Prólogo

Enero

La noche que conoció al diablo en el Barrio Francés, aquel empresario de Nueva Orleans, cincuentón a juzgar por las canas, estaba acompañado por su guardaespaldas y chófer, un hombre mucho más joven y alto que su jefe. El encuentro era con cita.

—¿Es de verdad el Diablo a quien vamos a ver? —preguntó el guardaespaldas. Estaba tenso, lo que no era de extrañar.

—No es el Diablo, es un diablo. —El empresario parecía frío y tranquilo en el exterior, pero quizá no lo estaba tanto por dentro—. Desde que se acercó a mí en el banquete de la Cámara de Comercio, he aprendido muchas cosas que antes no sabía. —El empresario miró a su alrededor, intentando localizar a la criatura que había aceptado venir a ver. Le dijo a su guardaespaldas—: Me convenció de que era lo que decía que era. Yo siempre pensé que mi hija era simplemente una ingenua. Pensé que se imaginaba que tenía poderes porque quería tener algo… que solo la perteneciera a ella. A ver, estoy dispuesto a admitir que tiene un cierto don, aunque en absoluto tan considerable como ella piensa.

Era una fría y húmeda noche de enero, incluso en Nueva Orleans. El empresario cambiaba su peso de un pie a otro para calentarse. Le dijo al guardaespaldas:

—Es evidente que encontrarse en un cruce de caminos es la tradición. —La calle no estaba tan concurrida como lo estaría en el verano, pero aun así había borrachos, turistas y nativos de camino a su entretenimiento nocturno. Se dijo a sí mismo que no tenía miedo—. Ah, aquí viene —exclamó.

El diablo era un hombre bien vestido, tanto como el empresario. Llevaba una corbata de Hermès, un traje italiano y unos zapatos hechos a medida. Tenía los ojos peculiarmente claros, con sus blancos resplandecientes y los iris de un marrón púrpura que desde algunos ángulos parecía casi rojo.

—¿Qué tiene para mí? —preguntó el diablo, en un tono de voz que sugería solo un interés leve.

—Dos almas —dijo el empresario—. Tyrese ha decidido meterse en esto conmigo.

El diablo desvió su mirada y la posó en el guardaespaldas. Tras un instante, este asintió. Era un hombre corpulento, un afroamericano de piel clara con ojos brillantes color avellana.

—¿Por propia voluntad? —preguntó el diablo de forma neutra—. ¿Los dos?

—Por propia voluntad —dijo el empresario.

—Por propia voluntad —afirmó el guardaespaldas.

A lo que el diablo respondió:

—En ese caso, pongámonos a trabajar.

«Trabajar» era una palabra que le hacía sentir cómodo al empresario. Sonrió.

—Estupendo. Tengo los documentos aquí y ya están firmados. —Tyrese abrió una fina carpeta de cuero y extrajo dos folios: ni papel de pergamino ni piel humana, nada tan dramático o exótico; folios de la impresora que la secretaria de su oficina había comprado en la papelería. Tyrese le ofreció los contratos al diablo, quien les echó un leve vistazo.

—Tienen que firmarlos otra vez —dijo el diablo—. Para esta firma, la tinta no es apropiada.

—Pensé que bromeaba en cuanto a eso. —El empresario frunció el ceño.

—Yo nunca bromeo —dijo el diablo—. Tengo sentido del humor, oh, sí, desde luego, créame que lo tengo. Pero no con los contratos.

—¿De verdad que tenemos que…?

—¿Firmar con sangre? Sí, por supuesto. Es la tradición y así se hará, ahora. —Interpretando la mirada de soslayo del empresario de forma correcta, añadió—: Le prometo que nadie verá lo que estamos haciendo.

Mientras el diablo hablaba, un repentino silencio cubrió a los tres hombres y un grueso velo los separó del resto de la calle. El empresario asintió de forma elaborada para mostrar lo melodramática que le parecía esta tradición.

—Tyrese, tu cuchillo —dijo, elevando la mirada hacia el chófer.

