26 - La retirada

Partia, verano del 53 a.C.

Al final de la tarde, Craso reunió a sus siete legados. Por razones que sólo Sureña conocía, los partos hacía un rato que no atacaban. Tal vez quisiera dar a sus hombres un descanso bien merecido. El general romano conservaba el juicio suficiente para aprovechar el respiro que esto suponía. Como Craso ya no tenía caballería, las invencibles legiones estaban indefensas. Había que hacer algo. Y rápido.

Desesperado por tener alguna idea, con los ojos inyectados de sangre, miraba alrededor inquisitivamente. Seis de los oficiales con capa roja evitaron su mirada y bajaron la vista al suelo, a la arena caliente. Solamente Longino tuvo la valentía de devolvérsela.

—¿Qué debemos hacer? —la voz de Craso se quebró por la emoción—. Si nos quedamos nos masacrarán.

—Los hombres no resistirán otra carga, señor —contestó Longino de inmediato—. Sólo podemos hacer una cosa: batirnos en retirada.

Todos asintieron con renuencia. La situación era desesperada. Los ejércitos romanos rara vez huían del campo de batalla, pero en aquel ardiente infierno del desierto, las normas establecidas servían de poco.

—Sin el convoy de abastecimiento, no hay agua. Tenemos que retirarnos a Carrhae. —Longino habló con absoluta convicción.

Los otros farfullaron su asentimiento. Carrhae tenía pozos profundos y gruesas murallas de barro. Supondría un respiro de las mortíferas flechas partas.

—Y después, ¿qué?

Parecía que tras la muerte de Publio el general era incapaz de tomar una decisión.

—Nos dirigiremos hacia el norte. El terreno escarpado de las montañas nos ayudará. Con suerte, puede que encontremos a Artavasdes.

Craso cerró los ojos. Su campaña era una ruina, los planes de igualar a César y a Pompeyo se habían ido al traste.

—Toca a retirada —susurró.

—¿Los heridos, señor?

—Dejadlos.

—¿Está seguro, señor? —preguntó Comitianus, comandante de la Sexta—. Yo tengo más de quinientas bajas.

—¡Haz lo que digo! —gritó Craso.

—Tiene razón. Por una vez. Nos retrasarían demasiado —dijo Longino con dureza—. No tenemos más remedio.

No discutieron más y el legado de cabello canoso gritó una orden a los soldados más cercanos.

Momentos después, las trompetas tocaron las notas que no auguraban nada bueno y que un legionario no quería tener que escuchar nunca. Los heridos se movieron inquietos, pues sabían lo que les esperaba. Cinco de los mercenarios de Bassius no podían andar y los habían colocado en la retaguardia. Cuando la orden de retirada dejó de sonar, el veterano centurión se acercó a los heridos.

—Hoy habéis luchado valientemente, muchachos. —Bassius sonrió de un modo extraño—. Pero no tenéis muchas opciones. Debemos irnos inmediatamente de aquí y ninguno de vosotros puede seguir la marcha. Podéis quedaros —hizo una pausa—, o escoger una muerte rápida.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire caliente.

Incapaces de mirar a los ojos de sus compañeros, los hombres miraban al suelo. Se trataba de una decisión atroz, pero los partos serían inmisericordes.

—Todavía no estoy preparado para el Hades, señor —dijo un egipcio de piel oscura. Llevaba un vendaje ensangrentado en el muslo izquierdo—. Me llevaré a unos cuantos.

Un segundo soldado también decidió quedarse, pero los otros tres estaban malheridos. Demasiado débiles tanto para retirarse como para luchar, no tenían opción. Hablaron brevemente entre sí y se enderezaron.

—Que sea rápido, señor.

Bassius asintió sin contestar.

A Romulus se le formó un nudo en la garganta. Había matado a adversarios en la arena, pero en muy pocas ocasiones los conocía o había entrenado o luchado con ellos. Pero llevaba con aquellos tres soldados desde que habían embarcado en el Achules, hacía toda una vida. Tras casi dos años de campaña, Romulus conocía a los heridos lo suficientemente bien como para llorar su muerte.

El centurión estrechó con firmeza la mano de cada uno de ellos. Cuando se situó detrás, los tres inclinaron la cabeza y dejaron el cuello al descubierto. Iban a recibir la muerte del soldado, una forma honorable de morir.

El gladius de Bassius hizo un ruido suave al salir de la vaina. Sujetando la empuñadura con ambas manos, lo levantó al máximo manteniendo el borde afilado como una cuchilla hacia el suelo. Con un movimiento rápido el centurión dejó caer la espada y cortó la médula espinal. La muerte fue instantánea: el primer cuerpo cayó sin una queja. En silencio, Bassius se acercó al segundo y luego al tercero. Las ejecuciones piadosas fueron rápidas; estaba claro que el veterano ya había llevado a cabo esta espeluznante tarea con anterioridad.

