3

El teléfono llevaba un rato sonando. Me tapé la cabeza con la almohada; seguro que la abuela podía cogerlo. Como aquel irritante sonido persistía, me imaginé que la abuela debía de haber salido a hacer la compra o que estaría fuera, trabajando en el jardín. Comencé a arrastrarme hasta la mesilla, no muy feliz, aunque resignada. Con el dolor de cabeza y los remordimientos de quien tiene una resaca de espanto —aunque la mía era más de tipo emocional que alcohólico—, extendí una temblorosa mano para coger el auricular.

—¿Sí? —dije. No me salió muy bien. Me aclaré la voz y lo intenté de nuevo—: ¿Diga?

—¿Sookie?

—Hum. ¿Sam?

—Sí. Oye, cielo, ¿me haces un favor?

—¿Qué? —ese día ya tenía que ir a trabajar y no me apetecía nada tener que cargar con el turno de Dawn y además el mío.

—Pásate por casa de Dawn y entérate de qué le pasa, ¿vale? No coge el teléfono y ha vuelto a faltar. Acaba de llegar el camión de reparto y tengo que decirles a los chicos dónde tienen que poner las cosas.

—¿Ahora? ¿Quieres que vaya ahora? —las sábanas de mi vieja cama nunca habían tirado de mí con tanta fuerza.

—Por favor —estaba empezando a darse cuenta de que no estaba de humor. Y eso era extraño. Nunca le había negado nada a Sam.

—Bueno —dije, sintiéndome agotada ante la mera idea. No es que me encantara Dawn, ni yo a ella. Estaba convencida de que le había leído la mente para contarle a Jason algo que ella pensaba, y que por eso él la había dejado. Si me tomara ese tipo de interés en las relaciones de Jason, no tendría tiempo ni de comer ni de dormir.

Me duché y me puse el uniforme de trabajo, con torpes movimientos. Todo mi dinamismo se había disipado, lo mismo que una gaseosa destapada. Tomé unos cereales y me lavé los dientes. Le conté a la abuela adonde iba en cuanto logré localizarla: había estado fuera, plantando petunias en una jardinera que había junto a la puerta de atrás. No pareció enterarse muy bien de lo que le decía, pero sonrió y agitó la mano en señal de despedida, de todos modos. La abuela se iba quedando más sorda cada semana, pero no era de extrañar, ya que tenía setenta y ocho años. Era increíble que aún siguiera tan sana y fuerte, y con la cabeza en su sitio.

Mientras me dirigía a cumplir mi indeseada misión, pensé en lo duro que habría sido para la abuela criar a otros dos niños, después de haberlo hecho ya con los suyos propios. Mi padre, su hijo, había muerto cuando yo tenía siete años y Jason diez. Cuando yo contaba veintitrés, mi tía Linda —la hija de la abuela— había muerto de cáncer de útero. Su hija, mi prima Hadley, ya había desaparecido en el mismo mundillo que había generado a los Rattray bastante antes de que mi tía muriera; de hecho, hoy en día aún no sabemos si se ha enterado de la muerte de su madre. Tiene que haber sido muy doloroso para ella sobrellevar todo eso, pero la abuela siempre se ha mantenido fuerte por nosotros.

A través del parabrisas divisé los tres pequeños adosados que se erigían a un lado de la calle Berry, que discurría entre un par de manzanas decrépitas más allá del centro de Bon Temps. Dawn vivía en uno de ellos. Allí, en la entrada de una de las casas en mejor estado, estaba su coche, un compacto verde. Aparqué tras él. Dawn había colgado una maceta de begonias junto a la puerta de entrada, pero parecían estar secas. Llamé a la puerta.

Esperé un minuto o dos, y volví a llamar.

—Sookie, ¿necesitas ayuda? —la voz me resultó muy familiar. Me giré y me protegí los ojos del sol matinal. Rene Lenier estaba junto a su camioneta, que estaba aparcada al otro lado de la calle frente a una de las casas prefabricadas que poblaban el vecindario.

—Pues… —comencé a decir. No estaba segura de si iba a necesitar ayuda, o de si Rene podría proporcionármela—. ¿Has visto a Dawn? Lleva un par de días sin ir a trabajar y no ha llamado para avisar. Sam me ha pedido que me pase por aquí.

—Sam debería ocuparse él mismo del trabajo sucio —dijo Rene, lo que, por algún retorcido mecanismo, me hizo intentar justificar a mi jefe.

—Había llegado el camión de reparto y tenía que descargar —me giré y llamé una vez más—: ¡Dawn! —grité—, vamos, déjame pasar —bajé la vista y me fijé en el cemento del porche. El polen de los pinos había empezado a desprenderse hacía un par de días y prácticamente cubría de amarillo superficie del porche. Las únicas pisadas eran las mías. Empecé a sentir cierta inquietud.

Apenas me di cuenta de que Rene se había quedado junto a la puerta de su camioneta, sin decidir si marcharse o no.

El adosado de Dawn sólo tenía una planta y era bastante pequeño. De hecho, la puerta de entrada a la otra casa estaba a muy pocos centímetros de la suya. Parecía que no estaba ocupada: el acceso estaba completamente despejado y no había cortinas en las ventanas. Dawn había tenido el decoro de colgar cortinas; eran blancas con flores de color amarillo oscuro. Estaban corridas pero el tejido era muy fino y no tenían forro. Además, no había bajado las persianas, así que se podía echar un vistazo al interior. El mobiliario del salón era de mercadillo. Había una taza de té en una mesita. Al lado divisé una desgastada butaca y un viejo sofá cubierto por una colcha de ganchillo.

