El señor Cataliades vino a decirnos que había hablado con Beth Osiecki por el móvil y que tenía una cita con ella para revisar mi situación. Diantha iría con él al centro. No pregunté cómo participaría ella en esa reunión y ella tampoco dijo nada. Barry decidió acompañarles para ver si encontraba otro coche de alquiler. Había llamado a Chessie Johnson para asegurarse de que estaba en casa y dispuesto a hablar con él.
Barry estaba acostumbrado a obtener respuestas de la gente de forma indirecta, escuchando sus mentes mientras conversaban con los demás. En otras palabras, fisgoneando. Dado que en este caso él haría las preguntas, estaba un poco preocupado por cómo sería el proceso. Le informé tan a fondo como pude sobre los Johnson y Lisa y Coby. Se preparó una lista de preguntas: ¿Con quién tenía planeado reunirse Arlene? ¿Dónde se había alojado desde que fue liberada? ¿Con quién había hablado? ¿Quién pagó al nuevo abogado y la fianza?
—Si puedes —susurré—, entérate de qué va a pasar con los niños. Me da pena por todo lo que han pasado. —Barry sabía lo que había en mi cabeza. Asintió con el rostro serio.
Bob llamó a la vidente a pesar de que aún no teníamos el pañuelo. Parecía convencido de que podríamos conseguirlo. La médium, que «veía» mediante el contacto físico con los objetos, era una mujer de Baton Rouge llamada Delphine Oubre y llegaría a Bon Temps a la mañana siguiente.
—¿Para qué? —pregunté, tratando de sonar muy agradecida, pero creo que sin conseguirlo.
Había hecho un dibujo del pañuelo lo más preciso que pude y le había descrito a Diantha los dibujos y colores, ya que al decir «aguamarina» y «azul pavo real» el señor Cataliades había respondido con una mirada inexpresiva. Diantha había hecho una segunda versión del dibujo en color y se parecía mucho a lo que yo recordaba.
—Yo en tu lugar no me preocuparía por eso. Tus amigos demonios son muy ingeniosos. —Bob sonrió de forma misteriosa y salió de la habitación con un movimiento ágil. De alguna manera, todavía era muy felino.
Amelia investigaba posibles formas de hacer hablar a los misteriosos amigos de Arlene, por si los encontrábamos. Eché de menos a Pam. Ella podía hacer hablar a cualquiera sin necesidad de ningún hechizo, a menos que la hipnosis vampírica se considere un hechizo. De todas formas, Pam prefería sacar la información a golpes. Quizá la llamase luego.
«¡No!», me dije con firmeza varias veces. Llegados a este punto, era mejor evitar toda relación con los vampiros. Vale que Bill aún vivía al lado, y era inevitable verlo de vez en cuando; vale que Eric había dejado un par de cosas en su hueco para dormir en mi habitación de invitados; y vale que Quinn había olido el rastro de dos vampiros (seguramente Bill y Karin) en el bosque. Aun así, decidí fingir que existía un muro que me separaba de todos los vampiros de la Zona Cinco, ¡de todos los vampiros del mundo!
Revisé mi correo electrónico. Tenía uno de Sam. Con gran expectación lo abrí. «Ven a trabajar hoy por la mañana». Eso era todo. Quinn me había enviado otro correo electrónico: «Anoche vi a un par de personas en el bar del motel a las que me pareció reconocer. Voy a seguirlas hoy».
¿Quiénes podrían ser? Ver que las cosas se movían me hizo sentir una oleada de optimismo. Me fui a mi habitación para ducharme y vestirme con una sonrisa en la cara.
Cuando salí de mi cuarto, lista para ir a trabajar, me encontré con Bob y Amelia en el patio trasero. Habían encendido un pequeño fuego en un círculo hecho de ladrillos viejos, echaban unas hierbas en él y cantaban. No me invitaron a unirme a ellos y, la verdad, olía raro y estaba muy nerviosa, así que ni pregunté.
Al llegar al Merlotte’s descubrí que todo estaba exactamente igual que siempre. Nadie parpadeó ni expresó sorpresa al verme. El bar estaba hasta arriba. Vi a Sam, pero cada vez que nuestros ojos se encontraban, miraba hacia otro lado, como si estuviera avergonzado de algo. Aun así, yo sabía que se alegraba de verme.
Finalmente decidí atraparle en su oficina. Yo bloqueaba la única salida, a menos que quisiera meterse en el diminuto aseo y cerrar la puerta. Y Sam no era lo suficientemente cobarde como para hacer algo así.
—Está bien, dispara —dije.
Parecía casi aliviado, como si hubiera estado deseando que le exigiese una explicación. Me miró directamente a los ojos y si hubiera podido meterme dentro de su cerebro, lo habría hecho. Malditos cambiantes.
—No puedo —confesó—. Juré no hacerlo.
