El Eufrates, Mesopotamia, verano del 53 a.C.
Como todos los líderes romanos, Craso consultaba a los adivinos antes de las ocasiones trascendentales y la invasión había empezado con sacrificios a los dioses. Era crucial un buen augurio para cruzar el río.
Justo antes del amanecer, un anciano sacerdote había llevado un gran toro hasta un espacio abierto delante de la tienda de mando de Craso. Vestido con una sencilla túnica blanca y rodeado de sus acólitos, había contemplado al indiferente animal comerse el heno. Gradualmente se congregaron cientos de soldados, escogidos de todas las cohortes para ser testigos de que la campaña hubiera sido autorizada por los dioses. Entre ellos se encontraban Tarquinius y Romulus, que habían convencido a Bassius para que los dejase asistir.
Se oyó un suspiro de expectación cuando Craso apareció en la entrada de su tienda. Los guardias se cuadraron, con las armas y armaduras todavía más brillantes de lo usual. El general era un hombre de baja estatura y cabellos grises, de unos sesenta y pocos años, con la nariz corva y una mirada penetrante; iba vestido con peto dorado, capa roja y casco crestado. Craso se protegía la entrepierna y los muslos con correas de cuero con tachones y una ornamentada espada colgaba de su cinturón.
A diferencia de Pompeyo y César, sus dos compañeros en el triunvirato, Craso no tenía una amplia experiencia militar. Pero era el hombre que había derrotado a Espartaco y sofocado la rebelión de esclavos sin precedentes que había estallado hacía una generación y que a punto había estado de doblegar la República. Sólo Craso —y en menor medida Pompeyo— la habían salvado de la ruina.
El general estaba flanqueado por Publio y por los legados al mando de cada una de las siete legiones del Ejército. Los oficiales iban vestidos de forma similar a su líder.
Al recordar la cicatriz de Julia, Romulus le dio, enfadado, un codazo al etrusco cuando vio a Publio.
Concentrado, Tarquinius frunció el ceño.
—Estate quieto y mira.
El sacerdote miró a Craso, que asintió una vez con la cabeza. Mascullando conjuros, el viejo se acercó al toro, que seguía comiendo con satisfacción. Dos acólitos agarraron la soga que le rodeaba el cuello mientras otros lo sujetaban para evitar que se escapase. El toro, que se había dado cuenta demasiado tarde deque algo pasaba, empezó a bramar enfadado. A pesar de su inmensa fuerza, los hombres tiraron de su cabeza para que el cuello quedara expuesto.
El sacerdote se sacó una espada siniestra de la túnica. Con un golpe rápido le cortó el cuello y un chorro de sangre cayó sobre la arena. Rápidamente colocaron bajo el chorro un cuenco de plata que se llenó hasta el borde. Los ayudantes soltaron al toro y éste cayó dando coces. Apartándose, el anciano miró detenidamente el líquido rojo.
Todo el mundo contuvo la respiración mientras estudiaba el contenido del cuenco. Incluso Craso estaba callado. El etrusco, de pie e inmóvil, movió los labios ligeramente y Romulus sintió un escalofrío de inquietud.
El adivino permaneció de pie un buen rato, murmurando para sí y removiendo la sangre. Finalmente, miró al cielo.
—¡Apelo a Júpiter, Optimus Maximus! ¡Apelo a Marte Ultor, traedor de la guerra! —El sacerdote calló—. Para que presencien los augurios de esta bestia sagrada. —De nuevo esperó, mirando atentamente.
Craso observó a sus hombres con ansiedad. Era esencial que pensasen que la campaña iba a ser un éxito. Un soldado delgado, de cabello rubio y con un solo zarcillo, le llamó la atención. Llevaba un hacha de guerra grande y vestía como un irregular. El hombre le sostuvo la mirada sin miedo ni deferencia, aparentemente ajeno a la ceremonia.
Craso sintió cómo se le ponía la carne de gallina en los brazos y de repente se acordó del hígado de bronce etrusco que había intentado comprar muchos años antes. Los soldados que había enviado en esa misión habían muerto, todos ellos, poco después. El terror le cerró la garganta y se apartó. El mercenario le estaba contemplando como imaginaba que le contemplaría el barquero.
Nadie más se había dado cuenta.
—¡Los augurios son buenos!
Un gran suspiro de alivio se extendió entre la concurrencia.
