Campo de Marte, Roma, verano del 53 a.C.
Los nobles sonreían y asentían y la multitud gritaba anticipándose a lo que iba a presenciar. El rostro de Brutus no denotaba emoción alguna. Los escalones de madera crujían bajo los clavos de las cáligas. Aparecieron unos legionarios corpulentos y con armadura completa que miraban con recelo a su alrededor. Cuando consideró que no había ninguna amenaza, uno de ellos hizo señas a los hombres que estaban al pie de la escalera. Varios oficiales de alto rango, resplandecientes con los petos dorados y las capas rojas, precedían a Pompeyo. Todo se había dispuesto para impresionar. Cuando los tribunos saludaron al público los gritos de aprobación llenaron la arena.
—Pompeyo tiene una misión —susurró Brutus—. Ser más popular que César y Craso. Con el descontento que hay en la ciudad, está conspirando para convertirse en cónsul en solitario.
—¿Y puede hacer tal cosa?
Una de las leyes más sagradas de Roma era que el poder siempre debía compartirse entre dos. Y aunque los consulados llevaban años monopolizados por el triunvirato y sus aliados, nadie se había atrevido a promover un cambio.
Brutus sonrió a quienes le rodeaban y besó a Fabiola en la oreja.
—Por supuesto —dijo con tranquilidad—. Deja que la espiral de violencia de las bandas callejeras vaya en aumento. Pronto al Senado no le quedará otra opción que ofrecerle el poder. Teniendo en cuenta que Craso está en el este, nadie más tiene soldados.
Fabiola hizo una mueca. Para su amante sólo había un hombre que pudiese dirigir la República.
César. Que estaba en la Galia sofocando focos de resistencia tribal.
Se oyó un último clamor de trompetas. Todo el mundo esperaba en silencio a que el maestro de ceremonias se adelantase.
—¡Ciudadanos de Roma!
Se oyó una fuerte ovación.
—¡Os presento… al editor de estos juegos! ¡Pompeyo Magno!
Como las alabanzas a Pompeyo seguían y seguían, Brutus puso los ojos en blanco.
Pero la burda táctica sirvió. El público enloqueció.
Apareció en el palco un hombre fornido de mediana estatura con un grueso flequillo de cabello blanco. Los ojos saltones y una nariz ancha y bulbosa dominaban su cara redonda. A diferencia de sus oficiales, Pompeyo vestía una toga blanca con ribete púrpura, símbolo de la clase de los équites. A los líderes todavía no les compensaba aparecer en Roma con el uniforme militar.
—Pero Pompeyo es un soldado astuto —añadió Brutus—. Será un combate reñido cuando se enfrente a César.
Fabiola se volvió hacia él.
—¿Una guerra civil? Hace meses que hay rumores.
—¡Calla! —dijo Brutus entre dientes—. No digas esas palabras en público.
Pompeyo se adelantó para estar a la vista de todos, levantó el brazo derecho y saludó lentamente a los ciudadanos. Cuando el calurosísimo aplauso se apagó, se sentó en un cojín morado de primera fila.
Poco después, abajo, en la arena, apareció la última pareja de gladiadores. Fue un largo y diestro combate a muerte entre un secutor y un reciario. Ni siquiera Fabiola podía evitar admirar la mortal demostración de habilidad marcial. Mientras miraba, rezaba en silencio para que el enorme galo todavía estuviese con su hermano y lo protegiese de los peligros. Sólo los dioses conocían su paradero.
Mientras los dos luchadores, de parecida destreza, se atacaban y golpeaban, Brutus le explicaba los movimientos. Para compensar la falta de armadura, el reciario debía de tener más experiencia que el secutor, pues éste podía defenderse de las estocadas del tridente con el escudo. El reciario sólo contaba con su velocidad y su agilidad para evitar la hoja, afilada como una cuchilla, del contrincante.
Pasó el tiempo y al final el reciario fue el primero en hacer sangrar a su oponente gracias a un astuto lanzamiento que cubrió a medias al secutor con la red lastrada. Inmediatamente, le clavó el tridente en el muslo derecho hasta el mango.
El público bramó, pues pensaba que la lucha llegaba a su fin.
