Al día siguiente tenía los nervios destrozados. Cuando llegué al trabajo y le conté a Arlene lo que había ocurrido, me dio un fuerte abrazo y dijo:
—¡Si pillo al malnacido que le ha hecho eso a la pobre Tina, lo mato! —de alguna forma, me hizo sentir mucho mejor.
Charlsie se mostró igual de compasiva, aunque bastante más afectada por el golpe que habría supuesto para mí que por el prematuro fallecimiento de mi gata. En cuanto a Sam, adoptó una expresión grave y me aconsejó que lo pusiera en conocimiento del sheriff o de Andy Bellefleur. Al final, me decidí a llamar a Bud Dearborn.
—Por lo general, este tipo de cosas se dan en serie —dijo Bud, con voz estentórea—. La cuestión es que nadie más ha denunciado casos de desaparición o muerte de mascotas. Me temo que esto suena a venganza personal, Sookie. Al vampiro ese que es amigo tuyo, ¿le gustan los gatos?
Cerré los ojos y respiré hondo. Estaba llamando desde el teléfono del despacho de Sam que, sentado al otro lado del escritorio, se afanaba en confeccionar el siguiente pedido de licores.
—Bill estaba en su casa cuando quien fuera que mató a Tina la tiró sobre el porche —dije con toda la tranquilidad de la que fui capaz—. Lo llamé inmediatamente después y contestó al teléfono —Sam me miró, inquisitivo, y yo puse los ojos en blanco para hacerle saber lo que pensaba de las sospechas del sheriff.
—Y te dijo que la gata había sido estrangulada —prosiguió Bud, con gran pomposidad.
—Sí.
—¿Encontraste la ligadura con la que lo hicieron?
—No, ni siquiera sé de qué tipo de objeto se trata.
—¿Qué habéis hecho con la gata?
—La enterramos.
—¿Fue eso idea tuya o del señor Compton?
—Mía —¿qué otra cosa podíamos haber hecho con Tina?
—Puede que tengamos que desenterrarla. Con la ligadura y el cuerpo del animal, quizá podríamos ver si el método de estrangulamiento coincide con el usado en los asesinatos de Dawn y Maudette —explicó, dándose mucha importancia.
—Lo siento. No se me ocurrió pensarlo.
—Bueno, tampoco importa mucho aunque no dispongamos de la ligadura.
—Muy bien, adiós —colgué, quizá haciendo algo más de fuerza de la necesaria. Sam levantó las cejas.
—Bud es gilipollas —le dije.
—Bud no es mal policía —respondió él en voz baja—. Ninguno de nosotros está acostumbrado a ver asesinatos tan macabros por aquí.
—Tienes razón —admití tras unos instantes—. No estoy siendo justa… Pero es que no hacía más que repetir «ligadura» como si estuviera orgulloso de haber aprendido una palabra nueva. Siento haberme enfadado con él.
—No tienes por qué ser siempre perfecta, Sookie.
—¿Quieres decir que de vez en cuando puedo cagarla y comportarme como una niñata impertinente? Gracias, jefe —le dediqué una irónica sonrisa y me levanté de la mesa sobre la que me había apoyado para hacer la llamada. Me estiré. Hasta que no me di cuenta de que los ojos de Sam recorrían mi cuerpo siguiendo cada uno de mis movimientos, no volví del todo a tomar consciencia de mí misma—. ¡A trabajar! —dije enérgica, y me apresuré a salir con rapidez del despacho, asegurándome de evitar hasta el más mínimo contoneo de caderas mientras lo hacía.
—¿Te importaría quedarte esta noche con los niños un par de horas? —me preguntó Arlene, algo cortada. Me acordé de la última vez que habíamos hablado del tema, y de lo ofendida que me había sentido ante su renuencia a dejar a sus niños con un vampiro. En aquella ocasión, según ella, no había sido capaz de ponerme en la piel de una madre. Ahora, Arlene trataba de disculparse.
—Estaré encantada —esperé a ver si Arlene mencionaba de nuevo a Bill, pero no lo hizo— ¿De qué hora a qué hora?
—Pues… Rene y yo vamos a ir al cine a Monroe —dijo—. ¿Qué te parece a las seis y media?
—Perfecto. ¿Hay que darles la cena?
—No, no, se la doy yo antes. Les encantará ver a su tía Sookie.
—Lo estoy deseando.
—Gracias —dijo Arlene. Se detuvo, estuvo a punto de añadir algo más y después pareció pensárselo de nuevo—. Nos vemos a las seis y media.
La mayor parte del camino tuve que conducir con el sol de cara; resultaba cegador, como si estuviera concentrando todos sus rayos justo en mí. Llegué a casa sobre las cinco. Me cambié y me puse un conjunto corto de punto azul y verde; me cepillé el pelo y lo recogí con un pasador, y, por último, me tomé un sándwich en la cocina, sintiéndome algo intranquila por estar allí sola. La casa me resultaba enorme y demasiado vacía, así que me alegré al ver que Rene aparecía con Coby y Lisa.
—Arlene tiene problemas con una de sus uñas postizas —me explicó, con aspecto de avergonzarse de tener que mencionar un asunto tan femenino—. Y Coby y Lisa estaban ansiosos por llegar a tu casa.
Me fijé en que Rene todavía llevaba el uniforme de trabajo: las pesadas botas, el cuchillo, el sombrero y todo lo demás. Arlene no iba a dejar que la llevara a ninguna parte hasta que se diera una ducha y se cambiara.
Coby tenía ocho años y Lisa, cinco. Para cuando Rene se inclinó a darles un beso de despedida, los dos niños ya se habían colgado a mí como dos cariñosos monitos. El afecto que Rene profesaba a los niños le había hecho ganarse una mención especial en mi libro de honor. Le sonreí con aprobación y cogí a los niños de la mano para llevarlos a la cocina a por helado.
—Los recogeremos entre las diez y media y once, si te viene bien —dijo, con la mano en el pomo de la puerta.
—Claro —accedí. Estuve a punto de ofrecerme a quedármelos hasta el día siguiente, como había hecho en otras ocasiones, pero entonces me acordé del cuerpo sin vida de Tina, y decidí que era mejor que no pasaran allí la noche. Hice correr a los niños hasta la cocina, y, un par minutos después, oí cómo la vieja camioneta de Rene traqueteaba mientras se alejaba por el camino.
Cogí a Lisa en brazos.
—Pero ¡mi niña!, ¡si ya casi no puedo contigo de lo grande que estás! Y tú, Coby, dentro de poco te afeitas… —nos sentamos a la mesa durante más de media hora mientras los niños comían helado y me bombardeaban con la lista de logros alcanzados desde la última vez que nos habíamos visto.
Luego, Lisa quiso enseñarme cómo leía, así que le llevé un libro para pintar con los nombres de los colores y de los números. Ella los leyó, orgullosa. Coby, por supuesto, tenía que demostrar que él podía leer mucho mejor. Después, pidieron ver su programa favorito en la tele. Antes de darme cuenta, había anochecido.
—Un amigo mío va a venir a vernos —les dije—. Se llama Bill.
—Mamá nos ha contado que tienes un amigo especial —repuso Coby—. Más vale que me guste y se porte bien contigo.
—Ya verás como sí —le aseguré al niño, que se había estirado y sacaba pecho, preparado para defenderme si mi amigo especial no resultaba de su agrado.
—¿Te envía flores? —preguntó Lisa con aire romántico.
—No, todavía no. Mira, podrías decirle que eso me encantaría.
—Oooh. ¡Vale! Yo se lo digo.
—¿Te ha pedido que te cases con él?
—Pues no, pero yo tampoco se lo he pedido a él —como no podía ser de otro modo, Bill eligió ese preciso instante para llamar a la puerta.
—Tengo compañía —le dije con una sonrisa al abrirle.