Entrecerré los ojos mientras pensaba. Jurar era algo serio. No podía amenazarlo con hacerle cosquillas o aguantar la respiración hasta que hablara, pero tenía que saber qué había cambiado. Había creído que estábamos volviendo a la normalidad, que Sam había comenzado ya a reconstruirse a sí mismo después de su experiencia con la muerte, que estábamos en tierra firme.
—Tarde o temprano tendrás que decirme qué pasa —le advertí de forma razonable—. Estaría muy bien que pudieras darme alguna pista.
—Será mejor que no.
—Ojalá hubieras venido anoche —comenté, cambiando de tema—. La cena fue muy agradable y la casa estaba hasta arriba de gente.
—¿Se quedó Quinn a dormir? —preguntó con sequedad.
—No, no tengo espacio para tantos. Ha cogido una habitación en un motel. Me gustaría que fueses amable con él. Y con todos mis invitados.
—¿Por qué quieres que sea amigo de Quinn?
Oh, oh, celos. Dios mío.
—Porque todos han llegado desde muy lejos para ayudarme a limpiar mi reputación.
Sam se quedó congelado por un minuto.
—¿Estás insinuando que yo no te estoy ayudando como ellos? ¿Qué se preocupan más por ti que yo? —Su enfado era evidente.
—No —negué—. No creo eso. —Madre mía, qué susceptibilidad—. Pero me pareció raro que no vinieses al juzgado —reconocí con timidez.
—¿Crees que quiero verte con las manos esposadas, despojada de toda dignidad?
—Me gustaría pensar que siempre tengo mi dignidad, Sam, con esposas o sin ellas. —Nos miramos el uno al otro durante un instante y añadí—: Pero fue bastante humillante. —Y para mi vergüenza, los ojos se me llenaron de lágrimas.
Extendió sus brazos hacia mí y me abrazó, aunque podía sentir el malestar en él. Estaba claro que su juramento incluía algo sobre el contacto físico. Cuando el abrazo se deshizo de forma natural, me apartó. Lo dejé estar. Vi que pensaba que yo le haría más preguntas. Pero consideré que era mejor no hacerlo.
En cambio, lo invité a casa para la cena del día siguiente. Había mirado el calendario de turnos y sabía que Kennedy estaría en el bar. Aceptó la invitación, pero parecía preocupado, como si sospechara que yo escondía un motivo secreto. ¡En absoluto! Solo pensaba que cuanto más tiempo estuviera en su compañía, más posibilidades tendría de averiguar lo que estaba pasando.
Con el asesinato de Arlene, me había estado preocupando que la gente se asustara de mí, pero mientras servía las mesas, entendí la terrible verdad: a la gente la muerte de Arlene no le preocupaba demasiado. Su condena la había desacreditado por completo. No era tanto que la gente me quisiera, sino que pensaban que una madre no debía intentar que mataran a su amiga sabiendo que la podían pillar porque así no podría cuidar de sus hijos. Me di cuenta de que, a pesar de haber salido con vampiros, yo tenía una buena reputación en muchos aspectos. Era de fiar, alegre y trabajadora, y para las gentes de Bon Temps eso contaba un montón. Llevaba flores a las tumbas de mis familiares cada día señalado y cada aniversario de su muerte. Además, a través del cotilleo local, se había corrido la voz de que estaba tomando un interés activo por el hijo de mi prima Hadley, y había una grata y extendida esperanza de que me casara con el viudo de Hadley, Remy Savoy, porque eso sería poner las cosas en su sitio.
Eso habría estado genial…, pero Remy y yo no estábamos interesados el uno en el otro. Hasta hacía bien poco, yo tenía a Eric y, hasta donde sabía, Remy aún salía con la guapa Erin. Traté de imaginarme besando a Remy y decidí dejarlo.
Todos estos pensamientos mantuvieron mi mente ocupada hasta mi hora de salir. Sam sonrió y me saludó con la mano cuando me quité el delantal y se lo di a India.
No había nadie en mi casa cuando abrí la puerta de atrás. Me resultó extraño, ya que por la mañana el edificio era como una colmena. Movida por un impulso, fui a mi habitación y me senté en el borde de la cama junto a la mesita de noche. Gracias a la compulsiva limpieza que había llevado a cabo los tres días de descanso, en el cajón superior, perfectamente colocadas, estaban todas las cosas que podría necesitar durante la noche: una linterna, Kleenex, bálsamo labial, ibuprofeno, tres preservativos que Quinn dejó cuando salíamos juntos, una lista de números de emergencia, un cargador de móvil, una vieja caja de lata con alfileres, agujas, botones y clips, un par de bolis, un bloc de notas…, la mezcla habitual de artículos útiles.
