Desde que dejaran atrás la costa de Asia Menor hacía muchos meses, el recorrido los había llevado gradualmente hacia el interior, lejos del frescor de las brisas marinas. Las temperaturas diurnas aumentaron a un ritmo constante hasta alcanzar nuevas cotas en Siria y Mesopotamia. En un principio, Craso había hecho uso del sentido común y había seguido el curso de los ríos y los arroyos, y las legiones habían cubierto gran parte del trayecto sin demasiadas incomodidades. Pero eso se había acabado.
El breve frescor del amanecer se había desvanecido, dejando a los soldados a merced del sol. La esfera amarilla ascendía hasta ocupar todo el cielo, agostando la tierra que tenía debajo. Los campos de regadío y con palmeras que daban sombra escaseaban cada vez más, hasta que acabaron desapareciendo. A ocho kilómetros del Eufrates, todo indicio de población había desaparecido. Poco después, los estrechos caminos que seguían las legiones empezaban entre dunas ondulantes y terminaban repentinamente.
El paisaje que los esperaba era impactante.
Hasta donde alcanzaba la vista se extendía una vasta tierra baldía. Era un páramo ardiente y los soldados dejaron escapar un gran suspiro, previendo lo que iba a suceder. Se desmoralizaron y el ímpetu de la cohorte decayó a causa de la blandura de la arena, por la que era mucho más difícil seguir la marcha.
—¡Craso se ha vuelto loco! —exclamó Brennus furioso—. Aquí es imposible sobrevivir.
—Es bastante parecido al Hades —comentó Tarquinius—. Pero si los griegos lo lograron, nosotros también podemos.
—No hay ni una sola criatura viviente. Solamente arena. —Romulus veía al fondo cómo danzaba una reluciente calima. Jamás había visto nada igual.
—¿A qué esperáis? ¡Gandules! —gritó Bassius, lo cual hizo tintinear la phalera que llevaba en el pecho—. ¡Adelante! ¡Ya!
La formidable disciplina del ejército romano prevaleció. Respirando hondo, los mercenarios se internaron en el calor abrasador del desierto. Enseguida los soldados notaron cómo se les quemaban los pies a través de las suelas. Las cotas de malla se calentaron tanto que resultaban desagradables al tacto. La piel expuesta empezó a quemárseles. A pesar de las órdenes estrictas de ahorrar agua, los hombres empezaron a beber a escondidas tragos de los odres.
Romulus estaba a punto de hacer lo mismo cuando Tarquinius le detuvo.
—Guárdala. La próxima fuente está a más de un día de marcha.
—Estoy muerto de sed —protestó.
—Tarquinius tiene razón —añadió Brennus—. Pasa sed.
Sin romper el paso, Tarquinius se agachó y recogió del suelo tres guijarros lisos; pasó uno a cada uno antes de ponerse el último en la boca.
—Ponéoslo debajo de la lengua.
Brennus arqueó las cejas.
—¿Te has vuelto loco?
—Haced lo que os digo —los instó Tarquinius con una sonrisa enigmática.
Los dos hombres obedecieron y se sorprendieron cuando instantáneamente notaron una sensación de humedad en la boca.
—¿Lo veis? —rió Tarquinius—. ¡Hacedme caso y llegaréis lejos!
En silencio Brennus le dio una palmada en el hombro al etrusco. Le alegraba que el adivino fuese una caja de sorpresas.
Tranquilo porque sabía que sus amigos le guiaban, Romulus se adelantó a grandes zancadas, embargado del entusiasmo típico de la juventud. El joven soldado incluso estaba convencido de que, en compañía de Brennus y Tarquinius, pocas cosas podían salir mal. Seleucia caería en cuestión de días y se harían ricos. Después, todo lo que necesitaría sería una prueba de su inocencia para poder regresar a Roma. Cómo lo iba a conseguir no lo tenía muy claro, pero en Roma le quedaban asuntos pendientes: rescatar a su madre y a Fabiola; encontrar a Julia; matar a Gemellus. Iniciar una rebelión de esclavos.
Llevaban casi todo el mediodía de marcha cuando fueron alertados por un grito que llegó desde la parte delantera.
—¡Enemigo al frente!
Todas las miradas se dirigieron al sureste.
