Seleucia, capital del Imperio parto, verano del 53 a.C.
La vida en el recinto circular donde Romulus y cientos de soldados estaban encarcelados se había convertido casi en una rutina. Situada cerca de un gran pasadizo abovedado de ladrillo que llevaba hasta la ciudad, la prisión, construida con gruesos troncos, tenía el doble de altura que Brennus. Los hombres, abatidos, estaban sentados sobre el duro suelo de tierra, tan juntos que apenas podían estirar las piernas. Se rumoreaba que había otros cautivos en prisiones similares por toda Seleucia. Incluso desarmados, los partos no se fiaban de grupos muy numerosos de romanos.
Carrhae y la terrible marcha hacia el sur se habían convertido en lejanos recuerdos, reemplazados por nuevos sufrimientos. Las noches heladas seguidas por días de un calor abrasador empeoraban las penalidades de los heridos y de todos por igual. En el recinto no había dónde refugiarse. Los soldados romanos temblaban juntos en la oscuridad y se quemaban al sol. A todos los oficiales conocidos les habían llevado a otro lugar y sólo quedaban unos pocos de bajo rango para levantar los ánimos.
Tarquinius parecía contento de esperar y hacía pocos comentarios sobre el viento o el clima. Nadie más sabía lo que les deparaba el destino. De momento se habían salvado, pero seguía pareciendo probable que los partos los ejecutasen a todos. En el desierto se habían quedado miles de compañeros pudriéndose, una vergüenza que todos lamentaban profundamente. En circunstancias normales sólo se dejaba a los criminales sin sepultura, y Romulus recordaba con nitidez el olor de los cadáveres que llenaban las fosas en la ladera oriental del Esquilino. Sólo los dioses sabían lo que había sucedido en Carrhae.
A los prisioneros los alimentaban lo justo para sobrevivir. Cada vez que los guardias entraban para dejar los víveres en el suelo se formaba un caos. Los habían reducido a animales que se peleaban por un mendrugo de pan seco y agua salobre. Los amigos comían y bebían algo gracias al respeto cada vez mayor que los soldados sentían por Tarquinius. Ayudado por Romulus, todos los días el etrusco se movía incansable entre los soldados para limpiarles las heridas y administrarles hierbas de una pequeña bolsa de cuero que milagrosamente había logrado salvar de sus captores. Cuando los soldados se dieron cuenta de su habilidad mística creció más todavía el respeto que sentían por el etrusco, y le guardaban comida. Sólo gracias a alguien como el arúspice podrían encontrar una salida del infierno en que se hallaban.
Muchos heridos morían a causa de la deshidratación, y los partos sólo se llevaban los cadáveres hinchados si los prisioneros los acercaban hasta la puerta. Para evitar que las enfermedades se propagasen a la ciudad cercana y dar abasto con el número de muertos, los guardias construyeron una enorme pira que ardía constantemente. Por la noche, su luz fantasmal iluminaba los rostros enjutos y hambrientos. El permanente olor acre a carne quemada se sumaba a la angustia de los soldados.
—Esos cabrones tendrían que habernos ejecutado —protestó furioso Romulus al amanecer del duodécimo día—. En unas pocas semanas todos acabaremos como ellos.
Cerca, más de veinte legionarios yacían muertos.
—Paciencia —le aconsejó Tarquinius—. El aire se mueve. Pronto sabremos más.
Romulus asintió con la cabeza a regañadientes, pero a Félix le enfurecía ver a sus compañeros muertos.
—Lo que daría por un arma —dijo, y golpeó los maderos frustrado.
Un guardia vio el gesto del pequeño galo y le hizo una seña con la lanza para indicarle que se apartase.
—¡Tranquilo! —dijo Brennus entre dientes. El esperaría todo el tiempo que quisiese Tarquinius—. No querrás morir como ese legionario.
El cadáver en proceso de descomposición que estaba colgado de una estructura de madera en forma de T en el exterior era un ejemplo brutal de la disciplina parta. Dos días antes, un corpulento veterano de la Sexta había escupido a los pies de un guardia. Le habían arrastrado al exterior y crucificado inmediatamente.
