30 - Margiana

Margiana, otoño del 53 a.C.

En el viaje desde Seleucia habían recorrido dos mil cuatrocientos kilómetros y habían pasado por todo tipo de terrenos y de climas. Había sido una experiencia extraordinaria para los legionarios, pues la campaña de Craso no los había preparado para sobrevivir en ese tipo de entornos. Gracias a Tarquinius, a los optiones que habían sobrevivido y a la dura disciplina parta, los prisioneros se habían endurecido de una manera increíble. Tres meses después de la partida, más en forma que nunca, musculosos y muy morenos, a los legionarios sólo se los reconocía por sus harapientos uniformes. Se habían creado nuevas normas de vestir para cada centuria y se habían forrado con seda cinco mil escudos. Tarquinius había estado ocupado todas las noches, pues supervisaba a los soldados cuando cosían las capas de seda. Los cascos y las puntas de las lanzas brillaban a la luz del sol; marchaban al paso en fila, treinta y tres kilómetros al día. Todavía utilizaban trompetas, pero Pacoras también les había enseñado a reconocer nuevas órdenes de los tambores.

La Legión Olvidada tenía una estampa intimidatoria, pero durante la larga marcha no había habido acción. Como los soldados descubrieron enseguida, la extensa nada de Partia central estaba muy poco poblada. Nadie se había quejado. El recuerdo de Carrhae seguía muy vivo.

Unas semanas después del encuentro con Isaac, el terreno llano y árido fue reemplazado por una cordillera de montañas llenas de árboles y arbustos. Tras marchar a través de esas montañas, los legionarios llegaron a las grandes llanuras de Margiana. Para su sorpresa, había muchos ríos y arroyos que bajaban de las montañas por todas partes. Era una tierra habitable, el polo opuesto de las inmensidades que habían dejado atrás. A Romulus le recordaba la campiña que había visto en el viaje de Roma a Brundisium.

Los odres de agua se llenaban todos los días, había mucha caza y las temperaturas eran aceptables. Todas las noches, los hombres se llenaban las barrigas de carne. Los guardias partos se relajaron. La vida resultaba más agradable. Incluso las nubes de buitres que los habían seguido desde Seleucia se fueron disgregando hasta desaparecer.

La atención de los dioses se había alejado de la legión olvidada.

—¡Tenías razón! —Félix contemplaba contento el paisaje verde—. Ríos. Tierra fértil. Aquí hay casas de labranza.

—Ya te lo dije —respondió Brennus sonriente—. Confía en Tarquinius.

Félix cabeceó, asombrado.

Abundaban los cultivos y los grupos de chozas bajas. Habían divisado varias aldeas, pero Pacorus no había querido entrar en ellas. No quería llamar la atención. Sólo habían hecho una parada de varios días cerca de una pequeña ciudad de aspecto helénico rodeada de una muralla de protección.

Tarquinius y el parto habían entrado solos y habían hecho un pedido a todos los herreros. El hierro de Margiana era famoso en Partía por su calidad, y se utilizaba para forjar las armaduras de los catafractos. Volvieron al tercer día por la tarde con las muías cargadas con miles de lanzas largas. Las armas fueron entregadas de inmediato a la mitad de los hombres, y los entrenamientos empezaron a la mañana siguiente. Practicaron nuevas maniobras, y los soldados refunfuñaban cuando los organizaban en formaciones extrañas.

A nadie le explicaron el porqué. Pero Brennus y Romulus lo sospechaban. Como siempre, el etrusco no decía nada.

Pacoras, que deseaba llegar a la frontera cuanto antes, condujo a la legión olvidada a través de Margiana hasta unas praderas onduladas. El paisaje verde y virgen, lleno de fauna, se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Todos los días veían antílopes, lo que permitía a las partidas de caza proveer al ejército de más carne fresca. Para variar la dieta, Romulus y Brennus pescaban en los arroyos.

En algunas ocasiones, veían campamentos formados por tiendas grandes y circulares con cubiertas puntiagudas. Alrededor de tales asentamientos había manadas de caballos y rebaños de ovejas y cabras que pastaban en los exuberantes pastos. Hombres y muchachos a caballo vigilaban los animales. Tal como había descrito Tarquinius, los miembros de estas tribus eran bajos, de piel amarilla, cabello negro y ojos rasgados.

—Son gente de aspecto estrafalario —comentó Brennus cuando pasaron un grupo bastante grande de tiendas—. Pero parecen bastante pacíficos.

Los jinetes que estaban cerca se detuvieron y contemplaron impasibles el paso de la columna. Llevaban los jubones y los pantalones de tela basta embarrados y sólo iban armados con el consabido arco y cuchillos de caza. Muy pocos legionarios se molestaron en mirar. Los lugareños no eran importantes.

Tarquinius asintió con la cabeza.

—Prácticamente viven en asentamientos permanentes. Aunque los sogdianos nómadas que han hecho incursiones en esta zona tienen un aspecto muy similar.

Brennus miró con curiosidad las narices chatas y los pómulos marcados de los jinetes.

—Apuesto que no han visto a muchos como nosotros.

—¡Ni a un hombre de tu estatura! —exclamó Romulus.

Ambos se rieron.

—Sus antepasados sí. —Tarquinius siempre tenía más información—. Alejandro fundó no muy lejos de aquí la ciudad de Antioquía, que sigue siendo la capital de Margiana. Casi todo el comercio de Oriente pasa por sus puertas.

—Las leyendas locales hablan de poderosos soldados de piel clara y cabello rubio que aplastaron a todos. —Pacorus había oído el comentario cuando pasaba a caballo.

