9

Al día siguiente, a la caída del sol, me estaba terminando de arreglar. Bill me había avisado de que iría a alguna parte a alimentarse y, por poco que me gustase la idea, tuve que reconocer que aquello era lo más sensato que podía hacer. También había acertado al describir los efectos que produciría en mí el improvisado complemento vitamínico de la noche anterior. Me encontraba genial; rebosante de fuerza, en constante alerta, aguda e ingeniosa y, por extraño que parezca, preciosa.

¿Qué ropa podía ponerme para mantener mi propia entrevista con el vampiro? No quería que pareciera que intentaba resultar sexy, pero tampoco quería hacer el ridículo llevando un «saco de patatas» por atuendo. Como casi siempre, la mejor solución la ofrecían unos buenos vaqueros de color azul. Me puse unas sandalias blancas y una camiseta clara de cuello redondo. No había vuelto a usarla desde que empecé a salir con Bill porque dejaba al descubierto las marcas de los mordiscos, pero pensé que aquella noche no había mejor forma de reafirmar su «propiedad» sobre mí. Al recordar que la otra vez la policía me había revisado el cuello, decidí meter un pañuelo en el bolso. Y considerando la noche que tenía por delante, añadí también una gargantilla de plata. Me cepillé el pelo, que parecía al menos tres tonos más rubio de lo habitual, y lo dejé caer suelto sobre mi espalda.

Justo cuando ya no podía quitarme de la cabeza la imagen de Bill con otra persona, mi vampiro llamó a la puerta. Abrí, y nos quedamos mirándonos fijamente el uno al otro durante un largo minuto. Su boca tenía un color más intenso que de costumbre. Entonces, lo había hecho. Me mordí los labios para no decir nada.

—Sí que estás distinta.

—¿Crees que alguien más se dará cuenta? —esperaba que no.

—No lo sé —me ofreció su mano y caminamos hasta su coche. Me abrió la puerta y pasé bruscamente a su lado. Erguí la cabeza—. ¿Qué te pasa? —preguntó al advertir mi reacción.

—Nada —respondí, tratando de no elevar el tono. Me instalé en el asiento del copiloto y dirigí la mirada al frente.

Me dije que era como enfadarse con las vacas cada vez que él comiera una hamburguesa, lo que, por cierto, no era muy probable. Pero, por lo que fuera, el símil no acabó de tranquilizarme.

—Hueles diferente —le dije, cuando ya llevábamos varios minutos circulando por la carretera. Seguimos sin cruzar palabra un rato más.

—Ahora ya sabes lo que sentiré si Eric te toca —confesó, de repente—, aunque, en mi caso, será peor porque Eric disfrutará haciéndolo y yo no he disfrutado mucho de mi cena.

A mi humilde entender, aquello no era completamente cierto: yo siempre disfruto comiendo; cualquier cosa, aunque no se trate de mi plato favorito… Pero le agradecía la buena intención.

No hablamos mucho; los dos estábamos preocupados por lo que nos aguardaba. El camino hasta Shreveport no pudo hacérsenos más corto. Aparcamos en la parte trasera del bar. En cuanto Bill me abrió la puerta del coche tuve que reprimir el impulso de aferrarme al asiento y negarme a salir. Una vez conseguí ponerme en pie, tuve que combatir el intenso deseo de esconderme detrás de él. Ahogué un suspiro, me cogí de su brazo y caminamos juntos hacia la puerta, como una pareja que acude ilusionada a una fiesta. Bill me contempló con aprobación.

Reprimí las ganas de atravesarlo con la mirada.

Llamó a una puerta metálica sobre la que unas letras troqueladas informaban del nombre del bar: fangtasia. Nos encontrábamos en el callejón de servicio, una zona de carga y descarga que se extendía por detrás de todas las tiendas del pequeño centro comercial. Vimos más coches allí aparcados; entre ellos, un deportivo descapotable de color rojo, propiedad de Eric. Todos los vehículos eran de lujo.

Jamás verás a un vampiro al volante de un Ford Fiesta.

La llamada consistió en tres toques seguidos y dos más espaciados sobre la puerta. El santo y seña vampírico, supuse. A lo mejor por fin me enteraba del extraño procedimiento que utilizaban para saludarse. ¿Tendrían un «apretón de manos secreto»?