Debido a los gruesos clavos de hierro que le habían clavado en los pies, el soldado no había podido aguantar de pie mucho tiempo. Tampoco se había podido colgar con las manos atravesadas. La víctima, que cambiaba de una agonizante posición a otra, se había puesto a gritar. El cruel espectáculo había durado media mañana. Satisfecho porque consideraba que los prisioneros habían visto suficiente, el guardia le había clavado una lanza y acabado abruptamente con el sufrimiento del hombre, pero había dejado el cuerpo donde estaba a modo de recordatorio.
Félix se sentó.
El parto terminó su ronda alrededor del perímetro.
—Todavía seguimos vivos y eso quiere decir que tienen algo planeado —dijo el etrusco.
—Una ejecución pública —masculló Félix—. Eso es lo que harían los galos.
—No a nosotros, que somos simples soldados.
Romulus seguía sin estar convencido.
—En Roma acabaríamos en la arena. ¿Son diferentes estos salvajes?
—No tienen gladiadores ni caza de bestias. Esto no es Italia. —Tarquinius fue categórico—. ¡Escuchad!
Las campanas y los tambores partos no habían dejado de tocar desde el amanecer. Desde su llegada a Seleucia la mayoría de los días se oían sonidos triunfales, sin embargo aquello era diferente. El clamor, cada vez más fuerte, no presagiaba nada bueno. La temperatura había aumentado sin parar desde que había salido el sol en el cielo azul y los sudorosos soldados empezaban a estar inquietos.
Brennus se levantó y miró el laberinto de calles que llevaban hasta la ciudad.
—Se está acercando.
A medida que el barullo se aproximaba, el recinto quedó en silencio. Sucios, vendados y quemados por el sol, los supervivientes de la Sexta se levantaron de uno en uno mientras los guardias hablaban animadamente en el exterior.
—¿Qué sucede, Tarquinius? —Como muchos, Félix se había dado cuenta de que el etrusco entendía el parto.
Deseosos de conseguir algo de información, varios hombres se arremolinaron a su alrededor.
Tarquinius se frotó la barbilla, pensativo.
—Todavía no ha habido una celebración formal.
—¿Qué ha pasado con Craso? —preguntó Romulus. Desde la batalla no había habido ninguna señal del general. No cabía duda de que él tendría un papel importante.
El etrusco estaba a punto de responder cuando del pasadizo abovedado surgieron cincuenta guerreros inusitadamente altos que se dirigieron al espacio abierto que quedaba delante del complejo. Iban ataviados con cota de malla y cascos con púas pulidos, y armados con una pesada lanza y un escudo redondo. Los seguían de cerca docenas de partos ataviados con túnicas tocando instrumentos. La procesión se detuvo de forma ordenada, pero la fuerte música siguió sin tregua.
Más de un hombre hizo la señal contra lo maligno.
—Guardaespaldas de élite —masculló Tarquinius—. El rey Orodes ha decidido nuestra suerte.
—La sabes. —Romulus miró al etrusco, que sonrió enigmático.
—¿Has visto algo más? —preguntó Brennus.
—Os lo dije. Vamos a realizar una larga marcha hacia el este.
Alarmados por las revelaciones, los soldados miraron con temor al arúspice.
—Hacia donde Alejandro Magno llevó el ejército más grande jamás visto. —Para entonces, Tarquinius ya había contado muchas historias sobre la legendaria marcha del griego hacia lo desconocido tres siglos antes.
La mayoría de los rostros mostraron todavía más abatimiento, sin embargo a Romulus esas historias le parecían fascinantes. La expectación le corría por las venas.
—Podemos estar contentos de que fuesen hacia el este. —Tarquinius tocó su diminuta bolsa de piel escondida en la pretina, que contenía las hierbas y el mapa antiguo que sólo habían visto una vez. Junto con el anillo del escarabajo y el lituo, era lo único que había logrado conservar tras la captura—. Lo dibujó uno de los soldados de Alejandro. Y ha llegado hasta mis manos por algún motivo —susurró.
La conversación se interrumpió cuando el jefe de los recién llegados se dirigió en voz alta a los guardias. Enseguida cogieron cuerdas pesadas, las mismas que habían utilizado con los prisioneros después de la batalla. El miedo, siempre presente entre los prisioneros, fue en aumento. Cuando una de las puertas se abrió parcialmente, el murmullo aterrorizado de los prisioneros creció. En el reducido espacio habían disfrutado de cierta seguridad. ¿Qué les esperaba ahora?
