Capítulo 5

Vi a Terry Bellefleur por segunda vez ese día mientras echaba gasolina en Grabbit Kwik. Estaba llenando el depósito de su camioneta. La perra de Terry, una catahoula llamada Annie, subida en la parte de atrás del vehículo, estaba interesada en todo lo que sucedía en la gasolinera y no parecía avergonzarse de jadear sin parar bajo el calor.

Sabía exactamente cómo se sentía. Me alegraba de haber esperado hasta la tarde para llevar a cabo esa tarea. Al menos el pavimento no parecía estar ondulándose ni yo tenía que llevar la lengua colgando fuera de la boca.

Cuando Terry cogió el recibo del surtidor, le llamé. Se dio la vuelta y su rostro se iluminó.

—Ey, Sook. ¿Cómo está Sam? Me alegró verte antes. Ojalá me hubiera sentado en una de tus mesas y no en la de An. No se calla ni debajo del agua.

Era el único hombre al que conocía que no quería ponerse a aullarle a la luna al ver a An Norr.

—Es posible que Sam vuelva al trabajo mañana —contesté.

—Qué locura enfermar los dos a la vez.

También era la única persona en Bon Temps que diría eso sin acompañarlo de una mirada lasciva. Ese día había «escuchado» numerosos comentarios en el bar sobre Sam y yo y nuestra deserción durante cuatro días.

—¿Y cómo está Jimmie? —pregunté. Jimmie era su novia, o al menos yo pensaba que lo era. Me gustaba ver que Terry llevaba el pelo corto y peinado y que se había afeitado hacía un par de días. Jimmie era una buena influencia para él.

—Está muy bien —respondió—. Le he pedido su mano al padre. —Terry miró hacia el suelo nervioso mientras me contaba esta importante noticia. Terry había tenido una época muy dura como prisionero de guerra en Vietnam. Había salido de allí con numerosos problemas físicos y psíquicos. Me alegraba tanto de que hubiera encontrado a alguien… Y estaba orgullosa de su determinación por hacer lo correcto.

—¿Qué te contestó él? —Sentía sincera curiosidad. Aunque Jimmie era más joven que Terry me sorprendió un poco que aún tuviera padre.

—Dijo que si los hijos de Jimmie estaban de acuerdo, a él no le importaba.

—Hijos… —murmuré, buscando un punto de apoyo en las arenas movedizas en las que se estaba convirtiendo la conversación.

—Tiene dos hijos y una hija; diecinueve, veinte y veintidós —me informó Terry, y lo cierto es que parecía feliz con la idea—. Todos tienen niños. Ahora tengo nietos.

—¿Así que a sus hijos les alegra la idea de tener padrastro? —Sonreí con ganas.

—¡Sí! —contestó, sonrojándose—. Se pusieron muy contentos. El padre falleció hace diez años y, de todas formas, era un cabrón antipático. Las cosas no han sido fáciles para Jimmie.

Le di un abrazo.

—Me alegro mucho por ti —dije—. ¿Cuándo es la boda?

—Bueno. —Se puso incluso más rojo—. Fue ayer. Atravesamos la frontera del estado hasta Magnolia y nos casamos.

Grité de la emoción y le di unas cuantas palmaditas en la espalda a pesar de que había gente esperando a que nos moviéramos para poder acceder a los surtidores. No podía marcharme sin acariciar también a Annie y felicitarla por ganar un cónyuge. (Su última camada había sido engendrada por el catahoula de Jimmie y la siguiente, probablemente, también lo sería). Annie parecía tan contenta como Terry.

Aún sonreía cuando paré al final de mi camino de entrada para mirar el buzón. Me dije a mí misma que sería la última vez que me exponía al calor hasta mañana. Casi me daba miedo salir del coche y abandonar su aire acondicionado. En julio a las siete de la tarde el sol aún brillaba en el cielo y seguiría ahí más de una hora. Aunque la temperatura ya no rozaba los cuarenta grados, seguía haciendo mucho calor. Aún tenía sudor cayéndome por la espalda por salir a echar gasolina. Solo podía pensar en mi ducha.

Ni siquiera ojeé el pequeño montón de correspondencia. Lo dejé en la encimera de la cocina y me fui derecha al baño, desprendiéndome de mis ropas sudadas mientras caminaba. Unos segundos después me encontraba bajo un chorro de agua, dichosamente feliz. Mi teléfono sonó mientras me enjuagaba, pero decidí no darme prisa. Estaba disfrutando demasiado de la ducha como para salir. Me sequé con la toalla y encendí el secador. El zumbido parecía hacer eco en las habitaciones.