Romulus observó detenidamente la mezcla de arena y rocas, pero no distinguía nada.
Brennus achicó los ojos para soportar la luz cegadora.
—¡Allí! —señaló—. A la derecha de los primeros soldados de caballería. Deben de estar a un kilómetro y medio.
Más allá de la mano estirada del galo, Romulus solamente veía una bocanada de humo apenas visible que formaba volutas en la neblina.
Lentamente la nube de polvo se fue agrandando hasta que todos la vieron. A través del aire caliente y en calma llegaba el estruendo de los cascos de los caballos. En cuanto los oficiales de mayor rango fueron informados, sonó el alto. Con suspiros de alivio, los hombres dejaron en el suelo las jabalinas y los escudos, esperando órdenes.
—¡Estad preparados! ¡Bebed un poco de agua, pero no mucha! —Bassius caminaba impaciente arriba y abajo de la cohorte, animando a sus soldados—. La caballería los frenará antes de que tengamos que preocuparnos.
—De todas maneras no tenemos adonde ir, señor. Como no vayamos a la siguiente duna.
El comentario anónimo provocó grandes risas entre quienes lo oyeron.
—¡Silencio en las filas! —bramó Bassius.
En respuesta a las siguientes llamadas de trompeta, la caballería más cercana al enemigo se puso en marcha. Por su piel clara, el cabello suelto y los bigotes, no cabía duda de que los jinetes eran galos. Algunos vestían cota de malla, pero muchos no llevaban armadura, pues confiaban en su velocidad y agilidad. No tardaron mucho en regresar, la mayoría ocupó su posición mientras un decurión se acercaba a caballo hasta el centro de la columna para informar.
—¿Qué ha visto? —gritó Brennus al oficial que cabalgaba a medio galope.
Bassius lo miró enfadado por la indisciplina, pero no dijo nada, pues tenía las mismas ganas que los demás de saber qué pasaba.
—Unos cuantos cientos de partos —contestó el decurión, displicente.
Murmullos de agitación recorrieron la cohorte.
Las noticias no parecieron alarmar a Craso. Momentos después, volvieron a tocar avance. Romulus aceleró el paso, pues la velocidad de la marcha había aumentado perceptiblemente. La aparición del enemigo había reducido la desalentadora perspectiva del inmenso desierto.
Enseguida vieron al grupo de jinetes que cabalgaba a cuatrocientos metros de la vanguardia romana. Los partos se cruzaron en su camino, montados a horcajadas en ponis pequeños y ágiles. Vestían jubones ligeros, pantalones adornados con zahones y un sombrero cónico de cuero. De la parte izquierda de los cinturones les colgaban aljabas grandes similares a estuches. Todos llevaban arcos compuestos muy curvados, similares a los de los nabateos.
—Ni siquiera llevan armadura —dijo Brennus con desdén.
Costaba tenerles miedo. Si esos arqueros eran todo lo que los partos tenían, entonces el inmenso ejército romano tenía poco que temer.
—No son más que escaramuzadores —observó entonces Tarquinius—. Han venido a debilitarnos para los catafractos.
Su tono no presagiaba nada bueno.
—Esos arcos están fabricados con capas de madera, cuerno y tendón. Tienen el doble de potencia que cualquier otro.
Brennus frunció el ceño. Si él podía disparar una flecha con un arco galo y atravesar una cota de malla, ¿de qué serían capaces las armas partas? Tan sólo de pensarlo un escalofrío le recorrió la espalda.
Tarquinius iba a continuar, pero Bassius llegó caminando a grandes zancadas, con la vara de vid preparada.
Los partos se quedaron inmóviles hasta que Publio respondió al reto. Ordenó la carga. Pero sus hombres sólo habían avanzado a caballo unos cientos de pasos cuando el enemigo puso pies en polvorosa y se fue galopando, dejando atrás los caballos más pesados. Cuando los galos frenaron para conservar la energía de las monturas, los arqueros empezaron a hostigarlos.
Observando detenidamente, Publio mantuvo a sus hombres en jaque.
De repente, una lluvia de flechas llenó el aire. Una lluvia mortífera que derribó a muchos jinetes galos al suelo. Enfurecidos, tres grupos cargaron directamente contra los partos.