Flanqueado por varios guerreros corpulentos con las lanzas bajadas, el capitán al mando entró en el recinto y ordenó salir a quienes estaban más cerca. Los soldados obedecieron a regañadientes. Cuando salieron les ataron las cuerdas al cuello. Enseguida se formó una fila larga. Los partos que estaban en el interior de la prisión iban contando e indicando a más prisioneros que salieran.
Uno de los hombres consideró que ya había soportado suficiente. Aunque llevaba la pechera característica de los optiones, no se lo habían llevado con el resto de los oficiales. Cuando el guardia lo señaló con la lanza, el optio le empujó el pecho a propósito.
—¿Qué hace ese loco? —susurró Romulus—. Debe de saber lo que le van a hacer.
Tarquinius lo miró fijamente.
—Decide su destino. Es algo que está al alcance de todos nosotros.
Romulus recordó a los tres soldados que Bassius había tenido que ejecutar y a los dos mercenarios que habían decidido quedarse en Carrhae. La autodeterminación era un concepto importante y se esforzó por comprenderlo.
Se oyó una orden rápida y el guardia le clavó la lanza al soldado en el vientre hasta el fondo. El hombre se dobló con un grito agarrando el asta con las manos. Se quedaron mirando mientras el guardia se arrodillaba y sacaba una daga de hoja delgada. Otros dos sujetaron al optio por los brazos. Mientras los gritos de agonía desgarraban el ambiente, el capitán parto miró al resto de los soldados.
El guardia se levantó e hizo un gesto con el brazo para lanzar algo. Dos ojos brillantes, con los nervios todavía colgando, cayeron cerca, y Romulus retrocedió asqueado, sorprendido de que alguien optase por sufrir semejante tortura.
Nadie se resistió cuando el oficial les ordenó de nuevo que salieran al exterior. Romulus pasó en silencio y arrastrando los pies por delante del optio. No pudo evitar mirar al ser mutilado que se revolvía y se agarraba con las manos las sangrantes cuencas de los ojos. Los débiles quejidos le llenaron de tristeza y apretó los puños.
—Ningún hombre debería sufrir una suerte así —susurró.
—No te atrevas a juzgar a otro —contestó Tarquinius—. Ese optio podría haber salido con nosotros. Pero decidió no hacerlo.
—Nadie puede decidir el camino de otro —añadió el galo en tono sombrío. Todavía tenía bien clara la imagen de su tío, que había decidido morir para salvar a otro. A Brennus.
Romulus miró a sus amigos. Sus palabras resonaron en su mente.
Cuando hubieron reunido a cincuenta soldados, el comandante parto indicó a los guardas que parasen. Igual que con el sacrificio del toro, sólo necesitaban unos cuantos testigos. La noticia se difundiría enseguida entre el resto.
La columna, dirigida por catafractos y músicos, se puso en camino. Los legionarios, abatidos, caminaban juntos arrastrando los pies, espoleados por las patadas y los golpes de lanza.
Pasaron bajo el inmenso arco, tan grande como los que Romulus había visto en Italia. Pero era la excepción y no la norma. Las calles de Seleucia eran estrechas y estaban formadas por hileras de chozas de barro de una sola planta. Esas diminutas viviendas construidas con bloques de barro cocidos al sol constituían la mayoría de las estructuras. Tan sólo de vez en cuando se veía algún templo sencillo de mayor altura. Al igual que en Roma, las edificaciones estaban muy juntas y los callejones, llenos de basura y de excrementos. Era una ciudad sencilla; estaba claro que los partos no eran una nación de ingenieros. Eran guerreros nómadas del desierto.
Tan sólo el arco y la estructura de lo que debía de ser la residencia del rey Orodes tenían la categoría suficiente para haber estado en Roma. Alrededor de las altas murallas fortificadas del palacio se extendían terrenos desnudos. En cada esquina había una torre con arqueros que vigilaban entre las almenas. Al lado de las ornamentadas puertas de metal, una tropa de catafractos a caballo observaba impasible la columna de legionarios. Muy pocos miraban a los guerreros ataviados con las cotas de malla sin sentir un escalofrío de miedo.
Al pasar, Tarquinius miró entre los huecos de la ornamentación de metal.