El cuchillo de Tyrese apareció con sobrecogedora rapidez, probablemente de la manga de su abrigo. La cuchilla estaba afilada y brilló con la luz de las farolas. El empresario se desprendió del abrigo y se lo dio a su compañero. Se quitó los gemelos y se remangó la camisa. Quizá para enseñarle al diablo lo fuerte que era, se punzó a sí mismo en el brazo izquierdo con el arma. Un lento goteo de sangre recompensó su esfuerzo y miró al diablo directamente a la cara al aceptar la pluma que, de la nada, apareció en la mano de este, incluso con más rapidez que el cuchillo en la de Tyrese. El empresario introdujo la pluma en la sangre y firmó con su nombre el documento superior que el chófer mantenía apretado contra la carpeta de cuero.

Una vez que hubo firmado, el empresario le devolvió el cuchillo al chófer y se puso el abrigo. El chófer imitó el procedimiento de su jefe. Al terminar su firma, sopló el papel para secar la sangre como si fuera la tinta de un rotulador y pudiera correrse.

El diablo sonrió cuando las firmas estuvieron listas. Al hacerlo, su aspecto no se parecía mucho al de un próspero hombre de negocios.

Estaba demasiado feliz.

—Usted tiene una bonificación ya que me ha traído otra alma —le dijo al empresario—. Por cierto, ¿cómo se siente?

—Exactamente igual que siempre —contestó el empresario. Se abotonó el abrigo—. Quizá algo enfadado. —De repente sonrió y aparecieron unos dientes tan afilados y brillantes como el cuchillo—. ¿Cómo estás tú, Tyrese? —le preguntó a su empleado.

—Un poco agitado —admitió Tyrese—. Pero estaré bien.

—Ambos eran ya malas personas —afirmó el diablo sin un atisbo de juicio de valor en su voz—. Las almas de los inocentes son más dulces. Pero es un placer tenerles. Imagino que tendrán la lista de deseos habitual, ¿no es así? ¿Prosperidad? ¿La derrota de vuestros enemigos?

—Sí, quiero todo eso —confirmó el empresario con apasionada sinceridad—. Pero, ya que tengo una bonificación, pediré alguna cosa más. ¿O puedo cobrarlo en efectivo?

—Oh —respondió el diablo con una sonrisa amable—. No negocio con efectivo. Negocio con favores.

—¿Puedo venir en otra ocasión a por ello? —preguntó el empresario tras reflexionar un rato—. ¿Me puede dar una especie de vale?

El diablo pareció ligeramente interesado.

—¿No quieres un Alfa Romeo, una noche con Nicole Kidman o la casa más grande del Barrio Francés?

El empresario sacudió la cabeza con decisión.

—Estoy seguro de que aparecerá algo que querré, y cuando aparezca quiero tener buenas papeletas para conseguirlo. Yo era un hombre de éxito hasta el Katrina. Después del huracán, al ser el dueño de un negocio maderero, pensé que me haría rico, ya que todo el mundo necesitaría madera. —Respiró hondo y continuó con su historia a pesar de que el diablo parecía aburrido—. Pero restablecer la línea de suministro fue complicado. Muchas personas no tenían dinero para gastar porque se habían arruinado y quienes lo tenían estaban a la espera del dinero de las compañías de seguros. Cometí el error de pensar que los constructores temporales me pagarían con puntualidad… Mi negocio terminó demasiado extendido, todo el mundo en deuda conmigo y mi crédito estirado como un condón en un elefante. Empieza a ser vox pópuli. —Bajó la mirada—. Estoy perdiendo la influencia que tenía en esta ciudad.

Muy posiblemente el diablo sabía todo eso y por esa razón se había acercado al empresario. Era evidente que su letanía de desgracias no le interesaba.

—Prosperidad, entonces —concedió con energía—. Espero impaciente su deseo adicional. Tyrese, ¿qué quiere usted? También tengo su alma.

—Yo no creo en las almas —contestó Tyrese sin rodeos—. Y creo que mi jefe tampoco. No nos importa darle lo que no creemos tener. —Sonrió burlonamente al diablo, de hombre a hombre, lo que era un error. El diablo no era un hombre.

El diablo le devolvió la sonrisa. La de Tyrese se esfumó al instante.

—¿Qué quiere usted? —repitió el diablo—. No preguntaré otra vez.

—Quiero a Gypsy Kidd. Su nombre real es Katy Sherboni, si es que necesita saberlo. Trabaja en el bar de striptease Bourbon Street Babes. Quiero que me ame como yo la amo a ella.

El empresario pareció decepcionado con su empleado.

—Tyrese, me habría gustado que pidieras algo más duradero. En Nueva Orleans hay sexo allá donde mires, y chicas como Gypsy las encuentras a puñados.

