A la mañana siguiente me levanté muy tarde, lo que no es de extrañar. Había encontrado a mi abuela dormida cuando llegué a casa y, para mi alivio, había sido capaz de meterme en la cama sin despertarla.
Estaba tomando un café en la cocina mientras mi abuela limpiaba la despensa, cuando sonó el teléfono. La abuela se sentó en el taburete de la encimera, su lugar habitual para contestar llamadas, antes de descolgar.
—¿Quién es? —dijo. Por alguna razón, siempre parecía molesta; como si recibir una llamada fuera lo último que deseara. Yo sabía perfectamente que ése no era el caso.
—Hola, Everlee. No, estaba aquí hablando con Sookie, que se acaba de levantar. No, no he oído nada. No, no me ha llamado nadie. ¿Qué? ¿Qué tornado? Anoche estaba despejado. ¿En FourTracks Córner? ¿De verdad?… No puede ser. ¿En serio? ¿Los dos? Ajá, ya. ¿Qué ha dicho Mike Spencer?
Mike Spencer era el juez de instrucción de la parroquia. Empecé a tener un mal presentimiento. Terminé el café y me serví otra taza. Estaba segura de que la iba a necesitar.
La abuela colgó un poco después.
—¡Sookie, no te vas a creer lo que ha pasado! —yo estaba por apostar que sí.
—¿Qué? —dije, tratando de aparentar inocencia.
—¡Pues que a pesar de lo tranquilo que estaba el tiempo anoche, un tornado ha azotado Four Tracks Córner! Volcó la caravana de alquiler que había en un claro del bosque y, al parecer, la pareja que la ocupaba ha muerto. Estaban atrapados bajo la caravana y completamente hechos papilla. Mike dice que nunca ha visto nada igual.
—¿Va a pedir la autopsia de los cadáveres?
—Bueno, creo que tiene que hacerlo, aunque la causa de la muerte parece estar suficientemente clara, según Stella. La caravana ha quedado de lado, el coche está casi encima y hay muchos árboles arrancados alrededor.
—Dios mío —musité, pensando en la fuerza necesaria para recrear ese escenario.
—Cariño, no me dijiste si tu amigo el vampiro fue ayer por el bar.
Di un respingo de culpabilidad y luego me di cuenta de que, a ojos de mi abuela, la conversación había cambiado de tema. Llevaba días preguntándome si había visto a Bill, y ahora, por fin, podía decirle que sí, aunque sin mucho entusiasmo.
Como era de prever, mi abuela se ilusionó como una cría. Revoloteaba por la cocina como si hubiésemos invitado al mismísimo príncipe Carlos.
—Mañana por la noche. ¿Y a qué hora? —preguntó.
—Después de anochecer. Eso es todo lo que puedo decirte.
—Ya estamos con el horario de verano, así que será bastante tarde —reflexionó mi abuela—. Bueno, tendremos tiempo de cenar y recoger antes de empezar la sesión. Y mañana tendremos todo el día para limpiar la casa. ¡Estoy por jurar que no hemos limpiado esa alfombra desde hace por lo menos un año!
—Abuela, estamos hablando de un tipo que duerme bajo tierra todo el día —le recordé—. No creo que se vaya a fijar en la alfombra.
—Bueno, pues si no es por él, lo haré por mí. Quiero sentirme orgullosa —sentenció mi abuela—. Además, señorita, ¿cómo sabes tú dónde duerme?
—Buena pregunta, abuela. No lo sé. Pero tiene que protegerse de la luz y esconderse, así que yo apostaría por eso.
Pronto comprendí que era imposible evitar que mi abuela entrase en una especie de frenesí de orgullo casero. Mientras me arreglaba para ir a trabajar, fue a la tienda, alquiló un aspirador de alfombras y se puso manos a la obra.
De camino al Merlotte's, decidí desviarme un poco al norte y pasé por Four Tracks Córner. Era un cruce tan antiguo como los primeros pobladores de aquella zona. Aunque ahora aparecía asfaltado y señalizado, la tradición popular decía que era una intersección de pistas de caza. Antes o después, habrá casas de estilo ranchero y calles comerciales a cada lado de la calzada, pero, de momento, seguía siendo bosque y aún había caza, según Jason.
Como nada había que me lo impidiera, conduje por el desnivelado camino que llevaba al claro en que los Rattray se habían instalado. Paré el coche y miré por el parabrisas, aterrada. La pequeña y vieja caravana yacía aplastada a tres metros de su ubicación original. El abollado coche rojo de los Rattray aún descansaba sobre uno de los extremos de la misma. Había arbustos y escombros esparcidos por todo el claro, y los árboles de detrás de la caravana mostraban signos de haber sido sometidos a una fuerza devastadora: ramas arrancadas, la copa de un pino colgando de un hilo de corteza. Había ropa entre las ramas de los árboles, y hasta una bandeja de horno.
Me bajé muy despacio y miré alrededor. Los daños eran sencillamente increíbles, especialmente sabiendo que no habían sido causados por un tornado; Bill, el vampiro, había dispuesto la escena para justificar la muerte de los Rattray.
Un viejo jeep bajó sorteando los baches hasta llegar a mí.
—Vaya, vaya. ¡Sookie Stackhouse! —dijo Mike Spencer—. ¿Qué estás haciendo aquí, jovencita? ¿No tienes que trabajar?
—Sí, señor. Es que conocía a los Ratas, a los Rattray. Ha sido horrible —pensé que era un comentario lo suficientemente ambiguo. Entonces vi que el sheriff también estaba allí.
—Una cosa horrible, sí. Por cierto, he oído —dijo el sheriff Bud Dearborn mientras bajaba del jeep— que tú y Mack y Denise no os llamasteis precisamente guapos la semana pasada en el aparcamiento del Merlotte's.
Sentí un frío agudo en algún lugar cerca del hígado cuando los dos hombres se pararon ante mí.
Mike Spencer era, además, director de una de las dos funerarias de Bon Temps. Como él siempre señalaba con mucha presteza, cualquiera podía solicitar los servicios de las Pompas Fúnebres Spencer e Hijos, pero sólo las personas de raza blanca parecían querer hacerlo. Del mismo modo, únicamente la gente de color elegía el Dulce Descanso. Mike era un hombre grueso de mediana edad, con el pelo y el bigote del color del te ralo y una gran afición por las botas de cowboy y las corbatas de lazo, que no podía ponerse cuando estaba de servicio en Spencer e Hijos. En aquel momento llevaba una.
El sheriff Dearborn, que tenía fama de buena persona, era algo mayor que Mike, pero era duro y fibroso desde la punta de su abundante cabello canoso hasta la de sus pesadas botas. Tenía el rostro algo aplastado y agudos ojos castaños. Había sido muy buen amigo de mi padre.
—Sí, señor. Tuvimos un rifirrafe —dije con franqueza, echando mano de mi acento sureño.
—¿Quieres contármelo? —el sheriff sacó un Malboro y lo encendió con un mechero metálico.
Y cometí un error. Debería habérselo dicho sin más. Se suponía que estaba loca, y algunos incluso pensaban que era retrasada. Pero por mi vida que no encontré ninguna razón por la que explicárselo a Bud Dearborn. Ninguna, excepto el sentido común.
—¿Por qué? —pregunté.
Sus pequeños ojos castaños se aguzaron, y su aire amistoso se desvaneció.
—Sookie —dijo, con tono de absoluta decepción. No me lo creí ni por un instante.
—Yo no hice nada de esto —rezongué, señalando aquel desastre.
—Claro que no —admitió—. Pero de todas formas, ellos han muerto a la semana de tener una disputa con alguien. Lo mínimo que puedo hacer es preguntar.
Reconsideré la idea de plantarle cara. Me hacía sentir bien, pero no merecía la pena. Empecé a pensar que podía aprovechar mi reputación de persona con pocas luces. Puede que no tenga estudios o no haya visto mundo, pero no soy ni estúpida ni inculta.
—Es que le estaban haciendo daño a un amigo —confesé, con la cabeza gacha y mirando al suelo.
—¿No te referirás al vampiro que vive en la antigua residencia Compton? —Mike Spencer y Bud Dearborn intercambiaron una mirada.
—Sí, señor —me sorprendió escuchar dónde vivía Bill, pero ellos no se enteraron. Tras años de escuchar cosas que no quería oír, había desarrollado cierta habilidad para controlar mi expresión facial. La antigua casa Compton estaba justo al otro extremo del bosque que había junto a mi casa, al mismo lado de la carretera. Entre ambas casas sólo se alzaba el cementerio. «¡Qué a mano para Bill!», pensé, y sonreí.
—Sookie Stackhouse, ¿tu abuela deja que te relaciones con ese vampiro? —inquirió Spencer, con muy poca prudencia.
—Puede preguntárselo a ella —contesté, maliciosa; con muchas ganas de ver lo que mi abuela diría a cualquiera que sugiriese que no estaba cuidando bien de mí—. La cosa es que los Rattray estaban tratando de drenar a Bill.
—Así que estaban drenando al vampiro ¿Y tú los detuviste? —interrumpió el sheriff.
—Sí —dije, tratando de parecer resuelta.
—El drenaje de vampiros es ilegal —musitó.
—¿No es un asesinato matar a un vampiro que no te ha atacado? —pregunté.
Puede que forzase demasiado mi pose de ingenuidad.
—Sabes de sobra que lo es, aunque yo no esté de acuerdo con esa ley. Pero sigue siendo la ley y la aplicaré —dijo el sheriff con frialdad.