En todas las líneas romanas, oficiales conscientes de la situación ejecutaban este mismo acto. Pero los partos no tenían ninguna intención de dejar que sus enemigos se batiesen ordenadamente en retirada y, antes de que se hicieran cargo de todos los heridos, lanzaron otro ataque.

Rápidamente, Bassius ordenó a su nuevo grupo de hombres exhaustos que formasen un cuadrado. Como Sido y otros cinco centuriones habían muerto, el veterano había asumido también el control de la cohorte regular. Ninguno de los aturdidos jóvenes oficiales cuestionó esa inusual medida. Bassius se despidió con un gesto del egipcio y de su compañero. Sentados espalda contra espalda, ambos tenían las espadas preparadas.

Con los ojos llenos de lágrimas, Romulus fue incapaz de mirar atrás.

—Son hombres valientes. —Había verdadero respeto en la expresión de Tarquinius—. Y así es como han decidido morir.

—Eso no hace que sea más fácil dejarlos —replicó.

—Quédate si quieres —dijo el etrusco—. Tú decides. Tal vez por esto no estaba seguro de si los tres íbamos a sobrevivir. —La expresión de sus ojos oscuros resultaba ilegible.

—Este no es momento de que mueras —terció Brennus con seguridad—. ¿De qué serviría?

Romulus se planteó la idea, pero no tenía sentido. Los heridos habían decidido libremente cómo acabar su vida y muriendo con ellos no demostraría nada. Todavía le quedaban muchas cosas por conseguir. Con el corazón triste, continuó la marcha.

La increíble fuerza de voluntad de Bassius mantuvo a su variopinto grupo unido cuando dejaron atrás el campo de batalla. Para alivio de los soldados, los jinetes partos no los persiguieron mucho tiempo. Al final, Romulus miró a su alrededor y vio a los grupos de guerreros dando vueltas a caballo en círculo y gritando con regocijo. Uno movía en el aire una forma conocida. Era la mayor vergüenza: el águila de plata de una legión había caído en manos del enemigo. Al contemplar la escena, se desanimaron todavía más.

Bajo los cascos de los caballos, la inmensa llanura estaba cubierta de muertos y heridos hasta donde alcanzaba la vista. Las moscas pululaban sobre ojos secos de mirada fija, en las bocas entreabiertas, en los cortes sangrantes de espada. Casi quince mil soldados romanos nunca regresarían a Italia. Sobre ellos, nubes de buitres se dejaban llevar por las corrientes de aire ascendente.

El aire olía a estiércol, sangre y sudor. Había sido un mal día para la República.

—Muchos hombres siguen vivos todavía.

—Ya no podemos ayudarlos —admitió Brennus con tristeza.

—Olenus lo vio hace diecisiete años —dijo Tarquinius con cierta satisfacción—. Le hubiese gustado ver a los romanos en esta situación.

Romulus estaba horrorizado.

—¡Son nuestros compañeros!

—¿Y a mí qué más me da? —contestó el etrusco—. Roma masacró a mi pueblo y arrasó nuestras ciudades.

—¡Pero no esos hombres! ¡No fueron ellos!

Para su sorpresa, Tarquinius parecía desconcertado.

—Sabias palabras —reconoció—. Que su sufrimiento sea breve.

Apaciguado por el compromiso de alguien que odiaba todo lo que significaba la República, Romulus seguía sin poder borrar los gritos de su mente. Y una sola persona era la culpable de todo lo que había pasado, pensó enfadado.

Craso.

—¿Tu maestro predijo esta batalla? —Brennus estaba asombrado.

—Y nos vio en una larga marcha hacia el este —reveló el etrusco—. Ya empezaba a dudar de su predicción, pero ahora…

Abrieron unos ojos como platos.

—Los dioses obran de formas extrañas —masculló Brennus.

Romulus suspiró. El regreso a Roma no sería fácil.

—No es del todo seguro. —Una mirada lejana apareció en los ojos de Tarquinius, mirada que Romulus y el galo habían aprendido a conocer bien—. Es posible que el ejército todavía regrese al Eufrates. Todavía depende de Craso en buena medida.

—¡Dioses del cielo! ¿Por qué ir por ese camino? —Romulus gesticuló malhumorado señalando el desierto—. La seguridad. Italia. Todo está hacia el oeste.

—Veremos los templos que hizo construir Alejandro. —Tarquinius parecía ajeno a su presencia—. Y la gran ciudad de Barbaricum, en el océano índico.

—Más allá de donde ha llegado jamás un alóbroge —susurró Brennus—. O llegará.

—Nadie puede eludir el destino, Brennus —dijo Tarquinius de repente.

El galo palideció.

—¿Brennus? —Romulus nunca había visto a su amigo así.

