Capítulo 15

A medianoche saltaron las alarmas.

Yo no sabía que había alarmas ni que era medianoche, pero cuando empezaron los pitidos, miré el reloj. Estaba durmiendo mejor que hacía días y experimenté un momento de brutal decepción antes de saltar de la cama.

Desde el otro lado del pasillo, Amelia exclamó: «¡Ha funcionado!». Abrí la puerta de mi habitación y salí aturdida. Amelia y Bob, con camisón y pantalones cortos de pijama respectivamente, salían corriendo de su dormitorio hacia la puerta de atrás. El señor Cataliades rugió algo y Diantha le contestó gritando. Bajaban las escaleras completamente vestidos con su ropa de día. Barry se tambaleaba tras ellos en pantalones de pijama de la Universidad de Luisiana y sin camiseta.

Todos nos apretujamos en el porche de atrás, mirando hacia fuera. El jardín estaba iluminado por la luz de seguridad, pero también había aparecido una luz azul rodeando el jardín y la casa. Un cuerpo yacía en el suelo fuera del círculo.

—¡Oh, no! —dije, y puse la mano en la puerta del porche.

—Sookie, no salgas —me recomendó Amelia, agarrándome por el hombro y tirando de mí hacia atrás—. Es un intruso.

—¿Y si es Bill que venía a ver si todo iba bien?

—Nuestro círculo defensivo reconoce la enemistad —informó Bob con orgullo.

—Diantha, ¿tienes tu móvil? —preguntó el señor Cataliades.

—Claroquesí —contestó, y me sentí aliviada al ver que había vuelto a la normalidad.

—Ve a hacerle una foto a la persona tumbada en el suelo, pero quédate bien dentro del círculo —la dirigió.

Antes de que pudiéramos pensar en detenerla o discutir el procedimiento, Diantha estaba corriendo por el jardín trasero a una velocidad increíble, teléfono en mano. Cuando llegó al perímetro del círculo de protección, se detuvo e hizo una foto. A continuación, antes siquiera de que pudiéramos temer por ella, ya estaba de vuelta.

El señor Cataliades giró la pequeña pantalla hacia mí.

—¿Reconoce a este vampiro? —preguntó.

Miré la foto.

—Sí. Es Horst Friedman, la mano derecha de Felipe de Castro.

—Me lo imaginaba. Amelia, Bob, les felicito por su poder y perspicacia.

Yo no sabía exactamente lo que era «perspicacia», pero Amelia sí, y radiaba de alegría. Incluso el adusto Bob parecía orgulloso.

—Sí. Gracias —les expresé con mucho entusiasmo, esperando que no fuese demasiado tarde—. No sé qué quería Horst y no lo quiero saber, al menos de momento. ¿Tenéis que recargar el círculo o algo así?

—Deberíamos comprobarlo —sugirió Bob. Amelia asintió.

Vi la mirada de Barry analizando el camisón de Amelia y su contenido. Miró hacia otro lado con decisión. Para nada quería escuchar sus pensamientos sobre mi amiga bruja. Tarareé «Lalalalala» dentro de mi cabeza por un momento, dándole tiempo a que disminuyera la lujuria.

—Sookie. —La voz venía de fuera, de la oscuridad del bosque.

—¿Quién está ahí? —exclamé a modo de respuesta.

—Bill —contestó—. ¿Qué ha pasado?

—Creo que Horst ha tratado de acercarse a la casa, y el hechizo de Bob y Amelia lo ha frito —grité. Abrí la puerta de atrás y bajé dos escalones. Pensé que, quedándome en la escalera, si era necesario, podría saltar de nuevo al interior.

Bill salió de los árboles.

—He sentido la magia desde mi casa —dijo. Bajó la mirada hacia el cuerpo inerte de Horst. Me pregunté si el vampiro habría muerto, pero su cuerpo parecía intacto—. ¿Qué hago con él? —me preguntó Bill.

—Lo que quieras —respondí, deseando poder salir al círculo azul y bajar la voz. Pero tenía miedo—. Supongo que tendrás que mantener la paz con el rey. —Si no, quizá le habría pedido a Bill que usase un poco de persuasión vampírica con Horst cuando despertara, así podríamos descubrir los planes que tenían Horst y su jefe para mí.

—Lo llevaré a mi casa y llamaré al rey —decidió Bill, y subió al vampiro inconsciente en su hombro como si Horst no pesara nada. Un instante después, Bill y su carga se perdieron de vista.

—Ha sido muy emocionante —reconocí, tratando de parecer tranquila y casual. Regresé al porche—. Creo que me iré a la cama. Gracias a los dos por la protección. Diantha, agradezco tu ayuda. ¿Todos bien?, ¿alguien necesita algo?

—Regresaremos en cuanto comprobemos el hechizo —dijo Bob, y se volvió hacia Amelia—. ¿Estás lista, cariño?

—Deberíamos comprobar su fuerza ahora que se ha activado —sugirió ella, asintiendo, y bajaron al jardín con los pies descalzos. Sin hablar, se cogieron de las manos y empezaron a cantar. Un fuerte olor se colaba por el porche de atrás, era el olor de la magia. Almizclado e intenso, como el sándalo.

