10

Al día siguiente, mientras me preparaba para ir al trabajo, decidí que no quería volver a saber nada más de vampiros en una buena temporada. Bill incluido.

Ya me iba tocando recordar que era humana.

El problema es que no podía pasar por alto que era una humana modificada.

No era nada serio. Después de la primera dosis de sangre de Bill, la noche en que los Ratas me habían golpeado, me sentí curada, saludable, fuerte… Pero no era una diferencia marcada. Bueno, puede que me encontrara también algo más… sexy.

Tras el segundo trago de sangre, me noté realmente fuerte, y había actuado con mayor valor porque me sentía más segura de mí misma. Tenía más confianza en mi propia sexualidad y en su poder. Era evidente que podía manejar mi tara con mayor aplomo y aptitud que nunca.

Entonces, ingerí por accidente la sangre de Sombra Larga. A la mañana siguiente, cuando me miré en el espejo, me noté los dientes más blancos y afilados; el pelo, más claro y lustroso, y los ojos, más brillantes. Parecía la imagen de un anuncio de algún producto de higiene o de alguna campaña de salud para promocionar la ingesta de vitaminas o de leche. El salvaje mordisco de mi brazo —la marca póstuma del desaparecido, y nunca mejor dicho, Sombra Larga— no estaba curado del todo, pero presentaba bastante mejor aspecto.

En ese momento, se me volcó el bolso al ir a cogerlo, y las monedas rodaron por debajo del sofá. Levanté el extremo del pesado mueble con una mano mientras, con la otra, iba recogiendo las monedas.

«¡Un momento…!»

Me enderecé y respiré hondo. Al menos, el sol no me hacía daño a los ojos y no tenía ganas de morder al primero que me encontrara. Disfruté de la tostada del desayuno, en lugar de estar pensando en salsa de tomate. No me estaba convirtiendo en una vampira. A lo mejor sólo era una especie de humana «mejorada».

Desde luego, mi vida era mucho más sencilla cuando no salía con nadie.

Cuando llegué al Merlotte's ya estaba todo preparado, menos las rodajas de limón y lima. Se utilizaba la fruta al servir los cócteles y el té, así que cogí la tabla de cortar y un cuchillo afilado. Mientras iba a por los limones de la cámara me encontré con Lafayette, que estaba abrochándose el delantal.

—¿Te has aclarado el pelo, Sookie?

Negué con la cabeza. Bajo la discreta apariencia del delantal blanco, Lafayette era una auténtica sinfonía de color. Llevaba una camiseta fucsia de tirantes finos, vaqueros de color púrpura oscuro, chancletas rojas y una sombra de ojos de un tono frambuesa.

—Pues parece más claro —repuso con escepticismo, arqueando sus depiladas cejas.

—Es que he estado mucho al sol —le aseguré.

Dawn nunca se había llevado bien con Lafayette; quizá porque era negro o tal vez porque era gay, no lo sé… Puede que por ambas cosas. Arlene y Charlsie se limitaban a aceptarlo, pero no se esforzaban por ser especialmente amables con él. Pero a mí siempre me había caído bien, porque debía de tener una vida dura y, sin embargo, la llevaba con entusiasmo y dignidad.

Miré la tabla. Todos los limones estaban en cuartos, todas las limas en rodajas. Mi mano sostenía el cuchillo, impregnada con el jugo; lo había hecho sin darme cuenta. En unos treinta segundos. Cerré los ojos. Dios mío.

Cuando volví a abrirlos, Lafayette se debatía entre mirarme a la cara o a las manos.

—Dime que no he visto eso, corazón —exclamó.

—No lo has visto —dije. Me sorprendió comprobar que mi voz resultaba serena y uniforme—. Discúlpame, tengo que llevarme esto —deposité la fruta en contenedores separados dentro de la nevera portátil que había detrás de la barra, donde Sam guardaba la cerveza. Cuando cerré la puerta, descubrí que Sam estaba junto a mí, cruzado de brazos. No parecía muy contento.

—¿Estás bien? —preguntó. Sus brillantes ojos azules me recorrieron de arriba abajo—. ¿Te has hecho algo en el pelo? —preguntó, no muy convencido.

Me eché a reír. Me di cuenta de que mi protección mental se había activado sin dificultad, que no tenía por qué ser un proceso doloroso.

—Es del sol —contesté.

—¿Y qué te ha pasado en el brazo?

Me miré el antebrazo derecho. Había tapado la herida con una venda.

—Me ha mordido un perro.

—Lo habrán sacrificado, ¿no?

—Claro.

Miré a Sam —desde bastante cerca— y me dio la impresión de que su áspero y rojizo pelo se erizaba con energía. Me pareció como si pudiera oír el latido de su corazón. Percibía su inseguridad, su deseo. Mi cuerpo respondió de inmediato. Me concentré en sus finos labios, y el agradable olor de su loción para después del afeitado invadió mis pulmones. Se acercó un par de centímetros. Podía notar cómo el aire entraba y salía de sus pulmones. Sabía que se le estaba poniendo dura.

