El viaje y las compras me habían sacado de mi retahíla de preocupaciones. Cuando Tara se fue a casa, me senté a tomar decisiones.
La primera fue prometerme a mí misma que iría a trabajar al día siguiente, tuviera o no noticias de Sam. Un porcentaje del bar era mío, así que no necesitaba el permiso de Sam para aparecer. Me di a mí misma un enérgico discurso antes de ser consciente de que estaba haciendo el ridículo. Sam no me negaba la entrada al bar. Sam no había dicho que no quería verme. Me había quedado en casa por voluntad propia. La falta de comunicación de Sam podía significar muchas cosas. Necesitaba mover el culo y ver qué pasaba.
Esa noche me hice una pizza congelada, ya que nadie traía comida a domicilio a Hummingbird Road. Bueno, la verdad es que a los Prescotts, mis vecinos que vivían algo más cerca del pueblo, sí que les servían pizzas, pero nadie quería aventurarse por el largo y estrecho camino de entrada a mi casa cuando caía la noche. Últimamente me había enterado (por los pensamientos de los clientes del Merlotte’s) de que el bosque que rodeaba mi casa y continuaba por Hummingbird Road tenía la reputación de estar encantado, tomado por las criaturas terroríficas más inimaginables.
Y era absolutamente cierto, pero las criaturas que habían desencadenado el rumor habían partido a un mundo que yo no podía visitar. Sin embargo, en ese mismo instante, un hombre muerto atravesaba mi jardín mientras yo intentaba plegar el plato de cartón que venía con la pizza (qué difícil resulta meter esas cosas en el cubo de la basura, ¿verdad?). Finalmente lo conseguí, justo cuando el no muerto llegaba a mi puerta trasera y llamaba.
—Ey, Bill —dije—. Entra.
Un segundo después apareció en el quicio inhalando con profundidad para percibir mejor la esencia que buscaba. Resultaba extraño ver a Bill respirar.
—Mucho mejor —confirmó, a pesar de que su tono de voz denotaba una ligera decepción—. Aunque creo que tu cena lleva un poco de ajo.
—¿Y el olor a hada?
—Muy poco. —El olor de hada es para los vampiros como la hierba gatera para los mininos. Cuando Dermot y Claude vivían conmigo, su esencia impregnaba toda la casa y permanecía en ella incluso en su ausencia. Pero mis parientes feéricos se habían marchado para nunca volver. Había dejado las ventanas del piso de arriba abiertas durante una noche entera para disipar el persistente perfume feérico y con este calor no era un esfuerzo baladí.
—¡Genial! —exclamé con energía—. ¿Algún cotilleo? ¿Noticias frescas? ¿Algo interesante que haya pasado en tu casa? —Bill era mi vecino más cercano. Su casa estaba situada justo pasado el cementerio. En ese lugar estaba su lápida, construida por su familia. Ellos sabían que el cuerpo de Bill no estaba ahí (pensaban que se lo había comido una pantera), pero aun así le habían dotado de un lugar para descansar. No había sido una pantera lo que atacó a Bill, sino algo mucho peor.
—Gracias por las preciosas rosas —dijo—. Por cierto, alguien ha venido de visita.
Elevé las cejas.
—Alguien… ¿Bueno? ¿Malo?
Elevó una ceja.
—Depende —contestó.
—Bueno, pues sentémonos en el salón mientras me lo cuentas —ofrecí—. ¿Quieres una botella de sangre?
Negó con la cabeza.
—Tengo una cita con un donante después.
La Oficina Federal de Asuntos Vampíricos había decidido que ese asunto podía ser competencia de cada estado. Luisiana había sido el primer estado en permitir registros privados, pero el programa de donantes gubernamental era mucho más seguro para donantes y vampiros. Se podía conseguir sangre humana bajo supervisión.
—¿Cómo es? ¿Es muy raro? —me preguntaba si sería como donar esperma: necesario, incluso admirable, pero, de alguna manera, chocante.
—Es un poco peculiar —admitió Bill—. El elemento de la caza, la seducción…, todo desaparece. Pero es sangre humana y es siempre mejor que la sintética.
—Entonces vas a las instalaciones y… después ¿qué?
