—¿Quién coño eres tú? —pregunté, luchando contra la parálisis de mi garganta.
—¡Perdón! —contestó una voz con acento—. Soy Karin.
No podía reconocer el acento. Ni cajún, ni español, ni inglés…
—¿Cómo has entrado?
—Eric me dejó pasar. Dijiste que consentías que te vigilaran.
—Creí que se refería a tener a alguien fuera.
—Él dijo «aquí».
Pensé en la conversación que acaba de tener, que no recordaba del todo bien.
—Si tú lo dices… —dije sin mucha convicción.
—Lo digo —confirmó la tranquila voz.
—Karin, ¿por qué estás aquí?
—Para vigilarte —contestó con paciencia.
—¿Para que yo no salga? ¿O para que otros no entren?
—Para que otros no entren. —No sonaba molesta, solo práctica.
—Voy a encender la luz —anuncié. Me acerqué a la lámpara de la mesilla y la encendí. Karin, la Carnicera, estaba agachada junto a la puerta de mi dormitorio.
Nos observamos mutuamente. Curiosamente, tras un instante, pude ver la progresión de Eric. Si mi pelo era rubio dorado y el de Pam, rubio más pálido, el de Karin era rubio ceniza y estaba a la cola de la gama de rubios. Caía por su espalda en grandes ondas. No llevaba nada de maquillaje en su bellísimo rostro. Sus labios eran más finos que los míos, igual que la nariz, pero tenía los ojos grandes y azules. Karin era más bajita que yo o Pam, pero igual de curvilínea. Karin era como una primera versión.
Eric era fiel a un tipo de mujer.
Las diferencias más pronunciadas no estaban en nuestros rasgos, sino en nuestros gestos. Al mirar a Karin a los ojos, supe que se trataba de una asesina fría como el hielo. Todos los vampiros lo son, pero algunos tienen más habilidad que otros. Y a algunos les produce más placer que a otros. Cuando Eric convirtió a Pam y a Karin, ganó dos auténticas guerreras rubias.
Si me convirtiera en una vampira, sería como ellas. Pensé en algunas cosas que ya había llevado a cabo. Me estremecí.
Entonces vi lo que llevaba puesto.
—¿Pantalones de yoga? —pregunté—. ¿Una temible vampira en pantalones de yoga?
—¿Por qué no? Son cómodos —dijo—. Libertad de movimiento. Y fáciles de lavar.
Estuve por preguntarle qué detergente utilizaba y si los lavaba en agua fría, pero me reprimí. Su repentina aparición me había impactado mucho.
—Vale. Sé que has escuchado todo lo que me ha dicho Eric. ¿Serías tan amable de explicarme con más detalle su poco satisfactoria conversación? —pregunté, sosegando mi voz hasta un nivel tranquilo y casual.
—Tú sabes tan bien como yo lo que te ha dicho, Sookie —contestó Karin—. No necesitas que te lo interprete, incluso suponiendo que mi padre Eric así lo quisiera.
Guardamos silencio durante unos segundos, yo recostada en mi cama y ella agazapada a un metro de distancia. Podía oír los insectos del jardín canturrear al unísono. «¿Cómo lo harán?», me pregunté, y me di cuenta de que seguía aturdida por el sueño y el susto.
—Bueno —dije—. Ha sido divertido, pero necesito descansar.
—¿Cómo está Sam? El que resucitaste —preguntó Karin de improviso.
—Ehhh…, bueno, está teniendo algún problema acostumbrándose.
—¿A qué?
—A estar vivo.
—Pero si casi ni estuvo muerto —se burló Karin—. Seguro que está poniéndote por las nubes. Seguro que su gratitud es muy profunda, ¿verdad? —Ella no estaba segura en absoluto, pero le interesaba la respuesta.
—Pues no parece —admití.
—Qué extraño. —No tenía ni la más remota idea de por qué sentía curiosidad.
—Yo también lo pienso. Buenas noches, Karin. ¿Me podrías vigilar desde fuera de la habitación? —Apagué la luz.
—Sí, puedo hacer eso. Eric no dijo que tuviera que quedarme junto a tu cama y verte dormir. —Un pequeño movimiento en la oscuridad me indicó que se había marchado. No sabía dónde se habría colocado ni qué haría cuando llegara el día, pero, francamente, todo eso pertenecía al montón de asuntos que no eran problema mío. Me tumbé y reflexioné sobre mi futuro inmediato. Mañana durante el día, trabajo. Mañana por la noche, al parecer, el plan era tener algún tipo de confrontación pública con Eric. Evitar el encuentro no parecía ser una opción. Me pregunté dónde habría dormido Arlene esa noche. Esperaba que no fuese cerca de mi casa.
La agenda de acontecimientos inminentes no parecía muy atractiva.
