Capítulo 9

Nunca había imaginado que pudiera alegrarme de que mi abuela estuviera muerta, pero esa mañana fue así. La abuela no habría soportado ver cómo me detenían y me metían en un coche de policía.

Yo nunca había experimentado con el bondage, y después de esto seguramente nunca lo haría. Odié las esposas.

Tuve un momento cliché pero auténtico cuando Alcee Beck me dijo que me arrestaba por asesinato; pensé: «En cualquier momento voy a despertar. En realidad no me desperté cuando sonó el timbre de la puerta. Solo estoy soñando. Esto no es real porque no puede serlo». ¿Qué me convenció de que estaba despierta? La expresión de Andy Bellefleur. Estaba de pie detrás de Alcee, y parecía afligido. Podía oír bien su mente. No creía que yo mereciese este arresto. No con las pruebas que tenían. Alcee Beck había tenido que hablar mucho para convencer al sheriff.

El cerebro de Alcee Beck estaba raro. Era negro. Yo nunca había visto nada igual y me era imposible leer qué escondía, lo que no podía significar nada bueno. Sentía su determinación para meterme en la cárcel. Para él yo tenía tatuado «CULPABLE» en la frente.

Cuando Andy me puso las esposas, le dije:

—Supongo que ya no estoy invitada a la baby shower de Halleigh.

—Ay, Sookie —suspiró, sin acierto.

Para ser justa con Andy, diré que se encontraba avergonzado, pero mi estado de ánimo no era precisamente el de ser justa con él cuando él estaba siendo injusto conmigo.

—Creo que sabes que jamás haría daño a Arlene —le dije a Andy con tono muy uniforme. Me sentía orgullosa de mí misma por poder mantener una fachada rígida e impermeable mientras por dentro me moría de la humillación y el horror.

Parecía como si Andy quisiera decir algo (algo como «Espero que no, pero hay una pequeña prueba que indica lo contrario. No es suficiente y no sé cómo Alcee ha conseguido una orden de arresto»). Pero en cambio negó con la cabeza y dijo:

—Tengo que hacerlo.

Mi sensación de irrealidad se prolongó durante todo el proceso de detención. Mi hermano, que Dios lo bendiga, estaba en la puerta de los calabozos cuando me llevaron. Había oído lo ocurrido a través del servicio de mensajería instantánea. Tenía la boca abierta, pero antes de que pudiera vocalizar las palabras de enfado que se apiñaban en su cerebro, empecé a hablar yo.

—Jason, llama a Beth Osiecki y dile que venga tan pronto como pueda. Entra en casa, coge el número de teléfono de Desmond Cataliades y llámalo también. ¡Ah! Y llama a Sam, no puedo ir a trabajar mañana —añadí apresuradamente mientras entraba en el edificio y cerraban la puerta en la narices de mi ansioso hermano. Que Dios bendiga su buen corazón.

Si esto hubiera ocurrido una o dos semanas atrás, Eric o incluso tal vez mi bisabuelo Niall (príncipe de las hadas) me habrían sacado de allí en un abrir y cerrar de ojos. Pero todo vínculo con Eric estaba roto, y Niall se había encerrado para siempre en el mundo feérico por razones complicadas.

Ahora tenía a Jason.

Conocía a todas las personas presentes durante mi encarcelación. Fue la experiencia más humillante de mi vida, que ya es decir. Descubrí que me acusaban de asesinato en segundo grado. Yo sabía, por conversaciones con Kennedy Keyes sobre su temporada en la cárcel, que la pena por asesinato en segundo grado era cadena perpetua.

El naranja no me queda nada bien.

Hay cosas peores que la humillación y llevar el uniforme de presidiario (túnica holgada y pantalones), de eso no cabe duda. Pero tengo que decir que estaba saturada de problemas y necesitaba recibir algo de bondad y misericordia. Estaba tan nerviosa que me alegré al ver la puerta de la celda. Pensé que estaría sola. Pero no. De todas las personas posibles, ahí estaba Jane Bodehouse, inconsciente y roncando en la cama de abajo. Habría tenido alguna aventura después de que cerrara el Merlotte’s.

Al menos Jane parecía haber perdido el conocimiento. Tenía, pues, un montón de tiempo para adaptarme a las nuevas circunstancias. Después de diez minutos de asimilación, estaba más que aburrida. Si me hubieran dicho que me imaginara cómo sería permanecer sentada sin nada que hacer, sin un libro, sin televisión o sin siquiera un teléfono, me habría reído. No podía pensar que tal situación fuera posible.

El aburrimiento y la incapacidad para escapar de mis terribles conjeturas eran horribles. Quizá para Jason, cuando estuvo en la cárcel, no fuera tan malo. A mi hermano no le gustaba leer y tampoco le iba mucho la reflexión. La próxima vez que lo viera, le preguntaría cómo se las había arreglado.