—Creo que voy a echar un vistazo a la parte de atrás —le avisé a Rene. De inmediato, empezó a cruzar la calle como si le hubiera dado la señal que había estado esperando. Pisé el césped, que parecía amarillo por el polen, y pensé que me iba a tener que sacudir el calzado, y quizá también los calcetines, antes de ir a trabajar. En las épocas de floración del pino, todo se vuelve amarillo: los coches, las plantas, los tejados, las ventanas. Todo aparece cubierto de un manto dorado. Hasta las lagunas y pozas lucen una especie de corona a su alrededor.

La ventana del baño de Dawn estaba tan alta que no podía asomarme a ella. Había bajado las persianas del dormitorio, pero se podía mirar a través de las rendijas. Dawn estaba tumbada boca arriba. La ropa de cama estaba revuelta. Ella tenía las piernas abiertas y el rostro hinchado y descolorido. Tenía la lengua fuera y una docena de moscas revoloteaba alrededor.

Escuché a Rene colocarse tras de mí.

—Vete a llamar a la policía —le dije.

—¿Por qué? ¿La has visto?

—¡Vete a llamar a la policía!

—Vale, vale —Rene emprendió una rápida retirada.

Algún tipo de solidaridad femenina me hizo procurar evitar que Rene la viera así, sin su consentimiento. Y desde luego, Dawn no estaba como para consentir.

Permanecí con la espalda contra la ventana, sintiéndome terriblemente tentada de volver a mirar, con la vaga esperanza de haberme equivocado en la primera ocasión. Me pregunté cómo los inquilinos del adosado de enfrente, que no estaban a más de un par de metros, no habrían escuchado nada; sobre todo, con el grado de violencia que todo aquello demostraba.

Entonces regresó Rene. Su curtido rostro estaba fruncido en una expresión de gran preocupación, y sus relucientes ojos marrones parecían al borde de las lágrimas.

—¿Puedes avisar también a Sam? —le pedí. Sin mediar palabra, se volvió y regresó a su casa. Estaba portándose muy bien. A pesar de su tendencia al cotilleo, Rene siempre se mostraba dispuesto a ayudar a quien lo necesitara. Me acordé de que había ido a casa a ayudar a Jason a instalar el columpio del porche, por poner un ejemplo de un día muy distinto a éste.

El adosado de enfrente era exactamente idéntico al de Dawn, por lo que estaba mirando directamente a la ventana del dormitorio. Apareció una cara y se abrió la ventana. Una cabeza despeinada se asomó por ella.

—¿Qué estás haciendo por aquí, Sookie Stackhouse? —inquirió con lentitud una profunda voz masculina. Lo miré unos instantes hasta que conseguí situar aquella cara, intentando no fijarme con excesivo descaro en el esbelto torso desnudo de su propietario.

—¿J.B.?

—Pues claro.

Había ido al instituto con J.B. du Roñe. De hecho, algunas de mis escasas citas las había tenido con él, que era un encanto, pero tan simple que le daba igual si podía leer su mente o no. Incluso en aquellas circunstancias, no pude sino apreciar su belleza. Cuando se han reprimido los instintos hasta el extremo en que yo lo había hecho, no hace falta mucho para que se desaten. Lancé un suspiro al contemplar los musculosos brazos y el tórax de J.B.

—¿Qué haces ahí fuera? —volvió a preguntar.

—Parece que algo le ha pasado a Dawn —contesté, sin saber si contárselo o no—. Mi jefe me ha enviado a ver qué pasaba porque lleva un par de días sin ir a trabajar.

—¿Está ahí dentro? —J.B. saltó por la ventana. Llevaba unos pantalones cortos, unos vaqueros cortados.

—Por favor, no mires —le pedí interponiendo la mano y, sin aviso previo, me puse a llorar. Últimamente lo hacía muy a menudo—. Está horrible, J.B.

—Vaya, cielo —dijo y, alabado sea su corazón sureño, me rodeó con un brazo y me dio unas palmaditas en el hombro. Por Dios que reconfortar a cualquier mujer atribulada que anduviese cerca constituía una prioridad para J.B. du Roñe.

—A Dawn le gustaba lo extremo —dijo en tono de consuelo, como si eso lo explicara todo. Puede que para cierta gente pero no para mí, que tenía tan poco mundo.

—¿Qué extremo? —pregunté, esperando encontrar algún pañuelo en el bolsillo.

Alcé la mirada y vi que se sonrojaba un poco.

—Pues, a ella… Uf, Sookie, no tienes por qué oírlo.

Yo disfrutaba de una reputación de inocencia muy extendida, lo que no dejaba de ser irónico. Y en ese momento, hasta inconveniente.

—Me lo puedes decir, trabajaba con ella —J.B. asintió con solemnidad, como si le pareciera que eso lo justificase todo.

—Bueno, cielo, el caso es que le gustaban que los hombres, pues, que la mordieran y golpearan, y todo eso —J.B. parecía no poder explicarse tales preferencias. Debí de poner una cara rara porque me dijo—: Ya, yo tampoco entiendo cómo a alguien le puede gustar eso.

Nunca dispuesto a dejar pasar una oportunidad de tocar pelo, J.B. me rodeó con los dos brazos y siguió con las palmaditas, concentrándose especialmente en el centro de mi espalda —en otras palabras, comprobando si llevaba sujetador— y luego bastante más abajo —creí recordar que a J. B. le gustaban los traseros firmes.

