Sur de Italia, otoño del 55 a.C.
Los amigos abandonaron inmediatamente su vida en Roma y al amanecer cruzaron arrastrándose las puertas de la ciudad. Primero recorrieron la Vía Apia entre las grandes tumbas donde estaban enterrados los ricos. Pocos pobladores de la zona, habitada por putas baratas y ladrones, estaban despiertos para verlos pasar. Conscientes de que su aspecto podía llamar la atención, se adentraron en los campos en cuanto se hizo completamente de día. Para la mayoría de los ciudadanos, dos hombres armados hasta los dientes que no fueran legionarios sólo podían ser bandidos o esclavos fugitivos, así que realizaron todo el viaje campo a través, generalmente a primera hora de la mañana o última de la tarde. Romulus y Brennus no querían toparse con nadie y evitaban las casas de labranza y los pueblos a toda costa.
Gracias a una rápida incursión en la cocina del ludas habían conseguido pan, queso y verduras para varios días. Brennus se había llevado el arco además de otras armas, para cazar ciervos y jabalíes durante el viaje. Los dos hombres llevaban odres para el agua que llenaban cada tanto en arroyos. El clima frío no ayudaba a dormir a la intemperie todas las noches, aunque acurrucarse en las mantas en toscos refugios, bajo el cielo despejado plagado con miles de brillantes estrellas, era mejor que la crucifixión. Los latifundios, fincas inmensas de los ricos, salpicaban Campania y Apulia, las regiones del sur de Roma. Romulus estaba asombrado de los campos y las colinas sembrados de trigo, vides, olivos y árboles frutales. Por la noche, recogían manzanas, ciruelas y peras de los árboles, frutas jugosas que el joven apenas había probado con anterioridad. Durante el día, le embargaba una ira de impotencia cuando espiaba a los pobres e innumerables esclavos con los tobillos encadenados que trabajaban en las fincas. Al lado de cada grupo había un vigilante con el látigo listo para utilizarlo a la mínima oportunidad.
En todas las fincas era igual.
Romulus enseguida se dio cuenta de que todo el país funcionaba gracias al trabajo de los esclavos. No era de extrañar que Roma fuese tan rica, pues decenas de miles de sus súbditos trabajaban a cambio de nada. Mientras viajaban, los dos amigos se enzarzaban en interminables conversaciones. Romulus se imaginaba que había matado a Memor e iniciado una segunda revuelta de esclavos en lugar de haberlo estropeado todo por visitar la taberna de Publio. Seguía teniendo sentimientos encontrados sobre aquella noche. Gracias a la salida había conocido a Julia. Aunque sabía que no era más que un capricho pasajero, al pensar en ella el corazón le palpitaba con fuerza. Este sentimiento se mezclaba con la culpa por lo que podría haber sido. Si no hubiesen salido aquella noche, quizás en aquellos momentos hubiesen estado marchando por esos latifundios liberando a los esclavos en lugar de escondiéndose como animales.
Brennus tampoco se había dado cuenta hasta entonces de la gran cantidad de población cautiva de la República y estaba igualmente indignado. En el viaje vio trabajadores de todas las razas y credos bajo el sol. La avidez de Roma por conseguir esclavos era insaciable, alimentada únicamente por la guerra; la aniquilación de los alóbroges no era ni mucho menos la única. Aunque lo encontraba repugnante, Brennus se sentía impotente para cambiar las cosas. No era Espartaco. Un guerrero, sí. No un general. Se había sentido culpable de no haber escapado antes del ludus, pero ya se le estaba pasando. Tal vez su rebelión hubiese tenido éxito, aunque probablemente no. Y ¿cómo iban a cobrar sentido las palabras de Ultan si se dedicaba a librar batallas por toda la península?
«Un viaje más allá de donde ha llegado jamás un alóbroge». La frase se había convertido en el mantra de Brennus; cualquier otra cosa palidecía en comparación. Sólo cumplir la profecía del druida justificaría su decisión de huir de su pueblo en lugar de quedarse a defenderlo seis años antes. Los dos amigos recorrieron casi cuatrocientos cincuenta kilómetros en menos de veinte días.
Habían tenido mucho tiempo para pensar.
Ver a la población esclava había acrecentado el deseo de ambos de olvidar los recuerdos de su propio cautiverio. Las marcas de Romulus y Brennus eran una prueba indeleble de su condición y, si se las descubrían una vez que estuviesen en el ejército, su crucifixión sería inmediata. Tras una breve charla, decidieron que sólo había una solución. Después de encontrar un bosquecillo apropiado en las colinas, por encima de Brundisium, Brennus encendió una hoguera y afiló la daga hasta que sirvió para afeitar a un hombre. Animando a Romulus a morder un trozo de madera, había calentado la hoja de la daga en las llamas antes de quitar, con unos cuantos cortes hábiles, las odiadas letras «LM». La sangre corría en finos regueros por el brazo de Romulus y goteaba en la tierra. Con los ojos desencajados de dolor, observaba al galo coser la herida con un trozo de tripa que había obtenido de la cuerda del arco.
Brennus sonrió.
—Puede que no sea bonita, pero servirá. Mantenía oculta una temporada, y si alguien la ve puedes decir que es un corte de una espada.
La burda sutura dejaría una fea cicatriz, nada que ver con el hábil trabajo de los cirujanos griegos de Roma, a quienes antiguos esclavos enriquecidos pagaban para que les quitasen las marcas. A Romulus no le importaba. La marca que lo identificaba como una propiedad de Memor había desaparecido para siempre. Pero cuando sacó el cuchillo un poco después y lo acercó a la pierna del galo, Brennus le detuvo.
—Los dos no podemos tener heridas recién suturadas. Quémame la marca. Es normal que caiga leña de las hogueras.
Romulus protestó débilmente, pero sabía que su amigo tenía razón. No había misericordia para los esclavos fugitivos. Para evitar levantar sospechas, tenían que ser diferentes. Calentó la daga hasta que la hoja estuvo al rojo vivo y después, apretando los dientes, la apoyó en la pantorrilla de Brennus. Inmediatamente le asaltó el olor de vello y carne quemada.
El inmenso galo hizo una mueca de dolor y dejó que el ardor de la quemadura se llevase consigo algunos de los recuerdos de la esclavitud.
—Nos quedaremos aquí un tiempo —anunció con una sonrisa—. Nos lameremos las heridas y descansaremos un poco. Después bajaremos hasta el puerto.