Nos abrió la espectacular vampira rubia que había estado sentada con Eric la noche en que visité por primera vez el bar. Se apartó para permitirnos el paso, sin decir palabra.

De haber sido humano, Bill se habría quejado de lo fuerte que yo le apretaba la mano.

De repente, aquella criatura nos precedía. Se había movido a más velocidad de la que mis ojos podían apreciar, y me dio un buen susto. Bill, como es natural, ni se inmutó. Nos guió a través de un almacén que presentaba un desconcertante parecido al del Merlotte's. Luego, nos adentramos en un estrecho pasillo y franqueamos la puerta de la derecha.

Allí estaba Eric, dominando con su presencia la pequeña estancia. Bill no llegó a arrodillarse para besarle el anillo, pero le dedicó una reverencia algo más que pronunciada. Había otro vampiro allí: Sombra Larga, el camarero. Desde luego, iba pidiendo guerra. Llevaba una minúscula camiseta de tirantes en verde botella y unos cortísimos —y ajustadísimos— pantalones deportivos a juego.

—Bill, Sookie —saludó Eric—. Ya conocéis a Sombra Larga. Sookie, supongo que recuerdas a Pam… —Pam era la rubia—. Y éste es Bruce.

Bruce era humano; el humano más aterrado que había visto en toda la vida, añadiría. Me conmovió enormemente. De mediana edad y bastante tripudo, empezaba a escasearle el pelo, que se le arremolinaba tercamente en oscuras ondas sobre el cuero cabelludo. Tenía la piel del rostro bastante flácida y la boca pequeña. Llevaba puesto un bonito traje beis, una camisa blanca y una corbata estampada en tonos ocres y azul marino. Sudando copiosamente, estaba sentado en una silla de líneas sencillas frente a Eric, que, como no podía ser de otra forma, ocupaba el puesto preferente. Junto a la puerta, Pam y Sombra Larga se apoyaban contra la pared, sometidos al escrutinio del jefe de los vampiros. Bill se colocó junto a ellos, y cuando iba a ponerme a su lado, Eric reclamó mi atención.

—Sookie, escucha a Bruce.

Me quedé mirando a Bruce un instante, esperando a que hablara, hasta que comprendí lo que Eric quería.

—¿Qué se supone que tengo que escuchar? —pregunté, consciente de la frialdad de mi voz.

—Alguien se ha apoderado de unos sesenta mil dólares que no le pertenecían —me explicó. «Por lo que sé, alguien tiene muchas ganas de morir», pensé—. Y antes de condenar a toda la plantilla humana a tortura o muerte, hemos pensado que tal vez tú podrías escudriñarles la mente y decirnos quién ha sido.

Dijo «tortura o muerte» con la misma serenidad con que yo preguntaba: «¿Budweiser o Heineken?».

—¿Y entonces qué haréis? —pregunté. Eric parecía sorprendido.

—El culpable nos devolverá el dinero —se limitó a decir.

—¿Y después?

Entornó sus grandes ojos azules y los clavó en mí.

—Bien, si conseguimos pruebas del delito, entregaremos al culpable a la policía —afirmó con elocuencia.

«Mentira cochina.»

—Vamos a hacer un trato, Eric —dije, sin molestarme en sonreír. Era inútil intentar coquetear un poco con él; distaba mucho de albergar algún deseo de follar conmigo. De momento.

Sonrió condescendiente.

—¿Y en qué consistiría, Sookie?

—Si de verdad entregas al culpable a la policía, haré esto mismo que me pides tantas veces como quieras —Eric alzó una ceja—. Sí, ya sé que es probable que tenga que hacerlo de todos modos… pero ¿no sería mejor si accediera de forma voluntaria, si pudiéramos confiar el uno en el otro? —empecé a sudar. No me podía creer que estuviera regateando con un vampiro.

Eric parecía estar considerando mi propuesta en serio. De improviso, pude adentrarme en su mente. Pensaba que podría obligarme a hacer lo que fuera, cuando y donde quisiera; bastaría con amenazar a Bill o a cualquiera de mis seres queridos. Pero quería integrarse, infringir la ley lo menos posible y mantener sus relaciones con los humanos dentro de un marco de normalidad, al menos, aparente. No quería matar a nadie si no era estrictamente necesario.

