En una casa en una zona residencial de Bon Temps
El mismo día
—¿Sois amigos de Sookie Stackhouse? —Alcee Beck, de pie en el rellano de su puerta, observaba a sus dos visitantes con profunda sospecha. Había oído hablar de esa chica; todo el mundo en Bon Temps que había ido al Merlotte’s había hablado de ella: pelo platino, vestimenta extravagante e idioma extranjero. Su acompañante no parecía tan extraño, pero había algo en él que hizo saltar una alarma en la cabeza de Alcee Beck y este nunca ignoraba una alarma así. Es lo que le mantuvo vivo en las Fuerzas Aéreas. Es lo que le mantuvo vivo al regresar a casa.
—Sí, lo somos —dijo el señor Cataliades con un tono de voz tan suave y denso como la nata—. Y hemos traído a uno de sus compañeros de trabajo con nosotros. —Señaló el coche aparcado junto a su furgoneta y Andy Bellefleur emergió muy avergonzado pero con decisión.
—¿Qué haces con esta gente, Bellefleur? —preguntó Alcee. La amenaza en su voz era evidente—. No deberías traer a nadie a mi casa. Debería darte una paliza hasta dejarte inconsciente.
—Cariño —dijo una trémula voz detrás suyo—, sabes que Andy te cae bien. Deberías escuchar lo que tenga que decirte.
—¡Cállate, Barbara! —le espetó Alcee a una mujer que apareció a su espalda.
Alcee Beck tenía muchos defectos y todos eran bien conocidos, pero igual de conocido era que amaba a su mujer. Estaba muy orgulloso de su licenciatura universitaria y de su trabajo como la única bibliotecaria a tiempo completo de Bon Temps. Era rudo con el resto del mundo, pero prestaba atención a sus modales al tratar con Barbara Beck.
Por eso, para Andy Bellefleur, el aspecto de la mujer resultó lo más impactante de todo. Barbara, siempre acicalada y bien vestida, iba en bata y sin maquillaje. Su pelo estaba hecho un desastre y era evidente que estaba atemorizada. Si es que Alcee no le había pegado aún, era obvio que algo le causaba miedo. Andy había visto a muchas mujeres maltratadas y Barbara parecía tan acobardada como una mujer a la que han pegado más de una vez. Alcee Beck no tenía noción de estar comportándose de forma contraria a su costumbre habitual.
—Alcee, tu mujer está asustada. ¿Puede salir de la casa? —preguntó Andy con tono neutro.
Alcee pareció sorprendido y enfadado.
—¿Cómo puedes decir algo así? —bramó. Se giró para mirar a su mujer—. Diles que no es verdad. —Por primera vez parecía darse cuenta del cambio de comportamiento en su esposa—. ¿Barbara? —preguntó inseguro.
Resultaba evidente que tenía miedo de hablar.
—¿Qué queréis? —inquirió Beck a sus visitantes, sin dejar de mirar a su mujer con el rostro y la mente preocupados.
—Queremos que nos permitas registrar tu coche —explicó Andy. Se había acercado a él mientras Alcee miraba a su mujer—. Y por si piensas que quiero meter algo dentro, nos gustaría que le permitieras a esta joven llevar a cabo el registro.
—¿Crees acaso que tomo drogas? —La cabeza de Alcee se balanceó como la de un toro enfadado.
—En absoluto —le aseguró el señor Cataliades—. Creemos que ha sido… hechizado.
Alcee resopló.
—Sí, claro.
—Hay algo raro en usted y creo que es consciente de ello —continuó el señor Cataliades—. ¿Por qué no nos permite comprobarlo? Es muy sencillo. Aunque sea solo para descartarlo.
—Por favor, Alcee —susurró Barbara.
A pesar de estar obviamente convencido de que no había nada en su coche, Alcee asintió. Extrajo la llave de su bolsillo y abrió el coche con el mando sin moverse de su puerta. Señaló con la mano que sostenía la llave.
—Que te diviertas —le dijo a la chica. Ella le respondió con una gran sonrisa y se fue tan rápido como una flecha.
Los tres hombres se acercaron al vehículo.