Al entrar en mi dormitorio, le eché un vistazo con orgullo a la cómoda. Sabía que todo estaba bien organizado, igual que el contenido de la mesilla y la coqueta. No tenía mucho control sobre mi vida, pero, caray, mis cajones estaban ordenados. Vi que uno de ellos sobresalía un poco. Fruncí el ceño. Normalmente cerraba del todo los cajones. Esa era una de las normas de mamá y, aunque había muerto cuando yo tenía siete años, ese hábito había permanecido conmigo. Incluso Jason se preocupaba de cerrar los cajones hasta el final.

Lo abrí y miré dentro. Mi auténtico cajón de sastre (medias, pañuelos, bufandas, bolsos de noche y cinturones) seguía ordenado, pero los pañuelos no estaban alineados y uno de mis cinturones marrones estaba mezclado con los negros. Uh. Tras observar el contenido del cajón durante un rato, deseando poder hacer hablar a las cosas, cerré el cajón, esta vez asegurándome de que quedaba bien dentro. El sonido de madera contra madera pareció ruidoso en la silenciosa casa.

La casa, vieja y grande, que había acogido a los Stackhouse durante más de ciento cincuenta años, nunca me había resultado especialmente vacía hasta que empecé a tener huéspedes durante largas estancias. Cuando Amelia se marchó a Nueva Orleans para saldar sus deudas con su aquelarre, pensé que mi casa era un lugar solitario. Pero me volví a adaptar. Después llegaron Claude y Dermot… Y se marcharon para siempre jamás. Ahora me sentía como una pequeña abeja en una colmena vacía.

Justo en ese momento me di cuenta de que era reconfortante saber que al otro lado del cementerio se encontraba Bill. Pero estaría muerto hasta el anochecer.

Sentí una punzada de melancolía al pensar en los oscuros ojos de Bill. Me abofeteé la mejilla. Vale, ahora simplemente estaba siendo una tonta. No iba a permitir que la soledad me hiciera regresar con mi ex. Me recordé a mí misma que, de acuerdo con la ley vampírica, aún era la mujer de Eric Northman, a pesar de que no me dirigiera la palabra.

Aunque era reacia a intentar acercarme otra vez a Eric por distintas razones (yo tenía mi orgullo y estaba herido), me había hartado de esperar y de preguntarme qué se estaría cociendo en la hermética sociedad vampírica.

«Oh, claro», cavilé, «se alegran de verme cuando tengo un buen plan para matar a alguien, pero cuando lo que quiero son noticias sobre mi relación, ni un alma se pone en contacto conmigo».

No es que me sintiera amargada o algo así. Ni enfadada, ni dolida. En realidad, tampoco sabía si los vampiros tenían alma.

Me sacudí, como un perro al salir del agua. Me quité de encima el arrepentimiento y la impaciencia. ¿Era mi cometido preocuparme por las almas? No. Eso pertenecía a un poder superior.

Miré fuera y vi que acababa de oscurecer del todo. Antes de pensar en otra cosa, cogí mi móvil y llamé a Eric. Necesitaba hacer esto antes de perder el valor.

—Sookie —contestó tras el segundo tono, y me quedé sorprendida. Sinceramente había dudado que respondiera.

—Necesitamos hablar —resumí, haciendo un gran esfuerzo por sonar tranquila—. Después de mi visita al Fangtasia entiendo que me estás evitando. Dejaste claro que no querías que volviera al club. Imagino que no quieres que me pase por tu casa tampoco, pero sabrás que debemos tener una conversación.

—Entonces habla.

Vale. Esto iba a ir rematadamente mal. No tenía que mirarme en un espejo para saber que tenía cara de cabreo.

—Cara a cara —propuse, y sonó como si mordiera cada sílaba. Demasiado tarde. Me arrepentí. Iba a ser doloroso a más no poder. ¿No sería mejor dejar que nuestra relación simplemente se diluyese, evitando así la conversación que estaba casi segura de que podría escribir antes de acontecer?

—No puedo ir esta noche —negó Eric. Sonaba como si estuviera en otro planeta. Muy distante—. Hay una cola de gente esperando verme y muchas cosas que hacer.

Su voz seguía estando vacía. Liberé mi enfado, de esa forma impulsiva que tengo cuando estoy tensa.

