28 - Manumisión

Roma, otoño del 53 a.C.

A Fabiola le había costado decidir cuál sería el mejor método para enfrentarse a Pompeya. Había tenido tiempo de pensar mientras lavaba la ropa de cama ensangrentada y Vettius se deshacía del cuerpo de la serpiente en la cloaca. Después, Fabiola se comportó como siempre y, confiada porque sabía que Vettius estaba cerca, se reunió con otras mujeres en las termas.

Pompeya palideció de sorpresa antes de enrojecer de furia. Pero con tanta gente delante, no podía hacer nada. Se había producido un incómodo silencio mientras las otras prostitutas observaban a las dos enemigas. Fabiola fingió no saber nada y se puso a hablar animadamente sobre el próximo día festivo porque, durante las fiestas, normalmente tenían más clientes de lo habitual. Poco a poco el ambiente se fue relajando.

Como Fabiola sospechaba, Pompeya no se desanimó. Eso era exactamente lo que quería. La pelirroja enseguida se disculpó, salió del agua templada y se fue a ver a la madama. Como Benignus escuchó la conversación a escondidas, Fabiola se enteró enseguida de que Pompeya había conseguido que Jovina le diese permiso para salir del burdel más tarde. Por lo visto, quería consultar a un adivino sobre su mejor cliente. En realidad lo que quería era saber si todavía era posible asesinar a Fabiola, quizás incluso comprar más veneno. La muchacha de melena negra sonrió sin ganas. Parecía que, después de tres intentos de asesinato, los dioses la protegían. Sólo podía rezar para que hiciesen lo mismo por Romulus.

Cuando al fin se le ocurrió la solución, Fabiola arrugó la cara como si le doliera algo. Se quejó de un fuerte dolor de estómago, abandonó las termas y se retiró a su dormitorio. Tras varias visitas ruidosas al servicio, todos los que la rodeaban se enteraron de que Fabiola sufría una intoxicación alimenticia. Poco después, tras aplicarse un poco de polvo de albayalde en la cara, le rogó a una de las mujeres que le dijese a Jovina que esa noche probablemente no podría trabajar.

En general, las horas antes del atardecer eran tranquilas. Fabiola se arrodilló sola ante el altar de Júpiter y rezó para que fuese así. Necesitaba una oportunidad para salir del burdel sin ser vista. Ésa era la parte más arriesgada del plan. Para tener una coartada necesitaba que todo el mundo la creyera enferma en su habitación.

Los dioses seguían sonriendo a Fabiola.

El Lupanar estaba tranquilo y las prostitutas descansaban y dormían en sus celdas. Esa tarde no apareció ni un solo cliente y Jovina se retiró a su habitación a dormir la siesta, algo que no solía hacer. Ninguna de las aburridas mujeres que estaban en la antesala al lado de la recepción prestó atención cuando Pompeya salió acompañada por Vettius. Al cabo de unos instantes, Fabiola se escabulló ataviada con una capa larga y la capucha puesta. Benignus se quedó en la entrada, dando vueltas nervioso a la porra que tenía en las manos. Los dos porteros querían formar parte del plan de Fabiola, pero uno de ellos se tenía que quedar en el Lupanar y Vettius se había negado. La prueba de la traición de la pelirroja le había indignado tanto que había insistido en acompañarla en su salida.

Para Fabiola era fácil seguir a la pareja a una distancia prudencial.

Una vez terminada la adivinación, Vettius sabía dónde le estaría esperando.

Pompeya seguía reflexionando sobre el buen augurio que le había hecho el adivino y apenas tuvo tiempo de protestar cuando se encontró en un callejón, a diez pasos de la estrecha calle que llevaba al burdel. Vettius, que abultaba el doble que ella, estaba muy acostumbrado a sacar del burdel a la fuerza a los clientes ricos sin hacerles daño.

Enseguida el ruido de los carros tirados por bueyes y de los comerciantes a la caza de clientes pareció muy lejano. La poca luz se había convertido en una tenue penumbra que apenas permitía ver. El suelo desigual estaba cubierto de trozos de cerámica y verduras podridas mezclados con excrementos, paja sucia y restos de carbón de los braseros que mantenían calientes las miserables insulae. Un perro sarnoso que olisqueaba buscando comida ladró una vez y salió corriendo, sorprendido por la intromisión.

Pompeya, que pensaba que Vettius quería aprovecharse de ella, empezó a coquetear.

—No sabía que te interesara, grandullón. —Esbozó una sonrisa fingida—. Aunque éste no es el lugar. Ven a mi habitación mañana por la mañana cuando haya acabado el trabajo. No te arrepentirás.

El portero no contestó. Con el rostro inexpresivo, empujó a la pelirroja hacia el fondo del callejón. Al hombro derecho llevaba un gladius envainado, siempre útil en las peleas callejeras.

—¿No puedes esperar? Típico de los hombres. —Sin más protestas, Pompeya se paró y empezó a subirse el vestido—. Bueno, ven. Aquí está más limpio.

Algo voló por los aires y aterrizó a sus pies.

Incluso a la luz tenue, era fácil reconocer una cabeza de serpiente. Pompeya gritó y retrocedió de un salto con la boca abierta por el susto.

