Capítulo 8

Bill estaba sentado en una de las sillas de mi jardín trasero. Salí del coche y lo miré. Tuve dos impulsos contradictorios.

El primero era invitarle a entrar en casa para echar un polvo por venganza.

El segundo, más inteligente, era fingir que no lo había visto.

Al parecer, él no iba hablar si no lo hacía yo, lo que demostraba lo inteligente que podía llegar a ser Bill a veces. Estaba segura, por su presencia y por la intensidad con la que me miraba, de que era plenamente consciente de lo que había ocurrido. Tras una breve lucha interior, se impuso mi «yo» más inteligente. Me giré y entré en casa.

La necesidad de concentrarme en la carretera había desaparecido, igual que la presión por la presencia de los vampiros. Estaba feliz de estar sola, sin que nadie pudiera ver cómo se marchitaba mi rostro.

No podía culpar totalmente a Eric, pero lo hice. En su mayor parte, era culpable. Habría podido elegir, se lo admitiera a sí mismo o no. Aunque su cultura le exigía honrar el pacto de su creador y casarse con la reina de Oklahoma, yo pensaba que Eric podía haber utilizado alguna artimaña para romper ese acuerdo. No aceptaba su afirmación de que no había nada que se pudiera hacer ante la voluntad de Apio. Era evidente que este había puesto la maquinaria en movimiento antes de consultarlo con Eric, tal vez incluso había cobrado una comisión de la reina de Oklahoma por hacer de intermediario. Pero Eric podía haber buscado su libertad de alguna forma. Podía haber buscado a otro candidato para el puesto de consorte de Freyda. Podía haber ofrecido una compensación económica. Podía haber… hecho algo.

Ante la posibilidad de elegir entre amarme durante mi corta vida o comenzar una carrera ascendente junto a la acaudalada y bella Freyda, se había decidido por lo práctico.

Siempre supe que Eric era un pragmático.

Alguien llamó suavemente en la puerta de atrás. Era Bill, para comprobar que me encontraba bien. Salí al porche y abrí la puerta, diciendo:

—No puedo hablar…

Eric estaba en los escalones. La luz de la luna le favorecía y bañaba de oro su melena rubia y su apuesto rostro.

—¿Qué coño haces tú aquí? —miré por encima de su hombro. Bill no estaba a la vista—. Ahora que ya no soy tu mujer, pensaba que tú y Freyda estaríais… consumando vuestra nueva relación.

—Te dije que no prestaras atención a lo que iba a pasar —me recordó. Dio un pequeño paso hacia delante—. Te dije que no significaba nada para mí.

No lo invité a entrar.

—Es bastante difícil creer que no significara nada para el rey. O para Freyda.

—Puedo conservarte —aseguró con absoluta tranquilidad—. Puedo encontrar la manera. Puede que no seas mi mujer en los papeles, pero lo eres en mi corazón.

Me sentí como una tortita a la que acababan de dar la vuelta en la sartén. ¿Iba a tener que pasar por esto otra vez? Perdí el control.

—No solo no, Eric. ¡No, ni de coña! ¿Acaso no te escuchas? Nos estás mintiendo, a mí y a ti mismo. —Tenía tantas ganas de soltarle una bofetada que me empezó a doler la mano.

—Sookie, eres mía. —Estaba empezando a enfadarse.

—No, no lo soy. Ya lo has dicho delante de todos.

—Pero ya te lo había dicho. Vine por la noche y te dije que…

—Me dijiste que me querías todo lo que podías —le solté, casi saltando sobre las puntas de mis pies de los nervios—. Resulta evidente que no puedes.

—Sookie, yo nunca te habría rechazado de esa forma, en público, si no hubiera estado seguro de que entendías que la ceremonia era para el beneficio de otros.

—A ver, a ver, a ver —le corté, levantando una mano—. ¿Me estás diciendo que, en lo que a ti respecta, tu plan ahora es encontrar una manera de tenerme en algún lugar secreto sin que se entere Freyda, para de vez en cuando escaparte y estar conmigo? ¿Me estás diciendo que para ser tu «querida» tendría que trasladarme a Oklahoma y perder mi casa, mis amigos y mi negocio?

Por la expresión de su cara supe que eso era exactamente lo que había planeado. Pero también sabía que él nunca había creído realmente que yo aceptaría un acuerdo así, y si lo había creído, demostraba que no me conocía en absoluto.

Eric perdió los estribos.

—¡Tú nunca mostraste respeto a nuestro matrimonio! ¡Siempre pensaste que te dejaría! ¡Debería haberte convertido sin preguntar, como hice con Karin y Pam! ¡O mejor aún, haberle dicho a Pam que te convirtiera! Así no tendríamos que separarnos, nunca más.

Y después nos quedamos mirándonos el uno al otro. Él, furioso; yo, horrorizada. Una noche, en la cama, después de hacer el amor de forma espectacular, habíamos hablado de que me convirtiera en una vampira, y la idea había surgido en otras ocasiones. Yo siempre había dicho claramente que no quería eso.

—Has considerado llevarlo a cabo. Sin mi consentimiento.