Tenía una sonrisa contagiosa y Romulus sonrió.
Quedaba una última prueba, pero ya eran verdaderamente libres.
El puerto de Brundisium bullía de actividad. Brundisium era una ciudad grande que se había transformado con la llegada del ejército de Craso. Miles de soldados, toneladas de equipamiento y armas llenaban los estrechos malecones, a la espera de ser embarcados para Asia Menor. El horizonte era un mar de mástiles. Docenas de trirremes se mecían suavemente en el agua, atados entre sí. Los marineros iban de un lado a otro maldiciendo la torpeza de los pasajeros.
Las mulas rebuznaban cuando las obligaban a caminar por las pasarelas de madera para entrar en los barcos. Los oficiales gritaban órdenes, empujando a los hombres para que formaran fila. Los mensajeros corrían entre las unidades transmitiendo órdenes.
Brennus y Romulus se abrieron paso entre la muchedumbre, buscando algún lugar donde alistarse. Finalmente, encontraron un mostrador improvisado con sacos de harina en el muelle principal. Un viejo centurión estaba de pie detrás del mostrador, gritando órdenes a los nuevos reclutas.
Miró calculador a la sucia pareja cuando ésta se detuvo.
—Campesinos, ¿no?
—Sí, señor.
Romulus guardó silencio mientras observaba los phalerae[20] que colgaban de la pechera de cuero moldeado y el torque de plata que le rodeaba el cuello. Era evidente que se trataba de un hombre valiente.
—Vais bien armados, parece —dijo señalando las pesadas lanzas, el arco, las espadas y las dagas, los escudos de buena factura.
—Somos de la Galia Transalpina, señor —explicó Brennus—. Hay muchos bandidos y tenemos que saber pelear.
—¡Humm! Ya me ha parecido que eras galo. —El oficial observó los músculos marcados de Brennus y las cicatrices que tenía en los brazos—. ¿Por qué habéis venido a Brundisium?
—El gran general va a dirigir su ejército hacia Jerusalén. Me han dicho que habrá un buen botín.
—Eso es lo que dicen todos los nuevos reclutas. —El centurión se rascó la barba cana de tres días mientras miraba apreciativamente a Brennus de arriba abajo—. ¿No seréis esclavos fugitivos?
—No, señor. —El galo adoptó una expresión de perplejidad y Romulus le copió. Los dos hombres se habían cortado el pelo esa mañana, imitando el peinado típico de los soldados romanos.
—Los esclavos tienen completamente prohibido alistarse en el ejército. Es un delito castigado con la muerte, ¿entendido?
—Somos hombres libres, señor.
El oficial gruñó mientras calculaba el precio del pergamino de piel de becerro que tenía ante sí.
—¿Y el muchacho?
—Lucha mejor que la mayoría de los hombres adultos, señor.
—¡Por Júpiter! ¿Enserio?
—Le he enseñado yo, señor.
—Es un poco joven, pero supongo que es tan alto como la mayoría. —El centurión sacó una pluma—. Tenéis que alistaros como mínimo por tres años. Si os quedáis en el ejército veinte años se os otorgará la ciudadanía romana. La paga es de cien denarios al año, pagados en cantidades iguales cada cuatro meses. Según la situación.
—¿La situación, señor? —Romulus habló por primera vez, imitando lo mejor que pudo el acento marcado de Brennus.
—¡Si estamos en medio de una maldita guerra no se os paga!
—¿Cien denarios? —Romulus miró a su amigo incrédulo. La bolsa que les había entregado Pompeyo contenía cinco veces esa cantidad.
Brennus frunció el ceño.
El centurión se rió, malinterpretando el comentario.
—Mucho dinero —dijo—. Publio, el hijo de Craso, es un hombre generoso. Quiere la mejor infantería para luchar junto a su caballería.
Romulus desplegó una sonrisa vacua como si acabase de entenderlo. Al fin y al cabo no se enrolaban en el ejército de Craso por la paga.
—Vosotros os procuráis la ropa y las armas. El coste del equipamiento, de la comida y del enterramiento se descuenta dé la paga. Y cuando os dé una orden, ¡cumplidla con premura! Si no lo hacéis, notaréis esto en la espalda. —Y golpeó los sacos de harina con una vara de vid—. Estoy al mando de la cohorte, pero también soy vuestro centurión, ¿está claro?
Asintieron con la cabeza.
El oficial dio unos golpecitos en el pergamino con el nudoso índice.
—Poned vuestra marca aquí.
La pareja intercambió una larga mirada. Una vez alistados no habría vuelta atrás.
Encogiéndose de hombros, Brennus tomó el estilo con su enorme mano y marcó el documento. Romulus hizo lo mismo.
—¡Bien! —El centurión esbozó una sonrisa—. Os pongo a los dos bajo mi mando directo. ¿Nombres?
—Brennus, señor. El se llama Romulus.
—¿Romulus? —preguntó interesado—. Un buen nombre italiano. ¿Quién era tu padre?
—Un legionario romano, señor. —A Romulus no se le ocurrió qué otra cosa decir—. Mi madre quiso honrar su memoria.
—Tienes aspecto de romano. Seguro que también tienes el temple de un guerrero. —Parecía satisfecho—. Me podéis llamar veterano centurión Bassius. Esperad ahí con el resto de la cohorte.
—¿Cuándo zarparemos, veterano centurión?
—Esta noche. El general quiere empezar la campaña inmediatamente.
Romulus contemplaba Brundisium, ya apenas visible entre la bruma amarillenta. Atardecía y el mar había pasado de un azul luminoso a un intenso azul marino. Una suave brisa alejaba la flota romana de la costa. A la luz del anochecer se veían otros trirremes, compañeros del que los transportaba a ellos. Docenas de largos remos de madera producían un suave sonido al moverse al unísono para cortar la superficie del agua.
El Achules era una típica embarcación romana de poco calado con una sola vela de tela, tres hileras de remos y un espolón de bronce en la proa. Las cubiertas estaban vacías, excepto por el camarote del capitán en la popa y las catapultas para atacar a los barcos enemigos.
—¡Por fin! —Brennus escupió en las maderas de la borda—. Ahora esos cabrones ya no nos encontrarán.
—¿Cuándo podremos regresar a Italia?
—Dentro de unos cuantos años. El asesinato de un noble tarda un poco en olvidarse.
