Capítulo 20

Los demonios se marcharon a la mañana siguiente, antes de que yo me levantara. Me dejaron una nota en la mesa de la cocina comentando que iban a peinar Bon Temps en busca de pistas sobre el paradero de Barry. Resultaba agradable tener una mañana para mí misma y preparar un solo desayuno. Era lunes y Sam había llamado a Holly para que me sustituyera. Yo había protestado asegurando que podía trabajar, pero al final acabé diciéndole simplemente: «Gracias». No quería responder preguntas sobre el tiroteo. En una semana la excitación habría menguado.

Sabía exactamente lo que quería hacer. Me puse mi bikini blanco y negro, me unté con crema y salí fuera con mis gafas de sol y un libro. Por supuesto, hacía calor, mucho calor, y el cielo azul estaba decorado solo con unas pocas nubes desperdigadas. Los insectos zumbaban y el jardín Stackhouse crecía y crecía, con flores y frutas. Era como vivir en un jardín botánico, pero sin los jardineros que mantienen segado el césped.

Me relajé en mi vieja tumbona y dejé que el calor penetrara en mí. Transcurridos cinco minutos, me di la vuelta.

De esa forma en la que tu cabeza se esfuerza en mantenerte feliz al cien por cien, de repente se me ocurrió que estaría genial escuchar música en mi iPod (un regalo atrasado de cumpleaños que me había hecho a mí misma), pero lo había dejado en la taquilla del Merlotte’s. En vez de entrar a por mi vieja radio, me quedé donde estaba permitiendo que calara en mí el runrún de no tener el iPod. Pensé: «Si subo al coche puedo estar de vuelta escuchando música en veinte minutos, como mucho». Finalmente, tras decir «Maldita sea» unas cuantas veces, me metí corriendo en casa, me puse una camisola de gasa, la abotoné, me calcé las chanclas y cogí las llaves. Como pasaba a menudo, no me crucé con ningún coche en el camino al bar. La furgoneta de Sam estaba aparcada junto a su caravana, pero imaginé que necesitaba tanto descanso como yo, así que no me detuve. Abrí el cerrojo de la puerta trasera del bar y me dirigí a mi taquilla. No me topé con nadie y por el bajo zumbido que se oía y los pocos coches del aparcamiento deduje que teníamos un día tranquilo. Había salido en menos de un minuto.

Lancé el iPod por la ventanilla de mi coche y estaba a punto de abrir la puerta cuando una voz preguntó:

—Sookie, ¿qué haces?

Miré a mi alrededor y vi a Sam. Estaba en su jardín y acababa de incorporarse tras rastrillar hojas y espinas.

—Coger mi iPod —respondí—. ¿Y tú?

—La lluvia ha tirado algunas hojas y espinas, y este es el primer rato que tengo para limpiarlas. —No llevaba camiseta y los pelos rubios de su pecho brillaban en la resplandeciente luz. Por supuesto, estaba sudando. Su aspecto era relajado y apacible.

—Tu hombro —dijo, señalándolo con la cabeza—. ¿Cómo es que está tan bien?

—Pam vino a verme —expliqué—. Para celebrar que la han hecho sheriff.

—Qué buenas noticias —celebró mientras iba a su cubo de basura y tiraba un montón de hojas dentro. Me miré el hombro. Aún se veían pequeños surcos rojizos y la carne estaba tierna, pero parecían haber pasado dos semanas—. Tú y Pam siempre os habéis llevado bien.

Caminé hasta la valla.

—Sí, buenas noticias para variar. Mmmm…, la valla tiene buen aspecto.

—Acabo de podar un poco —reconoció avergonzado—. Sé que la gente se ríe de mí por eso.

—Ha quedado genial —le aseguré. Sam había convertido su caravana en un trocito de barrio residencial.

Entré por la puerta de la valla. Mis chanclas golpeaban los adoquines que Sam había colocado para crear un camino. Apoyó el rastrillo en el único árbol de su jardín, un pequeño roble. Lo miré con más detenimiento.

