Capítulo 2

La noche de mi segundo día de soledad, me enfrenté a la siguiente obligación: tenía que ir a ver a Eric. Por supuesto, pensaba que era él quien debía visitarme. Fue Eric quien salió pitando cuando resucité a Sam. Creo que estaba convencido de que quería a Sam más que a él. Aun así, iría a Shreveport para hablar con Eric, ya que su silencio me resultaba doloroso. Durante un rato contemplé los fuegos artificiales elevarse sobre el parque —era el 4 de julio— y después me metí en casa para vestirme. Me había entregado a mis impulsos. Iría al Fangtasia.

Quería que mi aspecto fuera el mejor posible, pero sin pasarme. No sabía con quién me iba a encontrar, aunque lo único que deseaba era hablar a solas con Eric.

No había tenido noticias de ninguno de los vampiros a los que yo conocía y que frecuentaban el Fangtasia. No sabía si Felipe de Castro, rey de Arkansas, Luisiana y Nevada, seguía en Shreveport, interfiriendo en los asuntos de Eric y complicándole la vida. Felipe había traído consigo a su consorte, Angie, y a su lugarteniente, Horst, solo para aumentar el enfado de Eric. Felipe era traicionero y astuto, y su pequeño séquito era igual que él.

Tampoco sabía si Freyda, reina de Oklahoma, seguía en la ciudad. El creador de Eric, Apio Livio Ocella, había firmado un contrato con Freyda en el que, en mi opinión, básicamente le vendía a Eric como su esclavo, pero de una forma muy cómoda: como su consorte, con todos los beneficios imaginables que conlleva dicho trabajo. Eso sí, Apio no se lo había consultado a Eric antes de hacerlo. Eric estaba destrozado, por usar un término suave. Nunca había planeado dejar su trabajo como sheriff. Si alguna vez ha existido un vampiro encantado de ser cabeza de ratón, ese era él. Siempre había trabajado duro y ganado mucho dinero para el gobernador de Luisiana, fuera quien fuera en ese momento. Pero desde que los vampiros salieron del ataúd, había hecho muchas más cosas que ganar dinero. Alto, atractivo, culto, dinámico, Eric era un magnífico paradigma de integración de un vampiro. Incluso se había casado con una humana: yo. Aunque no por el ritual humano.

Por supuesto, también tenía su parte más oscura. Después de todo, era un vampiro.

Durante todo el trayecto de Bon Temps a Shreveport, me pregunté unas cincuenta veces si no estaría cometiendo un gran error. Cuando aparqué el coche en la parte de atrás del Fangtasia, estaba tan tensa que temblaba. Me había puesto mi vestido de verano de lunares rosas favorito; me ajusté el tirante y respiré hondo varias veces antes de llamar a la puerta. Esta se abrió. Pam apareció apoyada en la pared del pasillo con los brazos cruzados sobre el pecho, taciturna.

—Pam —dije como saludo.

—No deberías estar aquí —contestó.

Ciertamente, sabía que Pam era ante todo leal a Eric y que siempre sería así, pero, sin embargo, había pensado que me apreciaba un poco (todo lo que ella era capaz de apreciar a un humano), así que sus palabras escocieron como un bofetón. No necesitaba sentir más dolor del que ya notaba, pero había ido hasta allí para intentar restarle importancia a los problemas con Eric, decirle que estaba equivocado en cuanto a Sam y saber cuál era su decisión respecto a Freyda.

—Necesito hablar con Eric —solicité. No intenté entrar. No había perdido la sensatez.

En ese instante la puerta de la oficina de Eric se abrió. Se quedó de pie en el marco. Eric era grande, dorado y cien por cien masculino. Habitualmente, cuando me veía, sonreía.

Esta vez no.

—Sookie, no puedo hablar contigo ahora —dijo—. Horst está a punto de llegar y no necesita que le recuerden que existes. Han llamado a un abogado para revisar el contrato.

Era como si le hablara a una extraña, es más, a una extraña sin legitimidad para aparecer por su puerta. Además, Eric parecía enfadado y dolido.

Yo tenía muchas cosas que decirle. Y más que nada en el mundo, quería rodearlo con mis brazos y decirle lo importante que era para mí, pero en cuanto di medio paso en su dirección, Eric se echó hacia atrás y cerró la puerta de la oficina.