En ese momento, Charlsie Tooten entró por la puerta principal, y la cerró de un portazo. Sam y yo nos alejamos el uno del otro. Gracias a Dios que había llegado, pensé. Rolliza, cándida, bonachona y esforzada trabajadora, Charlsie era la personificación de la empleada ideal. Casada con Ralph, su novio del instituto, que trabajaba en una de las plantas de procesado de pollos, tenía una hija en secundaria y otra ya casada. A Charlsie le encantaba trabajar en el bar, porque así salía, y conocía gente; además, tenía maña para tratar con los borrachos y largarlos del bar sin armar bronca.

—¡Eh, hola, a los dos! —saludó, alegre. Su pelo, castaño oscuro (cortesía de L'Oreal, según Lafayette), le caía teatralmente desde la coronilla en una cascada de tirabuzones. Llevaba una blusa inmaculada y los bolsillos del short se le entreabrían porque le tiraba un poco el pantalón. Se había puesto unos calcetines y bambas negras y unas uñas postizas de color burdeos—. Mi hija está embarazada. ¡Ya podéis llamarme abuela! —anunció. Estaba más contenta que unas castañuelas. Le di el abrazo de rigor y Sam le dio unas palmaditas en la espalda. Los dos nos alegrábamos de verla.

—¿Cuándo nacerá el niño? —pregunté, y Charlsie empezó a informarnos con pelos y señales. No necesité decir ni media palabra durante los siguientes cinco minutos. Entonces, Arlene se acercó, con el cuello lleno de chupetones mal disimulados con capas de maquillaje, y hubo que explicarlo todo de nuevo. En un momento dado, mis ojos se encontraron con los de Sam, y, tras un breve instante, los dos apartamos a la vez la mirada.

Entonces comenzamos a atender a la gente que venía a comer, y el incidente quedó olvidado.

La mayor parte de la gente no bebía gran cosa en el almuerzo; como mucho, una cerveza o un vaso de vino. Y un buen número sólo tomaba té helado o agua. La clientela del mediodía se componía de personas que estaban cerca del bar cuando llegaba el momento del almuerzo; de otras que eran asiduas y se pasaban por allí por costumbre; y, por último, de los alcohólicos del pueblo, para los que la copa de las comidas era la tercera o la cuarta del día. Mientras comenzaba a apuntar los pedidos, me acordé de la petición de mi hermano.

«Escuché» durante todo el día, y fue agotador. Nunca me había pasado tantas horas «escuchando»; jamás había conseguido bajar la guardia durante tanto tiempo. Puede que ya no me resultara tan doloroso como antes; a lo mejor, ahora sabía distanciarme más de lo que «oía». Bud Dearborn, el sheriff, estaba sentado en una mesa con el alcalde, Sterling Norris, el amigo de mi abuela. El señor Norris se levantó al verme y me dio una palmadita en el hombro, y recordé que era la primera vez que lo veía desde el funeral.

—¿Cómo va todo, Sookie? —preguntó, compasivo. Parecía muy decaído.

—Pues divinamente, señor Norris. ¿Y a usted?

—Ya soy un anciano, Sookie —contestó, con una tímida sonrisa. Ni siquiera esperó a que le llevara la contraria—. Estos crímenes están acabando conmigo. No habíamos tenido un asesinato en Bon Temps desde que Darryl Mayhew le pegó un tiro a Sue Mayhew. Y ahí no hubo ningún misterio.

—¿Cuánto hará ya de eso? ¿Unos seis años? —le pregunté al sheriff, sólo para seguir allí. El señor Norris se sentía así de triste porque pensaba que mi hermano iba a ser arrestado por el asesinato de Maudette Pickens; y consideraba que, según eso, también era probable que hubiese matado a la abuela. Agaché la cabeza para esconder la mirada.

—Me parece que sí. Vamos a ver, recuerdo que nos estábamos arreglando para el recital de baile de Jean-Anne… Entonces, fue…, sí, estás en lo cierto, Sookie. Hace seis años —el sheriff asintió con aprobación—. ¿Ha estado Jason hoy por aquí? —preguntó con indiferencia, como si se le acabara de pasar por la cabeza.

—No, hoy no lo he visto —respondí. El sheriff pidió un té helado y una hamburguesa. Se estaba acordando del día en que había pillado a Jason con su Jean-Anne, follando como locos en la camioneta de mi hermano.

¡Dios mío! Estaba pensando que Jean-Anne había tenido suerte de que no la estrangulara. Y entonces percibí con total claridad algo que me dejó helada; el sheriff Dearborn pensaba que «de todos modos, estas chicas no son más que escoria».

Pude integrar el pensamiento en su contexto porque el sheriff resultó ser muy «legible». Capté sin problemas los matices de la idea; estaba pensando: «Trabajos poco cualificados, sin estudios universitarios, jodiendo con vampiros… Son la hez de la sociedad».

Las palabras «herida» y «furiosa» no se acercan siquiera a describir cómo me sentía ante semejante juicio de valor.

Paseé de mesa en mesa, como una autómata, llevando las bebidas y los bocadillos y recogiendo los restos, trabajando tan duro como siempre, con esa horrenda sonrisa cruzándome la cara. Hablé con veinte conocidos, la mayoría de los cuales tenían pensamientos más inocentes que los de un niño. Casi todos los clientes pensaban en su trabajo, en tareas del hogar pendientes, o en algún pequeño problema que necesitaran solucionar, como llamar al servicio técnico para que les arreglasen el lavavajillas, o limpiar la casa para las visitas del fin de semana.

