Este de Seleucia, otoño del 53 a.C.
El desolado paisaje se extendía hasta el infinito.
Tras los soldados, una inmensa cordillera montañosa se extendía de norte a sur. Los picos nevados contrastaban marcadamente con la llanura arenosa que tenían a sus pies. Les había costado semanas salvar pasos estrechos, arroyos helados y senderos serpenteantes a lo largo de los bordes de los precipicios. Cientos de legionarios habían muerto a causa de los desprendimientos de tierra o por las inclemencias del tiempo. Las laderas desnudas no les habían proporcionado mucha comida y alguna que otra cabra alcanzada por una flecha no era suficiente para alimentarlos a todos. Carne seca, pan ázimo y una determinación férrea habían llevado a los prisioneros supervivientes hasta las cimas.
Eso y la ejecución inmediata que esperaba a todo aquel que se negase a seguir la marcha. La disciplina parta todavía era más severa que la romana.
La columna de más de nueve mil soldados había bajado impaciente esa mañana por un sendero sinuoso. Habían considerado un éxito el simple hecho de llegar a un terreno llano. A ambos lados se elevaban dunas bajas con suavidad, antesala del desierto que se preparaba para darles la bienvenida. En el cielo no había una sola nube, los únicos habitantes eran los omnipresentes buitres.
Pero el desierto no resultaba tan intimidatorio como antes de Carrhae. Esos hombres habían pasado por sufrimientos increíbles, habían visto cosas inimaginables. Aquello no era más que otra prueba que tenían que soportar. Habían sobrevivido.
Romulus se arregló la tela que le cubría la cabeza y se secó el sudor. Igual que el de todos los demás, el casco del joven soldado oscilaba en el yugo que llevaba al hombro. No necesitaba ponérselo porque no había enemigos en cientos de kilómetros.
Brennus y Tarquinius marchaban seguros a su lado. Durante el paso por las montañas, sus aptitudes para la supervivencia habían ayudado a mantener con vida a los hombres que quedaban de la Sexta. Las pieles de los zorros que Tarquinius había cazado con trampas servían de mantas y Brennus había capturado con regularidad cabras o antílopes con un arco que había conseguido de un guardia.
Muertos todos los oficiales veteranos, había un vacío de poder en las filas. Los soldados necesitaban a alguien al mando y, con tantos hombres de diferentes legiones, había sido difícil organizar a los prisioneros romanos. Sensatos, los oficiales partos al mando habían unido a los hombres que habían servido en la misma unidad, aunque desde su marcha de la capital hacía dos meses los soldados no se habían mostrado muy dispuestos a obedecer órdenes como no fuesen las más básicas.
Muchos legionarios veían en Tarquinius un líder extraoficial. Había pasado meses cuidando a los heridos, y su habilidad para predecir el futuro ya era conocida por toda la columna. Como cabía esperar, el hecho de que el etrusco entendiese el parto había llamado la atención de los captores. Las habilidades místicas que demostraba también le habían granjeado su respeto. En reconocimiento por ello, habían nombrado a Tarquinius el equivalente a un centurión y tenía que responder ante el oficial al mando de una de las cohortes reformadas. Aunque el arúspice no era un regular, siempre era más fácil obedecer las órdenes de uno de los suyos.
De momento, la cohorte del etrusco era la única que habían rehecho, motivo de verdadero orgullo para Romulus y Brennus. Pero sólo Tarquinius sabía la razón. Los demás sentían alivio de no tener que cargar con las armas durante un tiempo. Una recua de muías transportaba armamento, comida y agua.
—¿Cuándo llegaremos a Margiana? —preguntó Romulus.
—Dentro de cinco o seis semanas —contestó el etrusco.
Romulus se quejó. Daba la impresión de que no lograban acercarse al destino, situado en la frontera del Imperio parto.
—Al menos esos cabrones también tienen que caminar. —Brennus señaló a los guerreros situados a ambos lados de la columna.
Probablemente los prisioneros superaban a los partos veinte a uno, pero eso daba lo mismo. Se encontraban a más de mil quinientos kilómetros al nordeste de Seleucia y no tenían adonde ir, así que era inútil resistirse. Sólo los indígenas de piel morena conocían la ubicación exacta, en la inmensa desolación arenosa, de los pozos, fundamentales para seguir con vida, y a los romanos no les quedaba otra opción que seguirlos. Sin agua nadie podía sobrevivir.
—¿Por qué no han enviado catafractos para vigilarnos? —preguntó Romulus.
—Roma no acepta la derrota con facilidad —contestó Brennus—. Orodes probablemente los reserva por si hay otro ataque.
Tarquinius se rió entre dientes.
—Puede que el rey no lo sepa, pero nadie quiere venganza. César no debe de estar muy contento de haber perdido a su mecenas, pero está demasiado ocupado con otros asuntos. Y Pompeyo estará encantado de que Craso esté fuera de combate. Eso le permitirá concentrarse en César.
Romulus suspiró. La política italiana no tenía mucha importancia allí.
—Si Roma no contraataca, ¿cómo vamos a regresar a casa? —murmuró—. Estamos en medio de la nada y nos dirigimos hacia los confines de la tierra.
—Conseguiremos regresar —susurró Tarquinius.
El galo no oyó el comentario.
—¡Somos la legión olvidada! —exclamó con cinismo, señalando hacia delante.
Todas las miradas siguieron el brazo extendido.
Pacorus, el oficial parto al mando, había obtenido astutamente un águila de plata del botín de Carrhae. Mientras las otras decoraban el palacio de Orodes, la suya estaba siempre situada a la cabeza de la columna.