Los que entendían un poco de parto miraron a su alrededor con interés.

—¡Griegos! —exclamó Romulus, y se imaginó al ejército que había marchado tan lejos de su patria casi tres siglos antes. Como siempre, el pensamiento avivó su imaginación.

Tarquinius ya lo sabía.

—Esta zona sólo hace una generación que está bajo nuestro control —continuó el oficial parto—. A los habitantes no les gustamos y las revueltas son comunes. Y las tribus del norte piensan que las praderas son suyas para el pastoreo y las ciudades para el saqueo. La función de la legión olvidada es enseñarles que no es así.

—¿Habrá mucha lucha entonces, señor? —A Brennus le brillaban los ojos.

—Probablemente —reveló Pacorus—. Y muy pronto.

Romulus sintió que le invadía un sentimiento de orgullo al oír el nombre y, a juzgar por su reacción, otros hombres sentían lo mismo. Todavía eran soldados romanos. El águila seguía al frente. Aferrarse a su identidad había sido básico para la supervivencia de unos prisioneros sin futuro desterrados en los confines de la tierra.

—Nos necesitan en la frontera —dijo Tarquinius inesperadamente.

Pacorus abrió la boca.

—Los mensajeros han traído noticias esta mañana —admitió apesadumbrado—. Ha habido una incursión de las tribus sogdianas. Miles de cabrones. Han atacado varias ciudades al norte de la capital. Las han reducido a cenizas.

—Los hombres están preparados, señor. —El etrusco señaló los escudos forrados de seda, las largas lanzas—. Si me permite que hablemos…

—¿Por qué? —preguntó el parto con desconfianza.

—Tengo una sorpresa para el enemigo.

Pacorus le hizo una seña.

Todos contuvieron la respiración y miraron cómo el etrusco rompía filas para reunirse con el oficial al mando. Tarquinius hablaba impaciente y gesticulaba con las manos mientras el otro escuchaba. La conversación no duró mucho.

Pacorus gritó una orden y las trompetas inmediatamente indicaron a la legión con los escudos forrados de seda que se detuviese.

—Espero que este plan funcione, adivino.

—Funcionará —respondió Tarquinius con calma.

Momentos después, el segundo parto al mando condujo la otra mitad de la legión hacia el oeste, hacia Antioquía. Cuando los hombres que estaban con Tarquinius se dieron cuenta de que sus camaradas no se dirigían a la batalla, empezaron a lanzar insultos. Los soldados que marchaban respondían con risas y abucheos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Félix.

—A defender la capital. —El etrusco sonrió—. Y a instalar el campamento. No tendremos que cavar zanjas cuando regresemos.

—¿Regresar de dónde? —preguntó Félix receloso.

—Del río que delimita la frontera.

Le acribillaron a preguntas porque querían saber más.

Pero Tarquinius no respondió, regresó a la fila y clavó la mirada en el horizonte.

Las trompetas sonaban con estridencia y se oían los golpes de los tambores. Los soldados se pusieron en marcha y miles de sandalias de hierro aplastaron la hierba.

—¡Esos hijos de mala madre probablemente hayan escapado! —Pacorus miró la neblina—. Hemos llegado demasiado tarde.

Al sur, hacia el horizonte, había prados de hierba alta. A lo lejos, una cordillera de montañas bajas se extendía de izquierda a derecha. Las arboledas eran lo único que interrumpía el paisaje. Los pájaros trinaban y competían con el zumbido de los innumerables insectos. El aire estaba en calma y se oían todos los sonidos. A cierta distancia, una manada de antílopes miraba nerviosa a los soldados. Los animales no tardaron mucho en alejarse, pastando en el camino. Un sol espléndido iluminaba la tierra fértil, pero no había señales de habitantes. Estaban demasiado cerca de Sogdiana.

La Legión Olvidada esperaba a los violentos miembros de las tribus de las estepas desnudas.

—No hay señales de su paso. —Tarquinius le tranquilizó.

Tras las filas de los legionarios se encontraban los guardias partos, los trompetas y los tamborileros. A sus espaldas fluía veloz un río ancho. Los senderos embarrados, cerca de su posición, llevaban hasta la orilla del agua, buena señal de que se trataba de un buen lugar para vadear el río. Casi todas las huellas de los cascos iban en dirección a Margiana. Estaba claro que pocos caballos habían pasado camino del norte en los últimos días.

El parto volvió a mirar el vado.

—Dijiste que tardarían tres días en llegar hasta aquí —gruñó irritado Pacorus.

—Sólo ha sido un par. —A pesar de la naturaleza de su relación, Tarquinius tenía cuidado y se dirigía al parto con respeto.

Pacorus cambió de tema.

—Los hombres lo han hecho bien. —Recorrer más de ochenta kilómetros en dos días había sido duro—. ¿Todavía están preparados para luchar?

—Por supuesto, señor. —De nuevo Tarquinius señaló las largas lanzas que llevaban los legionarios. Las gruesas astas eran el doble de largas que las jabalinas y tenían una cabeza de hierro con púas.

El guerrero de tez morena asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—¿Es éste el único vado seguro? —preguntó el etrusco para asegurarse.

—En cincuenta kilómetros en ambas direcciones. —Pacorus frunció el ceño—. ¡Tienen que cruzar por aquí!

Tarquinius calló. Estuvo tanto tiempo quieto que el parto empezó a moverse nervioso en la silla. Al final, el arúspice sonrió.

