veces—. ¡Vinum barbaricum! ¡Imbibius hopius! —Hubo risotadas. Se sentían todos muy ingeniosos. Uno de ellos, hipando, se deslizó suavemente hasta el suelo y se quedó allí. El segundo orador extendió su brazo sobre él y entonó solemnemente:

—Requiesecat in pace. Et lux perpetua y lo que venga a continuación.

Peterson se apartó de ellos. Sus ojos estaban empezando a acostumbrarse a la comparativa semipenumbra después de la brillante luz de Trinity. En la pared un cartel amarillento anunciaba que algunos platos del menú habían sido suprimidos… temporalmente, por supuesto. En el centro del local una enorme cocina de carbón crujía y silbaba. Un ajetreado cocinero la presidía, pasando cacharros de los fuegos pequeños a los más grandes y viceversa. Cada vez que retiraba un cacharro de uno de los fuegos, un resplandor de luz del interior de la cocina iluminaba momentáneamente sus manos y su sudoroso rostro, dándole el aspecto de un ajetreado demonio naranja. Los estudiantes sentados en las mesas alrededor de la cocina lo animaban con sus voces.

Peterson se abrió camino a través de la atestada sección del restaurante, cruzando azuladas volutas de humo de pipa que llenaban el aire. El acre aroma de la marihuana llegó a su olfato, mezclado con el olor del tabaco, del aceite de cocina, de la cerveza y del sudor. Alguien pronunció su nombre. Miró a su alrededor hasta ver a Markham en un reservado a un lado.

—Es difícil encontrar a alguien aquí, ¿eh? —dijo Peterson mientras se sentaba.

—Iba a pedir. Hay un montón de ensaladas, ¿ha visto? Y platos llenos de asquerosos hidratos de carbono. No parece que haya mucha cosa que valga la pena comer en estos días.

Peterson estudió el menú.

—Creo que voy a pedir lengua, aunque es increíblemente cara. Cualquier tipo de carne se ha puesto imposible.

—Sí, es cierto. —Markham hizo una mueca—. No comprendo cómo puede usted comer lengua, sabiendo que procede de la boca de algún animal.

—¿Prefiere usted un huevo a cambio?

Markham se echó a reír.

—Supongo que todas las procedencias son iguales de malas. Pero creo que voy a echar la casa por la ventana y voy a pedir salchicha. Eso va a sentarle muy bien a mi presupuesto.

El camarero trajo una ale para Peterson y una stout Mackeson para Markham. Peterson dio un largo sorbo.

—¿Autorizan aquí la marihuana?

Markham miró a su alrededor y olisqueó el aire.

—¿Droga? Seguro. Todos los euforizantes suaves son legales aquí, ¿no?

—Lo son desde hace uno o dos años. Pero pensé que los convencionalismos sociales, si es que queda alguno, hacían que no se fumara en lugares públicos.

—Ésta es una ciudad universitaria. Supongo que los estudiantes la fumaban ya en público mucho antes de que fuera legalizada. De todos modos, si el gobierno desea distraer a la gente de las noticias, no tiene objeto el que exija que lo hagan sólo en casa —dijo Markham suavemente.

—Hummm —murmuró Peterson.

Markham detuvo su stout Mackeson a medio camino de su boca y se lo quedó mirando.

—Está usted evasivo. ¿He supuesto bien, entonces? ¿Tiene eso en mente el gobierno?

—Digamos que la cuestión ha sido planteada.

—Entonces, ¿qué es lo que el gobierno liberal piensa hacer acerca de esas drogas que incrementan la inteligencia humana?

—Desde que fui asignado al Consejo no he tenido muchos contactos con esos problemas.

—Se rumorea que los chinos están adelantados en este aspecto.

—¿Oh? Bien, eso puedo desmentirlo. El Consejo dispone de un informe de Inteligencia hablando precisamente de esto el mes pasado.

—¿Realmente reciben informes de Inteligencia acerca de sus propios miembros?

—Los chinos son miembros formales, pero… Bueno, mire, los problemas de los últimos años han sido técnicos. Pekín tiene bastantes cosas entre manos sin necesidad de mezclarse en temas para los cuales no disponen de suficiente capacidad de investigación.

—Creí que se las estaban arreglando bastante bien. Peterson se alzó de hombros.

—Tan bien como puede hacerlo alguien con mil millones de almas de las que ocuparse. En estos tiempos los asuntos extranjeros les importan mucho menos. Están intentando partir a partes exactamente iguales un pastel que cada vez es más pequeño.

—Finalmente puro comunismo.

—No tan puro. El repartir partes iguales frena la inquietud provocada por la desigualdad. Están volviendo al cultivo en terrazas, aunque eso intensifique el tiempo de trabajo para aumentar la producción de alimentos. El opio de las masas en China son los alimentos. Siempre lo han sido. También están parando el uso de productos químicos para incrementar el rendimiento de la agricultura. Creo que tienen miedo de los efectos secundarios.

—¿Cómo la floración sudamericana?

—En la diana. —Peterson hizo una mueca—. ¿Quién hubiera podido prever…?