¿Has querido alguna vez darle a un botón para pasar directamente a la semana siguiente? Sabes que algo malo va a ocurrir y sabes que te recuperarás, pero las perspectivas te ponen enferma. Estuve preocupada durante media hora y, aunque sabía que estar intranquila no tenía ningún sentido, podía sentir cómo la ansiedad me retorcía como un nudo.
—Vaya mierda —me dije a mí misma—. Vaya mierda total. —Y porque estaba cansada, porque no había nada que pudiera convertir mi día de mañana en uno mejor de lo que iba a ser y porque tendría que vivir con ello de alguna forma, al final me dormí.
No había mirado el parte meteorológico el día anterior. Me quedé gratamente sorprendida al despertarme con el sonido de un buen aguacero. La temperatura bajaría un poco y los arbustos y la hierba perderían su capa de polvo. Suspiré. En mi jardín todo crecería más rápido.
Para cuando hube acabado con mi rutina matinal, la lluvia había amainado un poco, pasando de torrencial a ligera. El canal meteorológico decía que las fuertes lluvias volverían al final de la tarde y que podían continuar de forma intermitente durante los próximos días. Eran buenas noticias para los granjeros y, por lo tanto, para Bon Temps. Practiqué una sonrisa feliz frente al espejo, pero no hacía juego con mi cara.
Corrí hacia el coche entre la llovizna sin preocuparme de abrir el paraguas. Quizá un poco de adrenalina me ayudaría a ponerme en marcha. Me sentía poco entusiasta por los acontecimientos del día. Dado que no sabía si Sam sería capaz o estaría dispuesto a atravesar el aparcamiento para venir a trabajar, podía ser que me tuviera que quedar en el Merlotte’s hasta el cierre. No podía seguir cargando tantas responsabilidades sobre los empleados a no ser que les incrementara el sueldo y eso era algo que de momento no podíamos asumir.
En cuanto aparqué detrás del bar, me di cuenta de que el coche de Bernie había desaparecido. No mentía al decir que se iba a marchar. ¿Debía entrar primero en el bar o intentar pillar a Sam en la caravana?
Mientras debatía, vislumbré algo amarillo a través de la lluvia que caía en mi parabrisas. Sam estaba de pie junto al contenedor de basura, convenientemente ubicado entre la puerta de la cocina y la entrada para empleados. Llevaba un chubasquero amarillo, uno que tenía colgado en la oficina para momentos como ese. Al principio, me sentí tan aliviada de verle que no asimilé su lenguaje corporal. Estaba de pie, tieso y congelado con una bolsa de basura en su mano izquierda. Había deslizado la tapa del contenedor con su mano derecha. Miraba dentro con toda su atención centrada en algo que había en el interior.
Tuve una sensación de abatimiento. Ya sabes, esa sensación que te invade cuando te das cuenta de que tu día acaba de desmoronarse.
—¿Sam? —Abrí el paraguas y fui corriendo hacia él.
—¿Qué pasa?
Le puse la mano en el hombro. Ni se movió; es difícil sobresaltar a un cambiante. Tampoco habló.
El contenedor olía peor de lo habitual.
Se me hizo un nudo en la garganta, pero me obligué a mirar dentro del recipiente de metal caliente, medio lleno de bolsas de basura.
Arlene no estaba en una bolsa. Estaba tumbada encima. Los bichos y el calor habían empezado a hacer su cometido y ahora la lluvia caía sobre su descolorido e hinchado rostro.
Sam dejó caer la bolsa en el suelo. Con evidente reticencia, se inclinó para tocar el cuello de Arlene con los dedos. No había nada en su mente que yo pudiera leer y todos los cambiantes podían oler la muerte.
Dije una palabrota de las fuertes. Después la repetí varias veces.
Tras un rato, Sam dijo:
—Nunca te había oído decir eso en voz alta.
—Ni siquiera lo pienso a menudo. —Odiaba ahondar en los detalles de esta horrible situación, pero tenía que hacerlo—. Estuvo aquí ayer, Sam, en tu despacho. Hablando conmigo.
En un silencioso acuerdo, nos desplazamos bajo el cobijo del roble del jardín de Sam. Había dejado el contenedor abierto, pero las gotas de lluvia ya no molestarían a Arlene. Sam no dijo nada durante un buen tiempo.
—Imagino que la vio mucha gente, ¿verdad? —preguntó.
—Yo no diría que mucha gente. No teníamos demasiados clientes. Pero quien fuera que estuviera en el bar la vio porque debió de entrar por la puerta principal. —Pensé durante un instante—. Sí, no oí la puerta de atrás. Entró en tu despacho mientras yo revisaba el correo y debimos de hablar unos cinco o diez minutos. Me parecieron interminables.
—Me pregunto por qué vendría al Merlotte’s. —Sam me miró, desconcertado.
—Me dijo que quería recuperar su empleo.
Sam cerró los ojos durante un buen rato.