—Llegarán aquí a primera hora de la tarde. —Era un hecho tácito, pero no había duda de quién tenía más poder—. A más tardar.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Pacorus dirigió la mirada al bosquecillo más cercano.

—¿Y los hombres escondidos?

—No se moverán hasta que suenen las trompetas, señor.

Se hizo el silencio. No había nada más que hacer excepto esperar.

Como de costumbre, Tarquinius tenía razón. El sol iniciaba su descenso cuando los pocos exploradores que habían enviado regresaron al galope. Poco después apareció en la lejanía una gran nube de polvo. Cargados con el botín, los sogdianos regresaban a su patria. Serían descuidados, estarían envalentonados por el éxito. Por las conversaciones con Pacorus, el etrusco sabía que probablemente no habían encontrado ninguna resistencia. Las fuerzas armadas en Margiana eran muy limitadas y, probablemente, las ciudades meridionales habían pagado cara su falta de defensas. Los sogdianos no esperaban en absoluto encontrarse con miles de legionarios bloqueándoles la ruta hacia el norte.

Nueve de las cohortes estaban dispuestas en formación de batalla, bastante lejos del río. Cinco se encontraban en el centro y un par en cada extremo. Todas las cohortes tenían sesenta hombres de ancho por ocho de fondo. Los soldados de las primeras cuatro filas llevaban lanzas largas y los que iban detrás, jabalinas, y todos los escudos estaban forrados con seda. Los pequeños huecos entre las unidades dejaban espacio para maniobrar una vez iniciada la lucha. Los guerreros partos, de reserva, estaban situados en la retaguardia y la décima cohorte, escondida entre los árboles quinientos pasos más adelante, ligeramente hacia un lado.

Sonaron las bucinae y la Legión Olvidada se colocó en la posición definitiva. Las cohortes de los flancos se desplazaron un poco hacia delante para crear una curva en la línea defensiva. Estaban preparados.

—¡Ya vienen! —Romulus miraba ansioso entre las gruesas hojas de la vegetación propias del verano—. Pero no veo nada.

—Paciencia. —Brennus afiló la espada larga con una piedra de afilar. El etrusco había conseguido que Pacorus le diese varias cosas, la espada era un recuerdo de Carrhae. El galo llevaba una vaina cruzada en su ancha espalda y, del cinturón, le colgaba un gladius, fundamental en el combate cuerpo a cuerpo—. Todavía tenemos mucho tiempo. No nos tocará hasta el final.

Romulus suspiró, nunca había visto una batalla desde los lados. El bosquecillo daba al sur y era lo suficientemente grande para ocultar a quinientos hombres. Podían seguir escondidos hasta que los sogdianos iniciasen la lucha con las otras cohortes.

Los soldados que tenían detrás, con rostros tensos, estaban listos para luchar. Hacía meses que no habían visto ningún combate y tenían ganas de un cambio. Los hombres habían luchado juntos bajo el mando de Craso porque era su deber, sin embargo Carrhae y la marcha de dos mil quinientos kilómetros había forjado estrechos lazos entre todos los prisioneros. Ya no dudaban en luchar y morir unos por otros, porque no había nadie más.

Darius, su robusto comandante, era uno de los partos más agradables. El también había oído las trompetas. Cabalgó hasta donde estaban, desmontó y ató las riendas del caballo a una rama baja.

—Vamos a dar una lección a esos perros —dijo en un latín rudimentario—. Por invadir territorio parto.

Romulus sonrió. Muy pocos de los nuevos oficiales se habían tomado la molestia de aprender la lengua de sus soldados, sin embargo Darius era una excepción.

Brennus blandía la larga espada.

—¡Deja que nos ocupemos de esos bastardos! —respondió, y se preguntó si habían llegado a los confines del mundo. «Nadie podría ganar esa batalla, excepto Brennus». Las palabras de Tarquinius resonaban en su mente. Había llegado el momento, Brennus estaba preparado.

Darius se apartó un poco, intimidado por los tremendos músculos del galo y la extraña arma.

—¿Eres romano?

—¡No! —Brennus se apartó enfadado las trenzas—. Soy alóbroge, señor.

El parto le miró sin entender.

—Galo. De una tribu diferente, señor.

—¿Por qué luchas por Roma? ¿Por dinero?

—Es una larga historia. Éramos esclavos. —Brennus rió y le guiñó un ojo a Romulus—. Gladiadores.

Darius intentó pronunciar la nueva palabra.

—¿Gladia… dores?

—Nos pagaban por luchar contra otros delante de un público. En Roma es un deporte.

—¡Luchadores profesionales! Y ahora sois soldados partos.

Brennus y Romulus intercambiaron una mirada.

Los sogdianos llegaron poco después de los exploradores. Desde su escondite, Romulus y los otros disfrutaban de una panorámica de lo que sucedía.

Según lo predicho, había varios miles de hombres formando una gran columna de quince o veinte hombres de anchura y que se perdía en lontananza. La seguían los pastores que conducían los rebaños robados de ovejas y cabras. Los guerreros, bajos, de piel amarilla y cabello negro, detuvieron los pequeños y ágiles ponis no muy lejos del bosquecillo. La mayoría llevaba sombrero de piel, jubón y pantalones de cuero e iban armados con arco compuesto, escudo redondo y espada. Todos los caballos cargaban pesadas bolsas con el botín.

Se quedaron consternados cuando los asaltantes estuvieron lo suficientemente cerca para atacar a la Legión Olvidada. Los sogdianos tiraron de las riendas con fuerza, se pararon y empezaron a hablar a voces. Hasta la cohorte escondida podía oír el barullo. Agitaron los brazos enfadados, amenazaron y sacaron las armas. Los guerreros no estaban contentos. La situación no se calmó hasta que un grupo de jinetes de la retaguardia galopó hasta el frente.

