7

Al día siguiente por la noche, Bill y yo mantuvimos una conversación muy inquietante. Tumbados en su cama, de enormes dimensiones y cabecera tallada, descansábamos sobre un flamante colchón de látex recién estrenado. Las sábanas tenían un estampado floral, como el papel que recubría las paredes, y recuerdo haberme preguntado si le gustaría tener flores impresas por todas partes porque no podía verlas al natural, por lo menos del único modo en que los colores pueden apreciarse… A la luz del sol.

Bill yacía de costado, mirándome. Habíamos ido al cine; a él le chiflaban las películas de alienígenas, quizá porque se identificaba con aquellas criaturas de otros planetas. La que habíamos visto esa noche resultó ser un auténtico bodrio de disparos y efectos especiales, en el que se presentaba a casi todos los extraterrestres como bestias horrendas, espeluznantes y sedientas de sangre. Bill se había pasado toda la cena y todo el trayecto de vuelta a casa echando pestes al respecto, así que me alegré cuando me invitó a probar la nueva cama.

Era la primera en dormir allí con él.

Me estaba mirando como le gustaba hacerlo, por lo que parecía. A lo mejor me estaba escuchando los latidos del corazón, ya que él podía oír sonidos que yo no distinguía; o tal vez estuviera contemplando la palpitación de mis venas, porque también podía ver cosas que el ojo humano no captaba. Nuestra conversación había ido derivando del comentario sobre la película que acabábamos de ver a las cercanas elecciones a los órganos de gobierno de la parroquia —Bill iba a tratar de registrarse en el censo electoral solicitando el voto por correo— para terminar finalmente en nuestras infancias. Me di cuenta de que Bill estaba haciendo verdaderos esfuerzos por recordar cómo era ser una persona normal.

—¿Jugaste alguna vez a «los médicos» con tu hermano? —inquirió—. Ahora dicen que es normal, pero nunca me olvidaré de la paliza que mi madre le dio a mi hermano Robert cuando lo encontró entre unos arbustos con Sarah.

—No —contesté, intentando sonar natural, pero contraje el rostro y sentí que se me hacía un nudo en el estómago.

—No estás diciendo la verdad.

—Claro que sí —le miré fijamente a la barbilla, tratando de hallar alguna forma de cambiar de tema, pero Bill podía llegar a ser muy persistente.

—Entonces no fue con tu hermano. ¿Con quién?

—No quiero hablar de eso —cerré los puños. Empezaba a sentirme bloqueada.

Bill no soportaba que le dieran largas. Estaba acostumbrado a que la gente le dijera todo lo que quería saber, porque siempre se valía de su glamour para salirse con la suya.

—Dímelo, Sookie —su voz era muy persuasiva; sus ojos, enormes pozos de curiosidad. Me pasó el pulgar por la línea del vientre y sentí un escalofrío.

—Tenía un tío… demasiado cariñoso —dije al fin, sintiendo cómo se me dibujaba en la cara mi perenne sonrisa tirante.

El alzó sus oscuras y arqueadas cejas. No entendía la expresión. Se la expliqué procurando ser lo más objetiva posible.

—Un hombre adulto que abusa de sus…, de los niños de su familia.

Sus ojos comenzaron a echar chispas. Tragó saliva y contemplé el movimiento de su nuez. Le sonreí con tirantez. Me aparté repetidamente el pelo de la cara con las manos. No podía dejarlas quietas.

—¿Alguien te hizo algo así? ¿Cuántos años tenías?

—Pues, empezó cuando yo era muy pequeña —mi respiración comenzó a acelerarse y mi corazón latía cada vez más rápido: las mismas señales de pánico que siempre se apoderaban de mí al recordar aquello. Subí las rodillas y las apreté muy juntas—. Tendría unos cinco años —balbucí, hablando cada vez más aprisa—. Como ya te habrás imaginado nunca llegó a, eh…, follarme, pero hacía otras cosas —mis manos temblaban ante mis ojos, allí situadas para protegerme de la mirada de Bill—. ¡Y lo peor, Bill, lo peor —proseguí, incapaz de detenerme— era que cada vez que venía a visitarnos, yo sabía lo que se proponía porque podía leer su mente! ¡Y no podía hacer nada para evitarlo! —me llevé las manos a la boca para forzarme a callar. No debía hablar más de ello. Me puse boca abajo para guarecerme, y me quedé así, absolutamente rígida.

Bastante rato después, noté la fría mano de Bill sobre el hombro. La dejó reposar allí, reconfortándome.

—¿Fue antes de que murieran tus padres? —preguntó con su habitual tono calmado. Aún no podía mirarlo.

—Sí.

—¿Se lo dijiste a tu madre? ¿No hizo nada?

—No. Creyó que yo tenía pensamientos sucios, o que habría encontrado algún libro en la biblioteca que enseñaba cosas que, según ella, aún no estaba preparada para saber —aún recordaba su cara, enmarcada por una melena dos tonos más oscura que la mía. Tenía el rostro contraído en una mueca de repugnancia. Provenía de una familia muy conservadora, y rechazaba frontalmente cualquier muestra pública de afecto o la mención de cualquier tema que ella considerase indecente—. Siempre me ha extrañado que mi padre y ella parecieran ser una pareja tan feliz —le comenté a mi vampiro—. Eran tan distintos… —entonces comprendí lo absurdo que resultaba lo que acababa de decir. Me volví de lado—. Como si nosotros no lo fuésemos —le dije, y traté de sonreír. Su rostro seguía inmutable, pero vi cómo se agitaba un músculo en su cuello.

—¿Se enteró tu padre?

—Sí, se lo dije justo antes de que muriera. Siendo más niña, me daba mucha vergüenza hablarle de eso. Además, mi madre no me había creído. Pero ya no lo soportaba más, sabía que tendría que ver a mi tío abuelo Bartlett al menos dos fines de semana al mes, que era la frecuencia con la que venía de visita.

—¿Vive todavía?

—¿El tío Bartlett? Claro. Era el único hermano de mi abuela, y la abuela era la madre de mi padre. El tío vive en Shreveport. Después de la muerte de mis padres, Jason y yo nos mudamos a casa de la abuela, y la primera vez que vino el tío Bartlett, me escondí. Cuando la abuela me encontró y me preguntó por qué lo había hecho, se lo conté. Y me creyó —volví a sentir el alivio de aquel día al escuchar el hermoso sonido de la voz de mi abuela prometiéndome que no tendría que ver nunca más a su hermano porque jamás volvería a poner un pie en su casa.

Y así fue. Cortó las relaciones con su propio hermano para protegerme. El tío Bartlett ya lo había intentado con la hija de la abuela, mi tía Linda, cuando era muy pequeña, pero mi abuela había desterrado el incidente de su memoria, tomándolo por un malentendido. Me contó que después de aquello nunca había dejado que el tío se quedara a solas con Linda, y casi no había vuelto a invitarlo a casa, aunque en el fondo algo dentro de ella le impedía creer que su hermano hubiera sido capaz de hacer tal cosa.