Ante aquella perspectiva, Romulus frunció el ceño. Durante su marcha hacia el sur no había dejado de pensar en su familia, en Caelius y Julia, pero tendría que apartar estos pensamientos de su mente. No le serviría de mucho pasarse el tiempo preocupándose de situaciones que escapaban por completo a su control.
—Deberíamos habernos quedado en el ludus aquella noche.
—Puede que sí. —Brennus miraba hacia el este con expresión ausente—. Pero los dioses querían que esto pasase. Lo noto en los huesos.
Romulus siguió su mirada. En el horizonte se juntaban el cielo oscuro y el mar negro; era imposible saber dónde se encontraban. Más allá se hallaba lo desconocido, un mundo que Romulus había creído que jamás vería. Sin embargo, ya cualquier cosa parecía posible.
Regresó al presente con un escalofrío.
—¿Qué le sucederá a Astoria?
El rostro del galo se entristeció.
—Sextus ha prometido protegerla y, si los dioses son misericordiosos, la volveremos a ver. Pero no puedo eludir mi destino. No teníamos más remedio que huir y Astoria lo sabe. —Su despedida había sido demasiado breve y cuando Brennus intentaba quedarse un poco más, la nubia le había besado suavemente y le había empujado hacia la puerta. Astoria sabía lo mucho que significaban para su amante las palabras de Ultan. «Sigue tu destino», le había susurrado.
Brennus suspiró profundamente.
Romulus sabía cómo se sentía.
Las consecuencias de la pelea habían sido devastadoras para ambos. La vida de Brennus como famoso gladiador había terminado y había perdido a su mujer. A Romulus le buscaban por asesinato y los dos eran fugitivos de la justicia. A no ser que Astoria hubiese conseguido llevarle su mensaje, Julia habría pensado lo peor de él por no haberse presentado a la cita. Los planes de Romulus de organizar una rebelión de esclavos se habían desbaratado y, aunque era libre, todavía parecía más improbable que volviese a ver a su familia y mucho menos que lograra rescatarla. En lugar de eso estaba navegando hacia el este como soldado del ejército de Craso.
Eso significaba que Gemellus quedaría impune.
Frunció el ceño al pensar en la sucesión de eventos fortuitos que le había llevado a estar sentado en la cubierta del Achules. Si no hubiesen salido del ludus. Si no se hubiesen parado frente al Lupanar. Si no hubiese matado a un noble.
Pero lo había hecho.
Romulus inspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco. Al igual que Brennus, tendría que confiar en los dioses. En Júpiter, el más grande y el mejor. Sólo él era capaz de alterar la situación en esos momentos.
—¡Arriad la vela! —gritó a los tripulantes más cercanos el segundo de a bordo, un experimentado optio[21]. Los barcos romanos nunca utilizaban las velas de noche, sino que recurrían a la potencia de los remos.
Los marineros obedecieron con presteza, tirando de las drizas que recogían la pesada tela en la verga del mástil. Cuando la vela estuvo plegada como él quería, el optio recorrió impaciente la cubierta del Achules, desteñida por el sol, asegurándose de que las catapultas estuvieran amarradas y no hubiese piezas sueltas.
El ruido sordo del tambor les llegaba a través de las maderas que tenían bajo los pies. Su ritmo determinaba la velocidad a la que debían remar los remeros. Acuciado por la curiosidad, Romulus ya había explorado las abarrotadas dependencias de los soldados en la cubierta del arsenal y el claustrofóbico espacio inferior donde los esclavos estaban encadenados y sentados en los bancos. Le daba escalofríos la idea de un confinamiento permanente respirando junto a otros doscientos hombres un aire caliente y viciado. A los remeros les daban mucha más comida que la que recibían los soldados a diario, pero no compensaba. La mayoría eran delincuentes o prisioneros de guerra que servirían ahí abajo hasta la muerte. Y se había dado el caso de enviar a esclavos corrientes a las galeras como castigo.
La libertad que Romulus había empezado a disfrutar de repente le parecía bastante frágil.
—Nadie nos encontrará, ¿verdad? —le susurró a Brennus.
Sonriendo, el galo le rodeó los hombros con su enorme brazo.
—Ahora estamos en la legión. Mientras estemos en condiciones de luchar, a nadie le importa un comino.
Romulus dirigió la mirada a su nuevo comandante, que estaba hablando con otro centurión, y al capitán del Achules. Bassius le había caído bien enseguida, pues tenía un carácter tranquilo que se contagiaba a los nuevos reclutas. Pocos parecían guerreros, pero sí bastante contentos de estar sentados en la cubierta que se balanceaba suavemente. No era de extrañar que el viejo oficial los hubiese tomado a él y a Brennus para esa unidad. Las dos centurias del trirreme, ciento sesenta hombres, estaban formadas principalmente por campesinos galos vestidos con túnicas y pantalones gastados y armados con espadas largas, lanzas y dagas. El resto de la cohorte de Bassius que había visto embarcar en el puerto presentaba un aspecto similar. Ahora se explicaba la actitud relajada del centurión con respecto a su condición. Aparte de los marineros, los gladiadores eran casi los únicos de aspecto aguerrido.
La necesidad que Craso tenía de conseguir miles de soldados mercenarios significaba que prácticamente todo hombre sano que había querido alistarse hubiese sido aceptado. Muchos campesinos sin tierras, víctimas de la campaña de César en la Galia, buscaban trabajo. Tribus enteras habían sido desplazadas de sus tierras. Las noticias de las campañas debían de haber llegado hasta muy lejos para que aquellos campesinos hubiesen viajado hasta Brundisium.
Abajo hacía más calor y muchos hombres habían preferido dormir allí en lugar de hacerlo en cubierta, donde soplaba con fuerza la fría brisa marina. Romulus y Brennus se habían asegurado un hueco en la popa y se habían instalado cómodamente. Estaban sentados envueltos en mantas de lana, comiendo el pan y el queso que habían comprado en el ajetreado mercado cercano al puerto antes de embarcar.
—Que aproveche. —Brennus se metió un pedazo en la boca—. Puede que sean los últimos alimentos frescos que comamos durante un tiempo. A partir de ahora comeremos bucellatum y acetum.
—¿Qué?
—Una especie de galleta dura, seca y mísera, y vino agrio.
—Seguramente en Lidia podremos conseguir víveres, ¿no crees?