Brennus volvió a señalar con el dedo el ave de metal, reconociendo su importancia. El estandarte era fundamental para el nuevo mando parto y se había convertido en la posesión más importante de los soldados. Un grito de orgullo salió de las gargantas de los hombres. Había habido muy poco que celebrar desde Carrhae, hasta entonces.
Los guardias escuchaban con curiosidad, pero no respondieron enseguida. La disciplina no era tan estricta ahora que ya habían dejado la ciudad. Ya habían ejecutado a bastantes hombres para mantener al resto a raya. Pero hasta que viesen al enemigo, la recién hallada confianza tenía un límite.
Tarquinius sonrió.
—Es un buen nombre.
—Suena bien —reconoció Romulus.
—¡Perfecto! —Brennus hizo una pausa y se volvió hacia las filas que los seguían—. ¡La Legión Olvidada!
Enseguida los otros imitaron al galo y el grito se elevó en el aire caliente y sin viento.
Cuando toda la columna empezó a gritar, muchos partos se alarmaron y llevaron la mano al arma. Nunca había pasado nada parecido.
Pacorus cabalgaba cerca y se inclinó sobre la silla para hablar con Tarquinius. Cuando éste se lo explicó, el comandante sonrió y gritó una respuesta. Los guerreros se tranquilizaron con sus palabras. Pacorus espoleó el caballo y se fue hacia la parte delantera para comprobar si había señales de otros viajeros. No le gustaba dirigir desde atrás.
—¿Qué quería? —preguntó Romulus.
—Saber por qué gritábamos. Le he dicho que éramos la Legión Olvidada y me ha contestado que eso esperan de nosotros.
Brennus sonrió, contento con la reacción a su grito.
—También ha dicho que nuestros dioses nos han abandonado.
—Nos volvieron la espalda cuando cruzamos el río —dijo Félix. El pequeño e ingenioso galo se había unido al trío cuando dejaron Seleucia.
—Quizás a algunos —contestó Brennus serio—. Pero no a la Legión Olvidada.
—Puede que tengas razón. —Félix hizo la señal contra lo maligno—. ¡Todavía estamos vivos!
Romulus estuvo de acuerdo y en silencio agradeció a Júpiter su protección. Algo le hizo mirar al etrusco, que esbozaba una leve sonrisa. Nada de la caminata hacia el este lo alteraba, cosa que le extrañaba. Aunque Brennus parecía contento con su suerte, casi todos los demás estaban preocupados porque con esa marcha se alejaban del mundo conocido. Sin embargo Tarquinius la disfrutaba de verdad. Cada pocos días anotaba comentarios en el mapa antiguo, describiendo lo que había visto y, cuando Romulus se lo pedía, se lo explicaba. Gracias a estas lecciones, el joven también había aprendido a disfrutar del viaje y a respetar el abrasador desierto y las imponentes cumbres que habían atravesado. En su mente, Alejandro había crecido hasta convertirse casi en una figura mítica. «El León de Macedonia debió de ser un líder extraordinario —pensó—. Quizá Tarquinius siga sus pasos».
—Alejandro fue uno de los líderes más carismáticos jamás vistos —dijo el etrusco.
Romulus dio un respingo.
—Craso no nos inspiró en absoluto, ¿verdad?
—El muy tonto no lo hizo. Por eso los malos augurios afectaron tanto a los soldados. Si hubiesen querido a su líder como los soldados de Alejandro quisieron a éste, puede que hubiesen superado el miedo.
Romulus pronunció unas palabras que no sabía de dónde venían.
—Dirige con el ejemplo. Como haces tú cuidando a los enfermos y a los heridos.
A Tarquinius le temblaron los labios, achicó los ojos y miró el cielo azul.
—Y los augurios para el resto del viaje son buenos. Para todo el camino hasta Margiana y Escitia.
A pesar del intenso calor, Brennus no se atrevió a preguntar si en esos lugares sería donde tendría que salvar a sus amigos. No quería saber exactamente cuándo habría que hacer borrón y cuenta nueva. Brennus alejó ese pensamiento y siguió la marcha.
Romulus le observaba con el rabillo del ojo. Era obvio que Brennus nunca hablaba de su destino y que estaba convencido de que Tarquinius sabía algo de la suerte del galo que no quería decir. Pero vivían con cientos de hombres y rara vez se presentaba la oportunidad de hablar a solas. E incluso cuando se daba, Romulus no estaba muy seguro de querer preguntárselo a ninguno de los dos amigos. Ya resultaba bastante extraño que el etrusco supiese tantas cosas. Hacía dos años que Romulus conocía a Tarquinius, pero todavía no se había acostumbrado a sus extraordinarias habilidades. Siempre utilizaba el cielo, los pájaros y el viento para revelar con exactitud hechos pasados o futuros. De vez en cuando Tarquinius le explicaba lo que hacía, y Romulus ya sabía predecir cosas sencillas como el próximo chaparrón. Se trataba de unos conocimientos fascinantes, y cada vez que el arúspice le revelaba algo nuevo intentaba prestar mucha atención. Pero Tarquinius seguía guardándose muchas cosas para sí.
—Casi todo lo que sé es sagrado —le decía con pesar—. Y sólo se lo puedo revelar a un adivino.
Romulus solía contentarse. La vida era más sencilla si uno no sabía todo lo que iba a suceder. Tenía suficiente con que le dijesen que iba a sobrevivir en el ejército parto. Eso le dejaba espacio en el corazón para soñar con el regreso a Roma.
