El Lupanar, Roma, verano del 53 a.C.
Fabiola se daba golpecitos en los dientes con el dedo, deseando en parte no haberle pedido a Docilosa que registrara la habitación de otra chica. No estaba bien; otra vulneración más. Aparte de las diminutas habitaciones que Jovina les concedía, pocas cosas tenían las prostitutas que pudiesen considerar de su propiedad. Apartó de su mente aquella idea perturbadora. Últimamente se habían hecho demasiados comentarios sobre ella. Y el reciente chismorreo en las termas resultaba mucho más preocupante que de costumbre. En lugar de la charla normal sobre las peticiones de los clientes, sobre las propinas que les habían o no dejado o sobre qué plegarias habían sido escuchadas, las mujeres cuchicheaban en corrillos, intranquilas por el mal ambiente del burdel.
A esas alturas, Fabiola ya se había acostumbrado a los celos que suscitaba que un cliente nuevo y rico preguntase por ella directamente por su nombre de pila y que rehusase incluso mirar la selección de prostitutas que Jovina le presentaba. Para minimizar lo mal que se sentía en tales ocasiones, bastante habituales, Fabiola siempre se aseguraba de que algunas de las propinas más cuantiosas llegasen a las otras mujeres. Hacía mucho que había descubierto que nada endulzaba más una opinión que una bolsa de sestercios. Sin embargo, cuando hacía un par de días Fabiola había oído por casualidad una conversación en voz baja a través de una puerta entreabierta, pensó que había llegado la hora de pedirle ayuda a Docilosa. En lo que había oído se notaba auténtico rencor. El miedo se empezó a apoderar de su corazón por primera vez desde que la obligaran a dejar la casa de Gemellus. Acababa de descubrir que quizá Romulus todavía estuviese vivo y, de repente, la vida se había vuelto muy valiosa.
Así pues, la mujer madura había entrado en la habitación la noche anterior, cuando todas las prostitutas estaban trabajando. De todos modos, nadie hubiese dado mucha importancia al hecho de verla entrar en una habitación. Docilosa limpiaba y ordenaba para todos los habitantes del Lupanar.
Además, la decisión de Fabiola de pedírselo había demostrado ser inteligente.
—¿Estás segura? —le preguntó.
Docilosa frunció el ceño.
—¿Qué otra cosa iba a ser? Hay una sola botella diminuta escondida bajo una baldosa suelta del suelo —contestó—. Pero no podía arriesgarme a cogerla para enseñártela.
—¿No era de perfume? —Fabiola no quería reconocer lo que ambas tenían claro.
La otra se rió burlona.
—Tomé una gota del líquido con una ramita —explicó la mujer—. Después la dejé caer sobre un trozo de pan que había en la mesa.
El respeto que Fabiola sentía por Docilosa crecía por momentos.
—Dejé la corteza en esa pequeña grieta que hay en la parte inferior del muro del jardín. ¿Sabes cuál digo?
—Por donde salen los ratones —respondió sin ánimo, porque ya sabía lo que Docilosa le iba a decir. Muchas veces Fabiola había observado divertida cómo aquellos diminutos animales se escurrían por el agujero y buscaban comida afanosamente. Los gatos del burdel eran incapaces de matar a todos los roedores, cosa que irritaba constantemente a Jovina.
Se produjo una pausa.
—Retrocedí unos pasos y esperé. No tardó mucho en aparecer uno. Se comió el pan en un periquete. —Docilosa miró a Fabiola con tristeza—. El ratón no había dado dos pasos y ya estaba muerto.
A la muchacha morena se le encogió el estómago, se acercó a la puerta para abrirla y comprobar que nadie escuchase en el pasillo. Aliviada al no ver a nadie, la cerró con cuidado y se dirigió a Docilosa.
—Veneno.
La palabra colgaba en el aire como si de una nube negra se tratase.
—No se puede confiar en ella —le espetó Docilosa—. Lo dije desde el principio.
Era imposible discutírselo. La prueba yacía en el jardín.