—¡Veo una poderosa victoria para Roma! ¡Partia será aplastada!
Estallaron las ovaciones.
Craso se volvió hacia sus legados con una sonrisa.
—Mentiroso —dijo Tarquinius entre dientes—. La sangre mostraba algo totalmente diferente.
A Romulus le cambió la cara.
—Te lo diré después. La ceremonia todavía no ha acabado.
Contemplaron cómo el sacerdote abría en canal el vientre del animal con un cuchillo afilado. Con los brillantes trozos de intestino que se derramaban sobre la arena hubo más predicciones favorables, seguidas por las del hígado. El punto culminante llegó una vez cortado el diafragma, lo que permitía el acceso a la cavidad pectoral. Introduciendo el cuchillo en el cuerpo caliente, el adivino cortó y tiró un momento. Al fin se enderezó y se volvió hacia los oficiales, con la túnica ensangrentada y los brazos rojos hasta los hombros. En sus manos tenía el corazón del toro, que brillaba al sol del amanecer.
—¡Todavía late! ¡Un signo del poder de las legiones de Craso! —gritó.
Todos los legionarios gritaron en señal de aprobación.
Todos excepto Tarquinius y Romulus.
Con los brazos extendidos, el anciano se acercó a Craso, que le esperaba con una sonrisa expectante. Los augurios habían sido buenos. Los soldados se enterarían de la noticia por los que habían presenciado la ceremonia, que la difundirían entre la tropa con más rapidez de lo que él podría.
—Gran Craso, recibe el corazón. ¡Símbolo de tu valentía! ¡Símbolo de la victoria! —exclamó el sacerdote.
Craso dio un paso adelante y tendió la mano con ansiedad. Ése era su momento. Pero al tomar el órgano sangriento, se le resbaló de las manos, cayó al suelo y rodó alejándose de él.
Tarquinius respiró hondo.
—Nadie puede negar lo que esto significa.
Craso gimió. El corazón ya no era rojo. Miles de granos de arena cubrían su superficie y se había vuelto amarillo.
El color del desierto.
Se quedó mirando al sacerdote, que estaba lívido. Todos los espectadores se habían quedado paralizados de la impresión.
—¡Di algo!
El anciano carraspeó.
—¡Los augurios se mantienen! —exclamó—. ¡En la sangre he visto una poderosa victoria de los dioses!
Los hombres se miraron entre sí, muchos hicieron rápidamente el signo contra los maleficios, otros frotaron los amuletos de la suerte que llevaban al cuello. No habían visto el contenido del cuenco. Lo que habían visto era que a Craso se le había caído el corazón del toro, un símbolo fundamental del coraje. Las manos les empezaron a sudar y arrastraban los pies en la arena. En lugar de ovaciones, un molesto silencio se respiraba en el ambiente.
Al levantar la vista, Craso vio a un grupo de doce buitres planeando en las corrientes termales. No fue el único que los vio. No había tiempo que perder.
—¡Soldados de Roma! No os preocupéis —gritó—. Las manos del sacerdote son resbaladizas, ¡igual que las vuestras en contacto con la sangre de los partos!
Romulus se volvió nervioso hacia Tarquinius.
—Es un farsante —dijo el etrusco en voz baja—. Pero no temas. Todavía podemos sobrevivir.
Su comentario no resultaba muy tranquilizador. Parecía imposible que el ejército de Craso fuese derrotado, pero el corazón lleno de arena seguía en el suelo ante todos ellos.
Sangrienta manifestación.
Romulus quería creer en Tarquinius. La alternativa no quería ni pensarla.
Los legionarios que los rodeaban no estaban nada convencidos. El general intentó levantarles el ánimo, pero no lo consiguió. Con un violento gesto, les hizo retirarse y se marchó a la tienda con sus oficiales. Incluso Craso tuvo que admitir que el intento de inspirar a las tropas había sido un completo fracaso. Y la noticia se propagaría con rapidez. Intentó convencerse de que no había nada de lo que preocuparse.
Pero los dioses estaban enfadados.