—¿Así que también es un Stackhouse?

—Oh, no. Verás, la abuela se convirtió en una Stackhouse al casarse, pero antes de eso se apellidaba Hale —me sorprendió tener que explicarle eso a Bill. Estaba segura de que era lo bastante sureño, por muy vampiro que fuera, como para no haber sido capaz de seguirle la pista a una relación familiar tan simple como ésa.

Bill parecía distante, a muchos kilómetros de allí. Le había desconcertado con aquella lúgubre y desagradable historia y, qué duda cabe, a mí se me había helado la sangre.

—Bueno, me marcho —le dije. Bajé de la cama y me puse a buscar la ropa. A la velocidad del rayo, y no es una metáfora, saltó hasta mí y me arrancó la ropa de las manos.

—No me dejes ahora —dijo—. Quédate, por favor.

—Esta noche no soy más que una vieja plañidera —dos lágrimas rodaron por mis mejillas. Le sonreí.

Me secó las gotas con los dedos y siguió el rastro con la lengua.

—Quédate conmigo hasta que amanezca —me dijo.

—Pero entonces tendrás que irte a tu madriguera.

—¿A mi qué?

—Al lugar en el que pases los días. ¡No quiero saber dónde es! —alcé las manos para enfatizarlo—. Pero ¿no tienes que estar allí antes de que se perciba la más minima claridad?

—Ah —respondió—, me dará tiempo de sobra. Puedo sentirla llegar.

—¿Así que es imposible que te quedes dormido?

—Eso es.

—De acuerdo, entonces. ¿Me dejarás dormir un poco?

—Claro que sí —dijo, con una caballerosa reverencia, un poco fuera de lugar porque estaba desnudo—. Tan pronto… —mientras yo me tendía y alargaba mis brazos hacia él, susurró— como acabemos.

Como era de suponer, a la mañana siguiente me desperté sola en la cama. Me quedé allí un rato, pensando. En alguna ocasión ya había alejado algún que otro pensamiento molesto de mi cabeza, pero ésta era la primera vez que la otra cara de mi relación con el vampiro saltaba de su propia madriguera para atormentarme.

Nunca lo vería a la luz del día. Jamás podría prepararle el desayuno, ni quedaría con él para comer (Bill toleraba verme ingerir comida, aunque no es que se recreara en ello, precisamente. Luego, tenía que lavarme los dientes a conciencia, lo que, por otro lado, no dejaba de ser un hábito de lo más saludable).

Nunca tendría un hijo suyo, lo que por una parte nos permitía prescindir de métodos anticonceptivos, pero…

Nunca podría llamarle a la oficina para pedirle que de camino a casa parara a comprar leche. Jamás pertenecería al Club Rotario, ni participaría en ponencias sobre salidas profesionales en el instituto, ni podría entrenar a la Liga Infantil de Béisbol.

Nunca iría a misa conmigo.

Y sabía que justo en aquel momento, mientras yo estaba allí despierta, escuchando el trino matinal de los pájaros y el rugido de los camiones que comenzaban a recorrer la carretera; mientras todos los ciudadanos de Bon Temps se levantaban, hacían el café, recogían el periódico y planeaban su día, la criatura a la que yo amaba descansaba en algún lugar, en un agujero subterráneo, muerta hasta el anochecer para todo fin.

Me sentí tan deprimida que tuve que buscar algo positivo en lo que pensar mientras me aseaba y me vestía.

El parecía preocuparse sinceramente por mí. Resultaba agradable, aunque algo inquietante, no saber con exactitud hasta qué punto.

El sexo con él era increíble. Nunca habría pensado que pudiera serlo tanto.

Además, nadie se metería conmigo mientras fuera la novia de Bill. Todas las manos que me habían acariciado sin mi consentimiento se mantenían ahora en el regazo de sus dueños. Y si la persona que había asesinado a mi abuela lo había hecho porque se la encontró mientras estaba esperando por mí, ya no se atrevería a volver a intentarlo conmigo.

Y con Bill podía relajarme, un lujo tan escaso que tenía un inestimable valor para mí. Podía bajar las defensas por completo y no descubriría nada que él no quisiera decirme.

Ahí quedaba eso.

En esta especie de estado contemplativo, bajé los escalones de casa de Bill hacia mi coche.

Para mi sorpresa, allí estaba Jason dentro de su camioneta.

No fue precisamente un feliz encuentro. Me dirigí con lentitud hasta la ventanilla.

—Ya veo que es cierto —dijo. Me tendió un café en un vaso de plástico del Grabbit Kwik—. Entra un momento.

Me subí, agradecida por el café pero con cierto recelo. Elevé la guardia de inmediato. Retomó su posición habitual lenta y dolorosamente, fue como volver a meterse en un corsé varios centímetros demasiado ceñido.

—No estoy en posición de decir nada —comenzó a decir—, no después del modo en que yo mismo he vivido en estos últimos años. Por lo que yo sé, es el primero, ¿no? —asentí—. ¿Te trata bien? —volví a asentir—. Tengo que contarte algo.

—Dime.

—Anoche mataron al tío Bartlett.

Me quedé mirándolo boquiabierta. Al retirar la tapa del recipiente, el vapor del café empezó a serpentear entre nosotros.

—Está muerto —dije, esforzándome en asimilarlo. Había puesto mucho empeño en no pensar nunca en él, y cuando por fin lo mencionaba, lo siguiente que oía es que había muerto.

—Sí.

—Guau… —miré por la ventanilla a la rosada luz del horizonte. Sentí una oleada de… libertad. La única persona que recordaba todo aquello aparte de mí, la única que lo había disfrutado y que había insistido hasta el final en que había sido yo la que había iniciado las repugnantes actividades que él encontraba tan gratificantes… estaba muerta. Respiré hondo.

—Espero que esté en el infierno —dije—. Espero que cada vez que piense en lo que me hizo, un demonio le pinche el culo con un tridente.

—¡Por Dios, Sookie!

—A ti no te hizo nada.

—¡Pues claro que no!

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Nada, Sookie! Pero ¡nunca molestó a nadie más que a ti, que se sepa!

—Y una mierda. También abusó de la tía Linda.

El rostro de Jason se congestionó de la impresión. Por fin había logrado que mi hermano lo comprendiera.

—¿Te lo dijo la abuela?

—Sí.

—A mí no me dijo nada.

—La abuela sabía que para ti era duro no poder verlo cuando resultaba evidente cuánto lo querías. Pero no podía dejarte a solas con él, porque no había forma de asegurarse al cien por cien de que sólo le interesaran las niñas.

—Habíamos vuelto a vernos desde hace un par de años.

—¿De verdad? —esto sí que era noticia. También lo habría sido para la abuela.

—Sookie, era un pobre viejo. Estaba muy enfermo. Tenía problemas de próstata y se encontraba muy débil. Necesitaba un andador para poder caminar.