De pie, delante de ellos, apareció un hombre de complexión menuda, rostro delgado y cabello largo aclarado por el sol. En la oreja derecha le brillaba el oro de un zarcillo y de una mano le colgaba un bastón torcido.
—¿Os importa si me siento? —El desconocido se movía con soltura.
Brennus lo observó.
—Como quieras —respondió, dejándole sitio.
Romulus no se había fijado antes en aquel hombre de edad indeterminada, entre veinticinco y cuarenta años. Una coraza de cuero poco común, recubierta de anillos de bronce entrelazados, le protegía el pecho y llevaba falda con borde de cuero parecida a las que vestían los centuriones. A la espalda llevaba un hacha de guerra de doble cabeza y aspecto temible colgada de una correa corta. De un cinturón estrecho le pendía una bolsita y, en la cubierta, al lado de los pies, tenía un morral de cuero muy usado.
—¿Acabas de enrolarte?
—¿A ti qué te importa? —Romulus todavía no se sentía seguro.
El desconocido descolgó el hacha y se sentó suspirando. Del morral sacó un trozo grande de tocino seco del que cortó varias lonchas con una daga afilada.
—¿Queréis?
Al galo se le iluminaron los ojos.
—Gracias. ¿No te importa? Me llamo Brennus y él es Romulus.
—Yo me llamo Tarquinius.
Romulus le ofreció un trozo de queso y el recién llegado lo aceptó asintiendo con la cabeza.
Brennus señaló las hojas de hierro del hacha de Tarquinius.
—Un arma de aspecto temible.
—Tiene sus usos —respondió pasando la mano por el mango de madera con una sonrisa—. Y apuesto a que tú también sabes empuñarla en un momento de apuro.
—¡Seguro, si no queda más remedio! —Brennus golpeó la espada larga que se había llevado del ludus y los tres rieron.
Comieron en silencio. El sol se había puesto dejando una delgada línea roja en el horizonte que señalaba su paso. Pronto sería noche cerrada y el cielo se empezaba a llenar de estrellas.
—Durante el viaje sufriremos terribles tormentas —afirmó Tarquinius de repente—. Se perderán doce barcos, pero éste se salvará.
Los dos le miraron sorprendidos.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Romulus nervioso.
—Está escrito en las estrellas. —Su voz era profunda y sonora, casi musical.
«Habla como Ultan», pensó Brennus.
La brisa se intensificó unos instantes y Romulus se estremeció.
—¿Eres adivino?
—Algo parecido. —Hizo una pausa—. Pero también sé luchar.
Romulus no lo dudaba.
—¿De dónde eres?
—De Etruria —respondió Tarquinius con expresión ausente—. Al norte de Roma.
—¿Un ciudadano? —preguntó enseguida Brennus—. ¿Por qué no estás en una legión regular?
Tarquinius le miró a los ojos y sonrió.
—¿Qué hacen dos esclavos fugitivos en el ejército como mercenarios?
—¡Baja la voz! —exclamó el corpulento gladiador.
El etrusco arqueó una ceja.
—No somos esclavos —masculló Brennus.
—Entonces, ¿por qué tiene el muchacho una herida tan reciente en el brazo? —respondió Tarquinius—. Justo donde llevaría la marca.
Romulus se bajó la manga con aire de culpabilidad, pero ya era demasiado tarde. Al estirarse, se le había subido la tosca tela de la manga del jubón y había dejado al descubierto la reveladora cicatriz.
—Nos han atacado durante el viaje —masculló—. Los caminos son peligrosos, especialmente de noche.
Tarquinius arqueó una ceja.
—Y yo que pensaba que erais gladiadores.
Sus rostros sorprendidos lo decían todo.
—¡Yo… yo… era el mejor luchador de Roma! Compré nuestra libertad con mis victorias —soltó Brennus.
—Si tú lo dices. —Tarquinius toqueteaba el anillo de oro que colgaba de una cadena que llevaba al cuello. Estaba adornado con un escarabajo—. Nada que ver con la muerte de un noble, ¿no? —Olenus había sido vengado, pensó con satisfacción.
Los dos se pusieron tensos.
«¿Cómo es posible que lo sepa? —pensó Romulus alarmado—. No estaba allí».
Estaban en silencio cuando el galo puso una mano sobre la espada.
—No —respondió impávido.
Tarquinius no reaccionó a la mentira descarada.
—Yo tampoco quiero que se sepa que soy etrusco. Me he alistado en la cohorte como griego.
—¿De qué huyes?
—Todos tenemos algo que esconder. —Sonrió—. Digamos que, como vosotros, tuve que dejar Italia a toda prisa.
Se relajaron ligeramente.
—¿Hablas griego? —preguntó Romulus.
—Y muchas otras lenguas.
—¿Por qué nos cuentas todo esto? —Romulus se restregó con timidez la herida que debía mantener cubierta hasta que estuviese totalmente curada.
—Muy sencillo. Los dos tenéis aspecto de luchadores. Más de lo que puedo decir de esos pobres desgraciados. —Tarquinius sacudió la cabeza y miró desdeñosamente detrás de él. Definitivamente los galos eran campesinos y no guerreros.
Brennus los calibró con la mirada.
—Bassius los pondrá en forma a la fuerza. He visto peores especímenes convertirse en buenos soldados.
—Tal vez. Tú eres el guerrero. —Tarquinius metió otra vez la mano en el morral y sacó una pequeña ánfora. La descorchó con los dientes y se la ofreció a Brennus.
El galo no la aceptó.
—¿No confías en mí? —le dijo Tarquinius divertido antes de dar un buen trago y ofrecérsela de nuevo—. Tenemos un largo viaje por delante y nos esperan muchas batallas. ¿Por qué iba a ofreceros veneno?
—Disculpa. He pasado demasiados años en el ludus —respondió Brennus aceptando el vino—. Has compartido con nosotros alimentos y bebida y a cambio he sido grosero contigo. —Le tendió la mano derecha.
El etrusco se la estrechó con una sonrisa y la ligera tirantez que había habido desde que se había presentado desapareció.
—¿Y tú, Romulus? —Al adivino le bailaban los ojos—. ¿También eres mi amigo?
Romulus escogió cuidadosamente sus palabras.
—Seré tu amigo si tú eres mi amigo.
—¡Sabias palabras para un muchacho tan joven! —Tarquinius echó la cabeza atrás y volvió a reírse, lo cual llamó la atención de los galos más cercanos.
Se estrecharon las manos.