Por la expresión del rostro de su antigua amiga, Fabiola supo todo lo que necesitaba saber. Salió de las sombras y levantó amenazadora la daga de Vettius.

Pompeya se quedó lívida. Aquello no era una simple cópula para tener al portero contento. Se apartó, los pies vacilantes sobre la basura y los fragmentos de terracota.

—Por favor —rogó—. No me hagas daño.

—¿Por qué no? —le gritó Fabiola—. Has intentado hacerme lo mismo. Tres veces. Y yo no te he hecho nada. —En las comisuras de los ojos de Pompeya se formaron gruesas lágrimas de autocompasión.

—Tú te llevas a los mejores clientes —gimoteó.

—Hay muchos clientes —dijo Fabiola entre dientes—. Y yo sólo lo hago por mi hermano.

—Hace mucho que está muerto —contestó Pompeya con malicia—. El augur lo juró. —A pesar de la gravedad de la situación, seguía llena de ponzoña.

Como sabía que el comentario podía muy bien ser cierto, la ira se apoderó de Fabiola. Sin pensar, levantó la daga y pinchó a la pelirroja en el cuello. Resultaba gratificante ver los ojos aterrorizados de Pompeya. Pero Fabiola seguía resistiéndose a matarla. Respiró profundamente para intentar tranquilizarse. Tenía que haber otra forma.

Pompeya notó que tenía una oportunidad.

—Mátame y te ejecutarán —le espetó—. Ya sabes cómo es Jovina.

No se dio cuenta, pero el comentario fue su sentencia de muerte.

La historia de una prostituta que había intentado matar a la vieja madama hacía varios años era bien conocida. Primero la habían torturado con hierros candentes y después la habían dejado ciega. Por último, la desgraciada mujer fue crucificada en el Campo de Marte ante toda la gente del Lupanar. La historia mantenía a todos los esclavos a raya. A casi todos.

Fabiola supo entonces que no había ninguna otra manera. Pompeya era tan retorcida y tenía tanta maldad que nunca podría confiar en ella. Tendría que seguir adelante con el plan. Al mirar la cabeza de serpiente que estaba en el suelo, se endureció. No habría misericordia para ella.

—Tonta —dijo Fabiola con voz queda—. Jovina cree que estoy en la cama con dolor de estómago.

Pompeya abrió la boca, pero la cerró acto seguido.

—Y Vettius ha hecho todo lo posible por acabar con los matones de los collegia, pero un hombre solo contra ocho lo tiene difícil.

Aterrorizada, la pelirroja miró al portero.

Vettius sacó el gladius, se encogió de hombros de manera elocuente y se pasó el filo de la espada por el antebrazo izquierdo. La larga herida sangró y él sonrió de dolor.

—La madama necesitará pruebas de que me han atacado —dijo con suavidad—. Cuando regrese chocaré contra un par de columnas para que resulte más convincente.

Pompeya se dio cuenta de que su suerte estaba echada y gritó. Fue un gesto inútil. No había ninguna posibilidad de que alguien acudiese en su ayuda. Muy pocos ciudadanos eran tan valientes como para intervenir en disputas callejeras, mucho menos para adentrarse en callejones diminutos. Avanzó unos pasos dando traspiés y después retrocedió.

No había escapatoria.

Vettius bloqueaba un extremo del callejón, Fabiola estaba en el otro. Los dos la miraban con frialdad, con determinación.

La pelirroja abrió la boca para gritar otra vez. Fue la última cosa que hizo.

Fabiola corrió hacia Pompeya y le cortó el cuello con la daga. Retrocedió con rapidez cuando la sangre le brotó a chorros de la herida. Con una expresión de asombro que le distorsionaba las facciones, Pompeya se desplomó silenciosamente en el suelo de tierra y rodó hasta acabar boca abajo entre Fabiola y el gigantesco portero. A su alrededor se formó un charco de sangre.

—Mi hermano está vivo. —Fabiola se aferró a esa esperanza y escupió al cadáver. «Así debe de haberse sentido Romulus en la arena», pensó. «Mata o te matarán». Así de sencillo.

Vettius estaba sobrecogido. Siempre había sabido que Fabiola era inteligente y bella, pero ahora tenía una prueba fehaciente de su crueldad. No era una mujer indefensa necesitada de protección. Era alguien a quien seguir: alguien que le dirigiría. La voz de Fabiola le devolvió a la realidad.

—Voy a vendarte la herida antes de que pierdas demasiada sangre. —Fabiola sacó un trozo de tela y le vendó el brazo a Vettius, que sonrió y le dio las gracias; ella se inclinó y le besó la mejilla. Los unía un vínculo secreto.

—Espera aquí un poco. Necesito tiempo para regresar sin que me vean.

Vettius asintió con la cabeza.

—Haz mucho ruido cuando llegues —le ordenó Fabiola—. Así podré levantarme de la cama enferma y oír cómo le cuentas a Jovina lo que le ha sucedido a la pobre Pompeya.

—Sí, señora.

Hasta más tarde Fabiola no se dio cuenta de que el portero la había llamado «señora».

Ahora era su seguidor, no el de Jovina.