—Ya he oído —respondió. Lo cogí de la mano y lo conduje hasta la cocina.
—Bill, éste es Coby y esta señorita tan guapa es Lisa —anuncié con toda formalidad.
—Estupendo, ya tenía ganas de conoceros —respondió Bill, para mi sorpresa—. Chicos, ¿os parece bien si le hago compañía a vuestra tía Sookie?
Ellos lo miraron pensativos.
—No es nuestra tía de verdad —dijo Coby, tanteando la situación—. Es muy amiga de nuestra mamá.
—¿Es eso cierto?
—Sí, y dice que no le envías flores —intervino Lisa. Por fin su vocecita se entendía con total claridad. Me alegré mucho de que Lisa hubiera superado su pequeño problema con las erres. De verdad.
Bill me miró de reojo y me encogí de hombros.
—Me lo han preguntado ellos —tuve que explicar.
—Humm —dijo, pensativo—. Tendré que corregir mis modales, Lisa. Gracias por señalármelo. ¿Cuándo es el cumpleaños de la tía Sookie, lo sabéis?
Noté que me sonrojaba.
—Bill —dije, cortante—, déjalo.
—¿Lo sabes, Coby? —le preguntó al niño. Coby sacudió la cabeza con pesar.
—Pero sé que es en verano, porque la última vez que mamá llevó a Sookie a comer a Shreveport por su cumpleaños era verano. Nosotros nos quedamos con Rene.
—Si te acuerdas de eso es que eres muy listo, Coby —le dijo Bill.
—¡Soy mucho más listo todavía! Adivina lo que aprendí el otro día en la escuela… —Coby comenzó a parlotear por los codos.
Lisa estudió a Bill con mucha atención mientras Coby hablaba, y cuando su hermano hubo acabado, dijo:
—Estás muy blanco, Bill.
—Sí —contestó él—. Es mi cutis natural.
Los crios se miraron entre sí. Deduje que habían llegado a la conclusión de que «cutis natural» debía de ser algún tipo de enfermedad, y que sería una grave falta de educación hacer más preguntas al respecto. De vez en cuando, los niños demuestran tener cierto sentido del tacto.
Bill, que al principio estuvo un poco tenso, se fue mostrando cada vez más relajado a medida que avanzaba la noche. Hacia las nueve yo ya estaba dispuesta a admitir que estaba agotada, pero Bill aguantó sin ningún problema el ritmo de los niños hasta que Arlene y Rene pasaron a recogerlos a las once.
Acababa de presentarles a mis amigos a Bill, que les dio la mano con total normalidad, cuando apareció otra visita.
Un atractivo vampiro de espeso cabello negro, peinado de un modo casi indescriptible, se abrió paso entre los árboles mientras Arlene ayudaba a los niños a subir a la camioneta, y Bill y Rene charlaban. Bill saludó de pasada al vampiro y éste alzó la mano en respuesta, y se acercó hasta allí como si lo hubieran estado esperando.
Desde el columpio del porche delantero observé que Bill hacía las presentaciones, y que el vampiro y Rene se daban la mano. Rene observaba al recién llegado boquiabierto, y me dio la impresión de que creía conocerlo de algo. Bill dirigió una mirada significativa a Rene y sacudió la cabeza. Rene cerró la boca y se guardó para sí lo que fuera que estuviera a punto de decir.
El recién llegado era fornido, más alto que Bill, y llevaba puestos unos viejos vaqueros y una camiseta con la frase «Yo estuve en Graceland[8]». Tenía bastante gastados los talones de las botas y agarraba con la mano una botella de sangre sintética, a la que daba algún sorbo de vez en cuando. Al beber, dejaba que parte del líquido resbalara por el exterior. Desde luego, las habilidades sociales no eran lo suyo.
Puede que me influyera la reacción de Rene, pero cuanto más miraba al vampiro, más familiar me resultaba. Con la mente, traté de oscurecer algo el tono de su tez y añadirle algunas líneas de expresión. Me lo imaginé más erguido y con un poco más de vitalidad en el rostro.
¡Dios mío!
Era el chico de Memphis.
Rene se giró para marcharse, y Bill empezó a encaminarse con el recién llegado hacia mí. Cuando se encontraban como a tres metros de distancia, el vampiro soltó:
—¡Eh, Bill me ha dicho que alguien ha matado a tu gata! —tenía un fuerte acento sureño.
Bill cerró los ojos durante un segundo y yo me limité a asentir sin decir palabra.
—Pues ya lo siento. Me gustan los gatos —dijo el vampiro alto, y me quedó bastante claro que no se refería a que disfrutara acariciándolos. Recé porque los niños no se hubieran enterado de todo aquello, pero el horrorizado rostro de Arlene apareció por la ventanilla de la camioneta. Era más que probable que todos los avances que Bill había logrado esa noche acabaran de irse al garete.
Por detrás de los vampiros, Rene sacudió la cabeza, y se subió al asiento del conductor. Nos dijo adiós mientras encendía el motor. Se asomó por la ventanilla para echarle un último y largo vistazo al recién llegado. Debió de decirle algo a Arlene, porque ella volvió a aparecer al otro lado del cristal contemplando la escena de hito en hito. Boquiabierta, no apartaba la mirada de la criatura que se hallaba junto a Bill. Por fin, su cabeza desapareció en la oscuridad del interior del vehículo, y se oyó un chirrido, señal de que la camioneta se ponía en movimiento.
—Sookie —dijo Bill, con tono de advertencia—, éste es Bubba.
—Bubba —repetí, no muy segura de haber oído bien.
—Sí, Bubba —terció con alegría el vampiro, destilando cierto aire bonachón pese a su temible sonrisa—, ése soy yo. Encantado de conocerte.
Le di la mano, obligándome a devolverle la sonrisa. Madre del Amor Hermoso, nunca pensé que alguna vez le estrecharía la mano a «él». Desde luego, había cambiado mucho; y a peor.
—Bubba, ¿te importaría esperarnos aquí en el porche? Deja que le explique nuestro acuerdo a Sookie.
—Por mí, perfecto —dijo Bubba con despreocupación. Se sentó en el columpio, tan feliz. Parecía tener menos cerebro que un grillo.
Pasamos al comedor, pero no sin que antes me diera cuenta de que gran parte de los habituales ruidos nocturnos —de insectos y ranas— se habían extinguido con la presencia de Bubba.
—Quería habértelo explicado antes de que Bubba llegara —susurró Bill—, pero no he podido.
—¿Es quien creo que es? —pregunté.
—Sí. Así que al menos habrá que reconocer que algunas de las historias sobre sus apariciones son ciertas. Pero no lo llames por su nombre, ¡llámalo Bubba! Algo fue mal cuando hizo la transición de humano a vampiro. Puede que se debiera a la gran cantidad de sustancias químicas que había en su sangre.
—Pero estuvo muerto de verdad, ¿no?
—No…, no del todo. Uno de los nuestros era empleado en la funeraria y gran admirador suyo. Se dio cuenta de que aún le quedaba un soplo de vida, y lo resucitó del modo más rápido posible.
—¿Lo resucitó?
—Lo convirtió en vampiro —me explicó Bill—. Pero fue un error. Por lo que me han contado mis amigos, nunca ha vuelto a ser el mismo. Tiene muy pocas luces, así que, para sobrevivir, hace trabajitos para los demás. No podemos dejar que se le vea en público, como podrás entender.
Asentí con la boca abierta. Por supuesto que no.
—Madre mía —murmuré, asombrada ante la celebridad de rango «real» que tenía en el jardín.
—Recuerda lo estúpido y lo impulsivo que es… No te quedes a solas con él, y no se te ocurra llamarle otra cosa que Bubba. Como ya te ha contado, le gustan las mascotas, pero su dieta a base de sangre animal no lo hace más fiable. Ahora bien, en cuanto a por qué lo he traído aquí…
Me crucé de brazos, aguardando la explicación de Bill con genuino interés.