No parecía fácil volver a dormir después de un despertar tan brusco, pero de alguna manera lo logré. Por lo que sabía, caer en un sueño tan profundo era parte del hechizo que mis amigos llevaban a cabo en el jardín. Cuando volví a abrir los ojos, la habitación estaba llena de luz y oía a mis invitados moverse por la casa.

Aunque sabía que estaba siendo una mala anfitriona, revisé mis mensajes del móvil antes de ir a la cocina. Tenía uno, un mensaje de voz de Bill.

—He llamado a Eric para decirle que tenía al amigo del rey en mi casa —decía—. Eric preguntó qué había sucedido y le conté lo del círculo de protección. Le dije que tenías muchos amigos en tu casa dispuestos a defenderte. Me preguntó si Sam Merlotte estaba entre ellos, y cuando le dije que no lo había visto, se echó a reír. Me dijo que le contaría al rey lo de Horst. Después, Felipe envió a su mujer, Angie, para recoger a Horst, quien no empezó a recuperar la consciencia hasta que ella apareció. Parecía bastante enfadada con Horst, así que sospecho que había realizado una misión no autorizada. Tus amigos brujos hicieron un buen trabajo. —Luego colgó. A los vampiros más antiguos no les iban las reglas de cortesía al teléfono.

La imagen de Eric riéndose por la ausencia de Sam no me pareció agradable. Me enfureció.

—Sookie, ¿tienes más leche? —preguntó Barry. Por supuesto, él sabía que yo estaba arriba.

—Ya voy —le grité, y me vestí. Las necesidades del mundo seguían, no importaba cuántas crisis estallaran—. Todos los hijos de Dios tienen que comer —dije, y encontré otro litro de leche al fondo del estante superior. Se lo di a Barry. Después me serví un bol de cereales.

—La médium llegará en cualquier momento —apuntó Bob. No lo decía para meterme prisa, pero fue un recordatorio oportuno. Me quedé horrorizada al mirar el reloj.

Todos menos yo ya habían desayunado y lavado los platos, ahora apilados junto al fregadero. Debería haberme sentido avergonzada, pero en cambio sentí alivio.

Nada más terminar de lavarme los dientes, una vieja camioneta tronó en el aparcamiento delantero. El motor paró con un estruendoso ruido metálico. Una mujer pequeña y robusta se deslizó de la elevada cabina y saltó al suelo de grava. Llevaba un sombrero de cowboy decorado con una pluma de pavo real. Su seco cabello color castaño le rozaba los hombros y casi le hacía juego con la piel, bronceada y desgastada como una vieja silla de montar. Delphine Oubre no era en absoluto como la había imaginado. Con sus maltrechas botas, pantalones vaqueros y blusa azul sin mangas, parecía más una clienta de un bar country tipo Stompin’ Sally’s que una vidente a punto de ejercer sus poderes psíquicos en la casa de una telépata.

—Psicometría paranormal —corrigió Barry.

Levanté una ceja.

—Antes se llamaba solo psicometría —explicó—, pero en los últimos años los «científicos de verdad» —imitó con gestos las comillas— han comenzado a usar este término para designar…, bueno, la medición de los rasgos psicológicos de una persona.

Eso no me sonaba como una ciencia.

—A mí tampoco —confesó. «Pero anoche me estuve informando en Internet de todo esto para estar preparado para su visita. Por si Bob se ha equivocado con su talento», añadió en silencio.

«Buena jugada», le alabé, mientras miraba cómo Delphine Oubre subía por las escaleras de atrás.

—No le digáis vuestros nombres —recomendó Bob a toda prisa—. Solo el mío, es todo lo que necesita.

De cerca, Delphine parecía tener unos cuarenta años y aparentaba poder clavar puntas con las manos desnudas. No llevaba joyas ni maquillaje, el único adorno era la pluma de su sombrero y sus botas de cowboy eran una antigüedad.

Bob se presentó a Delphine, y aunque (siguiendo las órdenes) no le di mi nombre, le ofrecí algo de beber (quiso agua del grifo, sin hielo). Cogió una silla de la cocina y se sentó. Puse el vaso delante de ella y le dio un gran trago.

—¿Y bien? —preguntó con impaciencia.

Diantha le ofreció el pañuelo, aún en su bolsa de plástico. Yo no lo había visto, no había querido verlo. Lo habían cortado, por lo que el nudo estaba intacto. Estaba retorcido y parecía una cuerda fina. Estaba manchado.

—El pañuelo de una mujer muerta —apuntó Delphine, pero no mostró preocupación.

—No, es mi pañuelo —corregí—. Quiero saber por qué lo llevaba una mujer muerta. ¿Tiene algún inconveniente en tocar algo que ha matado a alguien?

Quería cerciorarme de que la señora Oubre no empezaría a gritar al tocar la tela. Aunque a juzgar por lo que había visto hasta ahora, no parecía probable.

—No es el pañuelo lo que la mató, sino las manos que lo apretaron —matizó de manera práctica—. Mostradme el dinero. Tengo vacas que alimentar en casa.

¿Dinero? Bob la había llamado. Él había concertado la cita, pero yo había olvidado preguntarle cuánto costaría. Naturalmente, ella no aceptaría un cheque.