—¿Así que el vampiro los dejó ir como si nada, sin intentar vengarse? ¿Sin decirles siquiera que les gustaría verlos muertos? —preguntó con ironía Mike Spencer.
—Eso es —les sonreí y miré la hora en mi reloj. Al ver la esfera, recordé la sangre, mi sangre, brotando fuera de mi cuerpo por culpa de los Rattray. Tuve que mirar a través de esa sangre para poder ver la hora—. Si me disculpan, tengo que irme a trabajar —dije—. Buen día, señor Spencer, sheriff…
—Adiós, Sookie —contestó el sheriff Dearborn. Parecía tener muchas más preguntas que hacerme, pero no sabía cómo formularlas. Se veía a las claras que no estaba muy convencido por la puesta en escena y no parecía muy probable que ningún radar hubiese registrado un tornado en parte alguna. De cualquier modo, ahí estaban la caravana, el coche y los árboles, y los Rattray habían aparecido muertos debajo. ¿Qué otra cosa más podría decirse sino que el tornado había acabado con sus vidas? Me imaginé que ya habrían enviado los cadáveres al forense. En estas circunstancias, ¿cuánto podría desvelar una autopsia?
La mente humana es una cosa sorprendente. El sheriff Dearborn debía de saber que los vampiros poseen una fuerza extraordinaria, pero no podía imaginarse hasta qué punto: suficiente para volcar una caravana y aplastarla por completo. Incluso a mí me costaba creerlo, y sabía perfectamente que ningún tornado había golpeado Four Tracks Córner aquella noche.
Todo el bar bullía con la reciente noticia. El asesinato de Maudette había pasado a segundo plano ante la muerte de Mack y Denise. Descubrí a Sam mirándome un par de veces, y pensé en la noche anterior. Me pregunté cuánto sabía, pero me daba miedo preguntarle por si no había visto nada. Había cosas de la noche anterior que aún no había sido capaz de recomponer en mi cabeza, pero me sentía tan afortunada por estar viva que ni siquiera quería pensar en ello.
Mi sonrisa nunca había sido tan marcada como aquella noche. Nunca había devuelto los cambios con tanta energía ni había servido los pedidos con tal exactitud. Ni siquiera Rene, con su pelo alborotado, logró que me detuviera a participar en sus largas peroratas cada vez que pasaba cerca de la mesa que él compartía con Hoyt y otro par de colegas.
A Rene le gustaba ir de cajún[4] de vez en cuando, aunque su acento siempre era impostado. Su familia había dejado que se perdiera toda su herencia cultural. Todas las mujeres con las que se había casado habían sido recias y salvajes. Su breve matrimonio con Arlene había tenido lugar cuando ella era joven y no tenía hijos, y ella me había dicho que en aquella época había hecho cosas que ahora, sólo de pensarlas, le ponían los pelos de punta. Ella había madurado desde entonces, pero Rene no. Para mi sorpresa, era indudable que Arlene le tenía cariño.
Esa noche en el bar reinaba una gran excitación a causa de los inusuales sucesos que se habían producido en Bon Temps. Una mujer había sido asesinada en circunstancias misteriosas; por lo general, todos los casos de asesinato se resolvían con facilidad en el pueblo. Además, una pareja había muerto de forma violenta como consecuencia de un capricho de la naturaleza. Atribuí lo que pasó a continuación a esa excitación. Este es un bar local, por el que se pasan pocos forasteros, por lo que nunca había tenido muchos problemas por recibir atenciones no deseadas. Pero aquella noche uno de los hombres sentados a la mesa de Rene y Hoyt, un rubio corpulento con la cara ancha y enrojecida, subió la mano por la pata de mi short cuando les llevaba una cerveza.
Eso no cuela en el Merlotte's.
Estaba pensando en estamparle la bandeja en la cara, cuando sentí que había quitado la mano. Alguien estaba justo detrás de mí. Volví la cabeza y vi a Rene, que se había levantado de su silla sin que yo me hubiera dado cuenta. Seguí su brazo con la mirada y vi que su mano apretaba fuertemente la del rubio. La roja cara de este último estaba adquiriendo diversas tonalidades.
—¡Eh, tío, suelta! —protestó el rubio—. No ha sido nada.
—Aquí no se toca a las camareras. Esas son las normas —puede que Rene sea bajo y enjuto, pero cualquiera del bar habría apostado por él en caso de pelea.
—Vale, vale.
—Pídele disculpas a la señorita.
—¿A la pirada de Sookie? —preguntó, con estupor. Al parecer ya había estado en el bar antes.
Rene debió de apretar aún más la mano del rubio. Se le saltaron las lágrimas.
—Lo siento, Sookie, ¿de acuerdo?
Asentí con tanta dignidad como fui capaz. Rene soltó bruscamente la mano del hombre e hizo un gesto con el pulgar para indicarle que se fuera a paseo. El rubio no tardó ni un segundo en largarse acompañado de su amigo.
—Rene, deberías haberme dejado a mí encargarme de la situación —le dije en voz baja cuando los clientes parecían haber retomado sus conversaciones. Habíamos alimentado la máquina de los rumores para otros dos días—. Pero muchas gracias de todos modos.
—No quiero que nadie le ande tocando las narices a la amiga de Arlene —dijo Rene, con naturalidad—. Este es un sitio agradable, y así queremos que continúe. Además, a veces me recuerdas a Cindy, ¿sabes?
Cindy era la hermana de Rene. Se había mudado a Baton Rouge uno o dos años antes. Era rubia y tenía los ojos azules; más allá de eso no veía ningún otro tipo de similitud, pero no quería parecer descortés.
—¿Ves mucho a Cindy? —pregunté. Hoyt y el otro tipo discutían sobre puntuaciones y estadísticas de los Shreveport Captains[5].
—Bueno, de vez en cuando —contestó Rene, meneando la cabeza como si quisiera decir que le gustaría verla más a menudo—. Trabaja en la cafetería de un hospital.
Le di una palmada en el hombro.
—Tengo que trabajar.
Cuando llegué a la barra para recoger otro pedido, Sam me miró arqueando las cejas. Abrí mucho los ojos para mostrarle lo sorprendida que estaba con la actuación de Rene, y Sam se encogió ligeramente de hombros, como para indicar que el comportamiento humano es impredecible.
Pero cuando pasé al otro lado de la barra para coger más servilletas, descubrí que había sacado el bate de béisbol que siempre guarda bajo la caja registradora para los casos de emergencia.
La abuela me mantuvo muy ocupada al día siguiente. Ella pasó el polvo, la aspiradora y la fregona; y yo limpié los baños. Mientras frotaba la taza del váter con un estropajo, me pregunté si los vampiros necesitarían ir alguna vez al baño. La abuela me hizo aspirar el pelo del gato del sofá; vacié las papeleras, abrillanté las mesas y hasta le pasé el paño a la lavadora y la secadora, por estúpido que parezca.
Cuando la abuela comenzó a meterme prisa para que me duchara y arreglase, me di cuenta de que pensaba que Bill, el vampiro, salía conmigo. Eso me hizo sentir un poco rara. En primer lugar, demostraba que mi abuela estaba tan desesperada por que yo me relacionara que hasta un vampiro le resultaba aceptable; en segundo lugar, yo albergaba ciertos sentimientos que avalaban esa teoría; en tercer lugar, Bill podía percatarse perfectamente de todo esto; y, por último, ¿podrían los vampiros hacerlo como los humanos?
Me duché, me maquillé y me puse un vestido, porque sabía que a mi abuela le daría algo si no lo hacía. Era un vestido corto de algodón azul con pequeñas margaritas estampadas; más ajustado de lo que mi abuela habría querido, y más corto de lo que Jason consideraba apropiado para su hermana. Había «oído» todo esto la primera vez que me lo puse. Me puse los pendientes de bolas amarillas y me recogí el pelo con un pasador en forma de plátano amarillo.
La abuela me dirigió una extraña mirada, que no supe cómo interpretar. Podía haberlo descubierto rápidamente, pero escuchar la mente de una persona con la que vives está fatal, así que preferí permanecer en la ignorancia. Ella llevaba una falda y una blusa que solía ponerse para las reuniones de los Descendientes de los Muertos Gloriosos, ya que el conjunto no era lo suficientemente bueno como para llevarlo a misa, ni tan sencillo como para ponérselo todos los días.
Yo estaba barriendo el porche, del que nos habíamos olvidado, cuando él llegó. Hizo una entrada al más puro estilo vampiro: no estaba, y al instante siguiente lo vi al pie de las escaleras, mirándome.
Sonreí y le dije:
—No me has asustado.
Pareció un poco azorado.
—Es la costumbre —dijo—. Nunca hago mucho ruido.
Abrí la puerta.
—Adelante —le invité, y él subió las escaleras mirando alrededor.
—Me acuerdo de este lugar —dijo—. Pero no era tan grande.
—¿Te acuerdas de esta casa? A la abuela le va a encantar saberlo.
Lo precedí hasta el salón, llamando a la abuela por el camino.
Ella entró en la sala con mucha dignidad y por primera vez me di cuenta de que se había tomado muchas molestias para peinar su espesa mata de pelo blanco, que, para variar, llevaba suave y bien peinado, formando una complicada espiral sobre su cabeza. También se había pintado los labios.
Bill demostró estar a la altura de mi abuela en lo que a relaciones sociales se refiere. Se saludaron, se dieron las gracias, intercambiaron cumplidos y, por fin, Bill se sentó en el sofá, mientras que mi abuela lo hizo en la butaca, dejando claro que mi lugar estaba junto a Bill. No había forma de salir de aquélla sin que todo el asunto resultara aún más evidente. Me senté junto a él, pero recostada contra el borde, como si en cualquier momento tuviera que levantarme a rellenar los vasos de té helado que estábamos tomando.
