Cuando por fin pude salir de trabajar, me sentía como si me hubieran cocinado al vapor.
Para mi sorpresa, pudimos abrir a las tres en punto. Para entonces, los rumores se habían extendido por todo Bon Temps. Una gran multitud de gente se presentó en el Merlotte’s deseosa de enterarse de qué había sucedido realmente. Entre las repetitivas preguntas de los clientes y las interminables especulaciones de Andrea Norr me daban ganas de empezar a gritar.
—Pero ¿quién la dejaría en el contenedor?, y ¿cómo la metieron ahí? —preguntó An por enésima vez—. Ahí es donde Antoine tira la basura de la cocina. Es repugnante.
—Claro que lo es —le solté, controlándome para no arrancarle la cabeza de cuajo—. Y por esa razón vamos a dejar el tema.
—¡Vale! ¡Vale! Pillo tu indirecta, Sookie. Yo, chitón. Cariño, al menos le estoy diciendo a todo el mundo que tú no lo hiciste. —Y empezó de nuevo a hablar. No había duda de que An, la cotilla, tenía ese «atractivo» misterioso. Todos los hombres seguían sus movimientos a la vez como si estuvieran en un partido de tenis.
Me alegraba saber que An le decía a toda la gente que yo no era culpable, pero me deprimía pensar que algunos lo habían dado por hecho. Los razonamientos de An era iguales a los de los detectives. Parecía imposible que una mujer sola pudiera levantar a Arlene, literalmente un peso muerto, hasta la abertura del contenedor.
De hecho, al pensar en cómo pudo ser introducida en el contenedor, deduje que la única posibilidad era que el asesino tuviera ya a Arlene cargada sobre su hombro (hablaba en masculino porque, para levantarla de esa forma, había que ser muy fuerte. Arlene había adelgazado, pero aun así no era ningún peso pluma).
Dos personas normales podrían hacerlo con bastante facilidad, y con un solo sobrenatural de cualquier tipo bastaría.
Miré a Sam, que trabajaba detrás de la barra. Era un cambiante, y por tanto increíblemente fuerte. Sin apenas esfuerzo podría haber arrojado el cadáver de Arlene a la basura.
Podría haberlo hecho, pero no lo hizo.
En primer lugar, y como razón más evidente, Sam no pondría el cadáver de Arlene en el contenedor que hay junto a su negocio. En segundo lugar, Sam jamás habría escenificado que encontraba el cuerpo conmigo como testigo. En tercer lugar, simplemente no me creía que hubiera matado a Arlene, no sin una razón de peso o sin el fragor de una terrible pelea. Y en cuarto lugar, si se hubiera dado alguna de esas circunstancias, Sam me lo habría contado.
Si Andy entendió que me habría sido imposible meter ahí a Arlene sola, ahora debería estar tratando de averiguar quién pudo ayudarme a hacer algo así. Eso me hizo pensar en la cantidad de amigos y conocidos que tenía que no eran ajenos a la eliminación de cadáveres. Ya me encargaría yo de que me ayudasen contestando a algunas preguntas. Pero ¿qué decía eso de mi vida?
Vale, ¡al diablo con esta introspección melancólica! Mi vida era lo que era. Y si había sido más dura y sangrienta de lo que jamás imaginé…, a lo hecho, pecho.
El Sospechoso Número Uno para «ayudar a Sookie a deshacerse de un cuerpo» entró justo en ese momento. Mi hermano, Jason, era un hombre pantera, y aunque no se había convertido nunca en público, había corrido la voz. Jason nunca había sido capaz de mantener la boca cerrada cuando algo le entusiasmaba. Si le hubiera llamado para pedirle que me ayudara a meter a una mujer en un contenedor, se habría metido en la camioneta de un salto y habría venido al instante.
Saludé a mi hermano cuando entró por la puerta cogido de la mano de Michele. Jason estaba todavía sucio y sudoroso después de un largo y caluroso día como supervisor de una empresa de mantenimiento de carreteras. En cambio, el aspecto de Michele era vivaz y alegre, vestía el polo de color rojo que todos los empleados llevaban en el concesionario de Ford Schubert. Los dos estaban en plena fiebre preboda. Pero al igual que a todos los demás habitantes de Bon Temps, les fascinaba la muerte de una excamarera del Merlotte’s.
