Las legiones tardaron casi media tarde en alcanzar la llanura. Los jinetes del desierto estaban sentados en la reluciente neblina, esperando pacientemente. Los tambores y las campanas producían un barullo incesante. El extravagante sonido recordaba los rugidos de los animales salvajes mezclado con el ruido de los truenos.
Resultaba aterrador.
Los mercenarios eran quienes llevaban más tiempo esperando y, por tanto, eran los más afectados por las altísimas temperaturas. A muy pocos les quedaba agua y, de nuevo, algunos hombres se desplomaron a causa de la deshidratación y el agotamiento debidos al calor. Los soldados más fuertes hicieron lo que pudieron por sus compañeros antes de que empezase la batalla. Bassius iba arriba y abajo, unas veces animando y otras amenazando. Su increíble dinamismo ayudaba a levantar la moral, que estaba bajo mínimos.
Cuando el ejército de Craso estuvo por fin bien colocado, la bucina tocó una serie de notas entrecortadas. La espera había terminado.
—¡Ya lo habéis oído! —gritaron los centuriones—. ¡En posición!
Siguiendo los movimientos que habían practicado muchas veces, las legiones se abrieron en abanico por la llanura en una impresionante formación de cuatro lados. Simultáneamente, cada cohorte formó un cuadrado hueco de tres hombres de profundidad y cuarenta de longitud y de anchura. Cada soldado estaba separado de su vecino por cien pasos por delante y por detrás. Craso, sus oficiales y dos cohortes veteranas se situaron en el centro vacío junto con el convoy de abastecimiento, mientras que la caballería gala y la íbera se colocaron en los extremos. Se trataba de una formación más que inusual para iniciar una batalla.
—¿Qué está haciendo? —Romulus frunció el ceño. Estaba claro lo que iba a pasar en cuanto se iniciase el ataque.
—Craso se cree que podrían sorprendernos por la espalda —dijo Brennus—. De esta manera lo evita.
—Pero no consigue mucho más —añadió Romulus, imaginándose cómo responderían los partos.
—¡Es un imbécil! —Tarquinius miró a su alrededor enfadado—. Esos arqueros sólo tendrán que pasar a caballo entre las cohortes y nos dispararán uno a uno con toda tranquilidad.
Resultaba inquietante que todos viesen claramente qué iba a pasar excepto Craso. El poco respeto por la autoridad que le quedaba a Romulus desaparecía con rapidez.
El líder parto seguía sin tener prisa por atacar. Esperó a que el ejército romano acabara con las maniobras.
A una señal que no vieron, los tambores empezaron a sonar con golpes fuertes y rítmicos, distintos de los previos. El ritmo de las campanas también cambió y su volumen era tal que no se podía hablar. El ruido siguió y siguió, creando una energía intimidatoria. Agotados por el sol y el tremendo calor, los aturdidos soldados se limitaban a mirar al enemigo, sin saber muy bien qué hacer.
De repente, el clamor cesó.
Un nutrido grupo de jinetes del centro del ejército parto se separó del resto. Lentamente se adelantaron hasta llegar a unos cien pasos de las primeras líneas romanas y se detuvieron.
Romulus miraba entre la neblina.
—¿Quiénes son?
—Catafractos. —Tarquinius lo dijo con respeto—. La élite de la caballería pesada.
—Las lanzas largas como las que llevan los hoplitas griegos acabarían con ellos enseguida —afirmó Romulus con dureza—. Si las tuviésemos.
—O una trinchera defensiva —añadió el galo.
Tarquinius asintió con la cabeza en señal de aprobación.
Los romanos, cansados, miraban con abatimiento al enemigo, incapaces de hacer otra cosa que achicharrarse de calor. Casi sintieron alivio cuando los instrumentos empezaron a tocar de nuevo. Con un gesto elegante, los jinetes partos se quitaron la capa dejando al descubierto la cota de malla que les cubría desde el cuello hasta medio muslo. Todos llevaban una pesada lanza en la mano derecha. Los caballos, también con armadura, creaban una inmensa pared de metal. La luz del sol se reflejaba en los miles de anillas de hierro y cegaba a los romanos.
A los soldados de Craso les resultaba imposible mirar directamente a los catafractos, y la luz deslumbrante no era la única razón. El miedo se estaba apoderando de sus corazones.
—Increíble —comentó Tarquinius, emocionado—. Los andabatae de la arena eran una burda imitación de los verdaderos catafractos.
Romulus sólo había oído hablar de los gladiadores a caballo que llevaban casco sin orificios para los ojos.
—Mira que son salvajes los romanos —dijo el galo—. Enviar a hombres cegados a la arena para luchar.
—Estos jinetes son diferentes —manifestó el etrusco.
Romulus estaba asombrado de la malla que caía por los flancos del caballo. Nunca había visto nada parecido.
Los catafractos esperaban, potenciando su efecto aterrador. Los tambores seguían produciendo un ruido horrible para acrecentar la sensación de muerte inminente. Los mercenarios y los legionarios cambiaban de pie inquietos. La desazón del ejército de Craso empezaba a notarse, y se hacía extensiva a todos los soldados. Normalmente eran los romanos, parados en silencio, los que asustaban a sus enemigos antes de la batalla.
—Puede que hoy tengamos una lucha decente. —Brennus levantó la lanza con impaciencia, deseoso de acabar con la espera—. La verdad es que estos cabrones parecen peligrosos.
Tarquinius sonrió con tristeza.
Deseoso de que la batalla empezase ya, Romulus comprobó que la espada estuviera suelta en la vaina y la cabeza del pilum bien sujeta al mango. «Tranquilo», pensó.
Durante lo que pareció una eternidad, los dos ejércitos se mantuvieron frente a frente, embebiéndose del intenso calor. La tensión era insoportable.
De repente el ruido cesó. Los arqueros montados avanzaron inmediatamente y la caballería pesada se mantuvo en la misma posición.
—¡Preparaos para una carga enemiga! —ordenó Bassius—. ¡Formación cerrada!