El acercó decorosamente los labios al borde del vaso y volvió a dejarlo. La abuela y yo dimos largos sorbos a los nuestros, con nerviosismo.
La abuela escogió un primer tema de conversación muy desafortunado.
—Supongo que se habrá enterado de lo de ese extraño tornado —dijo.
—Cuénteme —dijo Bill, con una voz más suave que la seda. No me atreví a mirarlo, así que me senté con las manos cruzadas sin poder levantar la vista.
La abuela comenzó a detallarle el caso del misterioso tornado y la muerte de los Ratas. Le dijo que todo el asunto era espantoso, pero que estaba clarísimo. Justo entonces, me pareció que Bill se relajaba una pizca.
—Ayer pasé por allí de camino al trabajo —dije, sin elevar la mirada—, junto a la caravana.
—¿Era lo que te esperabas encontrar? —preguntó Bill, mostrando simple curiosidad.
—No —contesté—. No era nada que pudiera haber imaginado. La verdad es que me quedé completamente asombrada.
—Pero Sookie, tú ya has visto antes lo que es capaz de provocar un tornado —dijo la abuela, sorprendida.
Cambié de tema.
—Bill, ¿dónde compraste ese polo? Es muy bonito —llevaba unos Dockers de color caqui y un polo a rayas verdes y marrones; unos mocasines lustrosos y unos finos calcetines marrones.
—En Dillard's —contestó, e intenté imaginármelo paseando por el centro comercial de Monroe, tal vez, y al resto de la gente volviéndose a mirar a esta exótica criatura de piel resplandeciente y preciosos ojos. ¿De dónde sacaría el dinero? ¿Cómo se lavaría la ropa? ¿Se metería desnudo en su ataúd? ¿Tendría coche o sencillamente flotaba hasta el lugar al que quisiese llegar?
La abuela estaba encantada con la normalidad de los hábitos de compra de Bill. Sentí otra punzada de dolor al observar lo contenta que estaba de tener a mi supuesto pretendiente en su salón, aun cuando —según se decía— éste fuera víctima de un virus que le confería el aspecto de un muerto.
La abuela se lanzó a interrogar a Bill. El contestó a sus preguntas con cortesía y aparente buena disposición. Vale, se trataba de un muerto muy educado.
—¿Y su familia era de esta zona? —preguntó la abuela.
—La familia de mi padre era de los Compton, y la de mi madre, de los Loudermilk —respondió él con prontitud. Parecía muy relajado.
—Todavía quedan muchos Loudermilk —dijo la abuela, muy contenta—. Pero me temo que el anciano señor Jessie Compton murió el año pasado.
—Lo sé —replicó Bill—. Por eso regresé. La propiedad de las tierras revertía en mí, y como las cosas han cambiado últimamente para los de mi especie, decidí reclamarla.
—¿Conoció a los Stackhouse? Sookie dice que posee usted una larga historia —pensé que la abuela lo había planteado de un modo muy elegante. Sonreí sin dejar de mirarme las manos.
—Recuerdo a Jonas Stackhouse —contestó Bill, para regocijo de mi abuela—. Mis padres ya estaban aquí cuando Bon Temps sólo era un bache en el camino que discurría junto a la frontera. Jonas Stackhouse llegó a este lugar con su esposa y sus cuatro hijos cuando yo era apenas un muchacho de dieciséis años. ¿No es ésta la casa que él levantó, al menos en parte?
Advertí que cuando Bill hablaba del pasado, empleaba un vocabulario diferente y su voz adquiría una cadencia distinta. Me pregunté cuántos cambios en la jerga y la entonación del inglés se habrían sucedido a lo largo del último siglo.
Ni que decir tiene, la abuela se encontraba en el paraíso genealógico. Quería saberlo todo acerca de Jonas, el tatatatarabuelo de su marido.
—¿Poseía esclavos? —le preguntó.
—Señora, si no recuerdo mal, tenía una esclava doméstica, y otro para las labores del campo. La esclava era una mujer de mediana edad y el esclavo era un joven robusto, llamado Minas. Pero eran principalmente los Stackhouse los que trabajaban los campos, como hacía mi propia gente.
—¡Oh! Esta es la clase de cosas que a mi pequeño grupo le encantaría descubrir. ¿Le dijo Sookie…? —la abuela y Bill, tras muchos finos circunloquios, acordaron una fecha para que Bill diese una charla en una sesión nocturna de los Descendientes.
—Y ahora, si nos disculpa a Sookie y a mí, quizá demos un paseo. Hace una noche espléndida —lentamente, para que pudiera verlo venir, se inclinó y cogió mi mano. Se levantó al mismo tiempo que tiraba de mí. Su mano era fría, firme y suave. Bill no estaba pidiéndole permiso a la abuela, pero tampoco la estaba ignorando.
—Oh, marchad tranquilos —dijo mi abuela, henchida de felicidad—. Tengo muchas cosas que hacer. Tendrá usted que referirme todos los nombres que recuerde de cuando estaba… —y ahí se detuvo, tratando de no herirlo.
—… Residiendo aquí en Bon Temps —añadí intentando ayudar.
—Por supuesto —dijo el vampiro, y por la forma en que apretó sus labios me pareció que estaba intentando reprimir una sonrisa.
De algún modo, llegamos a la puerta, y me di cuenta de que Bill me había elevado y trasladado velozmente. Sonreí de puro placer. Me gusta lo inesperado.
—Enseguida volvemos —le dije a la abuela. Creo que no se había dado cuenta del extraño movimiento, porque estaba recogiendo los vasos de té.
—Oh, no os deis prisa por mí —replicó—. Estaré perfectamente.
Afuera, las ranas, sapos e insectos estaban interpretando su particular ópera rural nocturna. Bill siguió asiendo mi mano durante el rato que caminamos hasta el jardín, que olía a césped recién cortado y a plantas en flor. Mi gata, Tina, apareció de entre las sombras demandando atención. Me agaché a rascarle la cabeza. Luego, para mi sorpresa, Tina fue a frotarse contra las piernas de Bill, que no hizo nada por disuadirla.
—¿Te gusta este animal? —preguntó, con un tono neutro.
—Es mi gata —contesté—. Se llama Tina y la adoro.
Sin decir nada, Bill se quedo inmóvil esperando a que Tina siguiese su camino hasta adentrarse de nuevo en la oscuridad que rodeaba el porche.
—¿Quieres sentarte en el columpio o en aquellas sillas, o prefieres dar un paseo? —le pregunté, ya que me parecía que ahora era yo la anfitriona.
—Oh, vamos a pasear un poco. Necesito estirar las piernas —por un algún motivo, esta frase me intranquilizó, pero comencé a avanzar por el largo camino de entrada hacia la estrecha carretera comarcal que unía nuestras casas.
—¿Te disgustaste al ver la caravana?
Intenté buscar una forma de explicarme.
—Eh… Me siento frágil cuando lo recuerdo.
—Ya sabías que era fuerte.
Ladeé la cabeza, meditando.
—Sí, pero no era consciente de hasta qué punto —le contesté—. También me impresionó que mostraras tanta imaginación.
—Con el tiempo, hemos conseguido ser muy buenos cuando se trata de ocultar lo que hemos hecho.
—Ya… Eso quiere decir que has matado a bastantes personas.
—Unas cuantas —«Asúmelo», parecía querer decir su voz. Me apreté las manos tras la espalda—. ¿Sentiste mucha hambre justo después de convertirte en vampiro? ¿Cómo ocurrió?
Eso no se lo había esperado. Me miró. Sentí sus ojos clavados en mí a pesar de la negrura de la noche. Estábamos rodeados de bosque y sólo se oía el rechinar de nuestros pasos sobre la gravilla.
—La historia de cómo llegué a ser lo que soy es demasiado larga para contarla ahora —dijo—. Pero sí, cuando era más joven, alguna vez, maté por accidente. Nunca sabía cuándo podría alimentarme de nuevo, ¿comprendes? Se nos perseguía sin tregua, como es lógico, y no había nada parecido a la sangre artificial. Además, no había tanta gente.
Pero había sido un buen hombre en vida; es decir, hasta que me infecté con el virus. Por eso, intenté ser lo más civilizado que pude, que mis víctimas fueran malas personas y que nunca se tratase de niños. Por lo menos, conseguí no matar a ninguno. Ahora todo es completamente distinto. Puedo acudir a una farmacia de guardia en cualquier ciudad y conseguir sangre sintética, aunque sabe fatal; o puedo pagar a una puta y conseguir suficiente alimento para tirar un par de días; o incluso hipnotizar a alguien para que me deje morderle por amor y después hacer que lo olvide. Además, ya no siento tanto apetito.
—También puedes encontrarte a una chica con heridas en la cabeza —añadí.
—Oh, tan sólo fuiste el postre; los Rattray hicieron de plato principal.
De nuevo: «Asúmelo».
—¡Uf! —dije, sin aliento—. Dame un minuto.
Y eso es lo que hizo. Ningún otro hombre entre un millón me habría concedido todo ese tiempo. Abrí la mente, bajé la guardia y me relajé. Su silencio se derramó sobre mí. Permanecí en pie, con los ojos cerrados, y exhalé un suspiro de alivio demasiado profundo para ser verbalizado.
—¿Feliz? —preguntó, como si lo supiera.
