1 - Primavera de 1988

Recuerda sonreír mucho, pensó John Renfrew malhumoradamente. Eso parecía gustarle a la gente. Nunca se preguntaban por qué estabas sonriendo, sin importar lo que se dijera. Era una especie de signo general de buena voluntad, supuso, uno de esos trucos que él nunca llegaría a dominar.

—Papi, mira…

—¡Maldita sea, fíjate en lo que haces! —gritó Renfrew—. Quita ese periódico de mi porridge, ¿quieres? Marjorie, ¿qué están haciendo los malditos perros en la cocina mientras desayunamos?

Tres figuras en animación suspendida lo miraron. Marjorie, volviéndose de la cocina con una espátula en la mano. Nicky, alzando una cuchara hacia una boca que formaba una O de sorpresa. Johnny, a su lado, tendiéndole un periódico escolar, su rostro empezando a ensombrecerse. Renfrew supo lo que estaba pasando por la cabeza de su mujer. John tiene que estar realmente preocupado. Nunca se irrita de ese modo.

Era cierto, nunca se irritaba así. Era otro lujo que no podía permitirse.

La fotografía cobró movimiento. Marjorie avanzó bruscamente, sacando con los pies a los protestantes perros por la puerta trasera. Nicky hundió la cabeza entre los hombros y se puso a estudiar su plato de cereales. Luego Marjorie condujo a Johnny a su sitio en la mesa. Renfrew inspiró profunda y ruidosamente y dio un mordisco a su tostada.

—No molestes a papá hoy, Johnny. Tiene una reunión muy importante esta mañana. Un sumiso asentimiento con la cabeza.

—Lo siento, papi.

Papi. Todos ellos le llamaban papi. No papá, como el padre de Renfrew había exigido que él le llamara. Ese era un nombre para padres con manos callosas, que trabajaban con casco.

Renfrew miró malhumoradamente en torno a la mesa. A veces se sentía fuera de lugar aquí, en su propia cocina. Y sin embargo aquél era su hijo, sentado allí con la chaqueta de la escuela Perse, hablando con su clara voz característica de la clase superior. Renfrew recordaba la confusa mezcla de desprecio y envidia que había sentido hacia tales chicos cuando tenía la edad de Johnny. A veces miraba casualmente a Johnny y el recuerdo de esos tiempos volvía a él. Entonces Renfrew esperaba encontrar aquella misma familiar indiferencia bien educada en el rostro de su hijo… y se emocionaba al descubrir, en vez de ella, admiración.

—Soy yo quien tiene que pedir perdón, muchacho. No tenía intención de gritarte así. Tu madre tiene razón, hoy estoy un poco preocupado. ¿Qué es eso que querías mostrarme, eh?

—Bueno, se trata de ese concurso para premiar al mejor artículo… —empezó tímidamente Johnny—, sobre cómo los chicos de la escuela pueden ayudar a limpiar el entorno y lo demás y ahorrar energía y todas esas cosas. Me gustaría que lo vieras antes de entregarlo.

Renfrew se mordió el labio.

—No tengo tiempo hoy, Johnny. ¿Cuándo tienes que entregarlo? Intentaré leerlo esta noche sí puedo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Gracias, papi. Lo dejaré aquí. Ya sé que estás haciendo un trabajo terriblemente importante. El profesor de inglés así lo dijo.

—Oh. ¿Lo hizo? ¿Qué es lo que dijo?

—Bueno, realmente… —El muchacho vaciló—. Dijo que fueron los científicos quienes nos metieron en ese tremendo lío, y que si hay alguien que puede llegar a sacarnos alguna vez de él, sólo son ellos.

—No es el primero en decir eso, Johnny. Eso es un truismo.

—¿Truismo? ¿Qué es un truismo, papi?

—Mi señorita de sociales dice precisamente lo contrario —intervino de pronto Nicky—. Dice que los científicos ya han causado bastantes problemas. Dice que Dios es el único que podría sacarnos de esto, y que probablemente no querrá hacerlo.

—Oh, Señor, otra profeta de la fatalidad. Bueno, supongo que es mejor que los primitivos y todas sus tonterías de la vuelta-a-la-edad-de-las-cavernas. Excepto que los profetas de la fatalidad se quedan por los alrededores y nos deprimen a todos.