Los mercenarios estaban bien entrenados. Rápidamente los soldados prepararon los pila y las lanzas y se apretujaron, de pie, hombro con hombro. Igual que diminutas piezas de una maquinaria, miles de soldados a lo largo de todo el campo de batalla hicieron lo mismo. Con los escudos solapados, las formaciones que los partos tenían ante sí eran docenas de cuadrados acorazados.
El enemigo espoleó sus monturas y salió al trote, luego al galope. La tierra tembló con el ruido atronador de los cascos de los caballos y a Romulus se le encogió el estómago. Los ataques del día anterior no eran nada comparado con aquello.
Tal como Tarquinius había predicho, los jinetes se dividieron diligentemente en columnas con el objetivo de colarse en los huecos de las cohortes. En las filas el miedo era cada vez más palpable, los hombres sudaban profusamente y las manos agarraban sudorosas las jabalinas. Romulus oyó vomitar a un soldado que tenía detrás. Hizo caso omiso del ruido y levantó el escudo todavía más sin dejar de mirar a los jinetes que se acercaban.
La batalla estaba a punto de empezar.
Los partos se acercaban a caballo cada vez más. No tardarían en ver los hocicos de los caballos resoplando y los rostros contraídos de los arqueros tensando la cuerda del arco.
El pilum que le quedaba a Romulus ardía.
—¡Preparad las jabalinas! —No había rastro de miedo en la voz de Bassius—. ¡Esperad mi orden!
Todos los soldados llevaron hacia atrás el brazo derecho, preparados para cuando recibiesen la orden de disparar.
Antes de que la orden llegase, los partos dispararon una descarga. Estaban mucho más cerca que el día anterior. Hasta ese momento, los mercenarios no tenían ni idea de lo potentes que eran los arcos compuestos del enemigo. Oleadas de flechas surcaban el aire, clavándose en los escudos romanos como si fuesen de papel. Las filas del frente cayeron, reducidas a un solo hombre.
Milagrosamente, el único que quedaba en pie era Bassius, con el escudo acribillado de flechas.
—¡Apuntad corto! ¡Disparad! —gritó.
Con esfuerzo, Romulus y los soldados de las segundas dos filas se inclinaron hacia delante y lanzaron las jabalinas formando arcos bajos. Cayeron como una lluvia de madera y metal que al fin encontró su objetivo. Desde una distancia tan corta, las jabalinas romanas también eran mortíferas. Los caballos cayeron relinchando a la arena y derribando a los jinetes. Decenas de guerreros fueron alcanzados, pero la carga tuvo tal fuerza que traspasaron los límites considerados seguros.
Otra brutal descarga cayó en la parte lateral de la cohorte antes de que Bassius tuviese tiempo de responder. De repente, los partos se marcharon al galope para atacar otro cuadrado. El ruido de los cascos se fue apagando, reemplazado por los gritos.
Como mínimo ochenta hombres yacían en la arena caliente.
Romulus miraba boquiabierto la escena. Montones de soldados habían muerto en el acto a causa de las flechas que habían atravesado el escudo y la cota de malla y se les habían clavado en la carne. Por todas partes yacían escudos clavados a los cuerpos tendidos boca abajo, y un denso bosque de astas de madera cubría el suelo. Había tantos heridos que Romulus se examinó incrédulo. No tenía ni un rasguño. Sus amigos tampoco.
—Pueden pasarse el día haciendo esto —dijo Tarquinius con calma.
Brennus mascullaba y maldecía con expresión adusta.
Rodeadas de nubes de polvo, otras cohortes iban a sufrir los mismos ataques, porque los arqueros cabalgaban alrededor de las formaciones romanas. Por el momento, la mermada unidad de Bassius era un oasis de calma en medio del caos.
—¡Romulus! Ven aquí.
Bassius le estaba haciendo señas con el rostro contraído por el dolor. El escudo que le colgaba del brazo izquierdo estaba acribillado de flechas.
—¿Qué puedo hacer, señor?
—¡Cortar esta maldita cosa! —El veterano centurión movió el brazo herido. Una punta de flecha le sobresalía por debajo del codo.
Romulus se estremeció.
—Ha atravesado limpiamente el escudo. —Bassius negó con la cabeza—. Treinta años de guerras y nunca había visto un arco tan potente.
Romulus agarró la flecha con las dos manos y la partió en dos cerca de la punta. Cuando el joven soldado tiró del asta hacia atrás Bassius gimió de dolor. El escudo cayó y dos pequeñas heridas empezaron a sangrar. Romulus le hizo un torniquete con un trozo de tela de la túnica.
—Buen chico —dijo Bassius, y recogió el escudo.
—No puede luchar así, señor.
El centurión no le hizo caso y se colocó de nuevo en posición.
—¡Formad un cuadrado! ¡Enseguida habrá un nuevo ataque!
Romulus se unió a las filas; le hubiese gustado que Bassius estuviese al mando de más de una cohorte. Los oficiales como él resultaban mucho más valiosos que Craso.
Una calma momentánea se apoderó del campo de batalla cuando los arqueros partos se retiraron, dejando el caos tras de sí.
—Sólo se han ido a reponer flechas. —Tarquinius observaba las bandadas de buitres que aparecían en el cielo—. Craso tiene que aprovechar esta oportunidad. El ejército entero debería formar una línea continua de ocho o diez filas de profundidad. —Señaló las unidades deshechas—. No así. Esto no es una batalla, es una masacre.
—¿Cuántas bajas? —Craso se golpeó la palma de la mano con el puño. Nervioso, el caballo dio unos cuantos brincos laterales y aplanó las orejas.
—Todavía las estamos contando, señor. —El joven tribuno habló con miedo—. Pero como mínimo una décima parte de cada cohorte.
—¿Una décima parte de mi ejército ha muerto o resultado herida?
—Sí, señor.
—¿A cuántos partos hemos matado?
—No estamos seguros, señor. —El joven oficial palideció de miedo—. Unos cuantos cientos, tal vez.
—¡Fuera de mi vista! —farfulló Craso con rabia—. Antes de que te haga ejecutar.
