8

Estábamos juntos de nuevo. Todas mis dudas habían quedado, al menos temporalmente, disipadas por el miedo que sentí al pensar que podía haberlo perdido. Bill y yo nos enfrascamos en una inquietante rutina.

Si me tocaba hacer el turno de noche, me dirigía a casa de Bill en cuanto acababa de trabajar, y solía pasar allí el resto de la noche. Si no, era Bill el que se venía a casa después del ocaso y veíamos la tele, nos íbamos al cine o jugábamos al Scrabble. Para evitar sentirme débil y desganada, me veía obligada a tomar un descanso de todo este trajín cada tres noches. Si pese a todo, decidíamos pasar la jornada de descanso juntos, Bill tenía que abstenerse de morderme. Y siempre existía el peligro de que si él se alimentaba demasiado de mí… Así que me atiborré a vitaminas y complementos de hierro hasta que Bill empezó a quejarse del sabor. Entonces reduje las dosis de hierro.

Mientras yo dormía por las noches, Bill se dedicaba a otros menesteres. A veces, leía; otras, hacía incursiones nocturnas; y, en ocasiones, salía a arreglarme el jardín a la luz de las farolas.

Si se alimentaba de alguien más, lo mantenía en secreto y lo hacía lejos de Bon Temps, como yo le había rogado.

Digo que nuestra rutina resultaba inquietante porque tenía la impresión de que aguardábamos algo. El incendio del nido de Monroe había enfurecido y —en mi humilde opinión— asustado a Bill. Debía de resultarle mortificante ser tan poderoso cuando estaba despierto y tan indefenso cuando dormía.

Ambos nos preguntábamos si el sentimiento de rechazo a los vampiros entre los miembros de nuestra comunidad amainaría ahora que los más problemáticos estaban muertos.

Aunque Bill nunca se refería a ello de modo explícito, yo sabía, por el curso que tomaban nuestras conversaciones de vez en cuando, que le preocupaba mi seguridad porque el asesino de Dawn, Maudette y mi abuela aún andaba suelto.

Si los hombres de Bon Temps y las ciudades colindantes pensaron que al quemar a los vampiros de Monroe se estaban vengando de aquellos asesinatos, se equivocaron. Los informes de las autopsias a las tres víctimas finalmente probaron que su caudal sanguíneo estaba intacto en el momento de su muerte. Además, las marcas de mordiscos halladas en los cuerpos de Maudette y Dawn no sólo parecían antiguas, sino que quedó confirmado que lo eran. La autopsia reveló que la causa de todas y cada una de aquellas muertes había sido el estrangulamiento. Maudette y Dawn habían mantenido relaciones sexuales antes de morir. Y después, también.

Arlene, Charlsie y yo poníamos mucho cuidado al salir al aparcamiento solas; siempre comprobábamos que la cerradura de nuestras casas estuviera intacta antes de entrar, y nos fijábamos en los coches que circulaban cerca de los nuestros en la carretera. Pero resultaba complicado mantener esas precauciones, desquiciaba los nervios, y no me cupo duda de que, pronto, las tres nos relajaríamos y retomaríamos nuestros despreocupados hábitos. Puede que esto estuviera más justificado en el caso de Arlene o de Charlsie, que compartían casa con más gente, a diferencia de las dos primeras víctimas; Arlene vivía con sus hijos —y con Rene Lenier, a intervalos irregulares— y Charlsie con su marido, Ralph.

La única que vivía sola era yo.

Jason se pasaba por el bar casi a diario, y siempre se aseguraba de pasar un rato conmigo. Me di cuenta de que trataba de reparar la brecha que había entre nosotros, y puse cuanto pude de mi parte. Pero cada día bebía más, y por su cama desfilaban más mujeres que por un baño público. Sin embargo, parecía albergar sentimientos sinceros por Liz Barrett. Nos pusimos de acuerdo para resolver el asunto de las herencias de la abuela y del tío Bartlett, aunque esto último le incumbía más a él que a mí: el tío Bartlett le había legado todo a Jason, a excepción del dinero que doné al centro local de salud mental.