Uno de los recién llegados, un guerrero fornido de tez morena con barba, parecía estar al mando. Los hombres que se peleaban dejaron de hacerlo cuando habló con evidente deferencia. El líder se sentó con calma, contempló las nueve cohortes y consultó a sus oficiales.

—No esperaba ninguna resistencia tan cerca de la frontera. —Darius río—. No ha habido tropas por aquí desde que Orodes se enteró de que Craso pensaba invadir.

El líder sogdiano no era un cobarde. Sólo hubo una breve pausa antes de que hiciera un gesto cortante hacia el río. Un grupo de doscientos guerreros con casco de metal y cota de malla esperaron con su jefe mientras el resto cabalgaba inmediatamente hacia delante formando una curva hasta el frente romano.

Una bandada de pájaros se dispersó en el cielo, asustada por el ruido de los cascos. Con los arcos a medio tensar, el grupo de sogdianos cargó contra la Legión Olvidada.

Se oyó una orden. Los hombres de la fila delantera se arrodillaron para protegerse las piernas. Se unieron miles de escudos cuando todas las cohortes formaron un testudo. No resultaba en absoluto amenazador.

Los jinetes sonrieron con desdén. Tensaron los arcos cuando llegaron a la distancia adecuada para alcanzarlos y acompañaron los disparos de gruñidos de esfuerzo. Romulus oyó el silbido de las flechas que volaban hacia los escudos forrados de seda. Era un ruido horrible que recordaba vividamente la carnicería de Carrhae. Pero Tarquinius había entrenado bien a los hombres. No había ni una grieta en la pared de tela frente a los arqueros.

Cayó una espesa lluvia de flechas.

Romulus cerró los ojos, incapaz de mirar.

Brennus se rió y le asustó.

—¡Por Belenus, mira! —susurró—. Ha funcionado.

Se oían a lo lejos los vítores de las líneas romanas. De todos los escudos sobresalían flechas sogdianas, pero ninguna los había atravesado.

Romulus estaba encantado. El etrusco les había explicado la historia de la seda de Isaac y el rubí. Estaba claro que la compra había valido la pena.

Estallaron murmullos de entusiasmo cuando los legionarios vieron que había ocurrido lo imposible.

—¡Silencio! —Darius los fulminó con la mirada—. Todavía no se ha acabado.

Los hombres obedecieron a regañadientes.

El líder del enemigo estaba muy disgustado. Enfadado, ordenó a gritos otro ataque. No cambió nada. Sus jinetes se retiraron sin haber causado ni una baja, además de haber desperdiciado casi todas las flechas. Cuando se retiraban, los romanos empezaron a golpear los escudos con las empuñaduras de las espadas, riéndose del enemigo.

Seguían sin dejarlos llegar al vado y los sogdianos no tenían recua de camellos para reponer las flechas.

Había llegado el momento de que actuara la caballería pesada. El sogdiano gritó órdenes a los guerreros con armadura que le rodeaban y, a continuación, a los arqueros. Se bajaron la visera, desenvainaron la espada curva y levantaron el escudo.

Darius estaba preocupado. Aquello era lo que había acabado con los soldados de Craso. Sin embargo, en los ojos de Romulus y de Brennus no se vislumbraba ninguna duda. El entrenamiento continuado que los hombres habían realizado dirigidos por el etrusco estaba a punto de dar sus frutos.

Con la intención de atacar directamente desde el río, los jinetes con armadura formaron una gran cuña y se lanzaron a la carga, seguidos de todo el contingente.

Tarquinius y Pacorus estaban preparados.

Romulus observó que todos los testudos se deshacían con facilidad. Ambos flancos se adelantaron y formaron una curva. De cada cohorte sobresalían cuatro filas de lanzas largas, que formaban un seto de afilado metal. Los hombres que estaban detrás prepararon las jabalinas para recibir a los atacantes. El planteamiento poco tenía que ver con las tácticas romanas habituales.

Los sogdianos nunca habían luchado contra una formación tan cerrada y disciplinada. Todos los enemigos que no habían huido tras una o dos descargas siempre lo hacían antes una carga de caballería. Los jinetes ignoraron la respuesta romana y se lanzaron gritando contra los cuadrados protegidos por escudos. Se levantaron densas nubes de polvo, las monturas resoplaban por el esfuerzo y la tierra tembló.

—Los caballos no pasarán por ahí —comentó Brennus, señalando la densa red de metal y madera—. Son demasiado inteligentes.

—Ese arúspice es un genio —exclamó Darius cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder—. Carrhae hubiese tenido un final diferente si vuestro general le hubiese escuchado.

—Nunca tuvo oportunidad de escucharlo, señor —contestó Romulus con pesar—. Entonces Tarquinius era un simple soldado.

—Y ahora lucha por nosotros. ¡Debemos dar gracias a los dioses!

Cuando los caballos llegaron hasta las posiciones romanas se oyó un ruido tremendo. Desesperados por evitar las mortíferas puntas de hierro, los caballos se detuvieron, retrocedieron y tiraron a muchos de los jinetes. Al chocar los de detrás con los de delante, estos últimos se clavaron las lanzas. El aire se llenó de gritos de los sogdianos que se empalaban en la impenetrable pared de metal. Sus corceles no salieron mejor parados. En algunas zonas, los legionarios se vieron obligados a retroceder y las líneas se curvaron por la presión. Pero el gran número de lanzas que sobresalían era suficiente para resistir el peso de hombres y animales. La carga se detuvo de forma súbita. Había docenas de muertos y heridos, y los demás daban vueltas sin rumbo, incapaces de alcanzar al enemigo.