El siguiente cajón contenía recuerdos. Allí estaba la bala que había succionado del hombro de Eric en Dallas; una piedra que había golpeado a Eric en la cabeza en el salón de la casa que Sam alquiló en el centro; varios juegos de llaves de las casas de Eric, Jason y Tara, todas bien etiquetadas; una copia plastificada de los obituarios de mi abuela y mis padres, un artículo de periódico sobre la victoria de las Lady Falcons el año que ganamos la liga estatal y que incluía unas agradables líneas sobre mi actuación; un antiguo broche donde mi abuela había colocado un mechón de pelo de mi madre y otro de mi padre; el viejo sobre con una carta de la abuela y la bolsa de terciopelo que contenía el cluviel dor; y el propio cluviel dor, ahora apagado y despojado de toda su magia. Había una nota que Quinn me había escrito durante nuestro noviazgo, el sobre en el que Sam me había dado el contrato de participación en el bar (el documento en sí estaba en la caja fuerte de mi abogado); había tarjetas de cumpleaños, tarjetas de Navidad y un dibujo de Hunter.
Era estúpido guardar la roca. Además, pesaba demasiado para el cajón y dificultaba su apertura. La puse encima de mi mesilla de noche, pensando en colocarla en una jardinera. Saqué las llaves de Eric, las envolví en plástico de burbujas y las metí en un sobre de correos. Me pregunté si habría puesto la casa en venta. Quizá el próximo sheriff se mudara allí. Felipe de Castro lo nombraría pronto (a él o ella), así que mi período de gracia era muy corto. Con cualquier nuevo «gobierno», se abriría la veda… ¿O se olvidarían de mí? Eso era casi demasiado bueno para ser verdad.
Por suerte, un golpe en la puerta de atrás me hizo pensar en otra cosa. Era el mismísimo líder de la manada, y parecía más tranquilo de lo que jamás lo había visto. A Alcide Herveaux se le veía cómodo en su propia piel y complacido con el mundo. Llevaba sus habituales vaqueros y botas (un perito no podía caminar a través de zanjas y bosques en chanclas). La camisa estaba desgastada y se ceñía a sus anchos hombros. Alcide era un hombre trabajador y de mente compleja. Su vida amorosa, hasta ahora, había sido poco menos que un desastre. Primero, Debbie Pelt, una auténtica perra hasta que yo la maté, después la majísima Maria-Star Cooper, asesinada, y por último Annabelle Bannister, infiel. Se había sentido atraído por mí hasta que le convencí de que era una mala idea para ambos. Ahora salía con una mujer lobo llamada Kandace, nueva en la zona. Estaría preparada para entrar en la manada a finales de mes.
—He oído que tenemos que seguir el rastro de quien robó ese pañuelo —dijo Alcide.
—Espero que podáis captar algo —apunté—. No valdría como prueba judicial, pero podríamos localizar al culpable.
—Eres una mujer limpia —reconoció, observando el salón—, pero detecto que ha habido un montón de gente por aquí últimamente.
—Sí, tengo muchas visitas, así que el mejor lugar para captar un olor es mi dormitorio.
—Empezaremos por ahí —sugirió, y sonrió. Tenía los dientes blancos, el rostro bronceado y unos hermosos ojos verdes. La sonrisa de Alcide era impresionante. Una lástima que no fuera mía.
—¿Quieres un vaso de agua o un poco de limonada?
—Quizá una vez que acabe con el trabajo —reconoció. Se quitó la ropa y la dobló cuidadosamente en el sofá. Ay, ay, ay. Luché por mantener mi rostro neutral. Después se convirtió.
Siempre parecía como si doliese y los sonidos eran desagradables, pero Alcide se recuperaba rápidamente. El precioso lobo que tenía frente a mí caminaba alrededor de mi sala de estar, y su sensible nariz grababa los olores antes de continuar hacia mi habitación.
Me mantuve al margen. Me senté en el pequeño escritorio del salón donde estaba el ordenador y me entretuve borrando un montón de correos electrónicos antiguos. Era algo que podía hacer mientras él buscaba. Había eliminado todo el spam y los anuncios de los centros comerciales cuando una cabeza de lobo se apoyó en mi regazo. Ahí estaba Alcide, moviendo la cola.
Lo acaricié automáticamente. Eso era lo que se hacía al tener cerca una cabeza canina, ¿no? Rascar entre las orejas y bajo la barbilla y acariciar el vientre…, bueno, quizá no el de un lobo, y menos el vientre de un lobo macho.
Alcide me sonrió y cambió de nuevo. Se había convertido en el cambiante más rápido que había visto jamás. Me pregunté si esa capacidad formaba parte de ser el jefe de la manada.
—¿Ha habido suerte? —pregunté, fijando la mirada en mis manos mientras se vestía.
—Al menos no has limpiado la alfombrilla junto a tu cama —contestó—. Una persona a la que no conozco ha estado en tu habitación. Tu amiga Tara ha estado junto a tu cama. Tus dos amigos hadas también, pero claro, vivían aquí.