—Probablemente eso le creara dificultades a la hora de andar por ahí persiguiendo a niñas de cinco años.

—¡Supéralo de una vez!

—¡Claro! ¡Cómo si pudiera! —nos lanzamos una larga mirada de lado a lado de la camioneta—. Entonces, ¿qué ha pasado? —pregunté por último, un poco reacia.

—Un ladrón entró anoche en su casa.

—¿Sí? ¿Y?

—Y lo desnucó. Lo tiró por las escaleras.

—Muy bien, pues ya lo sé. Me voy a casa. Tengo que ducharme y prepararme para ir a trabajar.

—¿Eso es todo lo que vas a decir?

—¿Y qué más tengo que decir?

—¿No quieres saber nada del funeral?

—No.

—¿Y del testamento?

—Tampoco.

Lanzó las manos al aire.

—Pues nada —dijo, como si hubiera estado intentando discutir a fondo un asunto conmigo y se diera cuenta de que yo era intratable.

—¿Qué más? ¿Alguna cosa más?

—No, sólo que tu tío abuelo se ha muerto. Pensé que sería más que suficiente.

—Pues tienes toda la razón —repliqué, abriendo la puerta de la camioneta y saliendo de allí—, es más que suficiente —le devolví el vaso—. Gracias por el café, hermanito.

No se me ocurrió hasta que llevaba un rato trabajando.

Estaba abstraída secando una copa, sin conceder un segundo de pensamiento a la muerte del tío Bartlett, cuando, de repente, me fallaron las manos.

—La Madre de Dios y Todos los Santos… —musité, contemplando los añicos de vidrio junto a mis pies—. Bill se ha encargado de su asesinato.

No sé por qué no tenía la más mínima duda de que estaba en lo cierto, pero así era; desde el mismo instante en que la idea se me había cruzado por la cabeza. Puede que hubiera oído a Bill marcar el teléfono mientras estaba medio dormida. O quizá la expresión del rostro de Bill cuando terminé de contarle lo del tío Bartlett hubiese activado una silenciosa alarma en mi interior.

Me pregunté si Bill pagaría al otro vampiro con dinero o si lo haría en especie.

Continué con mi trabajo sin poder sacudirme el estupor. No podía decirle a nadie lo que estaba pensando, ni siquiera podía alegar que estaba enferma sin que alguien me preguntara por qué, así que me callé y seguí trabajando. No dejé que nada ocupara mi cabeza más allá del siguiente pedido que debía servir. Después, conduje hasta casa tratando de bloquear mi mente, pero cuando me quedé sola no tuve más remedio que enfrentarme a los hechos.

Estaba aterrada.

Sabía, realmente había asumido, que Bill había matado a una o dos personas durante su larguísima vida. En su juventud como vampiro, cuando necesitaba grandes cantidades de sangre, antes de adquirir el suficiente control sobre sus instintos como para sobrevivir con un sorbo aquí y un trago allá, sin tener que matar a las personas de las que se alimentaba… El mismo me había dicho que había dejado un cadáver o dos por el camino. Y había matado a los Rattray. Pero, de no intervenir Bill, aquella noche ese par me habría liquidado en el aparcamiento del Merlotte's sin duda alguna. Me sentía inclinada de manera natural a justificar esas muertes.

¿Por qué era diferente el asesinato del tío Bartlett? También me había hecho daño, de un modo horrible. Aquel hombre había convertido mi infancia, de por sí difícil, en una auténtica pesadilla. ¿Es que no había sentido alivio, incluso alegría, al enterarme de que había aparecido muerto? Entonces, ¿no se debería mi espanto ante la intervención de Bill a una hipocresía de la peor especie?

Sí, ¿no? Exhausta e increíblemente confundida, me senté en los escalones de la entrada y esperé la oscuridad de la noche, abrazándome las rodillas. El inconfundible canto de los grillos llegaba hasta mí de entre la hojarasca cuando él llegó, con tanta rapidez y sigilo que no pude oírle. Estaba sola allí en el porche y, al instante siguiente, Bill apareció sentado junto a mí.

—¿Qué quieres hacer esta noche, Sookie? —me rodeó con el brazo.

—Bill —mi voz estaba cargada de tristeza. Dejó caer el brazo. No lo miré a la cara, tampoco habría podido distinguirla en aquella oscuridad, de todas maneras—. No deberías haberlo hecho.

Por lo menos no se molestó en negarlo.

—Me alegro de que esté muerto, Bill. Pero no puedo…

—¿Crees que podría hacerte algún daño, Sookie? —su voz era serena y susurrante, como el sonido de las pisadas sobre la hierba seca.

—No, por extraño que parezca no creo que me hicieras nunca daño, incluso aunque estuvieras realmente furioso conmigo.

—¿Entonces…?

—Es como salir con «el Padrino», Bill. Tengo miedo de soltar cualquier cosa delante de ti. No estoy acostumbrada a resolver mis problemas de ese modo.

—Te quiero.

Nunca antes me lo había dicho, y esta vez casi me pareció haberlo imaginado, de lo baja y susurrante que era su voz.

—¿De verdad? —no subí la cabeza, mantuve la frente apretada contra las rodillas.

—De verdad.

—Entonces tienes que dejar que viva mi vida, Bill; no puedes cambiarla por mí.

—Pero sí que querías que la cambiara cuando los Rattray te estaban golpeando.

—Vale, sí. Pero no puedo consentir que te dediques a «pulir» los peores aspectos de mi vida ordinaria. Antes o después me enfadaré con alguien, o alguien se enfadará conmigo. No quiero estar pensando que a lo mejor acaban muertos. No puedo vivir así, cariño. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Cariño? —repitió.

—Te quiero —le dije—. No sé por qué, pero es así. Me muero de ganas de decirte todas esas cursilerías que la gente emplea cuando ama a alguien, sin importar lo estúpidas que suenen porque se las dirija a un vampiro; de decirte que eres mi niño y que te querré toda la vida hasta que seamos un par de canosos viejecitos, aunque sé que eso no va a suceder; de decirte que sé que me serás fiel para siempre, cuando está claro que eso tampoco va a suceder… Cada vez que trato de decirte que te quiero, Bill, me choco contra un muro —me quedé en silencio. Ya lo había dicho todo.

—Esta crisis ha llegado bastante antes de lo que yo pensaba —dijo Bill en la oscuridad. Los grillos habían reanudado sus cánticos, y los escuché durante largo rato.

—Eso es.

—¿Qué, Sookie?

—Necesito algo de tiempo.

—¿Para qué?

—Para decidir si el amor merece todo ese sufrimiento.

—Sookie, si supieras lo distinto que es tu sabor, hasta qué punto me gustaría protegerte…

Por el tono de su voz, estaba claro que me estaba confesando sentimientos muy íntimos.

—Aunque te parezca raro —contesté—, eso mismo siento yo por ti. Pero tengo que vivir conmigo misma, y he de pensar algunas reglas que los dos tengamos claras.