—Así que lo nuestro queda relegado a un segundo plano. Al menos podrías sonar afligido —dije, pronunciando cada palabra de forma clara y cortante.

—No tienes ni idea de cómo me siento —dijo—. Mañana por la noche. —Y colgó.

—Vale, pues que le jodan, a él y a la madre que le parió —dije aún en voz alta.

Tras haber estado lista para una conversación maratoniana, la rápida interrupción de Eric me dejó desbordada de energía.

—Esto no es bueno —le confesé a la silenciosa casa.

Encendí la radio y empecé a bailar. Es algo que se me da bien, aunque en ese momento mi habilidad no era relevante. Era la actividad lo que contaba. Me lancé a ello. Pensé: «Quizá Tara y yo podamos hacer un curso de baile juntas». Ya habíamos hecho rutinas de entrenamiento juntas durante los años de instituto y sería fácil para Tara recuperar su figura de esa forma (no iba a mencionar ese detalle al proponérselo). Me disgusté al verme resoplando y jadeando a los diez minutos, un aviso no tan sutil de que yo misma necesitaba un programa de ejercicios regular. Me forcé a seguir durante otros quince minutos.

Cuando me desplomé en el sofá, me sentí relajada, agotada y necesitada de otra ducha. Mientras estaba ahí, repanchingada y respirando hondo, vi que mi contestador automático parpadeaba. Es más, parpadeaba más rápido de lo normal. Tenía más de un mensaje. Tampoco había revisado mi correo electrónico durante días. Y además había recibido esa llamada al móvil durante la ducha. Necesitaba contactar de nuevo con el mundo.

Primero, el contestador. Tras el primer pitido escuché que alguien colgaba. No reconocí el número. Después, un mensaje de Tara diciéndome que Sara tenía alergia. Después una solicitud para una encuesta «importantísima». No era muy sorprendente que en medio de todo esto me pusiera a pensar en el pleito.

A Jane Bodehouse le encantaba la lucha. Quizá pudiera llamar al único luchador que conocía, un tipo llamado T-Rex, y pedirle un par de entradas junto al ring. Eso la haría tan feliz que se olvidaría del pleito contra el Merlotte’s…, si es que sabía que existía.

Y ahí estaba yo, preocupándome otra vez.

Después de los mensajes, miré el correo electrónico. La mayoría de los mensajes me sugerían un alargamiento de mi inexistente pene o ayudar a unos desesperados abogados a sacar grandes cantidades de dinero de África. Había uno de mi padrino, el abogado Desmond Cataliades, el semidemonio que me había otorgado (o así lo veía yo) la maldición de mi existencia al «regalarme» mis poderes telepáticos. Según lo veía él, me había dotado de una valiosa ventaja sobre el resto de los humanos. Yo había recibido este regalo por ser la nieta de un gran amigo del señor Cataliades, Fintan, y de la, bueno, amante de este, mi abuela Adele Stackhouse. Al parecer, yo no era solo descendiente de un hada, sino que además poseía la «chispa esencial». Fuera lo que fuera eso. Esa era la razón por la cual había tenido la suerte de que la telepatía se manifestase en mí.

El señor Cataliades decía:

Mi querida Sookie, he regresado a Nueva Orleans tras poner en orden mis asuntos con la comunidad sobrenatural local y llevar a cabo unas indispensables investigaciones. Espero visitarla muy pronto para asegurarme de su bienestar y ofrecerle cierta información. Me han llegado rumores de lo que acontece en su vida y esos rumores me inquietan.

«A mí también, señor Cataliades. A mí también». Le respondí diciéndole que estaba bien y que me alegraría de verle. No estaba segura de que fuese cierto, pero sonaba bien.

Hacía dos días, Michele, la prometida de Jason, me había enviado un correo electrónico desde su trabajo en el concesionario de coches.

¡Hola, Sookie! ¡Hagámonos la pedicura mañana! Tengo la mañana libre. ¿Qué te parece a las nueve en Rumpty?

Yo solo me había hecho la pedicura una vez en la vida, pero me había gustado; y me gustaba Michele, aunque no tuviéramos necesariamente la misma idea de lo que significaba pasar un buen rato. No obstante, pronto sería mi cuñada y le envié una disculpa por no haber revisado antes mi correo.