—Cariño, tengo que irme del pueblo durante una temporada —explicó.
Era algo tan inesperado que me desconcertó por completo.
—¿Qué?… ¿Por qué? No, déjalo, no necesito saberlo —hice un gesto con las manos para indicarle que no tenía ninguna intención de invadir su intimidad.
—Te lo explicaré cuando vuelva —aseguró con firmeza.
—¿Y dónde encaja en todo esto tu amigo… Bubba? —pregunté, aunque tenía la desagradable impresión de conocer la respuesta.
—Bubba se va a encargar de protegerte mientras estoy fuera —dijo Bill con rigidez.
Arqueé las cejas.
—De acuerdo. No es que ande muy sobrado de… —Bill miró a su alrededor—. Bueno, de nada —reconoció finalmente—. Pero es fuerte y hará lo que yo le diga. Se asegurará de que nadie se cuele en tu casa.
—¿Se quedará en el bosque?
—Por supuesto —dijo Bill con énfasis—. Se supone que ni siquiera se acercará a hablar contigo. Por las noches se limitará a permanecer en un lugar desde el que pueda ver la casa y vigilará hasta que amanezca.
Tendría que acordarme de bajar las persianas. La idea de que un vampiro lerdo se dedicase a curiosear por mis ventanas no me resultaba nada atractiva.
—¿De verdad crees que es necesario? —pregunté, desesperanzada—. La verdad, no recuerdo que me hayas consultado.
Bill encogió un poco los hombros; su movimiento equivalente a respirar hondo.
—Cariño —dijo, forzando el tono paciente de su voz—, intento con todas mis fuerzas acostumbrarme al modo en que las mujeres de este siglo queréis que os traten. Pero no me resulta natural, en especial si temo que estés en peligro. Estoy tratando de poder sentirme tranquilo cuando me marche. Ojalá no tuviera que alejarme, pero es lo que tengo que hacer. Por nosotros.
Clavé mis ojos en él.
—Entiendo lo que me quieres decir —admití, por último—. No es que me encante la idea, pero paso miedo por las noches, y supongo… Bueno, vale.
Honestamente, no creo que importase mucho si consentía o no. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a obligar a Bubba a marcharse si él no quería irse? El cuerpo de policía de nuestro pequeño pueblo no disponía del equipo necesario para enfrentarse a un vampiro. Y si se encontraban con éste en particular, se limitarían a quedarse mirándolo con la boca abierta el tiempo suficiente para que él los hiciera pedazos. Apreciaba la preocupación de Bill, y supuse que, al menos, debía mostrar la cortesía de agradecérselo. Le di un pequeño abrazo.
—Bueno, si tienes que irte, ten mucho cuidado mientras estés fuera —dije, tratando de no sonar desolada—. ¿Tienes dónde quedarte?
—Sí. Estaré en Nueva Orleans. Quedaba una habitación libre en ese sitio del casco viejo.
Había leído un artículo sobre aquel hotel, el primero del mundo destinado en exclusiva a vampiros. Garantizaba una seguridad completa y, hasta el momento, siempre había cumplido. Estaba situado justo en medio del barrio francés. Al anochecer, auténticas hordas de «colmilleros» y turistas lo rodeaban, aguardando a la salida de los vampiros.
Empecé a sentir envidia. Me esforcé por no presentar el triste aspecto de un cachorro que se queda tras la puerta cuando sus dueños se van de vacaciones, y me apresuré a colgar mi invariable sonrisa.
—Bueno, pásalo bien —me forcé a decir—. ¿Ya has hecho las maletas? Tardarás unas horas en llegar allí, y ya hace tiempo que oscureció.
—El coche está listo —por primera vez caí en que había retrasado su marcha para pasar más tiempo conmigo y con los hijos de Arlene—. Será mejor que me vaya —vaciló, parecía estar buscando las palabras adecuadas. Entonces, me tendió las manos y yo las cogí entre las mías. Tiró un poco de mí, una ligera presión, y yo cedí, y lo abracé. Froté mi rostro contra su camisa y lo rodeé con los brazos, apretándolo hacia mí.
—Te voy a echar de menos —me dijo. Hablaba con un soplo de aire, un leve hilo de voz, pero lo oí. Me besó la cabeza y después se apartó de mí y salió por la puerta delantera. Lo escuché dar a Bubba algunas instrucciones de última hora. El columpio chirrió cuando mi recién asignado «guardián» se levantó.
No miré por la ventana hasta que el coche de Bill se alejaba por el camino de entrada. Bubba se paseaba entre los árboles. Mientras me daba una ducha, me dije que Bill debía de confiar mucho en él, ya que me había dejado a su cargo. Pero seguía sin estar segura de quién me inspiraba más miedo: si el asesino al que perseguía, o Bubba mismo.
Al día siguiente, en el trabajo, Arlene me preguntó por qué había aparecido aquel vampiro en mi casa. No me sorprendió que sacara a relucir el tema.
—Pues es que Bill tiene que irse unos días, y está preocupado, ya sabes… —tenía la esperanza de poder dejarlo ahí, pero Charlsie se nos había acercado. No había mucho que hacer: la Cámara de Comercio celebraba una conferencia en el restaurante Fins and Hooves, y el Grupo Femenino de Cocina y Oración estaba poniendo a punto sus patatas al horno en la enorme mansión de la anciana señora Bellefleur.
—¿Quieres decir —dijo Charlsie con mirada arrobada— que tu hombre te ha conseguido un guardaespaldas personal?
Asentí con renuencia. Era un modo de verlo.
—¡Qué romántico! —suspiró.
Sí, era una forma de verlo.
—Pero ¡es que no te lo imaginas —dijo Arlene tras morderse la lengua todo cuanto pudo—, es clavadito a…!
—No, no, no digas eso si hablas con él —la interrumpí—. En realidad, es bastante distinto —eso era cierto—, y no le gusta nada oír ese nombre.
—Ah —respondió Arlene, bajando la voz, como si Bubba pudiera estar escuchándonos a plena luz del sol.
—Me siento más segura con Bubba en el bosque —dije, lo que también era más o menos cierto.
—Ah, pero ¿no se queda en tu casa? —preguntó Charlsie. Estaba claro que se sentía algo defraudada.
—¡No, por Dios! —exclamé. De inmediato me disculpé ante Dios por pronunciar su nombre en vano, últimamente me tocaba hacerlo demasiado a menudo—. No, Bubba pasa las noches en el bosque, vigilando la casa.
—¿Era verdad lo de los gatos? —Arlene parecía aprensiva.
—¡Qué va! Era una broma. Con bastante poca gracia, ¿verdad? —estaba mintiendo descaradamente, no me cabía duda de que Bubba disfrutaba los tentempiés de sangre de gato.
Arlene sacudió la cabeza, poco convencida. Era momento de cambiar de tema.
—¿Os lo pasasteis bien ayer? —le pregunté.
—Rene se portó fenomenal anoche, ¿verdad? —dijo con las mejillas sonrosadas.
Resultaba curioso que una mujer que había estado tantas veces casada se sonrojara con tanta facilidad.
—Eso tendrás que decírnoslo tú —respondí. A Arlene le encantaban las conversaciones un poco picantes.
—¡No seas tonta! Me refiero a que estuvo muy educado con Bill, e incluso con ese Bubba.
—¿Y existe alguna razón por la que no debiera estarlo?
—Tiene una especie de problema con los vampiros, Sookie —Arlene sacudió la cabeza—. Ya lo sé, yo también —confesó cuando la miré levantando las cejas—, pero en Rene llega a ser un auténtico prejuicio. Cindy estuvo saliendo con un vampiro una temporada, y estuvo muy preocupado.