—Sí —musité. En ese momento sentí que nada importaba lo que aquella criatura hubiese hecho, el valor de la paz que me transmitía era incalculable tras toda una vida condenada a escuchar el insoportable ruido de los pensamientos de los demás.
—Tú también me sientas bien —dijo, para mi sorpresa.
—¿A qué te refieres? —le pregunté, embelesada.
—En ti no hay miedo, ni prisas, ni actitud de condena. No tengo que recurrir al glamour para que te detengas a hablar conmigo.
—¿Glamour?
—Sí, bueno. Es como un hipnotismo —explicó—. Todos los vampiros lo utilizamos, en mayor o menor medida. Antes de que se fabricara la sangre sintética, resultaba vital ser capaces de persuadir a la gente de que éramos inofensivos…, o de que jamás nos habían visto… A veces, incluso era necesario hacerles creer que habían visto otra cosa.
—¿Y eso funciona conmigo?
—Pues claro —contestó, sorprendido ante la pregunta.
—Vale, prueba.
—Mírame.
—Está todo muy oscuro.
—No importa. Mírame a la cara —dio un paso hacia mí y apoyó suavemente sus manos sobre mis hombros. Entonces, me miró. Volví a apreciar el leve halo de su piel y de sus ojos, y le miré fijamente, preguntándome si empezaría a cloquear como una gallina o a desvestirme.
Pero no ocurrió nada. Tan sólo sentía el narcótico efecto de la relajación que su presencia siempre me procuraba.
—¿Sientes la influencia? —preguntó. Parecía agotado.
—Ni una pizca. Lo siento —dije con humildad—. Sólo veo tu brillo.
—¿Puedes percibirlo? —había vuelto a sorprenderlo.
—Claro. Como todo el mundo, supongo.
—No. Esto sí que es raro, Sookie.
—Si tú lo dices. ¿Puedo ver cómo levitas?
—¿Aquí? —Bill parecía divertido.
—Claro, ¿por qué no? A menos que haya alguna razón.
—No, ninguna en absoluto —soltó mis brazos y comenzó a elevarse.
Suspiré extasiada. Él flotaba en la oscuridad, resplandeciente, como el mármol blanco a la luz de la luna. Cuando estaba casi a un metro del suelo, comenzó a planear. Me pareció que me estaba sonriendo.
—¿Todos vosotros sabéis hacerlo? —le pregunté.
—¿Sabes cantar?
—No, soy incapaz de entonar.
—Pues nosotros tampoco podemos hacer todos exactamente las mismas cosas —Bill descendió con lentitud y aterrizó en el suelo sin hacer un solo ruido—. La mayoría de los humanos se muestran aprensivos con los vampiros, pero tú no —comentó.
Me encogí de hombros. ¿Quién era yo para recelar de algo fuera de lo común? Pareció comprender porque, tras una breve pausa en que retomamos nuestro paseo, dijo:
—¿Ha sido siempre tan duro para ti?
—Sí, la verdad —no podía decir otra cosa, aunque no quería empezar a quejarme—. Lo peor fue cuando era muy pequeña porque no sabía cómo protegerme y escuchaba pensamientos que, por supuesto, nadie esperaba que oyera, y los repetía. Eso es lo que hacen los niños, claro. Mis padres no sabían qué hacer conmigo; sobre todo, mi padre. Al final, mi madre me llevó a una psicóloga infantil, que sabía perfectamente lo que yo era, pero se negaba a aceptarlo y les decía a mis padres que yo era muy observadora y podía interpretar su lenguaje corporal, por lo que tenía motivos para creer que podía leer en sus mentes. Por supuesto, ella no podía admitir que yo estuviera literalmente escuchando los pensamientos de la gente, porque algo así no encajaba en su concepción del mundo.
»También me fue muy mal en el colegio porque me resultaba imposible concentrarme cuando había tan pocos compañeros que lo hicieran. Sin embargo, cuando había examen, obtenía muy buenos resultados porque los otros niños le prestaban toda su atención… Eso me daba algo de margen. A veces, mis padres pensaban que era una vaga y no me esforzaba en clase. Mis profesores llegaron a pensar que tenía algún trastorno del aprendizaje; en fin, no puedes ni imaginarte la cantidad de teorías al respecto. Me examinaban los ojos y los oídos cada dos meses, me sometían a escáneres cerebrales… Dios. Mis pobres padres se gastaron un dineral, pero nunca fueron capaces de aceptar la realidad. Bueno, al menos abiertamente.
—En su interior, lo sabían.
—Sí. Me acuerdo que una vez mi padre no sabía si avalar a un hombre que quería abrir un establecimiento de repuestos para automóviles, así que me pidió que me sentara a su lado cuando el hombre viniese a hablar con él. Cuando se hubo marchado, mi padre me llevó afuera, apartó la vista y me preguntó: «Sookie, ¿está diciendo la verdad?». Es el momento más extraño que recuerdo.
—¿Cuántos años tenías?
—No llegaba a los siete, porque murieron cuando estaba en segundo de primaria.
—¿Cómo?
—Una riada. Estaban cruzando el puente que está al oeste.
Bill no dijo nada. Supuse que a lo largo de su existencia había visto multitud de muertes.
—¿Mentía aquel hombre? —preguntó al cabo de unos segundos.
—Oh, sí. Tenía pensado coger el dinero y largarse.
—Tienes un don.
—Sí, claro, un don —sentí descender las comisuras de mi labios.
—Te hace distinta al resto de los humanos.
—No me digas —caminamos en silencio durante unos minutos más—. ¿Entonces, no te consideras humano?
—Llevo mucho tiempo sin hacerlo.
—¿Realmente crees que has perdido el alma? —eso era lo que la iglesia católica predicaba.
—No hay modo de saberlo —contestó Bill, como si tal cosa. Era evidente que le había dado tantas vueltas a esa cuestión que ya era un tema corriente para él—. En mi opinión, no. Hay algo en mí que no es cruel ni asesino, incluso después de todos estos años. Aunque puedo ser ambas cosas.
—No es culpa tuya haberte infectado con el virus —Bill bufó, pero era elegante hasta para esto.
—Desde que hay vampiros se han inventado miles de teorías. A lo mejor ésa es la verdadera —pareció arrepentirse de haberlo dicho—. Si se trata de un virus —continuó, sin tanta gravedad—, es un virus muy selectivo.
—¿Cómo se convierte uno en vampiro? —había leído todo tipo cosas, pero ahora me iba a enterar de primera mano.
—Tendría que desangrarte, de una vez o durante un par de días, hasta la muerte; y, luego, darte mi sangre. Yacerías como un cadáver durante unas cuarenta y ocho horas, a veces durante tres días, para luego levantarte y andar en la noche. Y tendrías mucha hambre.
La forma en que dijo «hambre» me hizo temblar.
—¿No hay ningún otro modo?
—Algunos vampiros me han dicho que los humanos a los que muerden con frecuencia, un día tras otro, pueden convertirse en vampiros súbitamente. Pero claro, eso requiere mordidas profundas y consecutivas. Otra gente sencillamente se vuelve anémica. Y, bueno, si la persona está próxima a morir por la razón que sea, un accidente de coche o una sobredosis, por ejemplo, el proceso puede acabar realmente mal.
Estaba empezando a aterrorizarme.
—Cambiemos de tema. ¿Qué tienes pensado hacer con la propiedad Compton?
—Quiero vivir allí mientras pueda. Estoy cansado de vagar de ciudad en ciudad. Crecí en el campo y, ahora que se reconoce legalmente mi derecho a existir y puedo ir a Monroe, Shreveport o Nueva Orleans a por sangre sintética o prostitutas especializadas, me quiero quedar aquí. O por lo menos, intentarlo. Llevo décadas dando tumbos por ahí.
—¿En qué condiciones está la casa?
—Bastante malas —admitió—. He estado tratando de limpiarla por las noches, pero necesito obreros para hacer algunas reparaciones. No se me da mal la carpintería, pero no tengo ni idea de electricidad —«Obviamente», pensé—. Me da la impresión de que hay que renovar el cableado —continuó Bill, con la misma preocupación de un propietario normal y corriente.
—¿Tienes teléfono?
—Pues claro —contestó, sorprendido.
—Entonces, ¿qué problema hay con los obreros?
—Es difícil localizarlos por la noche y conseguir concertar una cita con ellos para explicarles lo que hay que hacer. Se asustan o piensan que es una broma —la frustración era patente en su voz, aunque no podía verle la cara.
Me reí.
—Si quieres, los puedo llamar yo —me ofrecí—. A mí me conocen y, aunque todo el mundo piensa que estoy loca, saben que se pueden fiar de mí.
—Me harías un gran favor —dijo Bill, tras pensárselo unos instantes—. Podrían trabajar durante el día, una vez que hayamos discutido las obras y el precio.
—Qué cantidad de inconvenientes tiene que tener no poder salir durante el día —dije sin pensar. La verdad es que nunca me lo había planteado antes.
—Muchos —confirmó Bill secamente.
—Y tener que ocultar tu lugar de descanso —continué. Cuando noté el silencio de Bill, me disculpé—. Lo siento —dije. Si no hubiera estado todo tan oscuro, me habría visto enrojecer.
—El lugar de descanso de un vampiro es su secreto mejor guardado —dijo rígidamente.
—Lo siento mucho.
—Disculpa aceptada —dijo, tras un rato en que lo pasé fatal.
Llegamos a la carretera y miramos a ambos lados como si estuviésemos esperando un taxi. Podía verle con toda claridad a la luz de la luna ahora que nos habíamos alejado de los árboles. El también me podía ver. Me miró de arriba abajo.