Desesperado, el secutor se echó hacia delante mientras los dientes con púas le desgarraban la carne. Gimió de dolor, levantó la espada y golpeó al reciario en el vientre al caer.
Su contrincante también se desplomó sobre las rodillas.
Los dos hombres derramaron sangre en la arena.
Hubo una pausa mientras los dos luchadores heridos intentaban respirar, luchando por conservar las fuerzas. El público daba gritos de ánimo y les lanzaba trozos de pan y fruta. El secutor fue el primero en levantarse, tiró la red y alzó su arma. Con un gran esfuerzo el reciario también se levantó, sujetándose el estómago con una mano y con el tridente ensangrentado en la otra.
—Enseguida acabará —dijo Brutus, señalando. Estaba claro que los dos hombres estaban malheridos.
Fabiola cerró los ojos y se imaginó a Romulus.
El oficial del Estado Mayor se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro al hombre corpulento que se sentaba delante.
—Diez mil sestercios por el reciario, Fabius —dijo con los ojos brillantes.
Fabius se volvió con una expresión de sorpresa en el rostro enrojecido.
—Se le van a salir las tripas, Brutus.
—¿Tienes miedo de perder?
—Acepto. —Fabius se rió, y los dos se agarraron del antebrazo.
Fabiola hizo un mohín y le acarició el cuello a Brutus.
—Estás tirando el dinero —le susurró al oído.
Brutus le guiñó el ojo.
—Nunca subestimes a un reciario, especialmente si está herido.
Aunque el secutor no podía moverse con facilidad, seguía armado con la espada y el escudo. Perseguía al reciario arrastrando los pies y daba estocadas y golpeaba con rapidez, esquivando los ataques del tridente con facilidad. El pescador hacía intentos esporádicos para recuperar la red, pero el otro se lo impedía siempre. Parecía bastante débil, apenas lograba esquivar los agresivos ataques del cazador.
Diferentes sectores del público gritaban apoyando a uno u otro. Como de costumbre, la mayoría apoyaba al luchador que tenía más posibilidades de ganar.
Al secutor.
Brutus, en silencio entre el clamor del público, miraba con atención. Fabiola le agarraba el brazo; hubiese deseado poder detener el brutal espectáculo y salvar la vida de un hombre.
Debilitado por la herida, el reciario se movía todavía con más lentitud y el secutor redobló sus esfuerzos e intentó asestarle un golpe mortal. Cansado, se detuvo un momento convencido de que el otro no le atacaría. El reciario gimió de dolor sangrando por entre los dedos.
En la arena se hizo el silencio.
El público contuvo la respiración cuando el secutor se preparó para finalizar la pelea.
De repente el reciario soltó un grito ahogado y miró por encima del hombro de su adversario.
Confundido, el cazador desvió la mirada apenas un instante.
Fue suficiente.
El luchador de la armadura se dio la vuelta con los ojos abiertos como platos, horrorizado de ver cómo se le clavaba el tridente en el cuello. Sujetó los dientes afilados, emitió un fuerte ruido de asfixia y soltó la espada y el escudo. El reciario rápidamente soltó su arma y dejó que el muerto cayese sobre la arena. Balanceándose suavemente, recibió la ovación del público con ojos vidriosos antes de desplomarse sobre su adversario.
Brutus estaba encantado.
—El viejo truco —se jactó, y le dio una palmada en la espalda a Fabius.
El noble gordo hizo una mueca por el inesperado giro de la pelea.
—Un esclavo te llevará el dinero mañana por la mañana —masculló de mala gana antes de volverse hacia sus acompañantes.
Fabiola no apartaba la mirada del reciario, que yacía sobre el secutor muerto. Nadie más le miraba. Era un esclavo.
—¿Vivirá? —preguntó con ansiedad.
—¡Claro que sí! —le respondió Brutus con una palmadita en el brazo—. Sólo los cirujanos del ejército son mejores que los de las escuelas de gladiadores. Necesitará docenas de puntos en el músculo y en la piel, pero dentro de dos meses ese reciario volverá a estar en la arena, como nuevo.