Una noche en la que se había tomado una cerveza de más, Jason me confesó que había tenido que volver otras dos veces a la comisaría, y que lo estaban volviendo loco. Al final, había hablado con Sid Matt Lancaster, que le había aconsejado que no volviera a personarse allí si no era en su compañía.

—¿Por qué siguen acosándote? —le pregunté—. Tiene que haber algo que no me hayas contado. Andy Bellefleur no ha estado investigando a nadie más, y los dos sabemos que ni Dawn ni Maudette eran muy exquisitas eligiendo compañeros de cama.

Jason parecía terriblemente avergonzado. Nunca había visto a mi precioso hermano mayor sonrojarse de tal modo.

—Películas —musitó.

Me acerqué para asegurarme de que había oído bien.

—¿Películas? —pregunté, incrédula.

—Shhh —susurró entre dientes, con aire de absoluta culpabilidad—. Hacíamos películas.

Supongo que me sentí tan avergonzada como él. Las hermanas y los hermanos no tienen por qué compartirlo todo.

—Les diste una copia… —insinué tímidamente, tratando de calcular hasta qué punto habría llegado su estupidez.

El miró en otra dirección, mientras el azul brumoso de sus ojos se empañaba con el brillo de las lágrimas. Muy romántico.

—Eres bobo —le dije—. Incluso descartando la posibilidad de que todo esto saliera a la luz de esta forma, ¿no se te ocurrió plantearte lo que sucedería cuando decidieses casarte? ¿Y si uno de tus antiguos ligues decidiera enviarle una copia de vuestro pequeño tango a tu futura esposa?

—Gracias por hacer leña del árbol caído, hermanita.

Respiré hondo.

—Vale, vale. Ya has dejado de grabar vídeos, ¿no? —asintió con énfasis. No lo creí.

—Y se lo habrás contado a Sid Matt, ¿verdad? —asintió con menos firmeza.

—¿Y crees que ésa es la razón por la que Andy no te deja en paz?

—Sí —contestó Jason, taciturno.

—Entonces, si comprueban tu semen y no coincide con el hallado dentro del cuerpo de Maudette y de Dawn, problema resuelto —en ese momento mi actitud era tan sospechosa como la de mi hermano. Nunca antes habíamos hablado de muestras de semen.

—Eso es lo que dice Sid Matt, pero no me fío de esos análisis.

Genial. El espabilado de mi hermanito no depositaba ninguna confianza en la evidencia científica más fiable que podía presentarse ante un tribunal.

—¿Crees que Andy va a falsificar los resultados?

—No, no es por Andy. El sólo hace su trabajo. Es que no sé nada del rollo ese del ADN.

—Pero mira que eres bobo —le dije, y me alejé para llevarles otra jarra de cerveza a cuatro chavales de Ruston, estudiantes universitarios que intentaban correrse una juerga en aquel confín del mundo. Sólo me restaba esperar que Sid Matt Lancaster tuviese el don de la persuasión.

Jason se dirigió a mí una vez más antes de abandonar el Merlotte's.

—¿Podrías ayudarme? —me preguntó, con una expresión muy poco habitual en él. Me había llamado a su mesa cuando su cita de esa noche se fue al servicio.

Era la primera vez que mi hermano me pedía ayuda.

—¿Cómo?

—¿No podrías leerle la mente a los hombres que vienen por aquí y descubrir si uno de ellos lo hizo?

—Eso no es tan sencillo como parece, Jason —le contesté muy despacio, sopesándolo mientras hablaba—. Para empezar, ese hombre tendría que estar pensando en su crimen mientras estuviera aquí sentado, en el momento exacto en que yo lo estuviera escuchando. Además, no siempre me llegan pensamientos bien definidos. Con alguna gente es como escuchar la radio, puedo oír hasta el más mínimo detalle; pero con otros, sólo percibo una amalgama de sensaciones sin verbalizar; es como oír a alguien hablar en sueños, ¿lo entiendes? Escuchas su voz, distingues si están tristes o contentos, pero no llegas a identificar las palabras exactas que han pronunciado. Y luego, en algunas ocasiones, oigo un pensamiento, pero no logro rastrearlo hasta su origen si hay demasiada gente en el local.

Jason me miraba sin parpadear. Era la primera vez que abordábamos el tema de mi tara sin rodeos.