Para encontrar a su familia.
Durante la larga marcha, Romulus había pasado por etapas en las que culpaba a su madre de su horrible situación. Podría haber matado a Gemellus una de las muchas veces que estuvo en su cama. Pero no lo había hecho. ¿Por qué? La ira le dominaba cuando pensaba la facilidad con la que podría haber hecho callar al gordo comerciante para siempre. Pero, al final, entendía el razonamiento de su madre. Ella no era un luchador entrenado como él. Velvinna había sido una madre con dos hijos pequeños y había hecho todo lo posible por protegerlos. Había dejado que Gemellus la violase una y otra vez para velar por la seguridad de los mellizos. Esta amarga conclusión había llenado a Romulus de vergüenza y asco. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes del sacrificio de su madre? Comprenderlo hizo que todavía estuviese más resuelto a matar a Gemellus. Pero era difícil no perder la esperanza. A diferencia de Brennus, se esforzaba por creer algunas de las predicciones más increíbles de Tarquinius. Se mirase por donde se mirase, el regreso a casa en aquel momento parecía imposible.
—¿Margiana? —dijo Félix—. Nunca había oído ese nombre.
—Confía en mí —respondió Tarquinius socarrón—. Existe.
—¿Cómo es?
—Paisajes verdes. Ríos anchos y tierra fértil.
Félix señaló el desierto.
—Cualquier cosa será mejor que este infierno.
Romulus se rió. Además de ser uno de los pocos supervivientes de la cohorte de Bassius, Félix era un buen compañero.
—¿Quién vive allí? —preguntó Brennus.
—Descendientes de los griegos, lo que significa que son gente civilizada. Y nómadas. Hombres con la piel amarilla, el cabello negro y los ojos rasgados.
—Por lo que dices parecen demonios —farfulló Félix.
—Sangran como todo el mundo.
—¿Cómo luchan? —Brennus siempre era el más pragmático. Siempre sería un guerrero.
—Con arcos. A caballo.
Se escuchó un quejido colectivo.
—¿Y tampoco son amigos de Partia?
Tarquinius negó con la cabeza.
—Así que marchamos hasta el extremo más lejano de la tierra para que nos masacren —dijo Félix con sarcasmo—. Otra vez.
—No si yo tengo algo que ver con ello —respondió Tarquinius—. Tenemos que cubrir todos los escudos con soda.
—¿Qué? ¿Con el material de los estandartes de los partos? —preguntó el galo.
Las inmensas banderas de colores vivos habían contribuido a aterrorizar a los soldados de Craso antes de llegar a Carrhae.
—Eso mismo. Servirá para detener esto. —El etrusco señaló las flechas de la aljaba de Brennus.
Quienes le oyeron se animaron ante la perspectiva de sobrevivir a la lluvia de flechas que había matado a sus compañeros.
Romulus alguna vez había visto en la arena a damas de la nobleza ataviadas con suaves túnicas brillantes.
—Nos costará una fortuna, ¿no es así? —preguntó.
—No si sustraemos la carga de seda de una caravana.
Brennus y Romulus sentían verdadera curiosidad.
—Dentro de doce días nos cruzaremos en el camino con mercaderes de Judea que regresan de la India —comentó Tarquinius.
Partía estaba prácticamente despoblada, habitada sólo por pequeñas tribus nómadas, y desde que habían dejado Seleucia apenas se habían cruzado con alguien en el desierto. Pero a esas alturas ya nadie cuestionaba los poderes del etrusco. Si Tarquinius decía que algo iba a pasar, pasaba.
—Es un viaje largo —dijo Romulus sorprendido. Sabía por el mapa antiguo que la India estaba todavía más lejos que Margiana. Descubrir que se podía hacer semejante viaje por decisión propia era una sorpresa—. Debe de merecer la pena.
Tarquinius esbozó una sonrisa enigmática.
Brennus empezó a impacientarse y el etrusco cedió.
—Transportarán principalmente especias. Y mucha seda.
—Para que nosotros forremos los escudos —declaró Brennus pensativo—. Probablemente habrá que convencer a Pacorus. Y no creo que a Orodes le guste que sus capitanes empiecen a robar a los mercaderes.
Tarquinius se sorprendió.
—¿Quién ha dicho que vayamos a robar?
Brennus gruñó.
—¿De qué otra manera vas a conseguir que los mercaderes de Judea se separen de sus mercancías?
—Les compraré las telas.
—Necesitarás algo más que la cabeza de oro —contestó el galo, señalando con la cabeza el lituo que colgaba del cinturón de Tarquinius.
Desde que Pacorus se había percatado de la valía del etrusco, Tarquinius había dejado de esconder el símbolo de su poder. Al recordar historias de arúspices de la infancia, otros soldados contemplaban intimidados el cayado, lo cual situaba a su cohorte en un lugar especial en la Legión Olvidada.
Incluso Romulus tenía sus reservas. La seda era la mercancía más preciada. A los mercados de Roma sólo llegaba en pequeñas cantidades, transportada desde distancias tan lejanas que pocos podían imaginar. La cantidad necesaria para forrar más de nueve mil escudos costaría una fortuna.
—¿Y cómo la vas a comprar? —preguntó el galo.
—Tengo que hablar con Pacorus —anunció Tarquinius.
Brennus puso los ojos en blanco.
—No nos lo dirá —dijo Romulus—. Ya deberías saberlo.
El galo se rió.