Me sentía como si me hubieran lanzado a un pozo de serpientes, frías y letales. Tan sólo fue un destello, una instantánea de su mente, por así decirlo; pero resultó esclarecedor.

—Además —me apresuré a decir antes de que se diera cuenta de que había tenido acceso a sus pensamientos—, ¿hasta qué punto estás seguro de que el ladrón es humano?

Pam y Sombra Larga se revolvieron, pero Eric inundaba la sala con su presencia y les obligaba a permanecer en su sitio.

—Muy interesante —dijo—. Pam y Sombra Larga son socios del bar, y si ninguno de los humanos resultara culpable, supongo que tendremos que mirar hacia ellos.

—Tan sólo era una idea —dije, sumisa. Eric me estudió con una mirada glacial, la de un ser que apenas recuerda que una vez fue humano.

—Empieza ahora, con este hombre —ordenó.

Me arrodillé delante de Bruce, tratando de decidir cómo proceder. Nunca había establecido un protocolo para algo que, básicamente, ocurría al azar. Tocarlo ayudaría; el contacto directo procuraba una transmisión más nítida, digamos. Le cogí la mano, pero me resultó demasiado íntimo —y la tenía empapada de sudor—, por lo que le subí la manga de la chaqueta para sostenerle la muñeca. Lo miré a sus pequeños ojos.

«Yo no cogí el dinero… ¿Quién habrá sido? ¿Qué imbécil descerebrado nos pondría a todos en semejante peligro? ¿Qué va a hacer Lillian si me matan? ¿Y Bobby y Heather? ¿Por qué me pondría a trabajar con vampiros? Ha sido pura avaricia, y ahora voy a pagarlo caro. Dios, nunca volveré a trabajar para estas bestias. ¿Cómo va a saber esta loca quién cogió el puto dinero? ¿Por qué no me suelta? ¿Qué es?, ¿otra vampira?, ¿o una especie de demonio? ¡Qué ojos más raros! Debería haber descubierto antes que faltaba dinero… No tenía que haberle dicho nada a Eric hasta enterarme de quién había sido…»

—¿Has cogido tú el dinero? —susurré, aunque estaba segura de que ya sabía la respuesta.

—No —gruñó Bruce. Tenía la cara bañada en sudor. Sus pensamientos y su reacción ante mi pregunta confirmaron lo que ya había «oído».

—¿Sabes quién fue?

—Qué más quisiera.

Me puse en pie y me volví a Eric sacudiendo la cabeza.

—No ha sido él —dije.

Pam escoltó al pobre Bruce afuera y regresó con el siguiente sospechoso.

Se trataba de una camarera ataviada con un vestido negro de largas mangas, cuyo escote dejaba poco a la imaginación. Llevaba el pelo teñido de rojo en una larga melena de corte desigual. Desde luego, trabajar en el Fangtasia tenía que ser un lujo para una «colmillera», y las cicatrices que lucía la chica en el cuello daban fe de lo mucho que aprovechaba sus incentivos laborales.

Se mostraba tan segura de sí misma como para dirigirle una sonrisa a Eric, y tan estúpida como para sentarse, despreocupada, en la silla de madera. Incluso cruzó las piernas a lo Sharon Stone —o eso debió de pensar ella—. Se sorprendió de ver a un vampiro desconocido y a una mujer en aquella habitación. Yo no le agradé, pero la presencia de Bill hizo que se relamiera.

—Hola, ricura —le dijo a Eric. Me quedó claro que no debía de tener mucha imaginación.

—Ginger, contesta a las preguntas de esta chica —respondió Eric. Su voz era como un muro de piedra, lisa e implacable.

Ginger pareció darse cuenta al fin de que la cosa era seria. Cruzó los tobillos y se sentó con las manos sobre el regazo, con cara circunspecta.

—Sí, amo —dijo. Pensé que iba a vomitar.

Me hizo un gesto imperioso con la mano, como si dijera: «Adelante, compañera de esclavitud, sirviente de los vampiros». Acerqué la mano a su muñeca, y me la retiró sin miramientos.

—No me toques —dijo, con una voz que era casi un siseo. Fue una reacción tan exagerada que los vampiros se pusieron en tensión. Noté que el ambiente de la sala se enrarecía por momentos.