—Como si lo fuese a recuperar. —Y los abrió, mirando directamente a los míos—. Me tienta tanto sacar el cuerpo de aquí y tirarlo en otro sitio… —Me estaba haciendo una pregunta y, aunque durante una milésima de segundo me quedé perpleja, comprendí su sensación perfectamente.
—Podríamos hacerlo —susurré—. Seguro que… —«Nos ahorraría muchos problemas. Sería algo horrible. Alejaría el foco de atención del Merlotte’s»— sería desagradable —completé por fin—, pero factible.
Sam me rodeó los hombros con su brazo e intentó sonreír.
—Dicen que tu mejor amigo es quien te ayudaría a mover un cadáver —dijo—. Tú debes de ser mi mejor amiga.
—Lo soy —confirmé—. Te ayudaría a mover el cuerpo de Arlene sin pensármelo…, si es que finalmente decidimos que es lo mejor.
—Oh, no lo es —dijo Sam—. Sé que no lo es. Y tú también lo sabes. Pero detesto pensar en que el bar se vea envuelto en otra investigación policial… Y no solo el bar, también nosotros. Ya tenemos suficiente de lo que recuperarnos. Sé que no mataste a Arlene y tú sabes que yo no lo hice, pero no sé si la policía creerá eso.
—Podríamos meterla en el maletero de mi coche —sugerí, pero ni siquiera me convencí a mí misma de que fuéramos a hacer algo así. Podía sentir mi impulso desvanecerse. Para mi sorpresa, Sam me abrazó y nos quedamos así bajo el roble durante un rato con el agua cayendo sobre nosotros hasta que la lluvia se convirtió en una ligera llovizna. No estaba segura de lo que pasaba por la cabeza de Sam exactamente y me alegraba de ello, pero podía leer lo suficiente como para saber que ambos sentíamos cierta reticencia a pasar a la siguiente fase del día.
Después de un rato, nos separamos.
—Maldita sea. Bueno, venga, llama a la poli —apremió Sam.
Sin nada de entusiasmo marqué el 911.
Mientras esperábamos, nos sentamos en las escaleras del porche de Sam. El sol apareció de repente, como si lo hubiéramos programado, y la humedad del aire se convirtió en vapor. Era tan divertido como sentarse en una sauna llevando ropa mojada. Sentí el sudor bajando por mi espalda.
—¿Tienes idea de lo que le sucedió? ¿De cómo murió? —pregunté—. No he mirado tan de cerca.
—Creo que la han estrangulado —dijo Sam—. No estoy seguro, estaba muy hinchada, pero creo que había algo alrededor de su cuello. Quizá si hubiera visto más episodios de CSI…
Resoplé.
—Pobre Arlene —dije, pero mi tono no sonaba muy triste.
Sam se encogió de hombros.
—Yo no escojo quién muere y quién vive, pero Arlene no estaría entre las primeras personas por las que pediría clemencia.
—Porque intentó que me mataran.
—Y no que te mataran de forma rápida —dijo Sam—. Una muerte lenta y horrible. Teniendo eso en cuenta, si tiene que haber un cadáver en mi basura, no me importa demasiado que sea el suyo.
—Una pena por sus hijos, eso sí —lamenté, dándome cuenta de repente de que había dos personas que echarían de menos a Arlene el resto de sus vidas.
Sam meneó la cabeza en silencio. Sentía compasión por los niños y su difícil situación, pero Arlene era una mamá lejos de excelente y los habría llevado por el mismo mal camino. La extrema intolerancia de Arlene era tan negativa para sus hijos como la radiactividad.
Escuché una sirena, y mientras se hacía más audible, miré a Sam con resignación.
Las siguientes dos horas iban a ser desastrosas.
Andy Bellefleur y Alcee Beck llegaron. Intenté suprimir un quejido. Yo era amiga de Andy y de su mujer, Halleigh, lo que hacía esta situación el doble de incómoda…, aunque lo cierto era que en ese momento la incomodidad social no ocupaba un lugar destacado en mi lista de preocupaciones. Era preferible tratar con Alcee Beck, a quien simplemente no le caía bien. Al menos los dos agentes encargados de recopilar las pruebas eran conocidos. Kevin y Kenya se habían graduado del curso de entrenamiento de recopilación y análisis de pruebas.
Debía de ser un buen curso, porque los «Kas» sabían muy bien lo que hacer. A pesar del calor sofocante (la lluvia no parecía haber tenido éxito como elemento refrescante), ambos se pusieron manos a la obra con esmerada eficiencia. Andy y Alcee se turnaron para ayudarles y hacernos preguntas, la mayoría de las cuales no podíamos contestar.
Cuando el forense vino a levantar el cadáver, escuché que le comentaba a Kenya que pensaba que Arlene había muerto estrangulada. Me pregunté si el anatomopatólogo llegaría a la misma conclusión tras la autopsia.