—Su nombre es Diantha —informó el señor Cataliades a Alcee Beck, aunque este no lo había preguntado en voz alta.
—Otra maldita telépata —maldijo Alcee con cara de asco—. Igual que Sookie. A nuestro pueblo ya le sobraba la que teníamos y ahora resulta que aparece otra.
—Yo soy el telépata. Diantha es mucho más. Observe su trabajo —propuso el semidemonio con orgullo, y Alcee se sintió obligado a mirar las blancas manos de la chica mientras palpaba y examinaba cada centímetro del coche, inclinándose incluso para oler los asientos. Se alegró de tener el coche limpio. Diantha se deslizó como una serpiente desde el asiento delantero al trasero y se detuvo en seco. Parecía un perro de caza que acabara de encontrar a su presa.
Diantha abrió la puerta de atrás y salió del coche sosteniendo algo en su mano izquierda. Lo levantó para que todos pudieran verlo. Era un objeto negro cosido con hilo rojo y montado en unas varillas. Tenía un cierto parecido a los omnipresentes atrapasueños que venden en las falsas tiendas de indios norteamericanos, pero irradiaba algo mucho más oscuro que el deseo de sacarle unos dólares a los turistas.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Alcee—. ¿Y qué está haciendo en mi coche?
—Sookie vio cómo te lo metían cuando aparcaste el coche en el Merlotte’s. Alguien que estaba en el bosque lo lanzó dentro de tu ventanilla. —Andy intentaba no sonar aliviado. Intentaba sonar como si hubiera estado convencido todo el tiempo de que encontrarían un objeto así—. Es un fetiche, Alcee. Algún objeto de brujería. Te ha obligado a hacer cosas que no querías.
—¿Cómo qué? —Alcee no sonaba incrédulo, sino sorprendido.
—Como acusar a Sookie cuando las pruebas están lejos de confirmar que es culpable. Tiene una buena coartada para la noche del asesinato de Arlene Fowler —dijo el señor Cataliades de forma sensata—. Además, tengo entendido que desde el asesinato no ha sido usted mismo. —Miró a Barbara Beck buscando confirmación. Ella asintió con ahínco.
—¿Es eso verdad? —preguntó Alcee a su mujer—. ¿Te he estado asustando?
—Sí —afirmó en voz alta, y dio un paso hacia atrás como si temiera que fuera a propinarle un puñetazo como represalia por su honestidad.
Y con esa evidente prueba de que, por primera vez en veinte años de matrimonio, Barbara le tenía miedo, Alcee tuvo que admitir que algo le pasaba.
—Aún estoy enfadado —insistió, con tono más gruñón que furioso—. Y aún odio a Sookie y aún pienso que es una asesina.
—Veamos cómo se siente cuando destruyamos este objeto —propuso el señor Cataliades—. Detective Bellefleur, ¿tiene un mechero?
Andy, quien de vez en cuando se fumaba un puro, saco un mechero Bic de su bolsillo y se lo ofreció. Diantha se puso en cuclillas en el suelo y colocó el fetiche sobre un montón de hierba seca que había expulsado el cortacésped de Beck, encendió el Bic, sonriendo y feliz, y el fetiche empezó a arder de inmediato. La llama se elevó mucho más de lo que Andy esperaba teniendo en cuenta el reducido tamaño del objeto.
Alcee Beck se tambaleó hacia atrás cuando la llama empezó a crecer. Cuando el fetiche se hubo consumido, cayó sobre sus rodillas junto a la puerta y se agarró la cabeza con fuerza. Barbara pidió ayuda, pero cuando Andy empezó a correr hacia él, Alcee ya se estaba intentando levantar.
—Ay, Señor —gimió—. Ay, Señor. Ayudadme a ir a la cama, por favor. —Barbara y Andy le condujeron dentro de la casa mientras el señor Cataliades y Diantha esperaban fuera.
—Buen trabajo —felicitó el señor Cataliades.
Diantha se rio.
—Untrabajodeniños —dijo—. Supedóndeestabaalinstante. Soloqueríahacerlomásinteresante.
El bolsillo del señor Cataliades vibró.