—Entonces, ¿ahora qué hacemos?

—Yo, reflexionar. Tú sigue con lo que estuvieras haciendo antes de conocerme.

—Tratar de descubrir si era capaz de integrarme. Pensar en alguien de quien poder alimentarme para no tener que beber esa maldita sangre sintética.

—Ya me imagino que te… alimentas de alguien más que de mí —traté de que no se me quebrara la voz con todas mis fuerzas—. Pero, por favor, que no sea nadie de aquí, nadie a quien tenga que ver. No podría soportarlo. Ya sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero te lo suplico.

—Sólo si tú no sales con nadie más, si no te acuestas con nadie más.

—Te lo prometo —parecía que me iba a resultar bastante fácil mantener mi palabra.

—¿Te importa si voy al bar?

—No. No voy a decirle a nadie que ya no estamos juntos, ni pienso hablar del tema.

Se acercó. Sentí presión sobre el brazo cuando apretó su cuerpo contra él.

—Bésame —dijo.

Levanté la cabeza y me volví. Nuestros labios se encontraron. Sentía como un fuego de llama azulada, no roja ni anaranjada; no esa clase de calor, era una llama fría. En un segundo, sus brazos me rodearon. Al siguiente, fui yo la que lo abracé. Comencé a sentir una enorme laxitud. Me aparté con la respiración entrecortada.

—¡No podemos, Bill!

Respiró con pesadez.

—Claro que no, nos estamos separando —dijo en voz baja. Pero no sonaba como si se estuviera tomando en serio lo que le decía—. Bajo ningún concepto deberíamos estar besándonos. Y mucho menos aún debería tenderte sobre el suelo de este porche y follarte hasta que pierdas el sentido…

Me temblaban las piernas. Con ese lenguaje deliberadamente vulgar, y su dulce y fría voz, acrecentó mi deseo hasta hacerlo casi irresistible. Me hizo falta toda mi fuerza de voluntad, cada brizna de autocontrol, para conseguir ponerme en pie y entrar en casa.

Pero lo conseguí.

Durante la siguiente semana comencé a organizar mi vida diaria sin la abuela y sin Bill. Me tocó el turno de noche y trabajé duro. Por primera vez en toda mi vida, estuve muy pendiente de las cerraduras y de todo lo que concerniese a mi seguridad. Ahí fuera había un asesino, y yo ya no contaba con mi poderoso protector. Consideré comprarme un perro, pero no sabía qué raza elegir. Toda la protección que mi gata, Tina, podía ofrecerme se limitaba a unos cuantos maullidos cuando alguien se aproximaba a la casa.

De vez en cuando, me llamaba el abogado de la abuela, informándome de los progresos en la ejecución del testamento. También recibí una llamada del abogado del tío Bartlett. Mi tío abuelo me había dejado veinte mil dólares, una gran suma para él. A punto estuve de renunciar a ella, pero luego lo pensé mejor. Doné el dinero al centro local de salud mental, destinándolo al tratamiento de niños víctimas de agresión sexual y de violación.

Se alegraron mucho de recibirlo.

Tomé toneladas de vitaminas porque estaba un poco anémica. También ingerí muchos líquidos y me atiborré a proteínas.

Y comí tanto ajo como me vino en gana, algo que Bill nunca había sido capaz de soportar. Una noche que había tomado pan de ajo para acompañar unos espaguetis a la boloñesa, llegó a decirme que el olor emanaba por cada uno de mis poros.

Dormí, dormí y dormí. Las noches en que no había dormido después del turno de trabajo me habían dejado falta de descanso.

Después de tres días me sentí totalmente restablecida. De hecho, me parecía que estaba un poco más fuerte que antes.

Comencé a fijarme en lo que sucedía a mi alrededor.

Lo primero que noté fue que mis paisanos estaban hasta la coronilla de los vampiros de Monroe. Diane, Liam y Malcolm habían hecho apariciones estelares por muchos bares de la zona, al parecer tratando de complicarle la vida a cualquier vampiro que quisiera integrarse. Su comportamiento había sido escandaloso y ofensivo. Los tres vampiros hacían que las correrías de los estudiantes de la Universidad de Luisiana resultaran simples travesuras de patio de colegio.

Ni siquiera parecían darse cuenta de que ellos mismos se estaban poniendo en peligro. El derecho a «salir del ataúd» se les había subido a la cabeza. El reconocimiento legal de su existencia había pulverizado todos sus límites, su prudencia y su cuidado. Malcolm había mordido a una camarera en Bogaloosas; Diane había bailado desnuda en Farmerville, y Liam se había liado con una menor, y con su madre, en Shongaloo. Tomó sangre de ambas. Ni siquiera se molestó en «modificarles» la memoria a ninguna de las dos.

Un jueves por la noche en el Merlotte's, Rene estaba hablando con Mike Spencer, el director de la funeraria, y noté que se callaban en cuanto me acercaba. Por supuesto, este hecho despertó mi curiosidad por lo que decidí leerle la mente a Mike. Un grupo de hombres de la zona estaba planeando quemar a los vampiros de Monroe.

No sabía qué hacer. Los tres eran, si no amigos de Bill, al menos una especie de correligionarios suyos. Aunque yo detestaba a Malcolm, Diane y Liam tanto como el que más… Por otro lado —y siempre hay otro lado, ¿verdad?—, no iba mucho conmigo eso de enterarme de que alguien planeaba un asesinato y quedarme tan tranquila, con los brazos cruzados.

Puede que aquello no fuera más que una fanfarronada de borrachos. Para cerciorarme, me sumergí en las cabezas de la gente que tenía a mi alrededor. Descubrí con consternación que muchos de ellos estaban pensando en prender fuego al nido de vampiros. Sin embargo, no pude rastrear la procedencia de la idea. Parecía como si el veneno se hubiera vertido desde un cerebro, contagiando al resto.

No había ninguna prueba, ninguna en absoluto, de que Maudette, Dawn y mi abuela hubieran sido asesinadas por un vampiro. De hecho, los rumores apuntaban a que el informe del juez de instrucción demostraría lo contrario. Pero los tres vampiros estaban comportándose de tal manera que la gente necesitaba culparlos de algo; querían deshacerse de ellos. Y como Maudette y Dawn habían presentado señales de mordiscos en sus cadáveres y ambas eran asiduas a cierto tipo de bares… Bueno, pues la gente había atado cabos para encontrar a un culpable.

Bill se pasó por el bar a la séptima noche de estar separados. Apareció en su mesa de repente, y no estaba solo.

Había un chico con él que aparentaba tener unos quince años. También era vampiro.

—Sookie, éste es Harlen Ivés, de Minneapolis —dijo Bill, como si se tratara de una presentación normal y corriente.

—Harlen —repetí, asintiendo con la cabeza—, encantada de conocerte.

—Sookie —él también me hizo un gesto con la cabeza.