—¿Cómo haces para no volverte loca? —me preguntó, sacudiendo la cabeza asombrado.

Estaba a punto de intentar explicarle el procedimiento con el que conseguía protegerme y mantener la guardia, cuando vi que Liz Barrett regresaba a la mesa, con los labios recién pintados y muy esponjada. Entonces, asistí a la metamorfosis de Jason para recuperar su magistral interpretación de Casanova. Empezaba a encasillarse. Me hubiera gustado hablar un poco más con mi hermano a solas.

Más tarde, mientras los empleados nos preparábamos para marcharnos a casa, Arlene me pidió que le cuidara a los niños a la noche siguiente. Las dos teníamos el día libre, y ella quería ir con Rene a Shreveport para ver una película y cenar por ahí después.

—¡Claro! —le dije—. Hace mucho que no me quedo con los niños.

De repente se le demudó el rostro. Se volvió un poco hacia mí; fue a decir algo pero se lo pensó dos veces, y por fin, se decidió:

—¿Estará…, eh…, va a estar Bill por allí?

—Sí, teníamos pensado ver una peli. Iba a pasarme mañana por la mañana por el videoclub, pero cogeré algo que puedan ver los crios —de golpe, me di cuenta de por dónde iban los tiros—. Un momento, ¿insinúas que no vas a dejarme a los niños si Bill va a estar en casa? —noté cómo entrecerraba los ojos hasta mirarla a través de dos rendijas. La frecuencia de mi voz había caído hasta su registro de furia asesina.

—Sookie —dijo, con impotencia—, cielo, te quiero mucho. Pero no puedes entenderlo, tú no eres madre. No puedo dejar a mis hijos con un vampiro. Sencillamente, no puedo.

—¿Y te da igual que yo, que también adoro a tus hijos, vaya a estar allí? ¿O que Bill sea incapaz de tocarle un pelo a un niño por nada de este mundo? —me colgué el bolso al hombro y salí a grandes zancadas por la puerta trasera, dejando allí a Arlene con aspecto desolado. ¡No se merecía otra cosa, jolín!

Cuando tomé el desvío a casa ya estaba un poco más calmada, pero todavía no se me había pasado el cabreo. Me sentía preocupada por Jason, mosqueada con Arlene y distante de modo casi permanente con Sam, que llevaba unos días actuando como si fuéramos simples conocidos. Me debatí entre ir a mi casa o a la de Bill, y me decidí por la primera opción.

El hecho de que él estuviera a la puerta de mi casa quince minutos más tarde de la hora a la que me esperaba en la suya, da muestra de lo mucho que Bill se preocupaba por mí.

—No has ido… y tampoco has llamado —dijo en voz baja cuando abrí la puerta.

—Estoy de mal humor —respondí—. Más bien, pésimo.

Muy sabiamente, mantuvo las distancias.

—Siento haberte preocupado —le dije, al poco—. No volveré a hacerlo —me alejé de él en dirección a la cocina. Vino detrás de mí, o al menos supuse que lo hacía. Era tan silencioso que no podías estar segura hasta que lo veías.

Se apoyó contra el marco de la puerta mientras yo permanecía en el medio de la cocina, preguntándome para qué habría ido allí y sintiendo que la furia me invadía. Estaba hasta las narices de todo. Tenía muchas ganas de tirar algo, de hacer añicos cualquier cosa… pero no me habían educado para que acabara cediendo a ese tipo de impulsos destructivos. Me contuve, cerrando con fuerza los párpados y apretando los puños.

—Voy a cavar un hoyo —dije, y salí por la puerta de atrás. Abrí la puerta del cobertizo, cogí la pala y me lancé en tromba a la parte posterior del jardín. Allí había una parcela de tierra en la que nunca crecía nada, no sé por qué. Hundí la herramienta en la tierra, empujé con el pie y saqué una buena palada. Me entregué a esta tarea mientras el montón de tierra se hacía cada vez más alto y más profundo el agujero.

—Tengo unos brazos y un juego de hombros muy resistentes —dije jadeando, mientras paraba para descansar un poco apoyándome en la pala.

Bill estaba sentado en una silla del jardín, contemplando la escena. No dijo ni media palabra.

Seguí cavando.