—La señorita Crenshaw dice que los primitivos tampoco escaparán al juicio de Dios, por muy rápido que corran —dijo Nicky con acento definitivo.

—Marjorie, ¿qué es lo que está ocurriendo en esa escuela? No quiero que le llenen a Nicky la cabeza con esas ideas. La mujer parece más bien desequilibrada. Háblale de ello a la directora.

—Dudo que eso sirva de mucho —respondió Marjorie tranquilamente—. Hay muchos más «profetas de la fatalidad», como tú los llamas, por estos lugares en nuestros días de lo que puedes llegarte a imaginar.

—La señorita Crenshaw dice que lo que deberíamos hacer es simplemente rezar —prosiguió Nicky obstinadamente—. La señorita Crenshaw dice que se trata de un juicio. Y probablemente del fin del mundo.

—Bueno, todo eso son sólo tonterías, querido —dijo Marjorie—. ¿Qué conseguiríamos simplemente sentándonos y poniéndonos a rezar? Hay que enfrentarse a las cosas. Hablando de lo cual, muchachos, será mejor que empecéis a moveros o llegaréis tarde al colegio.

—La señorita Crenshaw dice: «Tened en cuenta los lirios del campo» —murmuró Nicky mientras abandonaba la estancia.

—Bueno, yo no soy ningún maldito lirio del campo —dijo Renfrew, echando su silla hacia atrás y levantándose—, así que será mejor que me vaya a mi trabajo un día más.

—¿Dejándome que yo me ocupe de todo? —sonrió Marjorie—. Es la única forma, ¿no? Aquí está tu almuerzo. Esta semana tampoco hay carne, pero conseguí un poco de queso en la granja y conseguí también unas cuantas zanahorias tempranas. Creo que este año tendremos algunas patatas. Te gustarían, ¿no? —Se puso de puntillas y le besó—. Espero que esa entrevista vaya bien.

—Gracias, amor. —Sintió de nuevo aquella vieja sensación familiar que estrujaba su corazón. Tenía que conseguir esa subvención. Había invertido enormes sumas de tiempo y cavilaciones en aquel proyecto. Tenía que lograr el equipo. Al menos, tenía que intentarlo.

Renfrew abandonó la casa y montó en su bicicleta. Se había desprendido ya de su caparazón de padre de familia, ahora sus pensamientos estaban dirigidos al laboratorio, a las instrucciones diarias a los técnicos, a la inminente entrevista con Peterson.

Empezó a pedalear, abandonando Grantchester y rodeando Cambridge. Había llovido durante la noche. Una ligera bruma colgaba baja por encima de los arados campos, suavizando la luz. Gotas de rocío salpicaban las nuevas hojas verdes de los árboles. La humedad brillaba en la alfombra de campánulas que cubrían los prados. La carretera seguía en aquel lugar el curso de un pequeño riachuelo flanqueado de alisos y ortigas. En la superficie del riachuelo podía ver las pequeñas olas formadas por los escarabajos de agua con sus patas parecidas a remos. Los ranúnculos florecían dorados a lo largo de las orillas, y enormes y blandas candelillas colgaban de los sauces. Era una fresca mañana de abril, el tipo de mañana que siempre le había gustado cuando era un muchacho en el Yorkshire, mientras observaba la bruma disiparse sobre los marjales al pálido sol matutino y las liebres salían huyendo al acercarse él. El camino que estaba recorriendo con la bicicleta se había hundido profundamente con los años, y su cabeza estaba casi al nivel de las raíces de los árboles a ambos lados. El olor a tierra mojada y a hierba empapada por la lluvia llegaba hasta él, mezclado con el ácido y penetrante olor del humo de carbón.

Un hombre y una mujer lo miraron indiferentemente cuando pedaleó junto a ellos.

Estaban apoyados con indolencia en una medio derrumbada valla de madera. Renfrew hizo una mueca. Cada vez llegaban más intrusos a aquella zona, pensando que Cambridge era una ciudad rica. A su derecha estaban las ruinas de una vieja granja. La semana pasada las bostezantes y negras ventanas habían sido cubiertas con papeles de periódicos, cartones y trapos. Era sorprendente que los intrusos hubieran tardado tanto en descubrir aquel lugar.