—No puede decirse que él tenga la culpa, señor —intervino Longino, que había vuelto a desobedecer órdenes yendo a quejarse.
Craso sacudió las riendas y fulminó al legado con la mirada. No mencionó la discusión que habían tenido antes de la batalla. Incluso él se había dado cuenta de cuál era la prioridad en esos momentos.
—¿Cuáles son sus órdenes? Los partos volverán a atacar enseguida.
—Envía un mensaje a Publio —gritó Craso abruptamente, con una mirada de loco en los ojos—. Tiene que avanzar con su caballería y cuatro cohortes de mercenarios por el flanco derecho de los partos. Para distraerlos.
Longino se quedó callado. No era lo que él hubiese hecho.
—¿Está claro? —De repente la voz del general sonó calmada. Demasiado calmada. Craso miró al oficial a cargo de sus guardias.
El centurión puso la mano en el gladius.
Longino se percató del gesto y supo inmediatamente lo que significaba. Cualquiera que cuestionase las órdenes de Craso sería ejecutado. El legado saludó con frialdad y se dirigió a los exploradores que estaban cerca.
—Cuando Publio haga que se retiren, cargaremos contra el centro del enemigo —le gritó Craso.
Longino no contestó. Se preguntó qué diferencia supondría la ridicula táctica. ¿Cómo podría un ejército de infantería al mando de un loco arrogante vencer a un enemigo móvil sin ningún interés en una batalla estática?
La cohorte de Romulus se enteró de las órdenes de Craso un poco después, cuando llegó el mensajero. Las bucinae repetían las órdenes, práctica común durante la batalla para asegurar que se transmitieran con precisión. Inmediatamente, la caballería gala se abrió en abanico delante de los mercenarios de Bassius mientras la cohorte más cercana de capadocios se movía para situarse a su derecha. Dos más llegaron a la retaguardia, creando una formación de caballería en forma de flecha, reforzada por un cuadrado grande de soldados de infantería por detrás.
Bassius sonrió a sus hombres.
—¡Venga! ¡Esta es la oportunidad de demostrar al ejército entero de lo que somos capaces! ¡Dejad los yugos!
—Coged solamente los odres —dijo Tarquinius, escondiendo algo en la túnica—. No regresaremos a esta posición.
Sus dos amigos enseguida dejaron todos sus enseres.
No tuvieron que esperar mucho. Incluso Craso sabía que los partos lanzarían un nuevo ataque devastador de forma inminente. Los agotados soldados no podrían aguantar mucho más.
Las trompetas de caballería tocaron unas notas.
Publio se situó al frente de la caballería. El cabello castaño y la corta estatura del noble eran los habituales, pero la expresión resuelta de su rostro y su marcada mandíbula llamaban la atención.
—¡Adelante! —gritó, y señaló directamente a los partos—. ¡Por Roma y por la Galia!
Los galos espolearon a los caballos para avanzar, gritaron con fuerza y levantaron arena y piedras. Bassius y otros centuriones ordenaron a los mercenarios que los siguieran.
—¡Vamos a mostrar a esos cabrones lo afilado que está el borde de nuestras espadas!
Hubo un rugir apagado cuando los cuerpos cansados empezaron a trotar detrás del viejo y duro oficial. A pesar de la herida, Bassius parecía indestructible, y sus ganas de luchar animaban a todos a seguir.
—¡Preparad las jabalinas!
Corrieron con los brazos en alto y las cabezas agachadas para evitar las nubes de polvo que levantaban los cascos de los caballos. Romulus miraba a sus amigos de vez en cuando. Como había utilizado las dos jabalinas en el primer ataque, Tarquinius se colgó el escudo a la espalda, sujetando el hacha de guerra firmemente con ambas manos. Era increíble, pero sonreía. El rostro de Brennus denotaba tranquilidad y concentración.
Romulus se animó y se rió de la locura de la situación. La arena había sido reemplazada por algo todavía más mortífero, pero ya no importaba. A su lado se encontraban los dos mentores que se habían convertido en su familia. Hombres por los que moriría y que morirían por él. Era una buena sensación. Romulus preparó la jabalina que había recogido del suelo, dispuesto a aceptar la voluntad de los dioses.
Con un enorme esfuerzo, la cohorte consiguió seguir a los caballos que iban al trote. Marchar por la arena ardiente había sido difícil sin tener que correr. El aire caliente abrasaba las gargantas de los soldados con cada aliento.
—No hay que avanzar mucho más —jadeó Romulus cuando ya habían recorrido unos quinientos pasos.
El flanco derecho del enemigo empezaba a estar al alcance de las lanzas de los galos.
Tarquinius aminoró la marcha y achicó los ojos.
De repente Publio ordenó una carga completa y la infantería se quedó atrás.
—¡A paso ligero! —Bassius lanzó el brazo hacia delante—. ¡Acabemos con esos malnacidos!
Los hombres respondieron con un esfuerzo sobrehumano para mantener la velocidad. Pero en lugar de quedarse parados para enfrentarse a la caballería, los partos se dieron la vuelta y huyeron.
Publio se lo creyó.
—¡A la carga! ¡A la carga! —gritó con júbilo, y sus hombres forzaron más los caballos.
Tres cohortes de mercenarios se quedaron todavía más rezagadas, pero no la de Bassius. Sus soldados seguían al viejo centurión, que corría como si le persiguiese el mismísimo Cerbero.
En aparente confusión, todo el flanco derecho parto se replegó en respuesta al ataque romano. Convencido de que los había asustado y obligado a retirarse, Publio cometió la irresponsabilidad de dirigir a los galos hacia delante.
No había visto el gesto del comandante parto.
Casi como si de uno solo se tratase, cientos de arqueros se dieron la vuelta y tensaron al máximo sus mortíferos arcos. Con un grito gutural, el oficial bajó el brazo. Un oscuro enjambre de flechas silbó en el aire para aterrizar con un golpe seco. Docenas de galos fueron alcanzados y cayeron al suelo. Sin detenerse para tomar aliento, los partos dispararon una segunda vez. La lluvia de proyectiles alcanzó a hombres y monturas sin distinción y detuvo la carga con una sacudida.