Yo quería haber entrado en la caravana de Sam, donde refrescaba, pero cuando lo sugerí, Sam dijo que prefería vigilar lo que hacía la policía. Tras un largo suspiro, me atraje las rodillas a la barbilla para tener las piernas a la sombra. Apoyé la espalda contra la puerta de la caravana y un segundo después Sam apoyó la suya contra la barandilla que cercaba el pequeño porche. Hacía rato que se había deshecho de su chubasquero y yo me había recogido el pelo en lo alto de la cabeza. Sam entró en la caravana y salió con dos vasos de té helado. Me bebí el mío en tres tragos y me apoyé el frío vaso en la frente.
Estaba sudorosa, melancólica y asustada, pero al menos no estaba sola.
Una vez que el cuerpo de Arlene estuvo etiquetado y metido en una bolsa, comenzó su patético viaje hasta el más cercano forense del estado. Andy se acercó a hablar con nosotros. Kenya y Kevin inspeccionaban el contenedor, lo que debía de ser uno de los peores cometidos del mundo, sin duda perfecto para un programa de Dirty Jobs[2]. Ambos sudaban como cerdos y de vez en cuando proferían sus sentimientos verbalmente. Andy se movía con lentitud y cansancio. Resultaba evidente que el calor le abrumaba.
—Arlene salió hace menos de una semana y está muerta —comentó Andy con pesadez—. Halleigh no se encuentra bien y sabe Dios que preferiría estar en casa con ella que aquí fuera. —Nos miró como si hubiésemos planeado el encuentro—. Maldita sea. ¿Qué estaba haciendo Arlene aquí? ¿La habíais visto?
—Yo sí. Vino pidiendo trabajo —respondí—. Ayer por la tarde. Y por supuesto le dije que no. Se marchó y no la vi después de eso. Salí de casa sobre… las siete, o un poco más tarde…, creo.
—¿Dijo dónde se estaba quedando?
—No. ¿Quizá en su caravana? —La caravana de Arlene seguía aparcada en el pequeño descampado donde (a) la dispararon y (b) la arrestaron.
Andy parecía escéptico.
—¿Crees que sigue teniendo suministro eléctrico? Debe de haber veinte agujeros de bala en esa cosa.
—Si tienes un sitio donde ir, ahí es donde vas —contesté—. Mucha gente hace eso, Andy. No tiene otra opción.
Andy pensaba que le estaba acusando de elitista por ser un Bellefleur, pero se equivocaba. Simplemente era un hecho.
Me miró con resentimiento y se puso incluso más rojo.
—Quizá se hospedaba con algunos amigos —continuó metódicamente.
—No puedo saberlo. —Yo dudaba de que a Arlene le quedasen muchos amigos, especialmente amigos que hubieran aceptado hospedarla. Incluso la gente a la que no le gustan los vampiros y no tiene una elevada opinión de alguien como yo, que me junto con los no muertos, se lo pensaría dos veces antes de intimar con una mujer dispuesta a lanzar un cebo a su mejor amiga para que la crucifiquen—. Lo que sí dijo cuando se marchó fue que iba a hablar con sus dos nuevos amigos —añadí, en un intento de ayudar. Lo había escuchado en sus pensamientos, pero lo había escuchado. No tenía que ser más explícita. A Andy se le ponían los pelos de punta cada vez que pensaba en mi habilidad—. Pero no sé a quiénes se refería.
—¿Sabes dónde están sus hijos?
—Eso sí lo sé. —Estaba feliz de poder contribuir más—. Arlene dijo que estaban con Chessie y Brock Johnson. ¿Los conoces? Viven al lado del taller que tenía Tray Dawson.
Andy asintió.
—Claro. Pero ¿por qué los Johnson?
—Chessie era antes una Fowler. Es familia del padre de los niños, Rick Fowler. Por eso la amiga de Arlene, Helen, los dejó allí.
—¿Y Arlene no fue a por ellos al salir de la cárcel?
—Eso tampoco lo sé. Por lo que dijo, no parecía que estuvieran con ella, pero no tuvimos exactamente una agradable charla de amigas. Yo no me alegraba de verla y ella no se alegraba de verme. Creo que pensó que hablaría con Sam.
—¿Cuántas veces ha estado casada? —Andy finalmente se desplomó en una de las sillas plegables de aluminio de Sam. Sacó un pañuelo y se secó la frente.
—A ver. Mmmm —calculé—. Estuvo con John Morgan muy poco tiempo, pero para ella no contaba. Después Rene Lenier. Luego vino Rick Fowler, después Doak Oakley y después otra vez Rick. Ahora ya sabes todo lo que yo sé, Andy.
Andy no se quedó satisfecho con esa afirmación. Ya lo había supuesto. Volvimos a la conversación que yo había mantenido con la mujer muerta otra vez, de cabo a rabo.