—En fin —susurró—. Lo he ignorado todo lo que he podido. —Sacó su teléfono—. Tengo un mensaje de texto —le comunicó a Diantha del mismo modo que otro hombre habría dicho «tengo herpes».
—¿Dequién?
—Sookie. —Miró la pantalla—. Quiere saber si sabemos quién ha atado a Copley Carmichael y lo ha dejado en el hueco para dormir del armario.
—¿Quéesunhuecoparadormir? —preguntó.
—No tengo ni idea. Si hubieras capturado a Carmichael me lo habrías dicho, ¿verdad?
—Porsupuesto —contestó, asintiendo con fervor, y añadió con orgullo—: en un plisplas.
Su tío ignoró esa expresión.
—Dios mío, me pregunto quién lo habrá puesto ahí.
—Quizáseamejorquevayamosaver —sugirió Diantha.
Sin más dilación, los dos semidemonios se subieron en su furgoneta y condujeron hasta Hummingbird Road.
En casa de Sookie
Me alegraba ver a Diantha y al señor Cataliades.
—Hemos desencantado a Alcee Beck —dijo Diantha lentamente como saludo.
—¿De verdad había un muñeco de vudú en su coche? Vaya, es genial tener razón.
—No era un muñeco de vudú. Era un fetiche sofisticado. Lo encontré. Lo quemé. Él está en la cama. Recuperado mañana —añadió Diantha, enunciando con cuidado.
—¿Ya no me odia?
—Yo no iría tan lejos —aventuró el señor Cataliades—. Pero estoy seguro de que admitirá que usted no pudo matar a Arlene Fowler y que llevó la investigación por una dirección equivocada. El fiscal del distrito también se sentirá avergonzado.
—Mientras sepan que yo no maté ni pude matar a Arlene, por mí como si se ponen a bailar en pelotas en el césped de los juzgados. Yo me acerco a aplaudirles —dije, y Diantha se rio.
—En cuanto a la pregunta que formulaba en el mensaje de texto —continuó el señor Cataliades—, no sabemos quién es el responsable de la captura del padre de Amelia ni de su secuestro en… donde sea que le hayas encontrado.
—Mi hueco para vampiros —expliqué—. Mira, ahí dentro. —Los guie hasta el dormitorio y abrí el armario.
Me agaché con algo de dificultad y sujeté la palanca escondida que Eric había instalado. Esta elevó el borde del falso suelo. Después resultó sencillo meter los dedos bajo el borde y levantarlo, especialmente cuando el señor Cataliades se arrodilló para ayudarme. La tapa subió con facilidad y la sacamos fuera del armario. Miramos hacia abajo, a la cara de Copley Carmichael. No estaba tan enfadado como antes, pero eso podía deberse a que había pasado más horas ahí metido. El propósito del agujero era servir como refugio diario para un vampiro, no como un lugar de descanso permanente. Un adulto podría tumbarse en posición fetal cómoda. Al menos era lo suficientemente profundo como para poder sentarse con la espalda apoyada contra la pared.
—Tiene suerte de no ser alto —dijo el señor Cataliades.
—Pequeño de estatura pero muy venenoso —maticé. El señor Cataliades se rio entre dientes.
—Esjustocomounaserpiente —describió Diantha—. Suaspectoeshorrible.
—¿Lo sacamos? —sugirió el señor Cataliades.
Me retiré para que Diantha ocupara mi lugar.
—Yo no estoy como para sacar a nadie —expliqué—. Me han disparado.
—Sí, eso hemos oído —dijo el señor Cataliades—. Me alegro de que se encuentre mejor. Hemos estado siguiéndole la pista a alguna gente.
—Vale, tendréis que ponerme al día —acordé. Para dos criaturas que habían venido a ayudarme, su actitud al saber de mi disparo parecía bastante fría. Y ¿a quién habían estado siguiendo la pista? ¿Habían tenido éxito? ¿Dónde habían pasado la noche anterior?
¿Y dónde estaba Barry?
Sin aparente esfuerzo, entre los dos sacaron a Copley Carmichael del agujero y lo lanzaron contra la pared.