—Registraban mi casa todos los días cuando yo no estaba —aclaré—. Buscaban el cluviel dor.
—Qué triste que hagan algo así tus parientes —lamentó Alcide, y me dio una palmadita en el hombro—. ¿A quién más he olido? A Eric, por supuesto. ¿Y sabes a quién más? A Arlene. Llevaba un amuleto de algún tipo, pero sin duda era ella.
—No pensaba que conocieras a Arlene. —Me agarré a un tema irrelevante porque estaba atónita.
—Me atendió un par de veces en el Merlotte’s.
Tras cinco segundos de cavilación, caí en cómo había entrado.
—Sabía dónde escondo mis llaves de repuesto. De cuando éramos amigas —recordé, furiosa por mi descuido—. Imagino que vendría justo antes o después de ir al Merlotte’s y cogería el pañuelo. Pero ¿por qué?
—Alguien se lo pidió. Imagino —dijo Alcide abrochándose el cinturón.
—Alguien la envió aquí para coger el pañuelo que después utilizaría para matarla.
—Eso parece. Irónico, ¿no?
No podía pensar en ninguna otra explicación.
Me dieron ganas de vomitar.
—Muchas gracias, Alcide —dije, recordando mis modales. Le di el vaso de limonada prometido y se lo bebió de un trago—. ¿Cómo está Kandace?, ¿se integra bien en la manada? —pregunté.
Sonrió con amplitud.
—Está muy bien —respondió—. Con calma. Poco a poco empiezan a tenerle aprecio. —Kandace había sido una loba renegada, pero al entregar a otros lobos renegados y mucho peores, le habían dado la oportunidad de formar parte de la manada. Los demás fueron desterrados. Kandace era tranquila y alta, y aunque no la conocía bien, sabía que era la más calmada de las novias de Alcide. Tenía la sensación de que, después de una vida de agitados mares, Kandace buscaba aguas más tranquilas.
—Qué buenas noticias —celebré—. Le deseo suerte.
—Llámame si me necesitas —ofreció Alcide—. La manada está lista para ayudarte.
—Ya me has ayudado —le agradecí, y lo decía en serio.
Dos minutos después de que se fuera, Barry detuvo un coche que había alquilado en un nuevo local cerca de la interestatal. Con él venían Amelia y Bob.
—Me duermo de pie —dijo Amelia.
Y se fue a su dormitorio a echar una siesta; Bob la siguió. Barry corrió escaleras arriba para conectar el móvil a su cargador. Miré el reloj y vi que era el momento de ponerse a trabajar. Empecé a cocinar la cena para seis personas. Los escalopes con salsa llevaban su tiempo, así que empecé con ellos. Después corté calabaza y cebolla para saltear, y okra para empanar y freír. Coloqué unos panecillos sobre un papel de horno para calentarlos justo antes de servir la cena. Empezaría enseguida con el arroz.
Barry entró en la cocina, olfateando el aire y sonriendo.
—¿Has tenido un día productivo? —pregunté.
Barry asintió y dijo en silencio: «Voy a esperar hasta que venga todo el mundo para contarlo solo una vez».
«Vale», le contesté, y limpié la harina de la encimera. Barry recogió los platos sucios de la mejor manera posible: lavándolos y secándolos. Era mucho más casero de lo que había sospechado, y me di cuenta de que desconocía muchas cosas de él.
—Salgo fuera a hacer unas llamadas —dijo en voz alta. Sabía que quería estar fuera de mi oído y de mi mente, si es que se puede llamar así, pero no me molestaba lo más mínimo. Mientras Barry llamaba fuera, Bob atravesó con tranquilidad la cocina y bajó los escalones del porche, cerrando con cuidado la puerta tras de sí.
Unos minutos más tarde, Amelia entró en la cocina con ojos soñolientos.
—Bob se ha ido a dar un paseo por el bosque —murmuró—. Voy a lavarme un poco la cara.
El señor Cataliades y Diantha entraron por la puerta de atrás diez minutos más tarde. Diantha parecía agotada, pero el señor Cataliades estaba pletórico.
—Estoy fascinado con Beth Osiecki —confesó sonriendo—. Se lo contaré todo durante la cena. Antes, tengo que ducharme. —Olisqueó el aire de la cocina con aprobación y me dijo lo impaciente que estaba por cenar. A continuación, subió, junto a una silenciosa Diantha, al piso de arriba.
Amelia salió del cuarto de baño; el señor Cataliades entró en él. Bob regresó del bosque, sudoroso, lleno de arañazos y con una bolsa llena de plantas diversas. Se desplomó en una silla y suplicó un vaso de té helado. Se lo bebió de un trago. Diantha había parado en un puesto junto a la carretera para comprar un melón. Podía oler la dulzura de la fruta mientras ella misma lo cortaba en rodajas.