De la multitud brotó un repentino y estrepitoso grito. Una mujer se levantó de una mesa cercana, aferrándose la garganta. Estaba intentando decir algo. Otra mujer junto a ella preguntó:

—Elionor, ¿qué te ocurre? ¿Te has atragantado con algo?

La mujer jadeó, un sonido áspero. Se aferró a una silla. Varias cabezas se volvieron. Sus manos descendieron hasta su vientre, y su rostro se contrajo en un espasmo de dolor.

—Yo… duele tanto… —De pronto vomitó sobre la mesa. Se derrumbó hacia delante, mientras varias manos intentaban sujetarla. Un chorro de bilis se esparció sobre las bandejas de comida. Los que estaban más cerca, inmovilizados hasta aquel momento por la sorpresa, se apresuraron a apartarse frenéticamente, derribando sus sillas. Algunos vasos se estrellaron contra el suelo; la multitud creó un círculo a su alrededor.

—¡A… ayuda! —gritó la mujer. Una convulsión la sacudió. Intentó ponerse en pie y vomitó sobre sí misma. Se volvió hacia su compañera, que había retrocedido hasta la siguiente mesa. Se miró a sí misma, los ojos vidriosos, apretando las palmas de sus manos contra su vientre, Vacilante, se apartó de la mesa. De pronto se relajó y se derrumbó al suelo.

Peterson se había quedado inmovilizado por la impresión, al igual que Markham. Cuando la mujer cayó, saltó en pie y se lanzó hacia delante. La multitud murmuró y no se movió. Se inclinó sobre la mujer. Su pañuelo estaba enrollado en torno a su cuello. Estaba retorcido y manchado de su propio vómito. Peterson se lo arrancó, utilizando ambas manos. El tejido se rasgó. La mujer jadeó. Peterson agitó el aire en torno a ella, creando un poco de corriente. Ella aspiró con avidez. Sus ojos aletearon. Alzó la vista hacia él.

—Duele… duele… tanto…

Peterson miró hacia la multitud que lo rodeaba.

—Llamen a un doctor, ¿quieren? ¡Infiernos, llamen a un doctor!

La ambulancia se había ido. El personal de Whim estaba atareado limpiándolo todo. La mayor parte de los clientes se había marchado, alejados por el olor. Peterson volvió de la ambulancia, a la que había ido para asegurarse de que los enfermeros habían recogido muestras de la comida de la mujer.

—¿Qué es lo que han dicho que era? —preguntó Markham.

—Ni idea. Les he entregado la salchicha que había estado comiendo. El médico dijo algo acerca de envenenamiento alimentario, pero ésos no eran síntomas de envenenamiento como los que yo haya oído hablar nunca.

—Todo lo que hemos estado oyendo acerca de impurezas…

—Quizá. —Peterson apartó la idea con un gesto de su mano—. Puede ser cualquier cosa, en estos días.

Markham sorbió meditativo su stout. Se les acercó un camarero, trayendo su comida.

—Lengua para usted, señor —le dijo a Peterson, colocando ante él una bandeja—. Y salchicha aquí.

Los dos hombres se quedaron mirando su comida.

—Creo… —empezó a decir lentamente Markham.

—Estoy de acuerdo —le siguió rápidamente Peterson—. Creo que pasaremos de esto. ¿Puede traerme una ensalada?

Él camarero se quedó mirando dubitativo las bandejas.

—Pero ustedes pidieron esto.

—Sí, lo hicimos. Pero seguramente no pretenderá usted que lo engullamos después de lo que ha ocurrido, ¿no? En un restaurante como éste.

—Bueno, yo, el director, él dice…

—Dígale al director que vigile los productos que emplea o por todos los infiernos que voy a hacer que le cierren el local. ¿Me comprende?

—Cristo, no hay razón para…

—Simplemente dígale esto. Y tráigale a mi amigo otra stout.

Cuando el camarero se hubo alejado, obviamente sin ningún deseo de enfrentarse ni con su director ni con Peterson, Markham murmuró:

—Espléndido. ¿Cómo sabía usted que yo preferiría otra stout?

—Intuición —dijo Peterson con desenvuelta camaradería.

Llevaban varias cervezas más cuando Peterson dijo:

—Mire, sir Martin es el tipo que se ocupa realmente de los asuntos técnicos en la delegación británica. Yo soy un no especialista, como lo llaman. Lo que quiero saber es cómo infiernos piensan eludir esa paradoja del abuelo. Ese tipo, Davies, me explicó lo suficiente acerca del descubrimiento de los taquiones, y yo acepté que pueden viajar a nuestro pasado, pero sigo sin ver cómo uno puede cambiar lógicamente el pasado.

Markham suspiró.

—Hasta que fueron descubiertos los taquiones, todo el mundo pensaba que la comunicación con el pasado era imposible. Lo más increíble es que la física de la comunicación a través del tiempo ha estado funcionando antes, casi por accidente, hasta tan atrás como los años 1940. Dos físicos llamados John Wheeler y Richard Feynmann elaboraron la descripción correcta de la naturaleza de la luz, y mostraron que se difundían dos ondas cuando uno intentaba crear una onda de radio.