Ahora Jason y yo teníamos más en común de lo que habíamos tenido en nuestras vidas. Los dos habíamos sido presidiarios.

En el pasado, a él también le habían arrestado por asesinato y, al igual que yo, era inocente, a pesar de que las pruebas señalaban en su dirección. ¡Pobre abuela! Esto habría sido tan horrible para ella… Tenía la esperanza de que no pudiera verme desde el cielo.

Jane roncaba, pero ver su familiar rostro resultaba de alguna manera acogedor. Usé el baño durante su inconsciencia. Mi futuro se presentaba cargado de cosas terribles, pero yo intentaría impedir algunas de ellas.

Nunca había estado en una celda antes. Era bastante desagradable. Diminuta, destartalada, llena de marcas, con suelo de cemento y literas. Después de un rato, me cansé de estar en cuclillas en el suelo. Dado que Jane estaba tumbada en la litera de abajo, con cierta dificultad escalé hasta la cama de arriba. Pensé en todas las caras que había visto tras las rejas mientras me llevaban a mi celda: sorprendidas, curiosas, aburridas, antipáticas. Si ya conocía a todas las personas que trabajaban fuera de las rejas, también reconocí a casi todos los hombres y mujeres que estaban dentro de ellas. Algunos estaban ahí por gilipolleces, como Jane. Otros eran gente muy mala.

Apenas podía respirar, estaba muy asustada.

Y lo peor (bueno, quizá no lo peor, pero sí algo muy malo) era que yo era culpable. No de la muerte de Arlene, claro, pero sí que había matado a otras personas, y había visto cómo morían muchos más a manos de otros. Ni siquiera estaba segura de recordarlos a todos.

En una especie de ataque de pánico, intenté recordar sus nombres y cómo habían muerto. Cuanto más me esforzaba, más se mezclaban los recuerdos. Vi los rostros de las personas a las que había visto perecer, personas de cuyas muertes yo no era responsable. Pero también vi los rostros de las personas (o criaturas) a los que yo había matado, el hada Murry, por ejemplo, y el vampiro Bruno. O la mujer zorra Debbie Pelt. No era que me hubiera ido de caza porque les guardara rencor; todos ellos habían intentado matarme antes. Me decía una y otra vez a mí misma que estaba bien defender mi vida, pero sentía que la reiteración de las escenas de sus muertes en mi cabeza era mi conciencia diciéndome que (aunque no era culpable del delito por el que me habían encerrado) la cárcel no era un lugar totalmente inapropiado para mí.

Toqué fondo. Vi mi propio carácter de una forma muy clara. Tenía más tiempo del que quería para pensar en cómo había acabado allí. Por desagradables que fueran mis primeras horas en la celda, todo empeoró cuando se despertó Jane.

Para empezar, no se encontraba bien y se iba por arriba y por abajo. Dado que el inodoro estaba completamente expuesto, la escena era… repugnante. Una vez que Jane superó esa fase, se sentía tan desdichada y resacosa que sus pensamientos eran punzadas de dolor y remordimiento. Se prometió a sí misma una y otra vez que lo haría mejor, que no bebería tanto, que su hijo no tendría que sacarla de nuevo de allí, que comenzaría esa misma noche a recortar las cervezas y los chupitos. O que ya que hoy se sentía tan mal, quizá sería mejor empezar mañana; eso sería mucho más práctico.

Aguanté unos cuantos bucles mentales y verbales como ese antes de que Jane se diera cuenta de que estaba acompañada y de que su nueva amiga no era una de sus compañeras de celda habituales.

—Sookie, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Jane. Todavía sonaba bastante débil, aunque su cuerpo, sin duda, estaba vacío de toxinas.

—Estoy tan sorprendida como tú —contesté—. Piensan que maté a Arlene.

—Entonces Arlene sí que había salido de la cárcel. Fue a ella a quien vi; no anoche, la noche anterior —dijo Jane, animándose un poco—. Pensé que era un sueño o algo así. Creía que estaba en chirona.

—¿La viste? ¿En otro lugar distinto del Merlotte’s? —No recordaba que Jane estuviera en el Merlotte’s cuando Arlene vino a hablar conmigo.

—Sí, te lo iba a decir ayer, pero se me fue al hablar de lo de ese abogado.

—¿Dónde la viste, Jane?

—Eh…, ¿dónde la vería yo? Estaba… —Sin duda suponía un gran esfuerzo para Jane. Se pasó los dedos por su enmarañado pelo—. Estaba con dos tíos.

Es probable que se tratara de los amigos que Arlene había mencionado.

—¿Cuándo fue eso? —traté de preguntar con mucho cuidado, ya que no quería arriesgarme a que Jane perdiera el hilo. Ella no era la única que estaba teniendo dificultades para evitar perderlo. Tuve que concentrarme mucho, tanto en respirar como en hacer preguntas coherentes. Después del episodio de Jane en el retrete, el fétido olor en nuestro pequeño barracón era horrible.