—Tienes algo en el pelo —señalé, e inclinó su cabeza hacia mí. Siempre llevaba el pelo enredado, estaba claro que jamás habría notado que tenía algo ahí. Quité una espina con cuidado y después liberé una hoja. Tuve que acercarme mucho para hacerlo. Poco a poco, mientras seguía limpiando, me di cuenta de que Sam estaba totalmente quieto, al igual que el aire. Un sinsonte se esforzaba en cantar más alto que los demás pájaros. Una mariposa amarilla se dejaba llevar por el aire y aterrizó en la valla.

La mano de Sam se movió para coger la mía en cuanto volví a tocarle el pelo. La apretó contra su pecho y me miró. Se acercó unos centímetros. Ladeó su cabeza y me besó. El aire que nos rodeaba pareció temblar bajo el sol.

Tras un larguísimo beso, Sam se separó para tomar aire.

—¿Todo bien? —preguntó en voz baja.

Asentí.

—Todo bien —susurré, y nuestros labios se encontraron de nuevo, esta vez con más pasión. Ahora estaba completamente pegada a él. Yo solo llevaba mi bikini y una camisola de gasa, y él, solo pantalones cortos. Había mucha piel compartida. Piel aromática, caliente y aceitosa. Sam emitió un sonido desde el fondo de su garganta que, sospechosamente, sonaba a gruñido.

—¿En serio? —preguntó.

—Sí —afirmé, y el beso se hizo más apasionado a pesar de que yo pensaba que no era posible. Pensé en fuegos artificiales, en Dios, en el 4 de Julio, en las ganas que le tenía… También pensé en que si no nos poníamos a ello pronto, iba a explotar, y no de la forma que yo quería.

—Por favor, no cambies de opinión —dijo y empezó a llevarme a la caravana—. Creo que, si lo hicieras, tendría que ponerme a dispararle a algo.

—No va a suceder —dije, desabrochando el botón de su pantalón.

—Levanta los brazos —me pidió él. Lo hice y la camisola pasó a la historia. Habíamos llegado a la puerta de la caravana y alargó su mano detrás de mí para girar el pomo. Caímos en la oscuridad del interior de la caravana y, aunque me detuve un instante junto al sofá, él dijo—: No, en una cama de verdad. —Me cogió en brazos y me giró para poder pasar por el estrecho pasillo. Entramos a su dormitorio, donde había, efectivamente, una cama, es más, una cama gigante.

—¡Genial! —exclamé mientras me tumbaba y él se colocaba junto a mí, prácticamente en un solo movimiento. Después ya no pudimos decir ni una palabra más, a pesar de que mi cabeza estaba llena de ellas, palabras como «bien», «sí», «más», «por favor», «polla», «grande», «dura». La parte de arriba de mi bikini pasó a la historia y Sam se puso contentísimo con mis pechos.

—Sabía que eran incluso mejor de lo que recordaba —dijo—. Estoy tan… ¡Guau! —Y mientras se mantenía ocupado con ellos, trabajaba en la parte de abajo del bikini, lo que confirmaba que Sam podía hacer varias cosas a la vez. Yo le liberé de los viejos vaqueros que llevaba y que debían de tener en ese momento uno o dos nuevos rotos. Finalmente los deslicé por sus piernas y los tiré lejos de la cama.

—No puedo esperar —dije—. ¿Está listo? —Buscó a tientas en su mesilla de noche.

—Llevo años listo —me dijo, se puso un condón y se zambulló.

Dios mío, era tan placentero. Los años de experiencia de mis amantes vampiros los habían convertido en expertos, pero nada compite con el entusiasmo total y sincero; y la temperatura de Sam, su calor, era como si el sol estuviera penetrando en mi cuerpo. La crema bronceadora y el sudor nos hizo resbalar como focas marinas y fue maravilloso todo el tiempo hasta el estremecedor y extenuante clímax.

¿Habríamos acabado teniendo el mejor sexo de nuestra vida si el cluviel dor no nos hubiese cambiado a ambos y Sam no hubiese muerto y yo le hubiese resucitado?

No lo sé y no me importa.