—Cuatrocientos —murmuró Bob. Me entraron ganas de darle una bofetada por olvidarse de decírmelo. Por supuesto, yo debería haber preguntado. Cuando recordé lo que llevaba en el bolso, mi corazón dio un vuelco. Tendría que pasar el sombrero de cowboy de Delphine para recaudar esa suma.

Delante de Delphine, apareció la mano del señor Cataliades con cuatro billetes de cien dólares. Ella cogió el dinero sin hacer ningún comentario, y lo metió en el bolsillo de la blusa. Asentí en agradecimiento a mi demonio benefactor. Él me devolvió el gesto de manera descuidada.

—Lo añadiré a mi factura —murmuró.

Una vez que se resolvió ese asunto, todos miramos a la vidente con ansioso interés. Sin más preámbulos, Delphine Oubre abrió la bolsa de plástico y extrajo el pañuelo. El olor era bastante desagradable. Amelia fue inmediatamente a abrir una ventana.

Si lo hubiera pensado bien, lo habríamos hecho en el jardín, independientemente del calor que hacía.

Los ojos de la médium estaban cerrados. Sostenía el pañuelo holgadamente. A medida que iba viendo cosas, lo iba apretando, hasta que finalmente acabó estrujándolo con fuerza. Su rostro se movía de lado a lado como si buscara un mejor punto de vista, el efecto era indescriptiblemente espeluznante. Y mirar dentro de su cabeza, también.

—He matado a mujeres —dijo de repente, con una voz que no era la suya. Pegué un salto, y no fui la única. Todos nos alejamos de Delphine Oubre un paso.

—He matado a prostitutas —alardeó—. Esta es parecida. Está muy asustada. Eso lo hace más dulce.

Estábamos paralizados, como si hubiéramos acordado aguantar la respiración todos a la vez.

—Mi amigo —continuó Oubre con la misma voz con un ligero acento extranjero— es escrupuloso, pero solo un poco. Ha sido él quien lo ha elegido, ya sabes.

Casi reconocía la voz. La asociaba con… problemas. Desastres.

Me giré para mirar a Barry en el mismo momento en el que él me cogió la mano.

—Johan Glassport —susurré.

Mi nivel de confort acababa de abandonar la zona incómoda y se había metido de lleno en la zona de necesidad de pastillas para la tensión. Barry había mencionado que vio a Glassport en Nueva Orleans, y Quinn lo había visto en un motel de la zona, pero no podía entender por qué. Glassport no tenía motivos para odiarme, que yo supiera, pero tampoco creía que tener motivos, salvo cuando estaba en su papel de abogado, formara parte de su sistema operativo.

Conocí a Glassport en un vuelo a Rhodes. Ambos habíamos sido contratados por la entonces reina de Luisiana, Sophie-Anne. Yo debía escuchar los cerebros humanos en la cumbre vampírica y el trabajo de Glassport era defenderla de los cargos presentados en su contra por un contingente de vampiros de Arkansas.

Yo no había visto a Glassport desde que los supremacistas humanos de la Hermandad del Sol volaron por los aires el hotel vampírico Pyramid of Gizeh. Querían hacer una declaración sobre los vampiros: todos debían morir.

De vez en cuando había recordado a Glassport, siempre con desagrado. Tenía asumido, con alegría, que nunca más lo volvería a ver, pero ahí estaba, hablando a través de la boca de una ranchera de Luisiana llamada Delphine Oubre.

—¿Quién lo ha elegido? —preguntó Bob en voz muy baja.

Pero Delphine no respondió con la voz Glassport. Su cuerpo fue cambiando poco a poco mientras se balanceaba de un lado a otro como si estuviera montada en una montaña rusa invisible. Se fue ralentizando hasta detenerse. Tras un rato, abrió los ojos.

—Esto es lo que veo —explicó con su propia voz. Habló rápidamente, como si intentara decirlo todo antes de olvidarse—. Veo un hombre, un hombre blanco, una persona mala que mantiene la fachada de buen tipo. Le gusta matar a los indefensos. Mató a esa mujer, a la pelirroja. Era un encargo. No es su estilo habitual. No la eligió al azar. Ella lo conocía, y conocía a su acompañante y no se podía creer que la estuviesen matando. Ella pensaba que el otro hombre era bueno. Pensaba: «He hecho todo lo que me han pedido. ¿Por qué no matan a Snookie?».

No nos habíamos presentado.

—Sookie —la corregí ausente—. Quería saber por qué la mataban a ella en lugar de a Sookie.

—¿Eres tú? —preguntó Delphine.

Bob me miró de pronto y movió la cabeza como advertencia.

—No —dije.

—Tienes suerte de no ser Sookie. Sea quien sea, sin duda quieren matarla.

Mierda.

Delphine se levantó, se sacudió un poco, bebió más agua y salió hacia su camioneta para ir a casa a alimentar a sus vacas.

Todo el mundo evitó mirarme. Yo era la que tenía una gran X en la frente.

—Tengo que ir a trabajar —dije cuando el silencio había durado bastante. Me importaba un bledo lo que pensara Sam al respecto. Tenía que salir y hacer algo.