Jovina no tuvo gran cosa que decir cuando Vettius entró dando tumbos y ensangrentado en el burdel. Su relato fue muy convincente y, como no quería más problemas, la madama inmediatamente prohibió a todas las prostitutas que saliesen del burdel hasta nueva orden.

La satisfacción de Fabiola por haberse deshecho de Pompeya y de sus amenazas no duró mucho. El mordaz comentario de la pelirroja sobre la muerte de Romulus había calado más hondo en ella de lo que creía, y la preocupación consumía a Fabiola día y noche. Sus oraciones a Júpiter eran incluso más fervientes. Hasta entonces las noticias sobre el este habían sido bastante alentadoras: en la ciudad se oían innumerables historias sobre escaramuzas de poca importancia y las riquezas que Craso había sacado de las ciudades por las que había pasado. Fabiola intentaba utilizar esas historias para calmar sus temores por Romulus. Si no había batallas importantes, el riesgo de que muchos soldados muriesen se reducía. Pero en Roma todo el mundo sabía que Craso no se iba a conformar con una mera intimidación. Estaba empeñado en conseguir algo: el éxito militar.

Y todo el mundo sabía que su objetivo era Partía.

A Fabiola le entraron náuseas sólo de pensarlo.

La situación empeoró cuando llegaron a Roma las noticias sobre la aplastante derrota de Carrhae. Longino había llevado a la Octava cruzando el Eufrates a un lugar seguro, y se consideró que su veteranía como oficial era suficiente para confiar en la veracidad de su informe. Publio y veinte mil soldados habían muerto, diez mil habían caído prisioneros y se habían perdido siete águilas. Y, por si fuese poco, Craso era un prisionero indefenso en Seleucia. El triunvirato había quedado reducido a dos miembros.

Aunque probablemente las noticias agradaron a Pompeyo y a César, para Fabiola fueron devastadoras. Seguro que Romulus estaba entre los muertos. Pero, aunque no fuera así, nunca lo volvería a ver, pues estaría perdido en el salvaje este. Desde su llegada al Lupanar, Fabiola había ocultado sus sentimientos a todo el mundo, pero la horrible certeza de la suerte de su hermano había roto algo en su interior.

Durante semanas consiguió esconder su tristeza a todo el mundo, incluso a Brutus. Reía, sonreía y complacía a sus clientes con su acostumbrada gracia, pero la pena que llevaba dentro no conocía límite. En lugar de mejorar con el tiempo, empeoró y se convirtió en una profunda e inconsolable melancolía. Su madre hacía mucho tiempo que había muerto, una víctima sin nombre de las minas de sal, y ahora Romulus se había reunido con ella. Cada vez le resultaba más y más difícil mantener la compostura. La inteligente muchacha empezaba a perder la voluntad para seguir adelante.

«¿Qué sentido tiene vivir? No soy nada. No soy nadie. Una prostituta —pensó con amargura—. Una esclava sin familia, aparte del cabrón que nos engendró». Y aunque la perspectiva de vengarse del noble que había violado a su madre todavía le atraía, sabía que se trataba de una búsqueda inútil. La única pista que Fabiola tenía era la estatua de César que había visto en casa de Maximus. Los rescoldos de su deseo de venganza la ayudaban a seguir trabajando como una autómata, constantemente obsesionada por Romulus. Por cómo Gemellus lo había llevado a rastras al ludus. Por lo poco que había faltado para que se encontraran la noche de la pelea a la entrada del Lupanar. Por cómo podría haberle localizado más rápido si hubiese tenido a Memor como cliente antes. El sentimiento de culpa la atormentaba de la mañana a la noche.

La llegada de una nueva muchacha de Judea al burdel le pareció una buena oportunidad para averiguar dónde había muerto Romulus. Una forma de empezar a hacer aflorar la tristeza. Sin embargo, las historias sobre el desierto oriental eran aterradoras: el calor abrasador, la falta de agua, los mortíferos arcos de los partos. La imaginación de Fabiola se desbordó con vividas imágenes, cada vez más truculentas. Empezó a dormir mal y a tener pesadillas. Al poco tiempo, comenzó a tomar mandrágora para conciliar el sueño por las noches.

Un día, bien entrada la mañana, Fabiola todavía estaba en la cama para evitar tener que enfrentarse al mundo. Llevaba dos meses sumida en ese estado depresivo. A pesar de que Jovina le había ofrecido un dormitorio mejor, ella había preferido quedarse en la diminuta habitación que le habían asignado el primer día de su llegada al burdel. Le resultaba reconfortante. Sus vestidos preferidos colgaban en perchas de hierro y los frascos de maquillaje y de perfume estaban encima de una mesita baja al lado de los vestidos. En un rincón tenía un pequeño santuario con una imagen de Júpiter rodeada de docenas de velas votivas. A lo largo de los años, Fabiola había pasado incontables horas arrodillada ante la imagen, rezando por su familia. También había sido generosa en sus donaciones para el inmenso templo de la colina Capitolina.

Pero todos sus esfuerzos habían sido en vano.

Romulus y su madre habían muerto.

Que Fabiola supiera, no tendría clientes habituales hasta la noche. Era un pequeño consuelo, pues había dormido poco por culpa de una pesadilla en la que un parto atravesaba a Romulus con la espada. Todavía no había podido quitarse la imagen de la cabeza.