Durante un rato, los tres estuvieron sentados disfrutando del vino de Tarquinius y hablando sobre lo que podrían encontrarse en Asia Menor. A medida que la noche refrescaba, los otros reclutas se iban acurrucando y se dormían tapados con mantas de lana. Para deleite de Romulus, el etrusco sabía muchas cosas sobre su destino.
—Hace mucho calor, eso sí que os lo puedo decir.
—¿Más que en Roma en verano?
—Como en el horno de un panadero en Saturnalia. Y hasta donde alcanza la vista no se ve más que arena y rocas.
—Sigue siendo mejor que un crucifijo en el Campo de Marte —comentó Brennus.
—Cierto —contestó Tarquinius—. Pero Mesopotamia será como el mismo Hades.
—Pensaba que íbamos a Jerusalén.
Tarquinius bajó la voz.
—Casi nadie lo sabe todavía, pero nuestro general está listo para invadir el Imperio parto.
Romulus y Brennus le miraron incrédulos.
—Los partos viven en el desierto mesopotámico, al este de Judea —explicó Tarquinius—. Más allá del río Eufrates. —Rápidamente les dibujó el contorno de la geografía de la región.
Intrigado, Romulus asimiló la información.
—Continúa. —Brennus también estaba interesado.
—Roma está en paz con los partos desde hace unos años, pero Craso tiene intención de cambiar la situación.
—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió el galo.
—Antes de alistarme sacrifiqué un cordero a Tinia. Los romanos lo llaman Júpiter —respondió el etrusco—. Y el hígado me mostró claramente una campaña en Partía.
Brennus ya se mostraba menos desdeñoso. Ultan sabía leer el futuro en los órganos de los animales y había predicho con exactitud muchas cosas, incluida la aniquilación de su tribu. Se estremeció al recordar las últimas palabras que le había dicho el druida.
—Pero ¿por qué? —preguntó.
—¡Muy sencillo! Porque Seleucia, la capital parta, es inmensamente rica.
—Pero Craso ya es el hombre más rico de Roma —repuso Romulus. Lo había visto con sus propios ojos.
—El dinero no es lo único que mueve a Craso. Está cansado de las victorias de Pompeyo y de César. Una campaña militar victoriosa es la única forma que tiene de recuperar algo de gloria. —El etrusco se rió en la oscuridad—. Popularidad. Poder sobre el Senado y sobre la clase de los équites. Esto es todo lo que importa en Roma.
Hasta entonces Romulus sólo había tenido nociones vagas de la política y de la tremenda rivalidad entre los miembros de la clase dominante, pues como esclavo todo aquello apenas le afectaba. La vida había sido una lucha constante por la supervivencia y no había tenido tiempo para reflexionar sobre significados más profundos y sobre quién controlaba qué. Pero las palabras de Tarquinius tenían mucho sentido: la nobleza controlaba la campaña, igual que había controlado los combates entre gladiadores que habían dejado atrás.
No había derecho. Había creído que ya eran libres.
—Así que ésta no es más que otra invasión romana. —En la voz de Brennus se palpaba la indignación—. ¿Nunca van a estar satisfechos?
—Sólo cuando hayan conquistado el mundo —respondió Tarquinius.
El grandullón miró las estrellas pensativo.
—Han pasado casi cuatro siglos desde que mi pueblo fue vencido. Sin embargo, todavía lloro por la derrota. —Tarquinius suspiró—. Igual que te debe de pasar a ti con la desaparición de tu tribu.
El rostro de Brennus se llenó de ira.
El etrusco alzó ambas manos con las palmas abiertas en un gesto conciliador.
—Hace poco pasé por la Galia Transalpina. Me hablaron de la última batalla de los alóbroges. Dijeron que habían muerto miles de romanos.
Los ojos de Brennus rezumaban orgullo.
—¿Qué te hace pensar que soy alóbroge?
Tarquinius sonrió.
—No mucho. Las trenzas que llevabas hasta hace poco. La espada larga. Tu forma de hablar.
El galo se rió y Romulus se tranquilizó.
La madera del barco crujía suavemente al deslizarse por el agua.
Romulus casi nunca había pensado en la responsabilidad de los romanos en el sufrimiento de otros pueblos. De repente, al ver la emoción en el rostro de Brennus, la verdad le golpeó con fuerza. El hecho de que los luchadores del ludus fuesen de una docena de etnias distintas se debía a las tendencias beligerantes de la República. Al igual que en el caso de Tarquinius y de Brennus, sus tribus habían sido masacradas por sus riquezas y sus tierras. Roma era un Estado basado en la guerra y en la esclavitud. De repente, Romulus se sintió avergonzado de su sangre.
—Algunas razas están destinadas a ser más grandes que otras y no se detendrán ante nada para conseguirlo. Ese es el caso de los romanos —declaró Tarquinius, leyéndole el pensamiento—. Eso no te hace responsable de sus actos.
Romulus suspiró al recordar a Gemellus despotricando sobre cómo hacía tiempo que se habían trastocado los principios de la República. Parecía que lo único que importaba ya era que nobles como Pompeyo, César y Craso conservaran el poder, utilizando para enriquecerse la sangre de hombres comunes y esclavos. Una verdad escalofriante. Romulus juró en silencio que, una vez acabada la campaña, nunca más se sometería al sistema romano.
—Lo que sucede está predestinado. Cuando llegó su hora, Etruria cayó. Ahora la influencia de Roma va en aumento.
—¿Nada pasa por casualidad? —preguntó Romulus.
—Nada —respondió Tarquinius con seguridad—. Ni siquiera que tú y tu hermana fueseis vendidos. Ni este viaje. O tu futuro.
A Romulus se le erizó el vello de la nuca.
—¿Cómo sabes lo de Fabiola?
Pero el etrusco estaba en pleno discurso.
—Y mientras tanto la Tierra no para de dar vueltas. Nosotros simplemente la seguimos.
—¡Hasta los tontos saben que la Tierra es plana! —exclamó Brennus.
—No. Sabes mucho, pero la Tierra es redonda, no es plana. Por eso podemos viajar alrededor sin caernos.
El galo estaba sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Pasé mi infancia con un gran maestro: Olenus Aesar. —Tarquinius inclinó la cabeza.
Satisfecho, Brennus asintió respetuosamente. A Ultan sus predecesores también le habían inculcado los secretos de la sabiduría druida. Quizá Tarquinius pudiese aclarar la profecía del anciano.