—Diantha irá con usted —añadió el señor Cataliades.

—Me encantaría que estuviera conmigo —le dije con total sinceridad—, pero no estoy segura de cómo explicar su presencia.

—¿Por qué tienes que hacerlo? —preguntó Bob.

—Bueno, tendré que decir algo, ¿no?

—¿Por qué? —preguntó Barry—. ¿No eres copropietaria del bar?

—Sí —admití.

—Entonces no tienes que explicar un carajo —zanjó Amelia, con un aire de majestuosa indiferencia que nos hizo reír a todos, incluso a mí.

Finalmente, Diantha y yo entramos en el Merlotte’s. No expliqué el porqué de su presencia a nadie excepto a Sam. La semidemonio llevaba un traje relativamente normal: minifalda amarilla, top de tirantes azulón y chanclas multicolor de plataforma. Este mes, su cabello era rubio platino, pero había un montón de rubias teñidas alrededor de Bon Temps, aunque no muchas que no aparentaran al menos dieciocho años.

No sé lo que pensaba Diantha de la clientela del Merlotte’s, pero los parroquianos del local estaban locos por ella. Era diferente, estaba alerta y los ojos le brillaban; además hablaba tan rápido que todo el mundo pensaba que lo hacía en un idioma extranjero, y como yo entendía ese lenguaje, tenía que traducirla. Así que de vez en cuando Jane Bodehouse, Antoine, el cocinero, o Andy Bellefleur me llamaban para que les dijera que decía mi «primita segunda». No sé de dónde sacaron que era mi prima segunda, pero después de los primeros treinta minutos se convirtió en un hecho. Tampoco sé de dónde pensaban que había salido, ya que todo el mundo en el bar conocía la historia de mi familia al completo, pero creo que desde que presenté a Dermot, el hada (la viva imagen de Jason), como mi primo de Florida, y dije que Claude era un hijo ilegítimo, la gente del pueblo pensaba que los Stackhouse éramos impredecibles.

Ese día tuvimos mucho trabajo en el bar, pero me tocaba con An Norr, así que no tuve que correr tan rápido como lo habría hecho con otras camareras. Trabajaba como una hormiga. Y con Diantha y An en el bar, ni un solo hombre pensó en mis pechos, que, por otra parte, ya no eran nada nuevo para los habituales. Sonreí a mis tetas, diciéndoles: «Niñas, os habéis quedado atrás». Sam me miró extrañado, pero no se acercó a preguntarme por qué le hablaba a mis pechos.

Yo también me mantuve alejada de él. Estaba cansada de intentar atravesar sus defensas. Sentía que ya tenía suficientes problemas como para encima tratar de convencerlo de que saliera de su gruñona cueva.

Me sorprendió que me hablara mientras esperaba una comanda para Andy y Terry Bellefleur (y sí, era incómodo ver a Andy desde que me puso las esposas. Ambos intentábamos ignorarlo).

—¿Desde cuándo tienes una prima demonio? —preguntó.

—¿No conocías a Diantha? ¿Seguro?

—No puedo decir que sí. Y sin duda me acordaría.

—Ella y su tío están en mi casa. Son parte del «Equipo Sookie» —expliqué con orgullo—. Están ayudándome a limpiar mi reputación para no tener que ir a juicio.

—Me gustaría poder estar ahí —confesó. No esperaba que mis palabras tuvieran ese efecto. Parecía casi al mismo tiempo agradecido y enfadado.

—Nada te lo impide —sugerí—. Y recuerda, dijiste que vendrías a cenar. —Había superado la fase de la confusión ante el extraño comportamiento de Sam. Ahora estaba más bien en la fase «Pero ¿qué narices te pasa?».

En casa de Sookie

Se oyó un golpe sordo en la puerta del porche trasero, como si alguien, cargado con bolsas de la compra, intentara abrirla con un dedo o con el pie.

Bob, que acababa de regresar de la ciudad con Amelia y Barry, abrió desde dentro la puerta y salió al porche a investigar. Lo cierto es que no estaba pensando en quién podría haber llegado. Estaba preocupado por el embarazo de Amelia en muchos niveles diferentes. Era lo suficientemente inteligente como para saber que no podían hacerse cargo de un bebé con los pocos ingresos que tenían, y también como para saber que aceptar dinero de Copley Carmichael (al margen de los ingresos indirectos que Amelia recibía del alquiler del piso superior de la casa que su padre le había regalado) sería un grave error.

Bob, por tanto, estaba dándole vueltas a la cabeza, así que no reaccionó de forma instantánea cuando el hombre situado tras la puerta mosquitera del porche la abrió y se abalanzó dentro. Bob pensó «Tyrese», y entonces recordó que Tyrese trabajaba para un hombre que había vendido su alma al diablo. Bob empujó a Tyrese, esperando desesperadamente que cayese al jardín por las escaleras para así poder meterse en la cocina y cerrar la puerta.

Pero Tyrese era un hombre de acción y rebosaba fuego de desesperación. Fue más rápido. Empujó al hombre más pequeño dentro de la casa y la puerta se cerró detrás de ellos.