Al final, conseguí un agujero verdaderamente hermoso.

—¿Vas a enterrar algo? —preguntó Bill cuando dedujo que ya debía de haber acabado.

—No —contemplé la cavidad—. Voy a plantar un árbol.

—¿Cuál?

—Un roble —dije, sin pensarlo.

—¿Y de dónde lo vas a sacar?

—Pues del vivero. Iré a por él esta semana.

—Tardan mucho en crecer.

—¿Y a ti que más te da? —le espeté. Volví a dejar la pala en el cobertizo y me apoyé en la pared, completamente exhausta.

Bill hizo amago de recogerme.

—¡Soy una mujer adulta! —rugí—. ¡Y puedo entrar en casa yo sólita!

—¿Te he hecho algo? —preguntó Bill. Su voz no resultó nada tierna y eso me devolvió a la realidad. Ya me había recreado bastante en mis miserias.

—Lo siento —le dije—, otra vez.

—¿Se puede saber qué te ha enfurecido tanto?

No podía contarle lo de Arlene.

—Bill, ¿tú qué haces cuando estás furioso?

—Hago astillas un árbol —contestó—. A veces hiero a alguien.

Al lado de eso, cavar un agujero parecía bastante inofensivo; hasta podía considerarse algo constructivo. Todavía estaba tensa. Ya no sentía la pulsión de la furia haciendo que la sangre me ardiera en las venas; sólo era una especie de zumbido apagado que, de todas formas, necesitaba descargar. Miré a mi alrededor en busca de una víctima propiciatoria. Bill demostró tener ojo clínico para interpretar correctamente los síntomas.

—Haz el amor —sugirió—. Haz el amor conmigo.

—No estoy de humor para eso.

—Deja que intente persuadirte.

Y resulta que lo consiguió.

Al menos sirvió para deshacerme del exceso de energía que me invadía, pero aún sentía un residuo de tristeza que el sexo no podía curar. Arlene había herido mis sentimientos. Miré al vacío mientras Bill me trenzaba el pelo, pasatiempo que al parecer encontraba arrobador.

De vez en cuando me sentía como si fuera su muñeca.

—Jason ha estado esta noche en el bar —le dije.

—¿Y qué quería?

A veces Bill se pasaba de listo. Aunque siempre acertaba.

—Solicitar que ponga en práctica mis poderes mentales. Quiere que me meta en las mentes de los hombres que vienen al bar hasta encontrar al asesino.

—Salvo por una docena de inconveniencias, no es tan mala idea.

—¿Tú crees?

—Tanto tu hermano como yo quedaríamos libres de toda sospecha si el asesino estuviera entre rejas. Y ya no correrías peligro.

—Tienes razón, pero no sé cómo enfrentarme a ello. Sería duro, doloroso y aburrido tener que vadear toneladas de información tratando de encontrar un minúsculo detalle, una ráfaga de pensamiento.

—No más doloroso ni más duro que ser sospechoso de asesinato. Lo que pasa es que te has acostumbrado a bloquear tu don.

—¿Eso crees? —comencé a volverme para mirarle a la cara, pero Bill me retuvo para poder acabar la trenza. Jamás había pensado que mantenerme fuera de la mente de los demás pudiera considerarse un acto egoísta, pero en esta ocasión tal vez lo fuera. Tendría que invadir parcelas muy íntimas—. Como un detective —murmuré, tratando de reflejarme en un espejo más amable que el de una simple entrometida.

—Sookie —dijo Bill, y su tono apremiante me obligó a prestar atención—, Eric me ha pedido que vuelva a llevarte a Shreveport.

Me llevó un par de segundos recordar quién era Eric.

—Ah, ¿Eric el vampiro vikingo?

—El vampiro venerable —corrigió Bill.

—¿Quieres decir que te ha ordenado que me lleves? —no me gustaba nada cómo sonaba aquello. Había permanecido sentada al borde de la cama, con Bill detrás, todo ese tiempo, pero ahora me giré para mirarlo a la cara. Esta vez no hizo nada por impedirlo. Lo observé detenidamente, encontrando en su expresión algo que jamás había visto—. Tienes que hacerlo —solté, horrorizada. No podía imaginarme a nadie dándole a Bill una orden—. Pero cariño, yo no quiero ir a verlo.