—Romulus. —Bajó la cabeza y dejó que una lágrima se le formase en el ojo. La siguieron otra y otra más. Y entonces la presa se rompió. La pena se apoderó de ella y empezó a sollozar, dejó aflorar grandes oleadas de angustia que surgían de lo más hondo de su alma. No había llorado desde el primer día en el burdel. Ahora no podía parar.

Lloró por su madre. Por Romulus. Por la pérdida de su inocencia. Incluso por Juba, que siempre había sido amable con ella.

Un suave golpe en la puerta la sobresaltó.

—¿Fabiola? —Era la voz de Docilosa.

Fabiola tragó saliva y se secó los ojos con el borde de la sábana.

—¿Qué pasa?

—Brutus está aquí. Quiere verte.

Su amante no tenía que visitarla hasta al cabo de dos días. ¿Cómo iba a fingir que estaba contenta? ¿En esos momentos?

Docilosa abrió la puerta y observó el interior de la habitación. Echó un vistazo al pasillo, entró y cerró la puerta sin hacer ruido.

Durante los últimos cuatro años, la mujer madura había demostrado ser de fiar en muchas ocasiones. Le había hecho recados, había comprado artículos fuera del Lupanar y le había contado las cosas que averiguaba de Jovina. Fabiola había acabado confiando en Docilosa más que en cualquier otra prostituta. Dado que todas competían por ser la más solicitada, no se podía confiar plenamente en ninguna. No desde lo ocurrido con Pompeya.

—¿Qué te pasa? —Docilosa se sentó en la cama y le cogió la mano a Fabiola.

Fabiola sollozó con más fuerza.

—Cuéntame. —La voz de Docilosa era amable pero firme.

Se lo contó todo. Hasta el último detalle, desde la violación de Velvinna hasta las visitas de Gemellus todas las noches. Las prácticas de Romulus con Juba y su venta al ludus. Su llegada al Lupanar.

Docilosa escuchó en silencio. Cuando Fabiola hubo terminado, se inclinó y la besó suavemente en la frente. El gesto significó más para la joven que cualquier otro en toda su vida.

—Pobrecita. Has pasado muchas penalidades. —Docilosa suspiró con los ojos ensombrecidos por la tristeza—. La vida puede ser muy dura. Pero continúa.

—¿Y de qué sirve? —preguntó Fabiola desanimada.

Docilosa la agarró del brazo.

—¡Ese guapo noble que está ahí fuera es lo que importa! Brutus haría cualquier cosa por ti. —Le arregló el brillante cabello—. Haría cualquier cosa, tú lo sabes.

Fabiola sabía que las palabras de Docilosa eran ciertas. Brutus era realmente un hombre amable y decente, y ella le apreciaba mucho. Era una tontería poner en peligro la mejor oportunidad que tenía de conseguir vivir fuera del Lupanar.

—Sécate los ojos y vístete —le ordenó Docilosa—. No debes hacerle esperar.

Fabiola ya se sentía mejor y asintió con la cabeza mientras hacía lo que le había dicho. Haber abierto el corazón a una persona comprensiva le había aliviado la pesada carga que llevaba sobre los hombros. Docilosa la ayudó a escoger un vestido de seda escotado y a ponerse un poco de ocre y perfume. Gracias a su hermosa tez, Fabiola todavía no necesitaba aplicarse albayalde.

—Gracias —le dijo cariñosamente.

Docilosa asintió con la cabeza.

—Me recuerdas cómo podría haber sido mi hija.

Fabiola sintió una punzada de culpabilidad. Nunca le había preguntado nada.

—¿Qué le sucedió?

—Me arrebataron a Sabina cuando tenía seis años —contestó Docilosa con voz monótona—. La vendieron a uno de los templos como acolita.

—¿La has vuelto a ver desde entonces?

Docilosa negó con la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Fabiola se acercó y la abrazó.

—Que los dioses te bendigan —susurró.

Docilosa esbozó una ligera sonrisa y recobró la compostura.

—Venga —dijo animadamente—. Está donde siempre.

Fabiola desapareció por el pasillo.

Su amante la esperaba en el dormitorio donde se habían acostado por primera vez. Era el único que Brutus quería utilizar, y a Jovina no le importaba concederle ese privilegio. No abundaban los clientes tan ricos y tan asiduos como el oficial del Estado Mayor.

—¡Qué sorpresa! —Fabiola entró majestuosamente en la habitación y se aseguró de que se le viese bien el escote.

Un fuerte olor a incienso llenaba el ambiente y solamente había dos lámparas de aceite encendidas. La colcha estaba cubierta de pétalos de rosa. Docilosa había preparado bien la estancia a pesar de disponer de poco tiempo.

Brutus se levantó y eso la sorprendió. Normalmente se tiraban directamente en la cama. Se le veía inusitadamente serio.

—¿Va todo bien? —preguntó, un poco preocupada—. No tendría que haber tardado tanto en arreglarme, pero es que hoy no te esperaba.

Brutus sonrió cuando ella le besó.

—No es eso.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Fabiola y entornó los ojos para que no viese que los tenía enrojecidos.

—He hablado con Jovina.