Tenía un montón de preguntas en la punta de la lengua, pero no me atrevía a pronunciarlas. Llegó la policía, personificada por Kenya Jones y Kevin Pryor. Cuando el jefe de la policía local los había asignado como pareja, todo el pueblo comentó que había demostrado tener un gran sentido del humor, ya que Kenya medía por lo menos uno ochenta, era negra como el carbón, y tenía una constitución a prueba de huracanes. Por su parte, Kevin tenía una estatura de uno setenta y cinco; era pálido e increíblemente pecoso, y poseía la estructura magra y fina de un atleta. Por extraño que parezca, los dos Kas se llevaban de perlas, aunque también habían mantenido alguna que otra disputa memorable.

En aquel momento, sólo se podía pensar en ellos como policías.

—¿De qué va todo esto, señorita Stackhouse? —preguntó Kenya—. Rene dice que a Dawn Green le ha pasado algo —mientras hablaba, había examinado detenidamente a J.B. Por su parte, Kevin inspeccionaba el terreno que nos rodeaba. No sabía por qué, pero seguramente había algún buen motivo.

—Mi jefe me ha enviado esta mañana para que averiguase por qué Dawn llevaba dos días sin ir a trabajar —le dije—. He llamado a la puerta pero no ha contestado, y como tiene el coche ahí fuera, me he empezado a preocupar. Entonces me he venido a la parte de atrás para echar un vistazo por la ventana, y ahí está —señalé a su espalda y los dos agentes se giraron para mirarla. Luego, intercambiaron una mirada y asintieron, como si hubieran mantenido toda una conversación. Mientras Kenya se ocupaba de la ventana, Kevin se acercó a la puerta de atrás.

J.B. se había olvidado de darme palmaditas para dedicarse por completo a observar el trabajo policial. De hecho, tenía la boca entreabierta, enseñando así su perfecta dentadura. Quería mirar por la ventana más que nada en el mundo, pero era imposible abrirse paso a través de Kenya, que ocupaba todo el espacio disponible.

Ya no quería seguir escuchando mis propios pensamientos ni un segundo más. Así que me relajé, bajé la guardia y escuché los de los demás. Entre el bullicio, escogí una trama de pensamiento y me concentré en ella.

Kenya Jones se volvió para mirar en nuestra dirección sin realmente vernos. Estaba considerando todo lo que Kevin y ella tenían que hacer para llevar a cabo una investigación tan ceñida al manual como cabía esperar de unos agentes de Bon Temps. Se estaba acordando de que había oído comentarios poco halagüeños acerca de Dawn y sus gustos sexuales. Entonces, pensó que no era de extrañar que hubiera acabado mal, aunque le daba pena cualquiera que terminara con todas esas moscas paseándose por encima. Luego se acordó del donut de más que se había comido aquella mañana y lamentó haberlo hecho porque si terminaba vomitando, avergonzaría a su raza.

Después sintonicé el otro canal.

J.B. se estaba imaginando a Dawn siendo asesinada en plena sesión de sexo extremo a tan sólo unos metros de él. A pesar de que era espantoso, resultaba excitante, y Sookie todavía tenía un tipazo. Ojalá se la pudiera tirar ahora mismo. Era muy dulce y agradable. Estaba intentado deshacerse de la humillación que había sentido cuando Dawn le había pedido que la golpeara y él no había sido capaz. Y mira que hacía ya tiempo de aquello.

Cambié de canal.

Kevin dobló la esquina pensando que más valía que ni Kenya ni él borraran ninguna prueba y alegrándose de que nadie más supiera que él había dormido con Dawn Green. Se sentía furioso de que una mujer conocida hubiese sido asesinada, y deseaba con todas sus fuerzas que no hubiese sido un negro, porque eso complicaría aún más su relación con Kenya.

Volví a cambiar.

Rene Lenier estaba deseando que alguien viniera a llevarse el cuerpo. Esperaba que nadie supiera que se había acostado con Dawn. Sus pensamientos no me llegaban con claridad. Sólo percibía una maraña de tristes y oscuras reflexiones. Hay personas en las que no puedo hacer una buena lectura, y él estaba muy agitado.

Sam se aproximó corriendo hacia mí y aflojó el ritmo cuando vio que J.B. me estaba agarrando. No pude leerle la mente. Podía sentir sus emociones —en ese momento, una mezcla de preocupación, pesadumbre y furia— pero no era capaz de descifrar un solo pensamiento. Me sentí tan sorprendida y fascinada que me aparté del abrazo de J.B., deseando acercarme a Sam, coger sus brazos y mirarle a los ojos para intentar penetrar en su cerebro. Me acordé de cuando me abrazó y yo me había retirado. Justo en ese momento me sintió en su cabeza y, aunque continuó avanzando hacia mí, su mente se apartó. Cuando me había invitado a entrar, no había previsto que yo me daría cuenta de que era diferente a los demás. Pude percibir eso antes de que me expulsara.

Nunca había sentido algo así. Era como una puerta de hierro cerrándose en mi cara.

Había estado a punto de tocarle de manera instintiva, pero dejé caer la mano a un lado. Deliberadamente, Sam miró a Kevin, en vez de a mí.

—¿Qué sucede, agente? —le preguntó.

—Vamos a forzar la entrada, señor Merlotte; a menos que tenga usted una llave maestra.