Amelia salía del baño, impulsada por un mal presagio. Mientras los dos hombres forcejeaban en la cocina, ella gritó. Barry, en el salón, dejó caer su libro electrónico y corrió a la cocina. Bob aterrizó en el suelo, Amelia se concentró para usar su magia y Barry se detuvo detrás de ella en el pasillo.

Pero una Glock venció a los intentos de hechizo de Amelia. Le apuntaba al pecho y su hombre gemía en el suelo. Barry intentaba meterse en los pensamientos de Tyrese, llenos de desesperación y, curiosamente, carentes de vida. Tyrese no enviaba ninguna información interesante o útil, pero a Barry se le daba bien interpretar el lenguaje corporal.

—No tiene nada que perder, Amelia —dijo, cuando ella dejó de gritar—. No sé por qué, pero ha perdido la esperanza.

—Tengo el VIH —confesó Tyrese.

—Pero… —Amelia quería señalar que el tratamiento actual era mucho mejor, y que Tyrese podía vivir una vida larga y de calidad, que…

—No —le advirtió Barry—. Cállate.

—Es un buen consejo, Amelia —confirmó Tyrese—. Cállate. Mi Gypsy se ha suicidado, me acaba de llamar su hermana. Gypsy, la mujer que me transmitió esta enfermedad, la mujer que me amó. ¡Se ha quitado la vida! Dejó una nota diciendo que había matado al hombre al que amaba y que no podía vivir con tal culpa. Está muerta. Se ha ahorcado. ¡Mi hermosa mujer!

—Lo siento —lamentó Amelia, y era lo mejor que podía haber dicho. Pero ni siquiera lo mejor iba a salvarlos.

Bob se puso en pie, despacio y cuidando de mantener sus manos a la vista.

—¿Por qué has venido aquí con un arma, Tyrese? —le preguntó—. El señor Carmichael se va a enfadar bastante, ¿no crees?

—No espero salir vivo de esto —reconoció Tyrese.

—Dios mío —exhaló Barry, y cerró los ojos un instante. Se dio cuenta de que no tenía ninguna ventaja. No podía escuchar los pensamientos de Tyrese con suficiente claridad.

—Dios no tiene nada que ver con eso —le corrigió Tyrese—. Todo es cosa del diablo.

—¿Por qué estás aquí? —Bob se movió hasta quedarse de pie entre la pistola y Amelia. «Tal vez pueda salvar a Amelia y al bebé», pensó.

Mientras tanto, Amelia luchaba por controlar su miedo. Pensaba en los hechizos que podía lanzar para neutralizar temporalmente al guardaespaldas de su padre. Intentaba recordar si había armas en la casa. Sookie había dicho algo de un rifle en el armario de los abrigos de la entrada. Tal vez siguiera allí. «¡BARRY!», gritó dentro de su cabeza.

—Oh —dijo Barry—. ¿Qué pasa, Amelia?

«Un rifle en el armario de la entrada. Quizá».

—¿El armario de la escalera? —gritó. Amelia actuaba con inteligencia al enviarle sus pensamientos, pero ella no podía recibir los suyos.

«No, el armario de los abrigos junto a la puerta».

—¡Está bien! Tyrese, ¡escucha a Amelia! —Barry comenzó a avanzar poco a poco hacia su izquierda, con la esperanza de que Amelia pillara su indirecta y distrajera a Tyrese. No creía tener ni una posibilidad de llegar al armario, encontrar el rifle, entender su funcionamiento y disparar a Tyrese Marley. Pero tenía que intentarlo.

—Tyrese, por favor, cuéntame lo que estás haciendo aquí —pidió Amelia con calma.

—Estoy aquí —respondió Tyrese— esperando a que Sookie Stackhouse vuelva a casa. Cuando lo haga, la mataré.

—¿En serio? —exclamó Amelia—. ¿Por qué?

—Porque ella tiene la culpa de que tu padre se volviera loco —explicó Tyrese—. Ella cogió algo que tu padre deseaba a toda costa, así que este decidió que ella debía morir. Hemos venido a hacerlo, pero nunca está a solas. No queremos provocar un accidente de coche. Él quiere algo seguro. Me dijo: «Tyrese, dispárala». Ha perdido la protección de los vampiros, a nadie le importará.

—A mí me importa —matizó Amelia.

—Bueno, esa es la otra cuestión, quería esa cosa feérica para poder controlarte. Por supuesto, él lo llamó «llevarte de nuevo a su vida», pero tú y yo lo conocemos bien, ¿verdad? Ahora está tan enfadado con Sookie que le da igual lo que tú quieras —dijo Tyrese. Sostenía la empuñadura de la Glock con firmeza. Desde donde estaba Amelia, Tyrese parecía enorme, y que Bob se interpusiera entre el arma y ella era la cosa más valiente que jamás había visto.

—¿Dónde está mi padre, Tyrese? —preguntó Amelia, tratando de mantener su atención mientras Barry se hacía con el rifle. Movió ligeramente los ojos para leer el reloj de pared. Sookie habría terminado ya su turno y llegaría en cualquier momento. Todo este montón de mierda era un plan de su padre y Amelia tenía que intentar todas las estrategias que pudiera inventar para evitar que su amiga perdiera la vida. Se preguntó si podía lanzar un hechizo de aturdimiento sin hierbas ni preparación. No era como en los libros de Harry Potter, aunque ella y todos los demás brujos que conocía a menudo deseaban que fuera así.