Romulus miró hacia atrás, al ancho río que serpenteaba hacia el sur. Pronto el destino del ejército sería tan claro como las profundas aguas que fluían velozmente. Tras haber marchado por aquel vasto país, los hombres de Craso estaban a punto de adentrarse en territorio oriental, todavía más desconocido. Gruesos remolinos de neblina del amanecer colgaban bajos sobre la vía fluvial y ocultaban los grupos de juncos de las orillas. No faltaba mucho para que el sol quemase el velo gris y dejase la orilla al descubierto. Llegar al río tras muchos días de marcha había supuesto un gran alivio para el sediento ejército, pero ni Romulus ni miles de soldados que esperaban en silencio lograban entretenerse o relajarse. Craso y su hijo Publio los llevaban hacia el sureste.
La hueste romana había viajado cientos de kilómetros desde su cabeza de playa en el extremo occidental de Asia Menor. Todas las ciudades importantes que había encontrado en el camino habían pagado grandes cantidades de dinero para evitar el ataque de un ejército de semejante calibre. Jerusalén en particular había pagado un dineral, pues sus ancianos querían preservar a toda costa sus antiguas riquezas. Pasado el invierno las legiones de Craso cruzaron Siria hacia el Eufrates, donde llegaron trece meses después de desembarcar de los trirremes. Para entonces, Romulus y Brennus ya habían trabado una sólida amistad con Tarquinius.
El etrusco tenía grandes conocimientos de medicina, astrología, historia y artes místicas. Como había pasado años en campaña con el general Lúculo en Armenia, también era un experto luchador. Bassius enseguida se había percatado de sus múltiples talentos y lo había ascendido directamente a optio, para que ayudara a instruir a los reclutas. El agudo sentido del humor de Tarquinius se avenía bien con el sentido del humor campechano de Brennus, y su habilidad para la adivinación complementaba la tremenda destreza del galo con las armas. Bajo la tutela de ambos, Romulus había madurado; había mejorado no sólo su forma física y su destreza en el manejo de la espada, sino que además había empezado a aprender a leer y a escribir.
Se rumoreaba que se dirigían hacia Seleucia, en el Tigris. Romulus sabía más cosas sobre la región gracias a las historias de Tarquinius sobre la Tierra de los Dos Ríos y los reinos que allí habían existido. Había disfrutado de muchas noches de lecciones de historia, aprendiendo sobre los babilonios, los persas y otras razas exóticas. La historia preferida de Romulus era la de Alejandro Magno, un hombre que había marchado desde Grecia hasta la India y regresado al punto de partida y que, a lo largo del viaje, había conquistado medio mundo.
Ahora los poderosos partos gobernaban los desiertos. Estos fieros guerreros, una tribu pequeña en un principio pero aguerrida, habían ido integrando reinos derrotados durante generaciones y crecido hasta tal punto que Partia no tenía otro rival que Roma. Se trataba de un imperio de poca densidad de población, formada por nómadas. La riqueza de Partia provenía de los impuestos sobre artículos valiosos como la seda, las joyas y las especias que transportaban los comerciantes que regresaban por las rutas caravaneras de la India y Extremo Oriente. Conscientes de la avaricia de Roma, los partos protegían celosamente este comercio.
Había llamado la atención de Craso, sin embargo, el cual, deseoso de una rápida victoria, se internaba en el desierto en línea recta hacia Seleucia.
Maldiciendo las estridentes llamadas de trompeta, las siete legiones, cinco mil mercenarios y dos mil soldados de caballería, se habían levantado mucho antes del amanecer. Todavía se hablaba de la torpeza de Craso con el corazón, así que los legionarios habían desmontado las tiendas con la típica eficiencia romana y las habían colocado rápidamente en las muías de carga. Los regulares eran un ejemplo excelente de la habilidad de la República para la organización, sin embargo los hombres de Bassius estaban menos acostumbrados a esa tarea. Al final los mercenarios estuvieron listos para la marcha, ya fuese gracias a la persuasión o a las amenazas.
Dejaron como estaban las altas murallas de tierra que habían construido el día anterior en las afueras de la ciudad de Zeugna. Decenas de campamentos similares señalaban el camino del ejército hacia Asia Menor y resultarían útiles al regreso de la conquista de Partía.
Craso no había visto necesidad de cambiar de costumbre. La cohorte de Romulus y otras unidades dirigían el avance, y no los regulares de la legión. Cruzar el río en cientos de pequeñas barcas de junco construidas por los ingenieros había tomado su tiempo, pero se había logrado con mínimos inconvenientes. Sólo habían volcado dos embarcaciones, cuyos pasajeros habían caído al agua. Debido al peso de las armaduras y las armas, los mercenarios, gritando, se habían ahogado rápidamente. Aquella pérdida era una nimiedad en comparación con el inmenso ejército que aguardaba en la orilla oriental. Igual que en la invasión de Alejandro, la vida de un individuo no tenía importancia.