Por un instante me quedé paralizada, intentando absorber la conmoción y el dolor y tratando de evitar que mi cara se descompusiera. Pam se deslizó hacia mí, puso una mano en mi hombro, me dio la vuelta y me guio hasta la puerta. Cuando el portazo sonó detrás de nosotras, me dijo al oído:

—No vengas más. Es demasiado peligroso. Están sucediendo demasiadas cosas, demasiadas visitas. —Y entonces elevó el tono de voz y dijo—: ¡Y no vuelvas hasta que él te llame! —Me dio un pequeño empujón que me propulsó hasta el lateral de mi coche y a continuación, veloz como una bala, regresó dentro y cerró la puerta con ese rápido movimiento de los vampiros que parece magia o un videojuego muy bueno.

Así que me fui a casa, reflexionando sobre el aviso de Pam y las palabras y el comportamiento de Eric. Pensé en llorar, pero no tenía energía suficiente. Estaba demasiado cansada de estar triste como para entristecerme aún más. Era evidente que había una gran agitación en el Fangtasia y muchas cosas en la cuerda floja. No había nada que yo pudiera hacer salvo mantenerme alejada y desear sobrevivir al cambio de «gobierno», resultara el que resultara. Era como estar esperando a que se hundiera el Titanic.

Transcurrió otra mañana, otro día conteniendo mi respiración emocional, esperando a que algo ocurriera…, algo concluyente, o terrible.

No es que me sintiera como si esperase la llegada de la gran tormenta; me sentía como si estuviera esperando a que cayeran meteoritos sobre mi cabeza. Si no hubiera tenido esa demoledora recepción en el Fangtasia, quizá habría intentado intervenir, pero estaba muy desanimada, por llamarlo de la forma más suave posible. Me di un paseo muy largo por el caluroso bosque para dejar una cesta de tomates en el porche trasero de los Prescott. Corté el césped de lo que parecía un prado salvaje. Me sentía siempre mejor en el exterior: más completa de alguna forma. Y eso era genial porque había un montón de trabajo por hacer en el jardín. Eso sí, llevaba conmigo el móvil estuviera donde estuviera.

Esperé a que me llamara Sam. Pero no lo hizo. Bernie tampoco.

Pensé que quizá Bill vendría a contarme qué estaba sucediendo. No lo hizo.

Y así llegó a su fin otro día más sin comunicación.

Al día siguiente, cuando me levanté, tenía un mensaje, si se puede llamar así, de Eric. Me había enviado un SMS (¡un SMS!) a través de Pam, o sea que ni siquiera era personal. Un mensaje seco que me informaba de que Eric hablaría conmigo a lo largo de la semana. Había abrigado la esperanza de que Pam apareciera para regañarme a gritos o ponerme al corriente de cómo le iba a Eric…, pero no.

Me senté en el porche con un vaso de té helado y me analicé para ver si tenía el corazón roto. Emocionalmente estaba tan agotada que no podía saberlo. Tal y como veía la situación, quizá de forma melodramática, Eric y yo estábamos luchando con las cadenas del amor que nos habían unido y no parecía que pudiéramos ni liberarnos de ellas ni reforzarlas.

Tenía una decena de preguntas y conjeturas y temía la respuesta de cada una de ellas. Finalmente, decidí sacar la desbrozadora, mi herramienta de jardinería menos apreciada.

Mi abuela solía decir: «Si lo pagas, te lo tragas». No sabía de dónde venía el dicho, pero ahora entendía su significado.

—¡Claro! —exclamé en voz alta, ya que la radio estaba encendida y no podía oírme a mí misma—. Si tomas una decisión, tienes que asumir las consecuencias. —Pero yo ni siquiera había tomado una decisión de forma consciente al usar el cluviel dor para salvar a Sam; actué de forma instintiva al verlo morir.

Finalmente, traspasé mi límite de saturación de preguntarme «¿Qué hubiese pasado si…?». Dejé la desbrozadora y grité con todas mis fuerzas. ¡Qué le den a esta comedura de coco!

Estaba harta de pensar sobre el tema.

Así que al escuchar un coche pisando la grava de mi camino, una vez que ya había recogido las herramientas del garaje y tomado una ducha, me puse muy contenta. Reconocí el monovolumen de Tara. La vi atravesar la ventana de la cocina y miré a ver si los gemelos estaban en sus sillitas, pero las ventanillas estaban tintadas. (Ver a Tara en un monovolumen aún resultaba muy raro, pero durante su embarazo ella y J.B. habían jurado convertirse en unos padres modélicos y el monovolumen formaba parte de esa idea). Los hombros de Tara mostraban rigidez, pero al menos entraba por la puerta trasera como hacen los amigos. No se paró a llamar. Abrió la puerta que daba al porche y lavandería y gritó:

—¡Sookie! ¡Será mejor que estés aquí! ¿Estás presentable?