Jane intentaba recordar el momento y el lugar de su encuentro con Arlene, pero el esfuerzo era tan grande y había tantas cosas menos complejas en las que pensar que tardó lo suyo. Pero Jane era una persona bondadosa, así que rebuscó en sus recuerdos hasta acertar.

—La vi en la parte de atrás de… ¿Te acuerdas de ese tipo enorme que arreglaba motos?

Tuve que contenerme para que mi tono de voz se mantuviera casual.

—Tray Dawson. Tenía una tienda y una casa donde la calle Court se convierte en Clarice Road. —La tienda y garaje de Tray estaba entre su propia casa y la de Brock y Chessie Johnson, donde Coby y Lisa vivían ahora. Detrás de las casas solo había bosque, y dado que la de Tray era la última de la calle, estaba bastante aislada.

—Sí. Arlene estaba allí fuera, en la parte de atrás de su casa. Lleva vacía un tiempo, así que ni idea de lo que estaría haciendo.

—¿Conoces a los hombres con los que estaba? —Estaba intentando con tanto ahínco sonar casual y no inhalar el terrible miasma que mi voz pareció el chillido de un ratón al que estuvieran estrangulando.

—No, no los había visto antes. Uno de ellos era alto, flaco y huesudo, y el otro era un tipo corriente.

—¿Cómo es que pudiste verlos?

Si Jane hubiera tenido la energía suficiente como para parecer incómoda, lo habría hecho. Tal y como eran las cosas, su aspecto era más bien lamentable.

—Bueno, esa noche pensé en pasarme por la residencia de ancianos para ver a la tía Martha, pero antes paré un momento en casa para echar un trago. Al llegar a la residencia, me dijeron que ya estaba cerrada para las visitas, que ya era tarde y tal. Allí me topé con Hank Clearwater, ya sabes, el que hace reparaciones. Acababa de visitar a su padre. Bueno, Hank y yo nos conocemos de toda la vida y dijo que podíamos tomar una copa en su coche, y antes de darme cuenta, una cosa llevó a la otra. Él pensó que sería mejor mover el coche a algún lugar un poco más privado, así que lo aparcó en el bosque que hay frente a la residencia. Hay un pequeño camino que atraviesa el bosque, donde los chavales van con los quads. Se veía la parte de atrás de las casas de Clarice Road. Todos tienen esas enormes luces de seguridad. ¡Nos ayudaban a ver lo que estábamos haciendo! —Se rio.

—Y así es como pudiste ver a Arlene —deduje, para evitar pensar en Hank y Jane.

—Sí, así fue. Pensé: «Maldita sea, esa es Arlene. Está libre e intentó cargarse a Sookie. ¿Qué narices pasa?». Esos hombres estaban cerquísima de ella. Vi cómo les daba algo y después, Hank y yo… empezamos a… charlar y no los volví a ver. Cuando volví a levantar la mirada, ya se habían largado.

Estos datos, aunque de una forma no demasiado clara, eran muy importantes para mí. Por un lado, podrían ayudarme a ser absuelta, o al menos ofrecerían a los agentes de la ley razones para cuestionar mi participación en el asesinato. Por otro, Jane no era lo que se dice una testigo fiable, y su historia podría ser rebatida en dos golpes.

Suspiré. Jane empezó un monólogo sobre su larga «amistad» con Hank Clearwater (a quien después de esto nunca podría volver a contratar para temas de fontanería), así que yo me puse a cavilar.

Mi testigo, Karin la Carnicera, no se levantaría hasta el anochecer, que no se produciría hasta bastante más tarde. (No era la primera vez que pensaba en lo mucho que odiaba el horario de verano). Karin era mejor testigo que Jane, ya que se trataba de alguien obviamente inteligente, alerta y en su sano juicio. Por supuesto, estaba muerta. Contar con un vampiro como testigo de tu coartada no es que fuera un testimonio maravilloso. Aunque ahora eran ciudadanos estadounidenses, no eran tratados ni considerados como seres humanos; ni de lejos. Me preguntaba si la policía entrevistaría a Karin esa noche. Tal vez habían enviado a alguien al Fangtasia antes de su hora de entrada.

Pensé en lo que Jane había dicho. Un hombre alto y delgado, y uno corriente. Eran forasteros; si no, Jane les habría reconocido. Les vio con Arlene detrás de la casa contigua a la de Brock y Chessie Johnson, donde estaban Coby y Lisa. Más tarde, esa misma noche, Arlene fue asesinada. Eran importantes noticias.

Kevin, en un uniforme limpio y reluciente, nos trajo el almuerzo una hora más tarde. Lomo frito, puré de patata y tomates en rodajas. Me miró con el mismo desagrado con el que yo miré la comida.

—Será mejor que pares, Kevin Pryor —le dije—. Yo no maté a Arlene, igual que tú no le puedes contar a tu madre con quién vives.