Entonces sí que le prestó atención. Normalmente las conversaciones de Brutus con la arpía no solían durar más de lo que tardaba en pagarle. A él tampoco le caía bien la madama.

—¿Sobre qué?

El no se pudo contener más. Sacó la mano derecha de la espalda.

Fabiola miró un momento el rollo de pergamino que tenía en la mano. Y palideció.

—¿Es la…?

Brutus asintió.

—Tu manumisión.

Cuando tomó el pergamino, el corazón de Fabiola latía con fuerza. De todas las cosas que había esperado ese día, el documento que la convertía en una mujer libre era la última. La idea de dejar el Lupanar para siempre la hizo salir del pozo negro en que se encontraba. A pesar del lujo chabacano y de su esplendor, no era más que un burdel lleno de prostitutas caras. «Tal vez Docilosa ya sabía algo», pensó. La vida continuaba, era cierto.

Fabiola respiró hondo y alzó la vista.

—¿Por qué ahora?

Brutus estaba avergonzado.

—Tenía que haber sido hace mucho tiempo —masculló—. Pero he estado muy ocupado. Ya sabes, la situación entre César y Pompeyo cambia cada puñetero día.

Fabiola le puso una mano en el brazo y le dedicó una sonrisa radiante. Una sonrisa que sabía que le encantaba.

—¿Qué ha cambiado, mi amor?

—La situación en la ciudad se deteriora a marchas forzadas. —Frunció el ceño—. Clodio hace mucho que cortó los lazos con César, y Milo nunca ha tenido amo. Ahora sus bandas controlan la ciudad casi por completo. Las elecciones se han pospuesto porque los funcionarios encargados de controlarlas temen por su vida. Roma es cada vez más peligrosa.

Fabiola asintió con la cabeza. Desde que se conocían la derrota y la captura de Craso, se había producido una escalada de violencia. Los asesinatos eran todavía más corrientes; todos los días había disturbios y quemaban edificios públicos. Desde que varios políticos rudos y manipuladores como Clodio Pulcro y Tito Milo habían entrado en la carrera por el poder, el futuro de Roma parecía cada vez más negro. Teniendo en cuenta que César estaba empantanado en la Galia, Pompeyo se mantenía neutral y esperaba que el Senado le pidiese ayuda.

—Quiero que estés en algún lugar seguro, lejos de aquí —dijo Brutus—. Fuera de la ciudad, hasta que la situación se tranquilice. Me ha parecido un buen momento para comprar tu libertad.

El corazón de Fabiola se llenó de júbilo.

—Que los dioses te bendigan para siempre —exclamó, y le volvió a besar.

Encantado con su respuesta, Brutus enseguida empezó a hablar de su nueva villa en Pompeya y de las reformas que podrían hacerle. Mientras escuchaba, el sentimiento de culpabilidad de Fabiola regresó con más fuerza. Hacía apenas un momento que era libre y ya se empezaba a olvidar de Romulus. Las lágrimas le anegaron los ojos y se dio la vuelta.

Brutus se quedó callado a mitad de frase.

—¿Fabiola?

—No me pasa nada, es que… —acertó a decir con la barbilla temblorosa.

Brutus le acarició la cara.

—Tienes que decirme lo que te pasa. Puedo ayudarte.

Como siempre, a Fabiola le conmovió su preocupación.

—Es por mi hermano mellizo —dijo con tristeza.

—¿Tienes un hermano? ¿Es esclavo? —Brutus se rió—. También le conseguiré la libertad.

—No puedes.

El noble sonrió con dulzura.

—Estoy seguro de que no costará más que tú.

Fabiola iba a preguntar pero él le selló los labios con un dedo.

—Con Jovina es difícil negociar. —Fue todo lo que dijo—. Háblame de tu hermano.

—Romulus era uno de los soldados del ejército de Craso.

Brutus parecía confuso.

Sin revelarle las fuentes, Fabiola le explicó lo que había averiguado a través de Memor y Vettius sobre la fuga de Romulus del ludus y su posible participación en la invasión de Partia.

Brutus había visto muchas batallas en la Galia y conocía la suerte de los soldados rasos. Como estaba al corriente de lo sucedido en Carrhae, sabía que era muy poco probable que Romulus estuviese vivo. Intentaba pensar qué podía decirle mientras le daba palmadas torpes en el brazo.

Ninguno de los dos habló durante un rato.

De repente a Brutus se le iluminó el semblante.

—Puede que sea uno de los prisioneros —dijo, sin mucho convencimiento—. Dejemos que la situación se apacigüe durante unos meses, y después ya veremos si podemos enviar un mensajero al este. Tal vez pueda comprarlo para que regrese.

Aunque era evidente que lo decía por animarla, le resultaba muy tentador creer en sus tranquilizadoras palabras. Desesperada por aferrarse a algo que no fuera la venganza, Fabiola quiso creérselas. Nadie sabía cuál sería su suerte. Excepto los dioses. Cerró los ojos y rezó como no lo había hecho jamás.

«Júpiter, protege a mi hermano de todo mal».