—Por supuesto —afirmó, enfáticamente, con impaciencia, como si fuese ridículo que yo no entendiese su plan—. Naturalmente que sí. Sabía que si te convertía… serías feliz. No hay nada mejor que ser un vampiro. Pero parecía que la idea te generaba rechazo. Al principio pensé «Adora el sol… aunque también me adora a mí». Pero empecé a preguntarme si en tu corazón despreciabas lo que soy. —Sus cejas se juntaron. Ya no estaba solo enfadado, ahora también estaba herido.

Ya éramos dos.

—Y, sin embargo, te planteaste convertirme en algo que creías que yo despreciaba —concluí. Me sentía totalmente deprimida. Mi energía me abandonó y me quedé hecha polvo—. No, yo no desprecio lo que eres. Solo quiero vivir mi vida humana —añadí con cansancio.

—Aunque eso signifique estar sin mí.

—No sabía que tenía que escoger.

—Sookie, el sentido común (y tienes mucho de eso) te lo debe de haber dicho. Estoy seguro.

Alcé las manos con desesperación.

—Eric, me llevaste engañada al matrimonio. Pude asimilarlo porque entendí que lo hacías para protegerme, aunque tal vez también lo hacías por tu propio instinto de… travesura. Te amaba. Y me sentí halagada de que quisieras que estuviéramos unidos a los ojos de tu mundo. Pero tienes razón cuando dices que nunca consideré nuestro matrimonio igual al matrimonio humano por la Iglesia, del que, por cierto, te burlaste la única vez que lo comenté.

Dio un golpe al aire con el brazo como si quisiera expresar algo que no podía expresar de forma verbal.

Alcé mis manos otra vez.

—Estoy siendo completamente honesta contigo. Déjame terminar y después podrás decir lo que necesites. Te he amado durante meses, con…, con ardor y devoción, pero no creo que podamos resolver esto. Porque has de saber que decir que pensabas que «todavía habría una manera de estar juntos» es una gilipollez. Ya sabes que yo nunca saldría de mi casa para vivir una especie de medio vida como tu «querida», haciendo el amor a escondidas de vez en cuando, esperando a que Freyda descubra que existo y me mate. Pasando por la misma humillación de esta noche, una y otra vez.

—Debería haber sabido que nunca dejarías a Sam —dijo Eric, con gran amargura.

—Deja a Sam fuera de esto. Esto es entre tú y yo.

—Nunca creíste que pudiéramos ser amantes para siempre. Siempre pensaste que te dejaría al envejecer.

Reflexioné esas palabras.

—Dado que estoy tratando de ser honesta, tú también podrías intentarlo. Nunca te has planteado siquiera seguir a mi lado cuando yo envejeciera. Siempre has asumido que me convertirías a pesar de haberte dicho que no quería ser un vampiro. —Habíamos llegado al punto de partida de esta horrible conversación. Di un paso atrás y cerré la puerta del porche. Para poner fin al dolor, añadí—: Rescindo mi invitación.

Entré en la casa y no miré por las ventanas. El amor que habíamos sentido el uno hacia el otro se había roto irreparablemente. Se había desangrado en algún lugar de mi puerta.

Si la mañana había sido dura, con el asesinato de Arlene y el subsiguiente escándalo, el viaje al Fangtasia había sido incluso peor. Y la conversación con Eric fue la guinda del pastel. Me senté en mi salón, en la silla favorita de la abuela, mirando al vacío, con las manos en las rodillas. No sabía si quería llorar, gritar, lanzar algo por los aires o vomitar. Me senté allí como una esfinge, con pensamientos e imágenes desplomándose por mi cabeza.

Sabía que había hecho lo correcto, aunque me arrepentía amargamente de algunas de las cosas que había dicho, todas ellas ciertas. Toda la hora posterior a la marcha de Eric dolió como el segundo después de quitarte una tirita.

¿Quién podría no amar a Eric? Era más grande que la vida, literalmente. Incluso muerto, era más vital que casi todos los hombres a los que conocía. Inteligente, práctico, protector de los suyos y luchador de renombre, tenía además una inmensa alegría de vivir (o tal vez debería llamarlo alegría de morir). Tenía sentido del humor y de la aventura, cualidades que siempre había encontrado muy atractivas. Además… ¡Dios! Era tan sexy. El maravilloso cuerpo de Eric igualaba su gran habilidad para usarlo.

Pero aun así… No me convertiría en vampira por él. Me encantaba ser humana. Me encantaba el sol, el día, me encantaba tumbarme en una hamaca en mi jardín rodeada de luz. Y aunque no era una buena cristiana, era cristiana. No sabía qué le pasaría a mi alma si me convertía en vampira, y no quería correr el riesgo, sobre todo teniendo en cuenta que había hecho algunas cosas muy malas en mi vida. Necesitaba algunos años para expiar mis pecados.

No culpaba a Eric por esas cosas. Esas transgresiones me pertenecían, pero no quería que el resto de mi vida fuera así. Quería una oportunidad para sentirme en paz con las vidas que me había llevado, la violencia que había visto y de la que había sido responsable. Y quería ser una mejor persona…, aunque, por el momento, no estaba segura de cómo lograrlo.