Kevin se puso rojo brillante y supe que mi lengua se había disparado. Kevin y Kenya vivían juntos desde hacía un año y la mayoría del pueblo lo sabía. Aun así, la madre de Kevin fingía no saberlo, ya que Kevin no se lo había dicho a la cara. Kenya no tenía nada de malo, excepto que, para la madre de Kevin, su color no era el adecuado para ser novia de su hijo.

—Cállate, Sookie —dijo. Kevin Pryor jamás me había dicho nada desagradable. De repente me di cuenta de que ahora que iba de naranja, para Kevin yo no era la misma persona. Había pasado de ser alguien a quien debía tratar con respeto a alguien a quien podía mandar callar.

Me puse de pie y lo miré a la cara a través de los barrotes que nos separaban. Le aguanté la mirada un rato. Enrojeció aún más. No tenía sentido contarle la historia de Jane. No me iba a escuchar.

Esa tarde, Alcee Beck regresó a las celdas. Gracias a Dios, no tenía la llave de la nuestra. Se asomó desde fuera de ella, silencioso y con la mirada furiosa. Apretaba y relajaba sus grandes puños de una manera muy desconcertante. No solo quería verme metida en la cárcel por asesinato, sino que además deseaba darme una paliza. Esperaba una excusa para hacerlo. Un fino hilo aguantaba su autocontrol.

La nube negra seguía en su cabeza, pero ya no era tan densa. Sus pensamientos se colaban entre medias.

—Alcee —le dije—, tú sabes que yo no lo hice, ¿verdad? Creo que lo sabes. Jane tiene información que prueba que dos hombres vieron a Arlene esa noche. —Aunque sabía que no le caía bien, por razones tanto personales como profesionales, no pensaba que fuera a perseguirme (o juzgarme) por razones personales. Podía ser capaz de aceptar algún soborno, quizá fuera algo corrupto, pero nunca había sido ningún justiciero. Yo sabía que él no había tenido ninguna relación personal con Arlene por dos razones: Alcee amaba a su esposa, Barbara, la bibliotecaria de Bon Temps, y Arlene era racista.

El detective no respondió a mis palabras, pero vi que en sus pensamientos había una o dos preguntas sobre si eran justos o no sus actos. Se marchó con el rostro aún lleno de ira.

Dentro de Alcee Beck algo andaba muy mal. Entonces lo pensé: «Alcee actúa como alguien bajo un hechizo». Ese era el factor clave. Por fin tenía algo nuevo sobre lo que pensar, podía pasar una eternidad diseccionando ese pensamiento.

El resto del día transcurrió con una lentitud insoportable. Que lo más interesante que te suceda durante todo el día es que te detengan no está nada bien. La carcelera, Jessie Schneider, se acercó por el pasillo y le dijo a Jane que su hijo no podría recogerla hasta la mañana siguiente. Jessie no habló conmigo, pero tampoco tenía que hacerlo. Me observó durante un rato, meneó la cabeza y regresó a su oficina. Nunca había oído nada malo de mí y le entristecía que alguien que había tenido una abuela tan buena terminara en la cárcel. Eso me puso triste a mí también.

Un funcionario nos trajo la cena, que era más o menos como una «segunda parte» del almuerzo. Había un huerto en la cárcel, así que al menos los tomates eran frescos. Nunca pensé que me podría cansar de comer tomates, pero entre mis esplendorosas plantas y los del calabozo, me alegraría cuando se acabara la temporada.

La celda no tenía ventanas, pero había una en el pasillo, en lo alto de la pared. Cuando la ventana oscureció, solo pude pensar en Karin. Recé con todas mis fuerzas para que, si aún no había ocurrido, la policía se pusiese en contacto con ella, para que dijese la verdad, y para que la verdad me pusiera en libertad. Esa noche, cuando las luces se apagaron, no conseguí dormir demasiado. Jane roncaba y alguien en la sección masculina estuvo gritando desde las doce hasta la una de la madrugada.

Me sentí muy agradecida cuando llegó la mañana y el sol se coló por la ventana del pasillo. El parte meteorológico de hacía dos días pronosticaba un lunes soleado, lo que significaba la vuelta a las altas temperaturas. La cárcel tenía aire acondicionado, algo positivo que evitó que me exasperara lo suficiente como para matar a Jane. Aun así, estuve cerca un par de veces.

Me senté con las piernas cruzadas en mi litera de arriba, haciendo un gran esfuerzo por no pensar en nada hasta que Jessie Schneider vino a buscarnos.

—Tenéis que ir ante la jueza ahora —nos ordenó—. Vamos. —Abrió la celda y nos hizo un gesto para que saliéramos. Temí que nos fueran a encadenar la una a la otra, pero no lo hicieron. Eso sí, nos esposaron.