—Tu vestido es del color de tus ojos. Muy conjuntado.
—Gracias —desde luego yo no le veía con tanta claridad.
—No es que haya mucho, por otro lado.
—¿Cómo?
—Me cuesta acostumbrarme a que las chicas jóvenes lleven tan poca ropa —dijo Bill.
—Pues has tenido unas cuantas décadas para hacerte a la idea —le espeté—. ¡Vamos, Bill! ¡Hace cuarenta años que se llevan los vestidos cortos!
—A mí me gustaban las faldas largas —dijo, con nostalgia—. Y todo lo que se ponían las mujeres bajo la ropa. Aquellas enaguas.
Resoplé despectivamente.
—¿Por lo menos llevas enaguas? —preguntó.
—Lo que llevo es una preciosa braguita de nailon beis con encaje —le respondí, indignada—. ¡Y si fueras humano, pensaría que estás tratando de que te hable de mi ropa interior!
Se rió con esa carcajada profunda y un poco oxidada que tanto me afectaba.
—¿De verdad la llevas, Sookie?
Le saqué la lengua porque sabía que me podía ver. Tiré del vestido un poco hacia arriba, dejando al descubierto parte del encaje y unos cuantos centímetros de mi piel morena.
—¿Contento? —le pregunté.
—Tienes unas piernas preciosas, pero sigo prefiriendo los vestidos largos.
—Eres un cabezota —le dije.
—Eso es lo que mi mujer solía decirme.
—Así que estuviste casado.
—Sí. Me convertí en vampiro a los treinta años. Tenía mujer y cinco hijos. Mi hermana, Sarah, vivía con nosotros. Nunca se casó, su prometido murió en la Guerra.
—¿En la Guerra Civil?
—Sí. Yo conseguí regresar del frente. Fui uno de los pocos afortunados; por lo menos, eso era lo que yo pensaba.
—Luchaste en el bando del Ejército Confederado —dije, meditabunda—. Si conservases el uniforme y te lo pusieras para asistir a la charla, las señoras se desmayarían de ilusión.
—Hacia el final de la Guerra, aquello no podía llamarse uniforme —dijo con amargura—. Nos cubríamos con harapos y nos moríamos de hambre —pareció sacudirse aquel recuerdo—. Todo aquello dejó de tener sentido cuando me convertí en vampiro —dijo Bill, recuperando su tono frío y distante.
—He mencionado algo que te apena —le dije—. Lo siento. ¿De qué podemos hablar? —nos volvimos y caminamos de regreso a la casa.
—De tu vida —contestó—. Dime qué haces por las mañanas, cuando te despiertas.
—Me levanto. Hago enseguida la cama. Desayuno: tostadas, a veces cereales, otras huevos, y café. Luego me lavo los dientes, me ducho y me visto. De vez en cuando, me depilo y todo eso. Si tengo turno de día, voy para allá. Si no trabajo hasta la noche, me voy de compras, llevo a la abuela a la tienda, alquilo una peli o tomo el sol. Y leo un montón. Tengo suerte de que la abuela se mantenga activa. Ella es la que lava y plancha la ropa, y, por lo general, se ocupa de cocinar.
—¿Y qué me cuentas de chicos?
—Bueno, ya te lo dije. Es imposible.
—¿Y qué vas a hacer, Sookie? —preguntó con dulzura.
—Pues envejecer y morir —dije secamente. Tocaba con demasiada frecuencia mi punto débil.
Para mi sorpresa, Bill se acercó y me cogió la mano. Ahora que ambos nos habíamos molestado un poco cuando la otra persona había tocado algún tema delicado, todo parecía más claro. La noche estaba serena y una leve brisa mecía mi cabello.
—¿Podrías quitarte el pasador? —preguntó Bill.
No había motivo para negarse. Solté su mano y me lo quité. Sacudí la cabeza para que el pelo terminara de soltarse. Luego, metí el pasador en su bolsillo, ya que el vestido no tenía. Como si fuera lo más normal del mundo, Bill comenzó a pasar los dedos por mi pelo, extendiéndolo sobre mis hombros.
Como parecía que el contacto físico estaba permitido, acaricié sus patillas.
—Son largas —comenté.
—Era la moda —me aseguró—. Tengo suerte de no haber llevado barba, como tantos hombres, o la habría tenido para toda la eternidad.
—Entonces, ¿nunca te afeitas?
—No, por suerte me acababa de afeitar —parecía estar fascinado con mi pelo—. A la luz de la luna parece plata —dijo muy bajito.
—Bueno, ¿y a ti qué te gusta hacer?
Pude ver el esbozo de una sonrisa en la oscuridad.
—A mí también me gusta leer —reflexionó un poco—. Me gusta el cine, por supuesto, he seguido toda su evolución. Me gusta estar con gente que tiene una vida normal. A veces, añoro la compañía de otros vampiros, aunque la mayoría lleva una vida muy distinta a la mía.
Caminamos un poco más en silencio.
—¿Te gusta la tele?
—La veo de vez en cuando —confesó—. Durante una época grababa las telenovelas y las veía por la noche. Fue cuando pensaba que estaba olvidando cómo era ser humano. Luego dejé de hacerlo porque, a juzgar por lo que veía en las series, la humanidad no era algo que mereciera ser recordado —me reí.
Llegamos al círculo de luz que rodea la casa. Una parte de mí esperaba que la abuela estuviera esperándonos sentada en el columpio del porche, pero no fue así. Sólo había una bombilla encendida en el salón. «De verdad, abuela», pensé, exasperada. Era como si un chico me llevara a casa después de nuestra primera cita. De hecho, me preguntaba si Bill intentaría besarme. Dadas sus ideas sobre la longitud de los vestidos, probablemente lo consideraría inapropiado. Pero, por estúpido que parezca querer besar a un vampiro, me di cuenta de que eso era lo único que deseaba con todas mis fuerzas.
Sentía cierta tirantez en el pecho, amargura ante otra cosa más que se me negaba. Y pensé, ¿por qué no?
Tiré suavemente de su mano para que se detuviera. Me puse de puntillas y posé los labios sobre su reluciente mejilla. Aspiré su aroma: normal, con un ligero matiz salado. Noté un rastro de colonia.
Sentí que él temblaba. Giró su cabeza hasta que sus labios rozaron los míos. Tras un breve momento, pasé mis brazos alrededor de su cuello. Su beso se hizo más intenso y separé los labios. Nunca me habían besado así. Seguimos hasta que sentí que no había nada más en el mundo que aquel beso. Mi respiración se aceleró y comencé a desear que sucedieran más cosas.
De pronto, Bill se retiró. Parecía agitado, lo que me satisfizo sobremanera.
—Buenas noches, Sookie —dijo, acariciando mi pelo una última vez.
—Buenas noches, Bill —respondí. Mi voz también sonaba temblorosa—. Mañana trataré de llamar a los electricistas. Ya te diré qué contestan.
—¿Te pasas por mi casa mañana por la noche? No tienes que trabajar, ¿no?
—Vale —dije, aún tratando de reponerme.
—Hasta entonces. Gracias, Sookie —dijo, y se adentró en el bosque en dirección a su casa. Una vez se alejó de la zona iluminada, dejé de verlo.
Me quedé mirando como una tonta, hasta que volví en mí y entré en la casa para acostarme.
Ya tumbada en la cama, me pasé las horas muertas pensando si los no muertos podrían realmente hacerlo. También me preguntaba si sería posible mantener una conversación franca con Bill sobre ese tema. Unas veces parecía demasiado chapado a la antigua; otras, el típico vecino de enfrente. Bueno, no del todo, pero sí bastante normal.
El hecho de que la única criatura conocida en años con la que me apetecía acostarme fuera un no muerto resultaba patético y maravilloso a la vez. La telepatía había restringido enormemente mi campo de opciones. Desde luego, había tenido sexo por tenerlo; pero había estado esperando poder disfrutar de ello alguna vez.
¿Qué pasaría si lo hacíamos y, después de tantos años, descubría que no tenía ningún talento para ello? O quizá no sintiese placer. A lo mejor todos los libros y las películas lo mitificaban un poco. Bueno, Arlene también. No parecía entender que su vida sexual no me interesaba en absoluto.
Finalmente, me sumí en un largo y oscuro sueño.
A la mañana siguiente, mientras sorteaba el interrogatorio de la abuela sobre mi paseo con Bill y nuestros planes de futuro, hice algunas llamadas. Encontré a dos electricistas, un fontanero y otros profesionales que me dieron un número de teléfono para localizarles por la noche. Me aseguré de que entendieran que, si recibían una llamada de Bill Compton, no se trataba de una broma.
Algo después, mientras me tostaba al sol, la abuela me trajo el teléfono para que respondiera una llamada.
—Es tu jefe —dijo. A la abuela le caía bien Sam y, a juzgar por su sonrisa, él debía de haberle dicho algo para agradarla.
—Hola, Sam —dije sin demasiada alegría porque me imaginaba que algo andaba mal en el trabajo.
—Dawn no ha venido, cielo —me informó.
—¡Vaya, hombre! —dije, sabiendo que me tocaría ir a mí—. Es que tengo planes, Sam —aquello era una auténtica primicia—. ¿Cuándo me necesitas?
—¿Podrías venir de cinco a nueve? Nos vendría muy bien.
—¿Me vas a dar otro día libre?
—¿Qué tal si partes el turno con Dawn otra noche? —di un bufido y la abuela me miró con gesto serio. Acababa de ganarme un buen sermón—. Vale, está bien —dije a regañadientes—. Te veo a las cinco.