Arlene se sentía aliviada por que le hubiera bajado la regla, y Charlsie estaba absorta en sentimentaloides reflexiones sobre su promesa de inmortalidad: un nieto. Rezaba por que su hija tuviera un embarazo saludable y un parto fácil.

Lafayette pensaba que trabajar conmigo se estaba convirtiendo en algo espeluznante.

El agente de policía Kevin Pryor se preguntaba qué estaría haciendo Kenya, su compañera, en su día libre. El estaba ayudando a su madre a limpiar el cobertizo del jardín y aborrecía cada minuto.

Escuché muchos comentarios, tanto en voz alta como mentales, sobre mi pelo y mi cutis, y sobre la venda del brazo. Parecía resultarles más deseable a muchos hombres… y a una mujer. Algunos de los chicos que habían participado en la expedición de castigo a los vampiros de Monroe pensaban que ya no tenían ninguna posibilidad conmigo, debido a mi afinidad con los no muertos, y lamentaban aquel acto impulsivo. Tomé nota mental de sus nombres; no iba a olvidar que podían haber matado a mi Bill, aunque, en aquel momento, el resto de la comunidad vampírica no figurara entre mis afectos.

Andy Bellefleur y su hermana, Portia, estaban comiendo juntos; algo que hacían al menos una vez por semana. Portia era la versión femenina de Andy: estatura media, complexión recia, boca y mandíbula que transmitían gran determinación… La similitud entre ambos favorecía más a Andy que a Portia. Tenía entendido que era una abogada muy competente; de no haber sido mujer, creo que se la habría recomendado a Jason cuando estaba buscando representante legal. Aunque eso habría sido pensar más en el bienestar de Portia que en el de mi hermano.

Aquel día, la abogada se sentía bastante deprimida porque, aunque tenía estudios y ganaba bastante dinero, nunca tenía una cita. Esa era su preocupación íntima.

Por su parte, a Andy le repugnaba mi prolongada relación con Bill Compton; se sentía fascinado por la mejoría de mi aspecto, e intrigado por las relaciones sexuales de los vampiros. Lamentaba tener que arrestar a Jason con casi toda probabilidad. Consideraba que las pruebas contra él no eran mucho más sólidas que las que había contra otros hombres, pero Jason era el que parecía más asustado, lo que significaba que tenía algo que ocultar. Y además, estaban los vídeos, en los que Jason aparecía practicando sexo —y no precisamente de tipo convencional— con Maudette y Dawn.

Me quedé mirándolo mientras procesaba sus pensamientos, lo que le hizo incomodarse. El sí sabía de lo que yo era capaz.

—Sookie, ¿vas a traerme esa cerveza? —preguntó tras unos instantes, mientras hacía un gesto con la mano en el aire para asegurarse de que le prestaba atención.

—Ahora mismo, Andy —respondí, distraída, y saqué una de la nevera—. ¿Quieres más té, Portia?

—No, gracias, Sookie —dijo ella cortésmente mientras se limpiaba los labios con una servilleta de papel. Portia estaba pensando en su época de instituto, cuando habría vendido su alma al diablo por una cita con el guapísimo Jason Stackhouse. Se preguntaba qué haría Jason ahora, si tendría algún pensamiento en la cabeza que pudiera interesarle. ¿Merecería aquel cuerpo el sacrificio de la compañía intelectual? Así que Portia no había visto las cintas, no sabía de su existencia. Andy estaba siendo un buen policía.

Traté de imaginarme a Portia con Jason, y no pude evitar sonreír. Sería toda una experiencia para ambos. Deseé, y no por primera vez, poder implantar ideas del mismo modo en que podía cosecharlas.

Para cuando terminó mi turno, no me había enterado de nada, aparte de que los vídeos que había grabado mi hermano con tan poca cabeza contenían algo de bondage[7] suave, lo que había llevado a Andy a pensar en las marcas de ligaduras en los cuellos de las víctimas.

Así que, en conjunto, abrir la mente para ayudar a mi hermano había sido un ejercicio inútil. Lo que había oído sólo servía para preocuparme más y no proporcionaba ninguna información adicional al caso.

Por la noche vendría gente distinta. Nunca había ido al Merlotte's por gusto, ¿debería pasarme aquella noche? ¿Qué iría a hacer Bill? ¿Quería verlo?

Me sentía sola, sin amigos; no tenía a nadie con quien pudiera hablar de Bill, a nadie que lograra siquiera no asustarse al verlo. ¿Cómo iba a contarle a Arlene que estaba preocupada porque los congéneres de Bill eran aterradores y despiadados, y que uno de ellos me había mordido la noche anterior, había sangrado sobre mi boca y había acabado muerto, atravesado por una estaca? No era la clase de problemas que Arlene estaba preparada para escuchar.

No se me ocurrió nadie que lo estuviera.

No conseguía que se me viniera a la cabeza ninguna chica que se citara con un vampiro y que no fuera una fanática indiscriminada, una «colmillera» irredenta capaz de liarse con cualquier «chupasangres».

Cuando me marché del Merlotte's, mi aspecto físico «mejorado» ya no lograba darme confianza en mí misma. Me sentía como un bicho raro.