Fabiola sonrió, pero hervía de ira. Un hombre valiente acababa de morir y otro estaba gravemente herido. ¿Para qué? Para distracción del populacho, nada más. Y cuando se recuperase, el superviviente tendría que volver a pasar por lo mismo otra vez. Como debió de pasarle a Romulus antes de huir tras la pelea en la puerta del burdel.
«No permitas nunca que los salvajes te atrapen con vida, hermano —rogó—. En Roma no hay misericordia».
Tras el espectáculo, Brutus la llevó a casa de un aliado político en el Palatino. Gracchus Maximus, senador bien relacionado con César, le había invitado a un banquete.
En el trayecto desde el Campo de Marte, Fabiola sacó de nuevo a colación el tema del triunvirato. Lejos de los otros nobles, Brutus parecía más relajado.
—Tras la muerte de Julia, la esposa de Pompeyo, las relaciones se han vuelto muy tensas. —Brutus frunció el ceño—. Fue una tragedia.
La muerte de la madre durante el parto era algo demasiado común, y la muerte de la única hija de César había debilitado el fuerte vínculo entre él y Pompeyo.
—La muerte de un hijo es difícil de soportar —dijo Fabiola pensando en su madre.
—Como César no está en la ciudad, necesita a Pompeyo para que luche aquí por sus fueros. Afortunadamente el general respeta los acuerdos lo suficiente como para hacerlo. Pero no será siempre así.
—Es probable que la revuelta de la Galia mantenga a César atado de manos, ¿no? —Habían llegado a Roma noticias de que los disturbios, antes localizados, se estaban extendiendo. Un joven jefe llamado Vercingetórix quería unir a las tribus bajo un mismo estandarte.
—No por mucho tiempo —contestó Brutus bruscamente—. Y además, mantiene a sus legiones preparadas para la batalla mientras que casi todas las de Pompeyo no hacen otra cosa que jugar a los dados en Grecia y en Hispania.
Fabiola disimuló su sorpresa. No sabía que las cosas hubieran llegado a ese punto. Los hombres se estaban preparando para una guerra civil.
La litera se detuvo y la conversación se acabó.
Aparte de en la villa de Brutus y el domus de Gemellus, Fabiola no había estado en ninguna otra residencia. Como correspondía a un hombre extremadamente rico, la de Gracchus Maximus era enorme. Un muro alto protegía el exterior, y la única entrada eran unas puertas de madera reforzadas con tachuelas de hierro. Uno de los guardias de Brutus llamó a la puerta con la empuñadura de la espada. La llamada fue atendida inmediata mente y ellos bajaron de la litera y dejaron a los esclavos fuera. Al entrar en un gran atrio, un mayordomo con la cabeza rapada dio la bienvenida a Brutus y a Fabiola, hizo una reverencia y los llevó hasta la casa propiamente dicha.
Cada estancia era más impresionante que la anterior. Candelabros de oro con numerosas velas encendidas iluminaban las elegantes estatuas colocadas en las hornacinas de las paredes pintadas. Por todas partes había bellos mosaicos, incluso en los pasillos. El murmullo del agua de las fuentes del jardín se filtraba suavemente por las puertas abiertas.
Al llegar al salón palaciego donde se celebraba el banquete, Fabiola se quedó momentáneamente boquiabierta. Los suelos eran una inmensa imagen circular formada por escenas de la mitología griega. Habían creado un cuadro lleno de color con cientos de miles de diminutos trozos de cerámica que formaban intrincados dibujos. Rodeado por dioses menores, Zeus ocupaba el centro de la escena. Se trataba de la obra de arte más increíble que Fabiola hubiese visto. Tal vez la villa con la que soñaba fuera así.
El salón estaba lleno de nobles que charlaban y de esclavos que servían comida y bebida. Las conversaciones en voz alta llenaban el ambiente. Si se daba la ocasión, sería una buena oportunidad para conocer a clientes potenciales. Debía tener mucho cuidado para que Brutus no notase nada. Cuando el mayordomo los llevó hasta Maximus, Fabiola se fijó en una gran estatua que, sobre un plinto, ocupaba una posición destacada cerca de la entrada.
Brutus siguió su mirada.
—Julio César, mi general —declaró con orgullo.