¿Por qué iba a tener Sam una llave maestra?

—Es mi casero —me dijo J.B. al oído, y pegué un respingo.

—¿Ah, sí? —pregunté tontamente.

—Es el propietario de los tres adosados.

Sam había estado rebuscando en los bolsillos y finalmente sacó un manojo de llaves. Las fue pasando con pericia hasta detenerse en una y separarla de las demás. La sacó del llavero y se la entregó a Kevin.

—¿Vale para la puerta principal y la trasera? —inquirió Kevin. Sam asintió. Seguía sin mirarme.

Kevin fue hasta la puerta trasera del adosado, fuera del alcance de nuestra vista. Nos quedamos tan callados que le oímos desatrancar la puerta. Luego, entró en el dormitorio en que se hallaba el cadáver, y le vimos torcer al gesto al percibir el hedor que provenía de aquel cuerpo. Tapándose la nariz y la boca con una mano, se inclinó sobre el cadáver y le puso los dedos en el cuello. Miró por la ventana y sacudió la cabeza en señal a su compañera. Kenya asintió y se dirigió al coche patrulla para hacer una llamada por radio.

—Oye, Sookie, ¿te apetecería quedar a cenar esta noche? —me preguntó J.B.—. Esto tiene que haberte resultado muy duro, y necesitarás un poco de diversión que lo compense.

—Gracias, J.B. —era plenamente consciente de que Sam estaba escuchando—. Es muy considerado por tu parte, pero me da la sensación de que hoy voy a tener que trabajar horas extras.

Durante un breve instante su hermoso rostro perdió toda expresión. Luego, comenzó a mostrar signos de entendimiento.

—Ya. Sam va a tener que contratar a otra persona —señaló—. Tengo una prima en Springhill que está buscando trabajo. A lo mejor la aviso. Ahora podríamos vivir al lado.

Le sonreí, aunque muy débilmente, y me mantuve pegada al hombre con el que llevaba dos años trabajando.

—Lo siento, Sookie —me dijo, muy bajito.

—¿Por qué? —mi propio tono era inaudible. ¿Se refería a lo que nos acababa de pasar, o, mejor dicho, a lo que él no había dejado suceder?

—Por enviarte a ver qué pasaba con Dawn. Debería haber venido yo mismo, pero estaba seguro de que tenía un nuevo rollo y necesitaba que le recordaran lo que significa trabajar. La última vez que vine a por ella se puso hecha una fiera y no quería tener que volver a pasar por eso. Como un cobarde, te he enviado a ti y mira lo que has tenido que ver.

—Eres una caja de sorpresas, Sam.

No se volvió a mirarme ni hizo ningún comentario, pero entrelazó sus dedos con los míos. Nos quedamos un buen rato allí, al sol, cogidos de la mano, mientras la gente revoloteaba a nuestro alrededor. Tenía la palma de la mano seca y caliente, y sus dedos eran fuertes. Sentí que verdaderamente había conectado con otro ser humano. Pero luego aflojó la mano y se adelantó para hablar con el inspector que estaba saliendo del coche. Entonces J.B. se puso a hacerme preguntas sobre el aspecto del cadáver, y el mundo regresó a su sempiterna rutina.

El contraste fue cruel. Volví a sentirme completamente agotada y empecé a recordar la noche anterior con más detalle del que me hubiera gustado. El mundo parecía un lugar perverso y terrible, poblado por sospechosas criaturas; y yo, el inocente cordero que vagaba por el valle de la muerte con un cencerro al cuello. Con grandes zancadas fui hacia mi coche. Abrí la puerta y me senté de lado. Ya iba a pasar mucho tiempo de pie ese día; me sentaría mientras pudiera.

J.B. me siguió. Ahora que me había redescubierto, no me iba a dejar marchar así como así. Me acordé de que cuando aún iba al instituto, la abuela se había hecho muchas ilusiones con respecto a nosotros. Pero lo cierto es que hablar con J.B., o leer su mente, resultaba tan interesante como una cartilla de primaria para un lector avezado. Que alguien tan lerdo tuviese un cuerpo tan elocuente debía de ser una broma de Dios.

Se arrodilló ante mí y me cogió de la mano. Me sorprendí pensando en lo maravilloso que sería que alguna vieja y adinerada dama pasara por allí y le propusiera matrimonio. Alguien que le cuidara y disfrutara de lo que él podía ofrecer. Se estaría llevando una ganga.

—¿Dónde trabajas ahora? —le pregunté, sólo por distraerme.

—En el almacén de mi padre —me contestó.

Ese era el último recurso, el trabajo al que J.B. siempre regresaba cuando le despedían por hacer alguna estupidez, no aparecer, u ofender de modo imperdonable a alguno de sus supervisores. El padre de J.B. tenía un taller de repuestos para el automóvil.

—¿Y qué tal os va?

—Pues bien. Oye, Sookie, deberíamos hacer algo juntos.

«No me tientes», pensé.

Algún día las hormonas se iban a apoderar de mí y haría algo que lamentaría después; y podía ser bastante peor que hacerlo con J.B. Pero decidí contenerme y esperar a algo mejor.

—Gracias, cielo —le dije—. A lo mejor más adelante. Ahora mismo no me encuentro muy bien.

—¿Estás enamorada del vampiro? —me preguntó sin ambages.

—¿Dónde has oído eso?