—Por lo que yo sé, está en nuestra habitación de hotel. Salí cuando vi la llamada de la hermana de Gypsy en mi móvil. Me alejé un poco para poder hablar con ella sin que me escuchara el señor Carmichael. No le gusta que reciba llamadas personales cuando estoy con él.

—Eso es una locura —dijo Amelia al azar. No podía girarse para ver dónde estaba Barry, así que estaba dispuesta a seguir hablando eternamente si era necesario.

—Esto no es nada en comparación con sus verdaderas locuras —exclamó Tyrese, y se rio—. Siéntate en esta silla, Amelia. —Señaló con la cabeza una de las sillas de la cocina.

—¿Por qué? —preguntó al instante.

—Da igual por qué. Porque te lo digo yo —contestó, mirándola fijamente. En ese instante, Bob saltó sobre Tyrese.

El ruido de la explosión de la Glock llenó la habitación. Después hubo sangre. Amelia gritó hasta que Barry se tapó las orejas con las manos, el terror de los pensamientos de Amelia lo golpeaba. Mientras trabajaba para los vampiros de Texas, Barry había visto algunas cosas muy chungas, pero el cuerpo de Bob en un charco de sangre sobre el suelo de la cocina estaba en la lista de sus peores recuerdos.

—¿Ves lo que me ha hecho hacer el diablo? —dijo Tyrese, con una leve sonrisa—. Amelia, cállate ya.

Amelia cerró la boca.

—Tú, quienquiera que seas —llamó Tyrese—. Ven aquí ahora mismo.

Barry había agotado su tiempo y las opciones. Entró en la cocina.

—Pon a Amelia en esa silla.

Barry, a pesar de estar temblando y asustado hasta la médula, consiguió sentarla en la silla. La sangre le había salpicado a Amelia en los brazos, el pecho y el pelo. Estaba tan pálida como un vampiro. Barry pensó que se desmayaría, pero se enderezó en la silla y miró a Tyrese como si pudiera hacerle un agujero con los ojos.

Tyrese rebuscó a tientas por el porche, mientras Amelia se sentaba. Finalmente le tiró un rollo de cinta americana a Barry.

—Átala —le ordenó.

«Átala», pensó Barry. «Como si estuviéramos en una película de espías. Que se joda. Lo mataré si se me presenta la oportunidad». Cualquier cosa para evitar pensar en el ensangrentado cuerpo junto a sus pies.

Justo cuando miraba lo que menos quería ver, le pareció ver a Bob moverse.

No estaba muerto.

Pero si no buscaba ayuda, solo sería cuestión de tiempo.

Barry se dio cuenta de que suplicar a Tyrese era una pérdida de aliento. Este no tenía intención de ser compasivo y podría darle una patada a Bob en la cabeza o dispararle de nuevo. Esperaba que Amelia tuviera una idea, pero la cabeza de ella estaba llena de horror, pena y pérdida. Ni una sola idea en toda la cocina.

Barry nunca había atado a nadie con cinta americana, pero fijó las muñecas de Amelia detrás de la silla. Eso tendría que valer.

—Ahora —ordenó Tyrese—, siéntate en el suelo y pon tu mano sobre esa pata.

Eso lo acercaría más a Bob, y no había nada que pudiera hacer para ayudarlo. Se tiró al suelo y agarró la pata de la mesa con la mano izquierda.

—Átate la mano a la mesa con la cinta —exigió Tyrese.

Barry lo consiguió con torpeza y arrancó la cinta con los dientes.

—Deslízala por el suelo hasta aquí —mandó Tyrese, y Barry obedeció.

Ya no había nada más que hacer.

—Ahora esperaremos —propuso Tyrese.

—Tyrese —dijo Amelia—, debes disparar a mi padre, no a Sookie.

Todos la prestaron atención.

—Es mi padre quien te ha metido en esto. Es él quien vendió tu alma al diablo. Es él quien condenó a tu novia.

—Tu padre ha hecho todo lo que ha podido por mí —corrigió Tyrese de forma obstinada.

—Mi padre te ha matado —rebatió Amelia. Barry admiraba su coraje y franqueza, pero Tyrese no. Golpeó a Amelia en la cara y luego le puso cinta sobre la boca.

Barry pensaba que Amelia tenía toda la razón. Y, quizá, si Tyrese hubiera tenido la oportunidad de asimilar lo peor de su dolor, también lo habría visto así. Pero en su apremio por hacer algo, cualquier cosa, tras conocer el suicidio de Gypsy, Tyrese se había comprometido con este plan y nadie podría disuadirlo. Nunca admitiría estar haciendo algo tan increíblemente estúpido.

«Hay que admitir», pensó Barry, «que Tyrese, aunque de una manera extraña, es un tipo leal».