Una vez pasada la euforia inicial de recibir la manumisión, Fabiola le había pedido a Brutus otro favor. Él estuvo encantado de satisfacerla. Además, el precio de una simple esclava de cocina apenas alteraba el contenido de sus cofres. Gracias a sus campañas en la Galia junto a César, Brutus era más rico que nunca. Consiguiendo la libertad de Docilosa, Fabiola contaría con una aliada que la acompañaría a la villa de su amante. No estaría sola cuando Brutus estuviese en Roma. Fabiola también le había pedido que comprase a los dos porteros, pero Jovina se negó en redondo. Eran demasiado valiosos.

El día de su partida del Lupanar fue un recuerdo para siempre grabado en su mente. Jovina la había adulado y había suspirado, triste de ver marchar a su mejor fuente de ingresos; las otras mujeres habían reído y llorado alternativamente; sorprendentemente, Claudia había acabado enfurruñada, envidiosa de la buena suerte de su amiga. Los más consternados fueron Benignus y Vettius, y eso a Fabiola le llegó al corazón.

—No nos olvides —había musitado Vettius con los ojos clavados en el suelo.

No iba a olvidarlos. Era difícil encontrar hombres tan de fiar como los dos gigantescos esclavos.

El día después de la manumisión, los amantes se trasladaron a Ostia, el puerto de Roma. El Ajax, la galera liburnia de Brutus, se encontraba amarrada en el muelle. Más pequeña que un trirreme, la veloz embarcación con dos filas de remos era su orgullo y su alegría. El capitán del Ajax dirigía la proa alargada del barco directamente a las olas y se mantenía cerca de la costa para evitar que la tormenta los llevase mar adentro. Los golpes constantes del tambor alentaban a los cien remeros esclavos a trabajar duro para conducir a Brutus y a Fabiola hacia el sur. Su destino era Pompeya, en la conocida bahía de Neapolis, un viaje que duraba unos seis días.

A Fabiola no le gustaba viajar en barco. Protegida del viento y de la lluvia por un baldaquín de tela gruesa y sentada al lado de un brasero encendido, rodeada de lujos, se sentía incómoda porque el agua que golpeaba el casco le recordaba la fragilidad de la vida. Sin embargo, Brutus estaba en su elemento y se pasó todo el viaje explicándole sus campañas en la Galia.

A Fabiola le intrigaban todos los detalles de las batallas de César. Si la mitad de lo que Brutus le contaba era cierto, su general debía de ser un gran líder y estratega. A Pompeyo le iba a costar ganar la carrera por el poder. Al cabo de seis días Brutus todavía no había hablado sobre la rebelión de los vénetos tres años antes, levantamiento que había sido aplastado gracias a su pericia y habilidad. Cuando ella se lo recordó con delicadeza, Brutus tuvo la gracia de sonrojarse. Su actitud sencilla y sin pretensiones era una de las cosas que más le gustaban de él.

—Los vénetos se habían rendido doce meses antes —empezó—. Pero durante el largo invierno, los druidas de la tribu convencieron a los jefes para que secuestrasen a un grupo de oficiales que requisaban víveres. Los perros pensaron que podrían obtener un suculento rescate por ellos y se retiraron a sus bastiones, construidos en estuarios. No podíamos acercarnos por tierra, excepto estando la marea baja.

Fabiola nunca había escuchado la historia completa. Asentía animándole.

Una vez que hubo empezado, no costó mucho que siguiese hablando.

—Cuando llegó la primavera, construimos una flota de trirremes en el río Liger y navegamos costa arriba. ¡La verdad es que pillamos a esos cabrones por sorpresa!

Fabiola intentó mantener la compostura cuando el Ajax quedó colgado en la cresta de una ola antes de caer al seno de la misma.

—¿Falta mucho? —preguntó.

Brutus llamó inmediatamente al capitán, un griego viejo y duro que iba descalzo y alternaba sus ratos al timón con periodos en la cubierta gritando a los esclavos. Escuchó atento la respuesta.

—No falta mucho, mi amor. Ya hemos pasado Misenum y la entrada de la bahía hace un rato.

Fabiola sonrió.

—¿No tenían los vénetos buenas embarcaciones de altura?

—¡Ya lo creo! Grandes embarcaciones con la proa alta y velas inmensas muy superiores a las nuestras —exclamó Brutus sonriendo triunfal—. Pero Marte nos bendijo con un tiempo sereno y una tarde remamos hasta allí y los acorralamos contra los espigones y los acantilados sobre los que estaban las aldeas. Por si acaso, había ordenado que atasen docenas de guadañas a unos largos postes y los marineros pudieron destrozarles los aparejos. —Su amante profirió un grito de admiración—. Nuestros pelotones de abordaje saltaron a las embarcaciones y tomamos los asentamientos en un abrir y cerrar de ojos. Y también liberamos a los oficiales. —Brutus suspiró—. Pero César quiso dar ejemplo con los vénetos. Ejecutamos a todos sus líderes y vendimos a todos los de la tribu como esclavos.

Fabiola se arregló el pasador de oro y perlas que le sujetaba el cabello e intentó no imaginarse la escena: los gritos de los heridos y de los guerreros moribundos en los barcos; el mar rojo de sangre y lleno de cadáveres hinchados. Los tejados de paja incendiados, los gritos de las mujeres y de los niños al ser golpeados y atados con sogas, nuevos esclavos para enriquecer todavía más Roma. Era difícil justificar cualquier cosa que César hiciese en su nombre. Tenía que haber algo más en la vida aparte de guerras y esclavitud.