El último tramo de su trayecto, cortando camino a través de los suburbios de Cambridge, era el peor. Era difícil circular por las calles, con coches abandonados aparcados por todas partes. Se había establecido un programa nacional para reciclarlos, pero todo lo que había visto Renfrew de aquel programa era un montón de charlas por la televisión. Se abrió camino por entre los coches, que parecían escarabajos sin ojos y sin patas, desprovistos de todas sus partes recuperables. Había estudiantes viviendo en algunos de ellos. Soñolientos rostros se volvieron tras los parabrisas para observarle mientras cruzaba por su lado.

Frente al Cavendish, aparcó su bicicleta junto a las demás y la ató. Observó que había un coche en el aparcamiento. ¿Era posible que aquel tipo, Peterson, hubiera llegado tan pronto? Ni siquiera eran las ocho y media. Subió apresuradamente las escaleras y cruzó la entrada y el vestíbulo.

Para Renfrew, el actual complejo de tres edificios era completamente anónimo. El Cavendish original, donde Rutherford había descubierto el núcleo atómico, era un viejo edificio de ladrillo en el centro de Cambridge, un museo. Desde la calle Madingley, a doscientos metros de distancia, aquel lugar podía ser tomado fácilmente por la sede central de una compañía de seguros o una fábrica o un complejo de oficinas. Cuando se había inaugurado a principios de los años setenta, el «nuevo Cav» era inmaculado, pintado con colores armoniosos, con moqueta en la biblioteca y estanterías bien clasificadas. Ahora los corredores estaban pobremente iluminados y muchos laboratorios completamente vacíos, despojados de todo su equipo. Renfrew se dirigió directamente a su propio laboratorio, en el edificio Mott.

—Buenos días, doctor Renfrew.

—Oh, buenos días, Jason. ¿Ha llegado alguien?

—Bueno, George vino a poner en marcha las bombas cebadoras, pero…

—No, no, me refiero a un visitante. Estoy esperando a un tipo de Londres. Su nombre es Peterson.

—Oh, no. No ha venido nadie con ese nombre. ¿Desea que empiece, entonces?

—Sí, adelante. ¿Cómo va el equipo?

—Muy bien. El vacío está bajando. Actualmente estamos a diez micrones. Hemos recibido una nueva carga de nitrógeno líquido y hemos comprobado toda la electrónica. Parece como si uno de los amplificadores estuviera a punto de fallar. Estamos haciendo algunas calibraciones, y el equipo debería estar comprobado en una hora aproximadamente.

—De acuerdo. Mire, Jason, ese tipo Peterson ha sido enviado por el Consejo Mundial. Están estudiando aumentar nuestra subvención. Tenemos que presentarle un caramelo, mostrarle los aparatos limpios y pulidos dentro de unas pocas horas. Procure hacer que todo parezca reluciente y en orden, ¿quiere?

—Correcto. Haré que todo brille.

Renfrew descendió por la estrecha pasarela hasta el nivel del laboratorio y penetró ágilmente por entre la maraña de hilos y cables. La estancia era de cemento desnudo, equipada con conexiones eléctricas pasadas de moda y cables de apariencia mucho más moderna recorriendo las distancias entre los aparatos. Renfrew saludó a todos los técnicos a medida que pasaba por su lado, hizo preguntas acerca del funcionamiento de los localizadores de iones, y dio sus instrucciones. Conocía perfectamente su equipo, había reunido penosamente sus piezas y lo había diseñado. El nitrógeno líquido palpitaba y burbujeaba en su matraz. Los elementos sometidos a tensión zumbaban allá donde se producía algún ligero desajuste de voltaje. Los rostros verdes de los osciloscopios danzaban y se agitaban con suaves curvas amarillas. Se sintió en casa.