Sonó mi móvil.
—¿Hola? —contesté.
El arroz estaba hirviendo, así que bajé el fuego y lo cubrí. Eché un vistazo al reloj de la cocina para apagarlo en veinte minutos.
—Soy Quinn.
—¿Dónde estás? ¿A quién rastreabas? Estamos a punto de cenar, ¿vienes?
—Esta mañana los dos hombres ya no estaban —informó—. Creo que me vieron y dejaron el hotel durante la noche. Me he pasado todo el día tratando de encontrarlos, pero se han esfumado.
—¿Quiénes eran?
—¿Te acuerdas de… ese abogado?
—¿Johan Glassport?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Barry lo vio en Nueva Orleans.
—Pues estaba aquí. Iba con un tipo que me resultaba familiar, pero al que no podría ponerle nombre.
—Y… ¿cuáles son tus planes? —Miré el reloj con nerviosismo. Me resultaba difícil concentrarme mientras intentaba poner la comida en la mesa. Mi abuela siempre había hecho que pareciera muy fácil.
—Lo siento, Sookie. Tengo más noticias. Me han llamado para hacer un trabajo fuera, y al parecer soy el único que puede llevarlo a cabo.
—Ajá. —Y me di cuenta de que había respondido a sus palabras, pero no a su tono de voz—. Estás muy serio.
—Tengo que organizar una ceremonia de boda. Una ceremonia de boda entre vampiros.
Respiré hondo.
—En Oklahoma, supongo…
—Sí. En dos semanas. Si me niego, perderé mi trabajo.
Y ahora que iba a tener un hijo, no podía permitirse el lujo de hacer tal cosa.
—Claro —dije con firmeza—. De verdad que lo entiendo. Has venido cuando te necesitaba y me ha encantado tenerte aquí.
—Siento mucho no haber podido coger a Glassport. Sé que es peligroso.
—Averiguaremos si tiene algo que ver con esto, Quinn. Gracias por tu ayuda.
Nos despedimos un par de veces más de diferentes maneras antes de colgar. O me ponía con la salsa ya o la cena estaría arruinada. Solo tenía que posponer mis pensamientos sobre la boda de Eric y Freyda hasta después.
Veinte minutos más tarde, yo estaba más tranquila, la cena lista y todos sentados en la mesa de la cocina.
Excepto Bob, nadie me acompañó en mi oración, pero no me importaba. Rezamos una vez. Que todos estuvieran servidos me llevó diez minutos. Después de eso, podíamos empezar a hablar.
—He visitado a Brock y Chessie y he hablado con los niños —comenzó Barry.
—¿Cómo te dejaron entrar? —preguntó Amelia—. Sé que llamaste antes.
—Dije que había conocido a Arlene y que quería darles el pésame. Aparte de eso, no les mentí. —Parecía defensivo—. Pero también les dije que era amigo de Sookie y que no creía que estuviera implicada en la muerte de Arlene.
—¿Se lo creyeron? —pregunté.
—Sí —contestó, con aire de sorpresa—. No creen que tú matases a Arlene, desde un punto de vista estrictamente práctico. Piensan que eres más pequeña que ella y no creen que pudieras apretar su cuello con suficiente fuerza ni meterla en el contenedor. La única persona que creen que podría haberte ayudado es Sam, y él jamás pondría un cadáver en la parte de atrás de su propio bar.
—Espero que piensen así muchas personas —dije.
—Les dije que Arlene no me había llamado al salir de la cárcel y me contaron que ellos tampoco habían recibido ningún aviso. Era lo que quería saber. Arlene simplemente apareció en la puerta de la casa tres días antes de morir.
—¿Qué pensaban de su comportamiento? —preguntó Cataliades—. ¿Estaba asustada?, ¿se mostraba reservada?
—Pensaron que Arlene parecía un poco nerviosa. Tenía muchas ganas de ver a los niños, pero tenía miedo de algo. Le dijo a Chessie que iba a verse con unas personas y que no debía hablar de ello; que alguien la ayudaría a pagar sus gastos legales para poder recuperarse cuanto antes y retomar el cuidado de sus hijos.
—Eso seguro que a Chessie le resultaba interesante —apunté—. Quizá solicitar trabajo en el Merlotte’s no fuera idea suya. Tal vez fue cosa de esos misteriosos hombres. Quizá ella sí conocía las pocas posibilidades que tenía de recuperar el empleo.
—¿Los Johnson no saben nada más? ¿No vieron a la gente con la que fue a hablar? —Amelia estaba impaciente. No le parecía mucha información.
—Esto confirma lo que me dijo Jane Bodehouse —comenté—. Jane vio a Arlene reunirse con dos hombres en la parte de atrás de la vieja casa de Tray la noche antes de que se encontrara su cuerpo.