Al percatarse de su inquietud, Brutus le tomó la mano.

—La guerra es algo brutal, querida. Pero en cuanto César consiga el poder absoluto, no tendrá necesidad de conquistar nada más. La República estará en paz una vez más.

«Tu general ha masacrado y saqueado una nación entera para pagar sus deudas con Craso y enriquecerse —pensó Fabiola con amargura—. No hay duda de que tiene la suficiente sangre fría para haber violado a una esclava solitaria hace dieciocho años. Tengo que conocerlo. Averiguar si realmente fue él».

—¿Cuándo me presentarás a César? —preguntó coqueta—. Quiero ver la razón de tanta adulación.

Como era su costumbre últimamente, César pasaba el invierno en Ravenna, a trescientos kilómetros al norte de Roma. En cuanto Fabiola estuviese instalada en la villa, el oficial del Estado Mayor navegaría en la galera liburnia costa arriba para consultar con su señor.

—El también me ha hablado de su deseo de conocerte —dijo Brutus satisfecho. De repente le cambió la expresión—. Pero por ahora no va a poder ser. Esos malditos optimates del Senado están presionando a Pompeyo para que los ayude y lo llame a la ciudad. Quieren juzgar a César por excederse en sus competencias como procónsul en la Galia.

—¿Catón y sus secuaces?

Brutus frunció el ceño en respuesta.

Fabiola sabía muchas cosas sobre el joven senador que había convertido la defensa de la República de lo que él consideraba oportunistas rapaces en la misión de su vida. El y otros políticos que pensaban lo mismo se hacían llamar optimates, los «hombres excelentes». César era su enemigo número uno. Catón, antiguo cuestor y un excelente orador, vivía de forma tan austera como su principal enemigo; solía vestir de negro porque los que aspiraban a políticos vestían de morado. Una vez incluso había visitado el Lupanar con unos amigos. Con un comportamiento poco habitual para ser un cliente noble, había rechazado todas las ofertas de Jovina de mujeres y muchachos y se había relajado en las termas. Había sido una decisión comedida que le había valido la admiración de Fabiola, que escuchaba desde su escondite la estimulante conversación.

—Y su compinche, Domitio. —Brutus hizo una mueca—. A César lo están arrinconando poco a poco.

—Pero no va a renunciar al control de sus legiones.

—¿Por qué iba a hacerlo, después de todo lo que ha hecho por Roma? —preguntó Brutus.

Fabiola asintió y se acordó de los últimos rumores. A César lo tratarían peor que a un perro si regresase como civil a Roma.

—¿Y qué pasaría si Pompeyo lo permitiese?

—Esos astutos hijos de perra no le pedirán que lo haga. —Brutus se golpeó con el puño la palma de la mano—. Doble rasero.

Fabiola suspiró. Dos poderosos nobles luchaban por el control, ambos con inmensos ejércitos a su disposición y un Senado debilitado en medio. Realmente parecía que la República se encaminaba inexorablemente hacia la guerra civil.

La galera liburnia no tardó mucho en llegar a Pompeya; la embarcación golpeaba las maderas de los muelles y los exhaustos esclavos pudieron soltar los remos de la embarcación, pues el trabajo ya estaba hecho. Unos marineros atracaron el Ajax con los bicheros y otros saltaron al muelle con cabos para amarrarlo bien a los grandes bolardos de piedra. Brutus masculló unas cuantas palabras al capitán para asegurarse de que la embarcación estuviera lista para zarpar en cuanto lo pidiese. Fabiola se sujetó con cuidado el vestido con una mano y dejó que el oficial la ayudase a salir del barco. Docilosa la seguía de cerca.

El puerto de Pompeya estaba situado al sur de la ciudad y era mucho más pequeño que el de Ostia. Las barcas de pesca se balanceaban en el agua junto a las formas más grandes de los trirremes. La desembocadura del río Sarnus, alrededor de la cual se había construido el muro de cercamiento, estaba llena de barcazas cargadas de mercancías. Pompeya era un puerto mercante muy concurrido. Un barco de pasajeros recogía velas al entrar en el puerto; hacía escala en el viaje desde Misenum hasta Surrentum, en el otro extremo del golfo.

El Vesubio dominaba la ciudad y el puerto, por encima de ellos. Fabiola contempló la inmensa montaña sin perder detalle: las nubes grises que cubrían la cima, los bosques que coloreaban de verde las altas laderas, las casas de labranza y los campos vacíos más abajo. Era una escena impresionante.

—Dicen que el mismísimo Vulcano vive ahí arriba —dijo Brunas—. Yo no estoy muy seguro. —Se rió—. El cráter de la cima es un lugar horrible. Hace un calor abrasador en verano y en esta época del año está cubierto de nieve. No hay señales de ningún dios por ninguna parte. Pero eso no impide que los lugareños intenten apaciguarlo en Vulcanalia. Esa semana lanzan más peces a las hogueras que los que se comen en todo el año. ¡Campesinos supersticiosos!

El noble no estaba muy interesado en los dioses, excepto en Marte, el dios de la guerra.