—¿Cuándo voy a volver a casa, Jessie? —preguntó Jane—. Oye, ya sabes que Sookie no le hizo nada a Arlene. Yo vi a Arlene con unos hombres.

—¿Sí? ¿Y cuándo te acordaste de eso? Cuando te lo ha recordado Sookie, ¿no? —Jessie, una mujer grande en la cuarentena, no parecía tenernos ninguna animadversión, simplemente estaba tan acostumbrada a que la mintieran que ya no se creía nada de lo que dijera un preso, y muy poco de cualquier otro.

—Ey, Jessie, no seas antipática. Yo la vi. No sé quiénes son esos hombres. Tienes que dejar que Sookie se vaya. Y a mí también.

—Le diré a Andy que has recordado algo —contestó Jessie. Pero me di cuenta de que no le daba ningún valor a las palabras de Jane.

Entramos por una puerta lateral que llevaba directamente a la furgoneta. Jessie tenía a otras dos presas a remolque: Ginjer Hart (la exmujer de Mel Hart), una mujer pantera que tenía la costumbre de dar cheques sin fondos, y Diane Porchia, una agente de seguros. Por supuesto, yo sabía que Diane había sido recogida (que sonaba mejor que «arrestada») por presentar reclamaciones falsas, pero le había perdido un poco la pista. A las mujeres nos transportaban separadas de los hombres, y Jessie, acompañada por Kenya, nos llevó al juzgado. No miré por la ventana, me sentía muy avergonzada de que la gente me viera en esta furgoneta.

Al entrar en la sala del tribunal, se hizo un silencio. No miré a la zona del público, pero cuando la abogada Beth Osiecki agitó la mano para llamar mi atención, casi lloro de alivio. Estaba sentada en la primera fila. Una vez que me di cuenta de su presencia, pude ver una cara familiar por encima de su hombro.

Tara estaba sentada detrás de los asientos reservados para los abogados. J.B. estaba con ella y los niños estaban sentados en dos sillitas entre ambos.

En la fila de atrás se sentaba Alcide Herveaux, líder de la manada de los licántropos de Shreveport y dueño de Peritajes de Alta Garantía. A su lado estaba mi hermano, Jason, junto al líder de su manada, Calvin Norris, y su mejor amigo, Hoyt Fortenberry. Chessie Johnson, quien cuidaba a los niños de Arlene, mantenía una conversación en voz baja con Kennedy Keyes y su novio, Danny Prideaux, que no solo trabajaba en la tienda de materiales de construcción, sino que también era el recadero diurno de Bill Compton. Y justo al lado de Danny, echando chispas por los ojos, estaba Mustafá Khan, recadero diurno de Eric, junto a su amigo Warren, que me sonrió levemente. Terry Bellefleur se encontraba de pie en la parte de atrás, moviéndose con inquietud, y su esposa, Jimmie, estaba a su lado. Maxine Fortenberry entró en la sala con andar pesado y el rostro tan enfadado como una tempestad. La acompañaba otra amiga de la abuela, Everlee Mason. Maxine tenía expresión de mujer justa y honrada; era evidente que estar en una sala de juicios era algo que nunca había tenido que hacer en su vida, pero Dios sabía que iba a hacerlo en esa ocasión.

Tuve un momento de asombro total. ¿Por qué estaban todas estas personas aquí? ¿Qué les había traído al juzgado el mismo día que mi juicio? Parecía la más increíble de las coincidencias.

Pero entonces recogí los pensamientos de sus mentes y comprendí que no se trataba de ninguna coincidencia. Todos estaban aquí por mí, de mi parte.

De repente mi visión se hizo borrosa por las lágrimas, iba detrás de Ginjer Hart cuando nos sentamos en el banco de los acusados. Si el color naranja me quedaba horrible, tampoco le hacía ningún favor a Ginjer. El pelo rojo brillante de Ginjer se daba de tortas con el fosforito del conjunto. A Diane Porchia, con sus tonos más neutros, le sentaba mejor.

En realidad me daba igual cómo nos sentaba el uniforme. Estaba intentando no pensar en la situación. Estaba tan conmovida de que mis amigos hubieran venido, tan horrorizada de que me vieran esposada, tan esperanzada de salir de allí… y tan atemorizada de que no fuera así.

Ginjer Hart continuaría detenida hasta que se celebrara el juicio, ya que nadie se presentó a pagar su fianza. Me pregunté por qué Calvin Norris, jefe de los hombres pantera y presente en ese momento, no pagaba la fianza de la mujer de su clan, pero después me enteré de que esta era la tercera vez, y que ya le había advertido la primera y la segunda de que su paciencia tenía un límite. Diane Porchia salió bajo fianza, su marido estaba sentado en la última fila, con aspecto triste y exhausto.

Finalmente llegó mi turno. Di un paso adelante y levanté la vista hacia la jueza, una mujer de aspecto amable y perspicaz. Su placa decía «Jueza Rosoff». Supuse que tendría unos cincuenta años. Tenía el pelo recogido en un moño y sus gigantes gafas hacían que sus ojos parecieran los de un chihuahua.