—Ha llegado el momento de lanzar una andanada —dijo Brennus entre dientes—. Sólo los de delante llevan cota de malla.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando los soldados armados con jabalinas retrocedieron y las arrojaron. Una oscura nube voló formando un arco de poca altura que acabó cayendo sobre los sogdianos amontonados.

Desde tan cerca y contra hombres sin armadura, la jabalina romana resultaba mortífera. Montones de sogdianos cayeron de las sillas y los caballos los pisotearon. Los animales heridos giraban en círculos y coceaban enloquecidos. Desesperados por escapar, otros se daban la vuelta y salían desbocados. Aquello era demasiado para los sogdianos, acostumbrados como estaban a conseguir victorias fáciles contra los habitantes mal armados de las ciudades. Los supervivientes huyeron a lugar seguro.

No hubo misericordia con los caídos. En cuanto los sogdianos se hubieron alejado, los legionarios se lanzaron sobre los montones de cuerpos y mataron a los heridos. Una vez terminada la horrible tarea, formaron filas otra vez y levantaron de nuevo una impenetrable pared de escudos.

Romulus apenas podía contenerse. Las nuevas tácticas que había utilizado Tarquinius eran revolucionarias. Un rugido de entusiasmo recorrió su cohorte cuando los de detrás se enteraron.

—Ese loco lo va a intentar otra vez —anunció Brennus.

El jefe sogdiano concentraba a todos los guerreros para otra carga.

—El vado más cercano está a un día de viaje de aquí —explicó Darius—. A más, si los caballos están cansados. Van a intentarlo otra vez antes de ir hacia allí. Justo lo que queremos. —Ordenó a los oficiales que estaban cerca—: ¡Preparados para avanzar!

Las trompetas de Pacorus sonaron cuando los jinetes enemigos habían recorrido exactamente la mitad de la distancia que los separaba de los legionarios. Era la señal que esperaban.

—¡Adelante! —gritó el corpulento parto espoleando el caballo—. ¡A paso ligero! —Trotó por el bosque hasta salir a campo abierto.

Romulus, Brennus y quinientos hombres impacientes le seguían.

Concentrados por completo en su ataque, los sogdianos no miraron hacia la retaguardia. Todos los jinetes avanzaban, los que iban al frente intentaban pasar las largas lanzas. Cuando la décima cohorte se lanzó siguiendo a Darius, las filas romanas se arrimaron más y cerraron a los guerreros por tres lados. Enseguida todo el ejército luchaba. El enemigo no tenía escapatoria.

Excepto por el sur.

Las espadas golpeaban los escudos. Acompañaban este sonido gritos y chillidos, toques de trompeta, órdenes a voces. Como en el primer ataque, la mayoría de los caballos se había parado para evitar acabar empalados. Pero por el mismo impulso del ataque unos cuantos guerreros habían atravesado la pared defensiva de escudos y tenían a los romanos cara a cara. Enseguida éstos cortaron el tendón del corvejón a las monturas, derribaron a los jinetes de la silla y los mataron. Los sogdianos volvían la cabeza buscando una escapatoria de las mortíferas lanzas. Cuando algunos vieron lo que iba a suceder, los ojos se les llenaron de miedo.

Darius daba gritos de ánimo por encima del hombro.

—¡Rápido! ¡Tenemos que cerrar la brecha!

Los soldados, con el rostro morado de correr con armadura completa y cargar con los pesados escudos, redoblaron sus esfuerzos. Ya habían cubierto la mitad del recorrido.

—¡Extendeos! ¡Cien hombres a lo ancho! ¡Cinco de fondo!

Ordenadamente, la cohorte cambió de forma. Algunos de los que corrían aflojaron el paso y otros aumentaron la velocidad. Era una de las muchas técnicas que habían practicado innumerables veces hacía toda una vida, cuando los legionarios luchaban por Roma.

Momentos después, las primeras filas alcanzaron los extremos del flanco derecho. Enzarzados en un combate desesperado, la mayoría de los sogdianos todavía no había visto el peligro. Su jefe estaba al frente de la refriega e intentaba encontrar una ruta para cruzar el río.

Entonces la trampa se cerró.

Los hombres de Darius bloqueaban por completo la salida de los «cuernos del toro». Romulus sonrió al recordar la lección de Cotta. Tarquinius utilizaba la táctica empleada por Aníbal en Cannas, donde más de cincuenta mil romanos habían perdido la vida.

Brennus y él, jadeando, hicieron señas a los soldados más cercanos.

Con una ancha sonrisa, levantaron las armas para saludar.

Los sogdianos eran hombres muertos. En el combate cuerpo a cuerpo no había nadie en el mundo más peligroso que los legionarios. Todos los romanos lo sabían.

Después de la humillación de Carrhae, era emocionante.

—¡Cerrad filas! —Los oficiales jóvenes empujaban a los soldados para que se juntasen—. ¡Adelante! ¡A paso ligero!

Levantaron los escudos y cerraron los huecos hasta que sólo quedó espacio para las hojas afiladas de los gladii. Las largas lanzas eran demasiado pesadas para correr con ellas. Por encima de los escudos se veían las líneas de rostros duros protegidos por cascos de bronce. Romulus y sus compañeros avanzaron con rapidez hacia un enemigo que empezaba a darse cuenta de que no tenía salida.