Trasteé por la casa, me eché una pequeña siesta y regué las flores de la abuela. Hacia el anochecer comí algo tras calentarlo en el microondas. Estuve dudando hasta el último momento si volver o no, y al final me puse una camisa roja, unos pantalones blancos, un par de pendientes, y regresé al Merlotte's.

Me resultó muy extraño entrar como cliente. Sam estaba al fondo, detrás de la barra, y arqueó las cejas al advertir mi llegada. Aquella noche trabajaban tres camareras a las que sólo conocía de vista, y al mirar por la ventanilla comprobé que otro cocinero se encargaba de las hamburguesas. Jason estaba en la barra. De puro milagro, el taburete contiguo no estaba ocupado, y allí me senté.

Se volvió hacia mí con el rostro preparado para recibir a una nueva conquista: la boca relajada y sonriente, los ojos brillantes y bien abiertos. Cuando vio que era yo, su expresión experimentó un cambio cómico.

—¿Qué coño estás haciendo aquí, Sookie? —me preguntó, con voz indignada.

—Cualquiera diría que no te alegras de verme —comenté. Cuando Sam se detuvo ante mí, le pedí un bourbon con Coca-Cola sin mirarlo a los ojos—. He hecho lo que me pediste y, por ahora, nada —le susurré a mi hermano—. He venido esta noche para probar con alguien más.

—Gracias, Sookie —dijo, tras una larga pausa—. Supongo que no me di cuenta de lo que te pedía. Eh, ¿te has hecho algo en el pelo?

Hasta me pagó la copa cuando Sam me la puso delante.

No parecía que tuviéramos mucho que decirnos, lo que de hecho fue positivo, ya que trataba de escuchar a los demás clientes. Había unos cuantos forasteros, y los sondeé primero para ver si podían ser posibles sospechosos. Tuve que reconocer, aunque un poco reacia, que eso no parecía muy probable. Uno pensaba en lo mucho que echaba de menos a su mujer, y el contexto indicaba que le era totalmente fiel. Otro, que era la primera vez que venía al bar y que la copa estaba buena. Un tercero se limitaba a concentrarse en permanecer erguido y confiaba en poder conducir de vuelta al motel.

Me tomé otra copa.

Jason y yo habíamos estado intercambiando conjeturas sobre a cuánto ascendería la minuta de los abogados cuando se resolviera la herencia de la abuela. Echó una mirada a la puerta y dijo:

—Oh, oh.

—¿Qué pasa? —pregunté, sin girarme a ver qué le había sorprendido.

—Hermanita, acaba de llegar tu novio. Y no ha venido solo.

Mi primer pensamiento fue que Bill se habría traído a uno de sus colegas vampiros, lo que habría resultado irritante y poco inteligente por su parte; pero, al girarme, me di cuenta de por qué Jason parecía contrariado. Bill estaba con una chica. El la cogía del brazo y ella se le acercaba como una auténtica zorra. El pasaba la vista por cada rincón del local. Deduje que estaba claro que intentaba provocarme.

Me bajé del taburete, y cambié de opinión. Estaba borracha. Rara vez bebo, y si bien los dos bourbon con Coca-Cola casi seguidos no habían bastado para tumbarme, como mínimo llevaba un buen «punto».

La mirada de Bill se cruzó con la mía; no esperaba encontrarme allí. No podía leer su mente, como había hecho con Eric durante un terrible instante, pero sí podía interpretar su lenguaje corporal.

—¡Eh, Bill, el vampiro! —saludó Hoyt, el amigo de Jason. Bill inclinó la cabeza con educación hacia él, pero empezó a conducir a la chica, menuda y morena, en dirección a donde yo estaba.

No tenía ni idea de qué hacer.

—Eh, Sookie, ¿a qué juega éste? —dijo Jason. Le salía humo por las orejas—. Esa chica es una «colmillera» de Monroe, la conocí cuando aún le gustaban los humanos.

Seguía sin saber qué hacer. Un gran dolor se estaba apoderando de mí, pero mi orgullo seguía tratando de contenerlo. Y a toda esa maraña de sentimientos encima tenía que añadir un toque de culpabilidad: yo no me encontraba donde Bill me habría buscado y ni siquiera le había dejado una nota. Pero, por otro lado —como el quinto o el sexto lado—, la noche anterior ya había sufrido bastantes sustos en la opereta celebrada a petición de su excelencia el Señor de Shreveport, y si había asistido a tal sarao era únicamente por mi relación con él.

Mis impulsos contradictorios me impedían moverme. Me daban ganas de lanzarme sobre ella y partirle la cara, pero no me habían educado para pelearme en los bares —también me apetecía darle una buena a Bill, pero para el daño que iba a hacerle, lo mismo valdría darse de cabezazos contra la pared—. Además, tenía muchas ganas de llorar porque me había hecho mucho daño, pero eso mostraría mi debilidad. La mejor opción era no demostrar nada, porque Jason estaba a punto de lanzarse contra Bill, y el menor gesto por mi parte bastaría para accionar el gatillo.

Demasiados conflictos, además de demasiado alcohol.

Mientras consideraba todas esas opciones, Bill se acercó a mí abriéndose paso por entre las mesas, con la chica a remolque. Observé que la sala estaba en silencio; en lugar de estudiar a los demás, ahora era yo la observada.

Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas mientras apretaba los puños. Genial, lo peor de las dos posibles respuestas emocionales.