—Estás equivocado —le corrigió Tyrese—. No creo tener alma, pero sé que el amor ocurre una vez en la vida. Yo amo a Gypsy. Y si ella me ama, seré un hombre feliz. Y si tú ganas dinero, jefe, yo ganaré dinero. Tendré suficiente. No soy avaricioso.

—A mí me fascina la avaricia —dijo el diablo, casi con dulzura—. Tyrese, quizá acabe deseando haberme pedido bonos del estado.

El chófer negó con la cabeza.

—Estoy feliz con mi trato. Si me da a Gypsy, el resto estará bien. Lo sé.

El diablo le miró de una forma que se parecía mucho a la pena, si es que esa emoción era posible en alguien como él.

—Diviértanse, ¿de acuerdo? —les sugirió a los nuevos hombres sin alma. No sabían si se estaba riendo de ellos o si estaba siendo sincero—. Tyrese, usted ya no me verá más hasta nuestro encuentro final. —Miró al empresario—. Señor, usted y yo nos veremos en el futuro. Llámeme cuando esté listo para cobrar su bonificación. Esta es mi tarjeta.

El empresario cogió la sencilla tarjeta. Solo había un número de teléfono. Era distinto al que había llamado para fijar el primer encuentro.

—Pero ¿y si es dentro de unos años? —preguntó.

—No lo será —dijo el diablo, pero su voz sonó ya lejana. El empresario levantó la mirada y vio que el diablo estaba media manzana más arriba. Siete pasos después pareció fundirse con la sucia acera, dejando solo una estela en el aire frío y húmedo.

Aquel empresario y su chófer se giraron y caminaron apresuradamente en dirección contraria. El chófer no vio esta versión del diablo nunca más. El empresario, hasta el siguiente mes de junio.

Junio

Muy lejos, a miles de kilómetros, un hombre alto y delgado estaba tumbado en una playa de Baja California. No era uno de esos sitios de turistas donde podía encontrarse con muchos otros gringos que tal vez le reconocieran. Se había convertido en uno de los clientes de un destartalado bar que parecía más bien una cabaña. Por una pequeña suma, el propietario les alquilaba una toalla grande y una sombrilla. Y les mandaba a su hijo para que les rellenara las bebidas de vez en cuando. Siempre que siguieran bebiendo.

El hombre alto solo bebía Coca-Cola, y aunque la estaba pagando a precio de oro, no parecía darse cuenta, o quizá no le importaba. Se sentó en la toalla bajo la sombra de la sombrilla. Llevaba un gorro, gafas de sol y bañador; junto a él había una vieja mochila y a su lado, en la arena, unas chanclas que desprendían un leve olor a goma caliente. El hombre alto escuchaba su iPod y la sonrisa indicaba que le agradaba mucho lo que oía. Levantó el sombrero para pasarse los dedos por el pelo. Era rubio dorado, pero unas leves raíces mostraban que su color natural era casi gris. A juzgar por su cuerpo, tendría cuarenta y tantos. Tenía una cabeza pequeña en comparación con su ancha espalda y no parecía un hombre habituado al trabajo físico. Tampoco rico. Todo su conjunto: las chanclas, el bañador, el sombrero y la camiseta vieja provenían de los almacenes Wal-Mart o incluso de una tienda de saldos más barata.

No compensaba parecer acaudalado en Baja, no en los tiempos que corrían. No era un lugar seguro y los gringos no estaban exentos de esa violencia. La mayoría de los turistas se quedaba en los resorts, llegaban y se iban en avión, sin pararse a conducir por los alrededores. Había otros extranjeros residentes, pocos, la mayoría hombres sin ataduras y con un cierto aire de desesperación… o secretismo. Qué motivos tenían ellos para haber elegido un lugar tan peligroso como residencia era mejor no descubrirlo. Hacer preguntas podía resultar perjudicial para la salud.

Uno de esos expatriados, un recién llegado, se acercó al hombre alto; demasiado cerca como para ser una aproximación accidental en una playa tan poco concurrida. El hombre alto miró de reojo al indeseado visitante por encima de las gafas oscuras, evidentemente graduadas. El recién llegado era un hombre en la treintena, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni flaco ni musculoso. Era mediano en todas sus características físicas. El hombre mediano había estado observando al hombre alto durante varios días y el hombre alto estaba convencido de que tarde o temprano se le acercaría.