—¿Y qué tal está Cindy? —sentía un gran interés por la salud de cualquiera que hubiera salido con un vampiro.
—Hace tiempo que no la veo —admitió Arlene—, pero Rene va a visitarla cada dos semanas o así. Le va bien, está más asentada. Trabaja en la cafetería de un hospital.
Sam, que estaba en esos momentos detrás de la barra reponiendo la sangre embotellada de la cámara, dijo:
—Tal vez a Cindy le apetezca volver a casa. Lindsey Krause ha dejado el otro turno porque se traslada a Little Rock.
Desde luego, eso logró captar nuestra atención. El Merlotte's empezaba a padecer una seria escasez de personal. Por algún motivo, durante el último par de meses los empleos poco cualificados en el sector de servicios estaban perdiendo popularidad.
—¿Le has hecho una entrevista a alguien más? —preguntó Arlene.
—¡Buff! Tendría que repasar los archivos… —dijo Sam con desaliento. Sabía que Arlene y yo éramos las únicas camareras que había mantenido fijas durante más de dos años. No, eso no era del todo cierto; también estaba Susanne Mitchell, en el otro turno. Sam se pasaba mucho tiempo contratando y, en ocasiones, despidiendo empleadas—. Sookie, ¿te importaría echarle un vistazo a los archivos, para descartar a algunas que se hayan mudado o que ya tengan trabajo, o por si ves a alguien que me recomendarías de verdad? Eso me ahorraría algo de tiempo.
—Claro —contesté. Recordaba que Arlene había hecho lo mismo un par de años atrás, cuando contrataron a Dawn. Nosotras teníamos más lazos con la comunidad que Sam, que nunca parecía apuntarse a nada. Sam llevaba ya seis años en Bon Temps, y nunca me había encontrado a nadie que pareciera conocer algún detalle de su vida previa a la adquisición del bar.
Me senté en el escritorio de Sam, con el grueso archivo de solicitudes. Al poco tiempo comprendí que aquel asunto me interesaba. Tenía tres montones: las que se habían mudado, las que ya trabajaban en otro lugar, y las que resultaban prometedoras. Además, añadí un cuarto y un quinto: uno, para aquéllas con las que no quería trabajar porque no las soportaba, y el otro, para las que habían muerto. La primera solicitud del quinto montón la había cumplimentado una chica que había muerto en un accidente de tráfico las navidades anteriores, y volví a sentir lástima por su familia cuando vi su nombre en la parte superior del impreso. El encabezamiento de la siguiente era un nombre: «Maudette Pickens».
Maudette había echado la solicitud tres meses antes de morir. Me imagino que ganarse la vida en el Grabbit Kwik era bastante desalentador. Cuando eché una hojeada a los campos que había rellenado y me fijé en lo penosas que eran su letra y su ortografía, volvió a darme pena. Traté de imaginarme cómo mi hermano podía haber pensado que tener relaciones sexuales con esa chica —y grabarlas en vídeo— era una forma entretenida de pasar el tiempo. Me preguntaba qué tendría Jason en la cabeza. No lo había visto desde la noche que se había ofrecido a llevar a Desiree a casa. Esperaba que hubiera regresado entero, porque aquella chica sí que era una buena pieza. Ojalá sentara la cabeza con Liz Barrett; ella tenía la tenacidad necesaria para meterlo en vereda.
Desde hacía algún tiempo, cada vez que pensaba en mi hermano era para preocuparme. ¡Si no hubiera intimado tanto con Maudette y Dawn! Aunque, al parecer, no era, ni mucho menos, el único que había disfrutado de su compañía, en un sentido tanto metafórico como literal. En los cuerpos de ambas se habían encontrado mordiscos de vampiros. A Dawn le gustaba el sexo duro, pero no sabía cuáles habían sido las preferencias de Maudette en ese sentido. Con la cantidad de hombres que repostaban gasolina y tomaban café en el Grabbit Kwik, o que pasaban por el Merlotte's a beber algo, sólo al tonto de mi hermano se le había ocurrido grabar cintas con sus hazañas sexuales.
Contemplé la enorme taza de plástico del escritorio de Sam, que tenía restos de té con hielo. En la cara externa de aquella taza verde estaba escrito, en color naranja fosforito: «Apaga tu sed en el Grabbit Kwik». Sam también conocía a las dos. Dawn había trabajado para él, y Maudette había solicitado un puesto allí.
Desde luego, a Sam no le gustaba que yo saliera con un vampiro. Puede que no le gustase nadie que saliese con no muertos.
Justo en ese momento Sam entró, y di un respingo como si me hubiera sorprendido haciendo algo malo. Bueno, según mis reglas, lo estaba haciendo: pensar mal de un amigo no está nada bien.
—¿Cuál es el bueno? —preguntó, aunque me miraba algo desconcertado.
Le entregué un montoncito de unas diez solicitudes.
—Esta chica, Amy Burley —expliqué, señalando la de más arriba—, tiene experiencia. Hace alguna sustitución en el Good Times; Charlsie trabajó con ella allí, así que puedes preguntarle.
—Gracias, Sookie. Esto me ahorrará algún que otro dolor de cabeza.
Asentí en respuesta, aunque con cierta brusquedad.
—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Hoy pareces algo distante.
Lo miré de cerca; parecía igual que siempre. Pero no había forma de entrar en su cabeza. ¿Cómo lo hacía? Aquello sólo me pasaba con Bill, y se debía a su naturaleza de vampiro; estaba claro que ése no era el caso de Sam.
—Es sólo que echo de menos a Bill —dije a propósito. ¿Me largaría un sermón sobre los peligros de salir con un vampiro?
—Es de día; no creo que se encontrara muy bien aquí —repuso.
—Claro que no —dije, muy tiesa. Estuve a punto de añadir: «Se ha ido unos días», pero me planteé si sería juicioso contarle eso cuando albergaba ciertas sospechas, por remotas que fueran, sobre mi jefe. Salí del despacho con tal brusquedad que Sam se me quedó mirando con aire perplejo.
Cuando algo más tarde ese mismo día, vi a Arlene y a Sam enfrascados en una larga conversación, no me cupo la menor duda de que el tema central era yo. Sam volvió a su despacho aparentando estar más preocupado que nunca. No cruzamos más palabras durante el resto del día.
Aquella noche me resultó duro regresar a casa porque sabía que estaría sola hasta el amanecer. Otras noches que no pasábamos juntos me tranquilizaba saber que Bill estaba sólo a una llamada telefónica de distancia. Pero ya no. Traté de consolarme con la idea de que estaría protegida en cuanto oscureciera y Bubba saliera del agujero en el que dormía, pero no lo conseguí.
Llamé a Jason, pero no estaba en casa. Entonces, llamé al Merlotte's con la esperanza de encontrarlo allí, pero Terry Bellefleur me cogió el teléfono y me dijo que Jason no había aparecido.
Me pregunté qué estaría haciendo Sam aquella noche. ¿Por qué nunca parecía salir con nadie? Por lo que había podido observar en numerosas ocasiones, no era por falta de oportunidades.
Dawn lo había intentado con especial empeño.
Aquella noche no lograba pensar en nada agradable.
Comencé a preguntarme si Bubba habría sido el sicario al que Bill había recurrido para liquidar al tío Bartlett. Me extrañaba que Bill hubiera elegido a una criatura tan corta de entendederas para protegerme.
Todos los libros que cogía parecían de uno u otro modo inadecuados, y cada programa de televisión que empezaba a ver me parecía aún más ridículo que el anterior. Intenté leer mi ejemplar del Time, y me indignó el impulso suicida que gobernaba tantas naciones. Arrojé la revista al otro lado de la habitación.
Mi cabeza daba vueltas como una ardilla que tratase de escapar de su jaula. No lograba concentrarme en nada ni sentirme cómoda en ningún sitio.