—Quiero aprender cosas como ésa —afirmó Romulus con entusiasmo.
—Todo será revelado. —El etrusco estaba tumbado, con las piernas estiradas sobre la cubierta—. ¿Sabes leer y escribir?
Romulus dudó.
—No —reconoció.
—Yo te enseñaré.
Se moría de ganas de hacerle más preguntas, pero Tarquinius se había dado la vuelta para contemplar el cielo nocturno. Romulus estaba tendido sobre la manta, disfrutando del roce del aire fresco sobre la piel. Las revelaciones de su nuevo amigo eran increíbles. Nadie del Achules los conocía antes de embarcar, sin embargo Tarquinius sabía lo de Fabiola y lo de la tribu del galo. Y lo que había pasado a las puertas del burdel. Estaba claro que, aparte de la capacidad mística, el etrusco también sabía leer y escribir. Habilidades excepcionales.
Aprender a escribir con un punzón sería el primer paso de Romulus hacia la verdadera libertad. Sus dudas sobre abandonar Italia empezaron a disiparse. Con dos amigos como Brennus y Tarquinius, no había mucho de lo que preocuparse.
El galo roncaba con fuerza en la oscuridad, ajeno a todo. El ruido mantuvo a Romulus despierto un rato.
—¿Tarquinius? —susurró, todavía con ganas de hablar.
—¿Qué quieres?
—Tú sabes de dónde venimos Brennus y yo. Nuestros orígenes. —«Que maté a Caelius», pensó estremecido.
—Más o menos.
—Entonces dime qué escondes. —Aunque estaba oscuro, Romulus notó la mirada del etrusco.
—Otro día. Ahora no.
Sentía mucha curiosidad, pero la respuesta de Tarquinius era tajante. Romulus cerró los ojos y se durmió.
Tras varios días de viaje, se desató una fuerte tormenta sobre la flota que hundió una docena de trirremes y desperdigó el resto por el mar. Cientos de legionarios y de marineros se ahogaron; sin embargo, el Achules no sufrió ni un rayón en la madera. Tarquinius no dijo nada, pero Brennus empezó a mirar a su nuevo amigo con respeto. Acostumbrado a las historias de adivinos bribones en los templos, Romulus no estaba tan seguro. Al fin y al cabo, era otoño.
Fuera cual fuese la razón del mal tiempo, se trataba de un mal comienzo para la campaña de Craso y entre las embarcaciones empezaron a circular rumores de mala suerte. No parecía que a Tarquinius le perturbasen, cosa que tranquilizó a Brennus. Pero no pasó nada más que pudiese preocupar a los supersticiosos soldados y Romulus se olvidó de las predicciones del etrusco.
La flota siguió navegando y pasó junto a cientos de islas que formaban la costa de Grecia. Los barcos, que sólo podían aventurarse en mar abierto dos o tres días, se mantenían cerca de la costa. La habilidad de los romanos en la guerra terrestre no se aplicaba a la construcción de barcos. Los trirremes se construían para navegar a lo largo de las costas controladas por la República y mantener la paz, la pax Romanum.
Todos los días al atardecer la flotilla echaba anclas para que los remeros pudiesen descansar. Se enviaban grupos de hombres armados a tierra para que llenasen los barriles de agua en los ríos y en los arroyos. La comida era tal como había dicho Brennus: masa dura y vino agrio. Pocos de los nuevos soldados se quejaban. Estaban contentos de comer dos veces al día.
En varias ocasiones, Romulus vio playas enteras llenas de armazones quemados de barcos, prueba de la derrota que Pompeyo había infligido a los cilicios. Los despiadados piratas llevaban décadas asaltando barcos y esto había costado a Roma una fortuna en mercancías perdidas. Diez años antes, y tras una corta persecución por el Mediterráneo oriental, Pompeyo había acorralado a los renegados y los había aplastado. La victoria le valió una enorme popularidad.
Desde entonces, unos cuantos piratas habían regresado a la zona, pero no se habían atrevido a atacar a un ejército infinitamente superior. Un día, Romulus y sus compañeros vieron un grupo de elegantes navíos de aspecto amenazador a la entrada de una pequeña ensenada, a sólo unos cientos de pasos de distancia. Desde cubierta, unos hombres de piel morena los miraban con nerviosismo.
Pero no hubo batalla, pues los capitanes de Craso tenían orden estricta de no retrasarse.
Brennus levantó la espada larga y gesticuló.
—Venid y luchad.
—Atacan a los débiles —observó Tarquinius—. No a una flota con miles de soldados.
—¡Hace demasiado tiempo que no he participado en un combate!
El etrusco se volvió para mirar a los piratas.
—Dentro de poco podréis luchar como queréis —dijo Bassius, que había oído el alboroto e intervenido creyendo que evitaba una pelea—. Ahora, calma.
—Sí, señor. —El rostro del galo cambió de expresión.
—¡Venga, Brennus! —Romulus hacía tiempo que sabía que ejercía una influencia tranquilizadora sobre su amigo—. Enséñame esos movimientos de los que estabas hablando. ¿Le parece bien, veterano centurión?
Bassius sabía que el viaje aburría a dos de sus mejores soldados.
—No quiero heridas —dijo secamente—. Envainad las armas.
La pareja se apresuró a obedecer. Al darse cuenta de que iba a haber un poco de acción, los reclutas formaron rápidamente un círculo en la cubierta. Brennus y Romulus entrenaban todas las mañanas y ya todo el mundo había deducido que eran luchadores profesionales. Los dos hombres habían ayudado a Bassius a enseñar a los más entusiastas algunas técnicas básicas.
Brennus se agachó, con cara de pocos amigos.
—Vamos a ver si te desinflamos un poco.
Romulus señaló la barriga del galo.
—¡Estás engordando con tanto descanso!
Riéndose, el enorme guerrero levantó su espada larga, cuya hoja letal estaba cubierta por una funda de cuero.
Romulus se le acercó despacio, con los pies descalzos bien asentados sobre la cubierta caliente.
Tarquinius sonrió al observar a Brennus y a su joven protegido entrenarse. Llevaba muchos años sin confiar en nadie; sin embargo, los dos fugitivos se estaban convirtiendo en buenos amigos.
Había recordado las palabras de Olenus muchas veces desde que los había conocido. «Un viaje a Lidia en barco. Allí entablas amistad con dos gladiadores».