—Sookie —dijo Bill—, mira lo que Eric me ha dejado a la puerta.

Apenas logré entender lo que quería decir.

—¿Y? —repuse, furiosa. Me fijé en los ojos de la chica, que eran grandes y oscuros, y reflejaban su excitación. Mantuve los míos muy abiertos, sabiendo que si parpadeaba no podría retener las lágrimas.

—Como recompensa —añadió Bill. No sabía bien cómo se sentía al respecto.

—¿«Refresco» gratis? —dije, casi sin dar crédito a lo venenosas que sonaban mis palabras.

Jason me puso la mano en el hombro.

—Tranquila, hermanita —dijo, en un tono tan grave y cargado de inquina como el mío—. Este no se lo merece.

No sabía qué era lo que Bill no se merecía, pero estaba a punto de averiguarlo. Resultó casi estimulante no tener ni idea de lo que iba a hacer a continuación, tras toda una vida de autocontrol.

Bill me estudiaba detenidamente. Los fluorescentes de encima de la barra acentuaban su palidez. No se había alimentado de ella, y tenía los colmillos retraídos.

—Vamos fuera. Tenemos que hablar —dijo.

—¿Con ella? —mi voz casi era un gruñido.

—No —contestó—, tú y yo. A ella tengo que enviarla de vuelta.

La repulsión de su voz me ablandó un poco, y lo seguí al exterior, manteniendo alta la cabeza y sin mirar a nadie. Bill mantuvo agarrado el brazo de la chica, que casi se veía obligada a andar de puntillas para poder seguirlo. No me enteré de que Jason nos acompañaba hasta que me giré y lo vi detrás de mí, cuando ya salíamos al aparcamiento. Allí la gente entraba y salía, pero resultaba algo más íntimo que el abarrotado bar.

—Hola —dijo la chica, como si tal cosa—. Me llamo Desiree. Creo que ya nos conocemos, Jason.

—¿Qué estás haciendo aquí, Desiree? —le preguntó Jason con voz serena. Casi daba la impresión de estar relajado.

—Eric me ha enviado aquí, a Bon Temps, como recompensa para Bill —dijo, coqueta, mirando a Bill por el rabillo del ojo—. Pero él no parece muy emocionado, y no sé por qué. Podría decirse que mi sangre es de la mejor cosecha; soy casi un «gran reserva».

—¿Eric? —preguntó Jason, dirigiéndose a mí.

—Un vampiro de Shreveport. Es dueño de un bar. El Gran Jefe.

—La ha dejado delante de mi puerta —me explicó Bill—, yo no la he pedido.

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

—Enviarla de vuelta —dijo con impaciencia—. Tú y yo tenemos que hablar.

Tragué saliva y estiré los dedos.

—¿Necesita que la lleven de vuelta a Monroe? —preguntó Jason.

Bill parecía sorprendido.

—Sí, ¿te estás ofreciendo? Yo tengo que hablar con tu hermana.

—Claro —dijo Jason, de lo más cordial. Comencé a desconfiar al instante.

—No puedo creer que me rechaces —dijo Desiree, mirando a Bill y poniendo morritos—. Nadie me había despreciado hasta ahora.

—Desde luego, estoy agradecido. Y no dudo que seas, como tú dices, un auténtico reserva —dijo Bill con cortesía—. Pero tengo mi propia bodega.

La pequeña Desiree lo contempló sin comprender durante un segundo, hasta que sus ojos castaños se fueron iluminando poco a poco.

—¿Es tuya? —le preguntó, señalándome con la cabeza.

—Así es.

Jason se agitó nervioso ante tan rotunda afirmación.

Desiree me dedicó un exhaustivo repaso.

—Tiene unos ojos muy raros —declaró al fin.

—Es mi hermana —advirtió Jason.

—Oh, lo siento. Tú eres mucho más… normal —Desiree sometió a Jason a un repaso similar y pareció bastante más complacida con lo que veía—. Eh, ¿cómo te apellidabas?

Jason la cogió de la mano y comenzó a llevarla hacia su camioneta.

—Stackhouse —le iba diciendo, sin dejar de mirarla, mientras se alejaban—. Por el camino ya me irás contando a qué te dedicas…

Me volví hacia Bill, preguntándome cuáles serían los motivos de Jason para realizar tan generoso acto, y me encontré con su mirada. Era como tropezarse con un muro de piedra.

—Tú dirás —le dije con voz áspera.

—Aquí no, ven a casa conmigo —removí la gravilla con el zapato.

—A tu casa no.

—Entonces a la tuya.

—Tampoco.

Levantó sus arqueadas cejas.

—¿Entonces adónde?

Buena pregunta.

—Al estanque de casa de mis padres —como Jason iba a llevar a casa a la Señorita Menuda y Morena, no estaría allí.

—Te sigo —contestó. Nos separamos para subir a nuestros respectivos coches.

La propiedad en que había pasado mis primeros años de vida estaba situada al oeste de Bon Temps. Recorrí la familiar entrada de grava y aparqué frente a la casa, un modesto rancho que Jason mantenía en bastante buen estado de conservación. Bill salió de su coche al tiempo que yo lo hacía del mío, y le indiqué que me siguiera. Rodeamos el edificio y bajamos la pendiente que, atravesada por un sendero empedrado, se extendía hasta el estanque artificial. Mi padre lo había construido y poblado de peces, con la esperanza de pescar junto a su hijo en esas aguas durante muchos años.