—Estoy aquí —contesté, girando en su dirección mientras hacía su entrada en la cocina. Tara llevaba unos pantalones marrones elásticos y una blusa blanca holgada. Tenía el cabello moreno recogido a la espalda en una trenza y llevaba muy poco maquillaje. Estaba, como siempre, preciosa, aunque no pude evitar fijarme en que sus cejas no se encontraban precisamente depiladas. La maternidad podía sin duda causar estragos en el cuidado de una mujer. Y, claro, tener dos a la vez debía dejar poco tiempo para una misma.

—¿Dónde están los bebés? —pregunté.

—Con la madre de J.B. —respondió—. Babeaba por tenerlos un par de horas.

—¿Y…?

—¿Por qué no vas a trabajar? ¿Por qué no respondes los correos electrónicos ni recoges las cartas de tu buzón? —Lanzó un montón de sobres de todos los tamaños y una o dos revistas en la mesa de la cocina. Me fulminó con la mirada mientras continuaba—. ¿Tú sabes lo nerviosa que eso pone a la gente? ¿A mí, por ejemplo?

Estaba un poco avergonzada por la inmensa verdad que había en su acusación; había sido egoísta al permanecer incomunicada mientras intentaba entenderme a mí misma y pensar en mi vida y mi futuro.

—Discúlpame —pedí con brusquedad—. ¡He llamado al trabajo diciendo que estoy enferma y me sorprende que quieras poner en riesgo a tus bebés llevándote mis gérmenes!

—A mí no me parece que estés enferma —rebatió sin un ápice de compasión—. ¿Qué os ha pasado a ti y a Sam?

—Está bien, ¿verdad? —Mi enfado flaqueó y desapareció.

—Kennedy lleva días sustituyéndole. La llama por teléfono, no aparece por el bar… —Me seguía mirando con enfado, pero su postura era menos rígida. Podía saber por sus pensamientos que su preocupación era sincera—. Kennedy está feliz de hacer horas extra. Ella y Danny están ahorrando para alquilar una casa juntos. Pero ese negocio no funciona solo, Sookie. A no ser que estuviera de viaje, Sam nunca ha dejado de ir al bar cuatro días seguidos.

La última parte me sonó básicamente como un monótono bla-bla-bla. Sam estaba bien, que era lo que me importaba.

Me senté en una de las sillas de la cocina con un poco de ímpetu de más.

—Vale. Dime qué ha pasado —solicitó Tara mientras se sentaba en frente—. Antes no estaba segura de querer saberlo, pero supongo que será mejor que me lo cuentes.

Quería compartir con alguien lo ocurrido en la casa de campo de Alcide Herveaux, pero no podía contarle a Tara toda la historia: los renegados licántropos prisioneros, la traición de Jannalynn a su manada y a su líder, las cosas horribles que hizo. Ni podía imaginar cómo se sentiría Sam. No solo había conocido la verdadera naturaleza de su novia (aunque la realidad sugería que él ya sabía que Jannalynn estaba jugando a un juego mucho más serio), sino que además tenía que asimilar su muerte, por cierto, verdaderamente horripilante. Jannalynn había intentado matar a Alcide, el líder de su manada, pero por error hirió de muerte a Sam. A continuación, Mustafá Khan la decapitó.

Abrí la boca para empezar a relatar la historia y me di cuenta de que no sabía cómo empezar. Miré a mi amiga-desde-el-colegio con impotencia. Ella estaba a la espera. Por su aspecto, iba a quedarse ahí sentada hasta que yo hablara. Por fin dije:

—El quid de la historia es que Jannalynn ha desaparecido del todo y para siempre, y que le salvé la vida a Sam. Eric en cambio piensa que en vez de salvar a Sam debería haber hecho algo por él. Algo importante; que yo sabía cómo hacer. —Me dejé fuera el remate de la historia.

—Entonces Jannalynn no se ha ido a Alaska a visitar a su prima. —Tara apretaba los labios para esconder lo asustada que estaba, aunque también detecté un destello de triunfo. Ella pensaba que siempre hubo algo sospechoso en esa historia.