Renfrew rara vez se daba cuenta de la austeridad de las paredes y de lo atestado de su laboratorio; para él era un confortable conjunto de elementos familiares trabajando al unísono. No podía comprender el aborrecimiento a las cosas mecánicas que ahora se había puesto tan de moda; sospechaba que se trataba de una cara de la moneda, la otra era la admiración. Pero ambas carecían de sentido. Uno podía experimentar las mismas emociones frente a un rascacielos, por ejemplo, y sin embargo el edificio no era más grande que un hombre… puesto que los hombres lo habían hecho, no a la inversa. El universo de artefactos era un universo humano. Mientras Renfrew avanzaba por entre las hileras de voluminoso equipo electrónico, a veces tenía la impresión de ser un pez nadando en las cálidas aguas de su propio océano, llevando consigo el elaborado esquema del experimento como un diagrama de múltiples capas en su mente, que comprobaba enfrentándolo a la nunca perfecta realidad ante él. Le gustaba ese modo de pensar, corrigiendo constantemente, y buscando ese fallo ignorado que podía destruir la totalidad del efecto que buscaba.

Había reunido la mayor parte de su aparato recogiendo los componentes entre los desechos de los restantes grupos de investigación del Cav. La investigación había sido siempre un lujo muy evidente, susceptible de ser interrumpido con enorme facilidad. Los últimos cinco años habían sido un desastre. Cuando un grupo había sido cerrado, Renfrew había recuperado todo lo que le había sido posible. Había empezado en el grupo de resonancia nuclear como especialista en producir haces de iones de alta energía. Éste había sido un elemento importante en el descubrimiento de una partícula subatómica completamente nueva, el taquión, sobre cuya existencia se había teorizado durante décadas. Renfrew se había trasladado a ese campo. Había mantenido su pequeño equipo a flote maniobrando hábilmente con los fondos de que disponía y utilizando el hecho de que los taquiones, lo más nuevo de entre lo nuevo, poseían un claro reclamo intelectual ante los fondos de que disponía todavía el Consejo Nacional para la Investigación. Pero el CNI había sido disuelto el año anterior.

Este año la investigación era una marioneta cuyos hilos eran manejados por el propio Consejo Mundial. Las naciones occidentales habían alineado sus investigaciones en un gesto hacia la economía de medios. El Consejo Mundial era un animal político. Renfrew temía la impresión de que la política del Consejo iba encaminada a apoyar los esfuerzos más visibles y muy poco más. El programa del reactor a fusión seguía llevándose la parte del león, pese a que sus progresos eran casi nulos. Los mejores grupos del Cav, como la radioastronomía, habían sido disueltos el año pasado, cuando el Consejo decidió que la astronomía como conjunto era poco práctica y que sus trabajos debían ser suspendidos «hasta nueva orden». El momento en que esta orden sería dada de nuevo era un extremo que el Consejo eludía sin reparos. La idea general era que en el momento actual de profunda crisis las naciones occidentales tenían que prescindir de sus investigaciones de lujo en beneficio de una concentración hacia los ecoproblemas y los variados desastres que ocupaban constantemente los titulares de los periódicos. Pero uno tenía que navegar al viento que soplase, Renfrew lo sabía muy bien. Así que había encontrado una forma de conseguir que los taquiones tuvieran una finalidad «práctica», y esa maniobra había hecho que su grupo siguiera todavía a flote.

Renfrew terminó de calibrar algunos elementos electrónicos —últimamente no dejaban de desajustarse a cada momento— e hizo una pequeña pausa, escuchando el zumbido febril del laboratorio a su alrededor.

—Jason —llamó—. Voy a ir a tomar un café. Cuide que todo siga funcionando, ¿quiere?

Tomó su vieja chaqueta de pana de una percha y se desperezó, mostrando las medias lunas de sudor en su camisa bajo las axilas. En uno de sus movimientos observó a los dos hombres en la plataforma. Uno de los técnicos estaba señalando hacia Renfrew mientras hablaba, y cuando Renfrew bajó sus brazos el otro hombre empezó a descender por la estrecha pasarela hacia el laboratorio.

Renfrew tuvo un repentino recuerdo de sus días de estudiante en Oxford. Estaba caminando por un pasillo, y los ecos de sus pasos tenían esa cualidad que sólo el suelo de piedra puede dar. Era una hermosa mañana de octubre y estaba vibrando de ansiedad por empezar esa nueva vida que tanto había anhelado, la meta de sus largos años de estudiante. Sabía que era inteligente; allá, entre sus iguales intelectuales, había hallado al fin su lugar. Había llegado en tren desde York la noche antes, y ahora deseaba salir al sol matutino y absorberlo completamente.