Cuando sonó el teléfono me puse en pie de un salto.
—¿Sí? —dije con aspereza.
—Ya ha llegado Jason —me informó Terry Bellefleur—. Quiere invitarte a una copa.
Consideré con cierta inquietud los inconvenientes de salir a por el coche, ahora que ya había oscurecido, y regresar más tarde a una casa vacía. Bueno, a una casa que ojalá estuviera vacía. Pero me reprendí a mí misma porque, al fin y al cabo, habría alguien vigilándola, alguien muy fuerte. Aunque también un poco descerebrado.
—De acuerdo, estaré ahí en un minuto —dije.
Terry se limitó a colgar. ¡Qué locuacidad la de aquel hombre!
Me puse una falda vaquera y una camiseta amarilla y, mirando en todas direcciones, crucé el jardín hasta llegar al coche. Dejé encendidas todas las luces de fuera. Abrí el coche y me metí dentro como una exhalación. Una vez acomodada en el interior, eché el seguro.
Aquélla no era forma de vivir.
De manera casi mecánica, dejé el coche en el aparcamiento para empleados del Merlotte's. Había un perro escarbando en el contenedor, y le acaricié la cabeza antes de entrar. Teníamos que llamar a la perrera casi cada semana para que vinieran a llevarse unos cuantos animales perdidos o abandonados. En muchos casos se trataba de perras preñadas, lo que me ponía enferma.
Terry estaba detrás de la barra.
—Hola —dije, echando un vistazo alrededor—. ¿Dónde está Jason?
—No ha venido por aquí —contestó Terry—. No lo he visto en toda la noche. Ya te lo he dicho por teléfono.
Lo miré boquiabierta.
—Pero después me has vuelto a llamar y me has dicho que ya había llegado.
—No, yo no he hecho tal cosa.
Nos miramos el uno al otro fijamente. Terry tenía una de sus malas noches, de eso no había duda. Su cabeza bullía con los tortuosos recuerdos de su servicio en el ejército y su lucha contra el alcohol y las drogas. Por fuera se le veía congestionado y sudoroso a pesar del aire acondicionado, y sus movimientos eran torpes y bruscos. Pobre Terry.
—¿Lo dices en serio? —pregunté, con un tono lo más neutral posible.
—Eso he dicho, ¿no? —su voz resultaba beligerante.
Mejor sería que ninguno de los clientes del bar le diera problemas a Terry aquella noche. Me retiré con una sonrisa conciliadora. El perro seguía en la puerta de atrás. Gimoteó al verme.
—¿Tienes hambre, cosa guapa? —le dije.
Vino directo hacia mí, sin una brizna de la desconfianza que los perros extraviados solían mostrar. A la luz de las farolas, llegué a la conclusión de que aquel perro había sido abandonado recientemente, al menos por lo que se deducía de su lustroso pelaje. Era un collie, aunque no de pura raza. Pensé en volver a entrar al bar para preguntarle al cocinero de turno si teníamos algunas sobras para mi nuevo amigo, pero en ese momento tuve una idea mejor.
—Ya sé que el viejo y malo Bubba está cerca de casa, pero tal vez puedas entrar conmigo —dije con esa voz infantil que uso con los animales cuando creo que nadie me escucha—. ¿Podrías hacer pipí fuera, para no ensuciar la casa? ¿Qué me dices?
Como si me hubiera entendido, el collie se puso a marcar la esquina del contenedor.
—¡Buen chico! ¿Quieres dar una vuelta? —abrí la puerta del coche, esperando que no ensuciara demasiado los asientos. El animal vaciló—. Vamos, bonito. Ya verás qué plato tan rico te daré cuando lleguemos a casa —el soborno no tiene por qué ser necesariamente algo malo.
Tras un par de miradas más y un olfateo a fondo de mis manos, el perro saltó al asiento de los pasajeros y se sentó mirando por la ventanilla como si él mismo se hubiera apuntado a aquella aventura.
Le dije cuánto se lo agradecía y le rasqué las orejas. Arranqué el motor y quedó claro que el perro estaba acostumbrado a ir en coche.
—Ahora, en cuanto lleguemos a casa —le dije con seriedad al collie—, vamos a ir directos a la puerta delantera, ¿está claro? Hay un ogro en el bosque al que le encantaría devorarte.
El perro emitió un ladrido de excitación.
—Bueno, no va a tener ni media oportunidad —le dije para tranquilizarlo. Era agradable tener alguien a quien hablar. Era incluso bonito que no pudiera responderme, al menos por ahora. Y no hacía falta levantar la guardia porque no era humano. Muy relajante—. Vamos a darnos prisa.
—¡Guau! —asintió mi compañero.
—Tendré que ponerte algún nombre —dije—, ¿qué te parece… Buffy?
El perro gruñó.
—Vale, vale… ¿Y Rover?
Gemido.
—Tampoco te gusta, ¿eh? Humm… —llegamos a la entrada de casa.
—¿Puede que ya tengas un nombre? —le pregunté—. Deja que te mire el cuello.
Tras apagar el motor pasé los dedos a través de su grueso pescuezo. No llevaba siquiera un collar antipulgas.
—Alguien te ha estado cuidando bastante mal, cariño —dije—. Pero eso ya se acabó. Yo seré una buena mamá.
Con esa última estupidez agarré la llave de la casa y abrí la puerta del coche. Como una centella, el perro me adelantó y se quedó en el jardín, mirando a su alrededor, alerta. Olfateó el aire y lanzó un profundo gruñido.
—Es un vampiro bueno, cielo. Está protegiendo la casa. Vamos adentro —me tuve que valer de mil trucos para lograr que entrara en casa. Cerré de inmediato la puerta detrás de nosotros.
El perro caminó sin hacer ruido alrededor del salón, olisqueando y mirándolo todo. Después de vigilarlo durante un minuto, para asegurarme de que no iba a morder nada ni levantar la pata, fui a la cocina para encontrarle algo de comer. Llené un cuenco grande de agua. Cogí otro de plástico en el que la abuela guardaba la lechuga y puse en él los restos de la comida para gatos de Tina y algo de carne para tacos. Me supuse que, si estabas muriéndote de hambre, algo así resultaría aceptable. Al final, el perro encontró el camino a la cocina y fue directo a ambos cuencos. Olfateó la comida y alzó la cabeza para mirarme durante un buen rato.
—Lo siento, no tengo comida para perros. Es lo mejor que he podido encontrar. Si quieres quedarte conmigo, te conseguiré algo más apropiado.
El perro me miró durante algunos segundos más, y entonces agachó la cabeza hacia el cuenco. Comió un poco de carne, bebió y volvió a mirarme, expectante.
—¿Puedo llamarte Rex?
Pequeño gruñido.
—¿Y qué tal Dean? —pregunté—. Dean es un nombre bonito —un chico muy majo que me había ayudado en una librería de Shreveport se llamaba Dean. Sus ojos se parecían a los de este collie, observadores e inteligentes. Y Dean era algo diferente. Nunca había conocido a un perro llamado Dean.
—Apuesto a que eres más listo que Bubba —dije, pensativa, y el perro soltó un corto y agudo ladrido—. Estupendo, vamos, Dean. Vamos a prepararnos para dormir —añadí, encantada de poder mantener algo parecido a una conversación.
El perro me siguió en silencio hasta el dormitorio, estudiando todo el mobiliario con suma atención. Me quité la falda y la camiseta, y las dejé a un lado. Me bajé las braguitas y me desabroché el sujetador. El perro me contempló con gran atención mientras cogía un camisón limpio y me metía en el baño para ducharme. Cuando salí, limpia y relajada, Dean estaba sentado junto a la puerta, con la cabeza ladeada.
—Para limpiarse, a la gente le gusta darse una ducha —le expliqué—. Ya sé que a los perros no; supongo que se trata de algo humano —me lavé los dientes y me puse el camisón—. ¿Listo para dormir, Dean?