Acostumbrado al carácter reservado de Tarquinius, Romulus tampoco preguntó. Habían sobrevivido a Carrhae y habían marchado hacia el este más de mil quinientos kilómetros con pocos percances. A pesar de la aparente falta de fondos, la predicción lo tranquilizó. El sabio arúspice se ganaría a Pacorus y conseguiría la seda necesaria para proporcionarles una forma de luchar contra nuevos enemigos. Tal vez regresar a Roma fuese imposible, pero aquello no. Avanzó con seguridad, a grandes zancadas. La arena caliente crujía bajo las suelas de sus sandalias.
Tarquinius cumplía las promesas. Esa noche dejó a los otros apiñados alrededor de una diminuta hoguera, comiendo pan y carne seca de cabra. En cuanto los legionarios hubieron jurado lealtad a Partia, los captores empezaron a tratarlos mejor y les daban una cantidad razonable de comida todos los días. No tenía sentido hacer pasar hambre a los hombres que tenían que luchar por el Imperio.
El etrusco se abrió camino silenciosamente en la oscuridad y observó a los soldados que descansaban. Aunque eran prisioneros, todavía reinaba una disciplina aceptable, un sentido del orden. Las tiendas de tela estaban colocadas en filas ordenadas, de centuria en centuria. Incluso se habían construido murallas provisionales con parejas de guardias que caminaban vigilantes alrededor del perímetro. Parecía un típico campamento militar, excepto que ése estaba mucho más lejos de Roma de lo que cualquier legionario se hubiera aventurado.
Desde que los prisioneros se habían dado cuenta de que no los iban a matar porque sí, los ánimos habían mejorado. Lucharían bien, especialmente cuando Tarquinius les enseñase una nueva protección contra las flechas mortíferas de las tribus.
—¡Detente! —Unos fornidos guerreros apuntaron al etrusco con las lanzas. Pacorus tenía soldados partos apostados alrededor de su tienda toda la noche—. ¿Quién anda ahí?
—El arúspice.
El miedo llenó sus ojos.
—¿Qué quieres? —preguntó uno de ellos.
—Hablar con Pacorus.
Hablaron entre sí un momento.
—Espera aquí —ordenó cortante el primer guardia.
Dejó a sus compañeros vigilando a Tarquinius y entró en la tienda grande situada a unos pasos de allí. El parto no tardó en regresar. Levantó la puerta de tela y sacudió la cabeza.
Tarquinius se acercó y se agachó un poco para entrar. El guerrero permaneció al lado de la puerta y, nervioso, sujetaba el arma con fuerza.
En marcado contraste con las tiendas de los romanos, el interior de la tienda de Pacorus estaba lujosamente decorado. Gruesas alfombras de lana cubrían el suelo y un brasero humeaba en una esquina para proporcionar calor contra el frío de la noche. Las antorchas empapadas de aceite que ardían en recipientes hondos proyectaban sombras alargadas. Había cojines para reclinarse esparcidos por el suelo, pero las armas colocadas sobre un soporte de madera recordaban el verdadero propósito del viaje. Unos esclavos cocinaban sobre una hoguera y otros estaban de pie con bandejas de comida y bebida. El apetecible olor de carne asada llenaba la tienda.
Al etrusco se le hizo la boca agua. Hacía mucho tiempo que no comía cordero fresco. Le asaltó el recuerdo de Olenus en la cueva y Tarquinius rezó una oración de agradecimiento por la sabiduría que el anciano le había transmitido. Gracias a sus habilidades, el arúspice sabía lo que estaba a punto de suceder.
Pacorus estaba sentado con las piernas cruzadas al lado del brasero. Con un hueso medio roído hizo señas a Tarquinius para que se sentase. El parto no parecía asombrado de verle.
—Comparte mi comida —dijo, e hizo un gesto brusco al sirviente que estaba más cerca.
Pacorus tenía la barba manchada de grasa y le bailaban los ojos con interés. Había cambiado el jubón holgado que solía llevar por una elegante túnica y pantalones abombados blancos de algodón. Por debajo de sus piernas musculosas asomaban unas babuchas puntiagudas de piel suave. Aunque en la cintura llevaba un delicado cinturón de oro, de él colgaban dos dagas curvas. Ante todo, Pacorus era un guerrero.
Tarquinius se sentó y aceptó la carne que le ofrecían y un vaso de madera que contenía buen vino. Reinaba el silencio mientras comía y bebía. Cuando el etrusco alzó la vista, Pacorus le miraba atentamente.
—¿Cómo están mis nuevas tropas? —preguntó el parto—. ¿Listas para obedecer a su nuevo amo?
—No les queda más remedio.
Pacorus se inclinó hacia delante.
—Dime. ¿Lucharán por mí los legionarios? ¿O huirán como en Carrhae?
—Yo sólo puedo responder por mi cohorte. —Tarquinius habló con seguridad.
Después de que Pacorus hubiese accedido a su petición de rearmar a los legionarios de su unidad, la moral había subido inmediatamente. Lo único que había necesitado para convencer al parto había sido una predicción exacta de los pasos de montaña que estarían bloqueados por la nieve. Esa valiosa información probablemente había salvado vidas y, desde luego, había acortado el viaje varios días.
—Lucharán hasta la muerte por no sufrir otra derrota.
Pacorus se reclinó satisfecho. A la manera de los enemigos que se tratan de forma educada, la pareja dedicó unos minutos a hablar sobre el viaje y las zonas fronterizas. Tarquinius enseguida se enteró de que en toda la región oriental había muchos disturbios y que la función de la Legión Olvidada se iba a limitar a restaurar la paz.