—Gracias, Sookie —contestó—. Sabía que podía contar contigo.
Traté de sentirme bien con aquello, aunque me parecía que yo tenía una virtud bastante aburrida. «¡Siempre puedes contar con Sookie para echar una mano porque no tiene vida propia!»
Por supuesto, no pasaba nada por llegar a casa de Bill después de las nueve; después de todo, se pasaba toda la noche despierto.
Nunca se me había pasado tan despacio la jornada de trabajo. Tuve muchos problemas para mantener mi guardia intacta porque me pasé todo el rato pensando en Bill. Afortunadamente, no había muchos clientes; de lo contrario habría recibido una avalancha de pensamientos no deseados. De hecho, me enteré de que Arlene tenía un retraso. Temía haberse quedado embarazada y la sentí tan preocupada, que antes de poder evitarlo, le di un abrazo. Ella me miró, inquisitiva, y después se puso colorada.
—¿Me has leído la mente, Sookie? —preguntó, con tono de advertencia. Arlene era una de las pocas personas que se refería a mi habilidad sin eufemismos ni insinuaciones despectivas. De lo que sí me había dado cuenta es de que tampoco lo mencionaba a menudo ni utilizaba un tono de voz normal cuando lo hacía.
—Lo siento. No era mi intención —me disculpé—. Es que hoy no me centro.
—Vale, no pasa nada. Pero mantente aparte desde ahora mismo —dijo Arlene agitando un dedo delante de mi cara, mientras sus llameantes rizos le golpeaban las mejillas.
Sentí ganas de llorar.
—Lo siento mucho —repetí y me fui a toda prisa al almacén para tranquilizarme. La puerta se abrió tras de mí—. ¡Vale, Arlene, ya te he dicho que lo siento! —prorrumpí. Quería estar a solas. En ocasiones, Arlene confundía la telepatía con las facultades de un médium. Me daba miedo que me fuera a preguntar si estaba realmente embarazada. Haría mucho mejor en comprarse una prueba de embarazo en la farmacia.
—Sookie —era Sam. Me puso la mano en el hombro para que me girara—. ¿Qué te pasa?
Lo dijo dulcemente, y eso me hizo tener aún más ganas de llorar.
—¡Si me lo dices así, me vas a hacer llorar! —le dije. El se rió, no a carcajadas, sino suavemente; y me rodeó con un brazo.
—¿Qué ha pasado? —no iba a darse por vencido.
—Pues que he… —dije, y me paré en seco. Nunca jamás me había referido explícitamente a mi problema, así es como yo lo veía, delante de Sam ni de nadie más. Todo el mundo en Bon Temps había oído rumores sobre por qué era tan extraña, pero nadie parecía haberse dado cuenta de lo duro que era tener que soportar ese continuo martilleo mental, tanto si quería como si no. Todos los malditos días lo mismo.
—¿Has escuchado algo desagradable? —lo preguntó de forma serena y natural. Puso un dedo en la mitad de mi frente para indicar que sabía exactamente cómo «oía».
—Sí.
—No lo puedes evitar, ¿verdad?
—No.
—Lo odias, ¿no, cielo?
—No sabes cuánto.
—Entonces no es culpa tuya, ¿no crees?
—Intento no escuchar, pero no siempre puedo mantener la guardia.
Sentí cómo una lágrima que no había sido capaz de contener empezaba a resbalar por mi mejilla.
—¿Es así como lo haces? ¿Te mantienes en guardia? ¿Cómo?
Parecía realmente interesado. No hablaba como si pensara que yo estaba como una regadera. Lo miré fijamente a sus resplandecientes ojos azules.
—Pues, es difícil de explicar a alguien que no puede hacerlo… Levanto una valla… No, no es una valla. Es como colocar chapas de acero entre mi cerebro y los demás.
—¿Y tienes que mantenerlas en posición?
—Sí, y requiere mucha concentración. Tengo que dividir mi mente todo el rato. Por eso la gente piensa que estoy loca. La mitad de mi cerebro se ocupa de mantener las chapas, mientras que la otra mitad está anotando los pedidos, por lo que a veces no queda mucho con lo que mantener una conversación coherente —¡qué aliviada me sentía al poder hablar de ello!
—¿Escuchas palabras o sólo recibes impresiones?
—Depende de a quién escuche. Y de su estado. Si están borrachos o trastornados, me llegan imágenes, impresiones, intenciones. Si están sobrios y cuerdos, palabras e imágenes.
—El vampiro dice que no puedes oírle.
La idea de que Sam y Bill hubieran estado hablando sobre mí me hizo sentir muy rara.
—Es cierto —admití.
—¿Eso te relaja?
—Oh, sí—lo dije de todo corazón.
—Y a mí, ¿puedes oírme?
—¡No quiero ni intentarlo! —me apresuré a decir. Fui hasta la puerta del almacén y apoyé la mano en el pomo de la puerta. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me sequé el rastro de la lágrima—. ¡Tendría que dejar el trabajo si lo hiciera, Sam! ¡Y me caes bien y me gusta mucho estar aquí!
—Tú sólo inténtalo de vez en cuando, Sookie —dijo con naturalidad, volviéndose a abrir una caja de whisky con la afilada cuchilla que siempre llevaba en el bolsillo—. Por mí no te preocupes. Mantendrás tu trabajo hasta que tú quieras.
Limpié una mesa sobre la que Jason había tirado algo de sal. Se había pasado un poco antes a tomar una hamburguesa con patatas fritas y un par de cervezas.
Estaba dándole vueltas en mi cabeza a la invitación de Sam.
No iba a intentar escucharle hoy; ya se lo esperaba. Aguardaría a que estuviera ocupado haciendo algo. Entonces, me colaría en su mente y lo escucharía. El hecho de que me hubiera invitado era algo completamente insólito.
Desde luego, resultaba agradable.
Me retoqué el maquillaje y me cepillé el pelo. Lo había llevado suelto, ya que a Bill parecía gustarle así, y había sido un engorro toda la tarde. Ya era hora de irme, así que recogí mi bolso del cajón del despacho de Sam y me marché.
La casa de Bill, como la de la abuela, estaba algo apartada, aunque era bastante más visible desde la carretera comarcal que la nuestra. Sin embargo, la casa Compton daba al cementerio, debido, en parte, a que se encontraba situada sobre un terreno más elevado. Estaba en la cima de un montículo y tenía dos plantas completas, mientras que la de la abuela sólo contaba con un par de habitaciones y un pequeño desván en el piso superior.
En algún punto de la larga historia de la familia, los Compton habían poseído una hermosa casa. Incluso en la oscuridad, no carecía de cierto aire armonioso. Pero yo sabía que a la luz del sol se podían apreciar los desconchones de las columnas, el estado ruinoso de los recubrimientos de madera y el abandono absoluto del jardín, que parecía más bien una jungla. En el templado y húmedo clima de Luisiana la vegetación crecía con inusitada rapidez, y el anciano señor Compton no era de los que pagaban a alguien para mantener un jardín. Por eso, cuando ya no pudo encargarse él mismo de su cuidado, la parcela empezó a adquirir una apariencia salvaje.
El camino circular de entrada no había recibido grava nueva en muchos años y mi coche fue dando tumbos desde la misma entrada. Vi que la casa estaba iluminada y comencé a darme cuenta de que aquella velada no sería como la anterior. Había otro coche aparcado delante de la fachada, un Lincoln Continental blanco con la capota de color azul oscuro. Una pegatina con texto azul sobre fondo blanco decía: Me la chupan los vampiros. En otra, roja y amarilla, se leía: Si eres donante de sangre, ¡pita! En la placa personalizada de matrícula ponía, simplemente: Colmillos 1.
Si Bill ya tenía compañía, quizá lo mejor fuese irme a casa.
Pero me había invitado y me estaría esperando. Vacilante, alcé la mano y llamé a la puerta.
Me abrió una vampira.
Deslumbrante, en un sentido casi literal. Era negra y debía de medir algo más de uno ochenta. Vestía un sujetador deportivo de color rosa flamenco y unas mallas de estilo «pirata» del mismo color; todo ello de licra. Por encima, llevaba una camisa blanca desabotonada. Eso constituía todo su atuendo.
Pensé que resultaba vulgar, como una fulana barata; aunque seguro que los hombres la encontraban irresistiblemente apetitosa.
—Hola, trocito de carne humana —ronroneó.
De repente, me di cuenta de que estaba en peligro. Bill ya me había advertido varias veces de que no todos los vampiros eran como él. Y de que él mismo tenía sus momentos. No era capaz de leer la mente de aquella criatura, pero detecté una buena dosis de crueldad en su voz. Puede que hubiese atacado a Bill, o tal vez fuera su amante.
En un instante se me pasó todo esto por la cabeza, pero, como ya era costumbre en mí, no dejé que mi rostro lo delatara. Saqué la mejor de mis sonrisas, enderecé la columna y dije con fingida despreocupación:
—¡Hola! Quedé con Bill en pasar esta noche a darle un recado. ¿Está por aquí?
La vampira se rió, burlona; nada a lo que no estuviera acostumbrada. Sentí que mi sonrisa se estiraba un grado más. Aquel bicho irradiaba peligro por cada poro de su piel.
—¡Bill, aquí hay una nena que quiere hablar contigo! —gritó por encima del esbelto, moreno y precioso hombro. Intenté no dar muestra alguna de alivio—. ¿Quieres ver a la humanita o le doy un amoroso muerdo?