—El druida me lo dijo el día que dejé la aldea —susurró.

—Druidas. Arúspices —comentó Tarquinius, y dio una palmada al galo en la espalda—. Somos todos lo mismo.

Brennus asintió con la cabeza, sobrecogido.

No se dio cuenta de la tristeza que había aparecido de forma fugaz en el rostro de Tarquinius.

«Sabe lo que va a suceder», pensó Romulus. Pero no era el momento para conversaciones largas. Era el momento de retirarse o morir.

El sol estaba bajo en el cielo, pero faltaban muchas horas para que la oscuridad ofreciese algo de protección a los exhaustos romanos. Lentamente las legiones se alejaron con dificultad de la devastación, hostigadas por flechas aisladas de partos entusiastas. La mayoría de los guerreros se había quedado atrás para matar a los romanos heridos y robar a los muertos.

Se trataba de una amarga ironía. Un número indeterminado de soldados todavía seguían muriendo en el campo de batalla y daban a sus compañeros la oportunidad de escapar.

El ejército derrotado fue diseminándose hacia el norte, hacia las murallas de Carrhae; a cada paso, los soldados heridos caían al borde del camino. A pocos les quedaban fuerzas para ayudar a los que se desplomaban. Todo aquel que no tenía suficientes fuerzas para marchar, moría. Bassius mantenía a su cohorte unida con rugidos y gritos, e incluso utilizó la hoja de la espada para que los exhaustos soldados siguiesen andando. Romulus todavía sintió más respeto por él.

Carrhae era una ciudad desierta que existía únicamente gracias a sus profundos, pozos subterráneos. Craso había enviado una fuerza de ocupación el año anterior porque sabía que el asentamiento podría resultar útil cuando se iniciase la invasión. Cuando los miles de soldados derrotados llegaron a Carrhae, ignoraron el pequeño campamento instalado en el exterior de las gruesas murallas de adobe. Los soldados pasaban por las puertas como una gran marea y se apoderaban de las casas y los alimentos de los desafortunados habitantes.

La mayoría tuvo que acampar fuera. Unos cuantos centuriones intentaron dar órdenes para que se construyesen las trincheras y las murallas, como se solía hacer al final de un día de marcha. Fracasaron. Los soldados habían sufrido demasiado para pasar tres horas cavando en la arena. Lo único que los oficiales consiguieron fue que los centinelas se colocasen a unos cientos de pasos en el desierto.

El sol se puso y bajaron drásticamente las temperaturas; al frío se sumó un fuerte viento. En el exterior de la ciudad, quienes no habían tenido la suerte de encontrar refugio pasaron la noche acurrucados juntos al aire libre. Todas las tiendas se habían perdido con el convoy de abastecimiento. Los heridos empezaban a morir de frío, de deshidratación y de cansancio. Nadie podía hacer nada.

Romulus y sus amigos requisaron una miserable choza de barro; a sus ocupantes los echaron a la calle en lugar de matarlos. Enseguida se quedaron dormidos como troncos. Ni siquiera el peligro de un ataque parto los mantenía despiertos.

En otras partes de la ciudad, los edificios más grandes, que habían pertenecido a la jefatura local antes de la ocupación romana, ahora eran los cuarteles del comandante de la plaza. Craso reunió allí a los legados para celebrar un consejo de guerra.

Las paredes desnudas, el suelo de tierra y los muebles de madera indicaban que Carrhae no era ni mucho menos una ciudad rica. Las antorchas de junco ardían en los soportes y creaban sombras que bailaban sobre las cansadas figuras. Los seis oficiales manchados de sangre se sentaron con el rostro inexpresivo, algunos con la cabeza entre las manos. Tenían delante las jarras de agua y el pan duro intactos. Aquello no tenía nada que ver con la lujosa tienda de mando de Craso, desaparecida hacía mucho con las muías.

Nadie sabía qué hacer ni qué decir. Los legados estaban anonadados. La derrota no era algo a lo que los romanos estuvieran acostumbrados. En lugar de conseguir una victoria aplastante y de saquear Seleucia, habían sucumbido a la ira parta. Estaban varados en territorio enemigo con el ejército destrozado.

Craso estaba sentado en un taburete bajo, mudo, sin intervenir en la poca conversación que tenían. El simple hecho de reunir a los oficiales parecía haber agotado toda la energía que le quedaba. A su lado se sentaba el comandante de la plaza, intimidado por la presencia de tantos oficiales de alto rango. El prefecto Gaius Quintus Coponius no había visto la magnitud de la matanza, pero la caballería íbera huida, en su camino al Eufrates, le había comunicado la impactante noticia. Más tarde había visto a los legionarios derrotados entrar tambaleándose en la ciudad. Una escena que jamás olvidaría.

Longino entró en la habitación a grandes zancadas, todo energía.