Fabiola suspiró. La relación con Pompeya hacía tiempo que no iba muy bien, pero nunca hubiese pensado que llegaría a eso. A pesar de todos sus esfuerzos, la pelirroja se había convertido en una peligrosa enemiga. Los celos habían convertido a la persona que había logrado que Fabiola se sintiese bien recibida en su primer día en el Lupanar en alguien que deseaba verla muerta.
Con lo bien que había empezado todo. Consciente de que necesitaría aliados para sobrevivir en su nueva vida, Fabiola había repuesto enseguida el perfume que le había dejado Pompeya y las dos se habían hecho buenas amigas. Claudia, la goda rubia, también había demostrado tener buen corazón. Las tres habían formado un grupito y enseguida habían empezado a pasar juntas el tiempo libre; Pompeya y Claudia daban consejos a la joven recién llegada, que ésta asimilaba con fruición. Desesperada por convertirse en la mejor, ganar clientes y tener influencia sobre ellos para poder rescatar a Romulus y a su madre, Fabiola los hacía enloquecer. Cuando su popularidad empezó a aumentar, la de Claudia decreció. La rubia tenía unos cuantos clientes devotos, nobles a los que les gustaba que los atasen y los dominasen. Curiosamente, aquello parecía satisfacer a Claudia.
Pero la nerviosa Pompeya no se había resignado tan rápido. Llevaba en el burdel casi cinco años, sin embargo en doce meses Fabiola había conseguido más clientes habituales que ella. Uno de los que mejores propinas le dejaba había preferido irse con Fabiola. Eso ya no lo pudo soportar. Su amistad empezó a flaquear y pronto la situación llegó hasta tal punto que apenas se saludaban. En un intento de mantener la amistad con las dos, Claudia no quiso inmiscuirse. Evidentemente Jovina notó enseguida las tensiones entre ambas y habló con Fabiola y con Pompeya por separado. El Lupanar era su dominio y lo protegía celosamente.
—No quiero problemas —había amenazado la arpía—. Los hombres siempre notan si las chicas no se llevan bien. No les gusta y es malo para el negocio. Esto tiene que acabar.
Fabiola estuvo contenta de dejar los problemas a un lado.
Pompeya, obviamente, no.
Los denarios tintinearon cuando Fabiola le entregó un pequeño portamonedas.
Docilosa calculó su peso inmediatamente.
—Esto es demasiado —protestó.
Fabiola se río.
—¿Por salvarme la vida? Nunca podré agradecértelo lo suficiente. —Se inclinó y besó a Docilosa en la mejilla.
Esta esbozó una sonrisa rara.
—Tendré que pasar más tiempo en la cocina —dijo Fabiola alegremente—. Observar cómo preparan mis comidas.
No consideraba probable que Catus o los otros esclavos estuviesen conchabados para envenenarla. Pompeya necesitaría entrar en las cocinas con algún pretexto. Tendría que hacer el trabajo sucio por sí misma. Jovina permitía a las prostitutas que pidiesen comida mientras no estuviesen trabajando, de manera que la cocina siempre bullía de actividad. No resultaría tan difícil bajar por el pasillo y agregar algo a un plato que estuviese en el mostrador, cerca de la puerta. Una chica más que fuese a buscar un bocado no llamaría mucho la atención.
De repente Fabiola se sintió inquieta. Era horrible saber que Pompeya deseaba su muerte. Aunque no le caían bien todas las mujeres, Fabiola no le deseaba ningún daño a ninguna. Tampoco alcanzaba a entender el grado de envidia que podía llevar a alguien a matar a otra persona por una cuestión tan trivial. A pesar de la espeluznante revelación, Fabiola no tenía ganas de matar a Pompeya. No es que tuviese miedo de hacerlo. Al fin y al cabo, deseaba ardientemente la muerte de un hombre.
Gemellus.
El gordo comerciante le había hecho cosas atroces a su madre durante años. Se merecía una muerte lenta y dolorosa. Y su padre también se merecía un viaje al Hades: un noble que había violado a una esclava sólo porque podía. En comparación con las personas que Fabiola odiaba con toda su alma, el caso de Pompeya resultaba patético. Irrisorio. Se hizo una advertencia. Había verdadero peligro. Si la pelirroja era capaz de comprar veneno, tenía que asumir que también estaba preparada para utilizar el mortífero líquido.