«Por encima de mi cadáver», pensé, furiosa. Y luego me di cuenta de que ése podría ser precisamente el caso.
No oí la voz de Bill, pero la vampira se retiró y entré en la vieja casa. No tenía ningún sentido echar a correr; aquella «vampiresa» me habría atrapado antes de que pudiera dar cinco pasos. Además, no había visto a Bill, por lo que no podía estar segura de que a él no le hubiese pasado nada. Habría que echarle valor al asunto y esperar que todo saliese bien. Esto último siempre se me ha dado fenomenal.
El amplio recibidor estaba atiborrado de viejos muebles y de gente. Bueno, no sólo gente. Tras fijarme un poco más caí en la cuenta de que allí había dos personas y otros dos vampiros desconocidos. Eran blancos y de sexo masculino. Uno de ellos llevaba el pelo al uno y tenía cada centímetro visible de su piel cubierto de tatuajes. El otro era aún más alto que la vampira, calculé que mediría uno noventa y cinco. Tenía un porte magnífico y una larga melena, oscura y ondulada.
Los humanos no eran tan impresionantes. La mujer, de unos treinta y cinco años o más, era rubia y rechoncha. Se había pasado como un kilo con el maquillaje. Aparentaba estar más cascada que una zapatilla. Él era otra cosa. Nunca había visto a un chico tan guapo. No debía de tener más de veintiún años. Era moreno, quizá de origen hispano; menudo, de estructura fina y delicada. Llevaba puestos unos vaqueros recortados y nada más. Aparte del maquillaje, claro. No me sorprendió mucho, pero no me atraía.
En ese momento, Bill se movió y pude verlo entre las sombras del oscuro pasillo que conducía del salón a la parte posterior de la casa. Lo miré, tratando de encontrar la respuesta a tan extraña situación. Para mi consternación, su aspecto no resultaba nada tranquilizador. Su rostro carecía de expresión, su mirada era impenetrable. Aunque apenas podía creerlo, me descubrí pensando en lo estupendo que hubiera sido poder echar un vistazo a su mente.
—Bueno, la velada se presenta perfecta —dijo el vampiro de pelo largo. Parecía encantado—. ¿Es amiguita tuya, Bill? Muy refrescante.
Se me vinieron a la cabeza unas cuantas lindezas que le había escuchado a Jason.
—Si nos disculpáis a Bill y a mí un momento —dije, con toda cortesía, como si la reunión fuese de lo más normal—, me gustaría comentarle con quién he hablado para las obras de la casa —intenté adoptar un tono lo más impersonal y formal posible, aunque iba vestida con un short, una camiseta y unas Nike; un uniforme que no inspira mucho respeto profesional. En cualquier caso, esperaba transmitir la impresión de pensar que aquella agradable gente que acababa de conocer no podía, en ningún modo, suponer una amenaza para mí.
—Y decían que Bill se alimentaba exclusivamente a base de sangre sintética —dijo el vampiro de los tatuajes—. Al parecer, nos han informado mal, Diane.
La vampira ladeó la cabeza y me dirigió una prolongada mirada.
—Yo no estaría tan segura. A mí me parece que es virgen.
Estaba convencida de que Diane no hablaba de nada relacionado con el himen.
Aventuré un par de pasos hacia Bill, con la esperanza de que me defendiera si las cosas se ponían peor, aunque descubrí que no estaba tan segura de su posible reacción. Yo seguía sonriendo, deseando que actuara, que dijese algo. Y eso es lo que hizo.
—Sookie es mía —dijo con una voz gélida; tan fina que, de haberse tratado de una piedra, no habría provocado una sola onda al caer al agua.
Le lancé una súbita mirada, pero tuve suficiente cabeza como para no decir nada.
—¿Qué tal te has estado ocupando de nuestro Bill? —preguntó Diane.
—¿Y a ti qué coño te importa? —le respondí, aún sonriente, con una de las expresiones de Jason. Ya he dicho que tengo bastante genio.
Hubo una incómoda pausa. Todos, humanos y vampiros, parecían estar examinándome tan detenidamente como para contar cada pelo del vello de mis brazos. Entonces, el vampiro alto rompió a reír y el resto siguió su ejemplo. Aprovechando el momento, me acerqué un poco más a Bill. Sus oscuros ojos estaban clavados en mí —él no reía—, y tuve la clara impresión de que él deseaba que pudiera leer su mente tanto como yo.
Estaba claro que Bill corría algún tipo de peligro; y, si eso era así, yo también.
—Tienes una sonrisa muy rara —dijo el vampiro alto, pensativo. Me gustaba más cuando se reía.
—Vamos, Malcolm —dijo Diane—. A ti todas las humanas te parecen raras.
Malcolm atrajo al humano hacia sí y le estampó un largo beso. Estaba empezando a encontrarme mal. Ese tipo de cosas son íntimas.
—Eso es cierto —contestó Malcolm, retirándose un poco, para disgusto del joven—. Pero ésta tiene algo raro. Puede que su sangre esté rica.
—¡Bah! —dijo la mujer rubia, con una voz tan ácida como para agrietar la pintura de las paredes—. No es más que la loca de Sookie Stackhouse.
Miré a la mujer con más atención. Tras eliminar mentalmente unos cuantos años de mala vida y la mitad del maquillaje, la reconocí finalmente: Janella Lennox. Había sido camarera del Merlotte's. Sam había tardado en echarla dos semanas. Arlene me contó que se había mudado a Monroe.
El vampiro de los tatuajes rodeó a Janella con el brazo y empezó a sobarle el pecho. Palidecí. Estaba asqueada. Pero la cosa fue a peor cuando ella, con la misma indecencia, le puso la mano en la entrepierna y comenzó a frotar.
Por lo menos estaba claro que los vampiros sí que pueden mantener relaciones sexuales. En ese momento, no me pareció muy excitante saberlo.
Malcolm me había seguido mirando, y yo le había seguido mostrando mi desagrado.
—Sigue pura —le dijo a Bill, con una sonrisa llena de expectativas.
—Es mía —repitió Bill; ahora con mayor intensidad. La advertencia no habría podido ser más clara si hubiera venido de una serpiente de cascabel.
—Venga, Bill, no me irás a decir que esta cosita puede darte todo lo que tú necesitas —dijo Diane—. Se te ve mustio y con mal color. No te ha estado cuidando bien —me acerqué un par de centímetros más a Bill—. Vamos —le apremió Diane, a la que estaba empezando a odiar—. Prueba un sorbo de la que está con Liam o de Jerry, el precioso muchachito de Malcolm.
Janella ni se inmutó por que la ofreciesen por ahí —quizá porque estaba demasiado ocupada bajando la cremallera de los vaqueros de Liam— pero Jerry se deslizó encantado hacia Bill. Sonreí como si se me fueran a partir las mandíbulas mientras aquel crío lo abrazaba, le besaba el cuello y frotaba el pecho contra su camisa.
La tensión del rostro de mi vampiro resultaba terrible de contemplar. Desplegó sus colmillos. Era la primera vez que los veía completamente extendidos. Estaba claro, la sangre sintética no estaba cubriendo todas las necesidades de Bill.
Jerry comenzó a lamerle un lunar del cuello. Mantener la guardia en esta situación estaba empezando a resultarme imposible. Como tres de los presentes eran vampiros —cuyos pensamientos no podía oír— y Janella estaba completamente entregada a su tarea, sólo quedaba Jerry. «Escuché», y sentí arcadas.
Bill, temblando ante la tentación, ya se acercaba para hundir sus colmillos en el cuello de Jerry cuando grité:
—¡Para! ¡Tiene el sinovirus!
Como liberado de un hechizo, Bill me miró por encima del hombro de Jerry. Respiraba con pesadez pero sus colmillos se habían retraído. Aproveché la situación para avanzar unos pasos más. Ahora estaba a unos treinta centímetros de él.
—Sino-sida —dije.
La sangre de las personas alcohólicas o bajo la influencia de grandes dosis de drogas afectaba a los vampiros temporalmente, y se decía que algunos de ellos hasta disfrutaban con los efectos; pero jamás contraían sida, enfermedades de transmisión sexual o cualquier otra plaga que asolara a la humanidad.
Con excepción del sino-sida. Este virus no acababa con la vida de los vampiros con la misma certeza con que el del sida mataba a los humanos, pero los debilitaba enormemente durante aproximadamente un mes, período en el que resultaba relativamente fácil capturarlos y clavarles una estaca. Además, de vez en cuando sucedía que algún vampiro moría definitivamente —¿«remoría»?— sin necesidad de una estaca tras haberse estado alimentando en más de una ocasión con la sangre de un humano infectado. Aunque aún era poco frecuente en los Estados Unidos, el sino-sida estaba ganando terreno a pasos agigantados en ciudades portuarias como Nueva Orleans, en las que marineros y viajeros de muy diversa procedencia se mezclaban en un ambiente festivo.
Todos los vampiros estaban paralizados mirando a Jerry como a la misma muerte, algo que, quizá, para ellos, fuera precisamente a suponer.
El bello muchacho me cogió completamente desprevenida. Se giró y saltó sobre mí. No era un vampiro, pero era fuerte; estaba claro que la enfermedad se encontraba en una primera fase. Me empujó contra la pared que estaba a mi izquierda. Con una mano, me agarró del cuello y alzó la otra para golpearme en la cara. Aún estaba subiendo los brazos para defenderme cuando alguien asió la mano de Jerry. Se quedó completamente inmóvil.