El hombre mediano había seleccionado con cuidado el momento óptimo. Ambos estaban sentados en un lugar de la playa donde nadie les podría escuchar o acercarse sin ser visto e incluso con satélites aéreos era probable que tampoco les pudieran ver: el hombre más alto estaba prácticamente cubierto por la sombra de la sombrilla. Se percató de que su visitante estaba sentado bajo su propia sombra.

—¿Qué estás escuchando? —preguntó el hombre mediano señalando los auriculares que el hombre alto tenía metidos en las orejas.

Tenía un leve acento. ¿Alemán? En cualquier caso, de uno de esos países europeos, pensó el hombre alto, que no había viajado mucho. El recién llegado tenía además una sonrisa notablemente desagradable. La sonrisa en sí no estaba mal, con los labios hacia arriba y los dientes expuestos, pero por alguna razón el efecto recordaba a un animal mostrando su dentadura antes de atacar.

—¿Eres gay? No estoy interesado —dijo el alto—. De hecho, serás sentenciado al fuego del infierno.

El hombre mediano contestó:

—Me gustan las mujeres. Mucho. A veces más de lo que ellas quieren. —Su sonrisa se tornó más salvaje. Y preguntó otra vez—: ¿Qué estás escuchando?

El hombre alto dudó, observando con enfado a su acompañante, pero hacía días que no hablaba con nadie. Finalmente optó por la verdad.

—Estoy escuchando un sermón —respondió.

El hombre mediano solo mostró una leve sorpresa.

—¿De verdad? ¿Un sermón? No te habría identificado como un hombre de la Iglesia. —Pero su sonrisa indicaba lo contrario. El hombre alto empezó a sentirse incómodo. Comenzó a pensar en la pistola que llevaba en la mochila, a medio metro de su alcance. Al menos los cierres estaban ya abiertos.

—Estás equivocado, pero Dios no te castigará por eso —afirmó el hombre alto con tranquilidad, y con una sonrisa amable—. Estoy escuchando uno de mis sermones antiguos. Predicaba la verdad de Dios frente a multitudes.

—¿Y nadie te creía? —El hombre mediano ladeó la cabeza con curiosidad.

—Muchos me creían. Muchos. Atraía a numerosos seguidores, pero… Una chica llamada… Una chica provocó mi caída. Y en cierta forma, metió a mi mujer en la cárcel.

—El nombre de esa chica no será Sookie Stackhouse, ¿verdad? —preguntó el hombre mediano, quitándose sus gafas de sol y dejando ver unos ojos extraordinariamente claros.

La cabeza del hombre alto se giró de golpe en su dirección.

—¿Cómo lo has sabido? —dijo.

Junio

El diablo estaba comiendo unos buñuelos de forma meticulosa cuando el empresario llegó a su mesa de la terraza. El diablo se percató del brío con el que ahora caminaba. Copley Carmichael tenía aún más aspecto de hombre acaudalado. Últimamente aparecía en la sección de Negocios del periódico con frecuencia. Una inyección de capital le había restablecido rápidamente como fuerza económica de Nueva Orleans y su influencia política se había expandido junto con el dinero que había inyectado en la economía de la ciudad, ahogada tras el devastador golpe del Katrina. El diablo no había tenido nada que ver con aquel desastre, algo que tenía que dejar bien claro a quien le preguntaba.

Ese día, Carmichael estaba lleno de salud y vigor, y parecía diez años más joven. Se sentó en la mesa del diablo sin saludar.

—¿Dónde está su hombre, señor Carmichael? —preguntó el diablo tras darle un sorbo a su café.

Carmichael estaba ocupado pidiendo su bebida al camarero, pero en cuanto el joven se marchó dijo:

—Tyrese tiene problemas últimamente y le he dado unos días libres.

—¿La joven? ¿Gypsy?

—Por supuesto —confirmó Carmichael con suficiencia—. Sabía que, si pedía que fuese suya, no sería feliz con el resultado. Pero él estaba empeñado en que el amor verdadero acabaría ganando la batalla.

—¿Y no ha sido así?

—Oh, sí. Ella está loca por él. Le ama tanto que tiene sexo con él todo el tiempo. No ha podido contenerse, a pesar de saber que tiene el VIH… Un dato que, por cierto, ella no había compartido con Tyrese.