—¿Para qué has venido? —preguntó por fin Pacorus.
El etrusco no se anduvo con rodeos.
—Tengo una propuesta.
Pacorus levantó una mano y enseguida apareció un cuenco con agua caliente que sostenía un esclavo. Se limpió las manos y la cara y sonrió.
—El prisionero tiene una propuesta para el captor.
Tarquinius inclinó la cabeza.
Disgustado por la poca deferencia, la actitud del parto ya no era tan cordial.
—¿Y?
—Dentro de poco nos cruzaremos con una caravana de mercaderes de Judea.
—En su camino de regreso de la India. —Pacorus tomó una naranja de una bandeja de plata y empezó a pelarla—. ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
—Gran parte de la carga es seda.
—Suele serlo.
Tarquinius cambió de táctica.
—¿Cuál es el principal deber de la Legión Olvidada?
Sonrió al oír el nombre.
—Defender al Imperio de las tribus hostiles. Bactros, sogdianos, escitas.
—Cuyos guerreros utilizan arcos compuestos como los partos.
Pacorus cada vez estaba más irritado con las explicaciones ambiguas de Tarquinius.
—Vuestras flechas masacraron a nuestros hombres en Carrhae. Y lo mismo sucederá con las de los nómadas si no tenemos un plan —explicó Tarquinius.
—Adelante —dijo el comandante con frialdad.
—A Orodes no le gustará que acaben con su nueva guarnición fronteriza nada más llegar. Eso permitiría nuevas incursiones en Partia.
Pacorus comió un gajo de naranja y lo masticó pensativo.
—¿Qué propones?
—La seda es muy resistente.
El parto parecía confuso.
—Si forramos los escudos de los soldados con capas de seda —continuó Tarquinius con voz queda—, no los traspasará ni una flecha.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Sé muchas cosas.
Pacorus veía por dónde iba.
—Los mercaderes pagan tributos por entrar en Antioquía y en Seleucia —explicó—. Y el rey no tolera que se robe a viajeros honestos.
La mayor parte de la riqueza de Partia provenía de los impuestos que pagaban quienes regresaban de Oriente.
—No le vamos a robar a nadie —contestó Tarquinius.
—Entonces, ¿cómo vamos a pagar? —inquirió secamente el parto.
Tarquinius se llevó la mano a la túnica y sacó la bolsita de cuero. Desató el cordón y dejó caer en la palma de la mano un enorme rubí. Lo llevaba cerca de su corazón desde el día que lo había sacado de la empuñadura de la espada de Tarquino. Tras diecisiete años, había llegado el momento de utilizar el inestimable regalo de Olenus.
—Con esto podremos comprar toda la seda que queramos.
Pacorus frunció los labios.
—Ya veo que el lituo no es todo lo que has conseguido conservar.
Tarquinius no dijo nada.
El parto miró la piedra con avaricia y llevó la mano derecha a una de sus dagas.
—Puedo quedármela fácilmente.
—Pero no lo harás.
—Estás solo y no vas armado. —Lanzó una mirada a su guardia—. Fuera hay diez hombres más.
—Te maldeciría para el resto de tus días. —Tarquinius guardó la bolsa. Los ojos oscuros le brillaban a la luz de las antorchas—. Y mi cohorte puede que tampoco estuviese muy contenta.
Pacorus tragó saliva. El soldado rubio había ayudado a la columna a cruzar sin percances las montañas. Podía predecir desprendimientos de tierra con días de antelación y las tormentas antes de que apareciesen en el cielo. Se rumoreaba que incluso había predicho la derrota de su ejército en Carrhae.
Con una sonrisa, el etrusco se acercó a la cortina de seda que separaba la tienda en diferentes habitáculos.
—¿Puedo hacer una demostración?
Pacorus asintió con la cabeza.
Tarquinius bajó la pieza de tela coloreada y envolvió varias veces en ella un cojín cuadrado. Dio cincuenta pasos hasta el fondo de la larga tienda, la mortífera distancia que había destrozado a las legiones. Lo dejó en el suelo, retrocedió y tomó un arco de cuerno muy curvado y una aljaba del soporte de madera.
El guerrero de la entrada inmediatamente se adelantó con la lanza preparada.
Pacorus gritó una orden y el hombre retrocedió.
El arúspice se acercó a su anfitrión y estudió el arma detenidamente.
—Está muy bien hecho —comentó mientras lo probaba—. Es muy potente.
—Para hacer un buen arco se necesitan varias semanas —explicó Pacorus—. El cuerno y el tendón han de tener el grosor adecuado y la madera ha de estar bien seca.
Tarquinius se giró hacia el objetivo, sacó una flecha y la colocó en la cuerda. Levantó los brazos, se detuvo y se giró un poco.
El parto respiró hondo.
Tarquinius se dio media vuelta, contento de haber explicado su idea. Tensó bien el arco, cerró un ojo y apuntó con cuidado en la penumbra. Con un gruñido, disparó. La flecha silbó en el aire y aterrizó con un golpe.
—¡Tráelo aquí! —gritó Pacorus.
El guardia recogió el cojín del suelo con cara de sorpresa. Se acercó al comandante, hizo una reverencia y se lo entregó.
Pacorus miraba el cojín, fascinado. La flecha sólo había penetrado dos dedos en el relleno. La sacó con un suave tirón. La punta estaba completamente cubierta de tela.
Seda que apenas se rasgaba o estropeaba.
