La madre de Sam arañó la puerta. Dado que Sam continuaba en su postura de «Estoy tenso y torturado», me sentí obligada a abrir. Bernie entró a cuatro patas, olisqueó a Sam un segundo y se marchó hacia el pequeño pasillo que llevaba a los dormitorios.
—Sam —dije para captar su atención. Me miró, pero su rostro era totalmente inexpresivo—. Tienes un bar que atender —le advertí—, hay personas que dependen de ti. Después de todo por lo que has pasado, no les falles ahora.
Sus ojos parecieron centrarse en mí.
—Sookie —dijo—, no lo entiendes. Me morí.
—Tú eres quien no lo entiende —repliqué con cierta vehemencia—. Yo estaba allí. Tenía mi mano sobre tu cuerpo cuando tu corazón dejó de latir. Y te resucité. Quizá deberías estar pensando en eso, ¿no crees? En la palabra «resucitar».
Si Sam decía una vez más «Me morí», le abofetearía por imbécil.
Bernie, en su forma humana, entró en el salón vestida con unos shorts color caqui y una blusa. Sam y yo estábamos demasiados enfrascados en nuestra conversación como para hablar con ella, aunque yo sí que hice una especie de gesto de saludo con la mano en su dirección.
—Tenías un cluviel dor —dijo Sam—. De veras tenías uno.
—Sí —confirmé—. Ahora es solo un objeto bonito que parece una polvera.
—¿Por qué lo llevabas contigo? ¿Sospechabas que algo malo iba a ocurrir?
Me moví en mi sitio de forma inquieta.
—Sam, ¿quién podía sospechar que ocurriría algo así? Simplemente imaginé que no tenía sentido poseer algo y no tenerlo cerca. Si mi abuela lo hubiese llevado consigo, quizá no habría muerto.
—Es como una «teleasistencia» feérica —dijo Sam.
—Sí, algo parecido.
—Pero seguro que tenías un plan para él, un uso que darle. Quiero decir, que era un regalo… para guardarlo. Quizá para salvar tu propia vida.
Aparté la mirada, sintiéndome cada vez más incómoda. Había ido allí para averiguar qué pasaba por la cabeza de Sam, no para plantear preguntas (o responder preguntas) que supusieran una carga que Sam no tenía por qué asumir.
—Era un regalo, así que podía elegir cómo usarlo —corregí, intentando sonar enérgica y pragmática—. Y elegí que tu corazón volviese a latir.
Sam se sentó en su destartalado sillón, el único artículo en toda la caravana que necesitaba ir a la basura.
Bernie dijo:
—Siéntate, Sookie. —Se acercó más a nosotros y observó a su hijo mayor, el único miembro de la familia que había heredado el gen cambiante—. Veo que estás mirando el viejo sillón —dijo en tono familiar cuando vio que Sam no hablaba—. Era de mi marido. Fue de lo único que me deshice cuando murió. Me recordaba demasiado a él. Quizá debería habérmelo quedado y quizá, al verlo cada día, no me habría casado con Don.
Quizá el problema de Bernie no era tanto haberse casado con Don como no haberle dicho a su futuro marido antes de la boda que a veces se convertía en un animal. Pero quizá Don tampoco debió dispararla al enterarse. Uno no pierde los nervios y dispara a la persona a la que ama.
—«Quizá» es una palabra horrible —comenté—. Uno puede decir «quizá» o «¿Y si…?» un millón de veces hasta remontarse a la época de Adán, Eva y la serpiente.
Bernie se rio y Sam elevó la mirada. Podía entrever un atisbo de su verdadero yo en sus ojos. La amarga verdad brotó a mi garganta como la bilis. El precio que debía pagar por resucitar a Sam era que ya no sería el mismo nunca más. La experiencia de la muerte lo había cambiado, quizá para siempre. Y quizá hacer que volviese a la vida había cambiado la mía.
—¿Físicamente cómo te encuentras? —pregunté—. Pareces un poco aturdido.
—Es una forma de describirlo —matizó—. El primer día que vino Mamá me tuvo que ayudar a caminar. Es extraño. Estaba bien esa noche cuando condujimos de vuelta a tu casa y llegué bien a mi casa la mañana siguiente. Pero, después, fue como si mi cuerpo tuviera que reaprender algunas cosas. Algo parecido a… una larga enfermedad. Me sentía fatal y no sabía por qué.