Al frente de cada legión se encontraba el portador de su estandarte, resplandeciente con su coraza de bronce y su tocado de piel de lobo. En la parte superior del poste había un águila de plata con un rayo en las garras, debajo del cual colgaban las condecoraciones de la legión. Se trataba de símbolos de mucho poder para todo soldado y representaban el valor y el coraje de una unidad.
Las alas extendidas del águila más cercana a Romulus brillaban al sol del amanecer. Le dio un codazo a Brennus y las señaló orgulloso. Parecía un buen augurio y, a juzgar por los alegres murmullos en las filas, los hombres estaban de acuerdo. Algo verdaderamente necesario tras lo sucedido. Ya todos los soldados del ejército sabían que a Craso se le había caído el corazón del toro.
Pero Roma parecía triunfante otra vez.
—He visto muchos estandartes de mierda como éste desde el otro lado del campo de batalla —dijo con desdén el galo, con las manos sobre la espada larga.
Tarquinius no dijo nada, seguía mirando al cielo. No había hablado desde el amanecer.
Ninguno de los amigos de Romulus sentía lo mismo con respecto a las águilas. Ellos no se identificaban con Roma como él. A pesar de lo que significaban las legiones, se sentía orgulloso de ellas. Nacido esclavo, ahora mercenario, seguía siendo romano.
Detrás de los abanderados iban los cuatrocientos ochenta legionarios de la primera cohorte, la más importante, seguida de nueve más del mismo tamaño, lo que elevaba la fuerza de cada legión a casi cinco mil hombres.
Los soldados romanos iban vestidos de forma idéntica. Túnicas largas de tela marrón cubiertas con cotas de malla hasta las caderas; unas cáligas de cuero guarnecidas de clavos les cubrían los pies. Todos llevaban un pesado escudo rectangular curvo. Se protegían la cabeza con sencillos yelmos de bronce con grandes carrilleras con bisagras y cubrenucas. Cada soldado iba armado con dos jabalinas y un gladius. Otros pertrechos y alimentos colgaban del yugo, una pieza larga ahorquillada de madera que se cargaba sobre uno de los hombros.
Por el contrario, las unidades de irregulares vestían según sus orígenes. Los hombres de Bassius, mayoritariamente galos, solían llevar cota de malla, túnica holgada y pantalones anchos. Las lanzas y espadas largas, los escudos rectangulares alargados y las dagas constituían su armamento. Las cohortes de capadocios con armadura de cuero estaban cerca, armadas con espadas cortas y escudos redondos. Los honderos baleares, la infantería ligera africana y la caballería íbera y gala completaban el conjunto de mercenarios.
En un incumplimiento intencionado del tratado forjado por Pompeyo algunos años antes, el ejército había cruzado el Eufrates varias veces el otoño anterior y había saqueado las ciudades partas de las inmediaciones. Craso estaba creando un casus belli. Por su misma naturaleza, la lucha no había avanzado más que unos pocos kilómetros hacia el interior. Ahora las apretadas filas de legionarios y mercenarios se enfrentaban a un panorama completamente diferente. Un mundo desconocido se extendía ante ellos.
A pesar de la posibilidad de tomar rutas alternativas, estaban a punto de dejar el río atrás y marchar hacia las áridas extensiones de Mesopotamia. La idea desasosegaba a Romulus, sin embargo los amigos a los que había aprendido a querer no mostraban emoción alguna. Brennus se apoyó sobre su larga espada, empequeñeciéndola, mientras el etrusco contemplaba en silencio el estandarte del águila que tenía cerca.
Al recordar las palabras de Tarquinius, Romulus respiró profundamente y miró hacia el sureste, hacia el primer objetivo de Craso: Seleucia, la capital comercial del Imperio parto. Con suerte, todo saldría bien.
Al fin sonó la bucina que marcaba el inicio de la marcha. Romulus notó un empujón en la espalda. Todavía pensativo, no reaccionó de inmediato. El soldado que tenía detrás en la fila volvió a empujarle con el tachón del escudo. Un ejército romano se movía como una máquina, no había tiempo para contemplaciones.