Al mencionar a Tray Dawson, una sombra cruzó el rostro de Amelia. Eran amigos y ella había albergado la esperanza de ser algo más, pero Tray murió.
—¿Por qué allí? —preguntó Bob—. Habría sido mucho más fácil reunirse en un lugar aislado, y no en la parte de atrás de la casa de alguien, especialmente de alguien que sin duda haría preguntas.
—Esa casa está vacía y el garaje de al lado también —respondí—. Y no sé si Arlene tenía algún vehículo o no. Su viejo coche estaba aparcado en la casa de los Johnson, pero no sabemos si funcionaba. Además, en línea recta, la casa de Tray no está lejos del Merlotte’s, que era donde planeaban llevarla. No querían que tuviera tiempo de averiguar lo que iba a suceder.
Hubo una larga pausa mientras mis amigos lo asimilaban.
—Es posible —dijo Bob, y todos asintieron.
—¿Cómo están Coby y Lisa? —le pregunté a Barry.
—Conmocionados —respondió Barry—. Confundidos. —En su cabeza pude ver las imágenes de los rostros perplejos de los niños. Cada vez que pensaba en esos niños me sentía fatal.
—¿Les dijo algo su madre? —preguntó Amelia en voz baja.
—Arlene les dijo que iba a llevarlos a vivir con ella a una preciosa casita, que podría darles buena comida y ropa sin tener que trabajar tantas horas. Les dijo que quería estar con ellos todo el tiempo.
—¿Cómo iba a conseguir hacer eso? —preguntó Amelia—. ¿Se lo dijo?
Barry negó con la cabeza. Sentía una punzada de disgusto consigo mismo y no lo culpaba. En cierta forma parecía innoble leer las mentes de unos niños que acababan de sufrir una cadena de desgracias. Pero me dije que tampoco era que Barry les hubiera sometido al tercer grado.
—La conclusión es que Arlene planeaba hacer algo para esos dos hombres, algo que le reportaría una buena suma de dinero —dedujo Barry.
—¿Cuándo viene tu vidente? —le preguntó el señor Cataliades a Bob.
—Llegará mañana por la mañana, después de darle de comer a sus animales o algo así. —Bob se sirvió otro trozo de escalope. Su mano estuvo a punto de ser apuñalada, ya que el señor Cataliades fue a por el mismo pedazo.
—Conseguí tu pañuelo, Sookie —dijo Diantha, que comía muy lentamente. Su voz y su comportamiento eran pálidas sombras de su hipervitalidad habitual. Incluso hablaba lo suficientemente lento para entenderla.
Se hizo el silencio. Todos la miramos con asombro. El señor Cataliades miraba a su sobrina con cariño.
—Sabía que podía hacerlo —nos trasladó, y me pregunté si es que había tenido un presagio o es que tenía mucha fe en Diantha.
—¿Cómo? —preguntó Amelia. Nunca dudaba a la hora de hacer una pregunta directa.
—Entré en la comisaría después de ver a la robusta mujer policía.
Todo el mundo la miró sin comprender.
—Adquirió la apariencia de Kenya Jones —expliqué—. Kenya es una agente de policía entrenada para investigar las escenas del crimen.
—Esta mañana tuvimos que esperar mucho tiempo en la comisaría, Sookie —explicó el señor Cataliades—. Tuve que entrevistar personalmente a los detectives Bellefleur y Beck, ya que ahora, gracias a la señora Osiecki, soy coasesor en su caso. Durante nuestra larguísima espera tuvimos tiempo de sobra para descubrir muchos asuntos interesantes, como, por ejemplo, dónde está el armario de las pruebas y quién tiene permiso para extraerlas. ¡Diantha es tan rápida y sagaz!
Diantha sonrió débilmente.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Amelia. La miraba con admiración.
—En mi bolsillo, metido en una bolsa de plástico, llevaba un pañuelo muy parecido al descrito por Sookie. Lo encontramos en la tienda de Tara. Me convertí en Kenya. Fui a la zona de almacenaje. Le dije al policía que tenía que ver el pañuelo. El señor me lo trajo en una bolsa de plástico. Fui al baño y lo cambié por el que llevaba en el bolsillo. Se lo devolví cuando regresé y salí de allí. —Cogió su vaso de té con cansancio.
—Gracias, Diantha —dije. Por una parte, me sentía feliz de que hubiera hecho una cosa tan atrevida y por otra lamentaba que hubiera hecho algo ilegal. Mi mitad legalista estaba un poco consternada por estar haciendo el capullo con la prueba real de un asesinato real. Pero mi mitad superviviente se sintió aliviada ante la posibilidad de saber algo más, ahora que teníamos el pañuelo…, si es que la médium estaba a la altura de su reputación.