Gritos de terror saludaron a la Legión Olvidada.

En el centro romano brillaban los ojos de Tarquinius.

Varios sogdianos volvieron grupas y cargaron contra los soldados de Darius. Una descarga de jabalinas lanzada a la carrera acabó con el intento de escapar y, al poco rato, ya no quedaba espacio para que los caballos se moviesen, excepto para dar vueltas sobre sí mismos. La cohorte se acercó más y las espadas buscaban carne sogdiana.

Fue una tarea dura y sangrienta. Cuando los soldados de Darius en las filas delanteras se cansaron, se limitaron a cerrar totalmente la pared de escudos. El enemigo, atrapado entre el agolpamiento de cuerpos y las lanzas de los otros tres lados, no podía hacer nada. Pero los sogdianos no se rendían fácilmente. Todavía con ganas de luchar, muchos desmontaron y se abrieron camino a pie para atacar a los legionarios.

Romulus luchaba con Brennus a un lado y Félix al otro, cada uno protegía al que tenía a su izquierda. La espada que el joven soldado empuñaba parecía tener vida, pues guerrero tras guerrero caían bajo sus mandobles. Sus líneas se movían hacia delante sin tregua y comprimían todavía más a los sogdianos. Blandían los gladii de lado a lado, cada golpe era un corte profundo que cubría los brazos de sangre. Era imposible fallar. Por todas partes se oían gritos que apenas dejaban oír las órdenes de los oficiales y las trompetas. Daba igual. El movimiento repetitivo era hipnótico y su resultado completamente mortífero.

Pero los sogdianos no estaban completamente vencidos. Al final, su líder consiguió reunir a cincuenta guerreros con cota de malla en el espacio que habían dejado sus propias bajas. Volvieron los caballos hacia el sur, hacia los hombres de Darius. Atacar a los legionarios que no iban armados con lanzas largas era su única posibilidad de escapar.

Romulus abrió los ojos como platos cuando vio los desesperados caballos que se les acercaban. El impacto iba a ser impresionante.

—¡Formación cerrada! —gritó Darius'—. ¡Filas de retaguardia, juntaos!

Chocaron los escudos y los hombres se prepararon. Pero ninguno se retiró. Aquello no sería más que un pequeño revés; el resultado de la batalla ya era sabido.

Y entonces el enemigo se lanzó sobre ellos. Los caballos chocaron contra la pared de escudos de los romanos y la partieron por la mitad. Romulus cayó a un lado y se golpeó la cabeza al caer. Medio atontado, cayó sobre Félix. Estuvo tumbado un momento sin saber dónde estaba. Entonces se dio cuenta de que el pequeño galo movía el hombro y le gritaba.

—¡Brennus! —Félix tenía los ojos desorbitados—. ¡Es Brennus!

A Romulus le dio un vuelco el corazón, se puso en pie e intentó interpretar el significado de la vorágine de espadas brillantes, hombres luchando y caballos sudorosos a su alrededor. Poco a poco se dio cuenta de que las filas de la retaguardia no se habían deshecho tras la carga de los sogdianos. El increíble esfuerzo había situado al grupo de guerreros enemigos dentro de las filas de la cohorte y creado una masa confusa de animales y hombres. Ya no se distinguían las líneas de los legionarios ni las de la batalla. Era simplemente cuestión de golpear al enemigo más cercano.

—¡Ahí! —gritó Félix, señalando desesperado.

Romulus enseguida vio a lo que se refería. A Brennus también lo había tirado un caballo y, en lo que tardó en levantarse, le rodearon los sogdianos que seguían intentando huir hacia la libertad. Diez jinetes como mínimo rodeaban al galo intentando alcanzarle con las largas espadas de caballería. Vio que Brennus luchaba con más lentitud de lo habitual.

—¡Venga! —gritó Romulus. Vio la profunda herida que su amigo tenía en el brazo derecho. En el brazo que empuñaba la espada—. ¡No tenemos mucho tiempo!

Félix asintió con la cabeza y juntos se lanzaron contra los guerreros. Enseguida tiraron a dos de la silla. Se deshicieron de ellos con varias estocadas suaves del gladius. Los caballos se dieron la vuelta, salieron desbocados y se abrieron camino entre el tumulto. Romulus agarró una lanza de un sogdiano muerto y se la clavó profundamente en el costado al jinete que tenía más cerca. La sujetó con fuerza y la arrancó mientras la víctima gritaba, caía al suelo y Romulus lo perdía de vista. El joven soldado la utilizó para matar a otro guerrero antes de que un sogdiano corpulento entablase combate con él. Entre mandobles, Romulus miraba desesperado a Brennus. El galo aguantaba. Pero no podría hacerlo mucho tiempo. Tenía más heridas en el brazo y en el rostro; sin embargo, no estaba asustado.

Con rapidez, Romulus cortó el tendón del corvejón del caballo de su adversario y, cuando el caballo cayó al suelo coceando, le dio un golpe de espada al jinete en el brazo izquierdo. ¿Era esto lo que había entristecido a Tarquinius durante la retirada de Carrhae, que Brennus muriese solo a pesar de estar rodeado por sus compañeros? El miedo le oprimió la garganta. Aquél no podía ser el momento. No para Brennus. No entonces.

Félix había mutilado a otro sogdiano y a otros tres los habían matado los legionarios que tenían a ambos lados. Sólo quedaban el jefe y el guardaespaldas. El líder, como vio que Romulus y Félix aguantaban, gritó una orden al guerrero y le hizo una indicación de cabeza. Parecía que él quería matar a Brennus.