—Imagino que en parte será por el proceso de duelo.
—¿Duelo?
—Bueno, tendría sentido —dije—. Ya sabes. Jannalynn.
Sam me miró. Su expresión no era la que yo esperaba, era una combinación de confusión y vergüenza.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó, y podía jurar que su desconcierto era real.
Miré de reojo a Bernie, quien estaba tan poco informada (era más comprensible) como Sam. Por supuesto, ella no había acudido a la reunión de la manada y no había hablado con ninguno de los asistentes hasta ese momento. Había conocido a Jannalynn, aunque no estaba segura de que supiera la relación que su hijo tenía con la licántropo. Jannalynn reunía aspectos que pocos hombres querrían mostrar a sus madres.
—¿La licántropo que apareció por casa? —preguntó Bernie—. ¿Esa que Sam me ocultaba para que yo no supiese que salían juntos?
Me sentía tremendamente incómoda.
—Sí, esa Jannalynn —dije.
—Me preguntaba por qué no sabía nada de ella —dijo Sam—, pero teniendo en cuenta todas las cosas de las que ha sido acusada (y que yo creo que es responsable de cada una de ellas), no pensaba que la volvería a ver. Alguien me dijo que se había marchado a Alaska.
No había un teléfono de ayuda psicológica a mano; y yo no sabía cómo manejar esta situación.
—Sam, ¿recuerdas lo que ocurrió esa noche? ¿Recuerdas por qué estábamos allí? —Comienza por el principio[1], me decía una voz.
—No exactamente —admitió—. Es todo bastante confuso. Jannalynn estaba acusada de hacerle algo a Alcide, ¿verdad? Recuerdo sentirme enfadado y bastante abatido, porque me gustaba muchísimo cuando empezamos a salir. Sin embargo, sé que la noticia no me sorprendió del todo, así que supongo que ya sabía que Jannalynn realmente no era… una buena persona. Recuerdo conducir contigo hasta la granja de Alcide y recuerdo ver a Eric, Alcide y la manada, y creo recordar… ¿Había una piscina? ¿Y arena?
Asentí.
—Sí, una piscina y una cancha de arena de voleibol. ¿Recuerdas algo más?
Sam empezó a parecer incómodo.
—Recuerdo el dolor —afirmó con voz ronca—, y algo que había sobre la arena. Estaba todo… Recuerdo volver a casa en la camioneta, y que eras tú quien conducía.
Vale. Mierda. Odiaba tener que ser la mensajera.
—Has olvidado algunas cosas, Sam —dije con tanta delicadeza como pude. Tenía entendido que alguna gente olvidaba los episodios traumáticos, especialmente si han resultado heridos de gravedad: gente en accidentes de tráfico o gente que ha sido atacada. Ya que Sam había muerto, supuse que tenía derecho a olvidar una o dos cosas.
—¿Qué he olvidado? —Me miraba con el rabillo del ojo, como si fuera un caballo nervioso. En algún lugar de su cabeza, recordaba lo ocurrido.
Tendí mis manos con las palmas hacia arriba, como diciendo: «¿Realmente quieres saberlo?».
—Sí, imagino que debería saberlo —contestó Sam. Bernie se agachó hasta el sillón donde estaba su hijo de una forma inequívocamente no humana. Tenía la mirada fija en mí. Sabía que lo que me disponía a decir no iba a hacerle sentirse mejor a Sam. Entendía que no estuviera contenta conmigo, pero, con Bernie o sin Bernie, tenía que continuar.
—Jannalynn resultó ser una traidora. Casi mata a Warren por negligencia mientras lo tenía secuestrado. Por eso, ella y Mustafá Khan lucharon —resumí, reduciendo la historia a lo esencial que afectaba a Sam—. ¿Recuerdas a Mustafá?
Sam asintió.
—Fue condenada a un combate, pero no conozco los cómos ni los porqués. Me sorprendió que se le diera ese privilegio. Ella y Mustafá pelearon con espadas.
De pronto el rostro de Sam palideció. Me detuve un instante, pero como Sam no decía nada, continué.