Tras recibir una buena dosis de elogios por parte de todos nosotros, Diantha se mostró más animada. A pesar de que todavía se movía y hablaba con lentitud, una vez que acabó con todo lo que había en la mesa (respetando los platos de los demás), pareció recuperar gran parte de su fuerza. Obviamente, su transformación había consumido una enorme cantidad de energía.
—Es mucho más difícil cuando, además de parecerte a la persona, tienes que hablar como ella —dijo el señor Cataliades en voz baja. Había leído mi mente.
Él la trataba con cortesía y respeto, rellenando su vaso con té y pasándole la mantequilla con frecuencia. (Hice una nota mental para añadir mantequilla a la lista de la compra). Barry había comprado una tarta en la pastelería. La abuela habría puesto el grito en el cielo al ver entrar en su casa una tarta comprada. Yo no me sentía orgullosa de no tener tiempo para hacer una. Sin duda Diantha estaba por la labor de tomar el postre. Iba a servírselo en cuanto la cocina estuviera limpia.
Amelia era una emisora estupenda. Perdida en sus pensamientos, observaba a Diantha. Mientras recogíamos la mesa, escuché su cerebro. Evaluaba las habilidades y astucia de la chica semidemonio, estaba muy impresionada con ella. Amelia estaba pensando en la increíble elasticidad de Diantha. Se preguntaba si realmente transformaba su cuerpo o si simplemente emitía una ilusión. El éxito de Diantha la hizo sentir que no había hecho su parte.
—Por supuesto —intervino Amelia de repente—, Bob y yo no hemos podido lanzar el hechizo porque aún no hemos encontrado a los dos hombres. Después de que Barry nos recogiera con su deslumbrante vehículo de alquiler (se trataba de una broma, ya que Barry había vuelto en un maltrecho Ford Focus), recorrimos todas las casas y apartamentos en alquiler de Bon Temps, incluidos los de los anuncios de los periódicos. Esperábamos que algún dueño dijera: «Oh, lo siento, acabamos de alquilárselo a dos hombres de tal sitio». Si hubiera sido así, habríamos comprobado si eran nuestros dos hombres, pero no cayó esa breva.
—Bien, es bueno tener esa información —apunté—. Eso es que son demasiado inteligentes como para permanecer cerca. —Pude ver cómo Amelia estaba que echaba chispas por no haber localizado a los dos hombres.
—Sin embargo —continuó Bob—, hemos verificado por qué tus flores y tomates crecen tanto.
—Ahhhhh…, genial. ¿Por qué?
—Magia feérica —concluyó—. Alguien ha cargado la tierra Stackhouse con magia feérica.
No les dije que ya lo sabía porque quería que se sintieran bien. Recordé el abrazo de despedida de mi bisabuelo, la sacudida de energía que sentí. Entonces me pareció que lo hacía como gesto de su despedida…, pero en realidad lo que estaba haciendo, a falta de un término mejor, era bendecirnos… a mí y a la casa.
—Ohhh —susurré—. Qué majo.
—Habría estado mejor poner un círculo gigante de protección —comentó Amelia sombría. La habían superado en varios frentes mágicos, y si bien normalmente era una persona práctica, también era muy orgullosa—. ¿Cómo pudo Arlene atravesar tus antiguas protecciones?
—Alcide piensa que llevaba un amuleto —contesté—. Supongo que alguien se lo daría.
Amelia enrojeció.
—Si de verdad llevaba un amuleto, otra bruja está involucrada en esto, y quiero saber quién es. Yo me encargo.
—A la abuela le habría encantado ver el jardín así —comenté, para cambiar de tema. Sonreí al pensar en el placer que mi abuela habría sentido. Adoraba su jardín y trabajó en él sin descanso. Las flores florecían, los bulbos se abrían, el césped…, bueno, el césped crecía como la espuma. Iba a tener que cortarlo mañana, y con mucha frecuencia a partir de entonces.
Así era todo con las hadas. Siempre había algo contraproducente.
—Niall hizo más por usted —dijo el señor Cataliades, distrayéndome de mis poco gratos pensamientos.
—¿A qué se refiere? —pregunté, no tan cortés como quería—. Disculpe. Usted debe saber algo que yo desconozco —logré decir en un tono más cordial.
—Sí —dijo con una sonrisa—. Sé muchas cosas que usted desconoce, y estoy a punto de decirle una de ellas. Habría venido a Bon Temps independientemente de su acusación por asesinato. Tengo ciertos asuntos que hablar con usted como abogado de su bisabuelo.
—No está muerto —deduje inmediatamente.
—No, pero no planea volver. Quiere que usted tenga algo que le haga recordarlo con cariño.
—Es mi familia. No necesito nada más —dije. Lo que era una locura, pero yo también tengo mi orgullo.
—Yo diría que sí necesita alguna que otra cosa, señorita Stackhouse —apuntó el señor Cataliades con suavidad—. En este momento, necesita fondos para su defensa. Gracias a Niall, los tiene. No solo recibirá un ingreso mensual por la venta de la casa de Claudine, sino que su bisabuelo le ha cedido su club, uno llamado Hooligans. Lo he vendido.