—¿Qué disciplina es ésta? Estos imbéciles se creen que los van a atropellar con los caballos —exclamó Tarquinius—. ¡Los partos no son la infantería!
Fascinado, Romulus contemplaba cómo la caballería irregular se dirigía con estruendo hacia los arqueros, levantando nubes de polvo. Acostumbrados a aplastar al enemigo con facilidad, los galos bramaron y gritaron. No le costaba imaginar lo aterrador que un ataque de ese tipo podía llegar a ser para los soldados de infantería. A falta de unidades de caballería propias, la República dependía de las tribus conquistadas, como las de galos e íberos, para disponer de jinetes. Armada con lanzas o jabalinas y largas espadas, la caballería servía de ariete para romper las formaciones enemigas.
Una carga poco disciplinada era, precisamente, lo que los partos querían. Cuando los galos se aproximaron, ellos se alejaron al trote, dándose con gracia la vuelta en la silla para disparar a sus perseguidores. Una multitud de flechas volaba en el aire y Romulus se quedó boquiabierto por su precisión. En pocos momentos, tan sólo treinta de los noventa galos que habían iniciado la carga seguían con vida. Había cuerpos desparramados por el suelo que dejaban la tierra roja de sangre. Docenas de caballos sin jinete galopaban sin rumbo, muchos de ellos coceando y sacudiéndose por el dolor de las heridas. Los supervivientes frenaron y huyeron, por lo que perdieron más hombres. Tocando retreta, Publio volvió a unirse a la columna principal y los partos salieron victoriosos.
No habían matado ni a un solo guerrero.
—Esos cabrones ni siquiera miraban hacia dónde cabalgaban. —El tono de Brennus denotaba respeto.
—Ya os dije que no eran la infantería.
—¿Los habías visto antes? —preguntó Romulus.
—Había oído rumores en Armenia. Son famosos por darse la vuelta en la silla y disparar. Es lo que llaman el «disparo parto».
—Esos galos no tenían ni una sola posibilidad.
—Los ataques de los arqueros debilitan al enemigo. Y cuando en la tropa reina la confusión, entra en acción la caballería pesada —explicó Tarquinius con una mueca—. Después lo repiten otra vez.
—¡Disciplina! —gritó Brennus—. La muralla de escudos romana puede soportar cualquier cosa si los soldados se preparan con rapidez. —Golpeó con fuerza el escudo e inmediatamente empezó a dudar de sus propias palabras.
Tarquinius no dijo nada. Su silencio resultaba inquietante.
A Romulus le resultaba casi imposible no pensar en los galos que habían caído, hombres que habían muerto por su falta de dominio. Sus cuerpos eran un triste recordatorio de lo que pasaba a quienes desobedecían las órdenes. Romulus esperaba que aquello enseñase a Craso a proteger la caballería. Los comentarios velados del etrusco sobre la falta de jinetes romanos empezaban a cobrar sentido y Romulus se sintió todavía más intranquilo.
Arriba, en el cielo azul, los buitres volaban en círculo.
Tarquinius los observó un buen rato.
Confundido, Romulus miró hacia arriba los extremos de las alas perfilados contra el sol. Doce buitres. No más de los que se podían ver cualquier otro día. Pero cuando al fin el etrusco bajó la mirada, los dos, Brennus y él, lo notaron muy preocupado.
—¿Alguna vez te equivocaste, Olenus? —preguntó Tarquinius—. Doce.
—¿Qué has visto? —preguntó Romulus.
—No estoy seguro —contestó Tarquinius distraídamente.
Estaba claro que se guardaba algo.
Romulus iba a hablar de nuevo y Brennus le puso el dedo en los labios, intentando olvidar la profecía de Ultan.
—Cuando esté preparado ya nos lo dirá —le aseguró—. Antes no.
Estando a más de mil quinientos kilómetros de la Galia Transalpina, el hombretón no quería saber si su muerte era inminente.
Romulus se encogió de hombros con un gesto fatalista. No servía de nada seguir insistiendo. Las predicciones del etrusco los habían llevado hasta allí. Se secó el sudor de la frente.
—¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que se enfrenten a nosotros? —dijo enfadado—. ¿Por qué no luchan esos cabrones?