—Pam, sujeta a Ginger —ordenó Eric. Sin hacer el menor ruido, la vampira apareció detrás de la silla; se inclinó y la sujetó con ambas manos. Resultó evidente que Ginger se resistía, porque agitó la cabeza, pero Pam sostuvo su torso en un abrazo que la dejaba inmóvil por completo. Mis dedos rodearon su muñeca.

—¿Cogiste tú el dinero? —pregunté, mirándola a sus ojos castaños, desprovistos de brillo.

Entonces gritó con fuerza durante un buen rato. Comenzó a maldecirme. Analicé el caos de su pequeño cerebro, era como tratar de caminar por entre los restos de un bombardeo.

—Sabe quién lo hizo —le dije a Eric. En ese momento, Ginger se calló, aunque seguía sollozando—. No puede decir el nombre —proseguí—. El la ha mordido —toqué las marcas del cuello de Ginger. ¡Cómo si fueran necesarias más pruebas!—. Parece que la estuviera coaccionando —añadí, después de intentarlo de nuevo—. Ni siquiera puede formar su imagen en la cabeza.

—Hipnosis —sentenció Pam. Su proximidad a la asustada chica había hecho que se le desplegaran los colmillos—. Un vampiro fuerte.

—Traed a su mejor amiga —sugerí.

Para entonces Ginger temblaba como una hoja mientras en su mente luchaban por abrirse paso los recuerdos comprometidos.

—¿Debe quedarse o irse? —me preguntó Pam directamente.

—Que se vaya. Sólo conseguirá asustar al resto.

Estaba tan metida en aquello, tan concentrada en utilizar mi extraña habilidad, que no miré a Bill ni una sola vez. Me daba la impresión de que, si lo miraba, me fallarían las fuerzas. Pero sabía que estaba allí, que ni él ni Sombra Larga se habían movido desde el comienzo de aquel interrogatorio.

Pam tiró de Ginger y se la llevó. No sé lo que haría con ella, pero regresó con otra camarera vestida con la misma clase de atuendo. Esta se llamaba Belinda, y era mayor y también más lista. Llevaba gafas; tenía el pelo castaño, y la forma más sexy de fruncir los labios que se pueda imaginar.

—Belinda, ¿a qué vampiro ha estado viendo Ginger? —preguntó Eric con suavidad, una vez estuvo sentada con la muñeca entre mis manos. La camarera tuvo el sentido común de aceptar con tranquilidad el procedimiento, y la inteligencia necesaria para darse cuenta de que mentir constituiría un error fatal.

—A cualquiera que se lo pidiera —dijo Belinda sin rodeos.

Vi una imagen en su mente, pero algo le impedía recordar el nombre.

—¿Cuál de los presentes? —pregunté de pronto. Entonces me llegó su nombre. Mis ojos lo buscaron antes de poder abrir la boca. De repente, Sombra Larga se abalanzó hacia delante. Saltó por encima de la silla en la que se sentaba Belinda y aterrizó sobre mí. Me derribó de espaldas sobre el escritorio de Eric, y si evité que sus dientes me desgarraran la garganta, fue porque me dio justo tiempo a subir los brazos. Me mordió con ferocidad en el antebrazo. Aullé, o al menos eso intenté, pero me quedaba tan poco aire después del impacto que no conseguí emitir más que un gemido ahogado.

Sólo era consciente del pesado cuerpo que me oprimía y del atroz dolor que sentía en el brazo. Y de mi pánico. Cuando me atacaron los Ratas no temí que me fueran a matar hasta que casi fue demasiado tarde. En esta ocasión, enseguida comprendí que Sombra Larga estaba dispuesto a matarme al instante, con tal de evitar que pronunciara su nombre. Entonces oí un ruido espantoso y noté que su cuerpo se apretaba aún con más fuerza contra el mío. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Pude ver sus ojos por encima de mi brazo. Eran de color castaño; grandes, dementes, glaciales… Y, de pronto, se apagaron. De su boca brotaba sangre; me estaba empapando el brazo, y me llenaba la boca y sentí arcadas. Aflojó la presión de los dientes y su cabeza se desplomó, inerte. Comenzó a arrugarse, sus ojos eran ahora dos globos viscosos. Mechones enteros de su espeso pelo negro caían sobre mi cara.