—No, a no ser que en Alaska ahora haga mucho más calor.

Tara se rio, pero, claro, ella no había presenciado su muerte.

—¿Hizo algo tan malo? Leí en el periódico que alguien confesó por teléfono a la policía el asesinato de Kym Rowe y que después desapareció. ¿Se trataba de Jannalynn?

Asentí. Tara no parecía sorprendida. Tara conocía bien que algunas personas hacían cosas malas. Dos de ellas habían sido sus padres.

—Así que no has hablado con Sam desde entonces —aventuró.

—No desde la mañana siguiente. —Tuve la esperanza de que Tara dijera que lo había visto o hablado con él, pero en vez de eso pasó a un tema que consideraba más interesante.

—¿Y qué pasa con el vikingo? ¿Por qué está él cabreado? No necesitaba que le salvaran la vida. Él ya está muerto.

Elevé mis manos con las palmas abiertas, intentando pensar en cómo decirlo. Bien, sería mejor ser honesta aunque sin dar detalles.

—Es como… Yo disponía de un deseo. Podía haberlo usado en beneficio de Eric, para sacarlo de una situación difícil que iba a cambiar su futuro, pero en vez de eso lo usé para salvar a Sam. —Ahora tocaba esperar las repercusiones. Usar una magia tan potente siempre trae consecuencias.

Tara, que había tenido malas experiencias con vampiros y aborrecía a los no muertos, sonrió ampliamente. Aunque Eric le había salvado la vida hacía un tiempo, ella lo incluía en el mismo saco.

—¿Acaso el genio de la lámpara te ha concedido tres deseos? —preguntó, intentando que no se notara el placer en su voz.

La verdad es que, aunque estuviera de broma, esa era casi la verdad. Sustituye «hada» por «genio» y «un deseo» por «tres deseos» y tendrás un resumen de la historia.

—Algo así —convine—. Eric está muy ocupado ahora mismo; con asuntos que transformarán completamente su vida. —Aunque lo que decía era absolutamente cierto, sonaba a excusa barata. Tara intentó no burlarse.

—¿Te ha llamado alguien de su pandilla? ¿Pam? —Tara creía que tenía un motivo para preocuparme si los vampiros de la zona habían decidido que yo no significaba nada para ellos. Y tenía razón—. Que hayas roto con el jefazo no significa que te vayan a odiar, ¿verdad? —Estaba pensando en que probablemente sí lo hacían.

—No creo que hayamos roto exactamente —corregí—. Pero está cabreado. Pam me ha pasado un mensaje suyo. ¡Un SMS!

—Es mejor que una nota en un Post-it. ¿De quién más tienes noticias? —pregunto Tara con impaciencia—. ¿Después de toda esta historia tan rara que cuentas nadie te ha llamado para hablar de ello? ¿Sam no está aquí frotando los suelos de tu casa y besándote los pies? Esta casa debería estar llena de flores, caramelos y strippers.

—Ah —dije inteligentemente—. Bueno, el jardín está lleno de flores. Y tomates.

—Pues yo me cago en todos los sobrenaturales que te han decepcionado —maldijo Tara y afortunadamente no hizo coincidir palabras con acciones—. Escucha, Sook, quédate cerca de tus amigos humanos y manda a los otros a freír espárragos. —Lo decía muy, muy en serio.

—Demasiado tarde para eso —lamenté. Sonreí, pero sentía que el gesto no encajaba bien en mi rostro.

—Pues, entonces, vente conmigo de compras. Ahora que soy la Vaca Lechera necesito nuevos sujetadores. No sé cuánto tiempo más podré resistir esto.

Los pechos de Tara, quien amamantaba a dos gemelos, habían aumentado de forma notable. Quizá sus curvas también habían aumentado. Me alegré de que cambiara de tema porque a mí no me gusta acusar a nadie.

—¿Cómo están los niños? —pregunté sonriendo de forma más sincera—. Voy a tener que hacer de canguro para que tú y J.B. vayáis al cine alguna noche. ¿Hace cuánto que no salís?

—Desde seis semanas antes de salir de cuentas —respondió—. Mamá du Rone se los ha quedado dos veces durante el día para que yo pudiera ir a la compra, pero no quiere hacerse cargo por la noche, cuando Papá du Rone está en casa. Si puedo sacarme suficiente leche para mis dos monstruitos, J.B. podría llevarme al Outback para comer un buen filete. —Vi cierta voracidad en su boca. Tara había estado sedienta de carne roja desde que empezó a dar de mamar—. Además, desde que cerró el Hooligans, J.B. no trabaja por las noches.