Una hilera de jinetes danzaba a lo lejos, en la línea del horizonte.
Los jinetes enemigos se habían alejado tras el frustrado ataque galo, lo cual había dado tiempo a Craso para pensar. Pero el general sólo quería avanzar y los calurosos mercenarios seguían caminando con dificultad por la arena.
—Han ido a buscar más flechas —contestó el etrusco.
Brennus sonrió con frialdad.
—Si es así, volverán enseguida.
Romulus amenazó a los partos con el puño.
—¡Volved y luchad! —gritó.
—En realidad, se trata de un plan muy sencillo. —Tarquinius señaló a los hombres que estaban a su alrededor—. Se limitan a agotarnos.
Un solo día bajo el calor abrasador había afectado enormemente al ejército de Craso. En lugar de marchar en formación cerrada según las normas, la mayoría de las cohortes se había separado. Hacía un sol de justicia que minaba la energía. Los odres de agua hacía mucho que estaban vacíos, los hombres más debilitados empezaban a tambalearse al andar, mientras que otros se apoyaban en los hombros de sus compañeros. Unos cuantos salían de las filas y se desplomaban en la arena. Los oficiales les daban patadas y les pegaban; la mayoría intentaba con esfuerzo levantarse, mientras que otros pasaban inadvertidos y los dejaban morir allí. Semejante falta de disciplina normalmente no se hubiese tolerado, pero los exhaustos centuriones habían renunciado a gritar. Era suficiente que las legiones fuesen avanzando, aunque bajo el peso de la cota de malla, el escudo, las jabalinas y los pertrechos, todos los soldados caminaban con gran dificultad. Todos excepto Brennus.
Los galos de Publio cabalgaban al lado de la columna que se movía con lentitud y sus caballos también empezaban a estar cansados. En marcado contraste, las monturas nabateas hacían cabriolas y los jinetes charlaban entre sí.
Brennus los señaló.
—Es fácil para ellos, ¿eh?
—Cuando nos enfrentemos al ejército parto principal agradecerás que los nabateos estén aquí —afirmó Romulus.
—Supongo que sí. Pero no confío en ellos —gruñó el galo—. ¡Siempre con las risitas y las carcajadas! ¡Míralos!
A Romulus tampoco le gustaban las miradas ladinas que les lanzaban.
—Unos dos mil soldados de caballería galos serían más útiles.
—No si actúan como los locos de antes —respondió Tarquinius con sequedad.
En un intento de aliviar un poco una de sus muchas ampollas, Romulus se levantó con esfuerzo el yugo de un hombro y se lo pasó al otro, y a punto estuvo de darle un golpe en la cabeza al hombre que iba inmediatamente detrás.
—¡Cuidado con lo que haces! —exclamó el soldado—. O verás lo que te hago con el extremo del gladius.
Romulus no le hizo ni caso.
—¿Por qué no hemos viajado por Armenia? —preguntó. Craso tenía que saber que era más fácil. Tarquinius no había dudado en mostrar su descontento cuando resultó evidente que el ejército no iba a tomar la ruta más larga y más segura.
—Por impaciencia. Por esta ruta solamente se tardan cuatro semanas en llegar a Seleucia.
—¿Un mes en este infierno? —Brennus puso los ojos en blanco—. ¿Y qué pasa con el agua?
—Resen, una de las ciudades ancestrales de mi pueblo, se encuentra en la otra ruta —añadió el etrusco con pesar. Bajó la voz—. Y en las montañas hubiesen muerto muy pocos hombres.
Romulus vio cómo miraba hacia el cielo, a los buitres, y sus sospechas aumentaron.
Tarquinius hizo gestos a los partos en la lejanía.
—Tendríamos que habernos enfrentado a ésos en nuestro terreno y no en el suyo.
—Es verdad —convino el galo—. El terreno escarpado nos habría beneficiado.
—Exacto.
—Es lo que hicimos a los romanos el primer año —dijo pensativo Brennus—. Los atacamos en nuestro propio terreno.
—Y ahora los partos nos lo están haciendo a nosotros —intervino Romulus—. Craso tiene que empezar a utilizar a los nabateos como protección.