—Disculpe —le dije al señor Cataliades, quien miraba a los ojos del padre de Amelia con mirada especulativa—. ¿Dónde está Barry el Botones?
—Detectó una frecuencia mental familiar —contestó el señor Cataliades de forma ausente. Comprobó el pulso de Copley con uno de sus largos dedos. Diantha se acuclilló para mirar con curiosidad los ojos del cautivo—. Nos dijo que se encontraría con nosotros más tarde.
—¿Cómo le dijo eso?
—Con un mensaje de texto —explicó el señor Cataliades con repugnancia—, mientras seguíamos una pista falsa de Glassport.
Yo estaba que mordía.
—¿No deberíamos estar preocupados por él?
—Tiene su coche y su móvil —dijo Diantha despacio y con cuidado—. Y tiene nuestros números. Tío, ¿has comprobado tus otros mensajes?
El señor Cataliades hizo una mueca de desagrado.
—No. Las novedades de Sookie me sorprendieron tanto que no lo llevé a cabo. —Sacó su teléfono y empezó a mirar y tocar la pantalla—. Este hombre está deshidratado y magullado, pero no tiene ningún daño interno —describió, señalando hacia nuestro prisionero.
—¿Y qué es lo que supuestamente tengo que hacer con él?
—Loquequieras —dijo Diantha con cierto regocijo.
Los ojos de Copley Carmichael se abrieron de temor.
—Lo cierto es que intentó que me mataran —recordé pensativamente—. Y no le importó quién caía con tal de vengarse de mí. Ey, Carmichael, ¿ve esta venda grande en mi hombro? Es un regalo de su empleado, Tyrese. Y casi le da también a su hija. —El tono de piel del hombre no era saludable, pero empeoró—. ¿Y sabe lo que le pasó a Tyrese? Le dispararon y está muerto —resumí.
Todo esto no era un pasatiempo divertido. Aun mereciendo cosas muy malas, burlarme de Carmichael no me iba a hacer sentirme mejor sobre mí misma ni sobre nada más.
—Me pregunto si es el responsable del muñeco de vudú o lo que fuera eso —dudé.
Observé su rostro detenidamente mientras lo decía y no obtuve más que una mirada en blanco. No creía que Copley hubiera lanzado un hechizo o una maldición sobre el detective.
—Sí, tengo un mensaje de Barry. De voz —dijo el señor Cataliades. Y se puso el teléfono en la oreja.
Esperé con impaciencia.
Finalmente, el semidemonio bajó el teléfono. Su aspecto era serio.
—Barry dice que está siguiendo a Johan Glassport —contó—. Es un acto peligroso.
—Barry sabe que Glassport mató a Arlene —aporté—. No debería arriesgarse.
—Quiere identificar al acompañante de Glassport.
—¿Dónde estaba cuando te dejó el mensaje? —pregunté.
—No lo dice, pero es de anoche a las nueve.
—Eso no es bueno —deduje—. Nada bueno. —El problema era que no se me ocurría qué hacer con ese tema ni con Copley Carmichael.
Alguien llamó a la puerta y nos sobrecogió a todos. Estaba de veras distraída. Ni siquiera había oído el coche subir por el camino de entrada. Mi vecina Lorinda Prescott estaba en la puerta con un fabuloso plato listo para mojar tortillas de maíz crujientes. También traía Doritos.
—Quería darte las gracias por los deliciosos tomates —dijo—. Nunca los había comido tan ricos. ¿De qué marca son?
—Los compré en el centro de jardinería —respondí—. Por favor, entra y siéntate. —Lorinda dijo que no se quedaría mucho rato, pero tuve que presentarle a todos. Mientras el señor Cataliades encantaba a Lorinda, elevé una ceja en dirección a Diantha, quien se deslizó por el pasillo para cerrar el dormitorio de invitados, donde Copley Carmichael seguía apoyado en la pared. A continuación, los dos semidemonios se fueron arriba tras despedirse con cortesía de Lorinda, quien parecía algo impactada por la vestimenta de Diantha.
—Me alegra que haya gente contigo mientras te recuperas. —Tomó una pausa y entonces su ceja se frunció—. Dios mío, ¿qué es ese ruido?