El aire acondicionado era la gloria tras el calor de nuestra unión. Temblaba por el frío en mi piel y por las réplicas de la explosión.

—Ni se te ocurra preguntar si me ha gustado —amenacé en tono laxo, y Sam se rio entre jadeos.

—Si me quedo tumbado muy quieto durante unas cuatro horas, puede que esté listo para intentar igualar la experiencia —dijo.

—Ahora mismo no puedo ni pensar en eso —dije—. Me siento como si hubiera arado una hectárea con un par de mulas.

—Si eso es un eufemismo, no sé a qué te refieres —dijo. Todo lo que pude emitir fue una débil risa.

Sam se giró para mirarme y yo imité su movimiento. Me rodeó con su brazo. Pude sentir que quería decirme algo al menos en tres ocasiones, pero en cada una de ellas se relajó como si se lo hubiese pensado mejor.

—¿Qué es lo que quieres decirme que te está llevando tanto tiempo? —pregunté.

—No paro de pensar en cosas que decir y al final opto por no hacerlo —contestó Sam—. Cosas como que espero poder hacer esto más, muchas veces. Como que espero que haya sido algo que deseabas tanto como yo. Como… que espero que esto sea el principio de algo y no solo… diversión. Pero tú no te tomas a la ligera con quién te vas a la cama.

Pensé con detenimiento antes de hablar.

—Tenía muchas ganas —reconocí—. Lo he pospuesto durante una eternidad porque no quería perder algo bueno que tenía en el trabajo ni tu amistad. Pero siempre he pensado que eras un hombre maravilloso, un gran hombre. —La uña de mi pulgar recorrió su espalda y Sam tembló un poco—. Ahora pienso que eres incluso más maravilloso. —Lo besé en la nuca—. El fin de mi relación con Eric está demasiado cerca. Por esta razón, y no por nada más, me gustaría que nos tomáramos las cosas con tranquilidad. Tal y como quedamos la primera vez que hablamos del tema.

Podía sentir su sonrisa contra mi frente.

—¿Me estás diciendo que quieres que hagamos el amor de forma salvaje y loca y que no hablemos de tener una relación? ¿Te das cuenta de que ese es el sueño de la mayoría de los chicos?

—Créeme que sé muy bien que es así —aseguré—. Telépata, ¿te acuerdas? Pero tú eres diferente. Te estoy dando respeto y me estoy dando a mí misma algo de tiempo para asegurarme de que no lo estoy haciendo porque aún me dura el rebote con… —No me dejó terminar.

—Pues hablando de rebotes… —Sam guio mi mano hacia su entrepierna, que estaba ya preparándose para… reanudar su actividad. Después de todo, no necesitaba cuatro horas.

—No sé —dije, reflexionando—. Esto se parece más a un rebrote.

—Pues voy a rebrotearte —dijo con una amplia sonrisa.

Y eso hizo.

Ya en mi propio cuarto de baño, esa misma tarde me tomé tiempo para sumergirme en un placentero baño caliente. Mi aceite de baño favorito perfumaba el aire de forma agradable mientras me afeitaba las piernas. Había estado tentada de permanecer en la cama de Sam todo el día, pero finalmente me obligué a levantarme e ir a casa… para prepararme para nuestra cita.

Sam había aceptado venir a bailar country conmigo esa noche, algo que me alegraba por varias razones. Primero, tenía ganas de pasar tiempo con él ahora que habíamos derrumbado una gran barrera. Segundo, no me apetecía hacer de sujetavelas de Jason y Michele. Y tercero, no sabía nada del señor Cataliades o Diantha, por lo que ignoraba dónde estaba Barry y qué hacía. Quedarme en casa para darle vueltas a lo que su ausencia podía significar era justo lo que no quería.

Y aquí va una confesión egoísta: me sentía tan feliz metida en la bañera que casi me molestaba tener que preocuparme por algo. Simplemente quería disfrutar un poco del placer del momento.

Me recordé a mí misma con gravedad que mi examante apenas acababa de mudarse a otra ciudad y que era absurdo que una mujer adulta se metiera en otra relación tan rápido. Además, le había dicho a Sam que iríamos despacio a la hora de hacernos promesas y comprometernos. Lo decía muy en serio, pero eso no significaba que la liberación física y la emoción de tener relaciones sexuales estupendas con Sam no me hicieran sentir completamente satisfecha.

