Capítulo 1

Al día siguiente de resucitar a mi jefe, le encontré sentado y sin camisa en la chaise longue de mi jardín trasero nada más levantarme. Eran sobre las diez de la mañana de un día de julio y el sol bañaba el jardín con un calor brillante. El pelo de Sam era una maraña roja y dorada. Abrió los ojos mientras yo bajaba las escaleras de atrás y atravesaba el jardín. Yo aún llevaba mi camisón corto y no quería ni pensar en el aspecto de mi propio pelo. Era básicamente un nudo gigante.

—¿Cómo te sientes? —pregunté en voz muy baja. Tenía la garganta irritada por los gritos de la noche anterior, cuando vi a Sam desangrándose en el suelo del jardín trasero de la granja que Alcide Herveaux había heredado de su padre. Sam flexionó las piernas para que yo pudiera sentarme en la chaise longue. Tenía los vaqueros salpicados de su propia sangre seca; el torso, desnudo; y la camisa debía de estar demasiado asquerosa.

Sam tardó en contestar. A pesar de haberme dado permiso tácito para sentarme con él, no parecía aceptar mi presencia. Por fin dijo:

—No sé cómo me siento. No me siento yo mismo. Es como si algo en mi interior hubiera cambiado.

Me estremecí. Había temido algo así.

—Sé…, es decir, me dijeron que… el uso de la magia siempre tiene un precio —le confirmé—. Pensé que yo sería la única en pagarlo. Lo siento.

—Me hiciste regresar de la muerte —dijo sin emoción—. Creo que eso exige un pequeño periodo de adaptación. —No sonrió.

Me moví con inquietud.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí fuera? —pregunté—. ¿Te traigo un zumo de naranja o un café? ¿Quieres desayunar?

—Llegué hace unas horas —contestó—. Me tumbé en el suelo. Necesitaba volver a estar en contacto.

—¿Con qué? —Quizá yo no estaba tan despierta como pensaba.

—Con mi naturaleza —respondió, muy despacio y con intención—. Los cambiantes somos hijos de la naturaleza, ya que podemos convertirnos en muchas cosas. Es nuestra mitología. Mucho antes de mezclarnos con la raza humana, solíamos decir que fuimos creados porque la madre naturaleza necesitaba una criatura versátil que pudiera reemplazar cualquier raza que se extinguiera. Esas criaturas eran los cambiantes. Yo podría mirar la foto de un tigre dientes de sable y convertirme en uno. ¿Sabías eso?

—No —contesté.

—Creo que me iré a casa. Iré a mi caravana y… —Su voz se apagaba.

—¿Y qué?

—Cogeré una camisa —completó, por fin—. Me siento muy raro. Tu jardín es increíble.

Estaba confundida y bastante preocupada. Una parte de mí podía entender que Sam necesitaría un tiempo en soledad para recuperarse del trauma de morir y resucitar. Pero otra parte, la que conocía a Sam desde hacía años, sentía preocupación al ver a un Sam tan diferente. Durante los últimos años había sido la amiga, empleada, cita ocasional y socia de Sam (todas esas cosas y alguna más). Habría jurado que no podría sorprenderme.

Le observé con los ojos entornados mientras sacaba las llaves del bolsillo de sus vaqueros. Me levanté para dejarle sitio y que pudiera así deslizarse del diván para caminar hacia su camioneta. Trepó a la cabina y me miró a través del parabrisas durante un largo instante. A continuación, giró la llave en el contacto. Elevó su mano y yo sentí una oleada de placer. Había bajado su ventanilla. Me había llamado para que me acercara a despedirme, pero entonces Sam dio marcha atrás y bajó la rampa de entrada despacio hasta Hummingbird Road. Se fue sin decir palabra. Nada de «Nos vemos luego», «Muchas gracias» o «Que te den».

¿Y qué quería decir con que mi jardín era increíble? Había estado en mi jardín un millón de veces.

Al menos conseguí resolver ese misterio enseguida. Al girarme para dirigirme a la casa (atravesando una hierba extraordinariamente verde), me percaté de que las tres tomateras que había plantado hacía semanas rebosaban de frutos maduros y rojos. Me detuve en seco. ¿Cuándo había ocurrido eso? La última vez que me fijé, hacía aproximadamente una semana, parecían algo abandonadas y pedían a gritos agua y fertilizante, incluso la de la izquierda parecía tener los días contados. Ahora las tres plantas estaban exuberantes, repletas de hojas verdes y combadas por el propio peso de la fruta. Era como si alguien les hubiera dado una dosis megaconcentrada de abono.

Con la boca abierta de par en par, me giré para mirar el resto de flores y arbustos del jardín (que eran muchísimos). Gran parte de las mujeres Stackhouse habían sido fervientes jardineras y habían plantado rosas, margaritas, hortensias, perales…, numerosas cosas verdes y florecientes plantadas por generaciones y generaciones de mujeres Stackhouse. Y yo había estado haciendo un trabajo mediocre manteniendo todo bien podado.