—Es lo que Dawn decía —su cara se nubló al acordarse de que Dawn estaba muerta. Lo que Dawn había dicho, descubrí inspeccionando su mente, era: «Al vampiro nuevo le gusta Sookie Stackhouse. Yo le iría mejor. Necesita a alguien a quien le gusten las emociones fuertes, y Sookie gritaría si la tocara».

No tenía sentido enfadarse con una muerta, pero me concedí ese capricho durante unos segundos.

Luego, el inspector se encaminó hacia nosotros y J.B. se puso en pie para alejarse.

El inspector adoptó la misma postura que J.B., acuclillándose frente a mí. Debía de tener muy mal aspecto.

—¿Señorita Stackhouse? —preguntó, con ese tono de gravedad que muchos profesionales emplean en los momentos críticos—. Soy Andy Bellefleur —los Bellefleur llevaban asentados en Bon Temps casi tanto tiempo como el que había pasado desde su fundación, así que no encontré especialmente gracioso que un hombre se apellidara «bella flor». De hecho, lo sentí por quienquiera que lo hiciera, a la vista de la imponente estampa del inspector. Este miembro de la familia en particular se había graduado justo un año antes que Jason, y yo había ido a clase con su hermana, Portia.

Él también me había estado ubicando.

—¿Qué tal le va a tu hermano? —me preguntó en voz baja, aunque el tono no era del todo neutro. Parecía haber tenido algún encontronazo que otro con Jason.

—Por lo poco que sé, le va bien —respondí.

—¿Y a tu abuela?

—Esta mañana ha estado plantando flores en el jardín —dije, con una sonrisa.

—Eso está bien —dijo, con esa sincera sacudida de cabeza que suele indicar sorpresa y admiración—. Bueno, parece ser que trabajas en el Merlotte's.

—Así es.

—¿Igual que Dawn Green?

—Sí.

—¿Cuándo viste a Dawn por última vez?

—Hace dos días, en el trabajo —me sentía completamente exhausta. Sin levantar las piernas del suelo ni mi brazo del volante, me recosté en el asiento del conductor.

—¿Hablaste con ella?

Intenté hacer memoria.

—Creo que no.

—¿Mantenías una relación estrecha con ella?

—No.

—¿Y por qué has venido hoy? —le expliqué que Dawn no había ido ayer a trabajar y que Sam me había pedido que me pasara por allí—. ¿Le contó el señor Merlotte por qué no podía venir él mismo?

—Sí, había llegado un camión de reparto y tenía que ayudar a poner las cosas en su sitio —la mitad de las veces, Sam se ponía a descargar las cajas para aligerar el proceso.

—¿Crees que el señor Merlotte mantenía algún tipo de relación con Dawn?

—Bueno, era su jefe.

—No. Quiero decir fuera del trabajo.

—Entonces, no.

—Pareces muy segura.

—Lo estoy.

—¿Estás saliendo con Sam?

—¿No?

—Entonces, ¿por qué estas tan segura?

Buena pregunta. ¿Porque de vez en cuando había oído pensamientos que indicaban que si Dawn no odiaba a Sam, desde luego no le tenía mucho cariño? No era muy inteligente decirle eso al inspector.

—A Sam le gusta mantener una atmósfera profesional —contesté. Me sonaba ridículo hasta a mí, pero era la pura verdad.

—¿Estabas al corriente de la vida privada de Dawn?

—No.

—¿No os llevabais bien?

—No especialmente —mi mente se puso a divagar, mientras el inspector ladeaba la cabeza, sumido en sus propias reflexiones. Al menos eso era lo que parecía.

—¿Y eso por qué?

—Supongo que no teníamos nada en común.

—¿Cómo qué? Dame un ejemplo.

Resoplé exasperada. Si no teníamos nada en común, ¿cómo iba a darle un ejemplo?

—Vale —dije lentamente—. Dawn llevaba una vida social muy activa, y le gustaba estar con hombres. No le apetecía mucho pasar tiempo con otras chicas. Su familia es de Monroe, así que no tiene lazos familiares aquí. Además, bebía y yo no. Yo leo mucho y ella jamás había abierto un libro. ¿Está bien así?

Andy Bellefleur inspeccionó mi expresión para ver si decía la verdad. Lo que vio debió de tranquilizarlo.

—Así que ¿nunca quedabais fuera del trabajo?

—Eso es.

—Entonces, ¿no te pareció extraño que Sam te pidiera que vinieras a verla?

—Pues la verdad es que no —contesté, muy resuelta. Por lo menos no me lo parecía ahora, después de que Sam me hubiera contado el numerito de Dawn—. Esto me queda de camino al bar, y no tengo niños, como Arlene, la otra camarera que hace mi turno. Así que me era más fácil a mí —eso tenía sentido, pensé. Si le hubiera dicho que Dawn se había puesto a gritar la última vez que Sam había venido, habría dado una impresión equivocada.

—¿Qué hiciste anteayer después de trabajar, Sookie?

—No fui a trabajar. Tenía el día libre.

—¿Y qué planes tenías?

—Estuve tomando el sol y ayudé a mi abuela a limpiar la casa porque teníamos visita.

—¿De quién se trataba?

—Se trataba de Bill Compton.

—El vampiro.

—Sí.

—¿Hasta qué hora permaneció el vampiro en tu casa?

—No sé. Puede que hasta medianoche, o la una de la madrugada.

—¿Qué impresión te dio?

—Pues…, buena.

—¿Parecía crispado o irritado?

—No.