Brennus asintió con la cabeza en señal de aprobación mientras una sombra oscura pasaba, inadvertida, por el rostro de Tarquinius. Su deseo de viajar hacia el este se estaba haciendo realidad, pero con un coste mucho más elevado de lo que el arúspice había pensado en un principio.
Como era de esperar, las palabras de Tarquinius resultaron proféticas. En las horas que siguieron, grupos de arqueros partos se acercaron a caballo intentando provocar a los galos para que iniciasen una persecución. Si la caballería de Publio respondía, caía una nueva lluvia de flechas. Si no, los jinetes enemigos la utilizaban para prácticas de tiro. Sin arcos, los galos no podían hacer mucho para contraatacar y, tras una serie de ataques, perdieron a un montón de soldados.
Los nabateos parecían inmunes a la tentación. Si los partos se acercaban, lanzaban andanadas de astas, una técnica que funcionaba bien. Al final, Craso se dio cuenta y ordenó a Ariamnes que dividiera su caballería para colocar las dos mitades a ambos lados del ejército como cortina protectora. Los mercenarios se animaron con la presencia de sus aliados.
Lentamente el ejército avanzó hundiendo los pies en la extensión de arena.
Pero los partos inmediatamente adaptaron el método de hostigamiento. Grupos de jinetes empezaron a atacar en el momento preciso zonas que los nabateos no protegían y sus súbitas cargas desde detrás de grandes dunas eran difíciles de predecir. Los soldados situados en la parte exterior de las filas se hicieron expertos en divisar las nubes de polvo que levantaban los caballos del enemigo, y avisaban de la inminencia de un ataque.
—¡Deteneos! ¡Alzad los escudos! —se oía a lo largo de la línea durante toda la tarde—. ¡Formad en testudo!
A pesar de la extenuación, los soldados habían aprendido a responder con rapidez. Los lados de la columna romana se convertían en una pared de escudos, los hombres que estaban en el interior de la columna levantaban los suyos para formar un tejado y crear una cubierta para todos.
Pero daba igual la rapidez con la que respondiesen, siempre se oían más gritos cuando la lluvia de flechas partas caía; las astas siempre encontraban un hueco en el testudo y a los hombres que habían obedecido las órdenes demasiado tarde. El enemigo enseguida se dio cuenta de que todavía era más efectivo apuntar por encima y por debajo de los escudos. Los soldados caían al suelo agarrándose el cuello, los brazos y las piernas. El silbido de las flechas competía con los alaridos de dolor en un terrible crescendo.
Romulus se alegraba de que Brennus hubiese insistido en que comprasen la pesada scuta de la legión. Los galos de su cohorte llevaban los típicos escudos alargados y rectangulares, mucho más delgados que los que distribuían en el ejército regular, y enseguida resultó evidente que eran mucho menos efectivos contra las flechas del enemigo. Si los partos se acercaban a menos de cincuenta pasos, las flechas penetraban con facilidad ambos tipos de escudos. Sin embargo, desde más lejos, solamente los escudos galos eran vulnerables: un pequeño consuelo. Durante todo el día los partos se mantuvieron por muy poco fuera del alcance de los pila romanos, que eran ineficaces a más de treinta pasos. Afortunadamente sus asaltos no duraban mucho, pues las cargas nabateas hacían retroceder al enemigo o éste se retiraba cuando había utilizado todas sus flechas.
A media tarde más de cuarenta mercenarios habían muerto o estaban heridos. Los muertos yacían en la arena, carne fresca para los buitres que sobrevolaban la zona. Cuando el ejército siguió la marcha, los heridos se quedaron con unos cuantos guardias. Cuando llegó el convoy de abastecimiento, los cargaron en los vagones. Sus gritos y llantos acrecentaban la sensación generalizada de miedo e inquietud.
Y el sol castigaba sin piedad, era como un horno del que no había escapatoria. El ejército de Craso iba consumiendo su capacidad para la lucha.
El primer contacto de Romulus con el combate en el campo de batalla no fue lo que había esperado. Las lecciones de Cotta, según las cuales los ejércitos se encontraban en una llanura e hileras de hombres atacaban murallas de escudos, no tenían nada que ver con aquello. Apretaba los dientes cuando veía que los compañeros seguían cayendo bajo las flechas partas. En esos momentos incluso las peleas en la arena le parecieron fáciles: allí era uno contra uno, hombre contra hombre. La táctica de desgastar al enemigo era nueva para él. Era una tortura soportar los ataques sin poder contraatacar.