La figura, tallada en mármol blanco, era más alta que un hombre. César estaba majestuosamente representado con una toga, una larga tela gruesa que le cubría el brazo derecho. Llevaba el pelo corto, al estilo militar, la barba afeitada. El rostro que observaba a los huéspedes, carente de expresión, era largo y delgado, de nariz aquilina.
—Nunca he visto un parecido más conseguido —dijo Brutus encantado—. Parece que esté aquí, en esta habitación.
Fabiola se quedó muda. Ante ella tenía una versión envejecida de Romulus, en piedra. Desde el comentario casual de Brutus meses antes, había pasado horas mirándose al espejo y preguntándose sobre su teoría.
«¿Acaso eran hijos de César?»
—¿Qué sucede?
—Nada de nada. —Fabiola rió alegremente—. Por favor, preséntame a Maximus. Quiero que me presentes a todos los que conozcan al gran hombre.
Brutus la tomó del brazo y se abrieron paso entre la gente. Las cabezas se volvían para admirar la belleza de Fabiola a cada paso del recorrido. Brutus asentía con la cabeza y sonreía e intercambiaba apretones de mano y palabras cordiales con los nobles y los senadores al pasar. En ocasiones como aquélla se trataban los asuntos políticos. Fabiola se daba cuenta de que Brutus era un experto en ese ámbito.
La muchacha estaba completamente confundida. ¿Cabía la posibilidad de que un miembro del triunvirato hubiera violado a su madre hacía diecisiete años?
Maximus hizo una seña cuando vio a Brutus, que con orgullo le presentó a Fabiola como su amante. No se mencionó el Lupanar. Aunque el distinguido anfitrión probablemente conocía sus antecedentes, inclinó la cabeza gentilmente para saludarla. Ella le premió con una sonrisa radiante, pues se dio cuenta de que había mostrado más respeto por una prostituta que la mayoría. Era una señal de la talla de Brutus.
Fabiola respiró hondo y se dedicó a devolver las reverencias de los invitados con los que se cruzaba. Necesitaba un gran autocontrol para mantener la calma y se alegró cuando Brutus empezó a hablarle a Maximus al oído. No había duda de que ésa era la principal razón de la salida. Al igual que Pompeyo, los hombres de César estaban ocupados conspirando sobre el futuro de Roma.
Se dejó envolver por el ruido de la habitación.
«De alguna manera lograré averiguar si fue César —pensó Fabiola—. Y que los dioses le ayuden si fue él».
Una semana después…
Memor gimió.
Pompeya había sido buena en su trabajo, pero aquella nueva chica era increíble. Ya empezaba a aburrirse de la pelirroja. Cuando Fabiola se les unió en las termas hacía unas semanas sin que nadie se lo hubiese pedido, el lanista disfrutó. Al parecer, era un regalo de Jovina. Ocasionalmente, la hábil madama invitaba a los clientes habituales. Era bueno para el negocio.
La teoría era completamente errónea.
Loco de lujuria, se movió un poco, intentando que la juguetona boca tomase su pene erecto.
Fabiola levantó la vista con cuidado. Memor tenía los ojos cerrados y el enjuto cuerpo relajado. Le lamió la punta del pene y un gemido salió de la cabecera de la cama.
—¡No pares!
Obediente, movió la cabeza arriba y abajo, prolongando el placer.
Memor se estremeció en las sábanas manchadas de sudor y jadeó de placer.
Le había costado meses convencer a Pompeya de que dejase al mejor cliente que había conseguido en años. A pesar de llevar más tiempo en el burdel, la pelirroja tenía muchos menos clientes habituales que Fabiola. Aunque Pompeya lo intentaba de veras, era difícil no estar celosa de ella. Muy consciente de ello, Fabiola la cuidaba como si fuese de su familia. Había repuesto muchas veces su perfume; joyas y pequeños regalos de dinero aparecían regularmente en su dormitorio. Los clientes problemáticos desaparecían, ayudados discretamente por los porteros.
Pompeya había accedido a las peticiones iniciales de Fabiola y le había preguntado a Memor sobre los jóvenes que eran vendidos al ludus. Parecía que el lanista no hablaba de negocios con las prostitutas. Pero Fabiola se obsesionó con la idea de que él sabía algo. Todas las pistas que le habían dado otros clientes desde su llegada habían sido infructuosas. Daba la impresión de que Romulus había desaparecido tras la pelea a las puertas del burdel sin dejar rastro.