—Señorita Stackhouse, tendremos que seguir hablando en comisaría. Este asunto nos va a llevar algún rato aquí, como es evidente.

—Está bien, supongo.

—¿Podrías volver en un par de horas?

—Si Sam no me necesita en el bar… —dije, comprobando la hora.

—La cuestión, señorita Stackhouse, es que este asunto tiene más importancia que trabajar en un bar.

Vale, ya me había cabreado. No porque no pensase que la investigación de un asesinato fuese más importante que llegar puntual al trabajo, hasta ahí estábamos de acuerdo; sino porque percibí claramente el desprecio implícito hacia mi trabajo.

—Puede que pienses que mi trabajo no vale gran cosa, pero se me da bien y me gusta. Soy tan digna de respeto como tu hermana, la abogada. Y no lo olvides: no soy una idiota, ni una guarra.

El inspector enrojeció muy despacio y con poca gracia.

—Lo siento —dijo, muy envarado. Seguía intentando negar la antigua relación, el instituto en común, el contacto entre ambas familias. Pensando que debería haber ejercido en otro pueblo, donde pudiera tratar a la gente de la manera en que él creía que un agente de policía debería.

—No, te iría mejor aquí si corrigieras esa actitud —le dije. Sus ojos grises centellearon y experimenté una satisfacción casi infantil por haberlo dejado sin palabras, aunque estaba segura de que antes o después tendría que pagar por ello. Siempre que daba una muestra de mi tara, terminaba ocurriendo lo mismo.

En general, la gente salía despavorida cuando les ofrecía una dosis de lectura mental, pero Andy Bellefleur estaba maravillado.

—Entonces, es cierto —soltó, como si estuviéramos en cualquier sitio a solas en vez de en la entrada de un decrépito adosado de la Luisiana rural.

—No, olvídalo —me apresuré a decir—. Es sólo que a veces sé lo que piensa la gente por los gestos que hacen.

Intencionadamente, él se puso a pensar en desabotonarme la blusa, pero yo ya estaba en guardia, y me limité a sonreír ampliamente. De todos modos, creo que no conseguí engañarlo.

—Cuando estés listo, pásate por el bar. Podemos hablar en el almacén o en el despacho de Sam —dije con firmeza, e introduje las piernas en el coche.

Cuando llegué allí, el bar era un hervidero de gente. Sam había llamado a Terry Bellefleur, un primo segundo de Andy, si no recuerdo mal, para que se ocupara del bar mientras él hablaba con la policía en casa de Dawn. Terry lo había pasado mal en Vietnam y subsistía con estrecheces gracias a una pensión por algún tipo de invalidez de guerra. Lo habían herido, capturado y retenido durante dos años; y sus pensamientos daban tanto miedo que ponía un cuidado especial cuando él estaba cerca. Terry había tenido una vida muy dura y actuar con normalidad le resultaba todavía más difícil que a mí. Gracias a Dios, Terry no bebía.

Mientras cogía la bandeja y me lavaba las manos, le di un pequeño beso en la mejilla. A través de la ventana de la cocina, vi a Lafayette Reynold, el cocinero, dándole la vuelta a unas hamburguesas y metiendo unas patatas en la freidora. En el Merlotte's se sirven también algunos bocadillos, y poco más. Sam no quiere que se convierta en un restaurante. Pretende que sea un bar en el se puede pedir algo de comer.

—¿Y eso a qué ha venido? No es que me queje, claro —dijo Terry. Había arqueado las cejas. Era pelirrojo, aunque cuando no se había afeitado, se adivinaban canas en sus patillas. Terry pasaba mucho tiempo al aire libre, pero nunca tenía la piel exactamente bronceada. Adquiría un aspecto áspero y rojizo, que resaltaba aún más las cicatrices de su mejilla izquierda, aunque eso no parecía preocuparle. Un día que llevaba unas copas de más, Arlene se había acostado con él, y después me dijo que Terry tenía en su cuerpo cicatrices mucho peores que aquélla.

—A que estás aquí —le contesté.

—¿Es verdad lo de Dawn?

Lafayette puso dos platos en la ventanilla. Me guiñó un ojo con un barrido de sus densas pestañas postizas. Siempre se pone un montón de maquillaje. Estaba tan acostumbrada a él que ya no me llamaba la atención; pero esta vez, su sombra de ojos devolvió a Jerry, el muchacho de la noche anterior, a mi cabeza. Le había dejado ir con tres vampiros sin rechistar. Seguramente, había obrado mal; pero siendo realistas, no había nada que yo hubiese podido hacer. Jamás habría conseguido que la policía los detuviera a tiempo. De todos modos, se estaba muriendo, y pretendía llevarse consigo a tantos humanos y vampiros como pudiera. Y era un asesino en el sentido literal de la palabra. Advertí a mi conciencia de que ésa era la última conversación que mantendríamos sobre Jerry.

—Arlene, ya están las hamburguesas —avisó Terry, trayéndome de vuelta a la realidad. Arlene se acercó a por los platos. Supe por su mirada que en cuanto pudiera me iba a someter a un exhaustivo interrogatorio. Charlsie Tooten también estaba por allí. Hacía sustituciones cuando alguna de nosotras estábamos de baja o, sencillamente, no aparecíamos por allí. Confié en que Charlsie ocupara el puesto de Dawn de modo permanente. Siempre me había caído bien.

—Sí, Dawn ha muerto —le dije a Terry. No parecía importarle la larga pausa que había hecho.