Vio que Tarquinius miraba por encima del hombro la Sexta Legión, la unidad regular que seguía a los mercenarios. Mientras miraba, el abanderado sacó el poste de la tierra, preparándose para dirigir la primera cohorte. El soldado no había dado más que un paso cuando el asta de madera le resbaló de las manos, con lo cual el águila de plata se dio la vuelta y quedó del revés.
Gritos ahogados de consternación llenaron el ambiente y Romulus tragó saliva.
Brennus, que odiaba todo lo que representaba el águila, apretó la mandíbula.
Era el segundo mal augurio en pocas horas.
Tarquinius sonreía levemente. Por suerte, la mayoría de los compañeros no había visto lo sucedido.
Romulus respiró el aire caliente del desierto. «Mantén la calma», pensó.
El veterano centurión que estaba al mando de la primera cohorte de la Sexta inmediatamente tomó la iniciativa. Las supersticiones no iban a impedir que cumpliese sus órdenes.
—¡En marcha! —gritó—. ¡Ya!
Por temor al castigo, los legionarios obedecieron rápidamente. Pero en las filas algunos seguían farfullando cuando iniciaron la marcha. No había tiempo para preguntar a Tarquinius sobre la importancia de lo que acababa de suceder.
Levantando una inmensa nube de polvo, los soldados fueron aumentando de velocidad poco a poco. Las órdenes resonaban cuando los centuriones y los optiones se inquietaban y se molestaban. Los hombres se revolvían, se ajustaban la carga y se preparaban para marchar a medida que cada unidad se ponía en camino. Las muías caminaban lentamente en la retaguardia, cargadas de alimentos, oro, equipamiento de repuesto y armas de asalto como catapultas. La enorme columna cubría más de quince kilómetros. Los desgraciados que habían sido elegidos para custodiar la recua maldecían su suerte al tragar el polvo asfixiante que habían levantado las legiones al pasar.
El ejército marchó sin incidentes toda la mañana. La arena amortiguaba el sonido de los pies al caminar, los crujidos del cuero y las toses de los soldados. La temperatura subía a un ritmo constante mientras pasaban por los pequeños asentamientos de población helénica, un pueblo que llevaba cientos de años viviendo en la zona.
—Alejandro Magno pasó por aquí —declaró Tarquinius emocionado al ver un pueblo más grande.
Muy interesado, Romulus miró detenidamente las estructuras de barro y ladrillo cercanas.
—¿Cómo lo sabes?
Tarquinius señaló.
—Ese templo tiene columnas dóricas y estatuas de dioses griegos. Y hemos cruzado el río por el mismo punto en que lo cruzó el León de Macedonia. Está marcado en mi mapa.
Romulus sonrió imaginando a los hoplitas de élite que habían hecho historia. Soldados que habían estado en el fin del mundo y habían regresado. Parecía que a las órdenes de Craso tendrían la oportunidad de emular esa hazaña.
—Craso no es Alejandro —dijo Tarquinius misteriosamente—. Es demasiado arrogante. Y le falta perspicacia.
—Incluso los mejores generales pueden cometer un error —arguyó Romulus, recordando una de las lecciones de Cotta—. Alejandro salió malparado de la lucha contra los elefantes indios.
—Pero Craso ha cometido un error fatídico antes incluso de que empiece la batalla. —El etrusco sonrió—. Es una locura no seguir el río hacia el desierto.
Romulus volvió a preocuparse mucho por los malos augurios y se volvió otra vez hacia Tarquinius, que encogió los hombros elocuentemente.
—El resultado de la campaña todavía no está claro. Para saber más necesito un poco de viento o alguna nube.
Romulus miró el cielo claro y azul. No corría ni un soplo de aire.
Tarquinius se rió.
Romulus hizo otro tanto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ya no había vuelta atrás y, a pesar de la incertidumbre de su destino, sentía que el entusiasmo le corría por las venas.
Brennus seguía en silencio, absorto en los recuerdos teñidos de culpabilidad de su esposa y su hijo, de Conall y Brac. Si tenía que morir en aquel infierno abrasador, para él resultaba crucial saber que no habían muerto en vano, que los alóbroges no habían sido exterminados para nada. Que no había desperdiciado toda su vida.
El paisaje estaba lleno de bancales regados por canales del Eufrates. Los campesinos que cultivaban los campos miraban asustados a la hueste. Pocos se atrevían a saludar con la mano o a hablar. Aguantaban la respiración al ver a treinta y cinco mil hombres armados marchar pesadamente dentro de una enorme nube de polvo. El ruido ahogaba cualquier otro sonido.