—En algunos estados los donantes pueden incluso ir a tu casa, pero no en Luisiana. Solicitamos una cita, vamos y nos registramos, es una clínica con escaparate a la calle. En la parte de atrás hay una habitación con un sofá, un sofá grande. Te enseñan al donante.
—¿Puedes escoger al donante?
—La Oficina de Asuntos Vampíricos de Luisiana quiere desprenderse del elemento personal.
—Y entonces, ¿el sofá?
—Ya lo sé, mensajes contradictorios. Pero ya sabes lo bueno que puede llegar a ser un mordisco y todos saben que, además del mordisco, pasan más cosas.
—¿Alguna vez te dan a la misma persona dos veces?
—Aún no. Estoy seguro de que tienen una lista para intentar que los vampiros y los humanos no se junten después de conocerse allí.
Mientras hablábamos, Bill se había sentado en mi sofá y yo había flexionado las piernas bajo el cuerpo en un sillón antiguo, el favorito de mi abuela. Curiosamente, resultaba reconfortante tener a mi primer novio formal como visitante casual. Ambos habíamos tenido otras relaciones después de lo nuestro, pero Bill me había dicho (muchas veces) que le haría muy feliz retomar nuestra relación más íntima. Esa noche ese asunto no estaba en su cabeza. No es que pudiera leer los pensamientos de Bill; dado que los vampiros están muertos, sus cerebros no centellean como los cerebros humanos, pero el lenguaje corporal de un hombre normalmente me permite ver si está pensando en mis atributos femeninos. Era de verdad muy, muy reconfortante tener una relación de amistad con Bill.
La luz principal estaba encendida y Bill parecía tan blanco como la nieve. Su pelo castaño oscuro y brillante parecía incluso más oscuro, y sus ojos eran casi negros. Vacilaba sobre cómo abordar el siguiente tema y de repente ya no me sentí ni tan relajada ni tan cómoda como antes.
—Karin está aquí —soltó, mirándome con solemnidad.
Deduje que esperaba que me pusiera a temblar, pero la verdad es que estaba totalmente perdida.
—¿Y quién es esa persona?
—Karin es la otra hija de Eric —contestó muy sorprendido—. ¿Ni siquiera habías escuchado su nombre?
—¿Por qué debería conocerla? ¿Y por qué debería sentirme agitada de que esté aquí?
—A Karin la llaman «la Carnicera».
—Pues qué nombre más tonto. «La Carnicera» suena… engorroso. «Karin, la Asesina» sería mucho mejor —dije desviándome del tema principal.
Si Bill fuese propenso a ese tipo de gestos, habría puesto los ojos en blanco.
—Sookie…
—Mira lo buena luchadora que es Pam. A Eric deben de gustarle las mujeres fuertes que pueden defenderse a sí mismas.
Bill me miró, serio.
—Sí, así es.
Vale, me tomaría eso como un cumplido…, quizá un cumplido triste. Mi intención nunca fue matar a nadie (humanos, vampiros, licántropos o hadas) ni conspirar para matarlos, y nunca me apeteció hacerlo…, pero durante los últimos dos años lo había hecho. Desde que Bill, mi primer vampiro, entró en el Merlotte’s, había aprendido más sobre mí misma y el mundo que me rodea de lo que nunca quise. Y ahora aquí estábamos los dos, Bill y yo, sentados en mi salón como viejos amigos, hablando de una vampira asesina.
—¿Crees que Karin puede haber venido para hacerme daño? —pregunté. Me agarré el tobillo con la mano y apreté. Justo lo que necesitaba, otra perra psicópata detrás de mí. ¿No copaban ya ese mercado las licántropos?
—No es la sensación que me ha dado —respondió Bill.
—¿No ha venido a matarme? —Tu vida no marcha bien si de verdad te sorprende que alguien no quiera matarte.
—No. Me hizo infinidad de preguntas sobre ti, Bon Temps y las personas fuertes y débiles de tu círculo. Si su intención fuese hacerte daño, me lo habría dicho. En esos asuntos, Karin no es tan compleja como Pam… o Eric.
—Me pregunto por qué no habrá venido a mi puerta a preguntar directamente. —Tenía unas cuatro respuestas para Bill, pero inteligentemente decidí callarme la boca y me contenté con decir eso.
—Creo que recopilaba información para algún motivo personal.
A veces, simplemente no entendía a los vampiros.