—Jannalynn lo estaba haciendo muy bien, pero en vez de concentrarse en ganar a Mustafá, decidió hacer un último intento de controlar a la manada (o al menos creo yo que ese era su objetivo). —Exhalé hondo. Había pensado en esa noche una y otra vez y aún no lo entendía todo—. O quizá simplemente tuvo el impulso de vencer a Alcide, de decir la última palabra… o algo así. Bueno, la cuestión es que Jannalynn dirigió la pelea hasta donde estabais Alcide y tú. —Me detuve de nuevo con la esperanza de que me pidiera parar porque se acordaba de lo que venía a continuación.
No me paró, pero en ese momento estaba más pálido que un vampiro. Me mordí el labio y respiré hondo antes de continuar.
—Jannalynn se tiró sobre Alcide y le atacó con su espada, pero Alcide la había visto venir y se apartó de un salto. La espada te alcanzó a ti… Ella nunca quiso hacerte daño.
Sam no respondió a mi poco convincente intento de consuelo. «Sí, vale, tu novia te ha asesinado, pero no era su intención, ¿de acuerdo?».
—Y… el impacto fue importante, como ya sabes. Te caíste y había… Fue horroroso. —Había tirado a la basura toda la ropa que yo llevaba puesta, al igual que la camisa de Sam que había dejado en mi casa—. Te hirió —dije—. Tu herida era tan grave que te moriste.
—Dolía —recordó. Arqueó la espalda como si un fuerte viento le golpeara. Bernie posó su mano en la de su hijo.
—Ni siquiera puedo imaginarlo —continué en voz baja, aunque el dolor para mí no fuese algo desconocido—. Tu corazón dejó de latir. Usé el cluviel dor para curarte y que volvieras a la vida.
—Dijiste mi nombre. Me dijiste que viviera. —Por fin me miraba a los ojos.
—Sí —confirmé.
—Recuerdo abrir los ojos otra vez y ver tu cara.
—Tu corazón empezó a latir de nuevo —dije mientras la inmensidad de este suceso me inundaba. Sentía hormigueo en toda mi piel.
—Eric estaba detrás de ti, mirando hacia abajo, hacia nosotros, como si nos odiase —comentó Sam—. Y después se marchó, a la velocidad de un vampiro.
—¿Recuerdas que charlamos de camino a casa?
Ignoró esa pregunta.
—Pero ¿qué pasó con Jannalynn? —preguntó—. ¿No era eso lo que ibas a contarme?
Sam había caminado junto a su cuerpo (y su cabeza) mientras yo lo ayudaba a llegar a su camioneta. Había mirado el cadáver. Entendía por qué no quería recordarlo. Yo tampoco quería, y eso que a mí Jannalynn no me caía bien.
—Mustafá la ejecutó —contesté. No di más detalles.
Los ojos de Sam estaban fijos en mí, pero su mirada era ausente. Ignoraba por completo lo que pensaba. Quizá estaba intentando evocar lo que vio. Quizá lo recordaba de forma muy clara pero no quería admitirlo.
Bernie me miraba y sacudía la cabeza. Estaba detrás de Sam y pensaba que ya había sido suficiente y que era momento de que me fuera. No hacía falta ser telépata para leer eso. No sé si me habría marchado de no ser por ella (yo creía que era necesario informar un poco más de lo ocurrido), pero era la madre de Sam. Me incorporé, sintiéndome unos diez años mayor que cuando llamé a la puerta de la caravana.
—Te veo luego, Sam —me despedí—. Por favor, vuelve pronto al trabajo. —No respondió. Seguía mirando fijamente al lugar donde me había sentado.
—Adiós, Sookie —dijo Bernie—. Tú y yo necesitamos hablar más tarde.
Habría preferido caminar sobre clavos.
—Claro —acordé, y me fui.
De vuelta en el bar, el día laboral avanzó a un ritmo extrañamente normal. A veces es difícil recordar que no todo el mundo conoce los grandes eventos que acontecen en el mundo sobrenatural. Ni siquiera cuando esos eventos suceden justo en las narices de la población humana general. También es posible que todas las almas humanas del bar lo supiesen y no les interesase demasiado.