Yo no quería hablar de Arlene, así que intenté evitarlo contándole a Michele que había encontrado un vestido para la boda. Su cercana ceremonia tenía prioridad sobre todo lo demás, incluso sobre una horrible muerte en el aparcamiento. Tal y como esperaba, Michele me hizo un millón de preguntas y dijo que vendría a verlo. También me contó que la Iglesia baptista del Amor Superior (la Iglesia del padre de Michele) estaba dispuesta a prestar sus mesas y sillas plegables para el banquete que se celebraría en casa de Jason y al que cada invitado llevaría un plato. Un amigo de Michele se había ofrecido para hacer la tarta nupcial como regalo de bodas para la feliz pareja, y la madre de otro amigo se encargaría de las flores a precio de coste. Cuando terminaron la comida y pagaron la cuenta, la palabra «estrangulada» no había aparecido en la conversación.
Ese fue el único respiro que tuve en toda la noche. Aunque yo había visto perfectamente que la clientela del bar del día anterior había sido escasa, ahora un número increíble de personas aseguraba haber visto entrar a Arlene en el Merlotte’s. Todos ellos habían hablado con ella personalmente antes de ver cómo entraba en la oficina, y todos ellos la habían visto salir (cinco, quince o hasta cincuenta minutos después) echando humo por las orejas. No importaba cómo sus historias discrepaban en algunos puntos de interés, para mí esto era lo importante: que había salido del bar, sana y salva. Y enfadada.
—¿Vino a pedirte perdón? —preguntó Maxine Fortenberry. Maxine había venido a cenar con dos de sus amigas, amigas también de mi abuela.
—No, vino a pedir trabajo —contesté, con toda la honestidad y franqueza que fui capaz de expresar.
Las tres mujeres estaban conmocionadas pero a la vez deleitadas.
—No puede ser verdad —exhaló Maxine—. ¿Tuvo el descaro de preguntar si podía recuperar su trabajo?
—No parecía entender por qué no —respondí, encogiendo un hombro mientras recogía los platos sucios—. ¿Desean todas más té?
—Claro, trae la jarra —contestó Maxine—. Dios mío, Sookie. Eso es el colmo.
Tenía toda la razón.
El siguiente momento libre que tuve lo invertí exprimiendo mi cerebro y tratando de recordar cuándo había visto por última vez el pañuelo azul y verde. Sam recordaba habérmelo visto puesto en la iglesia con un vestido negro. Debía de tratarse de un funeral, porque no me gustaba ir de negro y lo reservo para las ocasiones más serias. ¿El funeral de quién? ¿Quizás el de Sid Matt Lancaster? ¿O el de Caroline Bellefleur? En los últimos dos años había asistido a varios funerales, ya que la mayoría de los amigos de la abuela estaban envejeciendo, pero en esos no coincidí con Sam.
Jane Bodehouse se arrastró hasta el Merlotte’s cerca de la hora de cenar y se subió en su banqueta habitual, junto a la barra. Pude sentir cómo mi cara se tensaba y enfadaba.
—Tienes agallas, Jane —le dije sin rodeos—. ¿Por qué quieres beber aquí cuando estás tan lesionada por el incidente de la bomba incendiaria? No sé cómo puedes soportar venir aquí con todo lo que has sufrido.
Ella se mostró sorprendida durante un segundo hasta que los engranajes de su cerebro funcionaron lo suficientemente bien como para recordar que había contratado a un abogado. Apartó la mirada, con ostentación, intentando aguantar el tipo con orgullo.
Cuando volví a mirarla, le acababa de pedir a Sam que le diera más aperitivos. Sam iba a coger el bol.
—Será mejor que te des prisa, Sam —le solté de mala leche—. No queremos molestar a Jane y que tenga que llamar a su abogado. —Sam me miró con sorpresa. Aún no había visto el correo—. Jane nos está demandando —le informé, y me acerqué a la ventanilla de la cocina a darle la siguiente comanda a Antoine—. Por sus gastos de hospital y tal vez por su angustia mental —concluí, girando la cabeza.
—¿Jane? —la llamó Sam desde detrás de mí, realmente sorprendido—. ¡Jane Bodehouse! ¿Dónde vas a beber si nos demandas? Somos el único bar de la zona que te permite la entrada. —Sam estaba diciendo la verdad. Con los años, la mayoría de los bares de la zona habían acabado negándose a servir a Jane, que era propensa a hacer proposiciones patosas a cualquier hombre que estuviera a su lado. Solo los más borrachos respondían, ya que Jane cada año cuidaba menos su higiene personal.