—¿Qué le ha pasado?

—No lo sé, pero no ha sido muerte natural —había visto sangre en las sábanas; no mucha, pero la suficiente.

—Maudette —dijo Terry, y comprendí de inmediato.

—A lo mejor —le dije. Desde luego era muy posible que quienquiera que hubiera acabado con Maudette fuera la misma persona que había matado a Dawn.

Como no podía ser de otra forma, toda la parroquia de Renard se pasó aquel día por allí; si no a comer, a tomarse un café o una cerveza por la tarde. Si no había forma de que esto cuadrase con su horario de trabajo, esperaban a fichar y pasaban de camino a casa. ¿Dos chicas jóvenes del pueblo asesinadas en el mismo mes? Estaba claro que la gente quería hablar de ello.

Sam volvió hacia las dos, emanando calor y sudando la gota gorda por haberse pasado toda la mañana al sol en la escena del crimen. Me dijo que Andy le había asegurado que se pasaría a hablar conmigo en breve.

—No sé por qué —dije con cierta hosquedad—. Yo nunca iba con Dawn. ¿Te han dicho qué ha pasado?

—La estrangularon tras propinarle una pequeña paliza —contestó Sam—. Pero también han encontrado señales de mordiscos. Como los de Maudette.

—Hay muchísimos vampiros, Sam —le dije, respondiendo a la observación implícita que acababa de hacer.

—Sookie —dijo con voz queda y grave; me hizo recordar el modo en que me había cogido la mano en casa de Dawn, y entonces me acordé de cómo me había expulsado de su mente; cómo había sabido lo que yo estaba haciendo y cómo había sido capaz de protegerse—, cielo, Bill es un buen tipo, para ser vampiro; pero no es humano.

—Cielo, ni tú tampoco —le contesté, rápida pero incisivamente. Y me volví de espaldas, no queriendo admitir por qué estaba tan enfadada con él, pero queriendo que él lo supiera.

Trabajé como nunca. Fuesen cuales fuesen sus defectos, Dawn era muy eficiente; y Charlsie no podía igualar su ritmo. Tenía muy buena disposición y yo estaba segura de que lograría hacerse con el ritmo de trabajo del bar, pero de momento, nos tocó a Arlene y a mí tirar del carro aquella noche.

Gané una fortuna en propinas, especialmente hacia la noche, cuando la gente había empezado a enterarse de que yo había descubierto el cadáver. Mantuve una expresión solemne y lo llevé lo mejor que pude, tratando de no ofender a unos clientes que sólo pretendían informarse de lo mismo que el resto del pueblo.

De camino a casa, me permití desconectar un poco. Estaba agotada. Lo último que esperaba ver cuando tomé el estrecho camino de entrada que llevaba a mi casa a través del bosque era a Bill Compton. Me estaba esperando, apoyado contra un pino. Pasé por delante de él con la intención de ignorarle. Pero al final me detuve algo más lejos.

Me abrió la puerta. Salí sin mirarlo a los ojos. Parecía sentirse a gusto en la noche, de un modo en el que yo nunca podría hacerlo. Había demasiados tabúes infantiles sobre la noche, la oscuridad, y todas las cosas que pueden surgir repentinamente de ellas.

Pensándolo bien, Bill era una de esas cosas. No era de extrañar que se sintiera tan cómodo allí.

—¿Te vas a pasar toda la noche mirándote los pies, o vas a decidirte a dirigirme la palabra? —preguntó en lo que era poco más que un suspiro.

—Ha ocurrido algo que deberías saber.

—Cuéntame —estaba intentando algo conmigo: podía sentir su poder cerniéndose sobre mí, pero lo esquivé. El lanzó un suspiro.

—No puedo seguir de pie —dije penosamente—. Vamos a sentarnos; en el suelo, o donde sea. Tengo los pies destrozados.

Atendiendo a mi petición, me tomó en brazos y me subió al capó del coche. Luego se puso frente a mí con los brazos cruzados, esperando de un modo evidente.

—Tú dirás.

—Dawn ha sido asesinada. Exactamente igual que Maudette Pickens.

—¿Dawn?

De pronto me sentí mejor.

—La otra camarera del bar.

—¿La pelirroja que ha estado tantas veces casada?

Mucho, mucho mejor.

—No, la morena. La que no dejó de chocar las caderas contra tu silla para reclamar tu atención.

—Ah, ésa. Vino a mi casa.

—¿Dawn? ¿Cuándo?

—Después de que te fueras el otro día. La noche en que los otros vampiros estuvieron allí. Tuvo suerte de no coincidir con ellos. Confiaba demasiado en su capacidad para manejar cualquier tipo de situación.

Lo miré a la cara.

—¿Por qué dices que tuvo suerte? ¿No la habrías protegido?

Los ojos de Bill eran dos pozos de oscuridad a la débil luz de la luna.

—No creo —contestó.

—Eres…

—Soy un vampiro, Sookie. No pienso como tú. No me preocupo por la gente de manera automática.

—Pero a mí me protegiste.

—Tú eres distinta.

—¿No me digas? Soy camarera, como Dawn. Vengo de una familia normal y corriente, como Maudette. ¿Qué es tan diferente?

Una súbita rabia recorrió todo mi cuerpo. Sabía lo que se aproximaba. El puso un dedo en mi frente.

—Eres distinta —repitió—. No eres como nosotros pero tampoco como ellos.