—¡No llames la atención! —le susurró Brennus.
—No les importa —contestó el etrusco tranquilamente, estirando el cuello—. Quiero ver el oro que Craso quería. Se supone que este lugar está lleno de oro.
Pero un catafracto ya había visto suficiente; bajó la punta de la lanza hacia Tarquinius y, a continuación, la apartó enérgicamente.
Para alivio de Romulus, el arúspice bajó la cabeza y siguió caminando y arrastrando los pies.
Quedaba muy poco espacio para que los prisioneros pasasen entre la muchedumbre que esperaba. Todo el mundo en Seleucia quería deleitarse con la humillación de los romanos. Los abucheos y los gritos de desprecio resonaban en sus oídos mientras caminaban a trompicones. Romulus mantuvo la mirada fija en los surcos de barro que pisaba. Le había bastado una sola mirada a los rostros morenos cargados de odio. Lo que estaba a punto de suceder iba a ser suficientemente nefasto como para encima llamar la atención.
Piedras de bordes afilados y guijarros volaban formando arcos de poca altura y les cortaban y amorataban el cuerpo. Les llovían verduras podridas e incluso el contenido de los orinales. Mocosos harapientos salían a toda velocidad de la multitud para dar patadas a los hombres. Una mujer delgada se cruzó en el camino de un soldado y le arañó la mejilla. Cuando éste intentó detenerla, un guardia lo golpeó con la porra y lo dejó inconsciente. La vieja bruja se jactó del triunfo y escupió al soldado desmayado. Los legionarios que estaban delante y detrás de él tuvieron que cargar a su compañero.
Obligaron a los sucios prisioneros a caminar por las calles durante lo que les pareció una eternidad, para que todos saboreasen la sorprendente victoria sobre el magno ejército de Craso. Al final, llegaron hasta un gran espacio abierto de tamaño similar al Campo de Marte de Roma. La temperatura subió cuando dejaron atrás la poca sombra que había. Cuando los obligaron a colocarse en el centro, lejos de los abucheos y de lo que la gente lanzaba, pocos se atrevieron a mirar hacia arriba. Los guardias iban delante y pegaban con fuerza a los locos que se atrevían a bloquearles el paso.
Al lado de una gran hoguera, una docena de partos trabajaba con afán para alimentar con troncos las llamas hambrientas. Cerca había un escenario vacío. Con golpes y patadas obligaban a los confundidos soldados a ponerse delante. Formaron filas cansados y magullados y se preguntaban temerosos qué iba a pasar. A medida que transcurría el tiempo iban llegando más grupos procedentes de otros complejos de la ciudad. Pronto hubo cientos de romanos: los representantes de diez mil hombres.
Romulus había decidido que nadie iba a verle hundido. Si iban a ejecutarlo, el suyo sería un final honroso. Brennus parecía contento de que Tarquinius no estuviese alarmado. De manera que él y sus mentores estaban relativamente conformes con el destino que los esperaba, a diferencia de los legionarios medio muertos de hambre y quemados por el sol que esperaban la muerte a su lado. La horrible derrota de Carrhae había hecho trizas la confianza de los soldados. Con la cabeza gacha, los más débiles se estremecían sollozando en silencio. Incluso se percibió un ligero olor a orina cuando la situación sobrepasó a algunos.
Poco a poco, los gritos de la multitud se apagaron. Incluso los tambores y las campanas callaron. Un nuevo sonido llenaba el aire, que llamaba la atención de forma instintiva. De más allá de la multitud que los rodeaba llegaban gemidos de dolor.
Alrededor de la zona habían construido docenas de cruces de madera. Del palo vertical de cada una colgaba un oficial con los brazos atados al listón horizontal. Cada cierto tiempo, las víctimas intentaban levantarse sobre los pies clavados para mitigar la tensión del tronco. Entonces el dolor era tan grande que se dejaban caer otra vez y gemían. Era un círculo vicioso que terminaría con una total deshidratación o la asfixia. La muerte tardaría días en llegar, especialmente si la víctima era físicamente fuerte.
La multitud gritaba y reía sin prestar atención al otro grupo de prisioneros. Las piedras volaban hacia los hombres crucificados. Se oían nuevos gritos cuando alcanzaban el blanco. Los guardias pinchaban con las lanzas a los indefensos oficiales y se reían cuando les hacían sangrar. Gritos de regocijo llenaban el aire. El brutal espectáculo se prolongó durante cierto tiempo. Los soldados rasos miraban horrorizados, imaginando cuál iba a ser su destino.