—Hay varias cosas que tienes que entender sobre Karin —explicó Bill con vigor al ver que yo no respondí—. Ella… se siente ultrajada… con cualquier desaire hacia Eric, con cualquier displicencia. Ha estado con él muchos años. Era su perro guardián.
Me alegré de tener desde siempre un calendario con «La palabra del día» en la cocina. Si no, habría tenido que ir a un diccionario para entender la frase. Empecé a preguntarle a Bill que, si Karin había estado tan obsesionada con Eric, cómo es que no nos habíamos conocido antes, pero lo sustituí por:
—Yo no voy por ahí siendo displicente con Eric. Yo amo a Eric. No tengo la culpa de que esté enfadado conmigo ni de que el gilipollas de su creador le haya enlazado con una vampira a la que apenas conoce. —Sonaba tan amargada como me sentía por dentro—. Karin debería sentirse ultrajada por eso.
Bill parecía pensativo, lo que me puso muy nerviosa. Estaba a punto de decir algo que él sabía que no me iba a gustar. Me apreté el tobillo un poco más fuerte.
—Todos los vampiros de la Zona Cinco saben lo que pasó en la reunión de la manada del Colmillo Largo —dijo.
Eso no me sorprendió.
—Eric te lo dijo. —Traté de encontrar algo que añadir—: Fue una noche horrible —confesé con honestidad.
—Eric volvió al Fangtasia con un enfado descomunal pero no especificó por qué. Dijo «Malditos lobos» unas cuantas veces. —En ese momento, Bill fue precavido y se detuvo. Imagino que Eric había añadido «Maldita Sookie» otras tantas veces. Bill continuó—: Palomino sigue saliendo con ese licántropo, Roy, el que trabaja para Alcide. —Se encogió de hombros como diciendo «Para gustos, colores»—. Dado que todos sentíamos curiosidad, Palomino llamó a Roy para conocer los detalles. Nos transmitió la historia. Para nosotros era importante conocerla. —Tras un instante, Bill añadió—: Le habíamos preguntado a Mustafá, ya que era evidente que había estado luchando, pero no decía nada. Es muy discreto con lo que ocurre en el mundo licántropo.
Se produjo un largo silencio. Simplemente, no sabía qué responder y la cara de Bill no me daba ninguna pista. Sobre todo, sentía una ráfaga de gratitud hacia Mustafá, el licántropo que trabajaba como recadero diurno de Eric. Mustafá era de esas personas poco comunes, de esas que pueden mantener el pico cerrado.
—Entonces… —me obligué a continuar—, estás pensando… ¿qué?
—¿Acaso importa? —preguntó Bill.
—Estás siendo muy misterioso.
—Tú eres la que guardaba un secreto descomunal —señaló—. Tú eres la que poseía el equivalente feérico al pozo de los deseos.
—Eric lo sabía.
—¿Cómo? —Bill estaba de veras sorprendido.
—Eric sabía que lo tenía. Aunque nunca se lo dije.
—¿Cómo se enteró?
—Mi bisabuelo —dije—. Niall se lo contó.
—¿Por qué haría Niall una cosa así? —preguntó tras una pausa considerable.
—Te explicaré su razonamiento —contesté—. Niall pensó que yo debía averiguar si Eric me presionaría para utilizar el cluviel dor para su beneficio personal. Niall también lo quería, pero no lo cogió porque estaba previsto que yo lo utilizara. —Me estremecí al recordar los ojos azules de Niall encenderse de deseo por el objeto encantado y cómo tuvo que controlarse.
—Así que, para Niall, dotar a Eric de esa información era una prueba de su amor hacia ti.
Asentí.
Bill contempló el suelo un minuto o dos.
—No suelo hablar en defensa de Eric —dijo por fin, con un indicio de sonrisa—, pero, en este caso, lo voy a hacer. No sé si Eric de verdad pretendía que, digamos, tu deseo fuera que Freyda no hubiera nacido o que su creador nunca la hubiera conocido…, o algún otro deseo cuya consecuencia fuera sacarlo del punto de mira de Freyda. Pero, conociendo al vikingo, tengo la certeza de que esperaba que estuvieras dispuesta a usarlo en su beneficio.
Esta era una conversación con pausas importantes. Tenía que reflexionar sobre sus palabras durante un minuto para asegurarme de que entendía lo que Bill me decía.