Estaba conmocionada, incapaz por completo de moverme. Unas manos me cogieron por los hombros y comenzaron a sacarme de debajo del cuerpo en descomposición. Me empujé con los pies para salir más rápido.

El proceso no desprendía ningún olor, pero sí una especie de mugre, negra y alargada. Sentí un horror y un asco infinito al ver a Sombra Larga desintegrarse a increíble velocidad. Una estaca le asomaba por la espalda. Eric lo estaba contemplando, como todos, pero él sostenía el mazo. Bill estaba detrás de mí, era el que me había sacado de aquella podredumbre en que se había convertido el cuerpo del vampiro. Pam se encontraba junto a la puerta, sosteniendo con una mano el brazo de Belinda. La camarera parecía tan petrificada como debía de estarlo yo.

Pero incluso aquella mugre se convertía en humo. Nos mantuvimos inmóviles hasta que desapareció la última voluta. En la alfombra quedó una especie de marca renegrida.

—Vas a tener que comprarte otra alfombra —dije, en un alarde de la más absoluta incoherencia. Sinceramente, ya no podía soportar más aquel silencio.

—Tienes sangre en la boca —señaló Eric. Los colmillos de todos ellos se habían desplegado en toda su extensión. Parecían estar bastante excitados.

—Me ha manchado de sangre.

—¿Se te ha colado algo por la garganta?

—Es probable. ¿Ocurre algo?

—Eso está por ver —dijo Pam, con voz siniestra y ronca. Estudiaba a Belinda de un modo que a mí me habría puesto muy nerviosa. Sin embargo, ella parecía sentirse orgullosa de tal atención—. Por lo general —añadió la vampira con los ojos clavados en los sensuales labios de Belinda—, somos nosotros los que bebemos de los humanos, no al revés.

Eric me contemplaba con interés, la misma clase de interés que tenía Pam por Belinda.

—¿Cómo ves ahora las cosas, Sookie? —preguntó con tal suavidad que nadie habría creído que acababa de ejecutar a un viejo amigo.

¿Qué cómo me parecían ahora las cosas? Más brillantes. Percibía los sonidos con mayor claridad y sentía que se me había aguzado el oído. Quería girarme para mirar a Bill, pero me daba miedo apartar los ojos de Eric.

—Bueno, supongo que Bill y yo ya nos vamos —dije, como si no fuera posible otra cosa—. He cumplido mi palabra, Eric; y ahora tenemos que irnos. Nada de represalias contra Ginger, Belinda y Bruce, ¿vale? Eso es lo acordado —comencé a dirigirme hacia la puerta con una seguridad que estaba lejos de sentir—. Supongo que tendrás que echarle un vistazo al bar, ¿no? ¿Quién está sirviendo las copas esta noche?

—Tenemos un sustituto —dijo Eric, con aire distraído, sin apartar la mirada de mi cuello—. Hueles diferente, Sookie —murmuró, acercándose un paso.

—Bueno, recuerda que tenemos un trato, Eric —le dije, forzando una amplia sonrisa y un tono animoso—. Bill y yo nos vamos a casa, ¿verdad? —aventuré una mirada atrás, hacia Bill. Se me cayó el alma a los pies. Tenía los ojos abiertos de par en par y los labios extendidos hacia atrás en una especie de sonrisa que dejaba a la vista sus colmillos desplegados. Parecía emitir un silencioso gruñido. Sus pupilas estaban muy dilatadas… y miraba a Eric sin parpadear.

—Pam, déjanos pasar —dije con suavidad pero con tono firme. Cuando Pam se distrajo de su propia sed de sangre, evaluó la situación con un solo vistazo. Abrió de par en par la puerta del despacho y empujó a Belinda a través de ella. Luego, se echó a un lado para dejarnos salir—. Llama a Ginger —sugerí. El sentido de mis palabras penetró su mente, cegada por el deseo.

—Ginger —llamó con voz ronca. La camarera apareció corriendo desde otra de las puertas del pasillo—. Eric te desea —le explicó.

El rostro de Ginger se iluminó como si fuera a tener una cita con el mismísimo David Duchovny. Se plantó en la sala y comenzó a frotarse contra Eric casi con la misma velocidad con la que lo hubiera hecho un vampiro. Como si se hubiera despertado de un hechizo, Eric bajó la mirada hacia Ginger mientras ella recorría su pecho con las manos. Mientras se inclinaba para besar a la camarera, me miró por encima de ella.