En respuesta, el perro saltó a la cama, dio unas cuantas vueltas sobre sí mismo y se tumbó.
—¡Eh, espera un momento! —desde luego, yo misma me lo había buscado. A la abuela le habría dado un ataque de llegar a saber que había un perro en su cama. Ella pensaba que los animales estaban muy bien siempre que no pasaran la noche en casa. Su regla era: humanos dentro, animales fuera. Bueno, ahora tenía un vampiro fuera y un collie en la cama.
—¡Baja de ahí! —dije, señalando la alfombra.
El collie, con lentitud y cierta renuencia, bajó a donde le indicaba. Me lanzó una mirada de reproche mientras se sentaba en la alfombra.
—¡Quédate ahí! —dije con firmeza antes de meterme en la cama. Me sentía muy cansada, y ahora que tenía al perro ya no estaba tan nerviosa, aunque no sabía qué ayuda podía esperar de él en caso de que apareciera un intruso, ya que no me conocía lo suficiente como para serme fiel. No me quedaba más remedio que conformarme con el más mínimo consuelo que pudiera encontrar, así que comencé a abandonarme al sueño. Justo mientras me quedaba adormilada noté que la cama se combaba bajo el peso del collie. Una lengua estrecha me raspó la mejilla. El perro se acomodó cerca de mí. Me volví y lo acaricié. Era agradable tenerlo cerca.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba amaneciendo. Desde fuera llegaba una algarabía de pájaros gorjeando. Resultaba muy agradable acurrucarse en la cama. Sentí la calidez del perro a través del camisón; debía de haber sentido calor por la noche, y me había quitado la sábana de encima. Lo acaricié con torpeza en la cabeza y comencé a rascarle el pelo, pasando las manos distraídamente por entre su espeso pelaje. Se me acercó aún más, me olisqueó la cara y me rodeó con su brazo.
¿Con su «brazo»?
Con un solo movimiento, salté al suelo y me puse a chillar.
Encima de la cama, Sam estaba boca arriba apoyado sobre los codos y mirándome con aire divertido.
—¡Dios mío, Sam! ¿Cómo has llegado aquí? ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde está Dean? —me tapé la cara con las manos y me di la vuelta, pero ya había visto todo lo que había que ver de Sam.
—¡Guau! —ladró Sam con la garganta de un humano. La verdad me cayó encima como un jarro de agua fría.
Me di la vuelta para mirarlo, absolutamente furiosa.
—¡Anoche me viste desnudarme, maldito…, maldito perro!
—Sookie —dijo con tono persuasivo—. Escúchame.
Otra idea se me vino a la cabeza.
—Sam, Bill te va a matar —me senté en la butaca que había junto a la puerta del baño. Puse los codos sobre las rodillas y dejé caer la cabeza—. ¡Oh, no! No, no, no.
El se arrodilló delante de mí. Tenía el mismo pelo rubio rojizo y áspero de la cabeza en el pecho y le bajaba en una línea hasta su… Volví a cerrar los ojos.
—Sookie, me preocupé cuando Arlene me contó que ibas a estar sola —comenzó a explicarme.
—¿No te habló de Bubba?
—¿Bubba?
—El vampiro que Bill ha dejado a cargo de vigilar la casa.
—¡Ah, sí! Me contó que le recordaba a un cantante.
—Bueno, pues se llama Bubba. Y disfruta desangrando animales.
Al menos, tuve la satisfacción de verlo palidecer, aunque fuera por entre los dedos de mis manos.
—Bueno, entonces ha sido toda una suerte que me dejaras entrar —dijo finalmente.
Al recordar su apariencia de la noche anterior, pregunté:
—¿Qué eres, Sam?
—Soy un cambiante. Pensé que ya era hora de que lo supieras.
—¿Y no había otro modo de hacerlo?
—En realidad —dijo, avergonzado— tenía pensado despertar y marcharme antes de que abrieras los ojos. Pero me he quedado dormido. Correr a cuatro patas es agotador.
Creía que la gente sólo podía transformarse en lobo.
—No, yo puedo adoptar cualquier forma —aquello resultaba tan interesante que dejé caer las manos y traté de mirarle sólo la cara.
—¿Cada cuánto? —inquirí—. ¿Puedes escoger?
—Cuando hay luna llena no me queda más remedio —me explicó—. En otras ocasiones puedo hacerlo a voluntad, aunque es más difícil y tardo más tiempo. Me convierto en cualquier animal que vea antes de cambiar, así que siempre tengo un libro de perros sobre la mesilla, abierto por la página en que hay una foto de un collie. Los collies son grandes, pero no resultan amenazadores.
—Entonces, ¿podrías convertirte en pájaro?
—Sí, pero volar es muy duro. Además, siempre he tenido miedo de acabar achicharrándome en un tendido eléctrico o de espachurrarme contra un cristal.
—Y… ¿por qué? ¿Por qué querías que lo supiera?
—Parecías llevar bastante bien el hecho de que Bill fuese vampiro; en realidad creo que hasta disfrutas con ello. Así que pensé que merecía la pena intentarlo, a ver si podías asumir mi… condición.
—Pero ¡lo que tú eres —dije de repente, saliéndome por la tangente— no puede explicarse con un virus! ¡Quiero decir, tú cambias por completo!
No dijo nada. Se quedó mirándome, con sus ojos ahora azules, pero igual de inteligentes y observadores.
—Ser un cambiante es decididamente sobrenatural. Si esto existe, otras cosas también pueden existir. Así que… —dije con lentitud y cautela—, Bill no tiene ningún virus. La condición de vampiro no se limita a padecer cierta alergia a la plata, o al ajo, o al sol… Eso sólo es basura que esparcen los vampiros, propaganda, se podría llamar. Así pueden ser aceptados con más facilidad, como víctimas de una terrible enfermedad. Pero en realidad son… en realidad, están…
Corrí hasta el baño para vomitar. Por suerte, logré alcanzar el váter.
—Sí —dijo Sam desde la puerta, con voz triste—. Lo siento mucho, Sookie. Pero no es que Bill tenga un virus. Es que en realidad está… muerto.
Me lavé la cara y me cepillé los dientes dos veces. Me senté en el borde de la cama, demasiado cansada como para ir más lejos. Sam se sentó a mi lado, me pasó el brazo por el hombro, acogedor y, tras unos segundos, me acurruqué junto él, apoyando la mejilla en su cuello.
—¿Sabes? Una vez estaba escuchando la radio —dije, sin que viniera a cuento—, estaban retransmitiendo un programa sobre criogenia, sobre cómo mucha gente últimamente decidía congelar sólo su cabeza porque resulta mucho más barato que conservar todo el cuerpo.
—¿Eh?
—Adivina qué canción pusieron al final.
—¿Cuál, Sookie?
—Put Your Head on My Shoulder[9].
Sam emitió un ruido ahogado y después estalló en carcajadas.
—Oye, Sam —dije, cuando se hubo tranquilizado—. Entiendo lo que me dices, pero necesito hablar de esto con Bill. Lo quiero, le soy fiel, y además él no está aquí para defenderse.
—Escucha, el objetivo no era tratar de apartarte de Bill. Aunque eso sería estupendo —Sam esbozó su poco habitual y maravillosa sonrisa. Parecía mucho más relajado conmigo ahora que conocía su secreto.
—¿Y cuál era entonces?
—Mantenerte con vida hasta que atrapen al asesino.
—¿Así que ésa es la razón por la que has aparecido desnudo en mi cama? ¿Para protegerme?
Tuvo el detalle de parecer avergonzado.
—Bueno, reconozco que podría haberlo planeado mejor, pero pensé que necesitabas a alguien a tu lado. Arlene me había contado que Bill estaría fuera unos días, y sabía que no me dejarías pasar aquí la noche como humano.