Pocos alzaron la vista.

El duro soldado se detuvo delante de Craso y saludó secamente.

—He hecho las rondas. La Octava ha perdido un tercio de sus soldados. Ahora que tienen agua y pueden descansar un poco, mis hombres están relativamente bien.

Craso estaba sentado muy quieto y con los ojos cerrados.

—¿Señor?

Seguía el silencio.

—¿Qué ha decidido? —preguntó Longino.

Comitianus carraspeó.

—Todavía no hemos llegado a un acuerdo. —No quería mirar a los ojos al otro—. ¿Qué creéis?

—Sólo tenemos una opción. —Longino dejó que asimilasen sus palabras—. Retirarnos hacia el río inmediatamente. Podemos alcanzarlo antes del amanecer.

—Mis soldados no pueden marchar esta noche —contestó un legado.

Se oyó un murmullo de acuerdo.

Sin mostrarse sorprendido, Longino miró a Comitianus.

—¿Y Armenia? —aventuró el comandante de la Sexta.

—El legado tiene razón, señor —respondió Coponius titubeante—. Retirarse hacia las montañas tiene mucho sentido. Hay muchos arroyos y el terreno escarpado entorpecerá el paso de los caballos.

—¿Las montañas? —Craso miró alrededor con nostalgia—. ¿Dónde está Publio?

No hubo respuesta.

—Se ha marchado, señor —dijo Longino al fin—. Al Elíseo.

—¿Está muerto?

Longino asintió con la cabeza.

Un sollozo escapó de los labios de Craso, que inclinó la cabeza, ajeno a quienes le rodeaban.

El enérgico oficial ya había visto bastante.

—Con su permiso, señor —dijo—. Me gustaría llevar el ejército a un lugar seguro. Esta noche.

Craso se balanceó en el taburete y miró al suelo.

Longino levantó la voz.

—Deberíamos retirarnos al abrigo de la oscuridad.

No hubo respuesta. Craso, el libertador de Roma, era como un bulto.

Longino se dio media vuelta para mirar a los demás.

—Quedaos con él —dijo displicente—, o seguidme. La Octava iniciará la marcha hacia el Eufrates dentro de una hora.

Un murmullo nervioso llenó la habitación. Esperó tamborileando nervioso con los dedos la empuñadura de su espada.

—Hay un lugareño que nos ha ayudado en muchas ocasiones, señor —empezó el prefecto, ansioso por complacer.

Longino levantó una ceja.

—Andromachus ha demostrado ser de confianza desde que tomamos Carrhae por primera vez. Muchos ataques partos se Frustraron gracias a su información.

—Déjame adivinar. —El tono de Longino estaba cargado de sarcasmo—. Ese Andromachus nos llevará a un lugar seguro.

—Eso dice, señor.

—¿Dónde he oído eso antes?

Coponius no desistió.

—Por lo que parece, las montañas están sólo a cinco o seis horas de marcha, señor.

—¿De verdad? ¡Por Júpiter! —exclamó Longino mordaz.

Pero los legados empezaron a susurrar animados.

Incluso Craso levantó la cabeza.

—¡Yo conozco el camino hasta el río! —Longino dio un puñetazo—. Estos salvajes son todos unos hijos de perra. No podemos confiar en ninguno. ¿Os acordáis de Ariamnes?

Se hizo un silencio que no presagiaba nada bueno.

—Publio —interrumpió Craso—. ¿Dónde está Publio?

Los oficiales estaban paralizados por la indecisión.

Al final, Comitianus reunió la valentía para hablar.

—Armenia parece la opción mejor —declaró inseguro—. Ese camino hacia el río es completamente llano.

—Según mis cálculos, hay como mínimo un día de marcha hasta las montañas. Podríamos alcanzar el Eufrates por la noche. ¿Quién está conmigo? —preguntó Longino.

Nadie le miró a los ojos.

El veterano no estaba preparado para tolerar semejante actitud de debilidad.

—¡Idiotas! ¡Os van a masacrar! —Se fue enfadado con la capa roja ondeando en la suave brisa.

Se produjo una pausa breve e incómoda antes de que el grupo empezase a preguntar a Coponius con impaciencia sobre la posible salvación. El valiente legado ya estaba olvidado. Era la única forma que tenían de reconciliarse consigo mismos por quedarse con Craso.

El comandante de la Octava cumplió su palabra. Al cabo de una hora la legión de Longino había partido, marchando por el desierto en silencio. Sólo algún golpe esporádico de una lanza contra el escudo delató su partida. Muy pocos de los exhaustos supervivientes se molestaron en mirar.

Romulus oyó el ruido de los pasos, el tintineo de las cotas de malla y las toses ahogadas y se levantó inmediatamente. Brennus roncaba plácidamente, pero el etrusco tenía los ojos completamente abiertos. Juntos caminaron hasta la puerta principal.