Barry esperaba que el señor Cataliades se diera cuenta de que algo iba mal en la casa. Él era muy fuerte; podría manejar la situación. O quizá, cuando Sookie y Diantha aparcaran el coche, Sookie escucharía los pensamientos de Tyrese…, aunque desde donde ella solía dejar el coche era difícil leer la mente de nadie. Pero tal vez, si contaba las cabezas que había en la casa, se daría cuenta de que algo era diferente…, si bien esa no es una razón para sospechar peligro.

Los pensamientos de Barry iban en círculos mientras trataba de pensar en alguna forma de sacarlos a todos de esta situación, una forma que no acabara con todos muertos. Con él muerto. Él no era ningún héroe, siempre lo había sabido. Funcionaba bien cuando no estaba en peligro y pensaba que, en esta cuestión, era como la mayoría de la gente.

De repente, Tyrese, que había estado apoyado en la pared, se enderezó. Barry oyó un coche. Había también otro sonido. ¿Una motocicleta? Sin duda parecía una. ¿Quién podría ser? ¿La presencia de otras personas sería suficiente para detener a Tyrese?

Pero al parecer no había marcha atrás para el guardaespaldas.

Cuando ambos motores se apagaron, Tyrese le sonrió a Amelia.

—Aquí viene —dijo—. Voy a igualar las cosas. Esa mujer va a morir.

Pero la persona que conducía el coche podría no ser Sookie. ¿Y si era el señor Cataliades en su furgoneta? Tyrese ni siquiera miró. Se había construido una historia en su mente: era Sookie y la mataría; así todo quedaría de alguna manera compensado.

Tyrese se giró hacia la puerta de atrás, con la sonrisa aún en los labios. Barry empezó a gritarle a Sookie en su cabeza aunque no creía que ella lo oiría. Era lo único que podía hacer. Miró a Amelia y vio la tensión en su rostro. Ella estaba haciendo lo mismo.

Después Tyrese dio un paso adelante, y luego otro. Llegó al porche. No iba a esperar a que Sookie entrara en la casa, lo que habría sido más certero. Iba a su encuentro.

En el Merlotte’s

Antes

Los labios de Sam se abrieron y supe que por fin se iba a explicar. Pero luego miró detrás de mí y el momento se esfumó.

—Mustafá Khan —dijo, y sin duda no se alegraba de ver al recadero diurno de Eric.

Que yo supiera, Sam no tenía nada en contra del hombre lobo. Seguramente no lo culpaba por decapitar a Jannalynn, ¿verdad? Después de todo, había sido una pelea justa, y Sam, aunque era un cambiante, estaba muy familiarizado con las reglas de los licántropos. ¿O era el que Mustafá trabajara para Eric lo que le ponía de mal humor?

Dadas las circunstancias, me preguntaba por qué Mustafá venía a verme. Tal vez se había decidido quién se haría cargo del Fangtasia y Eric quería que lo supiera.

—Hola, Mustafá —saludé, tan tranquila como pude—. ¿Qué te trae por aquí hoy? ¿Te pongo un vaso de agua con limón? —Mustafá no tomaba estimulantes de ningún tipo: ni café, ni Coca-Cola ni nada.

—Gracias. Un vaso de agua me refrescaría —admitió. Como de costumbre, Mustafá llevaba gafas oscuras. Se había quitado el casco y vi que se había afeitado la cabeza siguiendo un patrón. Eso era nuevo. Brillaba bajo las luces del bar. An Norr miró de arriba abajo la majestuosa musculatura de Mustafá Khan. No fue la única.

Cuando le llevé el agua con hielo, estaba sentado en un taburete haciendo una especie de concurso de miradas silenciosas con Sam.

—¿Cómo está Warren? —pregunté. Warren, posiblemente la única persona importante para Mustafá, estaba casi muerto cuando lo encontramos en el apartamento del garaje de la casa de los padres de Jannalynn.

—Está mejor, gracias, Sookie. Hoy ha corrido medio kilómetro y, con un poco de ayuda, pudo caminar el resto. Está ahí fuera esperando. —Mustafá inclinó la cabeza hacia la puerta principal. Warren era el hombre más tímido que jamás había conocido.

Yo no sabía que, antes de su terrible experiencia, a Warren le gustaba correr, pero que hubiese reanudado el ejercicio eran buenas noticias. Le dije a Mustafá que le transmitiera al convaleciente mis mejores deseos de recuperación.

—Si hubiera sabido su dirección, le habría enviado una tarjeta —añadí, y me sentí una imbécil cuando Mustafá se quitó las gafas oscuras para mirarme con incredulidad. En fin, yo se la habría enviado.

—He venido para decirte que Eric se va mañana por la noche —me informó—. Pensó que deberías saberlo. Además, ha dejado algunas movidas en tu casa y las quiere recuperar.

Me quedé muy quieta durante un rato, sintiendo cómo la irrevocabilidad golpeaba mi corazón.

—Vale —dije—. Sí que hay algunas cosas en mi armario. ¿Dónde las envío? Aunque dudo que las fuera a echar mucho de menos. —Intenté no añadir un doble sentido a mis palabras.

—Iré a recogerlas cuando salgas —dijo.

El reloj marcaba las cuatro y media.

—Habré acabado en una media hora —dije, mirando a Sam para confirmarlo—. Si India es puntual.