El cotilleo importante del día era el desmayo de Halleigh Bellefleur en el Club Rotario al levantarse para ir al aseo. Como estaba embarazada de siete meses, todo el mundo se había preocupado. Terry, el primo de su marido, entró para comerse unos pepinillos fritos y nos aseguró que Halleigh se encontraba bien y que Andy la había llevado al médico de inmediato. Según Terry, el médico les había dicho que el bebé estaba ejerciendo presión sobre algo y que, al cambiar de postura, la tensión de Halleigh también cambió. O algo así.
La hora del almuerzo fue bastante tranquila, algo predecible, ya que la reunión del Club Rotario se celebraba en el asador Sizzler. Cuando los clientes empezaron a entrar a cuentagotas, le cedí mis mesas a An y corrí a la oficina de correos a buscar la correspondencia del bar. Me espantó ver la cantidad de cartas acumuladas en el buzón del Merlotte’s. Otra razón para considerar la recuperación de Sam una emergencia.
Llevé la correspondencia a la oficina de Sam para revisarla. Había trabajado en el Merlotte’s durante cinco años; además había prestado atención y sabía muchas cosas de cómo llevar el negocio; incluso ahora podía también firmar cheques. Pero había que tomar decisiones. Teníamos que renovar el contrato de la televisión por cable y Sam había hablado de cambiar de compañía. Dos organizaciones benéficas pedían botellas de alcohol caro para una subasta. Cinco organizaciones benéficas locales pedían directamente dinero.
Lo que más me sorprendió fue una carta de un abogado de Clarice, un tipo nuevo en la zona. Quería saber si teníamos intención de pagar la visita a urgencias de Jane Clementine Bodehouse. El abogado amenazaba amablemente con denunciar al Merlotte’s por los daños físicos y psíquicos de Jane si no apoquinábamos. Miré la cifra en la parte de abajo de la copia de la factura de Jane. Mierda. Jane había ido en ambulancia y le habían hecho una radiografía. También le habían puesto puntos; el hilo bien podía haber sido de oro.
—Madre del amor hermoso —murmuré. Releí la carta.
Cuando en mayo el Merlotte’s sufrió un ataque con una bomba incendiaria, Jane, una de nuestras alcohólicas clientas, se había cortado con los cristales. Los técnicos de la ambulancia se ocuparon de ella y la llevaron a urgencias. Allí le pusieron unos cuantos puntos. Estaba bien…, borracha, pero bien. Todas sus heridas habían sido de poca consideración. Jane había estado recordando esa noche hacía una o dos semanas, rememorando su valentía y pensando en lo bien que la hizo sentir. ¿Y ahora nos enviaba una factura astronómica y una amenaza de denuncia?
Fruncí el ceño. Esto estaba por encima de la capacidad mental de Jane. Estaba dispuesta a apostar a que ese nuevo abogado intentaba hacer negocio. Imaginaba que habría llamado a Marvin, le habría contado que a su madre le debían dinero como compensación a todo su sufrimiento. Marvin, quien estaba hasta las mismísimas narices de sacar a Jane del Merlotte’s, debió de mostrarse muy abierto a la idea de recuperar algo de la importante cantidad de dinero invertido por su madre en nuestro bar.
Una llamada en la puerta puso fin a mis especulaciones. Me volví en la silla giratoria de Sam para ver a alguien a quien no esperaba ver nunca más. Por un instante pensé que me había desmayado, igual que Halleigh Bellefleur en el Club Rotario.
—Arlene —murmuré, y no pude continuar. Era todo lo que me salía. Mi antigua compañera de trabajo (mi antigua amiga) parecía esperar escuchar algo más. Finalmente acabé añadiendo—: ¿Cuándo has salido?
Este momento no solo resultaba incómodo a más no poder, sino también completamente perturbador. La última vez que había visto a Arlene Fowler (sin contar la sala de juicios), formaba parte de un complot para asesinarme de una forma especialmente horrible. Hubo gente a la que dispararon ese día. Algunos murieron. Otros acabaron heridos. Algunos de estos últimos se recuperaron en la cárcel.
Me pareció bastante peculiar estar frente a una de las conspiradoras de mi muerte y no tenerle miedo.
Solo podía pensar en lo que Arlene había cambiado. Meses atrás había sido una mujer con curvas. Ahora estaba delgada. Su pelo aún era de un rojo muy atrevido, pero lo llevaba más corto y estaba más seco, lacio y sin vida. Las arrugas alrededor de sus ojos y boca resultaban cruelmente evidentes bajo la luz del techo. Arlene no había pasado mucho tiempo en la cárcel, pero parecía haber envejecido muchos años.