El parto tenía los ojos como platos.
—Si envolvemos con media docena de capas de esta tela los escudos —declaró Tarquinius—, tendrás un ejército capaz de soportar cualquier flecha.
En la mirada de Pacorus se apreciaba un renovado respeto por el arúspice.
—Ya viste la disciplina romana en Carrhae antes de la carga de los catafractos. Los legionarios son la mejor infantería del mundo —aseguró Tarquinius—. Con los escudos envueltos en seda, la legión olvidada será invencible.
—Esas tribus nos superan en número.
—No tienen ninguna posibilidad —insistió Tarquinius.
—¿Por qué me dices todo esto?
—Porque mis amigos y yo no deseamos morir. Tuvimos suerte de sobrevivir a la última batalla. —Tarquinius arqueó las cejas—. Enfrentarnos a esos arcos por segunda vez…
Pacorus estaba intrigado. El etrusco no lo sabía, pero la nueva orden de Orodes era un arma de doble filo. A lo largo de la historia, los arqueros montados y los catafractos habían conseguido mantener a raya a los nómadas de las estepas. Sin embargo, la guerra contra Roma había reducido peligrosamente las fuerzas fronterizas partas y recientemente habían llegado noticias de incursiones bastante profundas dentro del Imperio. Desde su salida de Seleucia, a Pacorus le preocupaba la posibilidad de enfrentarse con pocos arqueros a las tribus saqueadoras. El parto escanció más vino.
—Ahí está tu caravana —dijo Brennus protegiéndose los ojos del sol.
Romulus sonrió. Ambos habían oteado con impaciencia el horizonte desde la visita nocturna de Tarquinius a Pacorus.
Habían pasado exactamente doce días.
El polvo se convertía en aire caliente a media distancia. Era fácil descubrir el movimiento en la llanura que había reemplazado las dunas de arena. Se distinguía una larga hilera de camellos que se extendía hasta la neblina.
Pacorus también vio los animales y ordenó a la columna que se detuviese. Los tambores tocaban más órdenes. La mayoría de los soldados ya entendía las órdenes básicas en parto y obedeció de inmediato. El hábil oficial, que reconocía que las nuevas tropas luchaban mejor de la manera que habían sido entrenadas, había aprendido de Tarquinius muchas maniobras romanas. El día antes había dado el paso de rearmar a todos los prisioneros. De nuevo, sólo el etrusco sabía por qué. A pesar de la alegría inicial de marchar sin carga, los legionarios estaban orgullosos de llevar otra vez jabalinas, espadas y escudos.
Como respuesta a los toques de tambor, las cohortes se abrieron en abanico en una línea defensiva de seis en horizontal, tres de profundidad y dos para proteger el convoy de abastecimiento en la retaguardia. Todos pusieron las armas y los escudos en el suelo y bebieron sorbos de agua mientras esperaban. Delgados y en forma, los soldados romanos se habían acostumbrado a marchar con calor y el agotamiento ya no suponía un problema. Se encontraban en pleno territorio parto y muy pocos estaban preocupados por lo que se acercaba.
Pasó algún tiempo. Poco a poco la caravana se acercó y al final se apreciaban más detalles. Estaba compuesta por aproximadamente treinta animales con joroba que caminaban con un característico movimiento bamboleante. En los lomos de los animales colgaban alforjas de una tela gruesa.
—Extraordinarios animales. Pueden pasarse días sin agua —comentó Tarquinius.
Romulus los observaba detenidamente a medida que se iban acercando. En Carrhae los camellos habían estado demasiado lejos para verlos bien.
Un grupo de cincuenta hombres acompañaba los animales de carga. Casi todos parecían guardaespaldas, contratados para proteger a los comerciantes y sus mercancías. Vestían túnica larga y turbante para protegerse del sol, y la mayoría llevaba lanza y arco. Unos pocos llevaban espada. No parecían muy disciplinados. Varios exploradores cabalgaban nerviosos al lado de la caravana; ya habían cumplido con su misión, que consistía en informar de la presencia de los romanos.
Tarquinius echó un vistazo.
—Son una mezcla de indios, griegos y partos. Suficiente protección contra la mayoría de los bandidos.
—La mitad de una centuria los eliminaría —comentó Romulus.
—No será necesario. —Brennus sonrió—. Míralos.
La caravana se detuvo no muy lejos de ellos y el polvo empezó a posarse. Los camellos bramaron, contentos de descansar.
Era obvio que los recién llegados estaban nerviosos. Las manos sujetaban con fuerza las armas y los pies pateaban la arena caliente. Los ojos oscuros se movían intranquilos en los rostros sudorosos. Los mercaderes no podían hacer nada frente a semejante ejército. La llanura se extendía hasta el infinito.
—Supongo que no somos una imagen común —observó Romulus con ironía.
Todos rieron. Diez mil legionarios en medio de Partía debían parecer estrambóticos a otros viajeros.
Al fin un hombre bajo vestido con una mugrienta túnica blanca se les acercó con las manos extendidas en señal de paz. Tres guardias le seguían arrastrando los pies. A mitad de camino, la figura se detuvo esperando una respuesta.
Pacorus miró a Tarquinius.
—¡Pelotón de diez hombres! —gritó—. ¡Formad y seguidme!
El etrusco saludó resuelto y dirigió a Brennus, Romulus, Félix y otros siete en línea tras el parto. Con los legionarios detrás, Pacorus avanzó lentamente a caballo por la arena y se detuvo a veinte pasos del otro grupo. Tarquinius gritó una orden y la fila volvió a formar, mirando al frente y con los escudos preparados.