Eran dos, y venían paseando hacia él desde el otro lado del corredor. Llevaban su corta toga académica que les daba el aspecto de antiguos cortesanos, y avanzaban como si el edificio fuera suyo. Hablaban en voz alta mientras se aproximaban, y le miraron por encima del hombro como si fuera un irlandés. Cuando se cruzaron, uno de ellos dijo, pronunciando lentamente las palabras:

—Oh, Dios, otro de esos malditos patanes con una beca.

Eso había marcado el tono que presidió sus años en Oxford. Por supuesto, había obtenido matrícula de honor en sus estudios, y había conseguido hacerse un nombre en el mundo de la física. Pero siempre había tenido la sensación de que, aunque estuvieran perdiendo su tiempo, aquellos dos muchachos estaban gozando de la vida mucho más de lo que nunca podría hacerlo él.

El recuerdo de todo aquello le golpeó de nuevo mientras observaba a Peterson caminar hacia él. A aquella distancia en el tiempo, ni siquiera podía recordar los rostros de aquellos dos estudiantes esnobs, y probablemente no había el menor parecido físico, pero aquel hombre exhibía la misma fácil y arrogante seguridad en sí mismo. También observó la forma en que vestía Peterson, y sintió el mismo desagrado que sentía siempre cuando detectaba la elegancia en las ropas de otro hombre. Peterson era alto y esbelto y de pelo oscuro. A aquella distancia, daba la impresión de un dandy joven y atlético. Caminaba suavemente, no como el jugador de rugby que había sido Renfrew en su juventud, sino como un jugador de tenis o de polo o quizás incluso un lanzador de jabalina. Visto de cerca, exhibía unos cuarenta y pocos años y era sin lugar a dudas un hombre acostumbrado a manejar el poder. Era agraciado de una forma un tanto severa. No había desprecio en su expresión, pero Renfrew pensó amargamente que lo más probable era que hubiera aprendido a ocultarlo en sus años adultos. Mantente firme John, se advirtió silenciosamente a sí mismo. Tú eres el experto, no él. Y sonríe.

—Buenos días, doctor Renfrew. —La suave voz era exactamente lo que había esperado.

—Buenos días, señor Peterson —murmuró, tendiendo su enorme y cuadrada mano—. Encantado de conocerle. —Maldita sea, ¿por qué había dicho esto? Casi había sonado como la voz de su padre: «Gusto de conocerte, chico». Se estaba volviendo paranoico. No había nada en el rostro de Peterson que indicara nada excepto dedicación a su trabajo.

—¿Es éste el experimento? —Peterson miró a su alrededor con una expresión remota.

—Sí. ¿Le gustaría que echáramos una mirada primero?

—Por favor.

Pasaron junto a algunos viejos armarios grises de fabricación inglesa y otro equipo más reciente alojado en compartimientos brillantemente coloreados de la Tektronics, Physics International, y otras firmas americanas. Aquellas resplandecientes unidades rojas y amarillas procedían de las pequeñas apropiaciones del Consejo. Renfrew condujo a Peterson a un complejo grupo alojado entre los polos de un enorme imán.

—Un montaje superconductor, por supuesto. Necesitamos la fuerza de un campo de gran intensidad para conseguir una línea recta y bien definida durante la transmisión.

Peterson estudió el amasijo de cables e indicadores. Módulos de elementos electrónicos se alineaban hilera tras hilera sobre sus cabezas. Señaló a uno de ellos en particular y preguntó cuál era su función.

—Oh, no pensé que deseara saber usted mucho del lado técnico del asunto —dijo Renfrew.

—Intentémoslo.

—Bien, ahí tenemos una gran muestra de antimoniuro de indio, véala… —Renfrew señaló a la masa encajada entre los polos del imán—. La bombardeamos con iones a alta energía. Cuando los iones golpean el indio, producen taquiones. Es una reacción ión-núcleo muy compleja, muy delicada. —Miró a Peterson—. Los taquiones son partículas que viajan más rápidas que la luz, ya sabe. Por el otro lado… —señaló más allá del imán, conduciendo a Peterson a un largo tanque cilíndrico azul que surgía a unos diez metros de distancia del imán— bombeamos los taquiones y los focalizamos en un rayo. Tienen una energía y un spin particulares, de modo que entran en resonancia únicamente con los núcleos del indio en un campo magnético fuerte.