Fabiola tembló de frío y se arrebujó en la capa de lana. Se percibía el hedor a pescado podrido y excrementos humanos. Miró hacia abajo, al agua oscura, e hizo una mueca.

—Son las aguas negras de la ciudad —explicó Brutus—. No te preocupes, en la villa no hay nada de esto. Tiene sumideros adecuados que desaguan a casi un kilómetro de distancia.

En el muelle descubierto, ocho pobres esclavos habían estado esperando su llegada. A su lado tenían una litera grande. Fabiola y Brutus se subieron a ella y partieron hacia la villa mientras Docilosa, ya liberta, se quedaba para supervisar el desembarco del equipaje.

Las calles de Pompeya estaban casi desiertas. Las pocas personas que se veían se apresuraban para llegar a las termas o al mercado, encorvadas para defenderse del viento cortante. Un anciano augur se tambaleaba y se sujetaba con fuerza la gorra de pico romo para evitar que se le volara. Niños harapientos corrían por la calle, gritando contentos por el pan que habían robado. Gritos de enfado los perseguían.

El Foro era bastante grande para ser de una población rural, aunque estaba en obras. En la plaza, el templo inacabado de Júpiter ocupaba un lugar destacado y estaba flanqueado, como de costumbre, por el teatro, la biblioteca pública y otros templos. Delante de muchos edificios había estatuas de dioses. Un mercado cubierto ocupaba casi todo el espacio abierto. El mal tiempo amortiguaba los gritos de los vendedores.

La litera dio sacudidas y se balanceó un rato en el camino para salir de la ciudad. Brutus charlaba sobre la villa a la que se aproximaban, sin darse cuenta de que Fabiola estaba cansada del viaje.

—Fue construida por una familia noble. Pero la compró un rico plebeyo cuando los propietarios tuvieron una mala racha, hace casi treinta años —explicó Brutus. Hizo un guiño—: No se pusieron del lado de Sila.

Fabiola le rió diligentemente el macabro chiste. Miles de personas habían muerto durante el mandato del dictador.

—Los augures dicen que la mala suerte persigue a las malas personas. O quizá fuese porque el comerciante vivía en el Aventino. —Brutus se encogió de hombros—. Tuvo que poner la villa en el mercado hace dos inviernos y no había muchos compradores. —Sonrió—. Fue una ganga.

—¿Un comerciante? —preguntó Fabiola, y se inclinó hacia delante con un interés repentino—. ¿Del Aventino?

Brutus parecía sorprendido.

—Sí. Viejo, apestoso y gordo. ¿Por qué?

—¿Cómo se llamaba?

Brutus se pasó la mano por el cabello castaño y corto, pensativo.

El corazón se le aceleró a Fabiola con la espera.

—¿Gemellus? —Hizo una pausa—. Sí, se llamaba Gemellus.

Fabiola perdió la compostura y dio un grito de alegría. Ser la nueva dueña de la villa de su antiguo propietario era un sueño hecho realidad.

—¿Le conoces? —preguntó Brutus con curiosidad.

Fabiola le apretó la mano.

—Fue él quien me vendió al Lupanar.

—¡Cabrón!

Que Brutus se encolerizase era extraño y resultaba chocante.

—Pero si no lo hubiese hecho, nunca te habría conocido —dijo Fabiola con timidez.

—Es cierto. —Brutus se calmó y miró afuera—. Si te sirve de consuelo, he oído que su negocio se ha ido al garete. Perdió una fortuna cuando los barcos cargados de animales que había comprado para el circo naufragaron camino de Egipto.

Fabiola sintió una punzada de tristeza. Se acordaba de cuando ella y Romulus soñaban que cazaban animales salvajes con los bestiarios. Parecía que hacía una eternidad.

—Al final los prestamistas lo perseguían día y noche —añadió Brutus—. Incluso tuvo que vender su casa en el Aventino.

El alivio empezó a sustituir al dolor. Y cuando al fin vio el alto muro que rodeaba su nueva casa, Fabiola se dio cuenta de que Júpiter, de una forma que sólo los dioses conocen, cuidaba de ella.

Al final había conseguido vengarse: Gemellus se había convertido en uno de los vagabundos que llenaban las calles de Roma y pedían limosna a los ricos. Puesto que el comerciante apreciaba el dinero por encima de todo, su vida estaba más destrozada que si le hubiesen clavado un puñal entre las costillas en un callejón. Era un castigo apropiado, pensó, aunque todavía hubiese sido mejor que Gemellus hubiese llamado a su puerta y haberle contado que ella, Fabiola, iba a quedarse con su querida villa. Su único pesar era que Romulus y su madre no estaban a su lado para compartir la alegría. Pero seguro que la veían desde el otro lado.

Como amante de un noble poderoso, Fabiola podía dedicarse exclusivamente a descubrir la identidad de su padre. Brutus, lo supiese él o no, era la clave. Él le facilitaría contento la entrada en la sociedad romana más encumbrada, se convertiría en una igual de quienes la habían mirado de forma despectiva. La clave estaba ahí, en alguna parte. Tal vez incluso estuviera cerca de casa.

Tardara lo que tardase, Fabiola no pensaba descansar hasta vengar a su madre.