Al cabo de unos instantes, los soldados de Bassius llegaron hasta los montones de cuerpos. Se encontraron con un panorama espeluznante: la arena estaba cubierta de jinetes muertos o heridos, caballos encabritados por el dolor con flechas clavadas en el pecho, en la grupa, en los ojos. Muchos salían en estampida hacia la lejanía, pisoteando todo lo que encontraban con los cascos. La mortífera lluvia seguía cayendo y matando a los galos. Los supervivientes daban vueltas, sin sus caballos y confusos.
Publio, desesperado por volver a formar a su caballería, daba vueltas en círculos al frente. De repente, soltó las riendas y cayó poco a poco de la silla, sujetándose el cuello. Una flecha le había atravesado la garganta.
Los galos que quedaban profirieron un grito de consternación.
La situación era desesperada. Brennus se dio cuenta inmediatamente y miró hacia la retaguardia para buscar una salida. Pero era demasiado tarde. Cientos de partos rodeaban a los mercenarios de Bassius y a los jinetes de Publio restantes.
El viejo centurión también había visto cómo se esfumaba su vía de escape.
—¡Formad en testudo! —gritó.
Los mercenarios, que todavía mantenían la disciplina, se amontonaron. Al formar el cuadrado acorazado se oyó el ruido de los escudos al chocar entre sí, cuyos tachones de metal brillaban. Los hombres de los bordes formaron una pared de escudos y los del centro se agacharon, cubriéndose la cabeza totalmente. El testudo no era una formación de ataque sino una formación defensiva sumamente eficaz, en todos los casos excepto en el de las flechas partas.
Desde detrás de los escudos los soldados miraban cómo hacían pedazos a los galos. La caballería de Publio, que no podía batirse en retirada y no quería avanzar, era aniquilada ante sus ojos.
Cuando cayó el último galo, los guerreros empezaron a acercarse al testudo. Romulus vio a un parto saltar al lado del cuerpo del hijo de Craso, puñal en mano. Momentos después se oyó una tremenda ovación, la cabeza de Publio se balanceaba pendiendo de su puño. Un segundo guerrero pasó a su lado a caballo y clavó el sangriento trofeo en la punta de la lanza.
El miedo se propagó rápidamente. Un puñado de soldados que miraban fijamente la cabeza de Publio se alejaron de la protección del testudo. Los mataron inmediatamente y el terror cundió entre el resto.
El cuadrado se movió y empezó a deshacerse.
—¡Juntaos! —gritó Bassius, pero sus órdenes no sirvieron de nada. Más mercenarios se separaron y dejaron caer sus pesados escudos.
—¡Publio está muerto! —gritaron.
Las cohortes que estaban detrás seguían avanzando y ni siquiera habían alcanzado a los partos. De repente el aire se llenó de gritos de pánico. Docenas de soldados aparecieron entre el polvo, huyendo despavoridos hacia ellos.
Los capadocios hicieron lo que haría la mayoría, se dieron la vuelta y huyeron.
El avance se convirtió en retirada cuando las cuatro cohortes salieron corriendo hacia las líneas romanas sin pensar en nada. Directos hacia otra cortina de partos a la espera.
Todos habían huido excepto los veinte hombres que estaban alrededor de Bassius.
—¡Formad en testudo! —El orgullo se percibía en la voz del veterano centurión.
Romulus, Brennus, Tarquinius y el resto de los mercenarios se unieron más para formar un cuadrado pequeño.
—¡Los soldados romanos no huyen! —gritó Bassius—. ¡Sobre todo cuando el ejército entero está mirando! —Señaló al enemigo—. ¡Aguantaremos y lucharemos!
Entre nubes de arena y polvo, Romulus vio a algunos partos cabalgando alrededor de los mercenarios que huían. Las flechas volaban y mataban a los soldados. Las espadas curvas brillaban al sol y causaban profundas heridas en la espalda de los hombres. Los cascos pisoteaban a los caídos boca abajo en la arena. Muy pocos de los aterrorizados soldados levantaron las armas para contraatacar.
El grupo observaba impotente cómo lo que había sido una huida despavorida se había convertido en una matanza. Salvo los apiñados con Bassius, la caballería de Publio y las cuatro cohortes habían sido totalmente destruidas con un despliegue impresionante de tácticas militares.
El sol caía implacable. No se veía ni una sola nube. No corría ni un soplo de aire. Era opresivo. Era la muerte.
Bajo los escudos levantados, la temperatura aumentaba con rapidez. Pronto sería insoportable. Pero las flechas partas esperaban a todo aquel que se levantase.
—¿Alguien tiene agua? —preguntó Félix esperanzado—. El pequeño galo que compartía la tienda con los amigos era uno de los pocos que se había levantado con rapidez.
Romulus le pasó el odre que todavía contenía una cuarta par te de agua.
Félix tomó un trago y se lo devolvió.
—No durará mucho.
—No hace falta que dure —masculló otro—. Los Campos Elíseos nos esperan.
—Nos llevaremos a unos cuantos con nosotros —dijo Félix en tono grave.
—Ese es el espíritu que hay que tener —bramó Bassius.
Al oír esto, los mercenarios gritaron con todas sus fuerzas. Morirían valientemente. Como guerreros. Como romanos.
A su alrededor se oían los gritos horribles de los heridos que se revolvían. La arena amarilla estaba empapada de sangre, que la había teñido de un rojo intenso. Innumerables cuerpos yacían esparcidos como muñecos rotos.
Agachados tras sus escudos, que sabían inútiles, los supervivientes esperaban el inevitable ataque. Cuando empezó a atardecer, cientos de partos llegaron de todos los lados. Estaban completamente rodeados.
Pero no dispararon ninguna flecha y un jinete solitario ataviado con lujosas vestiduras se acercó al testudo. Su caballo se abrió camino con delicadeza entre los cuerpos. El oficial parto frenó a una distancia segura y los observó con una mirada inescrutable.