—No puedes dejar de servirme —reclamó indignada—. Eso dice Marvin. Y ese abogado.
—Yo creo que sí —contestó Sam—. A partir de ahora mismo. ¿Acaso sabes lo que pone en esa demanda? —Fue una pregunta astuta.
Como si nos hubiese oído, Marvin entró por la puerta, muy enfadado.
—¡Mamá! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí? Te dije que no podías volver. —Se encontró con mis ojos y apartó la mirada, avergonzado. Todo el mundo en el Merlotte’s dejó de hacer lo que estaba haciendo para escuchar. Era casi tan bueno como un reality show de la televisión.
—Marvin —dije—. Me duele en lo más profundo que nos trates así. Con todas las veces que te he llamado para evitar que tu madre cogiera el coche. Con todas las veces que le hemos limpiado sus vómitos… Por no hablar de la noche en la que la impedí que se llevara a un hombre al lavabo de señoras. ¿Vas a tener a tu mamá en casa todas las noches? ¿Cómo vas a hacerlo?
No estaba diciendo nada que no fuese verdad. Y Marvin Bodehouse lo sabía.
—Solo la mitad de la factura de urgencias, ¿vale? —sugirió, patéticamente.
—Yo pagaré su factura —anunció Sam con elegancia. Claro que él no había visto la cifra—. Pero solo después de recibir una carta de tu abogado diciendo que no va a pedir nada más.
Marvin se miró los zapatos un instante y después dijo:
—Creo que te puedes quedar aquí, mamá. Intenta no beber demasiado, ¿me oyes?
—Claro, cariño —aseguró Jane, golpeando la barra delante de ella—. ¡Un chupito con esa cerveza! —le dijo a Sam, con tono de aristócrata.
—Lo pongo en tu cuenta —le advirtió Sam. Y de repente, la vida del bar volvió a la normalidad. Marvin salió arrastrando los pies, y Jane se puso a beber. Sentía lástima por los dos, pero yo no era la responsable de sus vidas y lo único que podía hacer era tratar de mantener a Jane fuera de la carretera cuando estaba borracha.
An y yo trabajamos mucho. Dado que todos los que vinieron demostraron tener hambre (tal vez necesitaban la energía para generar sus cotilleos), Antoine estuvo tan ocupado que perdió los estribos un par de veces, algo inusual en él. Sam trató de encontrar tiempo para sonreír y saludar a la gente, pero le agobiaba retrasar las comandas de la barra. Me dolían los pies y necesitaba soltarme la cola de caballo, cepillarme el pelo y hacerla de nuevo. Me moría por una ducha con una intensidad equivalente al deseo sexual. De hecho, me las arreglé para olvidar mi encuentro (no iba a llamarlo cita) con Eric de más tarde. Cuando me acordé, me di cuenta de que no me había dicho ni una hora exacta ni un lugar.
—Que le den —le dije al plato de patatas fritas que llevaba a la mesa de unos mecánicos—. Aquí tenéis, chicos. Con un poco de salsa picante por si queréis vivir peligrosamente. Comed y disfrutad.
Pisándole los talones a ese pensamiento, Karin se deslizó por la puerta principal. Miró a su alrededor como si estuviera en la sección de primates del zoo. Sus cejas se elevaron ligeramente. Luego se fijó en mí, y se dirigió en mi dirección con una suavidad y economía de movimientos que envidié.
—Sookie —susurró—, Eric necesita que vayas a él ahora mismo. —Estábamos atrayendo una buena dosis de atención. La belleza de Karin, su palidez y su peculiar forma de deslizarse eran una perfecta combinación que decía a gritos: Mírame, soy hermosa y letal.
—Karin, estoy trabajando —la informé, en esa especie de silbido que sale cuando uno está enfadado pero intenta bajar la voz—. ¿Ves? ¿Ganándome la vida?
Miró a su alrededor.
—¿Aquí? ¿En serio? —Arrugó su diminuta nariz blanca.
Reprimí mi enfado con las dos manos.
—Sí, aquí. Este es mi negocio.
Sam se acercó, tratando de actuar normal.
—Sookie, ¿quién es tu amiga?
—Sam, te presento a Karin la…, Karin la Carnicera, mi coartada para anoche. Ha venido para decirme que Eric me necesita en Shreveport. Ahora.
Sam estaba tratando de parecer cordial, y casi lo consigue, le falló la mirada.