—Entonces, para Niall, el cluviel dor era una prueba de la sinceridad de Eric. Y para Eric, era una prueba de mi amor hacia él —dije—. Y tanto Eric como yo hemos fallado la prueba.
Bill asintió. Un contundente movimiento de cabeza.
—Él habría preferido que dejara morir a Sam.
Bill me dejó ver lo asombrado que estaba.
—Por supuesto —confirmó.
—¿Cómo pudo pensar eso? —murmuré, lo que era una pregunta estúpidamente obvia (y obviamente estúpida). Una pregunta mucho más pertinente habría sido: «¿Cómo pueden dos personas enamoradas juzgarse de una forma tan equivocada?».
—¿Cómo pudo pensar Eric eso? No me lo preguntes a mí. No es mi reacción emocional lo que importa —dijo Bill.
—Estaría encantada de preguntárselo a Eric si quisiera hablar conmigo —sugerí—. Pero me echó del Fangtasia hace dos noches.
Bill ya lo sabía, estaba claro.
—¿Se ha puesto en contacto contigo desde entonces?
—Oh, sí, ciertamente sí. Hizo que Pam me enviara un SMS diciendo que me vería más tarde.
Bill hizo una imitación perfecta de una pared blanca. No reaccionó.
—¿Qué crees que debo hacer? —pregunté por pura curiosidad—. No puedo soportar este estado de incertidumbre. Necesito una resolución.
Bill se echó hacia delante en el sofá, elevando sus oscuras cejas.
—Hazte a ti misma esta pregunta —propuso—. ¿Habrías utilizado el cluviel dor si hubieran sido, digamos, Terry o Calvin los heridos de muerte?
La pregunta me dejó estupefacta. Me devané los sesos buscando la respuesta.
Tras unos segundos, Bill se incorporó para marcharse.
—Ya me imaginaba yo que no —concluyó.
Rápidamente, me incorporé y lo acompañé hasta la puerta.
—No es que crea que la vida de Terry, o la de nadie, no merezca sacrificio —dije—. Es que quizá no se me habría ocurrido.
—Y yo no estoy diciendo que seas una mala persona por dudar, Sookie —dijo leyendo mi cara con acierto. Posó su fría mano en mi mejilla—. Eres una de las mejores personas que he conocido. Sin embargo, a veces no te conoces a ti misma demasiado bien.
Después de verle desaparecer en el bosque y cerrar bien toda la casa, me senté frente al ordenador. Tenía pensado leer mis correos electrónicos, pero, en vez de eso, me vi intentando resolver lo que Bill quería decir. No me podía concentrar. Finalmente, sin haber siquiera pulsado al símbolo del correo, me di por vencida y me fui a la cama.
Supongo que no es de extrañar que no durmiera bien, pero, aun así, a las ocho estaba levantada y totalmente cansada de esconderme en mi casa. Me duché, me maquillé, me puse el uniforme de verano —camiseta del Merlotte’s, shorts negros y zapatillas New Balance— y me metí en el coche. Me sentía mucho mejor al seguir mi rutina diaria. También me sentí muy nerviosa cuando aparqué en la zona de grava detrás del bar.
No quería quedarme mirando fijamente a la caravana de Sam, situada en el centro de su pequeño jardín junto al bar. Sam podía estar en la ventana, mirando hacia fuera. Desvié mi mirada y corrí hasta la entrada de empleados. Tenía las llaves en la mano, pero no las necesité. Alguien había llegado antes que yo. Fui directamente a mi taquilla y la abrí preguntándome cómo estaría Sam y qué le diría si era él quien estaba en la barra. Guardé mi bolso y me puse uno de los delantales que colgaban de un gancho. Era temprano. Si Sam quería hablar conmigo, teníamos tiempo.
Pero cuando llegué a la parte de delante, la persona en la barra era Kennedy Keyes. Menuda decepción. No es que tuviera nada en contra de Kennedy, siempre me había caído bien. Hoy brillaba y relucía como una moneda nueva. Su denso pelo castaño resplandecía y estaba suelto en amplios rizos que caían sobre sus hombros, se había arreglado con sumo esmero. Su top sin mangas de color rosa, metido por los pantalones negros, se ceñía mucho a su cuerpo. (Desde siempre había insistido en que los camareros no debían llevar uniforme).