La vida en el burdel se había vuelto peligrosa y la tarea de controlar cómo le preparaban la comida no iba a pasar desapercibida. El envenenamiento era un método común para matar al enemigo en Roma, y los cocineros enseguida se darían cuenta de por qué Fabiola les observaba. Tampoco podía negarse a comer lo que preparasen en la cocina. Jovina se enteraría inmediatamente. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda.
Tenía que hacer algo. Pronto.
Fabiola se mordió el labio, dudando cómo responder. Tenía que pensarlo. Ofrecer más oraciones a Júpiter y esperar a que le llegase la inspiración. Por alguna razón, estaba segura de que el dios más poderoso de Roma le daría una señal.
Docilosa sonrió maliciosa. Era una imagen poco común. Fabiola miró inquisitivamente a la mujer, preguntándose qué la complacía tanto.
—He tirado hasta la última gota en la cloaca —anunció Docilosa con aire triunfal—. He lavado bien la botella y la he llenado de agua del pozo.
A Fabiola se le levantó el ánimo por la inesperada revelación.
—Los dioses deben de haberte enviado hasta mí.
—Esa zorra pensará que el maleante que le ha vendido el veneno la ha estafado.
—O que soy inmortal.
Se rieron las dos.
El rostro de Docilosa poco a poco se puso serio otra vez.
—¿Qué vas a hacer, Fabiola? Pompeya es una mujer vengativa. No se conformará con esto, ya lo sabes.
Fabiola asintió. La astucia de Docilosa le daba más tiempo, pero nada más.
—Déjamelo a mí —dijo, fingiendo una seguridad que no sentía—. Ya se me ocurrirá algo.
Pero las cosas iban a empeorar.
Dos días después, Fabiola entró en su habitación al amanecer, cansada de una noche de mucho trabajo. Había tenido más clientes de lo habitual, pero el esfuerzo había valido la pena. Podía añadir tres áureos a sus ahorros y el último cliente había resultado ser un cuestor recién elegido. Alguien que en un futuro podría resultarle útil. Los políticos ambiciosos siempre eran una buena presa, y Fabiola le había vuelto loco de placer antes de dejarle alcanzar el orgasmo.
Volvería. Pronto.
Sonrió. Qué fácil era manipular a la mayoría de los hombres.
Después de lavarse bien, Fabiola solía desnudarse y meterse en la cama para dormir unas horas, un descanso bien merecido. Por razones que después nunca fue capaz de explicar, hubo algo que hizo que la muchacha de cabellos negros se fijase en el sencillo cubrecama de lana cuando iba a retirarlo.
Era extraño, tenía bultos.
Fabiola se quedó helada, el pulso se le aceleró mientras sus ojos captaban la forma gruesa y enrollada bajo el cubrecama. Entonces ésta se movió ligeramente y ella tuvo que ahogar un grito.
A Pompeya no la iban a disuadir.
Fabiola salió de puntillas al pasillo, cerró la puerta con cuidado y se fue a buscar a los porteros. Ellos sabrían qué hacer.
Cuando los dos porteros se enteraron, se enfadaron tanto que Fabiola tuvo que decirle a uno de ellos que se quedase en la puerta principal. Era justo antes del amanecer y, como los clientes ya se habían marchado, todo el mundo se había ido a la cama. Si los dos hombres se ponían a patear la casa iban a llamar demasiado la atención.
Fabiola ordenó a Vettius que la siguiera en silencio a su habitación. Respiraba hondo para liberar el terror que la había invadido al ver la forma en su cama. Todo saldría bien.
Al llegar a la puerta, el gigante de cabeza rapada la apartó con delicadeza.
—De esto me encargo yo —dijo, agarrando la porra de metal con tachones—. Me crié en un sitio con muchas serpientes.
Fabiola no discutió. Observaba a Vettius escudriñando el interior para comprobar que no hubiese nada en el suelo.
—No se ha movido —dijo sin girar la cabeza—. Quédate aquí hasta que te diga que puedes entrar sin peligro.