—Karin, encantado de conocerte. Estamos bastante ocupados. ¿No puede Eric esperar una hora?
—No. —Karin no parecía obstinada, enfadada ni impaciente. Simplemente pragmática.
Nos quedamos en silencio observándonos entre nosotros durante un rato.
—Está bien, Sook, me ocupo yo de tus mesas —dijo Sam—. No te preocupes, nos las arreglaremos.
—Tú eres el jefe, Sam. —Los gélidos ojos de Karin examinaron a mi jefe (y socio) como si fueran un rayo láser.
—Yo soy el jefe —convino amablemente—. Sook, iré si me necesitas…
—Estaré bien —le tranquilicé, aunque sabía que no era cierto—. En serio, no te preocupes.
Sam parecía desgarrado. Un grupo de treintañeras que celebraban un divorcio empezaron a gritar que querían más cerveza. Fueron el factor decisivo.
—¿Tú serás la responsable de que esté bien? —le preguntó Sam a Karin.
—Con mi vida —respondió Karin con tranquilidad.
—Voy a coger mi bolso —le dije a Karin, y me dirigí a las taquillas en la parte posterior del almacén. Me quité el delantal, lo dejé caer en el cubo en el que ponía «Sucio», y me puse una camiseta limpia que saqué de mi taquilla. Me cepillé el pelo en el lavabo de señoras, pero, como tenía la marca de la goma de la coleta, tuve que cogerme de nuevo una cola de caballo. Al menos estaba mejor que antes.
Nada de ducha, ni vestido limpio, ni zapatos bonitos. Por lo menos tenía pintalabios.
Le saqué la lengua al espejo y me colgué el bolso del hombro. Había llegado el momento de tirarse a la piscina, aunque no sabía cuánto me iba a cubrir.
Ignoraba cómo había llegado Karin al Merlotte’s; tal vez, como Eric, podía volar. Fuimos en mi coche hasta Shreveport. La hija mayor de Eric no era muy habladora. Su única pregunta fue: «¿Cuánto tiempo tardaste en aprender a conducir?». Pareció ligeramente interesada cuando le dije que había tomado clases de conducir en el instituto. Después de eso, permaneció mirando al frente. Podía estar teniendo pensamientos profundos sobre la economía mundial o encontrarse cabreada porque le había tocado hacer de escolta. Imposible saberlo.
Finalmente, le dije:
—Karin, supongo que acabas de llegar a Luisiana hace poco. ¿Hacía cuánto tiempo que no veías a Eric?
—Llegué hace dos días. Hacía doscientos cincuenta y tres años que no veía a mi creador.
—Supongo que no habrá cambiado mucho —aventuré, quizá con cierto sarcasmo. Los vampiros nunca cambiaban.
—No —respondió, y volvió a quedarse en silencio.
Vale. No iba a facilitarme abordar el tema que quería. Tenía que lanzarme.
—Karin, tal y como le pedí Mustafá que te dijera, es posible que la policía de Bon Temps quiera hablar contigo sobre anoche, cuando me viste.
Entonces sí que se volvió para mirarme. Yo atendía a la carretera, pero pude ver su movimiento de cabeza por el rabillo del ojo.
—Mustafá me dio tu mensaje, sí. ¿Qué puedo decir? —preguntó.
—Que me viste en mi casa sobre las once y media o doce y que vigilaste la casa hasta el amanecer para asegurarte de que yo no salía —le contesté—. ¿No es esa la verdad?
—Podría ser —matizó. Y ya no dijo ni una palabra más.
¡Joder! (con perdón). Karin era realmente irritante.
Lo cierto es que me alegré de llegar al Fangtasia. Estaba acostumbrada a aparcar en la parte de atrás, con el personal. Justo cuando estaba a punto de rodear la fila de tiendas, Karin dijo:
—Está bloqueado. Debes dejar el coche aquí.
Desde la primera ocasión en que había estado allí con Bill, rara vez estacioné en el aparcamiento frontal, con los clientes. Había sido una visitante privilegiada durante meses. Junto al personal del Fangtasia había luchado y sangrado, y a algunos de ellos los consideraba mis amigos, o al menos mis aliados. Ahora, al parecer, era como una humana más en busca de emociones fuertes. Me dolió un poco.
Estaba convencida de que ese sería el más leve de mis dolores.