—¿Estarás más tranquilo ahora que sabes que Bubba vigila la casa por las noches?
—Los vampiros son fuertes y feroces —reconoció Sam—. Supongo que este Bubba le debe algo a Bill, o no le haría semejante favor. No son un colectivo que se distinga por su solidaridad; su mundo está muy jerarquizado.
Debería haber prestado más atención a lo que me contaba Sam, pero estaba pensando que era mejor que no supiera nada acerca de los orígenes de Bubba.
—Si tú y Bill existís, supongo que debe de haber un montón de seres cuya existencia está al margen de la naturaleza —dije, dándome cuenta de lo mucho que me quedaba por reflexionar. Desde que conocía a Bill no había sentido tanta necesidad de acumular ideas para estudiarlas en el futuro, pero estar preparada nunca hace daño—. Algún día tendrás que contármelo —¿El yeti? ¿El monstruo del lago Ness? Yo siempre había creído en el monstruo del lago Ness.
—Bueno, supongo que será mejor que me vuelva a casa —dijo Sam. Me miró esperanzado. Seguía desnudo.
—Sí, creo que será lo mejor. Pero… ¡mierda!, tú… Oh, ¡hay que ver! —corrí escaleras arriba en busca de algo de ropa. Me parecía recordar que Jason guardaba un par de trapos en un armario del piso superior, para un caso de emergencia.
Por suerte encontré un par de vaqueros y una camisa informal en el primer cuarto en el que miré. Se notaba calor allí arriba, debajo del tejado de estaño; la planta baja tenía un termostato independiente. Regresé al piso inferior, contenta de sentir el frescor del aire acondicionado.
—Aquí tienes —anuncié, entregándole la ropa—. Espero que te quede bien —me miró como si quisiera retomar nuestra conversación, pero yo ya era demasiado consciente de que sólo iba cubierta con un fino camisón de nailon y de que él no llevaba absolutamente nada encima—. Vamos, cógelo —dije con firmeza—. Y vístete en el salón —lo obligué a salir y cerré la puerta detrás de él. Pensé que echar el pestillo resultaría insultante, así que no lo hice. Me vestí en un tiempo récord, con ropa interior limpia y la falda vaquera y la camiseta amarilla de la noche anterior. Me puse un poco de maquillaje, escogí unos pendientes y me cepillé el pelo para recogerlo en una coleta, sujetándola con una cinta de goma amarilla. Mi moral se recuperó al mirarme al espejo, pero mi nueva sonrisa se convirtió en un ceño fruncido cuando me pareció sentir que una camioneta aparcaba delante de casa.
Salí del dormitorio a la velocidad de la luz, confiando con todas mis fuerzas en que Sam ya se hubiera vestido y estuviera escondido. Había hecho algo mejor, había vuelto a convertirse en perro. Las ropas estaban tendidas en el suelo y yo las recogí y las lancé al armario del pasillo.
—¡Buen chico! —dije con entusiasmo mientras le rascaba entre las orejas. Dean respondió metiendo su frío hocico negro bajo mi falda—. Déjalo ya —exclamé, mirando a través de la ventana delantera—. Es Andy Bellefleur —le dije al perro.
Andy saltó de su Dodge Ram, se estiró durante un largo instante y se dirigió a mi puerta. La abrí, con Dean a mi lado. Contemplé al detective, inquisitiva.
—Parece que hayas estado levantado toda la noche, Andy. ¿Te apetece un café?
El perro se agitaba nervioso a mi alrededor.
—Te lo agradecería mucho, la verdad —dijo—, ¿puedo pasar?
—Claro —me aparté a un lado y Dean gruñó.
—Veo que tienes un buen perro guardián. Vamos, bonito, ven aquí.
Andy se agachó para tender la mano al collie, al que yo no lograba ver como si fuera Sam. Dean olfateó la mano de Andy, pero no la lamió. En lugar de eso, se situó entre Andy y yo.
—Pasa a la cocina —dije. Y Andy se irguió y me siguió. Tuve el café listo en un santiamén, y puse algo de pan en la tostadora. Me llevó unos minutos más ocuparme de la nata, el azúcar, las cucharas y los tazones, pero los aproveché para preguntarme qué haría Andy allí. Tenía el rostro demacrado; parecía tener diez años más de los que yo sabía que tenía. Desde luego, aquélla no era una visita de cortesía.
—Sookie, ¿estuviste aquí anoche? ¿No tenías que trabajar?
—No, no me tocaba. Estuve aquí todo el rato salvo por una breve incursión al Merlotte's.
—¿Estuvo Bill aquí en algún momento?
—No, está en Nueva Orleans. Se hospeda en ese nuevo hotel del barrio francés, el que es sólo para vampiros.
—Pareces completamente segura de que está allí.
—Así es —noté cómo se me tensaban los músculos de la cara. Se aproximaban las malas noticias.
—No he dormido esta noche —dijo Andy.
—¿No?
—Ha habido otro asesinato.
—¿Sí? —penetré en su mente—. ¿Amy Burley? —lo miré fijamente a los ojos tratando de asegurarme—. ¿Amy, la que trabajaba en el Good Times?
Era el primer nombre del montón de solicitudes aceptables al puesto de camarera del día anterior, la candidata que yo le había aconsejado a Sam. Miré al perro. Estaba tumbado en el suelo con el hocico entre las patas, y parecía estar tan triste y sorprendido como yo. Gimió de modo lastimoso.
Los ojos castaños de Andy me miraban con tal intensidad que parecían querer taladrarme.
—¿Cómo lo has sabido?
—Vamos, Andy. Déjate de bobadas. Ya sabes que puedo leer el pensamiento. Me siento fatal. Pobre Amy. ¿Ha sido como en los demás casos?
—Sí —contestó—. Sí, lo mismo; sólo que las marcas de mordiscos parecían más recientes.
Pensé en la noche en que Bill y yo tuvimos que ir a Shreveport para atender a los requerimientos de Eric. ¿Habría sido Amy la que había servido de alimento a Bill aquella noche? Ni siquiera fui capaz de calcular cuántos días habían pasado desde entonces; mi vida cotidiana se había visto radicalmente alterada por todos los extraños y pavorosos sucesos de las últimas semanas.
Me dejé caer sobre una silla de la cocina. Durante algunos minutos, sólo fui capaz de mover la cabeza con aire ausente, sorprendida por el giro que había dado mi vida. La de Amy Burley ya no daría ninguno más. Me sacudí de encima aquel singular ataque de apatía, me puse en pie y serví el café.
—Bill no ha estado aquí desde anteanoche —le dije.
—¿Y has pasado aquí toda la noche?
—Sí, puedes preguntarle al perro —dirigí una sonrisa a Dean, que aulló al sentirse aludido. Se acercó hasta apoyar su peluda cabeza sobre mis rodillas mientras tomaba el café. Le acaricié las orejas.
—¿Has tenido noticias de tu hermano?
—No, pero anoche recibí una curiosa llamada telefónica. Alguien me dijo que estaba en el Merlotte's… —en cuanto terminé de pronunciar esta última palabra, caí en la cuenta de que mi interlocutor debía de haber sido Sam, que me había atraído al bar para poder encontrar el modo de acompañarme a casa. Dean abrió la boca en un enorme bostezo que dejó a la vista cada uno de sus blancos y afilados dientes.
Deseé haber permanecido callada.
Ahora iba a tener que explicárselo todo a Andy, que apenas conseguía mantenerse despierto mientras se reclinaba sobre la silla de mi cocina, con su camisa de cuadros escoceses arrugada y manchada de café, y sus pantalones deformados por llevar demasiado tiempo sobre su cuerpo. Estaba pidiendo a gritos una cama.
—Deberías descansar un poco —le dije con amabilidad. Había algo triste en Andy Bellefleur, algo casi trágico.