—Salí hace cuatro días. —Me sometió al mismo examen que yo a ella—. Tienes buen aspecto, Sookie. ¿Cómo está Sam?
—Hoy está enfermo, Arlene —contesté. Me sentía un poco aturdida—. ¿Cómo están Lisa y Coby?
—Confundidos —respondió—. Me preguntan por qué la tía Sookie no se ha pasado a verlos.
—Pensé que, dadas las circunstancias, resultaría muy extraño hacerles una visita. —Le sostuve la mirada hasta que asintió a regañadientes y miró hacia otro lado—. Especialmente porque estoy convencida de que les habrás dicho cosas horribles sobre mí. ¿Te acuerdas?, cuando me persuadiste con que fuera a tu casa para que así tus amigos pudieran clavarme en una cruz…
Arlene enrojeció y se miró las manos.
—¿Se han quedado con Helen durante tu ausencia? —pregunté porque no sabía de qué más hablar.
La mejor amiga fanática de Arlene, miembro también de la Hermandad del Sol, le había prometido cuidar de sus hijos cuando los sacó de la caravana antes de que empezara el tiroteo.
—No, se cansó de ellos en una semana. Se los llevó a Chessie.
—¿Chessie Johnson?
—Antes de casarse con Brock se llamaba Chessie Fowler —explicó Arlene—. Chessie es, bueno, era, prima hermana de mi ex. —El ex cuyo apellido había mantenido a pesar de haber estado casada varias veces. Rick Fowler había muerto en un accidente de moto en Lawton, Oklahoma—. Cuando Jan Fowler murió en el fuego ese junto al lago, le dejó algo de dinero a Chessie. No le va mal y quiere a los niños. Podía haber sido peor. —Arlene no parecía enfadada con Helen, solo resignada.
Francamente (y que me llame justiciera quien lo desee), lo que quería ver era a Arlene enfadada consigo misma. Pero no detecté nada de eso en ella, y podía verla por fuera y por dentro. Lo que «escuché» en su cabeza fueron un potente estallido de malicia, una falta de esperanza o iniciativa y una aversión general hacia el mundo que la había tratado tan mal…, bajo su punto de vista.
—En ese caso espero que los niños estén bien con los Johnson —dije—. Seguro que han echado de menos a su mamá. —Había encontrado dos verdades que decir. Me pregunté dónde estaría la pistola de Sam. Me pregunté cuánto tardaría en llegar a ella si es que la guardaba en el cajón derecho del escritorio, donde sospechaba que estaría.
Pareció estar a punto de llorar, por un instante.
—Creo que sí me han echado de menos. Tengo que explicarles un montón de cosas.
Dios, qué ganas tenía de que se acabara esa conversación. Al menos había una emoción que podía reconocer: arrepentimiento por lo que le había hecho a su familia.
—Has salido muy, muy pronto, Arlene —dije, cayendo de repente en lo más sorprendente de su presencia en el despacho de Sam.
—Me pillé un abogado nuevo. Ha pagado mi fianza —me informó—. Y mi comportamiento en la cárcel ha sido bueno, como no podía ser de otra forma, ya que tenía mucha motivación. Ya sabes, Sookie, yo nunca les habría permitido hacerte daño.
—Arlene, no puedes mentirme —le recordé a mi examiga. El dolor de la traición de Arlene era una cicatriz roja y dolorosa.
—Veo que no me crees —dijo Arlene.
«¡No fastidies! ¿En serio?». Esperé que dijera las palabras que sabía que vendrían después. Iba a jugar la carta de su transformación.
—Y no te culpo —continuó Arlene—. No sé dónde tenía la cabeza, pero no estaba sobre mis hombros. Sentía mucha rabia e infelicidad y buscaba una forma de culpar a otra persona. Lo más fácil era odiar a los vampiros y los licántropos. —Y asintió, de forma solemne.
Alguien que yo me sé había ido a terapia.