Sí estaba segura de que ser la amante secreta de Eric no era la forma de alcanzar esa meta.

Me imaginé a mí misma en algún pequeño apartamento en Oklahoma, sin familia ni amigos, esperando durante largos días y aún más largas noches a que Eric pudiera escaparse una hora o dos, pensando cada noche en que la reina podía encontrarme y matarme…, o algo peor. Si Eric me convertía o le pedía a Pam que lo hiciera, al menos tendría mi vida resuelta. Estaría muerta en un espacio pequeño y oscuro. Quizá ocuparía mis noches en pasar el rato con Pam y Karin, las tres rubias, esperando las indicaciones de Eric… toda la eternidad. Me estremecí. La imagen mental de estar con Karin y Pam, como las mujeres de Drácula, a la espera de un transeúnte desprevenido junto a algún castillo gótico, me resultaba simplemente repugnante. Acabaría queriéndome clavar una estaca a mí misma. (Tras un año o dos, probablemente Pam estaría encantada de ayudarme). ¿Y si Eric me ordenaba matar a alguien importante para mí? Tendría que obedecerle.

Y eso era si sobrevivía a la conversión, algo nada seguro. Cada semana leía noticias sobre cuerpos encontrados en tumbas cavadas precipitadamente, cuerpos que no se habían reanimado, que no habían podido arañar su salida a la superficie. Personas que habían pensado que convertirse en no muertos sería estupendo y habían persuadido o pagado a un vampiro para que lo hiciera, pero que nunca llegaron a levantarse.

Me estremecí de nuevo.

Había más cosas sobre las que pensar y más camino sobre el que volver a andar, pero de repente me sentí aturdida de cansancio. Jamás habría imaginado que podría meterme en la cama y cerrar los ojos después de un día como aquel…, pero mi cuerpo pensaba de otra manera, y le dejé ganar.

Quizá, por la mañana, al despertarme, lamentaría mis palabras. Quizá me llamaría «tonta» y haría las maletas en dirección a Oklahoma. Pero en ese momento tenía que abandonar mis arrepentimientos y conjeturas. Mientras me lavaba la cara en la pila del baño, recordé que había hecho una promesa. En vez de llamar a Sam y responder a las preguntas, le envié un mensaje al móvil. «Ya en casa. Acabó mal, pero acabó».

Dormí, no soñé y me desperté en otro día lluvioso.

La policía estaba en la puerta y me arrestaron por asesinato.

En otro lugar

En un motel en la autopista,

a veinticinco kilómetros de Bon Temps

El hombre alto estaba acostado en la cama con sus grandes manos cruzadas sobre el vientre. Su expresión era de total satisfacción.

—Alabado sea Dios —le dijo al techo—. Algunas veces los pecadores son castigados como merecen.

Su compañero de cuarto no le hacía caso. Estaba otra vez al teléfono.

—Sí —decía el hombre mediano—. Está confirmado. La han arrestado. ¿Hemos acabado ya aquí? Si nos quedamos por más tiempo, correremos el riesgo de ser localizados, y en el caso de mi compañero… —Miró a la otra cama. El hombre alto había ido al baño y había cerrado la puerta. El hombre mediano continuó en voz baja—. En su caso, además de localizado, reconocido. No pudimos usar la caravana porque la policía iba a registrarla sin lugar a dudas, y no podíamos arriesgarnos a dejar pistas, ni siquiera tratándose del departamento de policía de Bon Temps. Hemos cambiado de motel cada noche.

La voz masculina y densa dijo:

—Estaré allí mañana. Hablamos.

—¿Cara a cara? —El hombre mediano sonaba neutral, pero, dado que estaba solo, dejó que su rostro mostrara su recelo.

Oyó las risas del hombre al otro lado del aparato, se parecían más a una serie de toses.

—Sí, cara a cara.

Una vez que hubo acabado la conversación, el hombre mediano se quedó mirando la pared durante unos minutos. No le gustaba el giro de los acontecimientos. Se preguntó si estaba lo suficientemente preocupado como para renunciar al resto de sus honorarios.

No habría sobrevivido todo este tiempo sin astucia y sin saber cuándo retirarse. Si se marchaba, ¿podría realmente el hombre que le había contratado seguirle la pista?

Con pesar, Johan Glassport concluyó que sí.

Cuando Steve Newlin salió del baño subiéndose la cremallera de los pantalones, Glassport pudo relatarle la conversación sin que se le notara lo más mínimo lo repugnante que le parecía la idea de encontrarse de nuevo con ese hombre. Glassport estaba listo para a apagar las luces y meterse en la cama, pero Newlin no paraba de hablar.

Steve Newlin estaba de un humor excepcional. Imaginaba varias de las cosas que le podrían ocurrir a Stackhouse en la cárcel. Ninguna de ellas era agradable, algunas incluso pornográficas, pero todas, en la Biblia personal de Steve Newlin, aparecían como fuego infernal y castigo eterno.