—¿Y qué ocurre cuando golpean contra algo en el camino?

—Ése es precisamente el asunto —dijo secamente Renfrew—. Los taquiones tienen que golpear contra un núcleo precisamente con la energía y el spin correctos antes de que pierdan toda su energía en el proceso. Pasan directamente a través de la materia ordinaria. Es por eso por lo que podemos lanzarlos a lo largo de años luz sin temer que se dispersen en su camino.

Peterson no dijo nada. Frunció el ceño ante el equipo.

—Pero cuando uno de nuestros taquiones golpee un núcleo de indio precisamente en las condiciones adecuadas… una situación que no se produce naturalmente muy a menudo… será absorbido. Eso hace alterarse el spin del núcleo de indio, desviándolo del lugar hacia donde estuviera orientado. Piense en el núcleo de indio como en una pequeña flecha que fuera golpeada lateralmente. Si todas las pequeñas flechas estuvieran apuntando en una misma dirección antes de que llegaran los taquiones, se verían desordenadas. Eso sería detectable, y…

—Entiendo, entiendo —dijo Peterson desdeñosamente. Renfrew se preguntó si no se habría pasado con su ejemplo de las pequeñas flechas. Sería fatal que Peterson pensara que le estaba hablando como a un profano… lo cual por supuesto era—. Supongo que se trata del indio de alguna otra persona, ¿no?

Renfrew contuvo el aliento. Allí estaba la parte difícil.

—Sí. El de un experimento que se llevó a cabo en el año 1963 —dijo lentamente.

—Leí el informe preliminar —dijo Peterson fríamente—. Esos preliminares suelen ser a menudos engañosos, pero comprendí ése. El personal técnico me dijo que tenía sentido, pero no puedo creer algunas de las cosas que usted ha escrito. Este asunto de alterar el pasado…

—Mire, pronto vendrá Markham… él sabrá explicárselo mucho mejor.

—Si puede.

—De acuerdo. Entienda, la razón de que nadie haya intentado nunca enviar mensajes al pasado es obvia, si uno piensa en ella. Podemos construir un transmisor, comprenda, pero no hay ningún receptor. Nadie en el pasado construyó jamás uno.

Peterson frunció el ceño.

—Bueno, naturalmente…

—Nosotros hemos construido uno, por supuesto —prosiguió Renfrew con entusiasmo—, para llevar a cabo nuestros experimentos preliminares. Pero la gente allá en 1963 no sabía nada acerca de taquiones. Así que el truco es interferir con algo que ellos estuvieran haciendo. Todo reside ahí.

—Hum.

—Estamos intentando concentrar salvas de taquiones y dirigirlas hacia ellos, de modo que…

—Un momento —dijo Peterson, alzando una mano—. ¿Dirigirlas para qué? ¿Y dónde está 1963?

—Bastante lejos, por lo que parece. Desde 1963, la Tierra ha seguido girando en torno al Sol, mientras que el mismo Sol ha seguido girando en torno al centro de la galaxia, y así sucesivamente. Sume todo esto, y descubrirá que 1963 está más bien lejos.

—¿Con relación a qué?

—Bueno, con relación al centro de la masa del grupo local de galaxias, por supuesto. Recuerde que el grupo local está también en movimiento con relación al conjunto de referencias proporcionado por las radiaciones de fondo de microondas, y…

—Mire, deje a un lado toda esa jerga; ¿quiere? ¿Está hablando usted de 1963 en algún lugar en el cielo?

—Exactamente. Enviamos un haz de taquiones para que golpeen ese lugar. Barremos el volumen de espacio ocupado por la Tierra en aquel momento en particular.

—Suena imposible. Renfrew midió sus palabras.

—Creo que no. El truco consiste en crear taquiones con una velocidad esencialmente infinita…

Peterson esbozó una cansada y tensa sonrisa.

—Ah… «esencialmente infinita». Una definición técnica más bien cómica.

—Quiero decir, con una velocidad tan enorme que es imposible medirla —precisó Renfrew—. Le pido disculpas por la terminología, si es eso lo que le molesta.