Miré a Sam con desesperación un instante mientras Andy revisaba sus notas. Mi paciencia se empezaba a agotar. Sam dijo de pronto:
—Andy, ¿por qué estaba fuera Arlene? ¡Pensé que estaría en una celda durante años!
La vergüenza enrojeció el rostro de Andy incluso más que el calor.
—Obtuvo un abogado de algún sitio. Este recurrió y pidió libertad bajo fianza antes de la sentencia en firme. Le dijo al juez que Arlene era madre, que era prácticamente una santa y que debía estar con sus hijos. Dijo: «Oh, no, ella no planeó los asesinatos, ni siquiera sabía que iban a ocurrir». Casi se pone a llorar. Por supuesto, Arlene no se dio cuenta de que los cabrones de sus amigos planeaban matar a Sookie. Y una leche.
—Matarme a mí —dije, enderezándome—. Mi muerte. Solo porque ella no planeara meterme un clavo personalmente… —me detuve y respiré hondo—. Vale, está muerta. Espero que el juez se alegre ahora de haber sido compasivo.
—Pareces muy enfadada, Sookie —dijo Andy.
—Pues claro que estoy enfadada —exclamé—. Tú también lo estarías. Pero eso no significa que haya venido aquí durante la noche y la haya asesinado.
—¿Cómo sabes que fue durante la noche?
—Nada te pasa inadvertido, Andy —concedí—. Me has pillado.
Respiré hondo y me obligué a tener paciencia.
—Sé que tuvo que ocurrir durante la noche porque el bar estuvo abierto hasta las doce de la noche… Y no creo que nadie haya asesinado a Arlene con el bar lleno y los cocineros en la cocina. Cuando se cerró el bar, yo estaba durmiendo en mi cama. Y ahí me quedé.
—Ajá, ¿Y… hay algún testigo? —Andy sonrió burlonamente. Había días en los que Andy me caía mejor que otros. Ese no era uno de ellos.
—Sí —dije.
Andy me miró un poco sorprendido y Sam, con cautela, no mostró ninguna expresión. Por lo que a mí respecta, estaba muy contenta de haber tenido un visitante nocturno… o dos. Antes, mientras esperaba sentada y sudando a que retiraran el cuerpo de Arlene, pensé en que llegaría este momento. Lo había meditado. Eric me había dicho que quería mantener su visita en secreto, pero no había dicho nada de Karin.
—¿Quién es tu testigo? —preguntó Andy.
—Una… mujer llamada Karin. Karin la Carnicera.
—¿Te estás cambiando de acera, Sookie? ¿Se quedó toda la noche?
—No es asunto tuyo lo que estábamos haciendo, Andy. Anoche, antes de que el bar cerrara, Karin me vio en casa y sabe que me quedé allí.
—¿Y tú, Sam? ¿Pasó alguien por tu casa? —Ahora Andy sonaba tremendamente sarcástico, como si ocultáramos algo.
—Sí —dijo Sam. De nuevo Andy pareció sorprendido, y nada feliz.
—De acuerdo, ¿quién? ¿Tu novia de Shreveport? ¿Ha vuelto de Alaska?
—Mi madre estuvo aquí. Se ha marchado a Texas esta mañana temprano. Puedes llamarla si quieres, te puedo dar su teléfono —contestó Sam con firmeza. Andy lo anotó en su cuaderno—. Supongo que hoy el bar tendrá que permanecer cerrado —continuó—. Pero te agradecería poder abrir cuanto antes, Andy. En los tiempos que corren, necesito hacer tanto negocio como pueda.
—Deberías poder abrir esta tarde a las tres —dijo Andy.
Sam y yo intercambiamos miradas. Eran buenas noticias, pero yo sabía que las malas no habían acabado. Intenté trasmitirle eso a Sam con mi mirada. Andy estaba a punto de sorprendernos con algo. No estaba segura de con qué, pero sabía que estaba tendiendo su trampa.
Andy se giró con aire despreocupado. De forma abrupta se volvió de nuevo hacia nosotros con el repentino ímpetu de alguien que tiende una emboscada. Dado que podía leer su mente, ya sabía lo que venía después. Pude mantener mi rostro inexpresivo gracias a los años de práctica.
—¿Reconoces esto, Sookie? —preguntó, mostrándome una foto. Era un grotesco primer plano del cuello de Arlene. Había algo atado alrededor. Era un pañuelo, un pañuelo verde y azul tornasolado.
Me descompuse.
—Se parece a un pañuelo que solía tener —dije. De hecho era exactamente igual a un pañuelo que había recibido inesperadamente. En Dallas, Luna me había cubierto con él los ojos cuando los cambiantes me rescataron.
Parecía haber pasado una década.