Unos golpes sordos salían del cuarto de invitados. Mierda.
—Probablemente sea… ¡Dios, seguro que han encerrado a su perro en esa habitación! —dije, y exclamé en dirección a las escaleras—: ¡Señor Cataliades! ¡El perro se está poniendo nervioso! ¿Puede bajar a tranquilizar a Coco?
—Le pido mis más sinceras disculpas —contestó el señor Cataliades, bajando con agilidad las escaleras—. Haré que el animal permanezca en silencio.
—Gracias —dije, e intenté ignorar el ligero shock de Lorinda al escuchar al semidemonio llamarlo «el animal». Atravesó el pasillo y escuché la puerta abrirse y cerrarse. Los golpes cesaron de repente.
El señor Cataliades apareció de nuevo, haciéndole una reverencia a Lorinda antes de subir las escaleras.
—Que tenga una buena tarde, señora Prescott —saludó, y desapareció en una de las habitaciones de arriba.
—Madre mía —dijo Lorinda—. Es sumamente cortés.
—Viene de una familia antigua de Nueva Orleans —expliqué. Un par de minutos más tarde Lorinda decidió que debía regresar a su casa a preparar la cena y como despedida le hice una reverencia acompañada de numerosos cumplidos.
Cuando se marchó, suspiré profundamente de alivio. Estaba yendo hacia el cuarto de invitados… y sonó el teléfono. Era Michele para ver cómo me encontraba, algo muy amable por su parte pero que en ese instante no podía ser más inapropiado.
—¡Hola, Michele! —exclamé, intentando sonar alegre y sana.
—Hola, «casi-cuñada» —respondió—. ¿Cómo estás hoy?
—Muchísimo mejor —dije. Era solo medio mentira. Estaba mejor.
—¿Me paso a recoger tu ropa sucia? Voy a hacer mi colada esta noche, así Jason y yo podemos ir a bailar country en línea mañana.
—¡Qué os divirtáis! —Hacía siglos que yo no iba a bailar—. Voy bien de ropa, pero muchas gracias.
—¿Por qué no nos acompañas a Stompin’ Sally’s mañana? Como te encuentras mucho mejor…
—Si no me duele mucho el hombro, me encantaría —dije de forma impulsiva—. ¿Te lo puedo confirmar mañana por la tarde?
—Claro —acordó—, cuando quieras antes de las ocho, que es cuando salimos.
Por fin llegué a la habitación de invitados. Copley seguía ahí, inconsciente pero respirando. No estaba segura de cómo el señor Cataliades le había silenciado, pero al menos no había sido rompiéndole el cuello. Aún no sabía qué hacer con él.
Llamé al señor Cataliades y a Diantha para decirles que la cena estaba lista. Bajaron en un santiamén. Tomamos cada uno un bol hasta arriba de carne picada, alubias, salsa y pimiento y compartimos la bolsa de Doritos usándolos como cuchara. Yo le añadí queso rallado. Tara había dejado una tarta hecha por la señora Du Rone, así que también tomamos postre. Por acuerdo tácito, no discutimos qué hacer con Copley Carmichael hasta terminar de comer. Las cigarras cantaban su himno nocturno cuando intentábamos llegar a un acuerdo.
Diantha proponía matarlo.
El señor Cataliades quería lanzar un fuerte hechizo sobre él y mandarle de nuevo a Nueva Orleans. Algo así como crear un doble del verdadero Carmichael. Obviamente, tenía un plan para utilizar a la nueva versión del padre de Amelia.
Yo no veía factible enviar de nuevo al mundo a una criatura sin alma, asociada a un diablo y sin ningún impulso hacia el bien, pero tampoco quería matar a nadie más. Mi propia alma ya era lo suficientemente oscura. Mientras debatíamos, la larga tarde se fue convirtiendo en oscuridad. Alguien más llamó a la puerta trasera.
No podía creer que hubiese llegado a anhelar tener visita.
En esta ocasión era una vampira. Y no traía comida.