—Harlen está aquí de camino a Nueva Orleans —explicó Bill, que parecía estar muy hablador esa noche.

—Voy de vacaciones —dijo Harlen—. Llevo años queriendo visitar Nueva Orleans. Es una especie de meca para nosotros, como ya sabrás.

—Ah… claro —dije, tratando de resultar natural.

—Hay un número de teléfono al que podemos llamar… —prosiguió Harlen—, para alojarnos con un anfitrión local o alquilar un…

—¿Ataúd? —sugerí con agudeza.

—Justo.

—¡Qué bien! —le dije, forzando la sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué va a ser? Me parece que Sam ya ha recibido las existencias de sangre, Bill, ¿te apetece? La tenemos con sabor a «A negativo» o a «0 positivo».

—Ah… pues creo que de «A negativo» —dijo Bill, después de comunicarse sin mediar palabra con Harlen.

—¡Ahora mismo! —me apresuré hacia el refrigerador de detrás de la barra y saqué dos botellas con sabor a «A negativo», les quité el tapón y las puse en una bandeja. Como siempre, no paraba de sonreír.

—¿Te encuentras bien, Sookie? —me preguntó Bill con un tono algo más natural en cuanto les puse las bebidas delante.

—Claro, Bill —dije en tono alegre. Me daban ganas de estamparle la botella en la cabeza. Así que Harlen, ¿eh? A pasar la noche… Sí, hombre, ya…

—Después, Harlen quiere acercarse a visitar a Malcolm —dijo Bill cuando me acerqué a recoger las botellas vacías y preguntarles si querían otra.

—Estoy segura de que a Malcolm le va a encantar conocer a Harlen —contesté, tratando de disimular la mala uva.

—¿Sí? Pues conocer a Bill ha estado genial —dijo Harlen, con una sonrisa que dejaba asomar sus colmillos. Vale, aquel «niñato» de edad dudosa también tenía muy mala leche—, pero Malcolm es una auténtica leyenda.

—Ten cuidado —le dije a Bill. Quería contarle el peligro que corrían los tres vampiros del nido, pero no había necesidad de precipitarse. Y no me apetecía nada tener que darle muchos detalles con Harlen allí delante, que no hacía más que lanzarme miraditas con sus ojitos azules y parpadear como si fuera un ídolo de quinceañeras—. La gente no anda muy contenta con esos tres —añadí tras una pausa. Aquello no podía considerarse una advertencia seria.

Bill se limitó a mirarme, confundido; giré sobre mis talones y me alejé.

Llegué a lamentar aquel momento, a lamentarlo amargamente.

Después de que Bill y Harlen se hubieron marchado, todo el bar empezó a bullir con la misma conversación que había escuchado a Rene y Mike Spencer. Me daba la sensación de que alguien había estado avivando el fuego, echando leña a la hoguera para alentar la rabia. Por más que me esforcé fui incapaz de descubrir de quién se trataba, aunque hice algunas escuchas al azar, tanto mentales como acústicas. Entonces, Jason entró en el bar y nos saludamos, pero poco más. No me había perdonado todavía mi reacción ante la muerte del tío Bartlett.

Ya se le pasaría. Al menos él no estaba pensando en quemar nada, como no fuera calentarle un poco la cama a Liz Barrett. Liz, que era más joven que yo, tenía el pelo castaño, corto y ondulado; sus grandes ojos eran de color miel, y desprendía un inesperado aire de sensatez que me hizo pensar que tal vez Jason hubiera encontrado la horma de su zapato. Me despedí de ellos cuando, una vez acabaron la jarra de cerveza, me di cuenta de que el nivel de furia del bar se estaba disparando y de que los hombres estaban pensando en hacer algo en serio.

Cada vez estaba más nerviosa.

A medida que avanzaba la velada, la actividad del bar se iba haciendo más frenética. Cada vez veía menos mujeres y más hombres; a más gente que se movía de mesa en mesa. Más alcohol. Los hombres se quedaban de pie, en lugar de sentarse. No era fácil de distinguir, puesto que en realidad no se trataba de una algarada en sí. Consistía, más bien, en murmullos transmitidos boca a boca, en susurros pronunciados al oído. Nadie saltaba encima de la barra y gritaba: «¿Qué decís, chicos? ¿Vamos a consentir que esos monstruos sigan entre nosotros? ¡Al castillo!» o algo por el estilo. Sencillamente, después de un rato, todos fueron saliendo y formando corrillos en el aparcamiento. Los contemplé por una de las ventanas, mientras sacudía la cabeza. Aquello no pintaba bien.

Sam también estaba intranquilo.

—¿Qué te parece? —le pregunté. Me di cuenta de que era la primera vez que le dirigía la palabra en toda la noche para decirle algo distinto a: «Pásame la jarra» o «ponme otra margarita».

—Me parece que estamos ante un escuadrón de linchamiento —contestó—. Pero no creo que salgan ya para Monroe. Los vampiros estarán vivitos y coleando hasta el alba.

—¿Dónde viven, Sam?

—Según me han dicho, a las afueras de Monroe, hacia el oeste. En otras palabras, del lado que queda más cerca de aquí —me dijo—. Aunque no estoy del todo seguro.

Después de cerrar me fui a casa, casi deseando que Bill me estuviera acechando a la entrada para poder avisarlo de lo que aquellos hombres tramaban.

No lo vi, y no pretendía ir a su casa. Después de darle muchas vueltas, me decidí a marcar su número de teléfono, pero saltó el contestador automático. Le dejé un mensaje. No tenía ni idea de bajo qué nombre aparecería el número del nido de los tres vampiros en la guía telefónica. Eso si es que tenían alguno.

Recuerdo que mientras me despojaba de los zapatos y las joyas —todas de plata, ¡fastídiate, Bill!—, estaba preocupada. Aunque no lo suficiente. Me metí en la cama y enseguida me quedé dormida en la habitación que ahora era mía. La luz de la luna se colaba a través de los estores, formando extrañas sombras en el suelo. Las contemplé durante unos pocos instantes. Bill no me despertó aquella noche para devolverme la llamada.

Muy temprano por la mañana, sonó el teléfono. Acababa de amanecer.

—¿Cómo? —pregunté, aturdida, mientras apretaba el auricular contra mi oreja. Eché un vistazo al reloj. Eran las siete y media.

—Han quemado la casa de los vampiros —me explicó Jason—. Espero que el tuyo no estuviera dentro.

—¿Cómo? —volví a preguntar, con pánico en la voz.

—Han prendido fuego a la casa de los vampiros de Monroe. Con la primera luz del sol. En la calle Callista, al oeste de Archer.

Recordé que Bill me había dicho que a lo mejor llevaba a Harlen hasta allí. ¿Se habría quedado?

—No —dije, tratando de convencerme a mí misma.

—Sí.

—Me tengo que ir —anuncié mientras colgaba el teléfono.