—¿Qué? Pero si pertenecía a Claude, Claudine y Claudette, sus feéricos nietos trillizos.
—Aunque no conozco la historia, lo que entendí de Niall fue que Claude no compró el club, sino que amenazó al verdadero dueño y este se lo acabó dando.
—Sí —reconocí, tras pensarlo un poco—. Es verdad. Claudette ya había fallecido.
—Es una historia que me gustaría saber en otra ocasión. Sea como fuere, cuando Claude traicionó a Niall y se convirtió en su prisionero, todas sus posesiones pasaron a su gobernante. Niall me dio instrucciones para vender las propiedades y darle a usted los beneficios de la manera descrita.
—¿Quién…? ¿A mí? ¿Ya ha vendido el negocio y la casa? —Y Claude era un prisionero. No había pasado por alto esa parte del discurso. Aunque sin duda merecía ser encarcelado tras intentar dar un golpe de Estado que habría acabado con la muerte de Niall, yo ya siempre sentiría cierta simpatía por las personas encerradas en una celda. Quizá en el mundo feérico a los presos les ataban a vainas gigantes.
—Sí, las propiedades ya han sido vendidas. Los beneficios se han puesto en una pensión anual. Recibirá un cheque cada mes. Después de rellenar los papeles, el dinero será depositado directamente en su cuenta corriente. Cuando acabemos de cenar, bajaré los impresos junto con el cheque de la venta del negocio, aunque parte de los beneficios han ido a parar a la pensión anual.
—Pero Claudine ya me dejó un buen montón de dinero. Hubo una denuncia contra el banco y ahora mismo está congelado, pero hace una semana leí en el periódico que los inspectores no habían encontrado nada irregular. —Tenía que llamar a mi banco de nuevo.
—Eso era el patrimonio personal de Claudine —explicó el abogado—. Fue muy austera durante numerosas décadas.
No podía comprender mi buena suerte.
—Es un gran alivio tener ese dinero para poder defenderme. Sin embargo, aún albergo la esperanza de que alguien confiese y pueda evitar el juicio —murmuré.
—Todos la albergamos, Sookie —dijo Barry—. Por eso estamos aquí.
—Después de la cena, mientras todavía haya luz, Bob y yo realizaremos un círculo de protección agresiva alrededor de la casa —dijo Amelia.
—Os lo agradezco —contesté, cuidando de hacer contacto visual con ambos y expresar sinceridad. Era una suerte que Amelia no pudiese leer la mente. Sabía que estaba ansiosa por aportar algo, y yo sabía que era poderosa, pero a veces, cuando lanzaba hechizos importantes, las cosas iban mal. No obstante, no encontré la manera de rechazar la oferta con cortesía—. Supongo que Niall se concentró en hacer que la tierra fuera fértil, y es de veras maravilloso, pero algo de protección vendría genial.
—Hay ya un hechizo élfico de protección —admitió Amelia—, pero al no ser de origen humano, puede que no sea totalmente eficaz en la protección contra humanos o vampiros.
Eso tenía sentido, al menos para mí. Bellenos, el elfo, se había burlado de los hechizos de Amelia y había añadido el suyo, y él no tenía nada de humano.
Me sentía culpable por dudar de ella. Era el momento de parecer feliz.
—Tener dinero para mi defensa pide añadirle un poco de helado a esa tarta. ¿No os parece? Tengo de chocolate con nuez y de dulce de leche. —Les sonreí a todos. Mientras repartía el helado (todos querían), cruzaba los dedos para que el hechizo de Amelia y Bob saliera bien.
Después del postre, los dos brujos salieron a trabajar, Barry cubrió lo que sobró de tarta y yo metí el helado en el congelador. Diantha dijo que se iba a dormir; aún parecía agotada. El señor Cataliades subió con ella y bajó los documentos para el pago mensual y un cheque por la venta del negocio. Estaba unido a los impresos con un clip en forma de corazón.
Me lavé las manos y las sequé con un paño antes de coger los papeles. Miré el cheque, sin tener ni idea de qué esperar. El importe hizo que la cabeza me diese vueltas, y el papel unido a él decía que cobraría tres mil dólares al mes.
—¿Este año? —pregunté, para asegurarme de que lo había entendido—. ¿Tres mil al mes? Madre mía. Es increíble. ¡Un año entero de lujo!
—No es este año. La pensión anual es vitalicia —corrigió el señor Cataliades.
Tuve que sentarme enseguida.
—Sookie, ¿estás bien? —preguntó Barry, agachándose. «¿Malas o buenas noticias?», insistió sin hablar.
«Puedo pagar mi defensa», le respondí del mismo modo. «Y puedo fumigar la casa».