Cuando el caballo entrenado del sogdiano retrocedió y golpeó con las patas delanteras, el galo grandullón sonrió, seguro de que estaba fuera de su alcance. Pero estaba lo suficientemente cerca para que un casco le tocase la parte delantera del casco. Brennus se arrodilló de inmediato con los ojos vidriosos. Con una sonrisa cruel, el jefe se preparó para arrojar la lanza. A cámara lenta, Romulus vio lo que estaba a punto de suceder. Pero el guardaespaldas estaba entre ellos. Sin pensarlo, se tiró hacia delante y rodó entre las patas de la montura del sogdiano. Esperaba que Félix se diese cuenta de lo que iba a hacer y entretuviese al guerrero. Romulus se levantó con rapidez y sacó la daga.

De un modo increíble, Brennus había conseguido esquivar una lanza pero reaccionaba con mucha lentitud. La siguiente sería la última. Romulus no se detuvo. Llevó el brazo derecho hacia atrás, se inclinó hacia delante y lanzó el puñal a la pequeña zona de piel expuesta entre la cota de malla y el casco del sogdiano. Era un lanzamiento imposible, cuyo objetivo era un jinete sobre un caballo en movimiento, en medio de una batalla.

Pero el puñal voló con toda la fuerza y la habilidad de Romulus. Voló con su cariño por Brennus. Y se clavó en el cuello del jefe. Muerto en el acto, el guerrero barbudo cayó de la silla.

Romulus respiró hondo. El corazón le latía con fuerza, pero Brennus seguía vivo.

—¿Romulus? —musitó Brennus. Sonrió y se desplomó, inconsciente antes incluso de llegar al suelo.

El joven soldado salió disparado para estar al lado de su amigo, dispuesto a defenderlo de cualquier atacante. Afortunadamente, la lucha seguía y, uno a uno, acabaron con los asaltantes que quedaban. Enseguida se les unió Félix, que había dejado al guardaespaldas cerca, en un sangriento montículo.

—Buen lanzamiento —dijo el pequeño galo con expresión de respeto—. Creo que le has salvado la vida.

Romulus tragó saliva al imaginarse lo que podría haber sucedido de haber fallado. Pero no había fallado. Se rió aliviado. Después de todo, aquél era un buen día.

Cuando el sol empezó a ponerse en el cielo, la batalla había terminado. Un pequeño número de guerreros consiguió huir y cruzar el río. Pero la gran mayoría nunca volvería a atacar Margiana. Los cuerpos de los sogdianos se amontonaban entre caballos muertos. Las astas de lanza y las jabalinas sobresalían de la carne sangrante de animales y hombres. Innumerables bocas colgaban flojas, ojos secos miraban fijamente, intestinos asomaban de vientres abiertos. Nubes de moscas cubrían los cuerpos y la tierra era un barrizal, roja en muchos lugares. Los buitres y las águilas empezaban a congregarse en el cielo.

Cuando el frenesí de la batalla se desvaneció, Romulus se sintió muy atribulado por el número de hombres que había matado. Al fin y al cabo, él no tenía nada en contra de los sogdianos. Pero no podía hacer nada. Hasta que él y sus amigos fuesen totalmente libres, eran soldados del ejército parto y debían luchar contra sus enemigos. Todo se resumía en el consejo que Brennus le había dado hacía algunos años. «Mata o te matarán».

No habló mientras los legionarios se volvían a reunir en la orilla del río. A Brennus y a los demás heridos les curaron las heridas mientras otros soldados iban río abajo a lavarse la sangre y saciar su terrible sed. El combate cuerpo a cuerpo resultaba extenuante.

Pacorus estaba contentísimo. Mientras sus guardias recogían el botín de los muertos, él, desde la silla de su semental, miraba feliz la carnicería.

—¿Muchas bajas?

—Treinta o cuarenta muertos —contestó Tarquinius—. Unas cuantas docenas de heridos, pero la mayoría sobrevivirá.

—¡Una victoria extraordinaria! —exclamó el parto, recuperada su arrogancia—. Orodes estará muy satisfecho con mis tácticas.

El etrusco se rió entre dientes.

—Otras tribus se enterarán de esta batalla. —Pacorus gesticulaba con las manos emocionado—. Se lo pensarán dos veces antes de amenazar Partia.

Hubo una pausa antes de que Tarquinius hablase.

—El rey de Escitia es un hombre de gran determinación. Las noticias de nuestro éxito no detendrán su plan de invasión para el año próximo.

La sonrisa de Pacorus se desvaneció.

—¿Lo has visto?

—Y poco después le seguirá un ataque de los indios.

—¿Con elefantes?

—Sí.

El comandante se quedó lívido.

—Normalmente ahuyentamos a esos monstruos con descargas de flechas. —Su voz se fue apagando—. Sólo unas pocas docenas de los guardias partos eran arqueros.

Tarquinius miraba hacia el este y esperaba.

—¿Tienes un plan, adivino? —El tono era de súplica.

—Por supuesto. —Los ojos oscuros de Tarquinius aguantaron su mirada—. Pero habrá que pagar un precio.

Hubo un silencio mientras Pacorus miraba otra vez los montones de cuerpos de sogdianos. Sin el arúspice, no tendría ninguna posibilidad contra nuevas olas de invasores.

—Dime —le contestó con pesar.

