Prólogo

Roma, 70 a.C.

Era la hora undécima,[1] y el brillo rojizo del atardecer teñía la extensa ciudad. Una brisa agradable hacía correr el aire entre los edificios abarrotados, lo cual suponía un alivio dado el bochornoso calor estival. Los hombres salían de sus casas para concluir los asuntos de la jornada, charlar frente a los comercios y beber de pie en las tabernas abiertas a la calle. Los gritos entusiastas de los comerciantes se disputaban la atención de los transeúntes mientras los niños jugaban en los umbrales de las puertas bajo la atenta mirada de sus madres. De algún lugar del centro, cercano al Foro, llegaba el sonido rítmico de los cánticos de un templo.

Se trataba de una hora del día segura que se dedicaba a la vida social, pero en los callejones y pequeños patios las sombras empezaban a alargarse. La luz del sol descendía de las elevadas columnas y estatuas de piedra de los dioses y otorgaba a las calles un color grisáceo, más oscuro y menos cordial. Las siete colinas que formaban el corazón de Roma serían las últimas zonas en recibir luz, hasta que la oscuridad se apoderase de la capital una vez más.

A pesar de la hora, el Foro romano seguía atestado. Flanqueadas por templos y el Senado, las basílicas —los enormes mercados cubiertos— estaban llenas de tenderos, adivinos, abogados y escribas que ejercían su oficio desde pequeños puestos. Ya era tarde, pero quizás alguien deseara redactar un testamento, oír una profecía o emitir un mandato judicial contra un enemigo. Los vendedores ambulantes circulaban por la zona intentando vender zumos de fruta que llevaba horas exprimida. Los políticos que habían estado trabajando hasta tarde en el Senado salían rápidamente y sólo se detenían para hablar si no podían evitar la mirada de un aliado. Al ver a sus amos, los grupos de esclavos abandonaban de inmediato los juegos de mesa tallados de forma rudimentaria en los escalones. Para evitar que se les ampollaran las espaldas quemadas por el sol, levantaban las literas rápidamente y se marchaban.

Un puñado de mendigos insistentes permaneció en los escalones del templo a la espera de recibir una limosna. Algunos estaban tullidos, pero eran orgullosos veteranos de las legiones, el ejército invencible que había proporcionado riquezas y prestigio a la República. Vestían los restos andrajosos del uniforme: cotas de malla más oxidadas que aros de hierro, túnicas marrones remendadas. A cambio de una moneda de cobre relataban sus aventuras bélicas: el derramamiento de sangre, la pérdida de extremidades, los compañeros enterrados en tierras lejanas.

Todo por la gloria de Roma.

A pesar de la luz decreciente, el Foro Boario, donde se comerciaba con animales, también estaba lleno de ciudadanos. El ganado puesto a la venta bramaba de sed tras pasar el día bajo el sol inclemente. Las ovejas y las cabras se apiñaban entre sí, aterrorizadas por el olor a sangre de los tajos situados a escasos metros. Sus dueños, modestos granjeros de los alrededores, se preparaban para llevarlas a los pastos nocturnos, más allá de las murallas. En el Foro Olitorio los puestos de comestibles también estaban atestados de clientes. Melones maduros, melocotones y ciruelas sumaban su fragancia a las especias de Oriente, el pescado fresco y los restos del pan del día. Los tenderos, deseosos de vender todas las frutas y verduras, ofrecían gangas a cualquiera a quien echaran el ojo. Las plebeyas cotilleaban al acabar las compras y entraban en los santuarios para rezar una oración apresurada. Los esclavos a los que habían enviado a comprar alimentos para los banquetes de última hora maldecían su suerte a medida que oscurecía.

Pero cualquiera que todavía estuviera en el exterior, lejos de esos espacios abiertos, se apresuraba para llegar a la seguridad que brindaban las casas. Ningún romano decente deseaba estar en la calle tras la puesta de sol, sobre todo en las callejuelas sombrías que separaban las insulae, los estrechos bloques de apartamentos en los que vivía la mayoría de los ciudadanos. De noche, los ladrones y los asesinos se adueñaban de las calles.