Los rescoldos seguían ardiendo bajo la resplandeciente luz del sol. Infinitas volutas de humo ascendían en un juego de espirales hacia el despejado azul del cielo. Los restos de la madera carbonizada se asemejaban a la piel de un caimán. A diestro y siniestro, los camiones de bomberos y los vehículos de la policía se amontonaban delante del edificio de dos plantas. Un grupo de curiosos se agolpaba tras el precinto de seguridad.

Los restos de cuatro ataúdes se alineaban sobre la chamuscada hierba. También había una bolsa con un cadáver. Comencé a caminar hacia ellos, pero tenía la sensación de no estar avanzando; era como una de esas pesadillas en las que nunca consigues alcanzar la meta.

Alguien me cogió del brazo e intentó detenerme. No recuerdo qué le dije, pero aún conservo la imagen de un rostro horrorizado. A duras penas, logré abrirme paso por entre los escombros, inhalando el olor a quemado, y a los restos mojados de un devastador incendio. No podría olvidarlo durante el resto de mi vida.

Alcancé el primer ataúd y miré dentro. Lo que quedaba de la tapa dejaba el interior al descubierto. El sol comenzaba a alzarse sobre el cielo estival; en cualquier momento, su luz se derramaría sobre los restos de la terrible criatura que descansaba sobre el empapado revestimiento de seda blanca.

¿Sería Bill? No había forma de saberlo. El cuerpo se desintegraba por momentos ante mi vista. Minúsculos fragmentos se desprendían y revoloteaban arrullados por la brisa, o desaparecían consumidos en pequeños hilillos de humo en cuanto los rayos de sol comenzaron a tocar el cuerpo.

Cada ataúd contenía un horror similar.

Sam se encontraba a mi lado.

—¿Crees que esto es asesinato, Sam?

Sacudió la cabeza.

—No sabría decirlo, Sookie. Según la ley, matar a un vampiro es asesinato. Claro que primero habría que demostrar que el incendio ha sido provocado, aunque no creo que eso sea muy difícil —ambos habíamos detectado el olor a gasolina. Los agentes recorrían los escombros, trepando a un lado y a otro, sin dejar de gritar. No daba la impresión de que estuvieran llevando a cabo una investigación muy seria del escenario del crimen.

—Pero este cuerpo de aquí, Sookie —dijo Sam, señalando la bolsa que reposaba sobre el césped—, era un ser humano, y tendrán que investigarlo. No creo que nadie entre la multitud que llevó a cabo esto se parase a pensar que podía haber una persona dentro; no se plantearon nada, aparte de sus ganas de ajustar cuentas.

—¿Por qué has venido, Sam?

—Por ti —respondió, sencillamente.

—Hasta la noche no sabré si Bill está aquí.

—Lo sé.

—¿Qué voy a hacer durante todo el día? ¿Cómo voy a poder soportar la espera?

—Tal vez con algún tranquilizante —sugirió—. ¿Unos somníferos o algo así?

—No tengo nada de eso —contesté—, nunca he tenido problemas para conciliar el sueño.

La conversación cada vez adquiría tintes más surrealistas, pero no creo que hubiera podido hablar de ninguna otra cosa.

Un hombre muy corpulento se apostó delante de mí, era un agente de la policía local. Sudaba debido al calor matinal y daba la impresión de llevar horas levantado. Puede que hubiese estado haciendo el turno de noche y hubiera tenido que quedarse cuando se declaró el incendio.

Cuando hombres que yo conocía habían provocado el incendio.

—¿Conocía a esta gente, señorita?

—Sí, los había visto en un par de ocasiones.

—¿Podría identificar los restos?

—¿Quién podría hacer eso?

Los cuerpos ya no conservaban los rasgos de los seres a los que habían pertenecido. Prácticamente, se habían volatilizado.

La visión le repugnó.

—Claro, señorita. Pero hay una persona…

—Echaré un vistazo —dije, sin pararme a pensarlo. Este hábito mío de intentar ayudar a los demás resultaba difícil de abandonar.

Como si comprendiera que estaba a punto de cambiar de idea, el agente se arrodilló sobre la consumida hierba y bajó la cremallera de la bolsa. Dejó al descubierto el rostro tiznado de hollín de una chica. Jamás la había visto. Gracias a Dios.

—No la conozco —dije, y sentí que me fallaban las rodillas. Sam me sujetó antes de que me desplomara. Tuve que apoyarme en él.

—Pobre chica —susurré—. Sam, no sé qué hacer.

Los agentes de la ley me robaron parte del tiempo aquel día. Querían descubrir toda la información posible acerca de los inhumanos propietarios de la casa. Les conté todo lo que sabía, que no era gran cosa. Malcolm, Diane, Liam: ¿De dónde eran?, ¿qué edad tenían?, ¿por qué se habían afincado en Monroe?, ¿quiénes eran sus abogados?… ¿Cómo iba a saber yo eso? Jamás había puesto un pie en su casa.

Cuando el interrogador, quienquiera que fuera, descubrió que los había conocido a todos a través de Bill, comenzó a interesarse por su paradero y a pedirme información de cómo contactar con él.

—Puede que esté justo ahí —dije, señalando el cuarto ataúd—, no lo sabré hasta que oscurezca —espontáneamente, mi mano se alzó para tapar mi boca.

Justo en ese momento uno de los bomberos empezó a reírse, mientras un compañero le hacía los coros.

—¡Vampiros fritos al estilo del Sur! —le soltó con una risotada el más bajo al hombre que me estaba interrogando—. ¡Marchando una ración de vampiros fritos con salsa sureña!

No le pareció tan endemoniadamente gracioso cuando le pegué una buena patada. Sam tiró de mí hacia atrás y el hombre que había estado interrogándome sujetó al bombero. Aullé como una loca, y, de haber podido, me habría abalanzado sobre él.

Pero Sam no me lo permitió. Me llevó a rastras hasta el coche. Sus manos eran como bandas de hierro. De repente se me vino a la cabeza la decepción que le habría supuesto a la abuela verme en aquel estado de histeria, agrediendo y gritándole a un funcionario público. Esa imagen actuó como revulsivo. Mi ira se desinfló como un globo pinchado. Dejé que Sam me metiera en el asiento del copiloto. Arrancó el coche y dio marcha atrás, y permanecí sentada en completo silencio mientras mi jefe me llevaba a casa.

Llegamos a mi hogar demasiado pronto, eran tan sólo las diez de la mañana. Como estábamos con el horario de verano, me quedaban al menos otras diez horas de luz en las que desesperarme.

Sam estuvo haciendo algunas llamadas mientras yo descansaba en el sofá, sin dejar de mirar al frente. Habían pasado cinco minutos cuando volvió a entrar en la sala de estar.

—Vamos, Sookie —dijo, enérgico—, estas persianas están hechas un desastre.

—¿Qué?

—Las persianas. ¿Cómo has dejado que se pongan así?

—¿Qué…?

—Vamos a limpiarlas. Coge un cubo, un poco de amoniaco y unos trapos. Y… prepara algo de café.