—¡Cabrones! —gritó Bassius—. ¡Venid por nosotros!
Mientras Romulus y sus camaradas daban gritos furiosos y los desafiaban, él y Brennus intercambiaron una mirada significativa. Cuando el parto diese la orden, la muerte se los llevaría a todos. No sería un final glorioso, simplemente una descarga de los mortíferos arcos compuestos. Pero ellos no iban a rendirse.
«Adiós, madre. Que los dioses te acompañen, Fabiola».
«Un viaje más allá de donde haya llegado jamás un alóbroge. Y aquí, al fin, puedo morir sin tener que huir de mis seres queridos».
El hombre de la tez morena los miró un buen rato con expresión dura. Rodeados de montones de muertos de su ejército, totalmente superados en número, sus enemigos todavía no habían dejado las armas. Hablando en una lengua desconocida, señaló al ejército de Craso.
—¿Qué dice?
—Probablemente nos está diciendo que salgamos corriendo. Hijo de mala madre —dijo Félix, torciendo el gesto—. Para matarnos.
El parto volvió a gesticular señalando las líneas romanas.
Tarquinius se dirigió a Bassius.
—Nos podemos ir, señor.
El veterano centurión lo miraba sin comprender, y los otros se quedaron boquiabiertos.
—¿Le has entendido? —le preguntó Romulus entre dientes.
—El parto es muy parecido al antiguo etrusco —masculló.
—Estos cabrones ya nos podrían haber matado cinco veces —reconoció Bassius.
Tarquinius habló en la misma lengua y el oficial le escuchó atento antes de responder.
Con las cejas arqueadas, Bassius esperó a que la breve conversación finalizara.
—¿De qué habéis hablado, optio?
—Le he preguntado quién era, señor.
—¿Y?
—Es Sureña, general del ejército parto.
Todos respiraron hondo.
Tarquinius levantó la voz.
—Sureña dice que somos hombres valientes que no merecemos morir hoy. Nos deja marchar.
Las cabezas se levantaron ante la posibilidad de sobrevivir y Brennus suspiró profundamente. Su viaje todavía no había terminado.
—¿Podemos confiar en él? —preguntó Félix.
—Aquí no nos queda ninguna posibilidad, sólo nos espera el Hades —dijo Bassius con gravedad—. ¡Rompan la formación! ¡Formen dos filas!
Los soldados bajaron los escudos con miedo, pues esperaban una descarga de flechas.
No sucedió nada.
Los veinte supervivientes de tres mil hombres estaban rodeados de impasibles rostros barbudos. En silencio, los jinetes más cercanos a los legionarios romanos se apartaron para abrir un camino lo suficientemente ancho para marchar en columna de a dos.
Parecía demasiado bonito para ser verdad.
—¡Seguidme, muchachos! ¡Despacio y tranquilos! —dijo el centurión con tranquilidad—. No queremos que estos cabrones piensen que estamos asustados.
Bassius empezó a caminar entre las filas de arqueros con la cabeza bien alta. A pesar de su herida y de la aplastante derrota, el veterano no perdía la moral y sus hombres le seguían con presteza. Romulus juraría que algunos de los guerreros inclinaron la cabeza en señal de respeto al paso de los harapientos mercenarios, con los escudos y las jabalinas sujetas en la posición de marcha.
Tuvieron que caminar sobre los caídos, y todos los soldados que seguían a Bassius sabían cuál iba a ser su destino. Pero con los jinetes partos mirándolos a tan sólo unos metros de distancia, no podían hacer nada más.
Cuando los heridos se dieron cuenta de que algunos de sus compañeros se escapaban, empezaron a gritar pidiendo ayuda.
—¡Ayudadme! —gritaba uno con la pierna izquierda sujeta al suelo por una flecha—. Podré volver.
La pena embargó el corazón de Romulus. Era uno de los soldados de su centuria. Antes de que pudiese salirse de la fila, Brennus le agarró con su inmensa mano.
—¡Es uno de los nuestros!
—¡Ni se te ocurra! —le dijo el galo entre dientes—. Te destriparán como a un pez.
—Somos los únicos que no hemos cedido —reconoció Tarquinius.
Romulus miró a los guerreros que estaban más cerca. Uno de ellos le lanzó una mirada feroz mientras sacaba de la silla una daga larga y curva que sostenía en la mano.
El mercenario miraba impotente y muerto de miedo al parto que se acercaba.
—¡No me dejéis aquí!
—Ni siquiera sabes cómo se llama —dijo Tarquinius—. ¿Intentarás salvar al resto también?
—Ha salido corriendo y nos ha dejado solos para que muramos —gruñó Brennus—. ¡Cobarde!
Romulus endureció el corazón con dificultad.
—Que los dioses te acompañen.
—¡No! —gritó el soldado herido—. ¡No me ma…! —Se hizo un repentino silencio, reemplazado por el suave ruido del chorro de sangre.
Romulus se dio media vuelta.
Al soldado le habían cortado el cuello. Tenía una expresión de asombro cuando la carótida regó la tierra con una fuente carmesí. El cuerpo del mercenario cayó lentamente hacia un lado, se sacudió un par de veces y quedó inmóvil.
Se oían los gritos de terror de los otros al darse cuenta de lo que les iba a suceder. Pero era lo mismo que ellos hubiesen hecho a los supervivientes enemigos en las mismas circunstancias.
—¡Mirada al frente! —bramó Bassius—. Son todos hombres muertos.
Romulus hizo lo que pudo por ignorar lo que dejaban atrás. Los partos se movían entre los caídos como una aparición, matándolos sin clemencia, acallando los gritos. Sólo a Bassius y a sus veinte soldados permitían marchar libremente.
—Hemos sobrevivido a un gran peligro —dijo Tarquinius con actitud tranquilizadora.
Romulus asintió con la cabeza, obligándose a creerlo. ¿En qué otra cosa si no podría apoyarse?