—La Octava se marcha —dijo Romulus—. ¿Deberíamos irnos nosotros también?

El rostro del etrusco era un enigma a la luz de la luna.

—La deserción está castigada con la crucifixión. Deberíamos quedarnos.

Romulus frunció el ceño. No parecía muy posible que los cansados centinelas notasen que tres hombres más huían de la ciudad. La disciplina estaba en su cota más baja.

—¿Qué dicen las estrellas?

—No me dicen mucho.

Romulus se encogió de hombros, contento de confiar en su amigo. Brennus parecía dispuesto a seguir a Tarquinius hasta el fin del mundo en caso necesario. El grandullón era como un padre para él, y ésa era suficiente razón para quedarse.

La pareja regresó a la choza, donde encontraron a Brennus despierto.

—¿Qué pasa?

—La Octava se dirige a Zeugma.

—Será fácil deslizarse por la muralla. Nadie nos verá.

—No —contestó Tarquinius con firmeza—. Hay menos de un día de marcha de aquí al Eufrates y a la seguridad. Los hombres podrán conseguirlo después de un buen descanso.

—Parece de cobardes irse de noche. —Brennus se tumbó en el suelo de tierra y cerró los ojos—. Además, necesito dormir.

Romulus se imaginó las filas de legionarios marchando en la oscuridad. La Octava todavía se veía orgullosa, disciplinada. No como la muchedumbre que había en Carrhae y sus alrededores. Se le revolvió el estómago. Seguramente era más sabio retirarse cuando los partos no podían utilizar sus flechas mortíferas. ¿Qué ventaja tenía esperar hasta la mañana? No tenía sentido, pero el etrusco sabía lo que era mejor. Más cansado que nunca, Romulus cerró los ojos y se quedó dormido al instante.

El arúspice no volvió a hablar hasta el amanecer. Estaba sentado al lado de la puerta abierta y contemplaba y estudiaba el cielo nocturno. A Tarquinius no le gustaba engañar a sus amigos, pero no le quedaba más remedio. Olenus había estado en lo cierto hacía muchos años.

A media mañana, todo el mundo se había dado cuenta de que tendrían que haber seguido a Longino hasta el Eufrates. En lugar de marchar hacia el oeste, los legados habían decidido seguir al guía de Coponius hacia el norte, en dirección a Armenia. Craso no había dado una sola orden desde la noche anterior y montaba a caballo aturdido y en silencio. Tras cuatro horas en el caldero de fuego, los soldados habían llegado al límite de su resistencia. No había señal de los partos ni de las montañas prometidas. Y lo peor de todo, ni de ríos ni de oasis. La mayoría de los soldados se había bebido toda el agua de los odres a los pocos kilómetros y la sed se convertía de nuevo en el enemigo.

Los legados se dieron cuenta de que los soldados necesitaban un descanso y ordenaron detenerse. Los hombres se desplomaban en el suelo, sin importarles que estuviese tan caliente que casi quemaba. Por miedo a un motín, los centuriones no intentaron moverlos durante un rato.

Finalmente, Bassius y los oficiales empezaron a caminar arriba y abajo con las varas de vid en la mano. Así nunca alcanzarían Armenia.

—¡Levantaos! ¡Bastardos gandules!

Las palabras eran las mismas, pero tras el esfuerzo sobrehumano de llevar a la segunda cohorte a un lugar seguro, a Bassius no le quedaban fuerzas. Había gastado sus últimas reservas y lo único que le quedaba era su voluntad.

Los legionarios se quejaron pero hicieron lo que les ordenaba. Bassius se había ganado su respeto durante la retirada y todavía estaban dispuestos a seguirle. Otros centuriones tenían más dificultades, pero al final el maltrecho ejército consiguió continuar la marcha.

Marchaban a una velocidad increíblemente lenta y, a medida que la columna avanzaba, más y más soldados se salían de las filas de puro cansancio. Algunos lograban levantarse con mucho esfuerzo, pero los más débiles se quedaban tumbados en la arena ardiente. Las peticiones de ayuda llenaban el aire, pero muy pocos hombres tenían fuerzas para cargar a otro. Era más fácil mirar para otro lado. De nuevo las lágrimas anegaron los ojos de Romulus al reconocer a legionarios con los que había luchado durante la campaña. Pero la mano de hierro de Bassius sobre el hombro le impidió intentar ayudarlos.

Y así continuó. El rastro del ejército era un reguero de figuras moribundas achicharrándose al sol. Nubes de buitres descendían velozmente a su paso. Las feas aves graznaban y luchaban entre sí para hacerse con la mejor presa. Nadie sabía si esperaban a que estuviese muerta.