Un ejército de semejante envergadura sólo significaba una cosa en cualquier lengua: la guerra.
El general montaba, fuertemente protegido, su caballo negro favorito, en el centro de la columna. Los trompetas iban marcando el ritmo por detrás, listos para transmitir las órdenes. Sentado a horcajadas en la silla lujosamente adornada con filigrana de oro, Craso montaba con la facilidad de la experiencia, los pies colgando a cada lado, utilizando las riendas sólo para controlar.
—Buen día para una invasión —declaró Craso en voz alta—. Los dioses están de nuestro lado.
Un coro de asentimiento surgió de sus oficiales de alto rango. Los legionarios veteranos que marchaban a ambos lados del grupo se mantuvieron cuidadosamente inexpresivos. Nadie se atrevía a mencionar lo sucedido.
Craso miró a su alrededor. «Ninguno de estos lacayos se interpondrá en mi camino», pensó enfadado. Al fin había llegado su momento. Cuando los soldados hubieron emprendido la marcha, aquel sacerdote idiota fue crucificado al lado del toro muerto: un aviso inequívoco para los restantes augures de que no cometiesen errores. La imagen del corazón cubierto de arena estaba guarda da bajo llave en los recovecos de su mente. No había sido más que un corazón resbaladizo; las tormentas que habían hundido tantos barcos, sólo mal tiempo. Todavía no sabía nada del águila del estandarte.
—Con la derrota de Partia, el Senado no tendrá más remedio que reconocerle un triunfo completo, señor —se aventuró a decir uno de los tribunos, intentando agradarle.
Craso asintió contento de la gloriosa perspectiva de montar en una cuadriga por la calles de Roma, con una corona de laurel en la cabeza. Por fin estaría a la par que sus socios del triunvirato. Había sido una mera coincidencia, y no amistad, lo que había unido a los rivales, y al principio había parecido una buena idea. El hecho de compartir el poder durante más de cinco años no había impedido a ninguno de ellos competir continuamente por el dominio. De momento ninguno lo había conseguido, pero Craso había sufrido más reveses que los otros dos.
A causa de la propaganda de Pompeyo, su protagonismo en el aplastamiento de la rebelión de los esclavos había sido minimizado, y su legítimo triunfo se había visto reducido a un desfile a pie. Craso llevaba años a la sombra de los éxitos militares de los otros dos. Y eso le daba muchísima rabia. Aunque la carrera de Pompeyo era insigne, también tenía una curiosa habilidad para arrogarse victorias. «En realidad fue Lúculo quien derrotó a Mitrídates y a Tigranes en Asia Menor —pensó Craso con amargura—, y no ese idiota de Pompeyo. No sucederá lo mismo en Partia. La gloria será mía. Toda».
Empezó a reflexionar sobre Julio César, que también había empezado con buen pie al someter la Galia y Bélgica y, encima, se había hecho inmensamente rico. Por lo visto la ambición de César no tenía límite. Craso soltó un improperio. Había sido un error ayudar al joven noble con esos generosos préstamos. La táctica habitual de tener dominados a los hombres negándose a aceptar que le devolviesen el dinero que le debían había fracasado cuando César saldó su deuda con su seguridad característica, enviando una recua de muías a la casa de Craso poco antes de que éste partiese hacia Asia Menor. Los animales de carga transportaban cientos de bolsas de cuero que contenían el importe íntegro de la deuda pendiente, hasta el último sestercio. A Craso no le había quedado más remedio que aceptar. Frunció el ceño al pensar en cómo César, un hombre con la mitad de años que él, le había ganado en habilidad. Nunca más.
«Nadie podrá negar mi brillantez cuando caiga Seleucia —pensó Craso—. Me haré con el poder en Roma. Yo solo».
Casio Longino, el más audaz de sus legados, clavó los tacones en los flancos del caballo y se puso a su lado. El rostro lleno de cicatrices del soldado denotaba preocupación.
—¿Permiso para hablar, señor?
—¿Qué sucede? —Craso se esforzó por ser educado. La mayoría de los oficiales veteranos no tenía ni con mucho la experiencia de aquel hombre. Longino era un veterano de muchas guerras, desde las de la Galia hasta las del norte de África.
—Armenia, señor.
—Ya hemos hablado de eso, legado.