Estaba claro que mi opinión no suponía diferencia alguna.

—Pero ¿quién se supone que es, «el Padrino» de los vampiros? —pregunté furiosa e incrédula—. ¿Es que te ha hecho una oferta que no has podido rechazar?

—Es mayor que yo. Y siendo objetivos, bastante más fuerte.

—Nadie es más fuerte que tú —afirmé, categórica.

—Ojalá fuera así.

—¿Así que es una especie de Capitán General de la Décima Región Vampírica o algo así?

—Sí, más o menos.

Bill nunca había soltado prenda sobre cómo organizaban los vampiros sus asuntos. Hasta el momento, eso no había supuesto ningún problema para mí.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Qué pasa si no voy?

Bill esquivó la primera pregunta.

—Enviará a alguien, a unos cuantos, a buscarte.

—Otros vampiros.

—Sí —los ojos de Bill se tornaron opacos. Pude apreciar su brillante iris castaño.

Traté de pensar en ello con detenimiento. No estaba acostumbrada a que me dieran órdenes, ni a no tener ninguna elección. A mi torpe mente le llevó varios minutos evaluar la situación.

—Entonces, ¿te sentirías obligado a luchar contra ellos?

—Por supuesto. Eres mía.

Ahí estaba el «mía» otra vez. Parecía que lo decía en serio. Me dieron ganas de ponerme a protestar, pero sabía que no iba a servirme de nada.

—Supongo que no me queda otra —dije, tratando de no sonar cortante—. Pero es un chantaje en toda regla.

—Sookie, los vampiros no son como los humanos. Eric se limita a emplear el mejor medio de conseguir su objetivo, que es llevarte a Shreveport. No ha necesitado explicarme las posibles consecuencias de negarme, se da todo por sobreentendido.

—Bueno, yo ahora también lo entiendo, pero lo detesto. ¡Estoy entre la espada y la pared! Además, ¿qué quiere de mí? —acudió a mi mente una respuesta obvia, y miré a Bill, aterrada—. ¡No, eso sí que no!

—No va a acostarse contigo ni a morderte; no sin antes matarme a mí —el luminoso rostro de Bill perdió todo vestigio de familiaridad para tornarse completamente ajeno.

—Y él lo sabe —aventuré—, así que debe de haber algún otro motivo para que me quiera en Shreveport.

—Sí —convino Bill—, pero no sé cuál.

—Bueno, si no tiene que ver con mi irresistible presencia o con la rara exquisitez de mi sangre, debe de tratarse de mi… pequeña rareza.

—Tu don.

—Claro —repuse, sarcástica—. Mi precioso don —toda la furia que pensé que ya me había quitado de encima regresó para aplastarme con la fuerza de un gorila macho de unos doscientos kilos, bastante cabreado. Y además, estaba muerta de miedo. Me pregunté cómo se sentiría Bill; pero me daba pánico preguntárselo.

—¿Cuándo? —pregunté en su lugar.

—Mañana por la noche.

—Supongo que éstos son los inconvenientes de tener una relación tan poco convencional —por encima de su hombro podía ver el diseño que mi abuela había escogido diez años atrás para recubrir las paredes de la estancia. Me prometí que si salía viva de aquélla, volvería a empapelar la casa.

—Te quiero —su voz no era más que un susurro.

Aquello no era culpa suya.

—Yo también —le dije. Tuve que contenerme para no rogarle: «Por favor, no dejes que el vampiro malo me haga daño; no dejes que me viole». Si mi situación era comprometida, la de Bill lo era el doble. No podía ni empezar a imaginarme el autocontrol que debía de estar empleando. A no ser que de verdad estuviera tranquilo. ¿Podía un vampiro enfrentarse al dolor y a ese tipo de impotencia sin sufrir ningún tipo de cataclismo interior?

Escudriñé su rostro de líneas puras y piel blanca, que me era ya tan familiar; los oscuros arcos de sus cejas y el soberbio perfil de su nariz. Me fijé en que sus colmillos asomaban levemente; yo sabía que la rabia y la lujuria hacían que se desplegaran por completo.

—Esta noche —dijo—, Sookie… —con las manos me indicó que me tumbara junto a él.