Félix señaló a alguien.
—Ahí está Bassius. Pobre desgraciado.
Romulus y Brennus miraron al veterano, que estaba crucificado cerca con los ojos cerrados. A pesar de la atroz experiencia, ni un solo sonido brotaba de sus labios. La valentía de Bassius jamás había resultado más evidente.
Brennus tiró de la soga que tenía alrededor del cuello.
—Voy a terminar con su sufrimiento.
—¿Y acabar tú también crucificado? —dijo Tarquinius.
Romulus maldecía. Había tenido la misma idea, pero nunca lograrían alcanzar a Bassius, porque antes los matarían.
—No durará mucho —terció Félix—. La crucifixión mina con rapidez la fuerza de un hombre herido.
—Los romanos les enseñaron a crucificar —dijo el etrusco.
Romulus no tenía respuesta. Sentía vergüenza y asco de que su propio pueblo hubiese enseñado un método de tortura tan brutal. Aunque en Italia se ejecutaba normalmente así a los esclavos blancos y a los criminales, nunca había visto tantas crucifixiones simultáneas. Entonces recordó cómo Craso había matado a los supervivientes del ejército de Espartaco. Roma era tan cruel como Partía.
Brennus escupió furioso y se preparó para romper sus ataduras. De nuevo le asaltó la imagen de Conall muriendo bajo doce gladii. Ahora había que salvar a otro hombre valiente. Ya había viajado lo suficientemente lejos.
—Como quieras, Brennus. —Se oyó la voz de Tarquinius—. Todavía tenemos un largo camino por delante.
El corpulento guerrero se volvió con expresión angustiada.
—Bassius es un soldado valiente. ¡Nos salvó la vida! Y no merece morir como un animal.
—Entonces ayúdale.
Hubo una pausa antes de que Brennus suspirase profundamente.
—Ultan predijo un viaje muy, muy largo. Tú también.
—Bassius morirá de todos modos —dijo Tarquinius con delicadeza—. Conall y Brac también hubiesen muerto. No podrías haber hecho nada para cambiarlo.
Brennus se quedó boquiabierto.
—¿Sabes lo de mi familia?
El etrusco asintió con la cabeza.
—Hace ocho años que no pronuncio sus nombres.
—Brac era un guerrero valiente, igual que su padre. Pero les llegó su hora.
A Romulus se le puso la carne de gallina. Sólo había podido deducir algunos detalles del pasado del galo.
Brennus parecía consternado.
—Llegará un día en que tus amigos te necesitarán —declaró el etrusco con voz profunda—. Será el momento de que Brennus se alce y luche. Contra circunstancias terribles. —Se produjo un largo silencio—. Nadie podría ganar una batalla así. Únicamente Brennus.
—¿Sucederá lejos de aquí? —Su tono era apremiante, casi desesperado.
—En los confines del mundo.
Brennus sonrió y soltó la soga.
—Ultan era un druida extraordinario. Igual que tú, Tarquinius. Los dioses llevarán a nuestro centurión directamente al Elíseo.
—No te quepa la menor duda.
Romulus todavía recordaba la mirada de Tarquinius al galo cuando se retiraban hacia Carrhae. El corazón del joven soldado se llenó de preocupación por Brennus al unir las piezas del rompecabezas, pero entonces vio a Tarquinius observando el fuego.
—¿Para qué es?
El etrusco señaló con la cabeza un caldero ancho de hierro colgado en el centro de la hoguera. Hombres sudorosos con mandiles de cuero trabajaban para mantener las llamas que ardían debajo del caldero. Cada cierto tiempo, uno de ellos se inclinaba y removía el contenido con un cucharón.
—Hace un rato tiraron dentro un lingote de oro.
Romulus sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Los tambores empezaron a sonar de nuevo, pero esta vez el ruido no se prolongó mucho. En ese momento llegó un carro de plataforma tirado por muías y rodeado por la caballería pesada, espléndida en sus cotas de malla. A cada lado del carro caminaban varios guardias disfrazados de lictores. Todos llevaban fasces, el símbolo romano de la justicia. Pero a diferencia de los que se utilizaban en Italia, los haces estaban decorados con bolsas de dinero y las hachas con las cabezas de los oficiales.