Sentí un incontrolable acceso de cólera casi divina. Lo empujé y le di una bofetada, algo completamente descabellado. Era como intentar golpear un furgón acorazado. En un abrir y cerrar de ojos, me había levantado del coche y me estrechaba contra su cuerpo, reteniendo mis brazos contra mis costados con un solo brazo.

—¡No! —grité. Luché y pataleé pero podía haberme ahorrado las fuerzas. Por último, me dejé caer contra él. Mi respiración era irregular, también la suya; aunque creo que por diferentes motivos.

—¿Por qué creíste necesario contarme lo de Dawn? —sonaba tan razonable que parecía como si la pelea no hubiera tenido nunca lugar.

—Bueno, Señor de las Tinieblas —dije hecha una furia—, Maudette tenía marcas de antiguos mordiscos en los muslos y la policía le dijo a Sam que Dawn también.

Si los silencios pudieran calificarse, el suyo era reflexivo. Mientras Bill meditaba, o lo que sea que hacen los vampiros, su abrazo se aflojó. Con una mano, comenzó a frotarme la espalda con aire ausente, como si fuera un cachorrillo lloriqueante.

—Por lo que dices, no murieron a causa de las mordeduras.

—No. Fueron estranguladas.

—Entonces no fue un vampiro —dijo con tono concluyeme.

—¿Por qué no?

—Si se hubiera tratado de un vampiro, habrían muerto desangradas en lugar de estranguladas. No habrían sido desperdiciadas de ese modo.

Justo cuando empezaba a sentirme cómoda con Bill, él tenía que decir algo tan frío, tan de vampiro, que me hacía volver a empezar de nuevo.

—Entonces —dije hastiada—, o se trata de un astuto vampiro con un tremendo autocontrol, o ha sido alguien decidido a asesinar mujeres que han estado con vampiros.

—Humm…

Ninguna de las dos opciones me gustaba mucho.

—¿Crees que yo haría algo así? —inquirió.

No me esperaba la pregunta. Me revolví intentando liberarme de su abrazo para mirarlo a los ojos.

—Te has tomado muchas molestias para destacar lo despiadado que eres —le recordé—. ¿Qué es lo que quieres que crea?

Y resultaba tan maravilloso no saberlo que casi sonreí.

—Podría haberlas matado, pero no es algo que haría aquí o ahora —contestó. A la luz de la luna, su rostro no mostraba más color que el hueco oscuro de sus ojos y cejas—. Quiero quedarme aquí, quiero tener un hogar.

Un vampiro con aspiraciones hogareñas.

—No te compadezcas de mí, Sookie. Eso sería un error —parecía estar intentando que lo mirara a los ojos.

—Bill, a mí no me puedes hipnotizar, o lo que sea que hagas. No puedes hechizarme para que te deje morderme y luego convencerme de que no has estado aquí. Conmigo no valen esos truquitos. Tendrás que portarte como una persona normal, o forzarme.

—No —dijo con sus labios casi sobre los míos—. Jamás te forzaría.

Luché contra el apremiante impulso de besarlo. Por lo menos sabía que el impulso era mío, y no inducido.

—Pues si no fuiste tú —dije, tratando de retomar el asunto—, entonces es que Maudette y Dawn conocían a otro vampiro. Maudette frecuentaba el bar de vampiros de Shreveport. A lo mejor, Dawn también. ¿Me llevarías allí?

—¿Para qué? —preguntó, meramente curioso.

Me resultaba imposible explicarle lo que era sentirse en peligro a alguien que parecía estar más allá de él. Por lo menos, por la noche.

—No estoy segura de que Andy Bellefleur llegue al meollo de la cuestión —mentí.

—¿Todavía queda algún Bellefleur por aquí? —preguntó, y había algo distinto en su voz. Sus brazos ejercían tal presión sobre mí que me hacía daño.

—Sí —le contesté—. A montones. Andy es inspector de policía. Su hermana, Portia, es abogada. También está su primo, Terry, veterano de guerra y barman. Está sustituyendo a Sam. Y hay muchos más.

—Bellefleur…

Me estaba machacando.

—Bill —le dije con la voz atenazada por el miedo.

Aflojó el abrazo inmediatamente.

—Perdóname —dijo con aire grave.

—Me tengo que ir a la cama —le dije—. Estoy agotada.

Me depositó sobre el suelo sin hacer un solo ruido. Me miró.

—Les dijiste a los otros vampiros que te pertenecía —le dije.

—Así es.

—¿Qué significa eso, exactamente?

—Significa que si tratan de alimentarse contigo, los mataré —respondió—. Significa que eres mi humana.

—Tengo que reconocer que me alegro de que lo hicieras, pero no estoy muy segura de lo que conlleva ser tu humana —dije con precaución—, y no recuerdo que nadie me preguntara si a mí me parecía bien la idea.

—Sea lo que sea, seguro que es mejor que ir de fiesta con Malcolm, Liam y Diane —no me iba dar una respuesta clara.

—Entonces, ¿me vas a llevar al bar?

—¿Cuándo es tu siguiente noche libre?

—Pasado mañana.

—Entonces, al anochecer. Yo conduzco.

—¿Tienes coche?

—¿Y cómo crees que llego a los sitios si no? —es posible que hubiera una sonrisa en su resplandeciente cara. Dio media vuelta y se fundió con la negrura del bosque. Por encima del hombro, dijo:

—Sookie, déjame en buen lugar.

Me quedé allí mirando, boquiabierta.

¡Qué lo dejara en buen lugar!