—Ya lo sé, general, pero…
—Para seguir la sugerencia de Artavasdes de marchar hacia el norte hasta las montañas armenias y después hacia el sur tardaríamos tres meses. —Craso sujetó las riendas con fuerza—. Sin embargo, por esta ruta tardaremos sólo cuatro semanas en llegar a Seleucia.
Longino se detuvo, meditando sus palabras.
—Es extraño que se negase a acompañarnos, ¿no le parece? El rey de Armenia ha demostrado ser un súbdito leal.
Un incómodo silencio llenó el ambiente, roto por los lejanos rebuznos de la recua de muías. Todos los oficiales sabían que a Craso no le gustaba recibir consejos.
—Se retiró en el momento en que le mencionamos la ruta que queríamos seguir —añadió Longino.
—¡No estamos tratando con romanos! —Contrariado, Craso escupió en la arena y la saliva desapareció antes de colorear los granos amarillos—. No son de fiar.
—Precisamente, señor —susurró Longino. Fulminó con la mirada a Ariamnes, el nabateo lujosamente ataviado que cabalgaba en el extremo del grupo.
El guerrero montaba el caballo blanco con una facilidad arrogante, la silla estaba incluso más ornamentada que la del general y las riendas trenzadas con hilo de oro. Sobre la cabeza del caballo, el penacho de plumas de pavo real oscilaba suavemente con la brisa. Ariamnes, que iba con la cabeza descubierta, vestía un abrigo de cuero sobre la cota de malla y la melena negra enmarcaba los zarcillos de oro que le colgaban de ambas orejas. De ambos lados de la silla colgaban aljabas profusamente ornamentadas y llevaba un arco siniestramente curvo colgado del hombro derecho.
—¿Por qué creer a esa serpiente perfumada? Artavasdes es más honorable que un cacique nabateo —dijo Longino entre dientes.
Craso sonrió.
—Puede que Ariamnes no tenga muy buen gusto con las fragancias, pero tiene más de seis mil soldados de caballería. Y se ha ofrecido a guiarnos directamente a Seleucia. Y ésa es la ruta que quiero seguir. —Señaló con la mano en dirección al guerrero—. ¡Olvídate de Artavasdes!
—¿Y el agua para los hombres, señor?
Los legados alzaron la vista. Todos ellos estaban preocupados por el tema, aunque no lo mencionaran.
Longino notó su inquietud.
—El Tigris fluye hacia el sur desde las montañas de Armenia, señor. Todo el trayecto hasta Seleucia.
—¡Ya basta! —le gritó Craso—. La marcha no será larga. Ariamnes dice que los partos ya empiezan a estar asustados. ¿No es así? —gritó.
El nabateo se dio la vuelta y retrocedió mientras el caballo brincaba en la arena. Acercándose a los dos, se inclinó desde la cintura. Clavó sus ojos pintados con khol en el general y se llevó la mano izquierda al corazón.
—El enemigo desapareció en el instante en que sus legiones cruzaban el río, excelencia.
—¿Lo ves? —Craso sonrió abiertamente—. ¡Nada puede resistirse a mi ejército!
Longino miró con el ceño fruncido al moreno guerrero. Con sus tirabuzones engrasados, su perfume y su arco curvado, apestaba a traición. Y Craso no podía, o no quería, verlo. Apretando los dientes, el legado se fue al trote para quejarse a Publio, quien montaba al lado de su caballería gala en el flanco derecho.
Pero el antiguo teniente de César en la Galia no quería saber nada. Quería su parte en la victoria.
—Mi padre es un héroe, legado —le respondió jovialmente el noble bajo y fornido—. Libró a Roma de Espartaco. Salvó a la República.
«Y el imbécil no ha estado al mando de un ejército en la batalla desde entonces», pensó Longino.
—Confía en su criterio. ¡Huele el oro igual que yo huelo a una virgen!
—No tenemos suficientes soldados de caballería para luchar contra los arqueros y los catafractos partos —insistió Longino.
—Dos mil galos e íberos y los seis mil jinetes de Ariamnes deberían de ser más que suficientes.
—¿Confías en que los nabateos luchen por nosotros como lo han hecho los armenios?
—¿Qué clase de hijo no confía en su propio padre?
Hacían oídos sordos a sus ruegos. Deseando que Julio César, curtido en batallas, estuviese al mando, Longino galopó hacia la cabeza de la columna.