—Todo esto ha sido cuidadosamente planificado —farfulló Romulus.
—Es una parodia de un triunfo militar —explicó el etrusco—. Se burlan de la avaricia de Craso.
Todos los soldados se sobresaltaron cuando vieron a Craso de pie en el carro, atado a una estructura de madera por el cuello y por los brazos. Iba tocado con una corona de laurel y le habían pintado los labios y las mejillas con ocre y albayalde. Una túnica de mujer de un color vivo, manchada de excrementos y verduras podridas, completaba la humillación. El general tenía los ojos cerrados y en el rostro, una expresión de resignación. Había sido un largo viaje.
Las prostitutas que habían acompañado a los oficiales de alto rango también estaban presentes. Desnudas, con cortes y moratones, lloraban y se aferraban unas a otras. Durante la campaña, Romulus había visto muchas violaciones. Y cada vez que había sucedido, recordaba horrorizado las imágenes de Gemellus gimiendo sobre su madre. Formaba parte de la guerra, pero Romulus se estremeció al pensar lo que las mujeres debían de haber sufrido desde Carrhae.
Cuando las muías se detuvieron, se oyeron gritos de miedo.
Los guerreros partos subieron al carro, agarraron a las prostitutas del pelo, las llevaron hasta el escenario y las obligaron a arrodillarse a empujones. Cada vez que lloraban les pegaban y les daban patadas. Al poco tiempo sólo se les escapaba algún sollozo.
Un hombre alto y barbudo ataviado con una túnica negra subió al escenario e hizo señas para imponer silencio. La multitud obedeció y el sacerdote empezó a hablar en voz baja y profunda. La ira se notaba en cada palabra que pronunciaba. Su discurso hizo que los partos que escuchaban se pusieran frenéticos y se dirigiesen en masa hacia los prisioneros. Los guardias tuvieron que recurrir a la fuerza bruta para hacerlos retroceder, e hirieron a muchos con las lanzas.
—Los arenga —dijo Brennus—. Para que empiece el verdadero espectáculo.
—Habla de lo que le pasa a todo aquel que amenaza a Partia. —Tradujo el etrusco con rapidez—. Craso era el agresor. Pero el poder de los dioses los ha ayudado a derrotar a los invasores romanos. Ahora exigen una recompensa.
Romulus miró el escenario y tembló. La campaña estaba condenada al fracaso desde su inicio y sólo un loco podía ignorar semejante plétora de malos augurios. Pero Craso había hecho caso omiso de todos y con su inmensa arrogancia había llevado a miles de hombres a la muerte. Le repugnaba lo que estaba a punto de pasarle a su general. Pero él no podía hacer nada. El joven soldado respiró hondo para tranquilizarse.
Al fin el sacerdote barbudo terminó; el público, contento, se dispuso para el ritual inminente. Sólo los quejidos de los oficiales crucificados y de las prostitutas rompían el silencio estremecedor.
Todas las miradas de los legionarios estaban fijas en Craso y en las desgraciadas mujeres. El sacerdote esbozó una leve sonrisa cuando sacó una larga daga del cinturón. Se acercó a la primera prostituta y pronunció unas cuantas palabras más.
Se oyó una gran ovación.
La prostituta se volvió para ver; lloraba aterrorizada porque sabía lo que iba a suceder. Con violencia, el sacerdote le hizo girar la cabeza para que mirara a la muchedumbre. Le cortó el cuello con un movimiento suave.
De repente, los gritos cesaron.
Los brazos y las piernas daban sacudidas espasmódicas y una fuente de sangre brotó de la herida del cuello y empapó a guardias y prisioneros por igual. El parto la soltó y un guerrero sacó el cadáver del escenario de una patada brutal. Los soldados romanos se apartaron para evitar que el cuerpo mutilado cayese sobre ellos.
Una a una, todas las prostitutas corrieron la misma suerte. Al poco, el único que quedaba con vida era Craso. La plataforma estaba llena de sangre y los cuerpos se amontonaban delante, pero la multitud seguía pidiendo más.
Partía quería venganza.
—Salvajes —gruñó Brennus.