Febrilmente intenté recordar qué había ocurrido con el pañuelo. Volví a mi hotel con él. Después dejé mis pertenencias en el hotel de Dallas y regresé sola a Shreveport. Bill había dejado mi pequeña maleta en mi porche a su regreso y el pañuelo estaba metido dentro de ella. Lo lavé a mano y quedó precioso. Había sido un recuerdo de una noche extraordinaria, así que me lo quedé. Lo había llevado con mi abrigo durante el invierno, até mi cola de caballo con él la última vez que me puse mi vestido verde…, pero había pasado ya un año desde entonces. Sabía a ciencia cierta que no lo había usado ese verano. Dado que había ordenado mis cajones, lo debía de haber visto al doblar mis pañuelos, pero no tenía un recuerdo específico de ese momento, lo que no significaba nada.
—No me acuerdo de la última vez que lo vi —dije, negando con la cabeza.
—Mmmm —dijo Andy. No le agradaba pensar que yo había estrangulado a Arlene y no creía que pudiera haberla metido en el contenedor yo sola. «Pero al beber sangre de vampiro, la fuerza aumenta considerablemente…, al menos por un tiempo», pensó. Esta era la causa por la que la sangre de vampiro era la droga ilegal más preciada.
Abrí la boca para decirle que hacía mucho tiempo que yo no tomaba sangre de vampiro, pero, afortunadamente, me lo pensé dos veces.
No tenía sentido recordarle a Andy que podía leer sus pensamientos y no tenía sentido decirle que efectivamente mi fuerza había aumentado mucho tras beberla…, pero en el pasado.
Me desplomé contra la pared de la caravana. Si la madre de Sam podía proporcionarle una coartada y si Andy creía a Bernie…, me convertiría en la principal sospechosa. Karin corroboraría mi historia, de eso estaba segura, pero para la ley local su testimonio sería casi inútil. Andy estaría menos dispuesto a creer a Karin solo por ser vampira. Otros agentes conocedores del mundo vampírico creerían que Karin me habría ayudado a tirar el cuerpo de Arlene, ya que era la hija de Eric y él era mi novio, al menos a los ojos de los demás.
Mierda. Estaba bastante segura de que Karin habría matado a Arlene por mí si se lo hubiera pedido. Quizá Andy y Alcee tardaran un tiempo en llegar a esa conclusión, pero llegarían.
—Andy —dije—, yo no podría meter a Arlene en ese contenedor ni aunque quisiera, no sin una grúa. Si quieres hacerme un análisis y buscar sangre de vampiro, por favor, adelante. No encontrarás ni una gota en mi organismo. Si hubiera estrangulado a Arlene, no habría dejado mi pañuelo en su cuello. Puede que no tengas una opinión elevada de mí, Andy, pero no soy tonta.
—Sookie, nunca he sabido qué pensar sobre ti —contestó. Y se marchó.
—Podía haber ido mejor —dijo Sam haciendo uso de un inmenso eufemismo—. Recuerdo verte con ese pañuelo el invierno pasado. En la iglesia, alrededor de tu coleta. Llevabas un vestido negro.
Vaya. Una nunca sabe lo que los hombres son capaces de recordar. Empezaba a sentirme un poco conmovida y cariñosa, pero Sam dijo:
—Estabas sentada delante de mí y tuve tu nuca a medio metro durante toda la misa.
Asentí. Eso encajaba mejor.
—Ojalá supiera qué ha pasado con el pañuelo desde entonces. Me gustaría saber cómo ha salido de mi casa para acabar en el cuello de Arlene. Sé que me lo puse para ir al bar una vez. No sé si me lo robaron entonces del bolso o si lo cogieron del armario de mi dormitorio. Es asqueroso e invasivo. —En ese instante recordé mi cajón entreabierto. Arrugué la nariz al pensar en alguien toqueteando mis pañuelos y mis bragas. Un par de cosas parecían cambiadas de lugar. Le conté a Sam ese pequeño incidente—. Ahora que lo digo en voz alta, no parece gran cosa —concluí con pesar.
Sonrió. Fue un ligero movimiento de labios, pero me alegró verlo. Su pelo estaba más despeinado de lo normal, que era mejor que nada. El sol iluminó los pelos rojizos de su barbilla.
—Necesitas afeitarte —dije.
—Sí, ya veré —contestó, ausente—. Me preguntaba… Andy sabe que puedes leer las mentes, pero no parece recordarlo mientras habla contigo. ¿Te pasa muy a menudo?
—Lo sabe pero no lo sabe. No es el único que actúa de esa forma. La gente que entiende que soy diferente (y no piensa que estoy un poco loca) no parece pillarlo del todo. Andy es un creyente convencido. Él de verdad entiende que puedo ver lo que hay en su cabeza, pero simplemente no puede adaptarse.
—A mí no puedes escucharme de la misma forma —constató Sam, solo para reafirmar lo que ya sabía.