La situación se hizo insostenible para Romulus cuando un arquero parto solitario regresó cuando sus compañeros acababan de marcharse. Cabalgando en paralelo, empezó a disparar flechas a los irregulares manteniéndose fuera del alcance de las jabalinas. Media docena de flechas después, cinco hombres yacían muertos y otro estaba mutilado. Los soldados seguían la marcha y se encogían detrás de los escudos, todos esperando no ser el siguiente.
—¡Hijo de mala madre! —exclamó Romulus. Se preparaba para romper fila, pero Brennus rápidamente tiró de él hacia atrás.
—¡Espera!
—Puedo matarle —dijo Romulus respirando hondo. Ya era hora de hacer algo: habían muerto demasiados compañeros.
—¡Disparará tres flechas antes de que hayas dado diez pasos!
Romulus apartó con orgullo la mano del galo.
—Soy un hombre, no un muchacho, Brennus. Tomo mis propias decisiones.
El comentario hizo más efecto del que pensaba y Brennus le soltó el brazo. «El chico es como Brac», pensó.
Tarquinius no parecía sorprendido.
Romulus levantó con esfuerzo los pila con los que había estado entrenándose durante meses y salió de la formación.
—¡Vuelve a formar, soldado! —gritó Bassius.
Romulus desobedeció la orden, clavó el segundo pilum en la arena y miró al parto a los ojos. La seguridad del arquero era tal que su caballo había aminorado la marcha hasta ir al paso, y sonrió cuando Romulus se inclinó hacia atrás para lanzar el pilum.
Brennus contuvo la respiración, sin embargo el arrogante jinete ni siquiera levantó el arco para responder.
—Es una pérdida de tiempo —dijo un soldado dos filas más atrás—. Está demasiado lejos.
El centurión estaba a punto de gritar otra vez, pero se contuvo.
Resoplando por el esfuerzo, Romulus lanzó la jabalina. Ésta describió un inmenso arco antes de caer y atravesar el pecho del parto.
Hubo un rugido de aprobación cuando el jinete cayó lentamente del caballo. Había sido un lanzamiento increíble que levantó visiblemente la moral de los mercenarios.
Romulus volvió a su posición y Brennus le dio una palmada en la espalda.
—¡Buen tiro!
Romulus se sonrojó de contento.
A última hora de la tarde, el horrible calor empezó a ceder y los partos finalmente se alejaron. Sólo habían recorrido veintidós kilómetros en lugar de los treinta y cinco reglamentarios, pero Craso había ordenado detenerse antes de que más hombres se desplomasen. A pesar de estar completamente exhaustos, casi todos los soldados tenían que ayudar a construir el campamento temporal.
—¡Gracias a los dioses que nosotros cavamos ayer! —comentó Tarquinius cuando llegó la orden.
Brennus se permitió tomar un trago de agua.
—A nosotros nos tocará mañana otra vez.
Agradecidos por no tener que cavar en la arena caliente, la cohorte de mercenarios se abrió en abanico con la Sexta Legión para formar una pantalla protectora. Su trabajo consistía en proteger al resto mientras se construía el campamento. Los legionarios que no habían tenido tanta suerte soltaban los pesados yugos y maldecían en voz alta mientras se ponían a dar paletadas.
Otras legiones hacían lo mismo por toda la llanura desértica. Al atardecer, ya se habían construido las murallas de tierra y las trincheras defensivas. Incluso después de sufrir terribles experiencias, el agotador entrenamiento y la dura disciplina permitían que el ejército siguiese funcionando. Roma podía llevar la civilización a cualquier parte.
A medida que avanzaba la tarde, el sol cambiaba de color. Pasó de amarillo a naranja y, finalmente, a rojo sangre. Sentado al lado de su tienda, Romulus miró el horizonte con una sensación de desasosiego en el estómago. No había habido un combate de verdad. Aparte de su increíble lanzamiento de jabalina, todas las escaramuzas habían sido para los partos. A pesar de las advertencias de Tarquinius, había sido una revelación. Excepto raras excepciones, las historias de guerra que le habían contado desde pequeño consistían en aplastantes derrotas para todo aquel lo suficientemente loco como para oponerse a la República. No importaba quién fuese —Yugurta, rey rebelde de África; Aníbal de Cartago—, todos habían fracasado a manos de Roma.