Romulus pensaba en Fabiola. Hubiera podido ser una de las mujeres ejecutadas. La tranquilidad que tanto le había costado conseguir se había evaporado: estaba furioso. De repente, lo único que quería era ser libre. Que ningún hombre fuese su amo. Ni Memor ni Craso ni ningún parto. Miró a los guardias que estaban más cerca y se preguntó con qué rapidez reaccionarían si los atacaba. Podía decidir su suerte.
—Regresarás a Roma —dijo Tarquinius entre dientes—. He visto tu destino. No termina aquí.
Cerraron los ojos cuando un ensordecedor redoble de tambores anunció el final del espectáculo.
«Sé fuerte. Como Fabiola. Sobreviviré».
—Mirad. —El galo señaló con un gesto el escenario.
Los guardias ni siquiera se preocuparon de desatar al último prisionero. Lo que hicieron fue colocar toda la estructura en la plataforma. Un profundo rugido primigenio acogió la acción.
Había llegado la hora de que Craso pagase.
Craso intuía que había llegado su final y gritaba y pataleaba en vano. La soga con la que estaba atado era gruesa y resistente, y al poco tiempo Craso se dejó caer contra las toscas maderas, con el rostro gris de agotamiento y miedo. Durante el forcejeo, la corona de laurel se le había torcido sobre un ojo, y los guerreros la señalaban y se reían.
De nuevo el sacerdote habló: lanzó una furiosa diatriba contra el hombre que había invadido Partía. Babeaba y los espectadores empezaron a gritar iracundos y se acercaron de nuevo en tropel a las lanzas cruzadas de los guardias. Tarquinius pensó en traducir lo que decía, pero los soldados que le rodeaban no necesitaban muchas explicaciones de lo que pasaba. Y sólo un puñado parecía lamentar la situación de Craso.
Cuando el parto terminó el discurso, esperó a que se hiciese el silencio. Al final, la muchedumbre calló.
El general miró la masa de prisioneros harapientos. Por sus uniformes, sabía que sólo podían ser soldados romanos.
Todo lo que recibió fueron insultos.
Craso bajó la cabeza al darse cuenta de la inevitabilidad de su suerte. Ni siquiera sus soldados lo salvarían.
Romulus bullía de ira. No le hubiese importado matar a Craso en un combate, pero un espectáculo público como ése, tan atroz como las peores depravaciones de la arena, era completamente contrario a su naturaleza. Miró a Brennus y se dio cuenta de que el galo sentía lo mismo.
Como de costumbre, Tarquinius parecía absolutamente tranquilo.
Un herrero se inclinó sobre el fuego e introdujo un cucharón en el caldero. Cuando lo sacó, grandes gotas de oro fundido se derramaron por el borde y estuvieron a punto de caerle en los pies. Con los brazos extendidos, caminó despacio hacia el escenario.
La multitud gritó al imaginar lo que iba a suceder, y Romulus apartó la mirada.
Los guardias echaron la cabeza de Craso hacia atrás y le colocaron la barbilla sobre un travesaño de madera. Se la ataron mirando hacia el cielo con lazadas de cuerda. El sacerdote se acercó e insertó un pequeño tornillo de metal entre las mandíbulas del prisionero. Las separó y dejó a la vista los dientes y la lengua.
Craso gritó al darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder. No dejó de gemir mientras el herrero subía las escaleras sujetando la ardiente carga a una distancia prudente.
El sacerdote hizo un gesto de impaciencia.
—El oro se enfría con rapidez —afirmó Tarquinius.
Los ojos de Craso iban de un lado a otro a medida que el calor se acercaba y la estructura se movía debido a sus intentos desesperados de soltarse.
El herrero levantó el cucharón por encima de su cabeza y se detuvo.
Ante los gritos de aprobación, el barbudo parto salmodió una serie de palabras con voz profunda y resonante.
—Llama a los dioses para que reciban la ofrenda —musitó Tarquinius—. Simboliza la victoria sobre la República. Demuestra que con Partia no se juega.
La mano del herrero empezó a temblar debido al peso de la carga. De repente, a Craso le cayó una densa gota de oro en un ojo. Se le reventó el globo ocular y el grito de mayor dolor que Romulus había oído en su vida desgarró el aire. Una mezcla de fluido claro y sangre cayó por la mejilla del general.