Mientras hablaba conmigo misma, conducía entre las filas de coches en busca de un sitio. La búsqueda llevó unos minutos. Pude oír unos débiles acordes al bajarnos del coche. Había una banda en vivo esa noche («en vivo» en el sentido de «en directo»).
De vez en cuando un grupo de vampiros hacía un concierto en el único bar vampiro de Shreveport. Esta parecía ser una de esas noches. Los vampiros recién convertidos tocaban versiones de los temas que habían amado durante su vida, es decir, música reciente de la humanidad, pero los viejos vampiros tocaban temas desconocidos para los vivos mezclados con algunas canciones de humanos que ellos encontraban atractivas. Yo nunca había conocido a un vampiro al que no le encantase «Thriller» de Michael Jackson.
Al menos Karin y yo pudimos pasar por alto la cola que había para la taquilla, ocupada por una gruñona Thalia. Me alegré de ver que su brazo se había vuelto a unir, me di un golpecito en mi propio antebrazo derecho y le mostré un pulgar hacia arriba en señal de aprobación. Su rostro se relajó por un momento, que era lo más cerca de sonreír que Thalia llegaba a hacer, a menos que hubiera un flujo de sangre de por medio.
Dentro del club, el ruido era tolerable. El fino oído de la audiencia vampírica mantenía el volumen a un nivel soportable. Vi a una banda de hombres y mujeres muy peludos apiñados en el pequeño escenario. Estaba dispuesta a apostar a que habían sido convertidos en los años sesenta. En los sesenta del siglo veinte. En la costa oeste. Lo vi claro cuando terminaron «Honky Tonk Women» y empezaron a tocar «San Francisco». Me asomé a ver sus vaqueros andrajosos. Sí, pantalones acampanados, diademas, camisas de flores, pelo largo… Un trozo de la historia aquí, en Shreveport.
De repente, Eric estaba de pie junto a mí y mi corazón dio un pequeño salto. No sabía si era la felicidad por su proximidad, el temor de que esta podía ser la última vez que lo viera o simplemente miedo. Su mano me tocó la cara mientras su cabeza se inclinaba hacia la mía. Me dijo al oído, al volumen exacto para que solo yo lo oyera:
—Esto es lo que debemos hacer, pero nunca dudes de mi afecto.
Se acercó aún más. Pensé que iba a besarme, pero solo estaba inhalando mi esencia. Los vampiros solo inhalan cuando realmente quieren saborear un olor, y eso era justo lo que hacía.
Me cogió la mano para llevarme a la zona de gestión del club: su despacho. Giró la cabeza hacia atrás para mirarme, y me di cuenta que me estaba recordando sin palabras que todo lo que se avecinaba iba a ser un simple espectáculo.
Cada músculo de mi cuerpo se tensó.
La oficina de Eric no era ni grande ni imponente, pero estaba hasta arriba. Pam, apoyada contra una pared, llevaba un look suburban-chic con unos pantalones pirata de color rosa y una camiseta de tirantes de flores. Todo el alivio que podía haber experimentado al ver una cara conocida se convirtió en más temor al reconocer a Felipe de Castro, rey de Nevada, Luisiana y Arkansas, y a Freyda, reina de Oklahoma. Yo ya imaginaba que uno u otro estarían allí, pero al ver a ambos… mi corazón se hundió.
La presencia de la realeza nunca significaba nada bueno.
Felipe estaba detrás del escritorio, sentado en la silla de Eric, naturalmente. Estaba flanqueado por su fiel mano derecha, Horst Friedman, y su fiel consorte, Angie Weatherspoon. Angie era una pelirroja de piernas largas con la que apenas había intercambiado dos palabras. Jamás me caería bien después de haberla visto bailar sobre la mesa favorita de Eric con zapatos de tacón de aguja.
Quizá escribiría una canción de hip hop llamada «Fielipe y sus fieles».
Quizá la mesa de Eric había dejado de ser mi problema.
Quizá debería recuperar la cordura en lugar de perder el juicio.
—Qué aspecto tan auténtico, Sookie —comentó Pam. Ya sabía yo que Pam comentaría mi atuendo de camarera. Probablemente olía a patatas fritas.
—No he tenido otra opción —reconocí.
—Ssseñorita Stekhuss —saludó Felipe de forma agradable—. Qué bueno verte de nuevo.
—Mmmm —dijo Freyda desde su silla apoyada contra la pared. Parecía no coincidir con Felipe.