—Señorita Stackhouse —dijo ella tras mirar los papeles que tenía delante—, voy a leerle sus cargos por el asesinato de Daisy Arlene Fowler. Está acusada de asesinato en segundo grado, lo que conlleva una pena de cadena perpetua. Veo que tiene una abogada presente. ¿Señora Osiecki?

Beth Osiecki respiró hondo. De pronto comprendí que nunca había representado a alguien acusado de asesinato. Yo estaba tan asustada que apenas podía escuchar la conversación entre la jueza y la abogada, pero oí cuando la primera dijo que nunca había visto a tantos amigos acudir a ver a un acusado. Beth Osiecki le dijo a la jueza que debería ser puesta en libertad bajo fianza, sobre todo teniendo en cuenta la inconsistencia de las pruebas que me relacionaban con el asesinato de Arlene Fowler.

La jueza se dirigió al fiscal de distrito, Eddie Cammack, quien nunca había ido al Merlotte’s, iba a la iglesia baptista del Tabernáculo y criaba gatos de raza maine coon. Eddie parecía horrorizado, como si se estuviera pidiendo liberar a Charles Manson.

—Señoría, la señorita Stackhouse está acusada de matar a una mujer de la que fue amiga durante años, a una mujer que era madre y… —A Eddie se le acabaron las cosas buenas que decir de Arlene—. El detective Beck afirma que la señorita Stackhouse tenía sólidas razones para querer ver muerta a Arlene Fowler. A esta se la encontró con un pañuelo perteneciente a la señorita Stackhouse en el cuello, detrás del lugar de trabajo de la señorita Stackhouse. No creemos que deba ser puesta en libertad bajo fianza. —Me preguntaba dónde estaría Alcee Beck. Entonces lo vi. Miraba con rabia a la jueza, como si hubiera sugerido azotar a Barbara Beck en el jardín de los juzgados. La jueza observó la cara de enfado de Alcee y luego lo desechó de sus pensamientos.

—¿Se ha demostrado que el pañuelo pertenece a la señorita Stackhouse? —preguntó la jueza Rosoff.

—La acusada admite que el pañuelo se parece a uno que tenía.

—¿Alguien vio a la señorita Stackhouse llevar el pañuelo recientemente?

—No hemos encontrado a nadie, pero…

—Nadie vio a la señorita Stackhouse con la víctima en el momento del asesinato. No hay pruebas físicas convincentes. Entiendo que la señorita Stackhouse tiene un testigo que confirma dónde se hallaba la noche del asesinato…

—Sí, pero…

—Entonces queda concedida la libertad bajo fianza. En la cantidad de treinta mil dólares.

¡Bien! Yo tenía ese dinero, gracias a la herencia de Claudine. Pero el cheque, sospechosamente, estaba congelado. Mierda. Tan rápido como mi mente recorría esos altibajos, la jueza preguntó:

—Señor Khan, ¿asume usted la fianza de esta mujer?

Mustafá Khan se levantó. Tal vez porque le molestaba tener que estar en una sala de juicios (había tenido algunos episodios serios con la ley), Mustafá llevaba el atuendo completo de Blade: chaleco y pantalones de cuero negro (¿cómo lo soportaría con este calor?), camiseta negra, gafas oscuras y la cabeza afeitada. Solo le faltaban una espada y varias pistolas y cuchillos. Sabía que no los habría dejado muy lejos.

—Mi jefe la asume. Estoy aquí en representación de sus intereses, ya que es un vampiro y no puede aparecer durante el día. —Mustafá parecía aburrido.

—Dios mío —dijo la jueza Rosoff, sonando ligeramente entretenida—. Hay una primera vez para todo. Bien, la fianza se ha fijado en treinta mil dólares, señorita Stackhouse. Dado que su familia, su domicilio y su negocio están aquí, y nunca ha residido en ningún otro lugar, considero que su riesgo de fuga es bajo. Parece tener numerosos lazos con la comunidad. —Miró los papeles que tenía delante y asintió. Todo estaba en su sitio para la jueza Rosoff—. Queda en libertad bajo fianza en espera de juicio. Jessie, devuelva a la señorita Stackhouse al calabozo y tramite su salida.

Por supuesto, tuve que esperar a que todos los demás, incluidos los presos masculinos, fuesen juzgados. Quería dar un salto y huir de ese banco donde estaba sentada con los demás acusados. Tuve que esforzarme para no sacarle la lengua a Alcee Beck, al que parecía que le iba a dar un ataque al corazón.

Andy Bellefleur había entrado y se había puesto al lado de su primo Terry. Este le susurró algo al oído, y yo sabía que le decía que saldría bajo fianza. Andy pareció aliviado. Terry le dio con el puño a Andy en el brazo, pero no precisamente como gesto de amistad. Le soltó de manera audible:

—Ya te lo dije, gilipollas.