Y justó entró India por la puerta principal, abriéndose paso entre las mesas. Había ido a la peluquería, un proceso que me había descrito con fascinante detalle, y las cuentas de sus trenzas chocaban entre sí mientras caminaba. Vio a Mustafá cuando los separaban un par de metros. Miró con sorpresa, y exageró el gesto a propósito mientras se acercaba a nosotros.

—Hermano, ¡mirándote casi me entran ganas de ser hetero! —exclamó con su hermosa sonrisa.

—Hermana, lo mismo digo —respondió con cortesía, y sus palabras quizá despejaban una duda que siempre había tenido sobre Mustafá. O quizá no. Era la persona más reservada y discreta que conocía, y debo admitir que eso me parecía estimulante… de vez en cuando. Cuando estás acostumbrado a saberlo todo, incluyendo una gran cantidad de hechos que desearías no haber conocido nunca, no enterarte de algo puede resultar muy frustrante.

—Mustafá Khan, India Unger —dije, intentando continuar con las presentaciones—. India se hará cargo de mis mesas. Mustafá, supongo que puedes ir ahora a mi casa.

—Nos vemos allí —accedió, saludando a India con la cabeza antes de avanzar con grandes zancadas hacia la puerta mientras se ponía sus gafas de sol y el casco.

India negó con la cabeza mientras se alejaba, pensando en lo bien puesto que tenía el culo.

—Es la parte de delante lo que a mí no me va —matizó antes de ir a su taquilla a ponerse el delantal.

Sam seguía en el mismo sitio, mirándome fijamente.

—Sookie, lo siento —lamentó—. Sé que todo esto es difícil. Llámame si me necesitas. —Y después tuvo que girarse para prepararle un mojito a Christy Aubert. Tenía los hombros muy tensos.

Sam era un problema que yo no podía resolver.

Diantha me acompañó hasta el coche.

—Sookieeltíomehallamadoymenecesita. ¿Estarásbienconellobo?

Le aseguré que sí.

—Deacuerdoentonces —dijo, y volvió a entrar al Merlotte’s, supuse que a esperar al señor Cataliades. Me preguntaba lo que India pensaría de ella.

Cuando saqué el coche del aparcamiento del Merlotte’s, Mustafá me estaba esperando. Warren se subió detrás de él en la Harley. En comparación con Mustafá, Warren parecía un pájaro: pequeño, pálido y estrecho. Pero, según Mustafá, Warren era el mejor tirador que había visto nunca. Eso era un cumplido que Mustafá no haría a la ligera.

Mientras conducía por Hummingbird Road seguida por la Harley, sentí que estaba aliviada de que Eric se fuera pronto. Es más, deseé que se hubiese ido ya.

Nunca creí que llegaría a pensar así, pero ya no podía soportar estas sacudidas emocionales. Cuando empezaba a sentirme bien, me metían el dedo en la llaga, como cuando de niña me quitaba una costra de la rodilla. En los libros, el héroe se marchaba tras la gran explosión. No se quedaba en las inmediaciones provocando historias misteriosas, ni enviaba mensajes a la heroína a través de una tercera persona. El héroe sacaba su culo del lugar y desaparecía. Así era como debían ser las cosas, pensaba yo. La vida debería imitar a las novelas románticas con mucha más frecuencia.

Si el mundo funcionara de acuerdo con los principios de la novela romántica, Mustafá Khan me diría que Eric no había sido nunca digno de mí y que él mismo había albergado un profundo amor por mí nada más conocerme. ¿Tendría Harlequin[3] una colección de libros sobre chicos que salen de la cárcel y se redimen?

Estaba distrayéndome. Me di cuenta al aparcar junto al coche de alquiler de Barry. El señor Cataliades y su furgoneta estarían en el centro.

Salí de mi coche y me giré para decirle a Mustafá que tenía compañía.

—Vamos dentro. Recojo las cosas de Eric en un santiamén —sugerí. Puse la mano en la puerta del coche para cerrarlo y Mustafá bajó de la moto. Saludé con una mano a Warren y, al oír el crujido de la mosquitera, giré levemente la cabeza para ver quién se acercaba por la puerta trasera. Vi a alguien a quien no había visto en mucho tiempo. No podía recordar su nombre…

Y tenía un arma. Gritó mi nombre con una voz terrible.

Mustafá, con los ojos ocultos detrás de sus gafas de sol, vino hacia mí, tan rápido como solo un hombre lobo puede hacerlo. Cuando vi que el rubio y delgado Warren, aún en la moto, sacaba el arma más grande que jamás había visto, sentí un instante de terror. Me dio tiempo a pensar «Ay, Dios, ese hombre me va a matar», mientras dos cosas ocurrían casi a la vez; por un lado, oí un crujido detrás de mí y, por otro, mi hombro izquierdo empezó a quemar mientras Mustafá me lanzaba de bruces contra el suelo. Después sentí que una casa caía sobre mí. Y oí una voz gritando desde dentro de la casa, una voz que no era la mía.

—Barry —dije. Y una abeja gigante me informó de que acababa de clavar su aguijón en mi hombro.

A veces la vida era una mierda.