J.B. trabajaba en el Hooligans además de en el gimnasio como entrenador. En el Hooligans hacía un striptease (casi) completo en la «noche de chicas» para sacar algo de dinero extra para los niños. Desde que su dueño, mi primo Claude, se había esfumado del mundo humano, yo no había invertido ni un instante en pensar en el destino del edificio o del negocio. Era un tema del que sin duda tendría que preocuparme cuando acabara otros asuntos más importantes.

—La próxima vez que te apetezca un buen filete, avísame —le ofrecí a Tara, feliz ante la perspectiva de hacerle un favor—. ¿Dónde pensabas ir de compras? —De repente me entraron unas ganas enormes de salir de casa.

—Vayamos a Shreveport. Me gusta la tienda de premamá y bebés de allí y quiero pasarme por la tienda de segunda mano de la calle Youree.

—Vale. Deja que me maquille un poco. —En quince minutos tenía puestos unos shorts limpios de color blanco y una camiseta azul cielo, el pelo estaba recogido en una cola de caballo y la piel, hidratada a conciencia. Me sentía más yo misma que en muchos días.

Tara y yo charlamos durante el camino a Shreveport. Sobre todo de bebés, por supuesto, porque ¿qué hay más importante que los bebés? La conversación incluía a la suegra de Tara (una gran mujer), la tienda de Tara (que no iba demasiado bien este verano), la ayudante de Tara, McKenna (a la que Tara estaba intentando juntar con un amigo de J.B.), y otros temas de interés del «Universo Tara».

En ese calurosísimo día de julio, durante nuestro trayecto en coche, resultaba reconfortantemente normal mantener esta charla superficial.

Tara era la propietaria y gerente de una lujosa boutique de señora, pero no tenía prendas especiales de premamá y lactancia.

—Quiero un par de sujetadores y un camisón de lactancia de Moms ’N More y después, dado que mi culo gordo de mamá no me cabe en ninguno de mis shorts, quiero ir a la tienda de segunda mano a por un par. ¿Necesitas tú algo, Sookie? —preguntó Tara.

—La verdad es que sí, el vestido para la boda de Jason y Michele —contesté.

—¿Participas tú? ¿Tienen ya fecha?

—De momento soy la única dama de honor. Tienen dos fechas y escogerán una dependiendo de la hermana de Michele. Está en el ejército y no se sabe si podrá librar esos días —me reí—. Estoy convencida de que Michele se lo pedirá a ella también, pero lo mío ya es seguro.

—¿Tienes que ir de algún color en especial?

—No, el que me guste. Michele dice que el blanco no le sienta bien y que además ya lo llevó en su primera boda. Jason llevará un traje marrón claro y Michele, un vestido color chocolate. Es un vestido de cóctel que al parecer le sienta genial.

Tara parecía escéptica.

—¿Marrón chocolate? —dudó. (Tara no pensaba que fuera apropiado para una boda)—. Deberías mirar hoy —continuó, más alegre—. Por supuesto, eres bienvenida a echar un ojo en mi tienda, pero si ves algo en la de segunda mano, estaría genial. Solo te lo vas a poner una vez, ¿no?

Tara tenía ropa bonita pero cara, y su selección estaba limitada por el tamaño de la tienda. Su sugerencia era muy práctica. Realmente práctica.

Primero paramos en Moms ’N More. La tienda no tenía demasiado interés para mí. Llevaba saliendo con vampiros tanto tiempo que el embarazo era algo sobre lo que no pensaba, al menos no muy a menudo. Mientras Tara hablaba de la lactancia con la vendedora, eché un vistazo a las bolsas para pañales y los adorables artículos para bebés. Las nuevas madres eran auténticas bestias de carga. Resultaba difícil creer que hubo un tiempo en que los bebés crecían sin bolsos para pañales, ni sacadores de leche, ni cubos de basura especiales para pañales, ni llaves de plástico, ni andadores, ni potitos, ni telas plastificadas para cambiar el pañal, ni detergente especial para la ropa del bebé… y un largo etcétera. Toqué un minúsculo pijama de rayas verdes y blancas con una oveja en el pecho. Algo dentro de mí se estremeció de anhelo.

Me alegré cuando Tara terminó sus compras y salimos de allí.