Al final las legiones se acercaron a la base de una enorme duna situada en medio del camino y cuyo tamaño las obligó a detenerse. Cientos de metros de arena ascendían abruptamente. Los soldados se quejaron en voz alta. Iba a ser una ascensión larga y difícil.

—¡Subid! —gritaron los centuriones señalando hacia arriba—. ¡Moveos!

Las filas delanteras dejaron los yugos y empezaron a escalar. No podían hacer otra cosa que obedecer. Tal vez desde la cumbre se divisasen las montañas prometidas.

A cincuenta pasos, Romulus vio una reveladora nube que se elevaba detrás de la pendiente.

—Tenemos problemas. —Se le hizo un nudo en el estómago y le dio un codazo a Brennus.

De repente todo el mundo vio el polvo. El ejército se detuvo abruptamente. Los oficiales gritaban en vano y los legionarios miraban horrorizados y fascinados.

Cuando los arqueros partos aparecieron en la cima de la duna, una queja ahogada escapó de las gargantas de los soldados. Ya no llegarían más lejos. Mientras los cansados soldados esperaban, toda la cresta se llenó de enemigos.

—Estamos acabados —exclamó Romulus—. No podemos luchar contra ellos, ¿verdad que no? Es casi mejor tumbarse y morir.

Ligeramente sorprendido, Brennus enseguida recuperó la compostura.

—No puede ser tan malo como parece —dijo.

Romulus se volvió hacia Tarquinius, que le miraba fijamente. El joven soldado estaba furioso.

—¿Sabías que esto iba a pasar? —le preguntó bruscamente.

—No. —Era imposible saber si el etrusco mentía o no.

—¿De verdad? Hay miles de hijos de perra ahí arriba —gritó Romulus—. ¿Cómo no los has visto?

—El arte del arúspice es incierto —contestó Tarquinius encogiéndose de hombros—. Ya te lo había dicho.

A Romulus se le cayó el alma a los pies. ¿Cómo iban a soportar una batalla como la del día anterior?

Entonces el etrusco señaló algo.

Unos jinetes bajaban por la duna con las manos en alto para demostrar que no llevaban armas.

Romulus los miró receloso.

—¿Nos están ofreciendo parlamentar?

—Eso parece —contestó Brennus con calma.

—El viento es más favorable ahora —comentó Tarquinius—. Aunque hoy morirán mil hombres más.

—Más vale hablar —gruñó Romulus—. De lo contrario no tenemos ninguna posibilidad.

Los amigos contuvieron la respiración cuando los partos se acercaron; los caballos andaban con cuidado por la arena blanda.

La posición de Craso se veía claramente por el número de estandartes y de oficiales con capa roja, y los jinetes se detuvieron a cien pasos de ella. Esperaron expectantes.

Para sorpresa de Romulus, no hubo respuesta.

Los hombres empezaron a enfadarse. A la interminable marcha bajo el sol abrasador, el agotamiento y la falta de agua había seguido la muerte de miles a manos de un enemigo inalcanzable. Incluso cuando estaban a punto de ser masacrados, parecía que su general no iba a hablar con los partos. Su arrogancia no había desaparecido totalmente.

Como no tenía caballería, Craso tuvo que acudir a sus guardaespaldas para que llevasen las órdenes. Al fin una pareja de la élite regresó trotando a lo largo de la columna, sudando copiosamente bajo el peto dorado y la falda de cuero.

—¡Preparaos para la batalla! —resollaba uno de los dos cada varios pasos—. Regresad a la llanura. Formad una línea continua.

—¡A la mierda, hijo de mala madre!

—¿Quién ha sido? —Los dos hombres se detuvieron con la mano en la espada.

—¡Id a luchar vosotros contra esos cabrones partos!

Hubo un rugido cargado de ira y se gritaron más insultos. Hasta entonces aquellos soldados privilegiados no habían entrado en combate, cosa que generaba mucho resentimiento entre los oficiales y la tropa.

—¿Dónde está el centurión de mayor rango? —El guardaespaldas más veterano, un optio, intentó recuperar el control.

En silencio, Bassius dio un paso adelante con la phalera a la vista.

—Nadie desobedece una orden directa de Marco Licinio Craso. ¡Arresta a esos hombres!

—Me puedes llamar señor. ¡No he pasado dieciséis malditos años en las legiones para nada!

—Señor.

—Hazlo tú mismo —contestó Bassius—. ¡Pedazo de mierda!

Sus hombres estallaron en una inmensa ovación.

—¿Se niega a cumplir las órdenes, centurión?

Bassius le ignoró.

—¿Por qué no ha enviado Craso un destacamento para negociar?

Más gritos de aprobación de los legionarios que estaban cerca.

Los dos guardias no tenían ningún interés en la diplomacia.

—Craso no parlamenta con salvajes del desierto.

Bassius sacó el gladius con presteza y puso la afilada punta bajo la barbilla del optio.