No me estoy burlando de los psicólogos, he visto cómo la terapia le sentaba muy bien a alguna gente, pero Arlene estaba repitiendo las ideas de un orientador de la misma forma que había repetido las de los anti-sobrenaturales de la Hermandad del Sol. ¿Cuándo tendría sus propias opiniones? Me parecía increíble pensar que había admirado a Arlene durante años; entonces yo había pensado que tenía una gran alegría de vivir, una química especial para los hombres, dos niños adorables y que se ganaba la vida sola. Todos eran factores envidiables para una solitaria como yo.
Ahora la veía diferente. Podía atraer a los hombres, pero no podía conservarlos. Podía amar a sus hijos, pero no lo suficiente como para no provocar ir a la cárcel y descuidarlos. Podía trabajar y criar a sus hijos, pero no sin un flujo constante de hombres entrando en su dormitorio.
La había apreciado mucho por su disposición a ser mi amiga cuando apenas tenía amigos de verdad, pero ahora entendía que me había utilizado como canguro de Coby y Lisa, chica de la limpieza gratis y admiradora y animadora personal. Cuando empecé a hacer mi vida, intentó que me mataran.
—¿Sigues queriéndome ver muerta? —dije.
Hizo una mueca.
—No, Sookie. Tú eres una buena amiga y te he defraudado. Me creí todo lo que la Hermandad predicaba.
Sus pensamientos coincidían con sus palabras, al menos hasta el momento. Arlene no me tenía mucha estima.
—¿Y por eso has venido hoy aquí? ¿Para hacer las paces?
Aunque veía la verdad en sus pensamientos, no podía creérmelo del todo hasta que dijo:
—He venido para pedirle a Sam que me contrate de nuevo.
No se me ocurría respuesta alguna, estaba de veras estupefacta. Empezó a moverse de un lado para otro mientras yo la miraba fijamente. Finalmente, me sentí capaz de contestar.
—Arlene, lo siento por tus hijos, sé que quieres recuperarlos y cuidar de ellos —dije—, pero no puedo trabajar contigo aquí en el Merlotte’s. Debes saber que sería imposible.
Se puso rígida y elevó su barbilla.
—Hablaré con Sam —amenazó—, y veremos qué tiene él que decir al respecto. —La vieja Arlene salió a la superficie. Estaba convencida de que si se lo pedía a un hombre, conseguiría su objetivo.
—Ahora soy yo quien se encarga del personal. Soy socia del bar —anuncié, tocando mi pecho con el dedo índice. Arlene me clavó la mirada, totalmente sorprendida—. No funcionaría ni en un millón de años. Seguro que lo sabes. Me traicionaste de la peor de las formas. —Sentí una punzada de pena, pero no estaba segura de cuál de los elementos de la visita me apenaba más: el destino de los niños de Arlene o el hecho de que había personas que repartían el odio como caramelos y que siempre había gente que los recogía.
El rostro de Arlene reflejaba su lucha interna y no resultó una visión cómoda. Quería arremeter contra mí, pero me acababa de decir que había cambiado y que entendía que su antigua forma de ser estaba mal. No podía defenderse. Ella había sido la dominante en nuestra «amistad» y le costaba aceptar que ya no ejercía su influencia sobre mí.
Arlene respiró hondo y aguantó la respiración durante un instante. Pensaba en lo enfadada que estaba, pensaba en quejarse, en decirme lo decepcionados que se sentirían Coby y Lisa, pero sabía que nada de eso cambiaría las cosas porque había querido verme colgada en una cruz.
—Exacto, Arlene —dije—. No te odio. —Me sorprendía ver que era verdad—. Pero no puedo estar cerca de ti. Nunca más.
Arlene se giró y se fue. Iba a encontrarse con sus nuevos amigos y soltar toda su amargura en sus oídos. Podía verlo en su mente. No era ninguna sorpresa saber que eran hombres. Arlene era Arlene.
La madre de Sam apareció en el quicio de la puerta cuando Arlene se iba. Bernie se quedó mitad dentro, mitad fuera observando los movimientos de Arlene hasta que esta salió por la puerta principal del Merlotte’s. A continuación, se sentó en la silla que Arlene había dejado libre.
Este iba a ser mi día de conversaciones incómodas.