Con movimientos lentos y cautelosos, como si temiera resecarme y volatilizarme al igual que los cadáveres del incendio, hice lo que me pedía.

Para cuando volví con el cubo y los trapos, Sam ya había descolgado las cortinas del salón.

—¿Dónde está la lavadora?

—Ahí detrás, según sales de la cocina —respondí, señalando en aquella dirección.

Sam se dirigió hacia allí acarreando las cortinas entre sus brazos. No hacía ni un mes que la abuela las había lavado, para la visita de Bill; pero no dije nada.

Bajé por completo una de las persianas y comencé a lavarla. Una vez estuvieron todas limpias, nos dedicamos a abrillantar las ventanas. Empezó a llover a media mañana, así que no pudimos limpiarlas por fuera. Sam cogió un sacudidor y despejó de telarañas los rincones del alto techo. Yo repasé el rodapié. Luego, Sam retiró el espejo que había encima de la repisa y quitó el polvo de las zonas a las que normalmente no podíamos llegar; y después, entre los dos, limpiamos el espejo y volvimos a colgarlo. Recogí las cenizas de la vieja chimenea de mármol hasta que no quedó ni rastro de las lumbres del invierno. Encontré un bonito biombo, pintado de magnolias, y lo puse delante del hogar. Limpié la pantalla del televisor y le pedí a Sam que lo levantara para poder pasar el polvo por debajo. Guardé todas las cintas en sus estuches y etiqueté las que había grabado recientemente. Retiré todos los cojines del sofá y recogí con el aspirador la suciedad que se había acumulado debajo. A cambio, me vi recompensada con el fortuito hallazgo de un dólar y cinco centavos en calderilla. Aspiré la moqueta y pasé la mopa a los suelos de madera.

De ahí pasamos al comedor y le sacamos brillo a todo lo que encontramos. Cuando la madera de la mesa y de las sillas quedó reluciente, Sam me preguntó cuánto hacía que no limpiaba la plata de la abuela.

Nunca me había ocupado de hacerlo, así que abrimos el aparador y comprobamos que, en efecto, lo estaba pidiendo a gritos. Llevamos todo a la cocina, buscamos el limpiador de plata y nos pusimos manos a la obra. Teníamos la radio encendida, pero acabé por darme cuenta de que Sam la apagaba en cuanto empezaban los boletines informativos.

Nos pasamos todo el día limpiando mientras afuera no hacía más que llover. Sam sólo se dirigía a mí para sugerirme nuevas tareas.

Trabajé muy duro. Y él también.

Al anochecer, tenía la casa más pulcra y reluciente de toda la parroquia de Renard.

—Sookie, me marcho —dijo Sam—. Supongo que querrás estar sola.

—Sí —respondí—. Me gustaría agradecértelo algún día, pero aún no puedo hacerlo. Hoy me has salvado.

Sentí sus labios en la frente y un minuto después oí cómo se cerraba la puerta. Me senté a la mesa mientras la oscuridad comenzaba a apoderarse de la cocina. Cuando ya casi no acertaba a ver, salí al porche con la linterna grande.

Me daba igual que aún estuviera lloviendo. Sólo llevaba un vestido vaquero sin mangas y un par de sandalias, lo primero que había encontrado esa mañana después de recibir la llamada de Jason.

Permanecí de pie bajo la lluvia templada, con el pelo pegado a la cabeza y el empapado vestido adhiriéndose a mi piel. Me dirigí a la izquierda, hacia el bosque, y empecé a cruzarlo lenta y cautelosamente. A medida que la tranquilizadora influencia de Sam iba evaporándose, caminaba más y más aprisa, hasta que me puse a correr, raspándome las mejillas con las ramas y arañándome las piernas con agudas espinas. Alcancé el otro extremo del bosque y comencé a atravesar a toda prisa el cementerio, con el haz de luz de la linterna balanceándose por delante de mí. Al principio, había pensado en ir a la casa del otro lado del bosque, la de los Compton; pero entonces me di cuenta de que Bill tenía que estar ahí, en alguna parte de aquellas dos hectáreas de huesos y lápidas. Me situé en el centro de la parte más antigua de la necrópolis, rodeada de humildes tumbas y monumentos funerarios, en compañía de los muertos.

—¡Bill Compton! ¡Sal ahora mismo! —grité.

Me moví en círculos, mirando alrededor y envuelta en una negrura casi absoluta. Sabía que aunque yo no lo pudiera distinguir, él sí me vería. Eso, siempre que siguiera pudiendo ver y no se hubiera convertido en una de aquellas ennegrecidas monstruosidades que se habían pulverizado ante mis ojos aquella misma mañana en un jardín de las afueras de Monroe.

Nada. Ni un movimiento aparte del acompasado caer de la persistente lluvia.

—¡Bill! ¡Bill! ¡Sal, por favor!

Sentí, más que oí, un ligero movimiento a mi derecha. Enfoqué el haz de la linterna en esa dirección. El suelo se combaba y una mano pálida surgió de entre el rojizo suelo. La superficie de la tierra tembló y acabó fallando. Allí, ante mis ojos, una criatura emergió de ella.

—¿Bill?

Avanzó hacia mí. Cubierto de polvo cobrizo, con el pelo lleno de tierra, Bill vaciló antes de dirigirse a mí.

Estaba paralizada.

—Sookie —dijo, muy cerca de mí—, ¿qué estás haciendo aquí? —por una vez parecía desorientado e inseguro.

Tenía que contárselo, pero no podía abrir la boca.

—¿Cariño?

Me derrumbé. De repente, estaba de rodillas sobre el suelo empapado.

—¿Qué ha pasado mientras dormía? —estaba arrodillado junto a mí, desnudo y cubierto de lluvia.

—No llevas ropa —murmuré.

—Se ensuciaría —dijo con sensatez—. Me la quito antes de tumbarme.

—Claro.

—Dime qué ha pasado.

—Por favor, no me odies.

—¿Qué has hecho?

—¡No, no he sido yo! Pero podría haberte advertido de lo que iba a pasar. Debería haberte agarrado y hacer que me escucharas. ¡Traté de llamarte, Bill!

—¿Qué ha ocurrido?

Puse una mano a cada lado de su cara, sintiendo su piel, dándome cuenta de todo lo que podía haber perdido, y de lo que aún podía perder.

—Están muertos, Bill…, los vampiros de Monroe. Y alguien más que estaba con ellos.

—Harlen —dijo con tono inexpresivo—. Harlen se quedó a pasar la noche; había congeniado con Diane… —esperó a que terminara, con sus ojos clavados en los míos.

—Ha sido un incendio.

—Provocado.

—Sí.

Se agachó junto a mí bajo la lluvia. Todo estaba oscuro; no podía verle la cara. Aún sostenía la linterna en mi mano, pero me habían abandonado las fuerzas.

Podía sentir su ira.

Su crueldad.

Y su hambre.