Tara había enviado este mensaje:

Hola amiga, disfruté mucho de nuestra escapada en coche. Ahora mismo llevo puestos los shorts, :D. Tenemos que hacer algo con la habitación de los bebés, casi no me cabe mi culo gordo. ¡Y ya era lo suficientemente grande antes de tener a los gemelos! Voy a contratar a una canguro para volver a trabajar a tiempo parcial. Aquí te dejo unas fotos de los bebés.

No parecían haber cambiado mucho desde las fotos del día anterior. Aun así, le envié un mensaje de admiración. Sé lo que una amiga debe hacer. Me pregunté cómo podrían Tara y J.B. hacer más grande la habitación de los bebés. Sam era muy manitas con la carpintería. Quizá también le habían embaucado a él.

Había recibido un SMS de Jason. «¿Trabajas mñna?». Le confirmé que sí. Probablemente necesitaba acercarse a comentarme algún detalle sobre la boda, que iba a ser todo lo casual que una boda puede ser.

Pensé en encender la televisión, pero era verano, así que no tenía mucho sentido. Me puse a leer. Tenía una pila de libros de la biblioteca en mi mesilla, cogí el de arriba y me alegré al ver que era el último de Dana Stabenow. Es un regalo leer sobre Alaska en un día de verano en el que se ha llegado a los cuarenta grados. Tenía la esperanza de poder ir a Alaska algún día. Quería ver un oso grizzly y un glaciar, y quería comer salmón fresco.

Me encontré sujetando el libro con las dos manos, fantaseando. Como no podía concentrarme en lo que leía, decidí que sería mejor preparar la cena. Empezaba a hacerse tarde. Mientras hacía una ensalada con tomates cherry, arándanos secos y pollo, intenté imaginar cómo de grande sería un oso grizzly. Nunca había visto un oso en libertad y aunque en dos ocasiones había encontrado huellas de oso en el bosque, estaba segura de que se trataba del rastro de un oso negro.

Mi humor mejoró tras leer y comer, dos de mis actividades preferidas.

Entre una cosa y otra, había sido un día largo y, cuando me metí en la cama, estaba lista para dormir. Una noche tranquila y sin sueños, eso era lo que deseaba. Y por un rato, lo conseguí.

—Sookie.

—¿Mmmm?

—Despierta, Sookie. Necesito hablar contigo.

Mi cuarto estaba muy oscuro, incluso la pequeña luz que había encendido en el baño estaba apagada. Sabía, ya antes de percibir su esencia familiar, que Eric estaba en mi habitación.

—Estoy despierta —dije, luchando por despejar el sueño de mi cabeza: el miedo me había ayudado mucho a conseguirlo—. ¿Por qué te presentas así? Te di una llave para emergencias, no para visitas sorpresa.

—Sookie, escúchame.

—Te estoy escuchando. —Aunque esa forma de abordar la conversación no me gustaba nada.

—Tuve que ser brusco al teléfono. Hay miles de oídos a mi alrededor. Sea lo que sea lo que suceda en público, sea lo que sea, no dudes de que te quiero y de que me preocupo por tu bienestar… todo lo que puedo.

Mala pinta.

—Y me estás diciendo esto porque vas a hacerme algo malo en público —deduje, tristemente. No me sorprendía.

—Espero que no llegue a eso —confió, y me rodeó con sus brazos. En tiempos más felices, estar cerca de Eric en verano me había resultado agradable por la baja temperatura de su cuerpo. En ese momento no estaba de humor para disfrutar de la sensación—. Tengo que irme —me informó—. Solo tenía una hora en la que no me echarían de menos. Me enfadé cuando salvaste a Sam, pero no puedo apartarte de mi lado como si no me importases. Y no puedo dejarte desprotegida esta noche. Mi vigilante estará aquí, si lo consientes.

—¿Qué vigilante? —pregunté algo aturdida—. De acuerdo. —¿Pondría a alguien en el jardín?

Sentí cómo se levantaba de la cama y un segundo después oí cómo se abría la puerta de atrás de la casa.

¿Qué narices…?

Me desplomé otra vez en la cama y durante unos minutos me pregunté si podría conciliar el sueño otra vez. Miré el reloj. Las doce menos cuarto.

—Claro que sí, tú entra como si tal cosa y métete en la cama conmigo, que no me importa —dije—. Sí, por favor, despiértame y dame un susto de muerte. ¡Me encanta!

—¿Es eso una invitación? —preguntó una voz desde la oscuridad.

Entonces sí que grité.