Desde una especie de patio de columnas se divisaban sus aguas, y, sobre una de las sillas metálicas que allí había, encontramos una manta doblada. Sin ningún comentario, Bill la cogió y la sacudió, para extenderla después sobre la ladera herbosa que rodeaba el patio. Me senté, algo reacia, considerando que la manta me transmitía tan poca seguridad como reunirme con él en una de nuestras casas. Cuando estaba cerca de Bill, sólo pensaba en acercarme aún más a él.

Me abracé las rodillas y miré a lo lejos, por encima del agua. Había una farola al otro lado del estanque. Se reflejaba sobre las mansas aguas. Bill se tumbó de espaldas junto a mí; sentí su mirada. Enlazó las manos sobre su pecho, manteniéndolas aparatosamente alejadas de mí.

—Anoche te asustaste —dijo con tono neutro.

—¿Acaso tú no estabas un poco asustado? —pregunté con más tranquilidad de la que me creía capaz.

—Por ti. Y un poco por mí.

Tenía ganas de tumbarme boca abajo, pero me preocupaba acercarme tanto a él. Cuando vi su piel resplandeciente a la luz de la luna, deseé tocarlo con todo mi ser.

—Me asustó saber que Eric puede controlar nuestras vidas mientras seamos pareja.

—¿Quieres que dejemos de serlo?

Me dolía tanto el corazón que tuve que apretarlo con mi mano por encima del pecho.

—¿Sookie? —estaba arrodillado junto a mí, rodeándome con un brazo. No podía responderle, me faltaba el aliento—. ¿Me quieres?

Asentí con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué hablas de dejarme?

El dolor se abrió paso hasta llegar a mis ojos en forma de lágrimas.

—Me asustan mucho los otros vampiros y su forma de ser. ¿Qué será lo siguiente que me pida? Tratará de conseguir que haga algo más. Me dirá que de lo contrario te matará. O amenazará a Jason. Y él cumple sus amenazas.

La voz de Bill era tan leve como el sonido de un grillo sobre la hierba. Un mes atrás, sin duda, no habría podido oírla.

—No llores —me pidió—. Sookie, tengo que darte malas noticias.

No me extrañó. La única buena noticia que habría podido darme a esas alturas era que Eric se hubiera muerto.

—Eric se siente intrigado por ti —explicó—. Sabe que tienes un poder que la mayoría de los humanos no tienen, o que ignoran que poseen. Intuye que tu sangre resultará sabrosa y dulce —la voz de Bill enronqueció al decir eso, y me hizo temblar—. Y eres preciosa. Ahora, incluso más que nunca. El no se da cuenta de que ya has tomado nuestra sangre tres veces.

—¿Sabías que Sombra Larga sangró sobre mí?

—Sí, lo vi.

—¿Hay algo mágico en lo de las tres veces?

Él rió, con esa risa oxidada y grave, que parecía retumbar bajo su pecho.

—No. Pero cuanta más sangre de vampiro bebas, más deseable te volverás para los de nuestra especie; y de hecho, para todos. ¡Y Desiree piensa que es un gran reserva! Me pregunto qué vampiro le contó eso.

—Alguno que quisiera meterse entre sus bragas —dije con sinceridad, provocando que él volviera a reírse. Adoraba escuchar su risa—. Con todo esto, ¿estás tratando de decirme que Eric me desea?

—Sí.

—¿Y qué le impide tomarme? Me dijiste que es más fuerte que tú.

—La cortesía y la tradición, entre otras cosas.

No bufé, pero poco me faltó.

—No lo desprecies. Nosotros, los vampiros, somos todos muy respetuosos con las tradiciones. Estamos obligados a convivir durante siglos.

—¿Algo más?

—No soy tan fuerte como Eric, pero no soy un vampiro novato. Podría herirlo de gravedad en una pelea. E incluso podría ganarle si tengo suerte.

—¿Algo más? —repetí.

—Tal vez —dijo Bill—, tú misma.

—¿Cómo?

—Si puedes serle valiosa de otro modo, puede que te deje en paz… Si comprende que es lo que deseas en realidad.

—Pero ¡es que no quiero resultarle valiosa! ¡No quiero volver a verlo en toda mi vida!

—Prometiste que lo ayudarías cuando te lo pidiese —me recordó Bill.

—Si entregaba el ladrón a la policía —repuse—. ¿Y qué hizo Eric? ¡Lo atravesó con una estaca!

—Con lo cual, posiblemente, te salvó la vida.

—Bueno, también yo le había encontrado a su ladrón.

—Sookie, no sabes nada del mundo.

Lo miré, sorprendida.

—Supongo que tienes razón.

—Estas cosas… no se compensan unas con otras —Bill miró hacia la oscuridad—. Incluso yo mismo pienso a veces que ya no entiendo casi nada —otra pausa lúgubre—. Sólo en otra ocasión había visto que un vampiro le clavase una estaca a otro; Eric está cruzando los límites de nuestra comunidad.

—Así que no es muy probable que vaya a respetar esas tradiciones con las que antes se te llenaba la boca…

—Puede que Pam logre mantenerlo dentro de esos límites.

—¿Qué es Pam para él?