El camino de regreso a las líneas romanas se les hacía eterno. Pero ni una sola flecha siguió al diminuto grupo que quedaba de la cohorte de mercenarios. Sureña había cumplido su palabra. A diferencia de Craso, que había incumplido un tratado de paz dejándose llevar por el ansia de fama y riquezas.
A medida que se acercaban, se veía claramente que el ejército había formado un frente continuo.
Romulus dio un codazo a Tarquinius.
—El general te ha leído la mente.
—Demasiado tarde —respondió el etrusco—. Los catafractos pronto cargarán. Mil catafractos.
Romulus se estremeció. ¿Podía haber algo más terrible que lo que acababa de presenciar? Brennus se dio cuenta de que el joven se tambaleaba.
—Los dioses deben protegernos —dijo el galo de repente—. ¡Todavía seguimos aquí! —La cabeza le daba vueltas de pensar que seguían vivos. Sólo podían haber sobrevivido a la locura de esa carga gracias a la intervención divina.
Solamente habían dejado entre veinte y treinta pasos entre las cohortes, lo que permitía maniobrar sin dejar espacio para que los partos aprovecharan los huecos. Craso había situado a un gran número de centuriones en las primeras filas. Sabía que era fundamental que las legiones resistiesen el siguiente ataque y confiaba en la habilidad de los oficiales experimentados para lograr que los soldados mantuviesen la calma y para levantarles la moral. Se trataba de una táctica a la que se recurría cuando había mucho en juego.
Cuando el grupo estaba al alcance de las jabalinas, los legionarios profirieron un grito.
Sureña había sido generoso al dejar marchar a los mercenarios, pero estaba a punto de utilizar su mejor arma contra Craso. Un grupo de catafractos se había colocado en el centro del espacio abierto entre los dos ejércitos. Las cotas de malla destellaban al sol: un espectáculo impresionante. Pero esa vez tenían un objetivo diferente. A la cabeza, un jinete blandía una lanza en la que estaba clavada la cabeza de Publio, una señal de lo que esperaba a los romanos.
Los jinetes enemigos se acercaron lo suficiente para que todos los soldados viesen exactamente de qué cabeza se trataba. Otro grito de desesperación desgarró el aire. Los romanos no sólo habían perdido la mitad de su caballería y a dos mil soldados de infantería.
El hijo de Craso había muerto.
Craso había oído los gritos de indignación, pero no había sido capaz de responder. Había visto aplastar la carga de caballería de Publio y su moral había caído en picado. Desconocía el destino de su hijo y no había muchas posibilidades de que alguien le ayudase a decidir el siguiente movimiento de la legión. Aparte del incordioso Longino, ninguno de sus oficiales veteranos parecía tener idea de qué hacer. Estaban demasiado intimidados. Pero Craso no tenía ninguna intención de escuchar a un simple legado.
Sin saber qué hacer a continuación, dirigió su caballo a las filas de vanguardia para averiguar qué pasaba. Los hombres sintieron una oleada de miedo al ver su capa negra. Si en cualquier momento era de mal augurio vestir ese color, ni que decir tenía cuando se mandaba un ejército a la batalla.
Craso ignoró a los asustados soldados y miró con dificultad a los catafractos que pasaban a caballo. Las facciones empapadas de sangre de Publio se balanceaban arriba y abajo en la lanza.
Craso se quedó helado de la impresión. Entonces, embargado por la pena, el arrogante general desapareció; un hombre hundido inclinado sobre la perilla de la silla. El aspirante a Alejandro Magno sollozaba inconsolable.
Los partos, tras haber sacado el máximo partido de su trofeo, siguieron adelante.
Recordando todos los malos augurios, los legionarios que estaban cerca miraban nerviosos a Craso. Las repetidas señales del cielo habían afectado incluso a aquellos que no eran supersticiosos. Las tormentas en el mar. El corazón del toro. El águila del estandarte del revés. Los buitres que llevaban días siguiendo la columna. La traición de los nabateos. Y ahora, la muerte de Publio.
Era obvio. Los dioses desaprobaban la campaña de Craso.
El inmenso ejército estaba inmóvil, las trompetas silenciosas mientras la cabeza de Publio continuaba su horrible viaje a lo largo de las líneas del frente. Los soldados empezaron a flaquear y a romper filas buscando un modo de escapar. Los oficiales jóvenes, situados en la retaguardia y armados con largas varas, les pegaban para que volviesen a sus posiciones, pero no lograban contener el miedo cada vez mayor. Los fríos dedos del terror atenazaban los exhaustos corazones, y era contagioso. Los soldados necesitaban inmediatamente que alguien se pusiera al mando de la situación, pero nada sucedía.
Empezaron a oírse murmullos que cundieron y se convirtieron en gritos de pánico.
—¡El general ha perdido la razón por la pena!
—¡Craso se ha vuelto loco!
—¡Retirada!
—¡Cerrad la maldita boca! —gritó un centurión cerca de Romulus blandiendo con violencia la vara de vid—. ¡El próximo que mencione la retirada acabará con mi gladius en la barriga! En posición, rápido.
Intimidados por los oficiales, la mayoría de los legionarios se calló. La disciplina todavía se mantenía… lo justo.
Los catafractos regresaron a las líneas partas. Con las aljabas llenas de nuevo, miles de arqueros a caballo se acercaban a los romanos. Tras su golpe maestro de mostrar la cabeza de Publio, Sureña iba directo a la yugular.
Al final Craso entró en razón y miró al enemigo que se acercaba.
—¡Orden cerrado! —ordenó con voz ronca—. ¡Lanzad las jabalinas a veinte pasos, no más!
El mensajero que estaba a su lado se escabulló rápidamente para pasar la orden a los trompetas. Si las órdenes no se transmitían con rapidez, los partos caerían sobre ellos.
—¿Y después qué, mi general? —Un tribuno había conseguido reunir el coraje suficiente para hablar.
Sorprendido más que enfadado, Craso movió las manos en el aire distraídamente.
—Hay que aguantar el ataque y disparar una lluvia de jabalinas sobre los partos. Eso los obligará a retirarse.
El tribuno parecía confuso.
—Pero sus flechas tienen un mayor alcance que las jabalinas.