—¿Qué?

—Creo que esta noche deberías beber de mí.

Puse cara de asco.

—¡Uggh! ¿No necesitas reservar todas tus fuerzas para mañana por la noche? Ahora no estoy herida.

—¿Cómo te has sentido desde que bebiste de mí, desde que puse mi sangre en tu interior?

Reflexioné antes de contestar.

—Bien —admití.

—¿Has estado enferma?

—No, pero es que casi nunca lo estoy.

—¿Has notado algún aumento de energía?

—¡Sólo cuando no me la chupas tú! —dije con acidez, pero noté que mis labios se curvaban hacia arriba dibujando una incipiente sonrisa.

—¿Te sientes más fuerte?

—Pues… supongo que sí —por primera vez caí en la cuenta de lo extraordinario que resultaba haber cargado yo sola con una butaca nueva la semana anterior.

—¿Te ha sido más fácil controlar tu poder?

—Sí, eso sí que lo he notado —lo había achacado a una mayor relajación.

—Si bebes de mí esta noche, mañana tendrás más recursos.

—Pero tú estarás más débil.

—Si no tomas mucho, podré recuperarme durante el día mientras duermo. Y puede que mañana tenga que buscar a alguien más de quien beber, antes de que salgamos para allá.

Mi rostro reflejó dolor. Sospechar que lo hacía y saberlo eran dos cosas muy diferentes.

—Sookie, es por nosotros. Nada de sexo con otras personas, te lo prometo.

—¿De verdad crees que todo esto es necesario?

—Puede que lo sea. Como mínimo es útil, y eso ya es mucho.

—Venga, vale. ¿Qué hay que hacer? —sólo conservaba recuerdos muy difusos de la noche de la paliza, de lo cual me alegraba mucho.

Me miraba con curiosidad. Tuve la vaga impresión de que la situación le hacía gracia.

—¿No te excita, Sookie?

—¿El qué? ¿Beber tu sangre? Discúlpame, pero no me pone nada.

Sacudió la cabeza como si no pudiera entenderlo.

—Me había olvidado —se limitó a decir—, me olvido a veces de que no somos iguales. ¿Qué será: cuello, muñeca o ingle?

—Ingle no —me apresuré a decir—. No sé, Bill, ¡qué asco! Lo que sea.

—Cuello —dijo él—. Ponte encima de mí, Sookie.

—Eso es como el sexo.

—Es la forma más fácil.

Me puse a horcajadas sobre él y fui acercándome poco a poco. Resultaba muy extraño; era una postura que tan sólo usábamos para hacer el amor.

—Muerde, Sookie —susurró.

—¡No puedo! —exclamé.

—Muerde o tendré que coger un cuchillo.

—Mis dientes no son tan afilados como los tuyos.

—Créeme, lo serán más que suficiente.

—Te voy a hacer daño.

Se rió en silencio; sentí que su pecho se agitaba debajo de mí.

—Maldita sea —respiré muy hondo, me armé de valor y le mordí el cuello. Apreté con todas mis fuerzas porque no tenía sentido alargar aquello. Saboreé el gusto metálico de la sangre. Bill gimió suavemente y sus manos acariciaron mi espalda y se deslizaron más abajo. Sus dedos me encontraron.

Di un respingo de sorpresa.

—Bebe —dijo con la voz ronca, y yo aspiré con fuerza. Volvió a gemir, más alto, más profundo; y sentí que se apretaba contra mí. Me invadió una suerte de locura y me aferré a él como una lapa. Me penetró y comenzó a moverse. Sus manos se clavaron en mis caderas. Bebí y tuve visiones; visiones de cuerpos blancos sobre fondo negro. Figuras que se elevaban del suelo con un solo anhelo; la emoción de la persecución a través del bosque, los jadeos de la presa, su excitante miedo… La caza, el resonar de las atropelladas pisadas, el febril palpitar de la sangre en las venas del fugitivo…

Bill emitió un sonido estrangulado y se descargó en mi interior. Aparté la cabeza de su cuello y una corriente de voluptuosidad me arrastró hasta el océano.

Para estarle ocurriendo a una camarera telépata del norte de Luisiana, no estaba nada mal.