Pam se deslizó dentro, seguida muy de cerca por Karin. Parecían las Hermanas Pálidas. Pam daba la impresión de estar animada. Tras hacer las presentaciones entre las dos vampiras y los dos semidemonios, se sentaron en la mesa de la cocina y Pam dijo:
—Tengo la sensación de haber interrumpido una conversación sobre algo importante.
—Sí —dije—. Pero me alegra que estés aquí. Quizá se te ocurra una buena solución al problema. —Después de todo, si había alguien eficaz para deshacerse de cuerpos humanos, esa era Pam. Y quizá Karin, que llevaba más años haciéndolo, era incluso mejor. Una bombilla se encendió de repente en mi cabeza—. Señoritas, me pregunto si alguna de vosotras sabe por casualidad cómo ha acabado un hombre en el armario de mi dormitorio.
Karin levantó la mano, como si estuviera en el colegio.
—Yo soy la responsable —asumió—. Estaba merodeando. Hay muchas personas vigilándote, Sookie. Atravesó el bosque la noche que estabas en el hospital. Él no sabía qué había ocurrido y que no estabas en casa. Quería hacerte daño, si es que la pistola y el cuchillo que llevaba consigo te sirven como pruebas. Tu círculo mágico no le impidió la entrada, como Bill dijo que sí ocurrió con Horst. Me habría gustado ver eso. Así que tuve que impedírselo yo. No le maté, ya que pensé que quizá querrías hablar con él.
—Sí que quería herirme y te agradezco que se lo hayas impedido, de verdad —dije—. No sé qué hacer con él ahora.
—Mátalo. Es tu enemigo y quiere matarte —atajó Pam. Estas palabras resultaban cómicas viniendo de alguien vestido con unos pantalones pirata de flores y una camiseta turquesa. Diantha asintió con fervor, no podía estar más de acuerdo.
—No puedo hacerlo, Pam.
Ella meneó la cabeza ante mi debilidad. Karin dijo:
—Hermana Pam, podríamos llevárnoslo con nosotras y… pensar en una solución.
Vale. Sabía que eso era un eufemismo para «ponerlo fuera de su vista y matarlo».
—¿No podéis borrar su memoria? —pregunté esperanzada.
—No —contestó Karin—. No tiene alma.
Era nuevo para mí esto de no poder embobar a alguien sin alma, pero, claro, nunca había pasado antes. Y esperaba que nunca pasara otra vez.
—Estoy segura de que puedo hacer uso de él de alguna forma —dijo Pam, y yo me enderecé. Había algo grandioso en la forma en la que mi amiga vampira habló, algo que me hizo prestar total atención.
El señor Cataliades, que había tenido más años que yo para estudiar el lenguaje (corporal y hablado), preguntó:
—Señorita Pam, ¿hay alguna razón por la que debamos felicitarla?
Pam cerró los ojos de satisfacción, como una preciosa gatita rubia.
—Sí —contestó, y una pequeña sonrisa curvó sus labios. Karim también sonrió, más ampliamente.
Me llevó un minuto entenderlo.
—¿Ahora eres tú la sheriff, Pam?
—Así es —respondió, abriendo los ojos y permitiendo que su sonrisa aumentara—. Felipe vio que tenía sentido. Además, estaba en la lista de deseos de Eric. Una lista de deseos… que, por cierto, Felipe no tenía que respetar.
—Eric dejó una lista de deseos. —Estaba intentando no sentir pena por Eric, quien tenía que ir a un territorio extraño con una reina extraña sin su leal mujer de confianza a su lado.
—Creo que Bill te comentó alguna de sus condiciones —dijo Pam con tono neutral—. Expresó algunos deseos a Freyda a cambio de firmar un contrato de matrimonio de doscientos años en vez del habitual de cien.
—Estaría… interesada en… saber qué más incluía. La lista, digo.
—La parte egoísta decía que Sam no podía decirte que él había estado moviendo los hilos para pagar tu fianza. En la parte menos egoísta, una condición irrefutable para casarse con Freyda era que ningún vampiro pudiera nunca hacerte daño. Ni acosarte, ni probar tu sangre, ni asesinarte ni convertirte en sirvienta.