Por la noche, cientos de legionarios que celebraban la victoria se apiñaron en la plaza de armas, en la puerta septentrional del campamento. En cuanto se hubieron construido las murallas y las zanjas defensivas, Pacorus recompensó a sus hombres con un copioso flujo de licor de la zona. En cuanto los soldados victoriosos se libraron de la tensión de la batalla, el alcohol desapareció con rapidez. En el descampado asaron ovejas enteras en espetones para llenar los estómagos vacíos. Los desconcertados guardias miraban, contentos porque los prisioneros habían luchado con valentía por Partia.

Sonoras carcajadas, conversaciones a voz en grito y canciones competían por ahogarse unas a otras. Soldados borrachos caían al suelo sin que nadie se diese cuenta mientras sus compañeros luchaban entre sí o jugaban a los dados. Era la primera vez en meses que los romanos tenían alguna razón para alegrarse, e iban a aprovecharla al máximo.

Los hombres de la Legión Olvidada no sabían qué les deparaba el futuro. Probablemente la muerte, pero esa noche no les importaba.

El cirujano había cosido la herida de Brennus, que llevaba un grueso vendaje en el antebrazo derecho. Pasarían semanas antes de que volviese a luchar, pero eso no significaba que no pudiese disfrutar de la noche con unas copas de licor. A su lado, Romulus bebía contento el trago que le había tocado y recordaba la noche en la taberna de Publius. Y a Julia. Ninguno de los dos había bebido mucho cuando Tarquinius se sumó a la bulliciosa reunión; les hizo una seña y se encaminó hacia la puerta oriental. Le siguieron con curiosidad. Nadie cuestionaba al arúspice tras la sorprendente victoria de ese día. Todo el mundo sabía que se había conseguido gracias a Tarquinius.

Los tres amigos caminaron en silencio por la orilla del río hasta que estuvieron bastante lejos del campamento y del jolgorio. Una suave brisa refrescaba el sudor del rostro y rizaba las aguas que fluían. Era una noche preciosa, con el cielo despejado y titilante. A lo lejos, hacia el este, ahora que la calima había desaparecido, se veía una cordillera de picos nevados.

—Los montes Qilian —explicó Tarquinius. Se detuvo en una loma cubierta de hierba. Se sentó y dio unas palmadas a la tierra que tenía al lado. Disfrutando de la compañía, el adivino, el guerrero y el joven soldado se tumbaron para observar las estrellas fugaces que pasaban por el cielo. A Romulus le encantaba la costumbre de pasar un rato con sus mentores a esa hora del día.

—¿Te acuerdas cuando te dije que se tardaba años en llegar a ser un guerrero excepcional? —le preguntó Brennus de repente.

Romulus sintió con la cabeza y recordó su ardiente deseo de convertirse en el mejor del ludus. Para poder matar a Gemellus. En Roma, hacía una eternidad.

El galo le rodeó los hombros con sus inmensos brazos.

—Te he visto luchar hoy —dijo con una sonrisa—. Un año o dos y serás mejor que yo.

Romulus estaba asombrado.

—Nunca llegaré a ser tan fuerte como tú.

—Tan fuerte puede que no. Pero sí más habilidoso. —En la mirada de Brennus se apreciaba verdadero respeto.

Romulus le miró a los ojos.

—Casi todo es gracias a ti.

Brennus le abrazó con fuerza.

—Eres como un hijo para mí —bramó.

A Romulus le embargó la emoción y abrazó al galo con fuerza.

En la oscuridad no veían el rostro de Tarquinius. Pero a Romulus no le importó. Se sentía inmensamente aliviado de que Brennus todavía estuviese vivo. De que todavía estuviese con él.

Permanecieron un rato en silencio, escuchando contentos los murciélagos que se lanzaban en picado y se zambullían en el agua. La tierra estaba en paz, librada de los sogdianos gracias al coraje de la legión olvidada.

Tras haber visto a Brennus sobrevivir contra todo pronóstico, Romulus se imaginó regresando un día a Roma y encontrando a su familia. En ese momento le parecía posible.

A Brennus le satisfizo pensar en lo similares que habían sido las predicciones de Ultan y de Tarquinius. Su culpabilidad y su dolor habían remitido porque estaba demostrado que los dioses le redimirían algún día. No allí, en los confines del mundo.

Con el recuerdo de Olenus, Tarquinius pidió que se cumpliese su necesidad de descubrir más sobre los orígenes de los etruscos. Por extraño que pareciese, su avidez de conocimientos se había aplacado desde hacía algún tiempo, y el arúspice sabía que se debía a lo que sentía por sus compañeros. Desde que perdiera a Olenus no había querido a nadie. Pero sin que Tarquinius se diese cuenta, el galo valiente y generoso y el joven deseoso de aprender se habían convertido en sus amigos. Romulus era como…, ¿qué? Un hijo. Se rió. Qué sentimiento más humano. ¡Qué… vulgar! Pero qué bien se sentía.

Los otros dos le dedicaron una mirada inquisidora, pero Tarquinius estaba absorto en sus pensamientos.

¿Cómo podía haber olvidado las palabras de Olenus? «Transmitirás muchos conocimientos». Romulus había estado ahí, en sus narices, todo el tiempo. Era alguien a quien podía empezar a enseñar el antiguo arte. De sus labios escapó un ligerísimo suspiro de satisfacción y al fin empezó a hablar.

—Nuestro viaje continuará durante años. —Dirigió su mirada hacia el horizonte y ellos hicieron lo mismo. Hacia el este—. Habrá más batallas. Y peligro de morir.

Se les erizó el vello de la nuca, pero ni Romulus ni Brennus preguntaron más.

Estaban vivos. Por el momento, eso era suficiente.