—Lo he escuchado todo —dijo Bernie—. Y algún día tendrás que contarme esa historia. Sam está durmiendo. Explícame qué le ha ocurrido. —Bernie parecía más humana. Era de mi estatura y delgada, y me di cuenta de que se había teñido el pelo del color del de Sam, rubio rojizo. Bernie tenía el cabello más arreglado de lo que lo había tenido Sam nunca. Me pregunté si estaría saliendo con alguien, pero en ese momento todo lo que le importaba era su hijo e ir al grano.
Ya conocía lo principal de la historia, así que solo rellené los huecos.
—Entonces Sam tenía una relación con la tal Jannalynn, la mujer que apareció en nuestra casa de Wright, pero empezó a tener dudas. —Bernie tenía el ceño fruncido, pero no estaba enfadada conmigo. Estaba enfadada porque la vida no estaba tratando bien a Sam y ella lo adoraba.
—Eso creo. Estuvo loco por ella un tiempo, pero la cosa fue bajando. —No iba a explicar su relación. No era mi responsabilidad—. Descubrió algunos asuntos de Jannalynn y…, bueno, no es que le estuviera rompiendo el corazón exactamente, al menos, no creo…, pero sí le hacía daño.
—¿Qué sois tú y él? —Bernie me miró directamente a los ojos.
—Somos amigos, buenos amigos, y ahora somos también socios.
—Ajá. —Me miró de una forma que yo solo podría describir como escéptica—. Y sacrificaste un artefacto irreemplazable para salvar su vida.
—Ojalá dejarais de sacar ese tema —sugerí, y puse una mueca. Sonaba como una niña de diez años—. Me alegré de hacerlo —añadí en un tono más adulto.
—Tu novio, el tal Eric, se marchó de la reunión de los licántropos justo después, ¿verdad?
Estaba sacando conclusiones equivocadas.
—Sí…, es una larga historia. No esperaba que usase el cluviel dor de esa forma. Pensaba que debía usarlo para…
—Para su beneficio —terminó la frase por mí, una de las cosas que más detesto.
Pero Bernie tenía razón.
Se frotó las manos con energía.
—Así que Sam está vivo, tú estás sin novio y Jannalynn está muerta.
—Eso lo resume todo —convine—. Aunque lo del novio está aún en el aire. —Yo sospechaba que más que en el aire estaba bajo tierra, pero no iba a compartirlo con Bernie.
Bernie bajó la vista hasta sus manos, manteniendo el rostro inescrutable mientras pensaba. Elevó la mirada.
—Será mejor que vuelva a Texas —concluyó de repente—. Me quedaré esta noche para asegurarme de que Sam se despierta fuerte mañana, antes de irme.
Su decisión me sorprendió. Sam parecía lejos de estar recuperado.
—No creo que eso le haga feliz —aventuré, intentando no sonar crítica.
—Yo no le puedo hacer feliz —dijo—. Tiene todas las herramientas. Solo tiene que usarlas. Se pondrá bien. —Y asintió levemente, como si solo por decir esas palabras Sam fuese a ponerse bien.
Bernie siempre me había parecido una mujer sensata, pero pensé que mostraba poco interés por la recuperación emocional de Sam. No podía insistirle en que se quedara. Después de todo, Sam estaba en la treintena.
—De acuerdo —titubeé—. Pues nada, que pases una buena noche y llámame si me necesitas.
Bernie se levantó de la silla y se arrodilló ante mí.
—Te debo una vida —dijo. A pesar de doblarme la edad, se levantó con una agilidad que yo no tenía. Y se marchó.
En otro lugar
En Bon Temps
—Ha dicho que no —les dijo Arlene Fowler al hombre alto y al mediano. Hacía calor en la vieja caravana y la puerta estaba abierta. El interior se encontraba desordenado y olía a humedad. Nadie había vivido allí por una buena temporada. El sol atravesaba los agujeros de bala, creando extrañas formas de luz en la pared contraria. Arlene estaba sentada en una vieja silla de comedor de cromo y vinilo mientras sus invitados ocupaban el destartalado sofá de enfrente.
—Sabías que sería así —dijo el hombre mediano con cierta impaciencia—. Era lo esperado.
Arlene parpadeó y dijo:
—¿Entonces por qué he tenido que pasar por ello? Me he sentido fatal. Y he malgastado parte del tiempo que tenía para pasar con mis hijos.
—Estoy seguro de que se han alegrado de verte, ¿no? —preguntó el hombre mediano, fijando sus pálidos ojos en el desgastado rostro de Arlene.