—Bueno, mire, simplemente estoy intentando comprender.

—Sí, sí, lo siento, puede que aquí me haya desbocado un poco. —Renfrew se recompuso visiblemente para un nuevo ataque—. Entienda, lo esencial aquí es conseguir esos taquiones de gran velocidad. Luego, si podemos alcanzar el punto preciso del espacio, podremos enviar un mensaje directamente hacia atrás en el tiempo.

—¿Esos haces de taquiones pueden cruzar directamente a través de una estrella?

Renfrew frunció el ceño.

—Realmente, no lo sabemos. Existe una posibilidad de que otras reacciones, entre esos taquiones y otros núcleos además de los del indio, sean muy intensas. Todavía no tenemos datos acerca de esas otras interacciones. Si existen, entonces un planeta o una estrella cruzándose en el camino pueden ser un problema.

—¿Pero han intentado ustedes tests más simples? Leí en el informe…

—Sí, sí, y han sido muy positivos.

—Bien, pero sin embargo… —Peterson hizo un gesto hacia el amasijo del equipo—. Esto es realmente un experimento físico apasionante. Recomendable. Pero… —agitó la cabeza—, bueno, me siento sorprendido de que haya conseguido usted el dinero para seguir adelante con él.

El rostro de Renfrew se tensó.

—Realmente no ha sido tan difícil.

Peterson suspiró.

—Mire, doctor Renfrew. Seré franco con usted. He venido aquí para evaluar esto para el Consejo, porque algunos nombres más bien importantes han dicho que esto que está llevando usted a cabo puede ser importante. No creo poseer los conocimientos técnicos suficientes como para evaluarlo adecuadamente. Nadie en el Consejo los posee. Somos en nuestra mayoría ecólogos y biólogos y analistas.

—Tal vez tuvieran que ampliar ustedes sus bases.

—Oh, por supuesto. Nuestra idea en el pasado fue ir incorporando especialistas a medida que fuera necesario.

Ásperamente Renfrew contestó:

—Entonces contacten con Davies en el King's College de Londres. El está muy versado en esto, y…

—No tenemos tiempo para ello. Estamos tomando medidas de urgencia.

—¿Tan mal están las cosas? —dijo Renfrew lentamente.

Peterson hizo una pausa, como si hubiera dicho demasiado.

—Sí. Así parece.

—Puedo activar las cosas, si eso es lo que quieren —dijo Renfrew rápidamente.

—Es posible que tenga que hacerlo.

—Las cosas irían mejor si pudiéramos disponer de una nueva generación de equipo aquí dentro. —Renfrew abarcó todo el laboratorio con un gesto de la mano—. Los americanos han desarrollado nuevos equipos electrónicos que podrían mejorar las cosas. Para estar realmente seguros de llegar a algo concreto, necesitamos a los americanos. La mayor parte de los circuitos que necesitamos están siendo desarrollados en sus laboratorios nacionales, Brookhaven y los demás.

Peterson asintió.

—Así lo informó usted. Es por eso por lo que deseo a Markham aquí hoy.

—¿Tiene él el peso necesario como para hacer que las cosas sigan adelante?

—Creo que sí. Se me ha dicho que está bien considerado, y es el americano en este asunto. Es por eso por lo que su Fundación Nacional para la Ciencia necesita cubrirse en caso de que…

—Oh, entiendo. Bien, Markham llegará aquí en cualquier momento. Venga a tomar un poco de café en mi oficina.

Peterson lo siguió hasta su atiborrado estudio. Renfrew despejó una silla de libros y papeles, yendo de un lado para otro con esa nerviosa actitud de la gente cuando se da cuenta de pronto, al entrar con un visitante, de que su oficina está hecha un desorden. Peterson se sentó, tirando ligeramente de sus pantalones a la altura de las rodillas y luego cruzando las piernas. Renfrew se empleó más de lo necesario para preparar el fuerte café, porque quería un poco de tiempo para pensar. Las cosas habían empezado mal; Renfrew se preguntó si los recuerdos de Oxford lo habían puesto automáticamente en contra de Peterson. Bien, no podía hacer nada al respecto; de todos modos, todo el mundo estaba excesivamente nervioso estos días. Quizá Markham pudiera suavizar un poco las cosas cuando llegara.