Miré detrás de mí y me encontré a la inexpresiva Karin bloqueando la puerta. Pam era Hello Kitty en comparación con Karin.
—Estaré aquí fuera —anunció la hija más antigua de Eric. Dio un paso atrás y, a continuación, cerró la puerta con firmeza.
—Así que aquí estamos todos, como una gran familia —dije. Más o menos mostraba lo nerviosa que estaba.
Pam puso los ojos en blanco. No parecía pensar que fuera momento para el humor.
—Sookie —comenzó Felipe de Castro, y vi que habíamos prescindido de los títulos honoríficos—, Eric te ha pedido que vengas para liberarte de su matrimonio con él.
Era como si me hubieran golpeado en la cara con un enorme pescado muerto.
Me obligué a quedarme quieta. Congelé la expresión de mi rostro. Una cosa es medio querer, medio sospechar o incluso medio anticipar y otra bien distinta es saber. Es cierto que saber algo borra la incertidumbre, pero también es un dolor más profundo y punzante.
Por supuesto que yo tenía sentimientos encontrados sobre mi relación con Eric y por supuesto que, más o menos, le había visto las orejas al lobo. Pero a pesar de la brevísima visita nocturna de Eric y sus apresuradas advertencias, esta escueta declaración fue un shock. Una declaración, por cierto, ante la que yo no agacharía la cabeza, no frente a estas criaturas. Dentro de mí empecé a sellar pequeños compartimentos, iguales a los que teóricamente garantizaban que el Titanic no se podía hundir.
Yo ni siquiera miré a Freyda. Si viera lástima en su rostro, saltaría sobre ella e intentaría derribarla. Me daría igual si significaba un suicidio o no. Más le valía estar riéndose con burla por su triunfo. Eso sería más llevadero.
No tenía sentido mirar a Eric a la cara.
Una inmensa rabia y tristeza se extendieron por mi cuerpo como un vendaval. Cuando estuve segura de que mi voz no iba a temblar, dije:
—¿Hay que firmar algún papel?, ¿algún ritual?, ¿o debería simplemente marcharme?
—Hay un ritual.
Estaba claro. Los vampiros tenían un ritual para todo.
Pam se me acercó sosteniendo en sus manos un familiar paquete envuelto en terciopelo negro. Me sorprendió levemente que Pam se inclinara para darme un beso frío en la mejilla. Dijo:
—Solo pínchate en el brazo, dile a Eric «Esto ya no es tuyo» y entrégale el cuchillo. —Desenrolló el terciopelo para dejar el cuchillo al descubierto.
El cuchillo ceremonial era brillante, decorado y afilado, tal y como lo recordaba. Tuve un breve impulso de hundirlo en uno de los silenciosos corazones que me rodeaban. No sé a cuál apuntaría primero, Felipe, Freyda, o incluso Eric. Antes de pensar en eso demasiado, cogí el cuchillo con la mano derecha y me pinché el antebrazo izquierdo. Un pequeño hilo de sangre corría por mi brazo y sentí como cada vampiro de la habitación reaccionaba.
Felipe incluso cerró los ojos para saborear la fragancia.
—Estás dejando marchar mucho más de lo que nunca imaginé —le murmuró a Eric. (Felipe se colocó en el número uno de mi lista de a quién apuñalar en el corazón).
Me volví hacia Eric, pero mantuve la mirada en su pecho. Mirarlo a la cara sería correr el riesgo de partirme en dos.
—Esto ya no es tuyo —le dije de forma clara y con un cierto grado de satisfacción. Sostuve el cuchillo en su dirección y sentí cómo lo cogía. Eric mostró su antebrazo y se lo clavó, no como el pinchazo que me había hecho yo; él se rebanó un trozo. La oscura sangre fluyó lentamente desde su brazo hasta su mano y goteó sobre la alfombra gastada.
—Esto ya no es tuyo —formuló Eric en voz baja.
—Te puedes ir ya, Sookie —anunció Felipe—. No podrás volver al Fangtasia nunca más.
No había nada más que decir.
Me di media vuelta y salí de la oficina de Eric. La puerta se abrió mágicamente frente a mí. Los pálidos ojos de Karin se encontraron con los míos un instante. Su precioso rostro no mostraba expresión alguna. Nadie dijo nada. Ni «Adiós», ni «Ha sido estupendo», ni «Que te den».
Me abrí paso entre la multitud que bailaba.
Volví a mi coche.
Y conduje a casa.