—Haz lo que digo —le contestó Craso débilmente—. Nada puede oponerse a las legiones de Roma.
El oficial se retiró con los ojos desorbitados de la preocupación.
Craso había perdido la razón.
Sin saber exactamente adonde ir, Bassius dirigió a sus hombres a la posición de la Sexta Legión, justo en el centro romano.
—No tenéis tiempo de alcanzar a los otros mercenarios —les gritó un centurión cuando se acercaban—. Va en contra de las normas, pero trae a tus muchachos con los míos. ¡Moveos!
El grupo rápidamente formó al lado de los regulares. El fornido centurión que había hablado se inclinó y agarró a Bassius por el antebrazo.
—Gaius Peregrinus Sido. Primer centurión. Primera cohorte.
—Marcus Aemilius Bassius. Centurión mayor, cuarta cohorte de mercenarios galos. Y veterano de la Quinta.
—Lo que ha pasado ahí ha sido una masacre —dijo Sido—. Has hecho una hazaña al sobrevivir.
—Esos cabrones nos han tendido una trampa, así de sencillo. Su flanco derecho huyó y entonces nos rodearon y nos envolvieron. Publio no se dio cuenta de lo que se nos venía encima.
Sido le susurró con respeto.
—¿Por qué no estáis muertos?
—Porque no hemos huido como el resto —Bassius se encogió de hombros—. Y el líder parto nos ha dejado ir.
—¡Por Marte! Seguro que con eso te ganarás unos cuantos tragos de vuelta a casa.
—Eso espero. —Bassius sonrió entristecido, mirando a los arqueros partos. En unos momentos alcanzarían las líneas romanas.
—Nuestras jabalinas no tienen el alcance de sus arcos —dijo Sido con pesar—. ¿Qué podemos hacer?
—Tenemos que resistir a esos cabrones hasta el atardecer —contestó Bassius—. Después retirarnos a Carrhae al amparo de la oscuridad y, mañana, dirigirnos hacia las montañas.
—¿Batirnos en retirada? —Sido suspiró—. No podemos luchar contra esos hijos de mala madre en campo abierto, eso seguro.
—Espero que Craso se dé cuenta rápido o será la muerte de todos nosotros.
Desde que los catafractos habían pasado por delante del ejército no habían recibido órdenes del centro. Finalmente, la bucina tocó una serie de notas cortas.
—¡Cerrad filas! ¡Preparados para el ataque!
Los hombres situados al frente no necesitaban indicaciones. Juntaron los escudos y los soldados que tenían detrás levantaron los suyos por encima de la cabeza, en ángulo. No podían hacer otra cosa. Los escudos de los legionarios resistían los proyectiles normales pero, como sabían ahora todos demasiado bien, las flechas partas eran otro cantar.
Los caballos levantaron nubes de un polvo asfixiante. Como los romanos formaban una línea continua, los arqueros ya no podían cabalgar alrededor de las cohortes como habían hecho antes. Ahora tenían que cabalgar a lo largo del frente enemigo y ya no podían atacar tantos al mismo tiempo.
Esto sólo fue un pequeño respiro para las legiones de Craso. Una oleada de jinetes se acercó disparando cientos de flechas desde cincuenta pasos. Los oficiales romanos no ordenaron descargas de jabalinas. No tenía sentido. Cuando los asaltantes partos se retiraron fueron inmediatamente reemplazados por otros. Una lluvia de flechas cayó sobre el ejército atribulado, atravesando madera, metal y carne sin distinción.
Los gritos de dolor de los soldados se oían cuando las puntas de flecha atravesaban los escudos y alcanzaban los ojos o clavaban los pies a la arena. Y cada soldado que caía creaba un hueco en el muro de escudos por el que penetraban montones de proyectiles, pues los partos utilizaban cualquier oportunidad para diezmar a su enemigo. Los romanos se encogían bajo los escudos apretando los dientes y rezando.
Varios mercenarios de Bassius resultaron heridos durante el prolongado ataque. Siguiendo el ejemplo del centurión, los otros partían las flechas o se las sacaban como podían. Los hombres gritaban de dolor cuando la sangre les brotaba de las heridas. El aire se llenaba de quejas, de cascos al galope y del silbido de las flechas emplumadas: una aterradora cacofonía.
Romulus se había acostumbrado a los gritos, pero el número de combatientes era mucho mayor de lo que jamás hubiese imaginado. Se trataba de la muerte a gran escala; la magnitud de la matanza era tal que costaba asimilarla. «Cannas debió de ser algo parecido», pensó. Una batalla que la República había perdido.
Los ataques duraron hasta que al enemigo se le acabaron las flechas. Cuando a los partos se les terminaba el suministro, se limitaban a ir a buscar más a la reata de camellos. Había suficientes arqueros para que no hubiese muchas pausas ni fuesen muy frecuentes. Los frustrados centuriones ordenaron en varios momentos el lanzamiento de jabalinas, pero muy pocas veces los jinetes estaban lo suficientemente cerca para ser alcanzados. Cientos de jabalinas volaban por el aire para acabar aterrizando en la arena, desperdiciadas e inútiles.
Tras horas de sufrir este interminable martirio, la moral romana estaba por los suelos. Solamente en las filas de la Sexta habían muerto casi mil hombres. Otros cientos yacían heridos en la abrasadora arena. El aire estaba cargado de terror y a los oficiales les resultaba cada vez más difícil mantener las unidades en posición.
En el extremo derecho, la caballería íbera había huido porque no estaba dispuesta a sufrir el mismo destino que los galos. Sin señales de Ariamnes y sus nabateos, los romanos ya no tenían jinetes. Al resto del ejército de Craso lo habían destrozado, lo habían dejado sin posibilidad alguna de responder al ataque.
Las cohortes se mantenían en pie pero tambaleándose bajo el ataque. Los hombres estaban muertos de sed, exhaustos. Flaqueaban, a punto de salir huyendo.