Fabiola le apretó la inmensa mano y, de repente, le preocupó poner en peligro la vida de un hombre al que consideraba un verdadero amigo.
—Ten cuidado.
El se volvió y le hizo un guiño.
—Júpiter me protegerá.
Todo estaba en silencio cuando Vettius entró en la pequeña cámara con el arma preparada en la mano derecha. Se acercó cuidadosamente a la cama, levantó con rapidez el extremo del lecho de paja más cercano a la pared y lo volcó en el suelo de piedra. Empezó a aporrear el montón de sábanas y mantas con los pies apartados, por si la serpiente se escabullía. A Fabiola le tranquilizaba que la ropa de cama amortiguase el ruido de los golpes. Era importante reducir al máximo el número de personas que supieran lo que pasaba.
Vettius gruñó satisfecho al cabo de unos instantes al ver la mancha roja que empezaba a formarse en la lana de la manta de Fabiola.
—Entra.
Fabiola miró a derecha y a izquierda, entró rápidamente y cerró la puerta.
—¿Está muerta? —preguntó nerviosa.
Vettius dio la vuelta al cubrecama y dejó al descubierto un bulto grueso y marrón, tan largo como el brazo de un hombre. La serpiente todavía se revolvía, pero tenía la cabeza destrozada.
Fabiola se estremeció al pensar lo que le podría haber pasado si se hubiese metido en la cama como de costumbre. Tenía que agradecérselo a Júpiter, pensó.
El portero observó un momento la piel manchada del lomo de la serpiente.
—Nunca había visto una serpiente así —comentó.
—¿No hay serpientes así en Italia?
Vettius negó con la cabeza.
—Debe de ser venenosa —caviló Fabiola—. ¿Por qué si no iba a estar en mi cama?
Vettius asimiló sus palabras poco a poco.
—¿Quién iba a hacer una cosa así? —preguntó entre dientes con expresión sombría—. Aquí te quiere todo el mundo.
—Baja la voz —contestó Fabiola con brusquedad, preocupada por si se habían oído los golpes fuera de la habitación.
Avergonzado, Vettius bajó la cabeza.
—Algunas muchachas me tienen envidia.
—Pero ¿hacer una cosa así? —Vettius señaló enfadado la serpiente aplastada en el suelo.
Fabiola se planteó un instante si contarle al portero el descubrimiento de Docilosa. Luego se imaginó lo que hubiese sentido si la serpiente la hubiese mordido al meterse en la cama. Al morirse antes de averiguar qué le había sucedido a Romulus.
—Ha sido Pompeya.
Vettius dio un grito ahogado de incredulidad.
—Pero si sois amigas.
—Nos hemos distanciado desde hace algún tiempo. —A Fabiola no le sorprendía que no supiese nada. Vettius y Benignus no eran conscientes de la complejidad de las relaciones entre las mujeres. Enseguida le explicó lo del frasco que Docilosa había encontrado debajo de una losa del suelo de la habitación de Pompeya.
—No tienes más que decirlo —declaró Vettius entre dientes, con los puños apretados—. Nosotros nos encargaremos de esa zorra. La llevaremos una noche a dar un paseo a orillas del Tíber.
—No —contestó Fabiola con firmeza—. Eso sería demasiado fácil. Y demasiado obvio. Jovina no debe sospechar nada o acabaremos los dos crucificados.
—Pero ésta ha sido la segunda vez —gruñó Vettius, y le dio una patada en la cabeza a la serpiente para enfatizar sus palabras—. Se supone que las chicas del Lupanar se cuidan entre sí.