—Qué atento —aprobé. De hecho, eso cambiaba totalmente mi futuro. El rencor que empezaba a sentir por un hombre al que había amado con locura desapareció. Abrí mis ojos para encontrarme con los dos pálidos rostros que me observaban a través de sus redondeados ojos azules, escalofriantemente parecidos—. Vale. ¿Qué más?
—Que Karin vigilaría tu casa desde el bosque todas las noches durante un año.
Eric había vuelto a salvarme la vida sin ni siquiera estar aquí.
—Eso también ha sido muy atento por su parte —alabé, aunque con algo de esfuerzo.
—Sookie, acepta mi consejo —advirtió Pam—. Voy a dártelo gratis. Todo esto no se debe a que Eric estuviera siendo «atento», sino a que estaba protegiendo lo que ha sido suyo para mostrarle a Freyda que es leal y que defiende sus cosas. No es un acto sentimental.
—Haríamos lo que fuera por Eric. Lo queremos. Pero lo conocemos mejor que nadie y la planificación es uno de sus puntos fuertes —añadió Karin.
—Lo cierto es que estoy de acuerdo —convine, pero también sabía que a Eric le gustaba matar dos pájaros de un tiro. Pensé que la verdad estaría entre una cosa y la otra—. Y estando de acuerdo como estamos en que Eric es una persona práctica, ¿cómo se las apaña sin vosotras?
—Fue una condición de Freyda. Ella no quería que se llevara a sus hijas; quería que se integrara entre sus vampiros sin tener con él a su grupo de gente.
Qué inteligente. Pensé en lo solo que estaría Eric sin nadie conocido cerca, y después ahogué esa tristeza en mi garganta.
—Gracias, Pam —dije—. Freyda me ha prohibido la entrada en Oklahoma, lo que no me importa demasiado, pero Felipe me la ha prohibido en el Fangtansia, así que no podré visitarte en el trabajo. No obstante, me gustaría verte de vez en cuando. ¡Si es que no te sientes superimportante ahora que eres sheriff!
Inclinó su cabeza con un elaborado gesto majestuoso, lo hacía para divertirnos.
—Estoy segura de que nos podremos ver en algún lugar intermedio —aceptó—. Eres la única amiga humana que he tenido nunca y te echaría un poco de menos si no te volviera a ver.
—Oh, sigue así de cariñosa y amable —recomendé—. Karin, gracias por evitar que ese hombre me matara y por meterle ahí dentro. Imagino que la casa estaba abierta.
—Sí, de par en par —respondió—. Tu hermano Jason vino a recoger algunas cosas que necesitaba para el hospital y olvidó echar la llave.
—Ah… ¿Y cómo sabes tú eso?
—Puede que le haya hecho algunas preguntas. No sabía qué había pasado en tu casa y podía oler tu sangre.
Le había hipnotizado con sus artimañas vampíricas e interrogado. Suspiré.
—Vale, ignoremos esa parte. Imagino que Copley apareció después.
—Sí, dos horas después. Conducía un coche de alquiler. Lo aparcó en el cementerio.
Solo podía reírme. La policía había retirado el coche propiedad de Copley conducido por Tyrese. Copley había repetido el patrón de su guardaespaldas pero horas después. Había decidido que no mantendría a Copley en mi casa más tiempo.
—Si dejó su coche de alquiler tan cerca, quizá deberíais llevároslo de aquí en su coche. Imagino que tendrá las llaves en su bolsillo.
Diantha, servicialmente, fue a mirar y volvió con las llaves. Sin duda alguna buscar cosas era su pasatiempo preferido.
Los semidemonios se ofrecieron para sacar fuera al prisionero. El señor Cataliades llevaba al padre de Amelia sobre su hombro y la cabeza de Copley rebotaba con laxitud contra su ancha espalda. Tuve que endurecer mi corazón. No podía ser hipnotizado, no podíamos liberarlo y yo no podía mantenerlo cautivo para siempre. Intenté no pensar en que habría sido mejor (quiero decir, más fácil) que Karin lo hubiera matado nada más verle.
Cuando las hijas de Eric se levantaron, yo hice lo mismo. Para mi sorpresa, cada una me dio un beso. Karin en la frente y Pam en los labios.