—Sí —contestó ella con una pequeña sonrisa—. Se han alegrado mucho. Chessie no tanto. Adora a los niños. Parece que se han adaptado bien allí. Les va muy bien en el colegio. A los dos.
Ninguno de los hombres estaba interesado en el bienestar o los progresos de los pequeños, pero ambos emitieron sonidos de aprobación.
—¿Te aseguraste de entrar por la parte delantera del bar? —preguntó el hombre alto.
Arlene asintió.
—Sí, hablé con tres personas. Justo como me dijiste. ¿He acabado ya?
—Necesitamos que hagas una cosa más —respondió el hombre alto, con una voz suave como el aceite, aunque el doble de balsámica y calmante—. No será difícil.
Arlene suspiró.
—¿Qué es? —preguntó—. Necesito ponerme a buscar un sitio para vivir. No puedo traer aquí a mis hijos. —Miró a su alrededor.
—Si no hubiera sido por nuestra intervención, no estarías en libertad ni verías a tus niños —dijo el hombre mediano con delicadeza, pero sus gestos no eran en absoluto delicados.
Arlene sintió una punzada de desconfianza.
—Me estás amenazando —dijo, pero no parecía sorprenderla—. ¿Qué queréis que haga?
—Tú y Sookie erais buenas amigas —le recordó el hombre alto.
Asintió.
—Muy buenas amigas —confirmó Arlene.
—Entonces sabrás dónde esconde la llave de repuesto de su casa —supuso el hombre mediano.
—Sí —le confirmó—. ¿Planeáis entrar a la fuerza?
—No es a la fuerza si uno tiene la llave, ¿no crees? —El hombre mediano sonrió y Arlene intentó devolverle la sonrisa.
—Supongo que no —contestó.
—En ese caso necesitamos que uses esa llave para entrar en la casa. Abre el cajón de su habitación donde guarde los pañuelos y fulares. Tráenos un pañuelo que la hayas visto ponerse.
—Un pañuelo —dijo Arlene— ¿Qué vais a hacer con él?
—Nada de lo que debas preocuparte —contestó el hombre alto, que también sonrió—. Puedes estar segura de que el resultado no le gustará. Y como ha rechazado tu solicitud de empleo y no estarías en este lugar si no fuera por ella, no debería importarte lo más mínimo.
Arlene meditó esas palabras un instante.
—Supongo que así es —confirmó.
—Pues bien, sabemos que está trabajando —dijo el hombre mediano—, así que ahora mismo sería un buen momento para ir allí. Por si acaso la casa está vigilada, lleva esto contigo. —Le dio una extraña moneda antigua. Al menos parecía antigua y era inesperadamente pesada para su tamaño—. Tenla en tu bolsillo todo el rato —le advirtió.
Arlene se sobresaltó. Miró el pequeño objeto con recelo antes de meterlo en su bolsillo.
—Vale, de acuerdo. Me voy a la casa de Sookie ahora. Después tengo que buscar sitios para alquilar. ¿Cuándo estará ese dinero en mi cuenta?
—Mañana —le aseguró el hombre alto—. Así tendrás tu propia casa y tus hijos podrán vivir otra vez contigo.
—¿Y esto es todo lo que queréis que haga? Pedirle trabajo y ahora en un rato coger un pañuelo de su cajón con esta moneda en el bolsillo, ¿verdad?
—Bueno, tendrás que encontrarte con nosotros para darnos el pañuelo y la moneda —completó el hombre alto, encogiéndose de hombros—. Pero no es demasiado pedir.
—Vale —accedió Arlene—. Si mi viejo coche llega hasta allí. No anda demasiado bien desde que lo dejé aparcado en el jardín trasero de Chessie antes de entrar en la cárcel.
—Toma dinero para gasolina —ofreció el hombre alto sacando su cartera y dándole unos billetes—. No querríamos que te quedaras sin gasolina.
—No —dijo el hombre mediano—. No querríamos algo así.
—Os llamaré desde el móvil que me habéis dado cuando tenga el pañuelo —confirmó Arlene—. Podemos vernos esta noche.
Los dos hombres se miraron entre ellos en silencio.
—Esta noche sería estupendo —convino el hombre alto tras uno o dos segundos—. Estupendo.