Fabiola no lo dijo, pero con la serpiente eran tres. En otra ocasión, meses atrás, tres matones los habían atacado, a ella y a Benignus, cuando iban camino del Foro para depositar sus ahorros, y era obvio que aquello había sido planeado. Normalmente los robos a la luz del día se producían de forma espontánea, sin embargo esos hombres los habían seguido como tontos desde que habían salido del burdel. Alguien les había dado la información. Y no habían intentado robarle el dinero, detalle significativo que al portero grandullón se le había pasado por alto. Por el contrario, los ladrones habían amenazado a Fabiola con las dagas. Rápidamente Benignus la había empujado detrás de él y había desperdiciado la oportunidad de sonsacar información a los matones. Estaba enfurecido porque habían amenazado a «su» Fabiola. A uno le había roto el cuello, a otro lo había dejado vomitando en la cloaca todo lo que tenía en el estómago y al tercero lo persiguió entre la muchedumbre para regresar pocos momentos después con una sonrisa de satisfacción… y un puñal ensangrentado.
Ya no había duda alguna. Un intento de asesinato a plena luz del día. Veneno guardado en secreto. Los rumores que corrían por el burdel. Una serpiente venenosa en la cama. La casualidad no tenía nada que ver con todo aquello.
Fabiola se había estrujado el cerebro para averiguar quién estaba detrás. Había pocos candidatos. Que ella supiera, ninguno de los clientes que la habían visitado se había marchado ni una sola vez insatisfecho. Tampoco Jovina: el dinero lo era todo para la vieja madama, y Fabiola era quien le reportaba más beneficios. Los porteros la adoraban. Catus y los esclavos de la cocina no tenían ningún motivo para desear su muerte. Así pues, sólo quedaban las demás mujeres, y Fabiola las conocía bien prácticamente a todas. Intimidadas por su condición de prostitutas, la mayoría estaban contentas de vivir a la sombra de Fabiola.
Pompeya. Sólo podía ser Pompeya.
Los celos dominaban por completo a la pelirroja. Cuando la agresión fuera de las paredes del Lupanar había fracasado, había recurrido a otros métodos más discretos para intentar acabar con su enemiga.
—Se supone que vuestra obligación es protegernos, no hacernos desaparecer —dijo Fabiola, dando unas palmadas al musculoso brazo de Vettius.
Hacerse buena amiga de los dos porteros había sido una de sus mejores jugadas. Sabía que los dos preferían morir antes que permitir que le hiciesen daño. En respuesta Vettius le sonrió burlón, pero seguía muy preocupado.
—He acompañado a Pompeya en sus salidas —explicó—. Nunca lo había pensado hasta ahora, pero he visto a esa zorra hablar con miembros de los collegia. Y con las bandas de Milo. Incluso ha visitado recientemente el templo de Orcus. —El portero hizo la señal contra lo maligno—. Sólo hay una razón para entrar ahí.
Las palabras de Vettius resultaban preocupantes. La gente adoraba al dios de la muerte si albergaba malos sentimientos contra alguien. Un enjambre de vendedores, en las cercanías del templo, ofrecía a los visitantes pequeñas láminas de plomo sobre las que los escribas de los alrededores redactaban las palabras condenatorias que el cliente desease. Fabiola había oído que la gran piscina que había dentro de las paredes del templo estaba llena de maldiciones dobladas en trozos muy pequeños. Le entró un escalofrío sólo de pensarlo y masculló una rápida oración de agradecimiento a Júpiter por protegerla continuamente.
—Déjame que la mate.
Al final la ira bullía en su interior. La situación había ido demasiado lejos.
—Yo lo haré —dijo Fabiola, y miró a Vettius directamente a los ojos.
Había abierto la boca para responderle cuando Fabiola le señaló la serpiente, ya inmóvil.
—¡Por favor, córtale la cabeza a esa cosa!
Vettius se apresuró a obedecerla y se sacó del cinturón una daga de aspecto intimidatorio. Cuando hubo acabado levantó la mirada.
—Déjame la daga.
Vettius sonrió y se la dio.
Fabiola sujetó con fuerza el mango de hueso e intentó convencerse de su resolución. Se imaginó a Romulus matando para seguir con vida, primero como gladiador y después como soldado. El escalofriante pensamiento le dio fuerzas. Parecía que las cosas no eran muy diferentes en el Lupanar. A pesar de la traición de Pompeya, Fabiola seguía concentrada en el único propósito de su vida: salvar a su hermano. En su profesión solamente había una forma de conseguirlo: influir sobre los ricos y poderosos.
Y nadie se interpondría en su camino.