—Él la hizo. Es decir, la convirtió en vampira, hace ya siglos. De vez en cuando, ella regresa junto a él y lo ayuda con lo que sea que él esté haciendo en ese momento. Eric siempre ha sido algo problemático, y cuanto más envejece, más malintencionado se vuelve —llamar malintencionado a Eric era, en mi opinión, quedarse muy corto.

—Así que se trata de un círculo vicioso —le dije.

Bill pareció estar considerando su respuesta.

—Me temo que sí —confirmó, con un deje de pesar en su voz—. A ti no te gusta asociarte con otros vampiros distintos a mí, y yo te estoy diciendo que no nos queda elección.

—¿Y todo este asunto de Desiree?

—Eric ha hecho que alguien la deje a mi puerta, con la esperanza de halagarme enviándome un bonito regalo. Además, era una forma de poner a prueba mi devoción hacia ti. Tal vez hubiera envenenado su sangre de alguna manera, de modo que me habría debilitado al tomarla. Quizá no fuera más que un intento de agrietar mis defensas —se encogió de hombros—. ¿Pensaste que tenía una cita?

—Sí —sentí que mi expresión se endurecía al recordar a Bill entrando en el bar con la chica.

—No estabas en casa, y tenía que localizarte —su tono no resultaba acusador, pero tampoco neutro.

—Trataba de ayudar a Jason «escuchando» a la gente. Y aún estaba triste por lo de anoche.

—¿Y ya estamos bien?

—No, pero esto es todo lo bien que podemos estar —respondí—. Supongo que quisiese a quien quisiese, las cosas no irían siempre sobre ruedas. Pero no había contado con obstáculos tan insalvables. Imagino que no hay modo de que puedas adelantar en la jerarquía a Eric, ya que el rango se establece por edad.

—No —explicó Bill—. Adelantarlo en la jerarquía no… —y, de repente, pareció pensativo—. Aunque podría hacer algo en esa línea. No es algo que me guste, va en contra de mi naturaleza, pero estaríamos más seguros.

Lo dejé pensar.

—Sí —dijo, poniendo fin a su larga meditación. No intentó explicármelo, y yo no hice preguntas—. Te quiero —añadió, como si eso fuera el trasfondo común a cualquier curso de acción que estuviera considerando. Su rostro se cernió sobre mí, luminoso y bello, en la penumbra.

—Yo siento lo mismo por ti —le dije, poniendo las manos sobre su pecho para no caer en la tentación—, pero ahora mismo tenemos tantas cosas en contra… Ayudaría mucho quitarnos a Eric de encima. Y hay otra cosa. Tenemos que detener esa investigación de los asesinatos. Así nos libraríamos de otro problema serio. Sobre el asesino recaen las muertes de tus amigos y las de Maudette y Dawn —hice una pausa para respirar hondo—. Y la de mi abuela —apreté los párpados para contener las lágrimas; me había acostumbrado a que la abuela no estuviera en casa cuando regresaba, y empezaba a adaptarme a no hablar ni poder compartir mis problemas con ella, pero de vez en cuando me asaltaba un sentimiento de tristeza tan intenso que me cortaba la respiración.

—¿Por qué crees que el mismo asesino es el responsable de que quemaran a los vampiros de Monroe?

—Creo que fue el asesino el que sembró esa idea, el que alentó ese espíritu de patrulla ciudadana en los hombres que estaban en el bar aquella noche. Creo que fue él quien marchó de grupo en grupo, incitando a la venganza. He pasado aquí toda mi vida y nunca había visto a la gente actuar de ese modo. Tiene que haber una razón para que esta vez sí lo hicieran.

—¿Los agitó? ¿Provocó el incendio?

—Eso creo.

—¿Y no has descubierto nada?

—No —tuve que admitir, apesadumbrada—. Pero eso no quiere decir que mañana tampoco consiga nada.

—Eres una optimista, Sookie.

—Sí, lo soy. Tengo que serlo.

Le acaricié la mejilla, considerando hasta qué punto había estado justificado mi optimismo desde que él entró en mi vida.

—Sigue «escuchando» si crees que puede servir de algo —me dijo—. De momento, yo probaré con otra cosa. Nos vemos mañana por la noche en tu casa, ¿te parece? Puede que… Bueno, mejor te lo explico entonces.

—Vale —sentía curiosidad, pero era obvio que Bill aún no estaba dispuesto a contármelo.

De camino a casa, mientras seguía las luces de posición de su coche hasta llegar a la entrada, pensaba en lo aterradoras que habrían resultado las últimas semanas si no hubiera contado con su presencia. Al desviarme de la carretera, deseé que Bill no hubiera decidido irse a su casa a realizar algunas llamadas de teléfono que consideraba necesarias. No se puede decir que las pocas noches que habíamos pasado separados hubiera estado encogida de miedo, pero sí que me había sentido sobresaltada y nerviosa. Siempre que me quedaba sola, dedicaba mucho tiempo a asegurarme de que las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas, y no estaba acostumbrada a vivir así. Me sentía desalentada al pensar en la noche que me esperaba.

Antes de salir del coche, eché un vistazo al jardín. Me alegré de haber dejado encendidas las farolas antes de salir. No se movía nada. Lo normal era que Tina se acercase corriendo a mí en cuanto me sentía regresar a casa, ansiosa por entrar y que le echara de comer; pero aquella noche debía de estar cazando en el bosque.