El otro ojo de Craso tenía una mirada de terror. Un charco de orina se formó a sus pies.
El sacerdote entonó una última oración e hizo un gesto brusco con la mano derecha.
Un gemido inarticulado escapó de los labios de Craso cuando vertieron el oro como si fuera un río de fuego fundido. Con un chisporroteo audible para todos, le vaciaron el líquido hirviendo en la boca abierta, silenciando al general para siempre. Su cuerpo daba sacudidas espasmódicas por la increíble agonía que suponía semejante suplicio. El vapor ascendió en pequeñas espirales cuando la carne alcanzó el punto de ebullición. Sólo las fuertes ataduras evitaron que Craso se soltase. Al fin, el metal precioso llegó al corazón y a los pulmones y quemó los órganos vitales.
Craso se desplomó y quedó colgado de la estructura.
Estaba muerto.
Los espectadores partos se pusieron frenéticos. No se oían más que gritos, campanas y golpes de tambor.
Muchos soldados vomitaron por la escena. Otros prefirieron cerrar los ojos antes que presenciar la salvaje ejecución. Unos pocos lloraron. Romulus juró en silencio que, costara lo que costase, escaparía.
Cuando la multitud se calmó, el sacerdote clavó un dedo en el cuerpo de Craso y empezó a gritar a los prisioneros. Con sus palabras, se hizo el silencio otra vez.
El espectáculo no había terminado.
Tarquinius se inclinó hacia delante.
—Nos ofrece la posibilidad de elegir.
Los soldados que estaban cerca aguzaron el oído.
—¿Elegir qué? —preguntó Brennus.
—Una cruz para cada uno. —El etrusco señaló a los oficiales—. O, si lo preferimos, el fuego.
—¿Eso es lo que ha dicho? —Félix escupió—. Prefiero morir luchando. Tiró de la soga que tenía al cuello.
Resonaron gritos de ira.
—Hay otra opción.
Al ver que Tarquinius traducía sus palabras, el sacerdote sonrió y señaló con la daga hacia el este.
Todos se volvieron hacia el etrusco.
—Podemos unirnos al ejército parto y luchar contra sus enemigos.
—¿Hacer la guerra con ellos? —Félix no se lo creía.
—El mismo trabajo, diferente amo —dijo Brennus. Tras el horror de la ejecución había recuperado su aplomo—. ¿Dónde?
—En las fronteras más lejanas del Imperio.
—Al este —añadió el gigante galo con tranquilidad.
Tarquinius asintió con la cabeza.
Romulus tampoco se inmutaba, sin embargo los legionarios estaban aterrorizados.
—¿Podemos confiar en ellos? —Félix frunció el ceño al ver que los guardias pinchaban con las lanzas el cuerpo sin vida de Craso.
—Decide tú mismo. —Tarquinius levantó las cejas—. Nos han dejado con vida todo este tiempo y nos han mostrado la ejecución de Craso como ejemplo. —Se dio media vuelta para ver a los hombres que estaban detrás y gritarles las opciones que tenían.
Cuando Tarquinius hubo terminado, el sacerdote barbudo volvió a hablarle.
—¡Tenemos que decidirnos ahora! —gritó el etrusco—. ¡Quiénes quieran ser crucificados que levanten la mano derecha!
Nadie levantó la mano.
—¿Queréis morir como Craso?
No hubo ninguna reacción.
Tarquinius hizo una pausa. El sudor le caía por la cara, pero estaba totalmente contenido cuando emitió el ultimátum.
Romulus frunció el ceño. El etrusco estaba excesivamente tranquilo.
—¿Os unís al ejército parto?
El silencio llenó el ambiente. Incluso los gemidos de los oficiales crucificados eran inaudibles. El público miraba y contenía la respiración.
Romulus arqueó las cejas y miró a Brennus.
El galo levantó la mano derecha.
—Es la única opción sensata —dijo—. De esta forma seguiremos con vida. —«Y me encontraré con mi destino».
Levantó la mano y Tarquinius hizo lo mismo.
Un mar de manos se alzó a su alrededor cuando los demás prisioneros aceptaron poco a poco su destino. No era muy probable que sus compañeros de la prisión discutiesen su decisión.
El sacerdote asintió satisfecho.
Diez mil legionarios marcharían hacia el este.