—No ha sido culpa mía —dijo Andy, un poco demasiado fuerte. La jueza Rosoff pareció molesta.

—Señores Bellefleur, por favor, recuerden dónde están —les conminó, y los dos se pusieron firmes, de una manera muy absurda. Una sutil sonrisa casi aparece en los labios de la jueza.

Una vez que se les leyeron los cargos a todos los prisioneros, la jueza Rosoff asintió y Jessie Schneider y Kenya nos condujeron hacia la furgoneta como si fuéramos ganado. Un segundo más tarde, el autobús comenzó a cargar a los reclusos masculinos. Por fin, partimos hacia los calabozos.

Una hora más tarde tenía puesta mi ropa y salía del edificio hacia el sol; era una mujer libre. Mi hermano me estaba esperando.

—Nunca pensé que podría llegar a devolverte el favor de que hubieras estado a mi lado cuando estuve en la cárcel —dijo, y yo puse una mueca. Tampoco yo habría pensado que eso fuera a ocurrir—. Pero aquí estoy, recogiéndote de la trena. ¿Qué te han parecido los baños?

—Oh, estoy pensando en instalar uno en casa, para recordar los buenos tiempos. —Como buen hermano, no dejó el tema hasta un par de minutos después. Que si ahora me llamaban «presidiaria», que si mi foto de Facebook tenía unas barras dibujadas encima…, y etcétera, etcétera.

—¿Michele? —pregunté, cuando Jason se quedó sin comentarios graciosos. Como habíamos estado juntos toda la vida, Jason comprendió lo que quería decir sin la frase completa.

—No podía salir del trabajo —contestó, mirándome a los ojos para que supiera que no me mentía. Como si no lo hubiera podido saber hurgando directamente en su cerebro—. Quería venir, pero su jefe no la dejó escaparse.

Asentí con la cabeza, sabiendo que Michele creía en mi inocencia.

—La última vez que hablamos de Eric, estabais dejándolo —dijo Jason—. Pero debe de seguir estando por ti para pagar una fianza como esa. Es una pasta.

—Yo soy la primera sorprendida —dije. Pero eso era un eufemismo colosal. Según mi experiencia, si Eric se enfadaba conmigo, me lo hacía saber. Cuando creyó que estaba siendo escrupulosa mientras morían unos cuantos enemigos en un baño de sangre, me mordió sin molestarse en evitar el dolor. Dejé pasar ese incidente sin enfrentarme a él (un error por mi parte), pero no lo había olvidado. Después de nuestra terrible confrontación la noche previa a mi arresto, jamás habría esperado tal magnanimidad. Incluso atribuyéndolo a un gesto sentimental por su parte, no concordaba con el Eric que yo conocía. Quería hacerle algunas preguntas a Mustafá, pero no le vi por ningún lado. Ni a Sam, lo que me pareció más que sorprendente.

—¿Adónde quieres ir, hermanita? —Jason estaba actuando como si no tuviera prisa. Pero sí que la tenía. Tenía que volver al trabajo, había alargado su hora del almuerzo para ir al juzgado.

—Llévame a casa —le respondí tras pensarlo un segundo—. Tengo que ducharme, ponerme ropa limpia y, supongo…, ir a trabajar. Si Sam quiere que vaya. Puede que todo esto no sea buena publicidad para el negocio.

—¿Estás de coña? Se volvió loco cuando se enteró de lo de tu arresto —dijo Jason, como si yo tuviera que saber lo que había pasado mientras estaba presa. A veces, Jason confundía mi telepatía con poderes psíquicos o incluso con omnisciencia.

—¿En serio?

—Sí, fue a la comisaría a gritarles a Andy y Alcee Beck el domingo. Llamó a los calabozos un millón de veces para preguntar cómo estabas. Y le preguntó a la jueza quién era el mejor abogado criminalista de la zona. Por cierto, Holly ha estado trabajando en tu lugar mientras estabas enferma y también esta mañana. Quiere ahorrar un poco de dinero extra para la boda. Dice que no te preocupes, que no quiere volver de forma regular.

Cuando llegamos a Hummingbird Road, pensé: «Soy realmente libre». No sabía si me recuperaría alguna vez de la abrumadora humillación de ser arrestada e ir al calabozo, pero imaginé que, cuando me repusiera del agobiante peso de la experiencia, habría aprendido alguna lección que Dios quería que aprendiese.

Durante un momento pensé en nuestro Señor siendo arrastrado por las calles, flagelado y juzgado en un lugar público. Y después crucificado.

A ver, «No es que me esté comparando con Jesús», me dije a toda prisa, aunque casi me había ocurrido todo eso, solo que al revés, ¿verdad? Casi había sido crucificada y después me habían arrestado. ¡Teníamos algo en común!, ¡Jesús y yo! Descarté ese pensamiento, no solo por ser una exageración, sino también quizá un sacrilegio, y me centré en qué hacer con mi renovada libertad.