Separé la llave de la entrada de las del resto del llavero. Salí corriendo desde el coche hasta la puerta delantera, introduje y giré la llave en tiempo récord. Luego, di un portazo tras de mí y eché el cerrojo. Esa no era forma de vivir, pensé, sacudiendo la cabeza con desesperación. Y justo cuando terminaba de pensarlo, algo chocó contra la puerta con un golpe sordo. Solté un chillido antes de poder controlarme.

Corrí hacia el teléfono portátil, que estaba junto al sofá. Marqué el número de Bill mientras me apresuraba a bajar las persianas del salón. ¿Y si la línea estaba comunicando? ¡Bill había dicho que se iba a casa precisamente para llamar por teléfono!

Por suerte, escuchó el teléfono nada más entrar. Respondió casi sin aliento.

—¿Sí? —dijo. Siempre sonaba receloso.

—¡Bill —dije con dificultad—, hay alguien afuera!

Colgó el teléfono de inmediato; todo un vampiro de acción.

Se presentó allí en dos minutos. Lo vi llegar a través de una rendija de la persiana; salió de entre los árboles, moviéndose con una velocidad y un silencio que un humano jamás podría igualar. El alivio que sentí al verlo fue abrumador. Durante un segundo me sentí avergonzada de haberlo llamado para que viniera a rescatarme. Debería haberme encargado de la situación yo misma. Entonces me pregunté: «¿Por qué?». Cuando conoces a una criatura prácticamente invencible que asegura adorarte; alguien tan difícil de matar que podría considerarse inmortal; un ser de fuerza sobrehumana, es a él precisamente a quien tienes que llamar.

Bill examinó el jardín y la linde del bosque, desplazándose con una seguridad elegante y silenciosa. Finalmente, subió con agilidad los escalones del porche y se inclinó sobre algo que había allí en el suelo. El ángulo resultaba demasiado agudo y no pude ver de qué se trataba. Cuando volvió a erguirse llevaba algo entre las manos, y mostraba una apariencia absolutamente… inexpresiva.

Mala noticia.

Intranquila, me acerqué a la puerta delantera y descorrí el cerrojo. Aparté la contrapuerta de mosquitera.

Bill sostenía en sus manos el cuerpo de mi gata.

—¿Tina? —dije con voz temblorosa—. ¿Está muerta?

Bill asintió con un leve gesto de la cabeza.

—Pero… ¿cómo?

—Estrangulada, creo.

Sentí que me derrumbaba. Bill se mantuvo allí en pie, sosteniendo el cadáver, mientras yo lloraba a mares.

—No he llegado a plantar aquel roble —dije cuando empecé a calmarme—. Podríamos enterrarla en ese hoyo.

Nos dirigimos al jardín trasero; el pobre Bill, todavía sosteniendo a Tina y tratando de no parecer molesto; y yo, esforzándome por no perder los nervios de nuevo. Bill se arrodilló y depositó el pequeño bulto de pelo negro en el fondo del hueco que yo había excavado. Cogí la pala y comencé a taparlo, pero en cuanto vi cómo la tierra empezaba a cubrir a mi gata volví a sentirme destrozada. Sin decir palabra, Bill tomó la pala. Yo me volví de espaldas y él terminó la terrible tarea.

—Vamos adentro —sugirió con amabilidad cuando hubo acabado.

Entramos en casa por la puerta delantera, para lo cual tuvimos que dar un rodeo porque no había descorrido los cerrojos de detrás.

Bill me acarició y me reconfortó, aunque yo sabía que nunca le había gustado mucho Tina.

—Bendito seas, Bill —susurré. Lo abracé con fuerza, en un súbito ataque de pánico ante la idea de perderlo también a él. Cuando logré que los sollozos se redujeran a hipidos, lo miré, con la esperanza de no haberlo incomodado con aquel terremoto emocional.

Bill estaba furioso. Tenía la vista clavada en la pared que estaba detrás de mi espalda, y sus ojos centelleaban. Resultaba aterrador contemplarlo.

—¿Has encontrado algo en el jardín?

—No. Sólo rastros de su presencia: alguna huella, un olor que aún perduraba en el aire. Nada que pueda presentarse como prueba ante un tribunal —añadió, como si me estuviera leyendo el pensamiento.

—¿Te importaría quedarte conmigo hasta que tengas que… ocultarte del sol?

—No, claro que no —se me quedó mirando. Ya había pensado hacerlo de todas formas; tanto si yo quería como si no.

—Si aún necesitas llamar por teléfono, hazlo desde aquí, no me importa —que me facturasen a mí las llamadas, quería decir.

—Tengo una tarjeta telefónica —me dijo, sorprendiéndome una vez más. ¿Quién lo habría pensado?

Me lavé la cara y me tomé un comprimido de paracetamol antes de ponerme el camisón, en el día más triste desde que había muerto la abuela. Y, en cierto sentido, incluso más triste. Por supuesto que la muerte de una mascota no es comparable a la de un familiar; me reprendí a mí misma, pero eso no lograba reducir mi desconsuelo. Hice todos los razonamientos posibles y no llegué a ninguna conclusión, salvo el hecho de que había alimentado, cepillado y amado a Tina durante cuatro años. Iba a echarla mucho de menos.