—¿Dos?

—Exactamente. Una de ellas es la que recibimos en nuestros aparatos de radio. La otra viaja hacia atrás en el tiempo… la «onda avanzada», tal como la llamaron Wheeler y Feynmann.

—Pero nosotros no recibimos ningún mensaje antes de que haya sido emitido.

Markham asintió.

—Cierto… pero la onda avanzada está ahí, matemáticamente hablando. No hay otra alternativa. Las ecuaciones de la física son todas ellas temporalmente simétricas. Ése es uno de los enigmas de la física moderna. ¿Cómo es que percibimos el tiempo que pasa, y sin embargo todas las ecuaciones de la física dicen que el tiempo puede transcurrir en cualquier dirección, hacia delante o hacia atrás?

—¿Las ecuaciones están equivocadas, entonces?

—No, no lo están. Pueden predecir cualquier cosa que podamos medir… pero solamente si utilizamos la «onda retardada», como la llamaron Wheeler y Feynmann. Ésa es la que oye usted a través de su receptor de radio.

—Bueno, mire, seguramente hay una forma de variar la ecuación hasta que uno obtenga únicamente la parte retardada.

—No, no la hay. Si usted hace esto a las ecuaciones, no hay forma de conservar la onda retardada sin modificación. Tiene que tener la onda avanzada.

—De acuerdo, ¿dónde están esos programas de radio hacia atrás en el tiempo? Muéstreme cómo puedo sintonizar las noticias del próximo siglo.

—Wheeler y Feynmann demostraron que no pueden llegar hasta aquí.

—¿No pueden llegar hasta este año? ¿Quiero decir, hasta nuestro tiempo presente?

—Exacto. Vea, la onda avanzada puede interactuar con todo el universo… se mueve hacia atrás, hacia nuestro pasado, de tal modo que finalmente llega a golpear toda la materia que jamás haya existido. Lo importante es que la onda avanzada golpea toda esa materia antes de que la señal haya sido enviada.

—Si, por supuesto. —Peterson reflexionó acerca del hecho de en este momento, para seguir adelante con la discusión, estaba reptando una «onda avanzada» que hacía apenas unos momentos había rechazado.

—De modo que la onda golpea toda esa materia, y los electrones en su interior son sacudidos con anticipación al momento en que esa onda de radio será enviada.

—¿El efecto precediendo a la causa?

—Exactamente. Parece contrario a la experiencia, ¿no?

—Absolutamente.

—Pero la vibración de esos electrones en todo el resto del universo debe ser tenida en cuenta. Ellos a su vez nos envían tanto ondas avanzadas como retardadas. Es como arrojar dos piedras a un estanque. Ambas crean ondas. Pero las dos ondas no se interrelacionan de una forma sencilla.

—¿De veras? ¿Por qué no?

—Se interfieren entre sí. Crean una red entrecruzada de picos y valles locales. Donde los picos y valles de los sistemas separados coinciden, se refuerzan los unos a los otros. Pero donde los picos de la primera piedra se encuentran con los valles de la segunda, se anulan. El agua no se mueve.

—Oh, de acuerdo, sí.

—Lo que Wheeler y Feynmann demostraron fue que el resto del universo, allá donde es golpeado por una onda avanzada, actúa como todo un conjunto de piedras arrojadas a ese estanque. La onda avanzada retrocede en el tiempo, crea todas esas otras ondas. Se interfieren entre sí, y el resultado es cero. Nada.

—Ah. Y al final la onda avanzada se anula a sí misma.

Bruscamente, un chorro de música brotó por los altavoces del Whim: Y el Demonio, bum, bum, bailo con Juana de Arco…

—¡Bajen eso, ¿quieren?! —gritó Peterson. La música disminuyó de volumen. Peterson se inclinó hacia delante.

—Muy bien. Me ha mostrado usted por qué no funciona la onda avanzada. La comunicación a través del tiempo es imposible.

Markham sonrió.

—Toda teoría tiene hipótesis ocultas. El problema con el modelo de Wheeler y Feynmann era que todos esos electrones danzantes en el pasado en el universo pueden no enviar de vuelta las ondas correctas. Para las señales de radio, lo hacen. Para los taquiones, no lo hacen. Wheeler y Feynmann no sabían nada acerca de los taquiones; no fueron imaginados hasta mediados los años sesenta. Los taquiones no son absorbidos de la forma correcta. No interaccionan con la materia de la misma forma que las ondas de radio.

—¿Por qué no?

—Son tipos diferentes de partículas. Unos tipos llamados Feinberg y Sudarshan imaginaron los taquiones hace décadas, pero nadie pudo encontrarlos. Parecían tan improbables. Por una parte, poseen masa imaginaria.

—¿Masa imaginaria?

—Sí, pero no se lo tome demasiado en serio.

—Parece una dificultad seria.

—No realmente. La masa de esas partículas no es lo que nosotros llamamos un observable. Eso significa que no podemos parar un taquión, puesto que siempre viaja más rápido que la luz. De modo que, si no podemos detenerlo en nuestro laboratorio, no podemos medir su masa en estado estático. La única definición de masa es la que uno puede establecer a partir del tamaño y peso… cosas que uno no puede medir, si el objeto se halla en movimiento. Con los taquiones, todo lo que puedes medir es el momento… es decir, el impacto.

—¿Tiene usted alguna queja acerca de la comida, señor? Soy el director.

Peterson alzó la vista para descubrir a un hombre alto, vestido con un conservador traje gris, de pie junto a su mesa, las manos unidas a su espalda al estilo militar.

—Sí, la tengo. En primer lugar, preferiría no comerla, visto lo que le hizo a esa señora hace un momento.

—No sé lo que esa señora estaba comiendo, señor, pero creo que su…

—Bueno, entienda, yo sí lo sé. Era algo muy parecido a lo que había pedido mi amigo, y eso es suficiente como para que él se sienta… incómodo.

El director se contuvo ligeramente ante la forma de actuar de Peterson. Estaba sudando ligeramente, y su expresión era preocupada.

—No acabo de ver por qué una clase similar de comida debería…

—Yo en cambio puedo verlo claramente. Es una lástima que usted no pueda.

—Me temo que vamos a tener que cobrarle…

—¿Ha leído usted las recientes directrices del Ministerio del Interior respecto a los alimentos importados? Yo intervine en su redacción. —Peterson le concedió al hombre el beneficio de una mirada evaluativa—. Me atrevería a decir que probablemente buena parte de su comida importada procede de un proveedor local, ¿correcto?

—Bueno, por supuesto, pero…

—Entonces presumiblemente sabe usted que existe una rígida limitación al tiempo de almacenamiento de esos productos antes de su uso.

—Sí, estoy seguro… —empezó el director, pero luego dudó ante la expresión del rostro de Peterson—. Bueno, en realidad, no he leído mucho sobre esto últimamente, porque…

—Creo que debería ser usted más cuidadoso en el futuro.

—No estoy seguro de que la señora hubiera comido siquiera ningún producto importado…

—Si yo fuera usted, lo comprobaría.

Bruscamente, el hombre perdió parte de su actitud militar. Peterson lo miró con todo su aplomo.

—Bueno, creo que podemos olvidar ese malentendido, señor, en vista de…

—Por supuesto —asintió Peterson, haciéndole un gesto de que se fuera. Se volvió nuevamente hacia Markham—. Pero sigue usted sin haber explicado esa historia del abuelo. Si los taquiones pueden transmitir un mensaje al pasado, ¿cómo evita usted las paradojas? —Peterson no mencionó que había estado discutiendo sobre aquello con Paul Davies en el King's, pero que no comprendió nada. No creía que ninguna de aquellas ideas tuviera ningún sentido.

Markham hizo una mueca.

—No es fácil de explicar. La clave fue sospechada hace algunas décadas, pero nadie la transformó en una teoría física concreta. Hay incluso una frase en el artículo original de Wheeler-Feynmann… «Lo único que se requiere es que la descripción sea lógicamente autoconsistente». Con eso querían dar a entender que nuestra sensación del fluir del tiempo, siempre yendo en una sola dirección, es un prejuicio. Pero las actuaciones de la física no comparten ese prejuicio nuestro… son temporalmente simétricas. El único estándar que podemos imponer a un experimento es pues que sea lógicamente consistente.

—Pero por supuesto es ilógico que uno siga viviendo después de haber matado a su abuelo. Antes de haber engendrado al padre de uno, quiero decir.

—El problema es que estamos acostumbrados a pensar en estas cosas como si en ellas hubiera implicada alguna especie de interruptor que únicamente tuviera dos posiciones. Quiero decir, que el abuelo de uno esté muerto, o no lo esté.

—Bueno, eso es algo evidente.

Markham negó con la cabeza.

—No del todo. ¿Y si resulta herido, pero se recupera? En ese caso, si sale del hospital a su debido tiempo, puede llegar a conocer a la abuela de uno. Todo depende de la puntería.

—No entiendo…

—Piense en enviar mensajes, antes que en dispararle a abuelos. Todo el mundo supone que el receptor, allá en el pasado, puede estar conectado a, digamos, un interruptor. Si una señal del futuro llega hasta él, el interruptor está programado para desconectar el transmisor… antes de que sea enviada la señal. Esa es la paradoja.

—Correcto. —Peterson se inclinó hacia delante, sintiéndose cautivado pese a sus dudas. Había algo que le atraía en la forma en que los científicos resolvían los problemas como otras tantas experiencias intelectuales, creando un mundo nítido y seguro. Los resultados de los problemas sociales eran siempre más embrollados y menos satisfactorios. Quizás era por eso por lo que muy pocas veces se resolvían.

—El problema es que no existe ningún interruptor que tenga sólo dos posiciones, conectado y desconectado… con nada entre ellas.

—Oh, vamos. ¿Y el conmutador que pulso para encender la luz?

—De acuerdo, usted lo pulsa. Hay un tiempo en el cual ese conmutador se halla como colgando en algún lugar intermedio, ni en el conectado ni en el desconectado.

—Puedo accionarlo en un tiempo muy breve.

—Seguro, pero no puede reducir usted ese tiempo a cero. Y también hay un cierto impulso que tiene usted que aplicar a ese conmutador para hacerlo saltar de desconectado a conectado. De hecho, es posible accionar el conmutador sólo con la fuerza suficiente como para que recorra la mitad de su camino y se quede parado allí… pruébelo. Es algo que tiene que haberle ocurrido alguna vez. El conmutador se queda a medio camino, suspendido entre sus dos posiciones.

—De acuerdo, admitido —dijo Peterson impacientemente—. ¿Pero cuál es la conexión con los taquiones? Quiero decir, ¿qué hay de nuevo en todo ello?

—Lo nuevo es pensar en todos esos hechos, enviar y recibir, como en una cadena, un lazo. Mire, enviamos hacia atrás una instrucción diciendo: «Cierre el transmisor». Piense en el interruptor recorriendo el camino hacia el «cerrado». Este acontecimiento es como una onda avanzando del pasado hacia el futuro. El transmisor está cambiando de «abierto» a «cerrado». Esa… bueno, llamémosla esa onda de información, avanza hacia delante en el tiempo. Y la señal original aún no ha sido emitida.

—Correcto. Es una paradoja.

Markham sonrió y alzó un dedo. Estaba disfrutando de aquello.

—¡Pero espere! Piense en todos esos tiempos formando como una especie de lazo. Causa y efecto no significan nada en ese lazo. Hay tan sólo acontecimientos. Ahora, mientras el interruptor se mueve hacia el «cerrado», la información se propaga hacia delante en el futuro. Piense en ello como en el transmisor haciéndose cada vez más y más débil a medida que el interruptor se acerca a la posición «cerrado». Y el haz de taquiones que ese transmisor está enviando se hace también más y más débil.

—¡Ah! —Peterson lo comprendió de pronto—. Del mismo modo, el receptor recibe a su vez una señal más y más débil del futuro. El interruptor no es accionado tan bruscamente debido a que la señal que va hacia atrás en el tiempo es también más débil. Así que no avanza tan rápidamente hacia la posición «cerrado».

—Eso es. Cuanto más se acerca a la posición «cerrado», más lentamente se mueve. Hay una onda de información viajando hacia delante hacia el futuro, y, como un reflejo, el haz de taquiones yendo hacia atrás hacia el pasado.

—Entonces, ¿qué es lo que hace el experimento?

—Bien, digamos que el interruptor se acerca al «cerrado», y entonces el haz de taquiones se hace más débil. El interruptor no recorre realmente todo el camino hasta el «cerrado», como ese conmutador controlando las luces, sino que empieza a volver hacia el «abierto». Pero cuanto más se acerca al «abierto», más fuerte es la transmisión que llega al futuro.

—De modo que el haz de taquiones se hace también más fuerte —terminó Peterson por él—. El cual empuja de nuevo al interruptor de vuelta desde la posición «abierto» a la posición «cerrado». El interruptor queda en suspenso a mitad de camino.

Markham se inclinó hacia delante y vació su stout. Su bronceado, empalidecido por el invierno de Cambridge, se cuarteó en una retorcida sonrisa.

—Oscila ahí, en el medio.

—Y no hay ninguna paradoja.

—Bueno… —Markham se alzó imperceptiblemente de hombros—. No hay contradicciones lógicas, sí. Pero seguimos sin saber realmente qué significa ese estado intermedio, impreciso. Sin embargo, evita las paradojas. Uno puede aplicar a ello una buena parte del formalismo de la mecánica cuántica, pero no estoy seguro de los resultados que pueda dar un genuino experimento.

—¿Por qué no?

Markham volvió a alzarse de hombros.

—No se han realizado experimentos. Renfrew no ha tenido tiempo, o dinero, para efectuarlos.

Peterson ignoró la crítica implícita; ¿o era su imaginación? Lo que resultaba obvio era que los trabajos en estos campos se habían visto interrumpidos en los últimos años. Markham estaba simplemente estableciendo un hecho. Tenía que recordar que un científico se mostraba siempre inclinado a presentar las cosas tal cual eran, sin calcular el impacto que podían causar sus afirmaciones. Para cambiar de tema, Peterson preguntó:

—¿Ese encallamiento a medio camino no les impedirá enviar información a 1963?

—Mire, el punto crucial en este asunto es que nuestras distinciones entre causa y efecto son una ilusión. Este pequeño experimento que hemos estado discutiendo es un lazo causal… no tiene principio ni fin. Eso es lo que querían significar Wheeler y Feynmann exigiendo tan sólo que nuestra descripción fuera lógicamente consistente. La lógica es lo que domina la física, no el mito de causa y efecto. Imponer un orden a los acontecimientos es nuestro punto de vista. Un punto de vista pintorescamente humano, supongo. A las leyes de la física no les importa. Ese es el nuevo concepto de tiempo que tenemos ahora… como un conjunto de acontecimientos completamente interrelacionados, unidos consistentemente entre sí. Creemos que estamos moviéndonos hacia delante en el tiempo, pero eso es tan sólo un prejuicio.

—Pero sabemos que las cosas ocurren ahora, no en el pasado ni en el futuro.

—¿Cuándo es «ahora»? Decir que «ahora» es «este instante» es dar vueltas en círculos. Cada instante es «ahora» en el momento en que «ocurre». La cuestión es, ¿cómo medir la velocidad de movimiento de un instante al siguiente? Y la respuesta es: no puede medirse. ¿Cuál es la velocidad del paso del tiempo?

—Bueno, es… —Peterson se interrumpió, pensando.

—¿Cómo puede pasar el tiempo? ¡La velocidad es un segundo de movimiento por segundo! No hay ningún sistema concebible de coordenadas en física por el cual podamos medir el tiempo que pasa. Así que no existe el paso del tiempo. El tiempo está inmóvil, en lo que al universo se refiere.

—Entonces… —Peterson alzó un índice para ocultar su confusión, frunciendo el ceño. El director apareció como surgido de ninguna parte.

—¿Sí, señor? —dijo el hombre, con una extremada educación.

—Oh, otra ronda.

—Sí, señor. —Se alejó rápidamente, a cumplir él mismo el encargo.

Peterson gozó con aquel pequeño juego. Conseguir una respuesta así con un despliegue tan mínimo de poder era algo viejo en él, pero seguía siendo satisfactorio.

—¿Pero usted sigue creyendo —dijo Peterson, volviéndose de nuevo a Markham— que el experimento de Renfrew tiene sentido? Todo eso de lazos y no ser capaces de accionar los interruptores…

—Naturalmente que funcionará. —Markham aceptó el oscuro vaso lleno de la densa stout.

El director depositó cuidadosamente la ale ante Peterson y empezó:

—Señor, desearía discul…

Peterson le hizo callar con un movimiento de su mano, impaciente por oír a Markham.

—Perfectamente, de acuerdo —dijo con rapidez.

Markham observó al director retirarse.

—Muy efectivo. ¿Enseñan eso en las mejores escuelas?

Peterson sonrió.

—Por supuesto. Primero las clases teóricas, luego ejercicios sobre el terreno en algunos restaurantes representativos. Lo esencial es el juego de muñeca.

Markham hizo un saludo con la stout. Tras el silencioso brindis, dijo:

—Oh, sí, Renfrew. Lo que Wheeler y Feynmann no observaron fue que si uno envía un mensaje hacia atrás que no tiene nada que ver con cerrar el transmisor, no hay ningún problema. Digamos que deseo hacer una apuesta en una carrera de caballos. He decidido que enviaré los resultados de la carrera hacia atrás en el tiempo a un amigo. Lo hago. En el pasado, mi amigo hace la apuesta y gana el dinero. Eso no cambia el resultado de la carrera. Después, mi amigo me entrega parte de sus ganancias. Esa recepción del dinero no me impedirá de ningún modo enviar la información… de hecho, puedo arreglar fácilmente las cosas de modo que no reciba el dinero hasta después de haber enviado el mensaje.

—Con lo cual no hay ninguna paradoja.

—Exacto. De modo que uno puede cambiar el pasado, pero solamente si no intenta crear una paradoja. Si lo intenta, el experimento se sitúa inmediatamente en ese estado intermedio.

Peterson frunció el ceño.

—¿Pero a qué se parecerá eso? Quiero decir, ¿a qué se parecerá el mundo si uno efectúa cambios en él?

—Nadie lo sabe —dijo Markham despreocupadamente—. Nadie lo ha intentado todavía.

—No han existido transmisores a taquiones hasta ahora.

—Y ninguna razón para intentar alcanzar el pasado tampoco.

—Déjeme decirlo francamente. ¿Cómo conseguirá Renfrew evitar el crear una paradoja? Si les ofrece la suficiente información, ellos resolverán el problema, y no habrá ya ninguna razón para que él envíe el mensaje.

—Ése es el truco. Evitar la paradoja, a fin de evitar bloquear el interruptor. De modo que Renfrew enviará una parte de la información vital… la suficiente como para iniciar las investigaciones, pero no la suficiente como para resolver completamente el problema.

—¿Pero qué ocurrirá con respecto a nosotros? ¿El mundo cambiará a nuestro alrededor?

Markham se mordisqueó el labio inferior.

—Creo que sí. Nos hallaremos en una situación distinta. El problema se verá reducido, los océanos no se hallarán tan gravemente afectados.

—¿Pero cuál es esta situación? Quiero decir, ¿nosotros sentados aquí? Sabemos que los océanos tienen problemas.

—¿Lo sabemos? ¿Cómo sabemos que éste no es el resultado del experimento que vamos a iniciar? Es decir, si Renfrew no hubiera existido y pensado en su idea, quizá nos halláramos mucho peor. El problema con los lazos causales es que nuestra noción del tiempo no los acepta. Pero piense de nuevo en nuestro interruptor bloqueado.

Peterson agitó la cabeza, como para aclararla.

—Es difícil pensar en ello.

—Es como intentar hacer nudos en el tiempo —admitió Markham—. Lo que le he ofrecido aquí es una interpretación matemática. Sabemos que los taquiones son reales; lo que no sabemos es lo que implican.

Peterson miró a su alrededor al Whim, ahora casi desierto.

—Es extraño, pensar que todo esto puede ser una consecuencia de lo que aún no hemos hecho. Todo entrelazado junto, como los hilos de una alfombra. —Parpadeó, pensando en el pasado, cuando había acudido a comer allí—. Esa cocina de carbón… ¿cuánto tiempo hace que la tienen?

—Años, supongo. Parece como una especie de marca de la casa. Mantiene el lugar caliente en el invierno, y es más económica que el gas o la electricidad. Además, pueden cocinar a cualquier hora del día, no solamente en las horas en que se conecta la energía. Y proporciona a los clientes algo a lo que mirar mientras están aguardando lo que han pedido.

—Sí, el carbón es el combustible a largo plazo para la vieja Inglaterra —murmuró Peterson, aparentemente más para sí mismo que para Markham—. Resulta muy voluminoso, sin embargo.

—¿Cuándo estudió usted aquí?

—En los años setenta. No he vuelto muy a menudo después.

—¿Han cambiado mucho las cosas?

Peterson sonrió reminiscentemente.

—Me atrevería a decir que mis habitaciones no habrán cambiado demasiado. Una vista pintoresca del río, y todas mis ropas enmoheciendo por la humedad… —Apartó de sí su ensoñación—. Voy a tener que regresar pronto a Londres.

Se abrieron camino a codazos entre los estudiantes que ocupaban el bar, hacia la puerta, y salieron a la calle. El sol de junio era demasiado brillante tras el penumbroso interior del local. Se detuvieron por un momento, parpadeando, en la estrecha acera. Los peatones bajaban a la calzada para pasar por su lado, y los ciclistas los esquivaban haciendo sonar sus timbres. Giraron hacia la izquierda y caminaron en dirección al King's Parade. En la esquina opuesta a la iglesia, hicieron una pausa para mirar el escaparate de la librería Bowes & Bowes.

—¿Le importa si entro un momento? —preguntó Peterson—. Hay algo a lo que quiero echarle un vistazo.

—Por supuesto. Yo entraré también. Soy un animal de librería, nunca paso ante ninguna sin entrar.

La Bowes & Bowes estaba casi tan atestada como el Whim cuando habían entrado en él, pero las voces eran más bajas. Rodearon cuidadosamente los grupos de estudiantes con togas negras y las pirámides de libros exhibidos. Peterson se dirigió hacia una de las mesas más discretas hacia el final de la tienda.

—¿Ha visto usted esto? —preguntó, tomando un libro y tendiéndoselo a Markham.

—¿El libro de Holdren? No, aún no lo he leído, aunque he hablado con su autor. ¿Es bueno? —Markham observó el título, impreso en rojo sobre una portada negra: La geografía de la calamidad: geopolítica del retroceso humano, por John Holdren. En la esquina inferior derecha había una reproducción de un grabado medieval mostrando a un sonriente esqueleto con una guadaña. Lo hojeó, hizo una pausa, empezó a leer—. Mire esto —dijo, tendiéndole el libro a Peterson.

Peterson posó sus ojos en el cuadro y asintió.

PERIODO (LUGAR) >> MUERTES ATRIBUIBLES (ESTIMADAS)

1984-96 (Java, Malawi, Filipinas, Congo, India) >> 8.750.000

1986 (Colombia, Ecuador, Honduras) >> 2.300.000

1987 (República Dominicana) >> 1.600.000

1987-presente (Egipto, Pakistán) >> 3.700.000

1989-presente (Sudeste de Asia en general) >> 68.000.000

1990-presente >> 1.600.000

1991-presente >> 750.000

1991-presente >> 3.800.000

1993-presente >> 113.500.000

Markham silbó suavemente. —¿Son exactas estas cifras?

—Oh, sí. En todo caso subestimadas.

Peterson se dirigió hacia la puerta de atrás de la tienda. Una chica estaba perchada en un taburete alto, añadiendo una columna de cifras a un autocontador. Su largo cabello le caía hacia delante, ocultando su rostro. Peterson la estudió de reojo mientras fingía rebuscar entre los libros que tenía ante él. Unas hermosas piernas. Bien vestida, en ese estilo rizado campesino que él detestaba. Un pañuelo Liberty azul artísticamente anudado en torno a su cuello. Delgada, aunque no por muchos años más, probablemente. Aparentaba unos diecinueve años. Como si se diera cuenta de que la estaban mirando, dirigió la vista directamente hacia él. Él siguió mirándola. Sí, diecinueve años, muy hermosa, y plenamente consciente de ello también. Bajó del taburete y, sujetando defensivamente un fajo de papeles contra su pecho, se dirigió a él.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—No lo sé —dijo él con una ligera sonrisa—. Quizás. En todo caso, se lo haré saber. Ella aceptó aquello como una insinuación directa y respondió con una rutina que probablemente, reflexionó Peterson, era infalible con los muchachos de allí. Se dio la vuelta y se alejó y, mirando por encima de su hombro, le dijo con voz ronca:

—Sí, hágamelo saber. —Le dirigió una larga mirada bajo sus aleteantes pestañas, luego sonrió descaradamente y se dirigió hacia la parte delantera de la tienda.

Se sintió divertido. Al principio, había creído realmente que ella se estaba tomando en serio su rutina de coquetería, lo cual hubiera sido ridículo si ella no fuera tan hermosa. Pero su sonrisa demostraba que estaba representando. Peterson se sintió repentinamente de buen humor, y casi inmediatamente divisó el libro que había estado buscando.

Lo tomó y buscó a Markham. La chica estaba con otras dos compañeras, dándole la espalda. Las otras estaban riendo y mirándole. Evidentemente les habían dicho que estaba mirándolas, porque se volvió para echarle una ojeada. Realmente era muy hermosa. Tomó una repentina decisión. Markham estaba curioseando en el apartado de ciencia ficción.

—Todavía tengo un par de cosas que hacer —le dijo Peterson—. ¿Por qué no se adelanta y le dice a Renfrew que estaré allí dentro de media hora?

—Oh, de acuerdo —dijo Markham.

Peterson lo observó mientras se dirigía a la puerta, caminando atléticamente, y desaparecía en el callejón de la parte de atrás del edificio conocido como Las Escuelas.

Peterson buscó de nuevo a la chica. Estaba atendiendo a alguien, un estudiante. Observó mientras se dedicaba a otra rutina, inclinándose hacia delante más de lo necesario para redactar la nota, lo suficiente como para permitirle al estudiante mirar por el escote de su blusa. Luego se irguió y le tendió de la forma más natural del mundo su libro envuelto en una bolsa blanca de papel. El estudiante salió de la tienda, con una expresión desconcertada en su rostro. Peterson llamó la atención de la chica alzando el libro en su mano. Ella cerró de un golpe la caja registradora y acudió hacia él.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Ha hecho ya su elección?

—Creo que sí. Me llevaré este libro. Y quizá pueda ayudarme en algo más. Vive usted en Cambridge, ¿verdad?

—Si ¿Usted no?

—No, soy de Londres. Formo parte del Consejo. —Se despreció inmediatamente a sí mismo. Era como dispararle a un conejo con un cañón. No era en absoluto artístico. De todos modos, había conseguido despertar toda su atención, así que lo mejor era sacar ventaja de ello—. Me preguntaba si podría recomendarme usted algún buen restaurante por los alrededores.

—Bueno, está el Blue Boar. Y hay uno francés en Grantchester que se supone que es bueno, Le Marquis. Y uno italiano nuevo, Il Pavone.

—¿Ha comido usted en alguno de ellos?

—Bueno, no… —Enrojeció ligeramente, y él se dio cuenta de que lamentaba mostrarse en inferioridad de condiciones. Se dio cuenta de que había mencionado los tres restaurantes más caros. Su propio favorito no había sido mencionado; era menos lujoso y menos caro, pero su comida era excelente.

—Si tuviera usted que elegir, ¿a cuál iría?

—Oh, a Le Marquis. Parece un lugar encantador.

—La próxima vez que venga de Londres, si no tiene usted ningún compromiso, me encantaría que accediera usted a comer allí conmigo. —Le dirigió una sonrisa íntima—. Es terriblemente aburrido viajar solo, comer solo.

—¿De veras? —exclamó ella—. Oh, quiero decir… —Luchó furiosamente por contener la excitación de su triunfo—. Sí, realmente me encantaría.

—Estupendo. Si dispusiera de su número de teléfono… —Ella vaciló, y Peterson supuso que no tenía teléfono—. O, si lo prefiere, puedo simplemente pasar por aquí un poco antes a recogerla.

—Oh, sí, eso será lo mejor —dijo ella, aferrándose a aquella solución.

—Está bien. Vendré a buscarla.

Caminaron juntos hasta la caja, donde pagó su libro. Cuando salió de Bowes & Bowes, dobló la esquina hacia la Market Square. A través del escaparate lateral de la librería pudo ver a la chica en consulta con sus dos compañeras. Bueno, había sido fácil, pensó.

«Buen Dios, ni siquiera sé cuál es su nombre».

Cruzó la plaza y caminó cruzando Petty Cury con su apresurada multitud de gente que iba de compras, hasta salir al lado opuesto del Christ's. A través de su abierta puerta era visible el verde cuadro de su césped y, tras él, los vividos colores de unos macizos herbáceos contra la gris pared del Pabellón del Director. En la puerta, el portero estaba sentado leyendo el periódico. Un grupo de estudiantes comprobaba, unas listas en el tablón de anuncios. Peterson siguió caminando y giró en el Hobson's Alley. Finalmente encontró el lugar que estaba buscando: Foster y Jagg, comerciantes de carbón.