Acabé de afeitarme las piernas, me ricé el pelo y saqué mis botas de cowboy del armario. Las tenía desde hacía años, y ya que yo no era una vaquera de verdad, todavía tenían muy buen aspecto. Eran blancas y negras con dibujos de rosas rojas y enredaderas verdes. Cada vez que las veía me sentía orgullosa. Ahora tocaba decidir si iría de vaquera total, con pantalones vaqueros ajustados y camisa sin mangas, u optaría por un estilo más sexi, con una falda corta y una blusa con los hombros al aire. Mmmm.

Vale, decidido. Conjunto sexi. Me hice un peinado cardado y rizado, y me puse el sujetador push-up para hacer que mis tesoros estuvieran espectaculares y bronceados bajo la blusa blanca con encaje de hombros al aire. La falda, de rosas rojas y negras, se balanceaba con cada uno de mis pasos. Me sentía realmente bien. Sabía que tendría que volver a mis problemas y preocupaciones a la mañana siguiente, pero disfrutaba tomándome un pequeño respiro.

Había llamado a Michele y nos encontraríamos con ella y Jason en Stompin’ Sally’s, un bar de country muy grande en el medio del campo a treinta kilómetros al sur de Bon Temps. Yo había estado ahí solo dos veces en mi vida, una vez con J.B. du Rone y Tara en nuestros años de juventud, y otra con un tipo cuyo nombre ni siquiera podía recordar.

Sam y yo nos retrasamos unos diez minutos, ya que nos había entrado un poco de timidez al vernos después de nuestro increíble encuentro. Él había querido romper el hielo enrollándonos un rato. Tuve que disuadirle recordando que el plan de la noche era salir, no quedarse en casa.

—Tú fuiste la que dijo que nada de hablar de amor —apuntó Sam, mientras sus afilados dientes mordían el lóbulo de mi oreja de una forma deliciosa—. Yo estoy dispuesto a pasar a esa fase: rosas, la luz de la luna, tus labios.

—No, no —dije, empujándole muy suavemente—. No, chavalito, tú y yo vamos a ir a bailar. Arranca esa camioneta.

Un instante después, bajábamos por el camino de entrada. Sam sabía cuándo yo hablaba en serio. Durante el viaje me pidió un resumen de las novedades, así que le conté todo lo de la noche anterior, incluyendo la misión de Karin para ese año y que había entregado a Copley Carmichael a los vampiros.

—Dios mío —dijo. Me preparé para escuchar cómo condenaba mi decisión. Después de un momento, dijo—: Sookie, no sabía que las personas sin alma no podían ser hechizadas. ¡Vaya!

—¿Tienes algo más que decir? —pregunté, nerviosa.

—¿Sabes?, nunca me gustó Eric. Pero tengo que decir que, si bien ha sido un auténtico imbécil por dejarte por una mujer muerta, también ha intentado hacerte la vida un poco más fácil. Fin del asunto.

Tras una pausa, exhalé todo el aire de mis pulmones y le pregunté a Sam si sabía bailar country.

—Mírame y verás —contestó—. ¿Te has fijado que llevo mis botas de cowboy?

Hice un sonido burlón.

—Llevas botas de cowboy la mitad de los días —dije—. Menuda novedad.

—Oye, que soy de Texas —protestó, y la conversación se hizo aún más trivial desde ahí.

Stompin’ Sally’s era un lugar muy grande en medio de un prado. Se había ganado una gran fama. El aparcamiento era enorme. Muchas camionetas y muchos todoterreno, bidones grandes de basura dispersos a intervalos estratégicos y algunas luces, pero no las suficientes. Vi la camioneta de Jason a dos filas de la entrada y nos dirigimos hacia allí. Sam insistió en caminar detrás de mí para admirar cómo se movía mi falda hasta que eché hacia atrás mi mano para coger la suya, atrayéndolo a mi lado. Xavier, el «gorila» del Sally’s, llevaba un atuendo country de pies a cabeza, que, por cierto, adornaba un sombrero blanco. Nos sonrió y Sam pagó la entrada.