—Son estos asesinatos —dijo con voz temblorosa debido al cansancio—. Esas pobres mujeres… Y todas ellas eran idénticas en tantos aspectos diferentes…
—¿Mujeres sin estudios con empleos poco cualificados? ¿Camareras a las que no les importaba aceptar a un vampiro como amante de cuando en cuando? —él asintió, con los ojos prácticamente cerrados—. En otras palabras, mujeres como yo.
Entonces, abrió los ojos. Parecía descompuesto ante su error.
—Sookie…
—Lo comprendo, Andy —dije—. En algunos aspectos somos todas similares, y si asumimos que el ataque contra mi abuela estaba dirigido a mí… Bueno, entonces supongo que soy la única superviviente.
Me pregunté a quién le quedaría por matar al asesino. ¿Era yo la única de quienes cumplían todos los requisitos que quedaba con vida? Era la cosa más aterradora que había pensado en todo el día.
Andy daba cabezazos por encima de su taza.
—¿Por qué no te tumbas en el otro dormitorio? —le sugerí en voz baja—. Tienes que dormir un poco. Me parece que no estás en condiciones de conducir.
—Es muy amable por tu parte —dijo Andy, arrastrando la voz. Parecía algo sorprendido, como si tanta amabilidad no fuese algo que pudiera esperarse de mí—, pero tengo que ir a casa y poner el despertador. Tal vez pueda dormir tres horas.
—Prometo despertarte —le dije. No me hacía ninguna ilusión que durmiera en mi casa, pero tampoco quería que tuviera un accidente de regreso a la suya. La anciana señora Bellefleur nunca me lo perdonaría y, probablemente, Portia tampoco—. Ven, acuéstate en este cuarto —lo conduje a mi viejo dormitorio. La cama individual estaba arreglada con pulcritud—. Tú túmbate en la cama y yo me encargo de poner el despertador —así lo hice, mientras él me observaba—. Ahora duerme un poco. Tengo que hacer un recado, pero volveré enseguida.
Andy no ofreció más resistencia, sino que se dejó caer con pesadez sobre la cama mientras yo cerraba la puerta. El perro había estado siguiéndome mientras yo me encargaba de Andy. Me dirigí a él con un tono bastante distinto:
—Vístete ya mismo.
Andy asomó la cabeza por la puerta del dormitorio.
—Sookie, ¿con quién hablas?
—Con el perro —respondí al instante—. Todos los días trae su collar, y se lo pongo.
—¿Y por qué se lo quitas?
—Tintinea por las noches y no me deja dormir. Ahora, vete a la cama.
—De acuerdo —parecía satisfecho con la improvisada explicación y volvió a cerrar la puerta.
Recogí la ropa de Jason del armario y la puse en el sofá delante del perro. Me senté dándole la espalda. Sin embargo, podía verlo reflejado en el espejo de encima de la repisa. El contorno del collie pareció desdibujarse. Su perfil vibró, cargado de energía. Entonces, su forma comenzó a cambiar dentro de la nube eléctrica. Cuando se aclaró la neblina, era Sam el que estaba de rodillas en el suelo, en cueros. ¡Caray, qué trasero! Tuve que obligarme a cerrar los ojos y decirme repetidas veces que no estaba siendo infiel a Bill. El culo de mi novio, intenté recordar, era igual de bonito.
—Estoy listo —dijo Sam a mi espalda, tan cerca que pegué un salto. Me levanté con rapidez y me volví para mirarlo. Descubrí que tenía su rostro a apenas quince centímetros del mío—. Sookie —dijo esperanzado. Paseó la mano por mi hombro, lo rozó y lo acarició.
Me puse furiosa porque la mitad de mi ser quería corresponderle.
—Escúchame bien, amiguito. Podías haberme contado todo esto en innumerables ocasiones a lo largo de los últimos años. ¿Desde hace cuánto tiempo nos conocemos? Cuatro años… ¡O incluso más! Y aun así, Sam, a pesar de que te he visto casi a diario, has esperado a que Bill se sienta interesado por mí para… —incapaz de terminar la frase, sacudí las manos en el aire.
Sam se retiró, lo que fue un alivio.
—No he visto lo que tenía delante hasta que me he dado cuenta de que me lo podían quitar —dijo con voz serena.
No se me ocurría nada que responder.
—Hora de irse a casa —le dije—. Y será mejor que te llevemos allí sin que nadie te vea. Lo digo en serio.
Ya era bastante arriesgado sin necesidad de que algún cotilla como Rene viera a Sam en mi coche a primera hora de la mañana y sacara las conclusiones equivocadas. Y se las transmitiera a Bill.
Así que nos pusimos en camino, con Sam agazapado en el asiento trasero. Aparqué con precaución detrás del Merlotte's. Allí había una camioneta; negra, con remolinos de color rosa y celeste a ambos lados: la de Jason.
—Oh, oh —dije.
—¿Qué pasa? —la voz de Sam quedaba algo amortiguada por su postura.
—Déjame ir a echar un vistazo —le dije, empezando a sentirme nerviosa. ¿Por qué iba a aparcar Jason allí, en la zona de empleados? Y me parecía distinguir algo así como un bulto en el interior.
Abrí la puerta de mi coche, confiando en que el ruido no alertara a la figura de la camioneta. Esperé a atisbar algún movimiento, pero cuando vi que no sucedía nada comencé a atravesar la gravilla, más asustada de lo que jamás he estado a la luz del día.
Al acercarme a la ventanilla, descubrí que el bulto del interior era Jason. Estaba desplomado detrás del volante. Tenía la camisa manchada, la barbilla apoyada en el pecho, y los brazos desparramados a ambos lados del asiento. Sobre su hermoso rostro se apreciaba un largo arañazo rojo. También distinguí una cinta de vídeo sin etiquetar sobre el salpicadero de la camioneta.
—Sam —dije, odiando que mi voz revelase tanto pavor—. Ven, por favor.
Antes de lo que hubiera creído posible, Sam estaba a mi lado. Se me adelantó para abrir la puerta del conductor. Como estábamos a comienzos del verano y, aparentemente, el vehículo llevaba allí varias horas —había rocío en el capó— con las ventanillas subidas, el olor que despedía el interior era muy penetrante. Se componía al menos de tres elementos: sangre, sexo y alcohol.
—¡Llama a una ambulancia! —dije, apremiante, mientras Sam se inclinaba para tomarle el pulso a Jason. Me miró dubitativo.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
—¡Pues claro! ¡Está inconsciente!
—Espera, Sookie. Piénsalo.
Es posible que lo hubiera reconsiderado, de no haber sido porque en ese momento apareció Arlene al volante de su destartalado Ford azul. Sam suspiró y se metió en la caravana para llamar.
Era tan ingenua… Eso me pasaba por haber sido una ciudadana tan respetuosa con la ley durante todos los días de mi vida.
Acompañé a Jason al diminuto hospital local, ajena al hecho de que la policía examinaba con mucho cuidado su camioneta, y de que un coche patrulla seguía a la ambulancia; e incluso confiada cuando el médico me envió a casa asegurándome que me llamaría en cuanto Jason recobrara la consciencia. El doctor me contó, observándome con curiosidad, que parecía que Jason estaba recuperándose de los efectos del alcohol o de las drogas. Pero Jason nunca había bebido tanto antes, y no consumía drogas; la experiencia de nuestra prima Hadley nos había marcado profundamente a los dos. Le conté todo aquello al médico. Tras escucharme, me mandó a casa.
Sin saber qué pensar, fui a casa para descubrir que a Andy Bellefleur lo había despertado su busca. Me había dejado una nota avisándome, y nada más. Después, me enteré de que había llegado al hospital cuando yo todavía estaba allí, y que por consideración hacia mí había esperado a que me fuera antes de esposar a Jason a la cama.