—Dile al general que vaya a hablar con los partos. —El se dio media vuelta—. ¿Os parece bien, muchachos?

Un rugido de aprobación cada vez más fuerte recorrió la fila y los soldados golpearon las espadas contra los escudos para demostrar su apoyo. Los más alejados adivinaron lo que pasaba y se les unieron. Romulus y Brennus hicieron lo mismo. ¿Qué sentido tenía morir en el desierto de Mesopotamia? Mejor era retirarse hacia Siria y sobrevivir.

Se levantó un viento ligero y Tarquinius observó que en el cielo habían aparecido una serie de pequeñas nubes. Todos estaban absortos en el enfrentamiento y nadie le vio fruncir el entrecejo. Había doce.

El optio era un hombre valiente.

—Craso ignora las demandas de la escoria.

—He luchado en más de diez guerras, perro miserable —contestó Bassius, y apretó más el gladius hasta cortarle la piel. Una gota de sangre rodó por el hierro.

El otro hizo un gesto de dolor, pero no retrocedió.

—Será mejor que Craso haga lo que decimos. —Bassius calló un instante—. O puede que termine como Publio.

El optio miró a su compañero.

Muchos legionarios se pusieron tensos y el segundo soldado soltó con cuidado la espada. Los hombres que estaban a su alrededor golpeaban los escudos con más fuerza. Craso se lo había prometido todo, pero sólo les había dado penalidades y muerte. Miles de partos esperaban para aniquilarlos. Si el general no quería parlamentar, se verían forzados a tomar cartas en el asunto.

—Ya los has oído. —El viejo centurión señaló con un gesto al centro de la columna—. Ahora ve a decírselo a Craso.

Lentamente los dos guardias se alejaron del arma levantada y regresaron a la posición de Craso. Bassius los observó un momento antes de volver a la línea.

—¡Por Júpiter! —Romulus respiró hondo—. ¿Habías visto alguna vez algo parecido?

Brennus negó con la cabeza.

—Esto demuestra hasta qué punto la situación es mala, para que un hombre como Bassius se amotine.

—Craso diezmó a una unidad que huyó de Espartaco —dijo Tarquinius—. Será interesante ver qué hace ahora.

—Hablará. Si ese imbécil no negocia —contestó Brennus con calma—, el ejército entero se alzará.

El galo tenía razón. Al final Craso consideró que sus soldados ya habían sufrido bastante. Sólo el jaleo que habían armado ya expresaba la ira que sentían, y al poco rato un grupo se separó del centro. Guiados por el moreno Andromachus, Craso y sus legados cabalgaron por la arena y se acercaron, con la cabeza gacha, a los partos que esperaban. Incluso la crin de los penachos de los cascos de los oficiales estaba mustia. Ni el más leve sonido rompía el silencio y el sol caía de lleno sobre la dramática escena. Los arqueros estaban sentados en la parte más alta, inmóviles. Observaban. Esperaban, preparados para atacar.

Durante algún tiempo los dos grupos hablaron, sus palabras inaudibles a causa de la distancia. Con Andromachus como intérprete, Craso y sus oficiales escucharon las condiciones de Sureña.

Romulus apretó la mandíbula.

—Esperemos que este imbécil consiga sacarnos de aquí, de otro modo seremos carnaza para los buitres.

—Querrán garantías de que no les volverá a invadir otra vez —añadió Tarquinius.

—¿Qué tipo de garantías? —preguntó Romulus.

Brennus escupió en la arena.

—Prisioneros.

Al joven le dio un vuelco el corazón. ¿Era eso lo que Tarquinius había querido decir? Romulus no tuvo tiempo de reflexionar sobre ese desconcertante pensamiento.

De repente estalló sobre ellos una sanguinaria refriega. Andromachus y los partos habían sacado las armas que tenían escondidas y habían matado a tres legados. Mientras los soldados miraban impotentes, derribaron a Craso del caballo de un golpe en la cabeza. De inmediato, dos guerreros saltaron al suelo y cargaron su cuerpo inconsciente en un caballo. Dejaron a sus compañeros que acabasen con el resto de los romanos y se fueron galopando duna arriba.

Los atónitos legionarios miraban cómo desaparecía su única posibilidad de salvación. Un oficial de rango había conseguido volver grupas y regresar, pero los otros yacían sin vida en la arena.

El ejército se había quedado con un solo legado.

—Estamos acabados —se quejó una voz cercana.

Brennus desenvainó su larga espada con el rostro tranquilo.

—Bastardos traicioneros —dijo Romulus con amargura.

—Debía de estar todo planeado —señaló Tarquinius—. Eso no lo vi.

Los jinetes situados en la cima de la duna ya se habían dividido en dos filas, cada una de las cuales apuntaba a un lado de la columna romana. Sureña había preparado el golpe final.