—Eric me ha contado que no quisiste curarte con su sangre. ¿Puedo ofrecerte la mía? —preguntó Pam.
Sentía un dolor agudo y punzante en mi hombro y pensé que esta podría ser la última vez en mi vida en la que pudiera evitar el dolor físico.
—Vale —contesté, y me quité la venda.
Pam se mordió su muñeca y dejó que la sangre goteara lentamente en la horrible herida de mi hombro, hinchada, roja y llena de costras. Es decir, repugnante. Incluso Karin puso cara de asco. Mientras la oscura sangre se deslizaba sobre la carne dañada, los fríos dedos de Karin la masajeaban suavemente. Al cabo de un minuto, el dolor remitió y la rojez desapareció. La piel picaba al curarse.
—Gracias, Pam. Karin, gracias por protegerme. —Miré a las dos mujeres, tan parecidas a mí y a la vez tan completamente distintas. Indecisa, añadí—: Sé que Eric intentó convertirme…
—No hables más de eso —cortó Pam—. Somos todo lo amigas que podemos ser, humana y vampira. Nunca seremos más y espero que tampoco menos. No es buena idea que pensemos demasiado en cómo sería que fueras una de nosotros. —En ese momento me hice la promesa de no hablar nunca más sobre la intención de Eric de tenernos a las tres como sus hijas.
Cuando Pam se cercioró de que no añadiría nada más a su declaración, dijo:
—Conociéndote, estoy segura de que te preocupará que Karin se aburra en el bosque. Después de su vida durante los últimos años, tener un año de paz es algo muy positivo para ella.
Karin asintió y supe que bajo ningún concepto quería saber en qué había estado ocupada esos años.
—Estaré bien alimentada gracias a la oficina de donantes —dijo—. Tendré una misión y estaré al aire libre todo el tiempo. Quizá Bill venga a charlar conmigo de vez en cuando.
—Gracias otra vez a las dos —insistí—. ¡Larga vida a la sheriff Pam! —Después ambas se marcharon por la puerta de atrás para llevarse a Copley en su coche de alquiler.
—Una impecable solución —dijo el señor Cataliades. Había entrado en la cocina mientras me tomaba un analgésico, el último que necesitaría. Mi hombro estaba curándose, pero sentía punzadas de dolor y necesitaba dormir. Francamente, también pensé que un analgésico me evitaría quedarme despierta preocupándome por Barry.
—Barry tiene sangre de demonio y es telépata. ¿Por qué puedo leer su mente y no la suya, señor Cataliades? —le pregunté de repente.
—Porque el poder que usted tiene fue un regalo mío por ser descendiente de Fintan. No es mi hija, como Pam y Karin lo son de Eric, pero el resultado es de alguna forma el mismo. Yo no soy su creador, soy más como su padrino o su maestro.
—Aunque realmente nunca me haya enseñado nada —dije y, a continuación, al darme cuenta de lo acusador que sonaba eso, puse una mueca.
No pareció ofenderse.
—Es cierto, quizá la haya defraudado en ese sentido —reconoció Desmond Cataliades—. He intentado compensarla de otras maneras. Por ejemplo, estoy aquí ahora, lo que probablemente sea más efectivo que haber intentado explicarle a sus padres quién era yo cuando era usted una niña o haberles dicho que tenían que confiar en mí para que viniera conmigo.
Hubo un silencio cargado de pensamientos.
—Tiene razón —acepté—. Eso no habría funcionado.
—Además, yo ya tenía hijos a los que cuidar y discúlpeme si tenían prioridad sobre los descendientes humanos de mi amigo Fintan.
—También es comprensible —dije—. Estoy contenta de que esté aquí ahora y me alegra que me esté ayudando. —Sonaba un poco duro, y era porque estaba empezando a cansarme de tener que agradecerle a la gente su ayuda al sacarme de problemas y porque estaba cansada de meterme en problemas.
—Es un placer. Ha sido realmente entretenido para Diantha y para mí —dijo reflexivamente. Y cada uno de nosotros se marchó por su lado.