Pero en lugar de iniciarse otro ataque, empezaron a sonar tambores y campanas. Mientras el ruido aumentaba en un crescendo sobrenatural, los arqueros montados se retiraron. Los soldados romanos que no estaban heridos no sabían bien lo que pasaba y esperaban con los nervios destrozados. Debido a la nube de polvo que se había instalado de forma permanente entre las dos fuerzas, no veían al ejército parto.
Durante lo que pareció una eternidad, no pasó nada.
Entonces, de repente, los instrumentos se callaron. Sureña era un buen psicólogo y había, llegado el momento del mazazo.
Bajo los pies de Romulus la arena empezó a temblar. Todavía seguían sin discernir lo que tenían ante sí.
Entonces lo supieron.
—¡Catafractos!
El veterano centurión miró a Romulus, inexpresivo.
—¡Una carga de la caballería pesada, señor!
Bassius se dirigió a Sido y perjuró.
—¡Nos van a aplastar! Todos con las jabalinas al frente.
El otro centurión asintió con la cabeza. Había visto los catafractos y podía imaginarse perfectamente su capacidad destructiva.
—¡Todos los hombres con la jabalina al frente! ¡Rápido!
Brennus se abrió paso con ganas de enfrentarse al enemigo. Estaba seguro de que los mismísimos dioses observaban su viaje. Por lo tanto, todo tenía un propósito: todo lo que había sacrificado. Había llegado el momento de luchar.
Como Romulus y Tarquinius ya habían lanzado sus jabalinas, se quedaron donde estaban.
—¡Las otras filas, cerradas! —ordenó Bassius—. Utilizad las lanzas para clavárselas a los caballos en el vientre. ¡Destripadlos! ¡Sacadles los dichosos ojos! ¡Matad a los jinetes!
—¡Arriba, deprisa! —Sido levantó un ensangrentado gladius en el aire—. ¡Por Roma!
Los soldados consiguieron dar unos irregulares gritos de ánimo y rápidamente formaron. Romulus y Tarquinius se encontraban en la segunda fila, a pocos pasos de Brennus. El galo se había abierto camino dando codazos para estar cerca de los dos centuriones.
La tierra tembló con los golpes de los cascos y un estruendo resonó en el aire. Bassius tuvo el tiempo justo para gritar que levantaran los escudos y prepararan las jabalinas antes de que los partos surgieran del polvo que los ocultaba. Los jinetes del desierto cabalgaban, en formación de cuña, a todo galope. Como respuesta a la orden que les gritaron, bajaron las pesadas lanzas a la vez. Los centuriones no tuvieron oportunidad de ordenar una descarga de jabalinas. Con una potencia devastadora, una caballería pesada de mil jinetes cargó contra las líneas romanas. Sido y los que estaban al frente fueron lanzados a un lado o pisoteados por los caballos y los hombres que estaban detrás recibieron una lanza en el pecho.
Romulus miraba horrorizado cómo la imparable oleada llegaba hasta el centro de la cohorte, llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso. Trató de llegar hasta donde se luchaba, pero el ataque era de tal magnitud que no había mucho más que hacer aparte de mirar. Acá y acullá un soldado clavaba una jabalina en el ojo de un caballo. Las monturas se encabritaban de dolor y golpeaban con los cascos la cabeza de quienes estaban cerca. Los catafractos se agarraban desesperadamente a las riendas cuando los vengativos legionarios los tiraban de las sillas. No había piedad. Las espadas cortaban los cuellos partos; la sangre caía a borbotones sobre la arena.
Vio fugazmente a Brennus cuando, con su fuerza bruta, tiró a un guerrero con cota de malla del caballo y le acuchilló la cara. Bassius y un puñado de soldados lograron cortar el tendón del corvejón a una docena de caballos y despachar a los jinetes fácilmente. Y Tarquinius había logrado de alguna manera abrirse camino entre las cerradas filas y llegado hasta donde estaba la lucha. Romulus había visto a su amigo utilizar el hacha de guerra en varias ocasiones, pero nunca se cansaba de contemplar la habilidad y la gracia del etrusco. La enérgica figura giraba y cortaba, blandiendo la enorme arma con facilidad. Las cabezas curvas de hierro iban y venían y cortaban manos y piernas de los partos, que lanzaban gritos. Los caballos caían y se revolcaban, con las patas traseras cortadas en pedazos.
Tarquinius no era simplemente un adivino.
No obstante, el ataque parto había sido en buena parte un éxito. Cuando los catafractos aplastaron las filas de la retaguardia, en la Sexta Legión quedó un gran agujero abierto. Cientos de heridos yacían en la arena ensangrentada, gritando de dolor. De los muertos de ambos bandos sobresalían lanzas y jabalinas.
En la zona donde estaban situados Romulus y sus amigos habían muerto todos los centuriones regulares y los soldados se habían quedado confusos y sin oficiales.
La extraordinaria fuerza de la carga había destruido algo más que la línea romana. Para los legionarios fue la gota que colmó el vaso, pues su confianza se había ido erosionando a lo largo del día. Muchos eran veteranos que habían luchado contra todos los enemigos de la República y que habían saboreado la victoria en muchos países. Pero Craso los había colocado frente a un enemigo contra el que no podían luchar en igualdad de condiciones: arqueros montados que mataban desde lejos; caballería pesada que pisoteaba con impunidad.
Los catafractos volvieron grupas en el terreno abierto detrás del ejército. Les recibieron gritos de terror cuando se acercaron, golpeando la arena, a los romanos. Los jinetes con armadura cruzaron a caballo otro sector de la Sexta, cortando con sus largas espadas a montones de soldados de infantería y, después, desaparecieron en una nube de polvo.
Todos sabían que regresarían.
A continuación hubo otro ataque de los arqueros. Poco después, los catafractos atacaron la Décima Legión, situada junto a la Sexta. La carga tuvo el mismo efecto devastador. Cuando terminó, los supervivientes se tambaleaban de la impresión y giraban involuntariamente la cabeza hacia la retaguardia, expectantes, sin esperanzas.
Era simplemente cuestión de tiempo que el ejército de Craso se desmoronase y huyese.