—Suéltale la garganta —dijo Bill con una voz tan aterradora que yo misma me asusté. A estas alturas, dudaba de que volviera a sentirme a salvo alguna vez. Los dedos de Jerry no se aflojaban y emití una especie de lloriqueo sin pretenderlo en absoluto. Miré de reojo a ambos lados. Entonces me di cuenta de que Bill le estaba agarrando la mano y Malcolm lo había cogido por las piernas. Jerry, completamente lívido, estaba demasiado aterrado para comprender lo que se esperaba de él.
Todo se volvió muy confuso, un enjambre de voces zumbaba a mi alrededor. La mente de Jerry luchaba contra la mía. Era incapaz de mantenerle apartado. La imagen del amante que lo había contagiado nublaba su cerebro; un amante que le había abandonado por un vampiro; un amante al que el propio Jerry había asesinado en un virulento ataque de celos. Jerry sabía que iba a morir a manos de los vampiros que había querido matar, y su ansia de venganza no quedaba satisfecha con haberlos infectado.
Vi la cara de Diane por encima del hombro de Jerry. Estaba sonriendo.
Bill le rompió la muñeca.
Jerry gritó y cayó al suelo. El riego volvió a llegarme a la cabeza y estuve a punto de desmayarme. Malcolm recogió a Jerry y lo llevó al sofá, con la misma naturalidad que si fuera una alfombra enrollada, pero su rostro no tenía nada de natural; supe que Jerry tendría suerte si moría pronto.
Bill se colocó ante mí, ocupando el lugar en el que había estado Jerry. Con los dedos, los mismos que le habían fracturado la muñeca a Jerry, me acarició el cuello tan dulcemente como lo habría hecho mi abuela. Posó un dedo en mis labios para indicarme que debía guardar silencio.
Después, pasándome un brazo alrededor, se volvió a los vampiros.
—Todo esto ha sido muy entretenido —dijo Liam. Su voz sonaba tan serena como si Janella no estuviese allí mismo dándole un masaje íntimo sobre el sofá. No se había molestado en mover ni un dedo durante todo el incidente. Ahora tenía a la vista tatuajes que por nada del mundo hubiera podido imaginar. Me revolvían el estómago—. Pero creo que deberíamos ir pensando en regresar a Monroe. Habrá que tener una pequeña charla con Jerry cuando se despierte, ¿verdad, Malcolm?
Malcolm se echó al hombro a Jerry, que estaba inconsciente. Diane parecía decepcionada.
—Oye, tíos —protestó—. No nos hemos enterado de por qué lo sabía ésta.
La mirada de los dos vampiros se fijó al mismo tiempo en mí. Casualmente, Liam eligió ese preciso instante para correrse. Vale, sí que podían hacerlo. Tras un breve suspiro de culminación, dijo:
—Gracias, Janella. Buena pregunta. Malcolm, nuestra querida Diane ha vuelto a ir directa a la yugular —y los tres vampiros rieron como si aquel chiste tuviera mucha gracia, aunque a mí me parecía espantoso.
—Todavía no puedes hablar, ¿verdad, cariño? —Bill me apretó el hombro mientras preguntaba, como si no fuera a pillar la indirecta.
Sacudí la cabeza.
—Creo que yo podría hacerla hablar —se ofreció Diane.
—Diane, te olvidas de que… —dijo Bill con suavidad.
—Ah, sí. Que es tuya —le interrumpió Diane. Pero no parecía que estuviera ni amedrentada ni muy convencida.
—Ya iremos a veros en alguna otra ocasión —dijo Bill con un tono que dejaba claro que tendrían que irse o luchar con él.
Liam se puso en pie, se subió la bragueta y le hizo un gesto a su hembra humana.
—Vamos, Janella. Nos están desalojando —los tatuajes de sus musculosos brazos se tensaron mientras se estiraba. Janella pasó las manos por su costado como si no pudiera tener bastante de él. Liam la apartó sin ninguna delicadeza, como si fuera una mosca. Ella pareció irritada; a mí me habría mortificado, pero Janella parecía estar acostumbrada a esa clase de tratamiento.
Malcolm cogió a Jerry y lo sacó por la puerta principal sin mediar palabra. Si beber la sangre de Jerry le había transmitido el virus, desde luego éste aún no le había debilitado lo más mínimo. Diane salió la última. Se echó el bolso al hombro y lanzó una ávida mirada hacia atrás.
—Bueno, tortolitos, entonces os dejaré a solas. Ha estado muy bien, cielo —dijo frivolamente, y salió dando un portazo.
En cuanto escuché arrancar el coche, me desmayé; algo que nunca jamás había hecho, y que espero no volver a hacer, aunque en esta ocasión me pareció más que justificado.
Daba la impresión de que pasaba bastante tiempo inconsciente cerca de Bill. Sabía que tenía que considerar esta cuestión, de vital importancia, pero aquél no era el momento. Cuando volví en mí, todo lo que había visto y oído se agolpó en mi mente y sentí náuseas de verdad.
Inmediatamente, Bill me inclinó sobre el borde del sofá aunque conseguí reprimir el vómito, quizá porque no tenía casi nada en el estómago.
—¿Todos los vampiros se comportan así? —susurré. Tenía la garganta magullada y dolorida—. Son horribles.
—Intenté localizarte en el bar cuando me enteré de que no estabas en casa —dijo Bill con tono neutro—, pero ya te habías ido.
Aunque sabía que no valía para nada, empecé a llorar. Para entonces, Jerry debía de estar muerto y sentí que debería haber hecho algo para evitarlo. Por otra parte, no podía callarme cuando estaba a punto de infectar a Bill. Había tantas cosas de aquel breve episodio que me habían afectado profundamente que no sabía por dónde empezar a asimilarlas. En no más de quince minutos había temido por mi vida, por la de Bill —bueno, más bien, por su existencia—; había sido testigo de actos sexuales que deberían ser estrictamente privados; había visto a mi posible amorcito en las garras de una sangrienta lujuria —y hago énfasis en «lujuria»— y un chapero había estado a punto de asfixiarme.
Tras pensarlo dos veces, me concedí permiso absoluto para desahogarme. Me senté, me puse a llorar y luego me sequé las lágrimas con un pañuelo que Bill me había dejado. Dediqué unos instantes a preguntarme para qué necesitaría un pañuelo un vampiro, lo que constituyó un pequeño remanso de normalidad ahogado en un mar de lágrimas y nervios.
Bill mostró tener sentido común al no abrazarme. Se sentó en el suelo y tuvo la delicadeza de apartar la mirada mientras me enjugaba el llanto.
—Cuando los vampiros viven en nidos —dijo de repente— suelen hacerse más crueles porque se incitan a ello entre sí. Se ven reflejados en los otros constantemente y eso les hace recordar lo mucho que distan de ser humanos. Dictan sus propias leyes. Los vampiros como yo, que vivimos solos, tenemos más facilidad para acordarnos de nuestra antigua condición de humanos —escuché su suave voz reproducir lentamente sus pensamientos, mientras Bill intentaba explicarme lo inexplicable—. Sookie, nuestra vida consiste, y durante siglos ha consistido, en seducir y tomar. La sangre sintética y la reacia aceptación de los humanos no va a cambiar ese hecho de la noche a la mañana; ni siquiera en una década. Diane, Liam y Malcolm llevan cincuenta años juntos.
—¡Qué romántico! —dije, y en mi voz escuché algo que nunca antes había mostrado: mordacidad—. Son sus bodas de oro.
—¿Podrías olvidarte de todo esto? —me preguntó. Sus enormes ojos oscuros estaban cada vez más cerca. Su boca sólo estaba a cinco centímetros de la mía.
—No lo sé —contesté, y, sin pensarlo, añadí—: ¿Sabes? No sabía si podrías hacerlo.
—¿Hacer qué? —preguntó, arqueando las cejas inquisitivamente.
—Tener… —y me detuve, pensando en un modo amable de expresarlo. Aquella tarde había presenciado más ordinariez que en toda mi vida y no quería añadir ninguna más—… una erección —dije, eludiendo su mirada.
—Pues ahora ya lo sabes —sonaba como si estuviera intentando no encontrarlo gracioso—. Podemos mantener relaciones sexuales, pero no tener hijos o dejar embarazada a una mujer. ¿No te sientes mejor al saber que Diane no puede tener niños?
Me estaba sacando de quicio. Abrí mucho los ojos y le miré fijamente. Luego, marcando mucho cada palabra, le dije:
—No te rías de mí.
—Venga, Sookie —dijo, y acercó la mano para acariciarme.
Esquivé su mano y me puse en pie con dificultad. Afortunadamente, no intentó ayudarme. Se quedó mirándome con la cara inmóvil, completamente indescifrable. Sus colmillos estaban replegados, pero sabía que aún sentía hambre. Peor para él.
Mi bolso estaba en el suelo, junto a la puerta de entrada. Con pasos inseguros, empecé a caminar. Saqué la lista de electricistas del bolsillo y la dejé en la mesa.
—Me tengo que ir.
De repente estaba delante de mí. Había vuelto a hacer uno de esos trucos de vampiros.
—¿Puedo darte un beso de despedida? —me preguntó con los brazos en los costados, dejando muy claro que no me tocaría hasta que yo se lo permitiera.
—No —dije con vehemencia—. No lo soportaría después de todo esto.
—Iré a verte.
—Vale. Como quieras.
Se adelantó para abrirme la puerta, pero pensé que iba a agarrarme y me estremecí. Me giré bruscamente y casi corrí hasta el coche, con los ojos empañados en lágrimas de nuevo. Me alegré de que el camino a casa fuera tan corto.