—Ya nos veremos —dijo, y yo tiré de Bill para salir de allí cuanto antes. El no quería irse, era como empujar un tronco. Cuando alcanzamos el pasillo, pareció ser más consciente de la necesidad de largarnos de allí, y llegamos a toda velocidad hasta su coche.

Me miré. Estaba manchada de sangre y con la ropa arrugada. Además, olía raro. «¡Menudo asco!» Me volví hacia Bill para compartir mi repugnancia, pero él me miraba con un ansia inconfundible.

—Ni lo sueñes —dije, enérgica—. Arranca el coche y sácame de aquí antes de que suceda nada más, Bill Compton. Te lo digo así de claro. No estoy de humor.

Se inclinó sobre el asiento y empezó a manosearme antes de que pudiera decir nada más. Apretó su boca contra la mía, y en apenas un segundo comenzó a lamer la sangre de mi cara.

Estaba muy asustada, y también muy furiosa. Lo agarré de las orejas y alejé su cabeza de la mía recurriendo hasta al último gramo de fuerza que me quedaba en el cuerpo, que resultó ser más de lo que yo pensaba.

Sus ojos seguían siendo como cavernas con fantasmas acechando en sus profundidades.

—¡Bill! —le grité. Lo sacudí—. ¡Espabila! —poco a poco, el Bill que yo conocía volvió a asomarse a aquellos ojos. Se estremeció y soltó un suspiro. Con suavidad, me besó en los labios.

—Vale, ¿podemos irnos ya a casa? —pregunté, avergonzada de que me temblara la voz.

—Claro —dijo. El tampoco tenía un tono muy firme.

—¿Ha sido como cuando los tiburones huelen la sangre? —le pregunté, tras quince minutos de trayecto silencioso, ya casi fuera de Shreveport.

—Buena analogía.

No sentía ninguna necesidad de disculparse; había hecho lo que dictaba la naturaleza, al menos la de los vampiros; y no iba a molestarse en ello. Pero a mí sí que me habría gustado oír una disculpa.

—Entonces, ¿estoy metida en un lío? —pregunté, al final. Eran las dos de la mañana y descubrí que el tema no me preocupaba tanto como debería.

—Eric te tomará la palabra —respondió Bill—. En cuanto a si te dejará en paz en el sentido personal, no lo sé. Sólo quisiera… —pero su voz se desvaneció. Era la primera vez que oía a Bill expresar un deseo.

—Sesenta mil dólares no debe de ser mucho dinero para un vampiro, me imagino —observé—. Parece que estáis todos forrados.

—Pero es que los vampiros roban a sus víctimas —dijo Bill con tono práctico—. Al principio, cogemos el dinero del cadáver. Después, cuando tenemos más experiencia, podemos ejercer el control suficiente como para persuadir a un humano de que nos ceda amablemente su dinero, y después olvide que lo ha hecho. Algunos contratan administradores, otros se meten en el mercado inmobiliario y los hay que viven de los intereses de sus inversiones. Eric y Pam montaron juntos el Fangtasia. El aportó la mayoría del capital, y Pam puso el resto. Conocían a Sombra Larga desde hace cien años, y lo contrataron para que fuera el camarero. Él los ha traicionado.

—¿Y para qué iba a robarles?

—Alguna iniciativa empresarial para la que necesitara el capital… —explicó Bill, distraído—. Estaba bastante integrado; por lo que no podía recurrir a matar al director de un banco después de haberlo hipnotizado y persuadido para que le entregara el dinero. Así que lo cogió de Eric.

—Pero ¿Eric no se lo habría prestado?

—Si Sombra Larga no hubiera sido demasiado orgulloso para pedírselo, sí —respondió Bill.

Nos quedamos un buen rato en silencio. Por último, dije:

—Siempre había pensado que los vampiros eran más listos que los humanos… pero no es así, ¿eh?

—No siempre —matizó.

Cuando alcanzamos las afueras de Bon Temps, le pedí a Bill que me dejara en casa. Me miró de reojo, pero no dijo nada. Puede que, después de todo, los vampiros sí fueran más listos que los humanos.