Primero, sin duda, una ducha. Quería desprenderme del olor a calabozo y, además, no me había duchado desde el sábado por la mañana. Si hubiera vuelto a mi celda después del juicio, me habría podido duchar con las demás reclusas. ¡Yupi!

Jason había permanecido en silencio durante nuestro viaje a mi casa, pero eso no significaba que su cerebro no hubiera estado ocupado. Se alegraba de que a Michele no le escandalizara mi detención. Sería incómodo que ella pensase que yo era culpable y que se podría retrasar la boda. Jason tenía muchas ganas de casarse.

—Dile a Michele que venga cuando quiera a ver el vestido de dama de honor que compré —sugerí cuando Jason aparcó detrás de mi casa. Había recuperado mi bolso, así que tenía las llaves.

Jason me miró, estaba perdido.

—El que compré para la boda. La llamo más tarde.

Jason estaba acostumbrado a que le respondiera a sus pensamientos y dijo:

—Vale, Sook. Tómate el día con calma. Jamás he pensado que la hayas matado tú. Y no es que no se lo mereciera.

—Gracias, Jason. —Me sentía de veras conmovida. Sabía que estaba siendo totalmente sincero.

—Llámame si me necesitas —ofreció, y se marchó a trabajar. Estaba tan contenta de abrir la puerta y estar en mi propia casa que casi me pongo a llorar. Y después de haber estado apiñada en una celda de la cárcel junto a una resacosa Jane Bodehouse, me pareció exquisitamente delicioso estar a solas. Miré el contestador automático, que parpadeaba furiosamente, y sabía que también tendría correos electrónicos esperándome. Pero la ducha era lo primero.

Mientras me secaba el pelo con una toalla, miré el reluciente paisaje por la ventana. Parecía estar todo cubierto de polvo otra vez, pero gracias a las recientes lluvias no necesitaría regar hasta pasados un par de días. Tenía muchas ganas de salir al jardín. Después del calabozo, me parecía increíblemente hermoso. El crecimiento exorbitante y la exuberancia habían aumentado en mi ausencia.

Necesitaba sentirme atractiva, así que me maquillé. Me puse un litro de crema hidratante en las piernas recién afeitadas y me rocié con un poco de perfume. Así estaba mejor. Cada segundo me sentía más yo misma, Sookie Stackhouse, dueña de un bar y telépata, y menos como Sookie, la Presidiaria.

Pulsé el botón «Reproducir» del contestador automático.

Estas eran las personas que no creían que debiera haber sido arrestada: Maxine, India, la madre de J.B. du Rone, el pastor Jimmy Fullenwilder, Calvin, Bethany Zanelli (entrenador del equipo de softball del instituto) y otras siete por lo menos. Me conmovió ver que se habían molestado en llamar para expresar sus sentimientos, a pesar de estar yo en el calabozo y saber que quizá nunca escucharía sus mensajes de aliento. Me pregunté si debía enviarles una nota de agradecimiento a cada uno. Mi abuela lo habría hecho.

Mientras escuchaba a Kennedy Keyes diciéndome que Sam le había dicho que me tomara el día libre y descansara, pude ver en la pantalla que solo tenía un mensaje más. Una voz masculina empezó a hablar. No la reconocí. Decía:

—No tienes derecho de arrebatarme mi última oportunidad. Voy a hacer que pagues por ello. —Miré el número. Ni idea. ¿Me sentía impactada por la determinación de su voz? Sí. Pero no me sorprendía. Yo sé cómo es la gente realmente, puedo oír sus pensamientos. No podía leer la mente de una persona que deja un mensaje, pero reconozco la determinación cuando la oigo. Cada una de sus palabras iba en serio.

Me tocaba a mí hacer una llamada.

—Andy, necesito que vengas aquí a escuchar una cosa —le pedí cuando respondió al móvil—. Puede que no quieras hacerlo, pero si estoy en peligro, tu deber es protegerme, ¿verdad? No perdí ese derecho al haber sido detenida, ¿no?

—Sookie —dijo Andy. Parecía agotado—, voy ahora mismo.

—Y hazme un favor, ¿quieres? Es algo raro y sé que no va a querer hacerlo, pero dile a Alcee Beck que limpie su coche. Estoy convencida de que hay algo en su vehículo que no debería estar allí. —En el calabozo había dispuesto de tanto tiempo para pensar que me acordé de un detalle: el coche de Alcee estacionado junto al bosque. El extraño movimiento que había visto por el rabillo del ojo. Alcee, tan ciegamente dispuesto a arrestarme y acusarme, me había hecho pensar: «Es como si estuviera bajo un hechizo».

Parecía encajar a la perfección. Estaba convencida de que era verdad.