Nunca antes se había mostrado tan absolutamente inhumano. No había nada en él que no fuera de vampiro.

Alzó el rostro hacia el cielo y aulló. Su rabia se percibía tan intensa que pensé que podría matar a alguien. Y la persona más cercana era yo.

Justo cuando comprendí el peligro al que me enfrentaba, Bill me agarró los brazos. Tiró poco a poco de mí. De nada servía resistirse; de hecho, pensé que eso sólo lo excitaría aún más. Bill me sostuvo a dos centímetros de su cuerpo, casi podía oler su piel, y notaba su confusión interior. Podía paladear su rabia.

Dirigir esa energía en otra dirección podía salvarme la vida. Avancé esos dos centímetros, y posé los labios sobre su pecho. Lamí las gotas de lluvia que le resbalaban por la piel, froté los pómulos contra sus pezones y me apreté contra él.

Casi al instante, sentí sus dientes arañándome la piel del hombro. Su cuerpo, duro, rígido y listo, me empujó con tanta fuerza que caí de espaldas sobre el fango. Se deslizó directamente dentro de mí, como si tratase de horadar el suelo a través de mi cuerpo. Chillé, y él gruñó en respuesta, como si fuéramos seres de la tierra, primitivos cavernícolas. Mis manos se clavaban en la carne de su espalda. Sentía la lluvia que nos golpeaba y la sangre deslizarse bajo mis uñas. Y su implacable movimiento. Pensé que iba a enterrarme en el barro, que aquélla era mi tumba. Sus colmillos se hundieron en mi cuello.

De repente me corrí. Bill aulló mientras alcanzaba su propio orgasmo y se derrumbó sobre mí, con los colmillos desplegados. Con la lengua, me lamió la herida.

Estaba convencida de que podría haberme matado sin proponérselo.

Los músculos no me respondían; claro que tampoco habría sabido qué hacer con ellos. Bill me sacó de aquella improvisada fosa y me llevó a su casa. Abrió la puerta de un empujón y se encaminó directo al amplio cuarto de baño. Me dejó con suavidad sobre la moqueta, que manché de barro, agua de lluvia y un pequeño reguero de sangre. Bill abrió el grifo del agua caliente del jacuzzi y, cuando estuvo lleno, me introdujo dentro, y luego se metió él.

Nos sentamos en los escalones mientras nuestras piernas sobresalían por encima de aquella cálida masa de agua espumosa que pronto quedó desteñida.

Los ojos de Bill miraban al infinito.

—¿Todos muertos? —dijo, con voz casi inaudible.

—Todos, y una humana también —dije con serenidad.

—¿Qué has estado haciendo todo el día?

—Limpiar. Sam me ha hecho limpiar la casa.

—Sam —repitió Bill, pensativo—. Oye, Sookie, ¿puedes leerle la mente a Sam?

—No —confesé, repentinamente exhausta. Sumergí la cabeza y, cuando volví a sacarla, vi que Bill tenía el frasco de champú entre las manos. Me enjabonó el pelo y lo aclaró. Después, comenzó a desenredarlo como la primera vez que habíamos hecho el amor.

—Bill, lo siento por tus amigos —le dije, tan cansada que apenas lograba pronunciar palabra—. Me alegro tanto de que estés vivo… —le pasé los brazos por el cuello y apoyé la cabeza sobre su hombro. Era duro como una roca. Me acuerdo de que Bill me secó con una enorme toalla blanca, y creo recordar que pensé en lo blanda y suave que era la almohada; que él se tumbó a mi lado y me rodeó con su brazo. Y entonces, me quedé dormida.

Me desperté de madrugada, al oír que alguien trasteaba por la habitación. Debía de haber estado soñando, quizá una pesadilla, porque sentía el corazón latiendo a toda velocidad.

—¿Bill? —pregunté, asustada.

—¿Qué pasa? —preguntó, y noté que la cama se inclinaba bajo su peso.

—¿Estás bien?

—Sí, estaba ahí fuera, dando un paseo.

—¿No hay nadie ahí fuera?

—No, cariño —escuché el sonido de la tela al deslizarse sobre su piel y pronto estuvo bajo las sábanas, conmigo.

—Bill, podrías haber estado en uno de esos ataúdes… —dije, recordando la angustia del día anterior.

—Sookie, ¿has pensado que tú podrías haber sido la chica de la bolsa? ¿Qué pasaría si vinieran aquí y quemaran esta casa al alba?

—¡Tienes que venirte a mi casa! Nunca la quemarían. Allí estarías a salvo —dije, vehemente.

—Sookie, escúchame. Puedes morir por mi culpa.

—¿Y qué perdería? —pregunté, apasionada—. Nunca había sido tan feliz como desde que te conozco.

—Si muero, acude a Sam.

—¿Ya estás pensando en pasarme a otro?

—Nunca —dijo con voz fría y cristalina—. Nunca —sentí que me agarraba los hombros. Estaba a mi lado, apoyado sobre un codo. Se acercó un poco más. Pude notar toda la extensión de su cuerpo.

—Oye, Bill —le dije—. Sé que no soy culta, pero tampoco soy imbécil. No es que tenga mucho mundo, pero no creo que sea una ingenua —confié en que no estuviera sonriendo al abrigo de la oscuridad—. Puedo conseguir que te acepten. Estoy segura.

—Si alguien puede, ésa eres tú —dijo—. Quiero penetrarte otra vez.

—¿Te refieres…? Oh, sí, ya sé a qué te refieres —me había cogido la mano y la había guiado hacia abajo—. A mí también me apetece —pero temía no sobrevivir a ello después de los embates a los que me había sometido en el cementerio. Estaba destrozada, pero también notaba esa ardiente humedad recorriéndome, esa creciente excitación a la que Bill me había hecho adicta—. Cariño —dije, acariciándole por todo el cuerpo—, cariño —lo besé, y su lengua se adentró en mi boca. Recorrí sus colmillos con la mía—. ¿Podrías hacerlo sin morderme? —susurré.

—Claro. Es sólo que el final resulta apoteósico cuando pruebo tu sangre.

—¿Será parecido sin sangre?

—Nunca podrá ser tan bueno, pero no quiero debilitarte.

—Si no te importa… —dije con indecisión—. La otra vez me llevó unos cuantos días recuperarme.

—He sido un egoísta… Eres demasiado buena.

—Si estoy fuerte, será aún mejor —sugerí.

—Enséñame lo fuerte que eres —dijo, provocador.

—Ponte boca arriba. No sé muy bien cómo, pero otras parejas lo hacen así —me puse a horcajadas sobre él y sentí que su respiración se aceleraba. Me alegré de que la habitación estuviese a oscuras y de que afuera continuase lloviendo. Un relámpago iluminó sus refulgentes ojos. Con mucho cuidado, intenté alcanzar la posición que creía era la correcta, y lo conduje a mi interior. Tenía una gran fe en mi instinto. Desde luego, no me traicionó.