—Tu estado de ánimo e intenciones, sí, pero ningún pensamiento concreto. Es así con todos los sobrenaturales.
—Un ejemplo.
Me llevó un rato entender a qué se refería.
—Por ejemplo, ahora sé que estás preocupado, que te alegras de que yo esté aquí, que te habría gustado haber cortado el pañuelo del cuello de Arlene antes de que llegara la policía. Es fácil de saber porque yo deseo exactamente lo mismo.
Sam puso una mueca.
—Eso me pasa por ser escrupuloso. Yo sabía que tenía algo alrededor de su cuello, pero no quería mirar más de cerca. Y sin duda no quería tocarla otra vez.
—¿Quién querría? —Nos callamos. Sudamos. Observamos. Dado que estábamos sentados en los escalones de Sam, mirando por encima de su verja, no nos podían decir que nos marcháramos. Al rato, estábamos tan aburridos que llamé y envié mensajes a los empleados para que vinieran a las tres. Pensé en todos los abogados a los que conocía y a cuál llamaría si fuera necesario. Beth Osiecki había gestionado mi herencia y me había gustado mucho. Su socio había preparado la documentación que formalizaba mi préstamo a Sam para mantener a flote el negocio. También había preparado los papeles que me convertían en socia del bar.
Por otro lado, Desmond Cataliades era muy efectivo y tenía cierto interés personal en mí, ya que había sido el mejor amigo de mi abuelo biológico. Pero vivía en Nueva Orleans y tenía un negocio muy activo, ya que era experto en el mundo sobrenatural y en derecho norteamericano. No sabía si el semidemonio querría o podría venir a ayudarme. Su correo electrónico era amable y mencionaba esa intención. Me costaría un ojo de la cara (no literalmente), pero tan pronto como el banco liberara el cheque de Claudine, tendría suficiente para sus honorarios.
Mientras tanto, quizá la policía encontrara a un nuevo sospechoso. Quizá no necesitara un abogado. Pensé en el último extracto de mi cuenta de ahorros. De lo que había ganado trabajando para los vampiros, había ingresado diez mil en el Merlotte’s, así que me quedaban unos tres mil. Acaba de heredar un montón de dinero, 150.000 dólares, de mi madrina feérica, Claudine. Todo debería ser estupendo, pero el banco que había emitido el cheque estaba siendo investigado por el Gobierno de Luisiana y todos sus cheques estaban congelados. Llamé a mi banco para preguntar qué pasaba. Mi dinero estaba ahí…, pero no podía usarlo. Me parecía increíblemente sospechoso.
Le escribí un SMS a Mustafá, el recadero diurno de Eric.
—Espero que Karin pueda decirle a la policía que me vio anoche y que estuve en casa todo el tiempo —escribí. Lo envié antes de que ocurriera algo que me lo impidiese. Era una indirecta enorme. Esperaba que Karin la pillara.
—Sookie —dijo Alcee Beck. Su grave voz parecía la voz de la muerte—. No necesitas decirle a nadie lo que ha ocurrido aquí. —Ni siquiera le había visto aproximarse, estaba absorta en mis preocupaciones y cálculos.
—No estaba haciéndolo —rebatí con honestidad. Era lo que yo llamaba una verdad feérica. Las hadas no mentían de forma absoluta, pero ofrecían una enrevesada versión de la verdad que daba una impresión completamente equivocada. Miré sus oscuros ojos sin sobrecogerme. Me había enfrentado a seres más temibles que Alcee.
—Ya —dijo incrédulo y se marchó. Se dirigió a su coche, estacionado al fondo del aparcamiento bajo la sombra de un árbol, y se inclinó para abrir la ventanilla. Mientras caminaba de vuelta al bar poniéndose sus gafas de sol, me pareció ver un rápido movimiento en el bosque junto a su coche. Qué extraño. Sacudí mi cabeza y volví a mirar. No vi nada, ninguna actividad.
Sam sacó dos botellas de agua del frigorífico de la caravana. Abrí la mía agradecida y bebí; a continuación, me puse la botella en el cuello. La sensación era maravillosa.
—Eric vino a verme anoche —dije sin premeditación. Vi que las manos de Sam se quedaban quietas. Cautelosamente, había decidido no mirarle el rostro—. Fui a verle al Fangtasia y ni siquiera quiso hablar conmigo. Fue totalmente humillante. Anoche se quedó unos cinco minutos, como mucho. Dijo que no debería estar allí. Y esa es la cuestión, que debo mantener su visita en secreto.
—¿Qué demonios…? ¿Por qué?
—Alguna historia de vampiros. Me enteraré pronto. La cuestión es que dejó allí a Karin. Es su otra hija, la mayor. Teóricamente debía protegerme, pero no creo que Eric pensara siquiera que algo así podría ocurrir. Creo que pensó que alguien podía intentar entrar a escondidas en mi casa. Pero si finalmente Karin les confirma a Alcee y Andy que no me moví de mi casa anoche, me habrá hecho un gran favor.