Pero los hombres que veía, exhaustos y quemados por el sol, parecían incapaces de librar una batalla importante. Los rostros flácidos miraban al vacío, las mandíbulas cansadas mascaban la comida seca, cuerpos quemados por el sol yacían por todas partes con las armas tiradas al lado. A los soldados de Craso no parecía importarles lo que les sucediese.
Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Romulus.
¿Cómo podría un ejército compuesto casi totalmente por infantería vencer uno de caballería?
—¿Cómo puede vencer Craso? —preguntó en voz alta.
El etrusco dejó de mascar.
—Muy sencillo. Forzando a los partos a una batalla en posición fija y que tengan que enfrentarse a una fila ancha de soldados. Y cuando esto suceda, nuestros jinetes tienen que esperar la oportunidad.
—Así se evita que el ejército se vea flanqueado —añadió Brennus.
—¿Qué tiene que hacer la infantería?
—Aguantar el chaparrón —respondió Tarquinius—. Protegerse tras los escudos y las filas delanteras de hombres arrodillados.
Romulus hizo una mueca de dolor.
—¿Para protegerse las piernas de las flechas?
—Exacto.
—Si se levantan con rapidez, la caballería podrá desplegarse velozmente alrededor de la retaguardia del enemigo en una maniobra de pinza. —Brennus golpeó un puño contra el otro—. Después los aplastaremos con una carga en el centro.
—¿Y los catafractos?
Tarquinius hizo una mueca.
—Si los envían antes de que flanqueemos a los partos, la cosa se pondrá muy difícil. —Suspiró—. Todo dependerá de nuestra caballería.
Brennus frunció el ceño.
—¡Si es que esos cabrones sarnosos no desaparecen antes!
—Desde luego.
Romulus lanzó una mirada penetrante al etrusco.
—¿Qué pasa?
—Brennus tiene razón al no confiar en los nabateos. He estado observando a nuestros nuevos aliados y he estudiado el cielo. —Tarquinius suspiró—. Probablemente se marchen mañana.
—Salvajes traicioneros —masculló el galo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Romulus.
—Nada es absolutamente seguro —respondió el etrusco—. Pero los nabateos no son amigos de Roma.
—Entonces, ¿qué pasará?
—Debemos esperar. El tiempo nos lo dirá —contestó Tarquinius con calma.
—¿Y si mañana hay doce buitres en el cielo? —le espetó Romulus.
El etrusco lo miró con perspicacia.
—El doce es el número sagrado etrusco. Muchas veces aparece con otras señales, lo que puede ser bueno… o malo.
Romulus se estremeció.
Brennus desenrolló la manta y sonrió tranquilizador. Había llegado a la conclusión de que la profecía de Ultan debía de tener un significado positivo. Desde que había escapado de su vida como gladiador y había viajado hacia el este, había sobrevivido a tormentas, a batallas, a desiertos abrasadores. Había visto ciudades increíbles como Jerusalén y Damasco. Había entablado amistad con un sabio adivino. Aprendía cosas nuevas cada día. Tenía que ser mejor que matar a hombres en la arena diariamente.
—No te preocupes —le dijo a Romulus—. Los dioses nos protegerán. —Se tumbó y enseguida se quedó dormido.
Romulus respiró el fresco aire del desierto. Se había acostumbrado bastante a la tendencia de su amigo de contestar las preguntas a medias. Aunque la reticencia de Tarquinius resultaba frustrante, hasta el momento la mayoría de sus predicciones habían sido correctas, cosa que había obligado al joven a empezar a creer en lo que decía. Si los nabateos se marchaban, la única defensa del ejército contra los partos sería la caballería irregular y el escudo de cada soldado, y ya había quedado demostrado que ambas cosas eran ineficaces. Era un pensamiento aleccionador.
Observó a Tarquinius contemplar en silencio las estrellas, convencido de que el adivino sabía qué iba a suceder.
Romulus estaba cada vez más seguro de que él también lo sabía.