Ya dentro del tenue y ruidoso bar, descubrimos a Jason y Michele. Michele se había decidido por los apretados pantalones vaqueros y un top ajustado y sin mangas. Estaba guapísima. Jason, con su pelo rubio cuidadosamente peinado, había preferido evitar su sombrero de cowboy, pero estaba listo para bailar. El baile era una habilidad que Jason y yo habíamos heredado de nuestros padres. Nos sentamos en una mesa, mirando cómo bailaba la gente hasta que cada uno tuvimos una copa. Hay cientos de versiones de «Cotton-Eyed Joe» y estaban pinchando una de mis favoritas. Mis pies comenzaron a inquietarse por saltar a la pista. Jason estaba igual. Me di cuenta por cómo se movían sus rodillas.

—Vamos a bailar —le grité a Sam. Estaba a mi lado, pero era necesario levantar la voz. Sam miraba un poco preocupado a la gente de la pista.

—No bailo tan bien —exclamó—. ¿Por qué no vais tú y Jason mientras Michele y yo os admiramos? —Michele, que fue capaz de oír lo principal de la conversación, sonrió y le dio un empujón a Jason, así que mi hermano y yo saltamos a la pista de baile. Vi cómo Sam me miraba y sonreía, y me sentí realmente feliz. Sabía que la felicidad quizá durara solo un momento, pero estaba dispuesta a disfrutar de ella mientras podía.

Jason y yo zapateábamos e íbamos de un lado a otro, siguiendo con fluidez los pasos con buena sincronización, sonriéndonos el uno al otro. Empezamos juntos, yo en el círculo exterior, y Jason en el interior, y al girar, nos alejamos de la mesa de Sam y Michele, situada en la parte de atrás de la sala grande, cerca de la puerta. Cuando el círculo interior rotó un poco, miré a mi izquierda para ver a mi nuevo compañero de baile y reconocí al reverendo Steve Newlin.

Casi me caigo al suelo del susto. Salí disparada de su lado con el único objetivo de poner distancia entre nosotros. Pero alguien me detuvo. Una mano de hierro me cogió del brazo y me llevó hacia la puerta. Johan Glassport era mucho más fuerte de lo que parecía, y antes de darme cuenta, estaba de camino hacia la salida.

—¡Socorro! —le grité al enorme «gorila», y los ojos de Xavier se agrandaron, dio un paso hacia delante y agarró con su mano el hombro de Glassport. Sin disminuir la velocidad, Glassport le clavó un cuchillo y lo sacó de un tirón. Yo llené mis pulmones de aire y grité como una loca. Atraje mucha atención, pero era demasiado tarde. Detrás de mí, Newlin me empujó hacia la puerta y Glassport me arrastró a la furgoneta que esperaba fuera, con el motor al ralentí.

Abrió la puerta lateral y me empujó dentro, lanzándose encima de mí. Por el caos de rodillas y codos, supe que Glassport también había subido a la furgoneta. Nos marchamos. Pude oír gritos detrás de nosotros, incluso un disparo.

Me faltaba el aire y la cordura. Miré a mi alrededor, tratando de orientarme. Estaba dentro de una furgoneta grande con dos puertas pequeñas en la parte frontal y una puerta lateral grande atrás. Habían quitado los asientos traseros para crear un espacio diáfano y alfombrado. Solo el asiento del conductor estaba ocupado.

Desde mi posición, tendida en el suelo, traté de identificar al conductor. Se giró para mirarme. Su rostro era como una pesadilla, lleno de cicatrices y retorcido. Podía ver sus dientes, a pesar de no estar sonriendo, y vi manchas de color rojo brillante en las mejillas. Alguien había quemado a ese tipo, recientemente y con ensañamiento. Solo su largo cabello negro me resultaba familiar.

Entonces se echó a reír.

Llena de horror y compasión, grité:

—¡Dios mío de mi vida! Claude, ¿eres tú?