La tienda de segunda mano estaba solo a menos de dos kilómetros. Dado que Ropa Usada de Lujo no sonaba muy emocionante, los dueños habían optado por A la Segunda, Va la Vencida. Tara parecía algo avergonzada por visitar una tienda de ropa usada, aunque fuese lujosa.

—Al trabajar en una tienda de ropa, tengo que tener buen aspecto —me dijo—. Pero no quiero gastar mucho en pantalones más grandes, ya que espero no estar en esta talla mucho más tiempo. —Tara había subido dos tallas. Me lo dijo su cabeza.

Esta era una de las cosas que odiaba de ser telépata.

—Tiene todo el sentido del mundo —acordé con dulzura—. Y quizá yo vea algo para la boda. —Parecía muy poco probable que la dueña del vestido apareciese en la boda de Jason y ese era mi único reparo en adquirir algo que otro se hubiera puesto una o dos veces.

Tara conocía a la dueña, una pelirroja delgada cuyo nombre parecía ser Allison. Tras un abrazo, Tara extrajo fotos de los gemelos…, quizá unas cien. No me sorprendió lo más mínimo. Yo les conocía en persona, así que me alejé para mirar los vestidos «para ocasiones especiales». Encontré mi talla y empecé a pasar las perchas por la barra, una a una, tomándome mi tiempo. Estaba más relajada de lo que había estado en toda la semana.

Me alegraba de que Tara me hubiera «arrancado» de mi casa. Había algo maravillosamente cotidiano y reconfortante en nuestra expedición. La tienda, que tenía aire acondicionado, era muy tranquila, ya que el volumen de la música estaba muy, muy bajo. Los precios, en cambio, eran más altos de lo que había esperado, pero cuando leí las etiquetas, entendí por qué. Todo era de buena calidad.

Pasé una percha con una prenda horrible morada y verde y paré en seco, extasiada. De la siguiente colgaba un vestido amarillo intenso sin mangas, con forro interior y cuello en U. Tenía un lazo grande que iba hasta la mitad de la espalda. Era precioso.

—Me encanta este vestido —solté en voz alta, rebosante de felicidad. Superficial, sí, lo sabía, pero me dejo llevar por la alegría cuando aparece—. Voy a probarme esto —exclamé, levantando el vestido.

La dueña, inmersa en el parto de Tara, ni se giró. Elevó la mano y la ondeó.

—Rosanne estará en seguida contigo —anunció.

El vestido y yo atravesamos la cortina que conducía a los probadores. Había cuatro cubículos y, dado que nadie más había entrado a la tienda, no me sorprendió verlos vacíos. Me quité los shorts y la camiseta en tiempo récord. Aguantando la respiración por la intriga, descolgué el vestido de su percha y lo deslicé por mi cabeza. Se asentó en mis caderas como si estuviera feliz de estar ahí. Alargué los brazos detrás de mí para subir la cremallera. Conseguí cerrarla hasta la mitad de su recorrido, ya que mis brazos solo se doblan hasta cierto punto. Salí para ver si podía despegar a Tara de su fascinante conversación. Una joven, probablemente Rosanne, estaba esperando de pie, lista para cuando yo saliera. Al verla sentí una leve punzada de familiaridad. Rosanne tendría poco menos de veinte años, era una chica robusta de pelo castaño trenzado recogido en un moño. Llevaba un impecable traje de chaqueta azulón y crema. Seguro que la había visto antes.

—¡Discúlpame por no haber estado aquí antes para ayudarte! —lamentó—. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Necesitas ayuda con la cremallera? —Había empezado a hablar en cuanto yo atravesé la cortina y, hasta terminar su discurso, no me miró a la cara.

—¡Mierda! —exclamó Rosanne de forma tan repentina que la dueña se giró para mirar.

A la elegante Allison le devolví una sonrisa que transmitía «Todo bien por aquí» con la esperanza de que fuera verdad.

—¿Qué te pasa? —le susurré a Rosanne. Me miré buscando algo que explicara su alarma. ¿Me había venido la regla? ¿Qué era? Cuando vi que no había nada alarmante, la miré nerviosa, esperando a que me contara por qué estaba tan alterada.

—Eres tú —exhaló—. ¡Eres tú!

—¿Yo soy quién?

—La de la potentísima magia. La que resucitó al cambiante.

—Oh —me delaté—. Imagino que tú eres de la manada del Colmillo Largo. Sabía que te había visto antes.

—Yo estuve allí —confesó con una intensidad imperturbable e inquietante—. En la granja de Alcide.