Pero… ¿qué demonios había ocurrido? Los últimos días, mientras yo estaba hundida por la tristeza, el jardín entero había estado tomando esteroides. O quizá el Gigante Verde había venido de visita. Todo lo que debía estar floreciendo se encontraba hasta arriba de flores relucientes, y lo que debía tener algo de fruta rebosaba de ella. El resto era verde, brillante y espeso. ¿Cómo había sucedido?

Recogí un par de tomates especialmente maduros para llevarlos a la casa. Un sándwich de beicon y tomate sería mi menú para el almuerzo, pero antes debía encargarme de algunos asuntos.

Encontré mi móvil y comprobé mi lista de contactos. Sí, tenía el número de Bernadette Merlotte. Bernadette, llamada Bernie, era la madre cambiante de Sam. Aunque mi madre había muerto cuando yo tenía siete años (quizá no era la más indicada para juzgar), Sam parecía tener una buena relación con Bernie. Si existía un momento para llamar a una madre, era ese.

No puedo decir que fuese una conversación agradable y duró menos de lo debido, pero nada más colgar, Bernie Merlotte estaba haciendo la maleta para venir a Bon Temps. Llegaría por la tarde.

¿Había hecho lo correcto? Tras discutir el asunto conmigo misma, decidí que sí. Es más, también decidí que necesitaba un día libre. Quizá más de uno. Llamé al Merlotte’s y le dije a Kennedy que tenía la gripe. Quedamos en que me llamaría en caso de emergencia, pero que, si no, me dejaría en paz para que me recuperara.

—Yo pensaba que nadie cogía la gripe en julio, pero Sam ha llamado para decirme lo mismo —dijo Kennedy con una sonrisa en su tono de voz.

Pensé: «Maldita sea».

—¿Quizá os la hayáis pegado mutuamente? —sugirió con picardía.

No dije nada.

—Vale, vale, solo llamaré si hay un incendio —accedió—. Pásalo bien recuperándote de tu gripe.

Me negué a preocuparme por los rumores que indudablemente comenzarían a surgir. Dormí mucho y lloré mucho. Ordené a conciencia todos los cajones de mi dormitorio: mesilla de noche, cómoda y coqueta. Tiré cosas inútiles y agrupé otros artículos de una forma que parecía razonable. Y esperé a tener noticias de… alguien.

Pero el teléfono no sonó. Escuché una buena dosis de «nada». Tenía un montón de «nada», excepto tomates. Tomates que pondría en sándwiches. Al minuto de recoger los rojos, colgaban ya otros verdes. Freí algunos de los verdes y con los rojos hice salsa mejicana por primera vez en mi vida. Las flores florecían, florecían y florecían y llené jarrones con ellas en casi todas las habitaciones de la casa. Incluso caminé hasta el cementerio para dejar unas cuantas en la tumba de mi abuela y coloqué un ramo en el porche de Bill. Si me las hubiera podido comer, tendría un plato hasta arriba en cada comida.

En otro lugar

La mujer pelirroja salió por la puerta de la cárcel de forma lenta y con recelo, como si sospechase que le fuesen a hacer una inocentada. Parpadeó bajo el resplandeciente sol y comenzó a caminar hacia la carretera. Había un coche aparcado, pero no le prestó atención. La mujer pelirroja no pensó que sus ocupantes la estaban esperando.

Un hombre mediano salió del asiento de copiloto. Eso es lo que ella pensó de él: que era mediano. Su pelo era medianamente castaño; su estatura, mediana; su constitución, mediana, y hasta su sonrisa era mediana. Sus dientes, en cambio, eran de un blanco reluciente y parecían perfectos. Unas gafas oscuras escondían sus ojos.

—Señorita Fowler —dijo—, hemos venido a recogerte.

Ella se giró hacia él, dudosa. El sol le daba en los ojos y los entornó. Había sobrevivido a muchas cosas (matrimonios rotos, relaciones rotas, traiciones y una herida de bala). No estaba por la labor de resultar un objetivo fácil ahora.

—¿Quién es usted? —preguntó, manteniéndose firme, a pesar de saber que el sol mostraba sin piedad cada una de sus arrugas y cada uno de los defectos del tinte que se había aplicado en el baño del calabozo.

—¿No me reconoces? Nos conocimos en el juicio. —La voz del hombre mediano era casi amable. Se quitó sus gafas de sol y una bombilla se iluminó en el cerebro de la mujer.

—Eres el abogado. El que me ha sacado de aquí —adivinó, sonriendo—. No sé por qué lo has hecho, pero te debo una. No debía estar en la cárcel. Quiero ver a mis hijos.

—Y lo harás —le aseguró—. Por favor, por favor. —Abrió la puerta trasera del coche y con un gesto la invitó a entrar—. Disculpa, debí haberme referido a ti como señora Fowler.