—Ah —dijo el diablo—. No ha sido asunto mío. El virus ese, digo. Entonces, ¿cómo le va a Tyrese?

—Él también tiene el VIH —contestó Carmichael, encogiéndose de hombros—. Está en tratamiento. Ya no es la sentencia de muerte inmediata de antaño, pero está muy afectado. —Carmichael meneó la cabeza—. Siempre pensé que tenía más sentido común.

—Entiendo que quiere pedir su bonificación —dijo el diablo. Carmichael no vio la conexión entre las dos ideas.

—Sí —respondió el empresario. Sonrió al diablo y se inclinó hacia delante de forma confidencial. En un apenas audible susurro le dijo—: Sé exactamente lo que quiero. Quiero que me encuentre un cluviel dor.

El diablo se quedó sorprendido.

—¿Cómo ha sabido usted de la existencia de tan peculiar objeto?

—Mi hija lo sacó en una conversación —contestó Carmichael, con un atisbo de vergüenza—. Sonaba interesante, pero dejó de hablar antes de decirme la persona que supuestamente tiene uno. Así que hice que un hacker que conozco entrase en su correo electrónico. Debería haberlo hecho antes. Ha sido muy esclarecedor. Está viviendo con un tipo en quien no confío. Tras nuestra última conversación, ella se enfadó tanto que se niega a verme. Ahora puedo seguir su rastro sin que lo sepa y así protegerla de su propio mal juicio.

El empresario hacía esta afirmación desde la más absoluta sinceridad. El diablo se dio cuenta de que Carmichael creía que amaba a su hija y que creía saber lo que era mejor para ella en cualquier circunstancia.

—Así que Amelia ha estado hablando con alguien sobre el cluviel dor —dijo el diablo—. Eso la llevó a sacar el tema con usted. Qué interesante. Nadie ha tenido uno durante… Bueno, que yo recuerde… Un cluviel dor ha tenido que ser fabricado por un hada… y, como usted ya sabe, no se trata de adorables criaturas diminutas con alas.

Carmichael asintió.

—Estoy muy asombrado de haber descubierto lo que existe ahí fuera —dijo—. Ahora tengo que creer en hadas y duendes. Y tengo que pensar que al fin y al cabo mi hija no es una chalada. Aunque sí que creo que está desorientada en cuanto a sus poderes.

El diablo elevó sus impecables cejas. Parecía haber más de una persona desorientada en la familia Carmichael.

—Sobre el cluviel dor… Las hadas los usaron todos. No creo que quede ninguno en la tierra y yo no puedo entrar en el mundo feérico desde la revuelta. Alguna cosa ha sido expulsada de allí…, pero nada puede entrar. —Parecía ligeramente decepcionado.

—Sí hay un cluviel dor disponible, y por lo que puedo imaginar, lo esconde una amiga de mi hija —dijo Copley Carmichael—. Sé que lo podrá encontrar.

—Fascinante —acordó el diablo con sinceridad—. Y, cuando lo encuentre, ¿para qué lo quiere?

—Quiero que mi hija regrese a mí —respondió Carmichael. Su intensidad casi se podía tocar—. Quiero tener el poder de cambiar su vida. Sabré qué pedir cuando usted lo haya localizado. La mujer que sabe dónde está… es probable que no quiera deshacerse de él. Es una herencia de su abuela y no es precisamente una de mis admiradoras.

El diablo giró su cara hacia el sol de la mañana y sus ojos, por un instante, se tornaron rojos.

—Ya me imagino. Empezaré a mover los hilos. El nombre de la amiga de su hija, la que es posible que conozca el paradero del cluviel dor, ¿cuál es?

—Vive en Bon Temps. Hacia el norte, no lejos de Shreveport. Sookie Stackhouse.

El diablo asintió despacio.

—He oído ese nombre.

Julio

La siguiente vez que el diablo se encontró con Copley Carmichael, tres días después de su conversación en el Café du Monde, fue en el Commander’s Palace. El diablo se acercó a la mesa de Carmichael, quien esperaba su cena mientras hablaba por teléfono con un proveedor que quería extender su línea de crédito. Carmichael no estaba dispuesto a ello y le explicaba por qué. Cuando elevó la mirada, vio al diablo de pie, con el mismo traje que había llevado el día que se conocieron. Su aspecto era sereno e impecable.