Romulus desenvainó el gladius y lamentó el hecho de que nunca llegaría a vengarse de Gemellus. Podía considerarse afortunado si lograba sobrevivir una hora.

Entonces, Tarquinius miró el cielo y, para su alivio, habló con absoluta certeza.

—Nosotros tres no moriremos hoy. Muchos morirán. Pero nosotros no.

Romulus suspiró aliviado.

Brennus sonrió de oreja a oreja, su fe más sólida que nunca.

Se oyó una queja colectiva cuando los soldados se dieron cuenta de que iba a repetirse la matanza del día anterior. Lo que parecía esperanza no había sido más que engaño.

Los centuriones y los oficiales jóvenes tomaron la iniciativa y ordenaron la retirada duna abajo. Sin Craso, los trompetas daban órdenes confusas. Los hombres bajaban desesperados por alcanzar la parte llana, y miraban hacia atrás por encima del hombro. En la base de la duna se formó una línea irregular de tres filas de profundidad en formación cerrada. Se levantaron los escudos contra la tormenta de mortíferos proyectiles que pronto silbarían duna abajo.

El que fuera el orgulloso ejército de Craso se apiñó y se preparó para morir bajo el ardiente sol de Mesopotamia. A pocos legionarios les quedaba voluntad suficiente para luchar.

La batalla unilateral no duró mucho. El cielo se llenó de incontables flechas partas que perforaban los escudos y diezmaban a los que estaban debajo. Sin posibilidad de contraatacar, lo único que los soldados podían hacer era morir donde estaban. Y a los que rompían filas y echaban a correr los mataban enseguida. Al poco tiempo cientos de víctimas romanas estaban desparramadas sobre la arena caliente.

Cuando enviaron a los catafractos por primera vez, el final ya estaba próximo. La caballería pesada bajaba la duna pisando con fuerza para atacar el centro romano. Clavaban las lanzas en el pecho de los soldados, los caballos pisoteaban los cuerpos, las espadas acuchillaban profundamente la carne. El imparable ataque de los partos dejó un enorme hueco.

Antes de la completa derrota, los legionarios ya no podían aguantar mucho más.

El único legado que quedaba ordenó bajar el águila de su legión para indicar que se rendía. Romulus nunca olvidaría cómo bajaron hasta la arena el símbolo del poder militar romano. Las aves de plata le habían impresionado desde que las viera por primera vez en Brundisium, cuando los abanderados las llevaban en alto con orgullo. Como esclavo y después como gladiador nunca se había encontrado con nada que realmente le inspirase. Su adoración a Júpiter era como la de todo el mundo: la esperanza y la fe en lo intangible. Pero las águilas eran metal sólido y una prueba concluyente del poder militar de la República: para él, algo en lo que creer. Al fin y al cabo, era romano. Su madre era italiana y también lo era el bastardo que la había violado. ¿Por qué no podía seguir el águila en la batalla como hacían los mercenarios regulares?

Vio a muchos soldados llorar avergonzados por la derrota. Algunos oficiales atacaron a los partos a ciegas, pues preferían morir luchando que vivir en la ignominia, pero la mayoría de los soldados se rindieron con alivio. Los guerreros del desierto rodearon a los derrotados romanos, sus sudorosos caballos se acercaban cada vez más. A los supervivientes los apiñaron como si de ganado se tratase, mientras oscuros ojos miraban con los arcos preparados para disparar. Nadie se atrevía a ofrecer resistencia. Eran las flechas que habían derrotado a un ejército de treinta y cinco mil hombres.

Los partos se quedaron con todos los estandartes de las unidades, símbolos de poder, y obligaron a todos a tirar las espadas. A aquellos que no obedecían con presteza los mataban en el acto. Brennus tiró la espada larga con renuencia; sin embargo, el etrusco parecía menos preocupado por su hacha de guerra, y Romulus pronto supo por qué. Grupos de arqueros desmontaron de los caballos y empezaron a recoger las armas y a atarlas en montones. Cargaban los camellos con los gladii y con las jabalinas que quedaban. Las armas iban con los cautivos, prueba de que su destino ya estaba decidido. Tarquinius esperaba entregar el hacha más tarde. Eso le dio esperanzas a Romulus.

Pero casi la mitad de los hombres que habían participado en la batalla final habían muerto. El resto, aproximadamente diez mil legionarios y mercenarios, eran prisioneros. Derrotados y abatidos, a los soldados sólo les quedaba la ropa y la armadura. Una vez desarmados, fue sencillo para los partos atarles una cuerda alrededor del cuello.

Largas hileras de piltrafas humanas marcharon hacia el sur en dirección a Seleucia. Mientras caminaba con dificultad, Romulus no volvió la vista atrás para ver la carnicería.

Detrás de él, cientos de buitres empezaban a posarse.