—Por una vez, te equivocaste —suspiró irónicamente el etrusco—. Los he conocido en el viaje. No al llegar allí.
Tras haber navegado cientos de millas desde el talón de Italia hasta las costas de Asia Menor, los trirremes de Craso por fin se adentraron en una bahía deshabitada, ancha y poco profunda, que llenaron de parte a parte. Una larga playa bordeaba el mar. La tierra que se veía por encima de la playa tenía un color ocre menos acogedor. El sol colgaba de un cielo azul sin viento. Los soldados y marineros quemados por el sol tenían un calor espantoso. En el agua cristalina debajo del Achules, Romulus veía los peces nadando alrededor de la gran ancla de piedra.
Enviaron a tierra un cordón protector de legionarios para asegurar que las fuerzas desembarcasen sin peligro de ataque. Durante dos días, mientras el ejército desembarcaba cargado con toneladas de pertrechos y alimentos, reinó un caos organizado. Sólo las muías, rebuznando y tan enfadadas como siempre, nadaban hasta la playa voluntariamente.
Los irregulares de Bassius tenían que caminar con el agua hasta el pecho. Como no sabían nadar, Romulus, Brennus y los demás intentaban intranquilos llegar a tierra, mientras Tarquinius nadaba con seguridad alrededor de ellos riendo. Al emerger del agua en la arena, el etrusco se echó la melena hacia atrás para secársela con las manos. Al hacerlo, Romulus le vio una marca triangular a un lado del cuello.
Rápidamente, Tarquinius dejó caer los rizos rubios en su sitio.
—¿Qué es eso?
—Una marca de nacimiento.
—Tiene una forma extraña.
Sin hacerle caso, Tarquinius se agachó y empezó a revisar los artículos que había colocado en una vejiga de cerdo antes de saltar de la cubierta del Achules.
A Romulus le comía la curiosidad, pero no tuvo oportunidad de preguntar. Bassius ya les estaba gritando, pues quería que sus hombres se pusiesen en marcha.
Craso supervisaba la operación desde una zona elevada de la costa. Habían levantado un pabellón enorme para que el general disfrutase de todas las comodidades, pero los soldados trabajaban duramente con una temperatura abrasadora. Llena de alfombras, mesas, camas y con habitaciones separadas, la tienda de campaña de cuero serviría de centro de mando durante la campaña. Incluso había varias prostitutas traídas por Publio para dar placer a los oficiales de mayor rango.
Una bandera roja —la vexillum— colgaba lánguidamente de un poste clavado en el suelo. Indicaba a todos los soldados la ubicación de Craso. Legionarios escogidos a dedo hacían guardia día y noche, mientras mensajeros y trompetas se colocaban cerca para transmitir las órdenes.
Bassius estaba al mando de una cohorte —seis centurias— de irregulares. Se habían formado diez cohortes para luchar junto a los regulares y la unidad del veterano centurión había sido adscrita a la Sexta Legión. Cuando todos los hombres estuvieron en tierra, Bassius les gritó para que ocupasen sus posiciones en la arena. La Sexta ya estaba esperando, con todas las cohortes bien instruidas, una detrás de otra.
—¡Moveos! —A Bassius no le impresionaba la torpeza de sus cuatrocientos ocho reclutas. El y otros centuriones los habían entrenado a bordo, pero no había sido suficiente—. ¡Por Júpiter, los soldados de verdad se están riendo de nosotros!
Cuando los mercenarios hubieron ocupado sus posiciones, sonaron las trompetas y las filas delanteras avanzaron siguiendo a los regulares. Cuatro legiones habían desembarcado en la misma playa hacía varias semanas y montado grandes campamentos provisionales a cierta distancia, más hacia el interior. La Sexta no había marchado mucho tiempo cuando llegaron a ellos. Los fuertes, en forma de baraja de naipes, consistían en murallas de tierra de la altura de un hombre. La tierra que se utilizaba en la construcción de esas murallas provenía de las profundas trincheras que rodeaban el perímetro. En las altas torres de vigilancia de las esquinas, los centinelas hacían guardia. Sólo una entrada se abría en el centro de cada lado. Dos calles rectas conectaban las cuatro puertas, dividiendo el campamento en partes iguales. Los cuarteles generales de la legión estaban situados en el cruce y, alrededor de éste, cada centuria tenía una posición asignada que nunca variaba.
Las bucinae tocaban órdenes. Rápidamente la mitad de la legión se abrió en abanico formando una cortina alrededor del resto.
—Es hora de trabajar en serio —gritó Bassius—. Dejad todo el equipamiento excepto las armas y las palas.
El veterano centurión sabía lo que estaba haciendo. Dirigió a los hombres a la sección de lo que sería el perímetro y habló brevemente con un oficial regular. Al poco, los hombres de Bassius sudaban y maldecían mientras cavaban.
Romulus había visto pocas veces tanta diligencia como la de los legionarios que tenía cerca cavando zanjas y terraplenes: cientos de hombres trabajando al unísono. Parecía que los soldados de la República no sólo eran luchadores, sino también albañiles e ingenieros.
Romulus empezó a sentirse de nuevo orgulloso de ser romano, a pesar de que los pueblos de sus dos amigos hubieran sido aplastados por el poder de Roma. Resultaba difícil no sentirse impresionado por la precisión y la disciplina que demostraba el ejército de Craso. Cada hombre parecía saber exactamente lo que tenía que hacer. Tres horas después, hilera tras hilera de tiendas fueron levantadas ordenadamente tras las nuevas murallas de protección. Todos los centuriones se colocaron en sus respectivas posiciones, marcadas por un estandarte especial de tela. Bassius situó a los mercenarios al lado de la caballería de Publio.
En el Achules les habían dado una tienda grande de cuero de las que utilizaban los legionarios regulares, pero hasta entonces no la habían necesitado. A Bassius le había parecido bien que Romulus, Brennus y Tarquinius sirviesen en el mismo contubernium, un grupo de ocho hombres que vivían y cocinaban juntos. Los amigos habían conocido a sus cinco compañeros durante el viaje. Varro, Genucius y Félix eran adustos campesinos de la Galia Cisalpina, expulsados de su tierra por los romanos. Josefo y Appius, bajos y astutos, eran de Egipto, exiliados a causa de delitos que ellos apenas insinuaban.