El anciano de la túnica sucia se apoyó en un gastado bastón y observó a los soldados que se acercaban. El alborotado cabello blanco enmarcaba un rostro inteligente con una gran nariz aguileña. Tenía la piel muy morena tras haber pasado años al sol. Parecía visiblemente aliviado de ver un parto al mando.
—¿Quiénes sois? —preguntó Pacorus—. ¿Y adonde os dirigís?
—Me llamo Isaac —contestó el forastero con rapidez—. Soy mercader y me dirijo a Siria pasando por Seleucia. —Calló un momento antes de atreverse a preguntar—: ¿Quién sois vos, excelencia?
Pacorus se rió.
—Un oficial del ejército del rey Orodes. —Se dio la vuelta en la silla y señaló a las cohortes—. Y éstos son sus últimos reclutas.
Isaac se quedó boquiabierto.
—Parecen legionarios.
—Ojos viejos no engañan —dijo Pacorus—. Hace algunos meses aplastamos a un inmenso ejército romano al oeste de la capital. Estos son los supervivientes. La Legión Olvidada.
El mercader disimuló su sorpresa por la noticia de semejante invasión.
—Buenas noticias —contestó con soltura—. Entonces, ¿podemos continuar el viaje sin problemas?
—Por supuesto. —Pacorus inclinó la cabeza—. Después de que hayáis disfrutado de mi hospitalidad. Es lo que desea el rey, estoy seguro de ello.
Isaac sonrió y enseñó los dientes picados. No se podía confiar en todos los partos, pero no podía declinar la invitación.
—Un día de descanso nos irá bien —dijo, y se giró y gritó con voz aguda a los hombres situados junto a los camellos.
A pesar de que tan sólo era mediodía, Pacorus ordenó que se levantase el campamento. La mayoría de los soldados se quejaron, disgustados por tener que cavar mucho antes de lo habitual. Era extremadamente duro construir una muralla y cavar una zanja al sol, pero los de la cohorte de Romulus apenas dijeron nada. Se daban cuenta de que el arúspice tramaba algo.
A unos cuantos pasos estaban los camellos, atados a estacas clavadas en la tierra. Y sus bramidos de enfado pidiendo comida llenaban el ambiente. Los romanos, que no estaban acostumbrados a ver animales tan extraños, los miraban fascinados. De ojos saltones, largas pestañas y gruesos labios, daban la sensación de ser verdaderamente inteligentes; pero los animales con joroba también tenían muy mal genio, y coceaban y escupían a cualquiera que se les acercase demasiado.
Los guardas y los mercaderes trabajaron juntos para levantar tiendas espaciosas. Transportaron montones de mercancía al interior de la mayor. Para aprovechar la situación, Isaac también preparaba un campamento completo.
Romulus apenas podía contener su entusiasmo. Desde su partida de Seleucia no había pasado nada interesante, aparte de los entrenamientos con las armas y las continuas lecciones de Tarquinius, así que el joven y curioso soldado se aburría a menudo. Los largos días de marcha eran tediosos. El desierto había sido reemplazado por las montañas y enseguida habían seguido más páramos arenosos. Casi todos los días eran iguales. La posibilidad de escuchar historias de Oriente y ver artículos exóticos resultaba emocionante.
Pasaron las horas y levantaron los muros de barro provisionales como habían hecho tantas otras veces. Se montaron las tiendas y los cansados soldados se metieron en ellas, desesperados por estar a la sombra. Unas cuantas gotas de agua lavaban el polvo de las secas gargantas. Había sido una dura lección, pero ya todos sabían conservar el líquido como si fuese oro. Todos los hombres de la legión olvidada se sabían el truco de Tarquinius de chupar guijarros.
Pacorus esperó a última hora de la tarde para invitar al mercader de Judea a su espacioso pabellón. El calor abrasador empezaba a remitir, el sol se ponía en el cielo y se levantó una ligera brisa. El comandante añadió a sus guardias partos diez legionarios y además una centuria esperaba cerca: toda una demostración de fuerza para intimidar.
Los dos grupos de guardias se miraron con una desconfianza poco disimulada. Hasta que no luchasen contra un enemigo común, poco iba a cambiar. Demasiada sangre se había vertido en ambos bandos.
Poco después Tarquinius recibió la orden de entrar, y Brennus y Romulus se quedaron cerca de la pared de la tienda para intentar oír lo que dijesen. Para su desgracia, Pacorus y el arúspice hablaban en voz baja.
—¿Cómo lo va a hacer? —preguntó Félix.
Romulus también se estrujaba el cerebro para intentar averiguarlo.
—Confía en él. —Desde Seleucia nada debilitaba la convicción de Brennus.
El pequeño galo refunfuñó y guardó silencio, y Romulus estiró el cuello para intentar oír retazos de la conversación.
Esperaron un rato; mientras tanto, mataban moscas y miraban a los partos que estaban cerca.
—¡Ahí está!
El mercader se acercaba seguido de tres acompañantes, con un único guardia detrás. Al llegar a la entrada y antes de entrar con su grupo, Isaac habló brevemente con los guardias partos.
Pacorus hizo una reverencia cuando el de Judea entró.
—Partía da la bienvenida a los honestos mercaderes.
—Gracias, excelencia —respondió Isaac más despacio. Estaba allí bajo coacción, pero tenía que seguir el juego.