Estaba contenta de entrar en el coche, agradecida de poder acomodarse en un asiento acolchado, feliz de disfrutar del aire fresco. Este era el mayor confort físico que había vivido en meses. Uno no llega a apreciar los asientos cómodos ni la cortesía (ni los buenos colchones o las toallas gruesas) hasta que no los tiene.

—He sido señora unas cuantas veces. Y señorita también —dijo—. No me importa cómo me llames. Este coche es estupendo.

—Me alegra que te guste —afirmó el conductor, un hombre alto con pelo canoso rapado. Se giró para mirar a la mujer pelirroja y le sonrió. Se quitó sus gafas de sol.

—¡Dios mío! —exclamó ella en un tono de voz completamente distinto—. ¡Eres tú! ¡De verdad! En persona. Pensaba que estabas en la cárcel, pero estás aquí. —Estaba asombrada y confundida.

—Sí, hermana —dijo—. Sé que eras una seguidora devota y que demostraste tu valor. Y ahora, te lo he agradecido sacándote de la cárcel, donde de ningún modo merecías estar.

Miró hacia otro lado. En su corazón, ella conocía sus pecados y sus crímenes, pero era un bálsamo para su autoestima escuchar que un hombre tan querido (¡alguien a quien ella había visto en la televisión!) pensara que era una buena mujer.

—¿Y por eso has puesto el dineral de mi fianza? Era un buen puñado de pasta. Más pasta de la que yo he ganado en toda mi vida.

—Quiero serte tan leal como tú lo fuiste conmigo —le aseguró el hombre alto con delicadeza—. Además, sabemos que no vas a salir corriendo. —Sonrió hacia ella y Arlene pensó en lo afortunada que era. Parecía increíble que alguien le pagara una fianza de más de cien mil dólares. Es más, parecía sospechoso. «Pero», pensó Arlene, «por ahora todo va bien».

—Te llevamos a casa, a Bon Temps —le informó el hombre mediano—. Podrás ver a tus hijos: a la pequeña Lisa y el pequeño Coby.

La forma en la que dijo los nombres de sus hijos la hizo sentir incómoda.

—Ya no son tan pequeños —dijo para acabar con ese destello de duda—. Por supuesto que quiero verles. Les he echado de menos cada uno de los días que he estado ahí metida.

—A cambio, hay un par de pequeños asuntos de los que queremos que te encargues por nosotros… si quieres —sugirió el hombre mediano. Sin duda había cierta cadencia extranjera en su forma de hablar.

El instinto de Arlene Fowler le dijo que ese par de asuntos no serían pequeños y mucho menos opcionales. Mirando a los dos hombres, sintió que no estaban interesados en algo que a ella no le hubiera importado dar, como su cuerpo. Tampoco querían que les planchara las sábanas ni limpiara su cubertería de plata. Se sentía más cómoda ahora que las cartas estaban sobre la mesa y a punto de mostrarse.

—¡Ajá! —dijo—. Como ¿qué?

—De verdad no creo que te importe cuando lo escuches —dijo el conductor—. De veras que no.

—Todo lo que tienes que hacer —le informó el hombre mediano— es tener una conversación con Sookie Stackhouse.

Se produjo un gran silencio. Arlene Fowler miró a los dos hombres una y otra vez, midiendo y calculando.

—¿Vais a hacer que me metan otra vez en la cárcel si no lo hago? —preguntó.

—Al haberte sacado con el juicio aún pendiente, supongo que podríamos —contestó el conductor con delicadeza—. Pero de verdad que odiaría tener que hacerlo. ¿Tú no? —le preguntó a su acompañante.

El hombre mediano agitó la cabeza de un lado a otro.

—Eso sería una gran lástima. Los niños pequeños estarían tan tristes… ¿Tienes miedo de la señorita Stackhouse?

Todo se mantuvo en silencio mientras Arlene Fowler batallaba con la verdad.

—Soy la última persona de la tierra a la que Sookie querría ver —contestó con evasivas—. Me culpa por todo lo que pasó ese día, el día… —Su voz era cada vez más débil.

—El día que dispararon a todas esas personas —dijo el hombre mediano de manera afable—. Incluida tú. Pero la conozco un poco y creo que te dejará tener una conversación con ella. Te diremos qué decir. No te preocupes por su don. Creo que todo marchará bien en ese aspecto.

—¿Su don? ¿Te refieres a que lee las mentes? ¡Un don, dice! —rio Arlene, inesperadamente—. Pero ¡si ha sido la maldición de su vida!

Los dos hombres sonrieron y el efecto no fue en absoluto agradable.

—Sí —coincidió el conductor—. Ha sido una maldición para ella e imagino que esa sensación irá a peor.

—De todas formas, ¿qué es lo que queréis de Sookie? —preguntó Arlene—. No tiene más que esa casa vieja.

—A nosotros, y a alguna persona más, nos ha causado una cantidad elevada de inconvenientes —comentó el conductor—. Digamos que le vienen problemas.