Mientras Carmichael dejaba el teléfono en la mesa, el diablo se sentó en la silla de enfrente.

Carmichael había pegado un pequeño brinco al ver al diablo, y dado que odiaba que le sorprendieran, su actitud fue imprudente. Gruñó:

—¿Qué diablos está haciendo aquí? ¡No le he pedido que me visite!

—Qué diablos…, exacto —dijo el diablo, quien no pareció sentirse ofendido. Pidió un whisky de malta al camarero que se había materializado junto a su codo—. Pensé que querría tener noticias sobre su cluviel dor.

La expresión de Carmichael cambió de inmediato.

—¡¿Lo ha encontrado?! ¡¿Lo tiene?!

—Tristemente, señor Carmichael, no lo tengo —contestó el diablo y, por cierto, no sonaba nada triste—. Algo inesperado ha frustrado nuestros planes. —El camarero depositó el whisky de forma ceremoniosa y el diablo tomó un sorbo y asintió.

—¿Qué? —preguntó Carmichael, casi incapaz de hablar por el enfado.

—La señorita Stackhouse ha usado el cluviel dor y su magia se ha agotado.

Hubo un momento de silencio cargado de todas aquellas emociones con las que el diablo disfrutaba.

—Quiero arruinar su vida —amenazó el empresario con malignidad, manteniendo el tono de voz bajo con colosal esfuerzo—. Usted me ayudará. Eso es lo que deseo a cambio del cluviel dor.

—¡Oh! Usted ya ha hecho uso de su bonificación, señor Carmichael, no debe ser avaricioso.

—Pero ¡no me ha conseguido el cluviel dor! —A pesar de ser un experimentado empresario, Carmichael estaba muy sorprendido e indignado.

—Lo encontré y podría haberlo tomado de su bolsillo —dijo el diablo—. Entré en el cuerpo de una persona que estaba junto a la señorita Stackhouse, pero lo usó antes de que pudiera extraerlo. «Encontrarlo» fue el favor que me pidió. Usted utilizó esa palabra dos veces y «localizarlo», una. Nuestros tratos han concluido. —Y se bebió el resto de su bebida de un trago.

—Al menos ayúdeme a vengarme —dijo Carmichael, con el rostro enrojecido de rabia—. Nos la ha jugado a los dos.

—A mí no —le corrigió el diablo—. He visto a la señorita Stackhouse de cerca y he hablado con muchas personas que la conocen. Parece una mujer interesante. No tengo motivos para hacerle daño. —Se levantó—. De hecho, si me permite un consejo, manténgase alejado. Tiene amigos poderosos, entre ellos, su hija.

—Mi hija es una mujer que corretea por ahí con brujas —dijo Carmichael—. Nunca ha sido capaz de buscarse la vida por sí misma, no de forma completa. He estado investigando a sus «amigos», de forma muy discreta —suspiró, sonaba enfadado y exasperado—. Entiendo que sus poderes existen. Ahora creo en ellos. A regañadientes, eso sí. Pero ¿qué han hecho con esos poderes? El más poderoso de todos esos amigos vive en una chabola. —Los nudillos de Carmichael golpetearon la mesa—. Mi hija podría ser una persona influyente en esta ciudad. Podría trabajar para mí y hacer todo tipo de cosas benéficas, pero, en vez de eso, vive en su pequeño mundo con su novio, un perdedor. Como su amiga Sookie. Sin embargo, igualaré el marcador en este asunto. ¿Cuántos amigos poderosos puede tener una camarera?

El diablo miró a su lado izquierdo. Dos mesas más allá un señor muy grueso con pelo oscuro estaba solo en una mesa cargada con comida. El hombre se encontró con los ojos del diablo sin pestañear ni retirar la mirada, algo que pocos podían hacer. Tras un instante largo, los dos asintieron.

Carmichael miraba con furia al diablo.

—Ya no le debo nada más por Tyrese —advirtió el diablo—. Y usted es mío para siempre. Viendo el rumbo que ha tomado, quizá le tenga antes de lo esperado. —Sonrió. Una expresión escalofriante se dibujó en su suave rostro. Se levantó de la mesa y se marchó.

Carmichael se enfureció incluso más cuando tuvo que pagar el whisky del diablo. Él nunca se fijó en aquel hombre tan grueso, pero este sí se fijo en él.