—Qué guapa, Kennedy —exclamé, y se giró, con el teléfono en la oreja.
—Estaba hablando con mi amor. No te oí entrar. ¿Qué has estado haciendo? ¿Se te ha pasado «la gripe»? —preguntó, medio regañándome—. Iba a llevarte una lata de sopa Campbell de pollo con fideos. —Kennedy no sabía cocinar y se sentía orgullosa de ello, algo que seguro habría escandalizado a mi abuela. No se había creído ni por un instante que yo estaba enferma.
—Me sentía fatal, pero estoy mucho mejor ahora. —De hecho, era verdad. Sorprendentemente, estaba muy contenta de haber vuelto al Merlotte’s. Había trabajado allí más tiempo que en ningún otro lugar y ahora era la socia de Sam. Estar en el bar era como estar en casa. Me sentía como si me hubiera ausentado un mes. Todo estaba exactamente igual. Terry Bellefleur había venido muy temprano para dejarlo todo reluciente, como siempre. Empecé a bajar las sillas de las mesas, ya que Terry las había subido para fregar. Moviéndome con agilidad, con la eficacia que da la práctica, ordené las mesas y empecé a meter los cubiertos en servilletas enrolladas.
Minutos después, oí cómo la puerta de empleados se abría. Sabía que había llegado el cocinero porque le oí cantar. Antoine llevaba meses trabajando en el Merlotte’s, más tiempo que ninguno de los otros «cocineros» que habíamos tenido. Cuando no había mucha gente (o cuando se lo pedía el cuerpo), Antoine cantaba. Como su voz era deliciosamente grave, a nadie le importaba; a la que menos, a mí. Yo no podía cantar sin que se pusiera a llover a cántaros, así que disfrutaba de veras con sus serenatas.
—Hola, Antoine —exclamé.
—¡Sookie! —saludó, apareciendo por la puerta de servicio—. Me alegra que hayas vuelto. ¿Estás mejor?
—Como una rosa. ¿Qué tal andamos de género? ¿Algo que necesites?
—Si Sam no regresa pronto, tendremos que hacer un viaje al almacén de Shreveport —sugirió Antoine—. He empezado una lista. ¿Sigue Sam enfermo?
Seguí el ejemplo de Bill. Me encogí de hombros.
—Hemos tenido un virus —dije—. Todo volverá a la normalidad en menos que canta un gallo.
—Eso será estupendo. —Sonrió y se fue a preparar su cocina—. Ah, una amiga tuya vino ayer por aquí.
—¡Ah, sí! Lo había olvidado —dijo Kennedy—. Creo que solía trabajar aquí de camarera.
Había tantas excamareras que me habría llevado media hora averiguar su nombre. No tenía ningún interés en empezar, al menos no habiendo trabajo que hacer.
El tema del personal era un problema constante. El mejor amigo de mi hermano, Hoyt Fortenberry, iba a casarse en breve con la veterana camarera del Merlotte’s Holly Cleary. Ahora que se acercaba la fecha, Holly había reducido sus horas. Una semana antes habíamos contratado a la menuda y delgadísima Andrea Norr. Le gustaba que la llamasen «An» (pronunciado como Ahn). An era, curiosamente, muy recatada, pero atraía a los hombres como la miel a los osos, y aunque sus faldas eran más largas, sus camisetas más sueltas y sus pechos más pequeños que los de las otras camareras, las miradas de los hombres seguían cada paso de la nueva empleada. An parecía darlo por hecho. De no haber sido así, lo habríamos sabido, ya que de todas las cosas que le gustaba hacer (y ya conocíamos la mayoría), su preferida era hablar.
Nada más entrar por la puerta, pude oír a An. Sonreí. Casi no conocía a esa mujer, pero era muy graciosa.
—Sookie, he visto tu coche fuera, así que ya sé que has vuelto y estoy muy contenta de que sea así —gritó desde algún lugar en la zona de las taquillas—. No sé qué virus has tenido, pero espero que ya estés curada porque ni de casualidad quiero enfermar. Si no puedo trabajar, no cobro. —Su voz se iba acercando y pronto estuvo de pie frente a mí, con su delantal puesto. Su aspecto era impecable con la camiseta del Merlotte’s y unas mallas de yoga. An me había contado en la entrevista que nunca llevaba shorts fuera de casa porque su padre era predicador, que su madre era la mejor cocinera de su pueblo y que no la habían dejado ir a cortarse el pelo sola hasta que no tuvo dieciocho años.