—Eso si la policía acepta la palabra de una vampira.
—Sí, además no pueden interrogarla hasta esta noche y no tengo ni idea de cómo ponerme en contacto con ella. Le he dejado un mensaje a Mustafá. Y aquí va la Segunda Parte de la Historia de Eric: me dijo que nos veríamos esta noche, pero me advirtió que no me iba a gustar. Parecía un asunto oficial. Creo que debo ir, si es que no estoy en el calabozo, claro —intenté sonreír—. No va a ser divertido.
—¿Quieres que vaya contigo?
Era un ofrecimiento fantástico. Era de agradecer y así se lo hice saber, pero tuve que añadir:
—Creo que tengo que pasar por esto yo sola, Sam. Ahora mismo, el hecho de verte puede poner a Eric más… disgustado.
Sam asintió en reconocimiento, pero parecía preocupado. Tras dudarlo un poco dijo:
—¿Qué crees que va a pasar, Sook? Si tienes que ir, tienes derecho a que alguien te acompañe. No es que vayas a ir al cine con Eric o algo así.
—No creo que corra peligro. Es simplemente…, no sé. —Creía (anticipaba) que Eric me repudiaría en público. Simplemente, no podía expulsar las palabras de mi garganta—. Alguna estupidez vampírica —murmuré en tono sombrío.
Sam me puso la mano en el hombro. Hacía casi demasiado calor para incluso ese leve contacto, pero me di cuenta de que trataba de hacerme saber que estaba dispuesto a apoyarme.
—¿Dónde tenéis la reunión?
—En el Fangtasia o en la casa de Eric, supongo. Ya me lo dirá.
—La oferta sigue en pie.
—Gracias. —Le sonreí, pero fue un intento débil—, pero no quiero que nadie se ponga más nervioso de lo que ya está. —Me refería a Eric.
—Entonces llámame cuando llegues a casa, ¿vale?
—Vale. Podría ser muy tarde.
—No importa.
Sam siempre había sido mi amigo, a pesar de nuestros altibajos y discusiones. Sería insultante decirle que no me debía nada por traerlo de vuelta a la vida. Él ya lo sabía.
—Me desperté diferente —dijo Sam repentinamente. Él también había estado reflexionando durante nuestra breve pausa.
—¿Cómo?
—No estoy seguro aún, pero estoy cansado de… —Su voz se fue apagando.
—¿De qué?
—De vivir mi vida como si fuera a haber un montón de mañanas, como si lo que hago hoy no importara.
—¿Crees que te va a pasar algo?
—No, no exactamente —respondió—. Me temo que no me va a pasar nada. Cuando lo tenga más claro, te lo haré saber. —Me sonrió. Era una sonrisa triste pero afectuosa.
—Está bien —le dije. Me obligué a sonreír de nuevo—. Cuando lo sepas, me lo cuentas.
Y volvimos a contemplar cómo la policía hacía lo suyo, cada uno de nosotros sumido en sus pensamientos. Ojalá los de Sam sean más felices que los míos. En ese momento no pensaba que fuera posible que el día se torciera más. Me equivoqué.
En otro lugar
Esa noche
—Creo que podemos llamarlo ahora —dijo el hombre mediano, y sacó su móvil—. Ocúpate tú del otro teléfono.
El hombre alto sacó un móvil barato de su bolsillo y lo pisó un par de veces, disfrutando de la destrucción del vidrio y del metal. Cogió la carcasa del teléfono y la tiró a un charco profundo. El corto camino de acceso desde la carretera hasta la parte delantera de la caravana estaba salpicado de charcos como ese. Cualquiera que pasara en coche enterraría el teléfono en el barro.
El hombre mediano habría preferido un método que destruyera por completo el pequeño conjunto de circuitos y metal, pero el charco serviría. Tenía el ceño fruncido cuando contestaron al otro lado del aparato.
—¿Sí? —respondió una voz sedosa.
—Está hecho. Han encontrado el cuerpo, con el pañuelo en el cuello, he recuperado la moneda mágica y he colocado el fetiche en el coche del detective.
—Llámame de nuevo cuando suceda —sugirió la voz—. Quiero disfrutarlo.
—Hemos finalizado este proyecto —dijo el hombre mediano, y puede que tuviera una leve esperanza de que así fuera—. Por tanto, el dinero estará en nuestras cuentas. Ha sido un placer trabajar con usted. —Su voz carecía totalmente de sinceridad.
—No —rebatió la voz al otro lado. Era muy prometedora. Estaba claro que quien hablaba era atractivo. El hombre mediano, que había conocido a la persona detrás de esa voz, se estremeció—. No —repitió la voz—. No ha acabado del todo.