Los sirvientes se acercaron y le ofrecieron vino, fruta y carne. El anciano se bebió dos copas de golpe y después acabó con un plato pequeño de comida. Mientras masticaba un trozo de cordero, miró a Tarquinius con curiosidad.
El etrusco le ignoró a propósito.
—¿Cuánto tiempo os ha tomado el viaje? —preguntó Pacorus cuando le pareció que su invitado había comido bastante.
—¿En total? —El judío rió socarrón—. Hasta ahora dos años, excelencia. India, Escitia, Margiana.
—Vuestros camellos van muy cargados.
—Ha sido un buen viaje —admitió Isaac a regañadientes—. Y puede que consiga un pequeño beneficio. Si regreso sano y salvo a Damasco.
—¿Qué lleváis? —Tarquinius habló por primera vez.
El mercader frunció el ceño al oír la pregunta. Como no estaba seguro del estatus del soldado rubio, Isaac arqueó una ceja y miró a Pacorus, y éste asintió con la cabeza.
—Mirra, olíbano y seda, un poco de marfil y de índigo.
Estos artículos alcanzaban precios astronómicos en Roma, pero de la forma en que Isaac hablaba de ellos parecía que no valieran absolutamente nada.
—¿Algo más?
El rostro de Isaac parecía atormentado.
—¿Y bien? —La voz de Pacorus no era ya tan cordial—. Han de declararse todos los bienes a los oficiales reales.
—Algunas gemas, excelencia —contestó a su pesar—. Lapislázuli, ágatas. Unos pocos diamantes.
—¿Sabéis de piedras preciosas? —inquirió Tarquinius.
El judío parpadeó.
—Tengo algunos conocimientos.
—¿Cuánto índigo?
—Tres modii[22] —Isaac frunció la boca con la pregunta y se volvió hacia Pacorus en busca de apoyo—. Pagamos todos los tributos, excelencia. En Antioquia.
El parto sonrió.
—¡Con un modius hay suficiente tinte morado para mil togas! —exclamó con malicia—. Y para hacerte un hombre rico.
—Primero hay que pagar a los tintoreros de Tiro —protestó Isaac—. ¡Y son unos ladrones!
—Pero todavía os quedará una buena cantidad —contestó Pacorus con sequedad.
—Arriesgo la vida cruzando medio mundo, excelencia —farfulló Isaac—. ¿No me merezco ganar algo de dinero?
—Por supuesto. —Tarquinius rió y levantó ambas manos para apaciguar los ánimos—. ¿Qué cantidad de seda lleváis?
Al darse cuenta de que estaba interesado, el mercader cambió inmediatamente su comportamiento.
—Más de cien fardos de la mejor calidad —respondió con astucia—. ¿La queréis ver?
El etrusco miró a Pacorus, para indicar que el oficial era quien estaba al mando.
—Muéstranosla.
Isaac habló impaciente con sus compatriotas. Los hombres salieron apresuradamente de la tienda y enseguida regresaron con dos fardos grandes de tela. El mercader se acercó a los fardos y los deshizo con pericia. Se formaron nubes de polvo cuando sacó la tela gruesa que los cubría, sin embargo la seda color crema del interior estaba limpia. Ni siquiera la tenue luz de la tienda disminuía el refulgente brillo de la tela.
—Vale su peso en oro —susurró Tarquinius, y se acercó más. Tocó la tela con dos dedos—. ¿Toda tiene el mismo grosor?
Isaac empezó a ensalzar las cualidades de la mercancía.
Tarquinius dejó de fingir.
—Queremos toda la seda.
El judío estaba impresionado.
—¿Toda?
Tarquinius asintió.
—Esa seda vale una fortuna —protestó Isaac, y se inclinó ante Pacorus—. Dudo mucho que esté dentro de vuestras… posibilidades.
Tarquinius se llevó la mano a la túnica.
—Mirad esto —dijo. Abrió la bolsa de cuero.
Con cautela, Isaac tendió una mano sucia.
El rubí cayó sobre la palma extendida.
—Esto es suficiente para pagarlo todo —añadió el etrusco.
El judío se quedó momentáneamente mudo. Era mayor que el huevo de una gallina.
Tarquinius se rió con una risa cómplice.
—No estoy seguro de que sea de la mejor calidad. —Isaac levantó la gema, la acercó a la luz y guiñó un ojo—. Veo algunas imperfecciones.
—Vale un dineral —dijo Tarquinius con brusquedad—. Y lo sabéis.
—Coged el rubí. —Pacorus habló con frialdad—. La seda es nuestra.
—Y la mirra —añadió Tarquinius.
Isaac sabía cuándo aceptar un trato.
—Por supuesto, excelencia —dijo en tono adulador.
La piedra ya había desaparecido bajo su túnica.
—Es vuestra. Simplemente hay que traer la mercancía desde mi campamento hasta aquí.
Se dio la vuelta para marcharse.
—Quedaos —dijo Tarquinius. Su tono era tajante—. Hasta que veamos toda la seda.
El viejo mercader se paró en seco.
—Claro, claro. —Dio una orden a sus hombres, que salieron disparados de la tienda.
Tarquinius se dirigió a Pacorus.
—Es dura y gruesa. Y con estos fardos tendremos suficiente para forrar cinco mil escudos.
—Pero eso sólo es la mitad.
—Tendremos más que suficiente. —El etrusco miró al comandante con sus penetrantes ojos oscuros—. Ya he visto una victoria aplastante sobre los sogdianos.
—Dicen que predijiste la derrota romana antes de Carrhae.
—Semanas antes.
Pacorus sonrió.