—Hola, An —saludé—. ¿Qué tal todo?
—Todo genial, aunque te he echado de menos. Espero que te encuentres mejor.
—Estoy mucho mejor. Tengo que ir a hablar con Sam un minuto. He visto que hay que rellenar los saleros y los pimenteros. ¿Te importaría hacerlo?
—¡Me pongo en seguida con ello! Solo dime dónde están almacenadas la sal y la pimienta y te los relleno en un periquete. —A favor de An tenía que decir que era una buena trabajadora.
Todo el mundo hacía lo que tenía que hacer y yo debía seguir el ejemplo. Respiré hondo. Antes de echarme atrás, caminé hacia la puerta trasera del bar en dirección a la caravana de Sam, siguiendo el camino de baldosas. Por primera vez, me di cuenta de que había un coche aparcado detrás de la camioneta de Sam, un pequeño coche lleno de abolladuras y polvo como característica principal. La matrícula era de Texas.
No me chocó del todo encontrar un perro tumbado en el felpudo del pequeño porche que Sam había añadido a la puerta delantera de su caravana. Tampoco que yo me acercara pareció sorprender al perro. Se incorporó al escuchar mis pasos y me miró con atención cuando pasé la valla y atravesé el césped de las relucientes baldosas.
Me paré a una distancia respetuosa y miré a los ojos del perro. Sam podía transformarse en casi cualquier cosa de sangre caliente, así que el perro podía ser Sam…, pero no creía que fuera así. Generalmente, adoptaba la forma de un collie. Este lustroso labrador no parecía él.
—¿Bernie? —pregunté.
El labrador ladró una vez de forma escueta y neutra y su cola empezó a moverse.
—¿Vas a dejarme que llame a la puerta? —pregunté.
Pareció pensárselo un minuto. A continuación, bajó los escalones y se fue al césped. Me observó mientras subía hasta la puerta.
Le di la espalda (con cierto recelo) y llamé. Tras un largo, larguísimo minuto, Sam abrió la puerta.
Estaba demacrado.
—¿Estás bien? —solté sin pensar. Era evidente que no.
Sin hablar, se apartó para dejarme entrar. Llevaba una camisa de verano de manga corta y sus vaqueros más viejos, tan desgastados en algunas zonas que solo quedaban los hilos. El interior de la caravana estaba sorprendentemente oscuro. Sam había realizado un gran esfuerzo, pero no había conseguido oscuridad total (no en un día soleado y caluroso como ese). Entre las cortinas, la luz entraba en fragmentos puntiagudos que parecían brillantes astillas de cristal.
—Sookie —dijo Sam. Su voz sonaba en cierta forma remota. Eso me asustó más que nada. Le miré. Aunque era difícil percibir los detalles, podía ver que Sam estaba sin afeitar y, aunque de por sí era delgado, parecía haber perdido unos cinco kilos. Al menos se había duchado, quizá Bernie había insistido. Cuando acabé de analizar a Sam, miré el salón, lo mejor que pude. Los marcados contrastes de la luz dañaban mis ojos.
—¿Puedo abrir las cortinas? —pregunté.
—No —contestó con voz cortante. Después pareció pensarlo mejor—. Bueno, vale, solo una.
Con movimientos lentos y cuidadosos, descorrí la cortina de la ventana a la que el roble daba sombra. Incluso así, al entrar la luz en la caravana, Sam hizo una mueca de dolor.
—¿Por qué te molesta la luz del sol? —le pregunté, intentando sonar tranquila.
—Porque me morí, Sookie. Me morí y regresé a la vida. —No sonaba amargado, pero desde luego tampoco sonaba feliz.
Vaaaale. No había sabido nada de Sam y ya me imaginaba yo que no estaría bailando de felicidad después de la experiencia, pero supongo que pensé que al menos estaría, no sé, contento de estar vivo. Que diría algo parecido a «¡Oh, dios! Sookie, maravillosa mujer, ahora que he tenido tiempo para descansar y reflexionar, te agradezco que hayas alterado por siempre tu vida para recuperar la mía. Qué regalo tan increíble».
Es lo que me imaginaba.
En fin. Una vez más, estaba equivocada.