No llevaban mucho tiempo descansando alrededor de las tiendas cuando Bassius pidió permiso a uno de los tribunos para empezar a adiestrar a su cohorte. El veterano ya estaba harto de no hacer nada. Flanqueado por los otros cinco centuriones, Bassius, de pie, con los brazos en jarras, observaba a los sudorosos mercenarios.
—Ya es hora de empezar un adiestramiento militar serio. Ya habéis tenido tiempo suficiente para tocaros las narices.
La mayoría de los mercenarios parecían descontentos, sin embargo Brennus se frotó las manos con regocijo.
—¡A formar! ¡Atención!
Los irregulares enseguida formaron filas con la mirada al frente, como les habían enseñado.
—¡Derechos! —Bassius caminaba entre las filas enderezando las espaldas, golpeando las barbillas con su vara de vid—. ¡Imaginad que tenéis columna, incluso aunque no la tengáis!
Al final el viejo centurión quedó satisfecho; ordenó a varios hombres que cargasen unas pesadas estacas de madera de intendencia y sacó a la cohorte del concurrido campamento para llevarla a un terreno llano que había delante.
Otros centuriones habían tenido la misma idea. La zona estaba llena de irregulares corriendo, saltando y entrenándose en la lucha. Tras las largas semanas en el mar, los oficiales del ejército de Craso sabían que tenían que poner a los hombres rápidamente en forma. Pasarían dos meses hasta que toda la hueste estuviese lista para marchar hacia el este, poco tiempo para convertir a campesinos en soldados adiestrados.
—¡Parece que estamos en el palus otra vez!
—¡Dioses del cielo! —exclamó Brennus riendo—. Lo único que nos faltaba. Sería mejor echar una buena carrera.
Una vez clavadas a martillazos las estacas en la tierra dura como una piedra, Bassius y sus compañeros empezaron a adiestrar a los grupos de reclutas en el manejo básico de las armas. Romulus y sus amigos sólo tuvieron que cortar y embestir el palus un par de veces para que Bassius los considerara muy expertos. Los tres se quedaron de pie mirando cómo ponían a prueba a los desconcertados galos. El veterano había conseguido espadas de madera y escudos de mimbre para el adiestramiento, el doble de pesados que los de verdad, y estaba haciendo trabajar duro a los sudorosos soldados. Era el mismo método que se utilizaba en las escuelas de gladiadores.
—¿Qué creéis que estáis haciendo? —bramó Bassius al trío al cabo de unos instantes—. ¡Aquí no se queda nadie parado! Cuatro vueltas al perímetro. ¡Al trote!
Romulus se mantuvo al lado del sonriente galo mientras corrían siguiendo la trinchera defensiva que rodeaba el campamento.
Brennus empezó a relajar los hombros.
—Justo lo que necesitamos —dijo.
Tarquinius contemplaba en silencio cómo las legiones tomaban posiciones. Romulus le oía murmurar.
—Craso tiene demasiada infantería. ¡Qué loco!
—¿Qué pasa?
—Mira. —El etrusco señaló a los miles de legionarios que se adiestraban al sol abrasador—. No hay soldados de caballería.
A Romulus le resultaba difícil no sentirse impresionado por la magnífica estampa de tantos soldados moviéndose al unísono, pero frunció el ceño cuando comprendió lo que Tarquinius quería decir. En las antiguas batallas mencionadas por Cotta habían participado muchísimos soldados de caballería. Constituían una parte vital de cualquier ejército.
—Los únicos que he visto son los galos que están al lado de nuestras hileras de tiendas y un par de cohortes de íberos. Apenas dos mil. —Tarquinius se secó la frente—. No es suficiente.
Brennus golpeó el aire con los puños, para indicarle a Romulus que hiciese lo mismo.
—Treinta mil soldados de infantería pueden aplastar al enemigo —dijo jadeando. Todavía le resultaba extraño servir en el ejército romano. El mismo que había aplastado a su pueblo.
—La cantidad no lo es todo. Acuérdate de Aníbal —replicó Romulus—. Muchas de sus victorias contra ejércitos más numerosos se debieron a su caballería.
A Tarquinius le pareció un comentario acertado.
—Y los partos casi no tendrán soldados de infantería.
—Entonces, ¿cómo van a luchar? —preguntó Brennus sorprendido.
—Con arqueros montados. Atacan en oleadas rápidas, disparando flechas. —Tarquinius tensó un arco imaginario—. Una lluvia de flechas.
—Dos mil caballos pasarán apuros para frenarlos —añadió Brennus.
—Exacto. Y eso antes de que se lancen a la carga los catafractos.
Como Romulus y Brennus no entendían a qué se refería, se lo aclaró:
—Catafractos, jinetes y caballos con armadura completa.
Romulus estaba intranquilo.
—¿Seguro que Craso lo sabe?
—Confía en el rey de Armenia —respondió Tarquinius pensativo—. Artavasdes tiene seis mil soldados de caballería.
—Entonces está bien, ¿no?
—Si Craso no desaprovecha la oportunidad.
Esperaron a que continuase. Se levantó un viento fuerte y Romulus tiritó. El ejército parecía invencible.
Parecía.
—¿Qué quieres decir? —Brennus también estaba preocupado.
—Primero tenemos que marchar por Asia Menor hasta Siria y Judea —respondió el etrusco sin darle importancia—. Las estrellas y las corrientes marinas muestran varios resultados posibles.
Brennus se relajó. Durante el viaje había aprendido a confiar sin reservas en Tarquinius; había acertado en sus predicciones sobre el mal tiempo y los piratas prácticamente siempre.
—Si Craso nos hace marchar hacia Armenia con Artavasdes —continuó Tarquinius—, podríamos estar festejando en Seleucia dentro de dieciocho meses.
Pero Romulus albergaba dudas sobre las palabras de Tarquinius, que simplemente abarcaban todas las posibilidades. Todavía no creía en los poderes del adivino. El joven soldado se había convencido de que Tarquinius debía de haberlos oído, a Brennus y a él, hablar de la pelea delante del burdel. Y lo de adivinar una tormenta excepcional y la presencia de piratas en aguas remotas no se podía decir que fuese una prueba de habilidad mística.
La sola mención de Seleucia produjo escalofríos a Brennus. «Ningún alóbroge había viajado hasta tan lejos —pensó—. ¿Es ahí donde terminará mi viaje?»
Siguieron corriendo y pasaron delante de un grupo de oficiales de alto rango agrupados en torno a un hombre bajo y fornido en el exterior de uno de los campamentos. