7

Penny arrancó el coche y la radio cobró vida, gritando estruendosamente: ¡Pepsi-Cola le da más! Treinta y cinco centilitros, eso es mucho… Gordon adelantó una mano y la apagó.

Penny sacó el coche del aparcamiento y lo dirigió hacia el bulevar. El frío aire nocturno agitaba sus cabellos. Los mechones eran marrón claro en su raíz, pero se iban aclarando hacia el rubio de las puntas, decolorados por el sol y el cloro de las piscinas. Un olor a mar llenaba la suave brisa.

—Llamó tu madre —dijo Penny prudentemente.

—¡Oh! ¿Le dijiste que ya la llamaría yo? —Gordon esperó que aquello cerrara el tema.

—Va a tomar pronto el avión para venir a vernos.

—¿Qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Dice que ya no le escribes nunca, y que de todos modos tiene ganas de conocer la costa Oeste. Está pensando mudarse aquí. —Penny mantuvo su voz tranquila e inexpresiva mientras conducía con rápidos y precisos movimientos.

—Oh, Cristo. —Gordon tuvo una repentina imagen mental de su madre, vestida toda de negro, caminando por la avenida Girard bajo la amarilla luz del sol, contemplando los escaparates de las tiendas, una cabeza entera más baja que cualquier otra persona que pasara por allí. Estaría tan fuera de lugar como una monja en una colonia nudista.

—Ella no sabía quién era yo.

—¿Eh? —La imagen de su madre frunciendo el ceño ante las muchachas escuetamente vestidas de la avenida Girard lo distrajo.

—Me preguntó si era la mujer de la limpieza.

—Oh.

—No le has dicho todavía que estamos viviendo juntos, ¿verdad?

Una pausa.

—Lo haré.

Penny sonrió sin humor.

—¿Por qué aún no lo has hecho?

Él miró por la ventanilla, que se había manchado de grasa de su piel cuando había reclinado la cabeza contra ella, y estudió el destellar como joyas de las luces. La Jolla, la joya. Estaban bajando por el serpenteante cañón que formaba la carretera, y el fresco y mentolado aroma de los eucaliptos inundaba el coche. Intentó situarse a sí mismo de vuelta a Manhattan y observó las cosas desde aquel ángulo, para anticipar lo que pensaría su madre de todo aquello, y descubrió que le resultaba imposible.

—¿Es debido a que no soy judía?

—Buen Dios, no.

—Pero si tú le hubieras dicho eso, hubiera venido corriendo aquí como un relámpago, ¿no?

Él asintió a regañadientes.

—Oh…

—¿Piensas decírselo antes de que llegue?

—Mira —dijo él con una repentina energía, dándose la vuelta en el bajo asiento para mirarla directamente—, no deseo decirle nada. No quiero que se mezcle en mi vida. En nuestra vida.

—Va a hacer preguntas, Gordon.

—Deja que las haga.

—¿No las vas a contestar?

—Mira, ella no se va a quedar en nuestro apartamento, no va a tener que saber que tú vives ahí también.

Penny abrió mucho los ojos.

—Oh, entiendo. Aún no ha llegado aquí, y ya estás pensando en que quizá yo debiera recoger todas mis cosas que están tiradas por ahí en el apartamento. Quizás incluso retirar mis cremas faciales y mis pastillas anticonceptivas del botiquín. Sólo unos cuantos toques sutiles.

Él se amilanó ante su tono decepcionado. No había pensado claramente en nada de aquello, pero sí, alguna idea parecida había estado flotando por su mente. El viejo juego: defiende lo que tengas que defender, pero oculta el resto. ¿Durante cuánto tiempo había seguido esa táctica con su madre? ¿Desde la muerte de papá? Cristo, ¿cuándo dejaría de ser un niño?

—Lo siento, yo…

—Oh, no seas idiota. Estaba bromeando.

Los dos sabían que no estaba bromeando, sino que todo aquello estaba colgando en algún lugar en ese espacio entre fantasía y realidad a punto de materializarse, y que si ella no hubiera dicho nada él mismo hubiera terminado finalmente sugiriéndolo. De la forma más inesperada, ella parecía estar viendo lo que pensaba la mente de él, lo que estaba elaborando con sus toscas herramientas, y saltaba siempre más allá del lugar que él había alcanzado en sus pensamientos, lo cual le hacía quererla aún más en esos momentos. El alzar la roca para mostrarle los gusanos que se retorcían bajo ella hacía las cosas mucho más fáciles para él; no había otra alternativa más que ser honesto.

—Buen Dios, te quiero —dijo, sonriendo bruscamente. La sonrisa de ella adoptó un aspecto amargo. Mantuvo sus ojos intensamente fijos en la carretera, bajo las brillantes luces.

—Ése es el problema de las parejas. Te juntas con un hombre y muy pronto, cuando él dice que te quiere, oyes por debajo de sus palabras que te está dando las gracias. Está bien, aceptadas.

—Qué es eso, ¿la vieja sabiduría anglosajona protestante blanca?

—Sólo he hecho una observación.

—¿Cómo lo hacéis, vosotras las chicas de la costa Oeste, para ser tan listas tan rápido? —Se inclinó hacia delante, como si estuviera formulando la pregunta al paisaje californiano de fuera.

—Acostarnos con hombres desde jovencitas ayuda mucho —dijo ella, sonriendo.

Aquél era otro punto doloroso para él. Ella había sido la primera chica con la que se había acostado, y cuando se lo dijo ella no quiso creerle al principio. Cuando ella hizo un chiste acerca de dar lecciones a un profesor, él sintió que su barniz de refinamiento de la costa Este se hacía pedazos. Entonces empezó a sospechar que había estado utilizando aquel caparazón intelectual para protegerse del roce contra las irregularidades de la vida, y particularmente de los aguijones de la sensualidad. Mientras observaba las casitas de estuco desfilar a ambos lados, Gordon pensó, un poco amargamente, que reconocer uno de sus defectos no significaba en absoluto que lo hubiese corregido. Seguía sintiendo una cierta intranquilidad ante el enfoque directo, sin reservas, que Penny hacía de todas las cosas. Quizás era por eso por lo que no podía pensar en ella y en su madre compartiendo un mismo mundo, y mucho menos compartiendo su apartamento, con las ropas de Penny en el armario como mudo testimonio.

Impulsivamente, adelantó una mano y conectó la radio. Una aguda voz cantó: Las chicas crecidas no lloran…, y la apagó de nuevo.

—Déjala —dijo Penny.

—No cantan más que tonterías.

—Llenan el aire —dijo ella significativamente.

Volvió a conectarla con una mueca. Sobre el estribillo de Las chicas crecidas, dijo:

—Hey, estamos a 25, ¿no? —Ella asintió—. Hoy es el combate Liston-Patterson. Espera un segundo. —Manejó el dial, y localizó a un locutor de voz entrecortada dando los pronósticos del combate—. Aquí está. No van a televisarlo. Mira, conduce hasta Pacific Beach. Vamos a comer fuera. Quiero oír esto. —Penny asintió en silencio, y Gordon sintió una extraña sensación de alivio. Sí, era bueno apartarte de tus propios problemas y escuchar como dos tipos se daban de puñetazos hasta hacerse papilla. Desde la edad de diez años había adquirido el hábito de su padre de seguir los combates de boxeo. Se sentaban los dos en los mullidos sillones de la sala de estar y escuchaban las excitadas voces que brotaban de la vieja Motorola instalada en el rincón. Los ojos de su padre iban de un lado para otro, vacíos, siguiendo los puñetazos y las fintas descritos por el locutor y que se estaban produciendo a miles de kilómetros de distancia. Papá estaba ya muy gordo en aquella época, y cuando inconscientemente lanzaba un puñetazo imaginario en lo más ardiente del combate, adelantando su codo derecho, la grasa temblaba en todo su brazo. Gordon podía ver la carne agitarse incluso a través de la camisa blanca de su padre, y observaba para comprobar si la ceniza de su cigarro iba a caerse y a formar una mancha gris en la alfombra. Siempre ocurría, al menos una vez, y su madre acudía en lo más interesante de la pelea y cloqueaba acerca del desastre y volvía al cabo de un momento con la escobilla y la pala. Papá guiñaba un ojo cada vez que se producía algún buen puñetazo o que alguien pisaba la lona, y Gordon sonreía. Ahora lo recordaba como algo que ocurría siempre en verano, mientras el tráfico zumbaba entre la calle Doce y la Segunda Avenida, y su padre exhibía siempre medias lunas de sudor bajo sus sobacos cuando el combate había terminado. Entonces bebían coca-colas. Aquellos habían sido buenos tiempos.

Cuando entraron en el Limehouse, Gordon señaló hacia una mesa apartada y dijo:

—Hey, ahí están los Carroway. ¿En qué promedio nos coloca eso?

—Siete sobre doce —declaró Penny.

Los Carroway eran unos eminentes astrónomos, una pareja inglesa recientemente reclutada por el departamento de física de la facultad. Estaban trabajando en la vanguardia de la especialidad, investigando los recientes descubrimientos sobre las fuentes cuasi-estelares. Elizabeth era la observadora de la pareja, y pasaba una buena parte de su tiempo en Palomar, tomando placas del espacio profundo y buscando más puntos rojos de luz. El corrimiento hacia el rojo indicaba que la fuente estaba muy lejos y por lo tanto era increíblemente luminosa. Bernard, el teórico, pensaba que no era probable en absoluto que se tratasen de galaxias distantes. Estaba trabajando en un modelo que consideraba que esas fuentes no eran más que fragmentos expelidos por nuestra propia galaxia, alejándose de nosotros a velocidades muy próximas a la de la luz, y por ello derivaban al rojo. Fuera como fuese, ninguno de los dos tenía tiempo de dedicarse a la cocina, y parecían preferir los mismos restaurantes que frecuentaban Gordon y Penny. Gordon había observado la correlación, y Penny era quien se encargaba de llevar la estadística.

—El efecto de resonancia parece mantenerse —dijo Gordon a Bernard mientras se acercaban.

Elizabeth se echó a reír, y presentó al tercer miembro de su grupo, un hombre robusto con una penetrante forma de mirar a la gente mientras hablaba. Bernard les pidió que se sentaran a su mesa, y muy pronto la conversación derivó a la astrofísica y a la controversia del corrimiento hacia el rojo. Mientras hablaban, encargaron los platos más exóticos que pudieron encontrar en el menú. El Limehouse era un restaurante chino de segunda categoría, pero era el único en la ciudad y todos los científicos tenían la firme creencia de que incluso un restaurante chino de segunda categoría era preferible a un restaurante americano de primera categoría. Gordon estaba preguntándose fútilmente si aquello sería una consecuencia del internacionalismo de la ciencia, cuando de pronto se dio cuenta de que no había captado correctamente el nombre del otro hombre. Era John Boyle, el famoso astrofísico que tenía en su haber una larga lista de éxitos. Eran las sorpresas como aquélla, la posibilidad de conocer a lo mejor de lo mejor de una comunidad científica, lo que hacía de La Jolla lo que era. Se sintió muy complacido cuando Penny hizo algunas observaciones divertidas y Boyle se echó a reír, mientras sus ojos la estudiaban. Ése era el tipo de cosas, conocer a gente importante, que impresionaban a su madre; por esa razón decidió instantáneamente no hablarle de ellas. Gordon escuchó atentamente el flujo y reflujo de la conversación, intentando detectar qué cualidad hacía que esos colegas sobresalieran por encima de los demás. Había evidentemente una agilidad mental, así como un despreocupado escepticismo acerca de la política y de la forma en que funcionaba el mundo. Aparte de esto, se parecían enormemente a todas las demás personas. Decidió intentar algo distinto.

—¿Qué opináis de la victoria de Liston sobre Patterson?

Miradas inexpresivas.

—Lo derribó a los dos minutos del primer asalto.

—Lo siento, pero no sigo ese tipo de cosas —dijo Boyle—. Supongo que los espectadores se sintieron en cierto modo estafados, puesto que habían pagado su buen dinero por sus localidades.

—Cien dólares por una silla de pista —dijo Gordon.

—Casi un dólar por segundo —rió Bernard, y aquello les condujo a una estadística de tiempo por dólar en todos los acontecimientos humanos, clasificándolos por ello. Boyle intentó delimitar cuál era el más caro de todos, y Penny propuso el sexo: cinco minutos de placer y, si uno no era cuidadoso, un costoso niño que mantener toda la vida. Boyle parpadeó varias veces y dijo:

—¿Cinco minutos? Esto no es muy halagador para usted, Gordon.

En el rápido estallido de risas, nadie se dio cuenta de que los músculos de la mandíbula de Gordon se encajaban. Se sentía ligeramente sorprendido de que Boyle supusiera que dormían juntos, y que luego hiciera un chiste casual sobre ello. Era algo más que irritante. Pero la conversación derivó a otros temas, y la tensión se relajó rápidamente.

Llegó la comida, y Penny siguió proponiendo temas, ante el regocijo de Boyle. Gordon la admiró en silencio, maravillándose de que pudiera desenvolverse tan fácilmente en aguas tan profundas. Él, por su parte, encontraba mentalmente algo original que decir un minuto o dos después de que la conversación se hubiera trasladado a otro tema. Penny se dio cuenta de aquello y le tendió un cable, volviendo sobre el tema abandonado cada vez que se daba cuenta de que él tenía alguna respuesta ingeniosa que decir. El Limehouse estaba lleno del ámbito de conversaciones y del aroma de las salsas.

Cuando Boyle sacó del bolsillo de su chaqueta un bloc de notas y anotó algo en él, Gordon describió como un físico en Princeses y Einstein, sentado cerca de él, le preguntó por qué. «Siempre que tengo una buena idea, me aseguro de no olvidarla —dijo el hombre—. Quizá debería intentarlo usted también… es práctico». Einstein agitó tristemente su cabeza y dijo: «Lo dudo. Sólo he tenido dos o tres ideas realmente buenas en mi vida».

Aquello provocó una carcajada general. Gordon miró radiante a Penny. Ella había tirado de él, y ahora estaba plenamente integrado en el círculo.

Tras la cena, los cinco hablaron de ir juntos al cine. Penny deseaba ir a ver El año pasado en Mariembad, y Boyle se inclinaba por Lawrence de Arabia, pretextando que, puesto que solamente veía una película al año, tenía que elegir la mejor. Votaron a favor de Lawrence, cuatro a uno. Cuando abandonaron el restaurante, Gordon abrazó a Penny en el aparcamiento, pensando, mientras se inclinaba para besarla, en el olor que ella desprendía en la cama.

—Te quiero —dijo.

—Aceptadas —respondió ella, sonriendo.

Más tarde, mientras permanecía tendido en la cama al lado de ella, tuvo la impresión de haberla moldeado a la luz que entraba por la ventana, de haberla transformado en una imagen que era nueva y distinta cada vez. La había moldeado con sus manos y con su lengua. Ella, a su vez, lo había guiado y lo había moldeado a él. Creyó poder captar en ella sus movimientos y sus vacilaciones, primero de esta forma y luego de esa otra, huellas pasadas de los amantes que había conocido antes. Extrañamente, pensó que aquello no le importaba, aunque tenía la impresión de que en alguna forma sí hubiera debido importarle. A través de ella le llegaban ecos de otros nombres. Pero todos habían desaparecido ya y ahora ella estaba allí, y eso parecía suficiente.

Jadeó ligeramente, recordándose a sí mismo que tenía que bajar a la playa y correr un poco más a menudo, y estudió el rostro de ella a la débil luz grisácea de la calle que penetraba en el dormitorio. Las líneas de su rostro eran relajadas, sin artificios, sus únicas curvas unos cuantos mechones húmedos de cabello pegados a su mejilla. Diplomada en literatura, digna hija de un inversionista de Oakland, lírica y práctica por turnos, con una óptica política que veía virtudes tanto en Kennedy como en Goldwater. A veces cínica, luego tímida, luego insensible, desconcertada por la ignorancia sensual de él, tranquilizadoramente sorprendida por sus repentinos estallidos de dulce energía, y luego relajándose con una fluida gracia cuando él se derrumbaba, enrojecido y jadeante, a su lado.

En algún lugar, alguien estaba tocando una aguda canción, Peter, Paul y Mary, Limonero.

—Maldita sea, has estado bien —dijo Penny—. En una escala del uno al diez, te concedería un once.

Él frunció el ceño, pensando, sopesando su nueva hipótesis.

—No, somos nosotros los que hemos estado bien. No puedes separar el espectáculo de los actores.

—Oh, eres tan analítico.

Él frunció el ceño. Sabía que con las conflictivas chicas allá en el este todo hubiera sido distinto. El sexo oral hubiera sido un asunto complejo, requiriendo mucha negociación previa y falsos inicios y palabras que no hubieran encajado con lo que había que hacer:

«¿Y si nosotros… bueno…?», y: «Si eso es lo que tú quieres…», todo ello conduciendo a un escabroso incidente, todo codos y posiciones incómodas, algo que, una vez asumido, uno teme cambiar por miedo a estropearlo todo. Con las vehementes chicas que había conocido, hubiera ocurrido todo aquello. Con Penny, no.

La miró, y luego a las inexpresivas paredes más allá. Una expresión desconcertada cruzó por su rostro. Sabía que aquél era el momento en que debía mostrarse educado y casual, pero no, parecía más importante ser sincero.

—No, no somos tú o yo —repitió—. Somos nosotros. —Ella se echó a reír y le lanzó un puñetazo cariñoso.