—Fue bastante horrible, ¿verdad? —dije. Y era lo último que quería decir sobre ese tema. Así que volví al que me había traído allí y sonreí a la mujer lobo—: Oye, ¿me subes la cremallera? —Le di mi espalda, no sin temor. En el espejo alargado pude verla mirándome. No hacía falta ser telépata para interpretar esa expresión. Le daba miedo tocarme.

Lo que quedaba de mi buen humor se fue a pique.

Cuando era niña, algunas personas me miraban con una mezcla de incomodidad y asco. Los niños telépatas pueden decir las peores cosas en los peores momentos. A nadie le cae bien un niño telépata y nadie olvida que ese niño ha revelado algo de su esfera privada y secreta. La telepatía en un niño es absolutamente terrible. Incluso yo me había sentido así. Algunas personas se mostraban totalmente atemorizadas por mi habilidad, pero yo no tenía las herramientas para ocultarla. Después, aprendí más o menos a controlar lo que decía cuando «escuchaba» algo sorprendente o terrible de los pensamientos de alguien. Desde entonces pocas veces volví a ver esa expresión. Había olvidado lo doloroso que era.

—Me tienes miedo —dije, afirmando lo evidente, simplemente porque no sabía qué más hacer—, pero no tienes por qué temerme. Tú eres la que tiene garras y colmillos.

—Calla. Allison te va a oír —susurró.

—¿Sigues en el armario?

—En el trabajo, sí —contestó, con su voz más profunda y dura. Al menos no parecía atemorizada, lo que era mi objetivo—. ¿Sabes lo difícil que es todo para las chicas de dos naturalezas cuando empezamos a cambiar? Más difícil que para los chicos. Una de cada veinte de nosotras acaba siendo una perra psicópata para siempre. Pero si superas la adolescencia estás salvada. Y yo casi estoy ahí. Allison es agradable y este lugar es muy tranquilo. He trabajado aquí todos los veranos y quiero que siga siendo así. —Me miró suplicante.

—Entonces súbeme la cremallera, ¿vale? No tengo intención de hablar de ti. Simplemente necesito un vestido, ¡por Dios! —solté, muy exasperada. Yo no era una persona poco comprensiva, pero en ese momento sentía que ya tenía suficientes problemas.

Indecisa, con su mano izquierda, sujetó la parte superior del vestido y con la derecha agarró la cremallera; un segundo después estaba cerrada. El lazo cubría la cremallera y se mantenía en su sitio mediante unos corchetes. Como el verano es el mejor momento para broncearse, mi tono era de un marrón bonito, y el amarillo quedaba… fenomenal. El vestido no tenía mucho escote y el largo era perfecto. Recuperé una pizca de mi buen humor previo.

No me había gustado que Rosanne pensara que la delataría por puro placer, pero entendía su preocupación. Más o menos. Había conocido a dos o tres mujeres que no superaron su adolescencia sobrenatural con la personalidad intacta. Era una condición a la que temer, sin duda. Con esfuerzo, me olvidé de toda nuestra conversación y cuando pude concentrarme en la imagen que salía del espejo, sentí un escalofrío de total satisfacción.

—Madre mía, qué bonito es —dije. Sonreí al reflejo de la mujer lobo, invitándola a animarse conmigo.

Pero Rosanne estaba en silencio, con su rostro aún infeliz. No iba a compartir conmigo mi plan de «¡Somos chicas felices!».

—¿Lo hiciste, verdad? —preguntó—. Resucitar al cambiante muerto.

Vale, no iba a poder disfrutar de mi victoria por haber encontrado un vestido.

—Fue un hecho aislado —contesté, notando cómo mi sonrisa menguaba—. No puedo hacerlo de nuevo. Ni quiero. —Si hubiera tenido tiempo para reflexionar, quizá no habría utilizado el cluviel dor. Quizá habría dudado de su poder y esa duda habría debilitado mi voluntad. Mi amiga bruja Amelia me había dicho una vez que la magia era pura voluntad y determinación.

Sentí ambas cosas cuando vi que el corazón de Sam dejaba de latir.

—¿Alcide está bien? —pregunté, esforzándome de nuevo en cambiar de tema.

—El líder de la manada está bien —respondió ella, de manera formal. Aunque era una licántropo, podía leer su mente con suficiente claridad como para saber que, aunque había superado su miedo inicial, aún mantenía profundas dudas hacia mí. Me preguntaba si toda la manada compartía esa desconfianza. ¿Pensaría Alcide que yo era una especie de superbruja?

Nada podía estar más alejado de la verdad. Yo nunca había sido supernada.

—Me alegra oír que está bien. Me llevo el vestido —dije. Por fin, imaginaba, puedo rescatar algo de este encuentro. Cuando llegué al mostrador, vi que, mientras Rosanne y yo teníamos nuestra incómoda charla íntima, Tara había encontrado dos pares de shorts y unos vaqueros, todo de muy buenas marcas. Parecía contenta y Allison también (porque no tenía que mirar más fotos de bebés).

Al salir de la tienda, con mi vestido en una bolsa, miré hacia atrás y vi a la licántropo mirarme a través del escaparate. Su rostro mostraba una mezcla de respeto y miedo.

Había estado tan absorta en mi propia reacción tras resucitar a Sam que no me preocupé de cómo reaccionarían otros testigos.

—¿Qué pasaba entre tú y esa chica? —preguntó Tara de repente.

—¿Qué? Nada.

Tara me miró con total escepticismo. Me iba a tener que explicar.

—Es una licántropo de la manada de Alcide, pero mantiene su segunda naturaleza en secreto para su jefa —confesé—. Espero que no te sientas obligada a contárselo a Allison.

—No. A quién contrate Allison es asunto suyo. —Tara se encogió de hombros—. Rosanne lleva allí desde que era una niña, va al terminar las clases. Mientras haga su trabajo, ¿qué diferencia hay?

—Genial. En ese caso, le guardaremos el secreto.

—Rosanne no parecía muy contenta contigo —dijo Tara tras una pausa larga.

—No…, no lo estaba. Piensa… que soy una bruja, una bruja terrible. Terrible en el sentido de muy poderosa y temible.

Tara resopló.

—Es evidente que no te conoce ni lo más mínimo.

Sonreí, pero con pocas ganas.

—Espero que no sea la opinión generalizada.

—Yo pensaba que podían «oler» si uno era bueno o malo.

Intenté mostrarme indiferente.

—Deberían saberlo, pero como no parece ser así, será mejor que lo supere.

—Sook, no te preocupes. Si nos necesitas, llámanos a J.B. o a mí. Pondremos a los niños en sus sillitas de coche e iremos directos a tu casa. Ya sé que te he fallado un poco… y decepcionado otro poco… en los últimos años, pero te prometo que te ayudaré, pase lo que pase.

Su vehemencia me dejó atónita. Miré a mi amiga. Había lágrimas en sus ojos cuando puso el coche en marcha en dirección hacia Bon Temps.

—Tara, ¿qué estás diciendo?

—Te he fallado —lamentó, con el rostro sombrío—. De muchas formas. Y me he fallado a mí misma. He tomado decisiones realmente estúpidas. Intentaba con todas mis fuerzas escapar de cómo crecí. Durante un par de años habría hecho cualquier cosa por asegurarme de no vivir como en la casa de mis padres nunca más. Por eso busqué protección y ya sabes cómo acabó aquello. Cuando eso terminó, odiaba tanto a los vampiros que no podía escuchar tus problemas. Pero ya he evolucionado —asintió con firmeza, como si la decisión que había tomado fuese el último paso de su crecimiento espiritual.

Esto era lo último que esperaba: una declaración de reconciliación de mi amiga más antigua. Empecé a negar cada cosa negativa que decía de sí misma. Pero estaba siendo tan honesta que sentía que tenía que corresponder en honestidad (al menos, de forma prudente).

—Tara, somos amigas de toda la vida. Seremos amigas toda la vida —le confirmé—. Si tú has cometido errores, yo también. Hacemos las cosas lo mejor que podemos. Ambas estamos dejando atrás muchos problemas. —Esperaba que fuera así.

Sacó un Kleenex de su bolso y se secó la cara con una mano.

—Sé que todo nos irá bien —dijo—. Lo sé.

Yo no estaba tan segura, al menos en relación a mi propio futuro, pero no pensaba arruinar el momento de Tara.

—Seguro que sí —acordé. Y le di unas palmaditas en la mano mientras agarraba el volante.

Durante algunos kilómetros, condujimos en silencio. Miré por la ventanilla los campos y las zanjas, repletos de hierbajos; el calor cerniéndose sobre ellos como un manto gigante. Si los hierbajos podían crecer con tanto vigor, quizá yo también pudiera.