Memor era su única oportunidad. Al fin y al cabo, dirigía la escuela de gladiadores más grande de Roma.
Como sabía que Pompeya no tenía la misma motivación que ella para obtener información, Fabiola acabó preguntándole si podía quedarse con el lanista de cliente. La pelirroja se negó. La amistad en el Lupanar llegaba hasta cierto punto.
—Da buenas propinas —dijo Pompeya con tono quejoso—. De todas maneras, ¿para qué necesitas más clientes?
—Ya sabes para qué. Esto significa mucho para mí.
Pompeya hizo un mohín, pero no respondió.
Lo había intentado casi todo.
—¿Es cuestión de dinero? —le preguntó Fabiola desesperada.
Enseguida se mostró interesada.
—¿Cuánto?
Abandonó toda precaución.
—Veinticinco mil sestercios.
Pompeya abrió unos ojos como platos. Era muchísimo más de lo que había imaginado, media vida de propinas. Fabiola debía de ganar todavía más de lo que pensaba.
—Puede que Memor no sepa nada —dijo, sintiéndose un poco culpable.
Fabiola cerró los ojos. «Júpiter me guiará», pensó. Fue sólo un momento.
—Sí que sabe algo. Estoy segura.
Pompeya se sonrojó.
—Si estás tan segura…
Fabiola sonrió al pensar en el precio, que era menos de la mitad de sus ahorros. No le importaba si para encontrar a Romulus tenía que gastar hasta la última moneda.
Pero el lanista demostró ser un hueso duro de roer. Todas las artimañas habituales para hacer hablar a un cliente habían fracasado con él estrepitosamente. Fabiola enseguida aprendió a no hacer demasiadas preguntas. Acostarse con el viejo lleno de cicatrices era de lo más desagradable; su ocasional brutalidad la dejaba fría. Pero el nuevo cliente se adaptó a Fabiola con agrado. Durante un mes le hizo una visita, prácticamente sin decir ni una palabra, todas las semanas. Empezaba a pensar que había desperdiciado el dinero que tanto le había costado ahorrar. Cuando Memor desapareció una temporada, fue un descanso.
Pero un día regresó. No había tenido tiempo para divertimentos a causa de los preparativos de una importante pelea. En cuanto todo hubo pasado, Memor regresó con su chica favorita.
Tenía que ser entonces o nunca. Había hecho que el placer durase más que nunca. Cada vez que le había introducido el pene en la boca, desesperado por correrse, Fabiola había aflojado el ritmo y le había excitado con la lengua y los dedos. Sabía que el lanista no podía aguantar mucho más.
—¿Mi amo?
Memor dio un respingo y abrió los ojos.
—¿Qué pasa?
—Nada, mi amo. —Le sujetaba el pene con fuerza con una mano, prolongando el momento.
—¿Alguna vez ha tenido a un luchador llamado Romulus en su escuela? —Volvió a chuparle el pene.
Jadeó.
—¿Quién?
—Romulus. Mi primo, mi amo.
—¡Vaya que si era problemático el hijo de perra! —Memor le empujó la cabeza hacia abajo.
De repente había esperanza. Poco después, Fabiola volvió a detenerse.
—¿Todavía sigue en el ludus?
—El cabrito hace ya tiempo que se fue —dijo Memor, momentáneamente distraído—. Ayudó a mi mejor gladiador a asesinar a un noble importante hace un par de años.
A Fabiola se le aceleró el pulso.
—Ese galo valía una fortuna —farfulló Memor.
En ese momento, no se percató del comentario.
Empezó a acariciarle arriba y abajo suavemente y el lanista gimió.
—¿Qué les pasó, mi amo?
—Se rumorea que se alistaron en el ejército de Craso. —Se incorporó y la cogió del pelo. La mirada en su rostro lleno de cicatrices era aterradora.
—A no ser que tú sepas algo…
Fabiola abrió mucho los ojos.
—Nunca me cayó bien, mi amo. Era un matón. —Inclinó la cabeza para terminar el trabajo y Memor se recostó, suspirando de placer.
Esperanza. En el corazón de Fabiola todavía había esperanza.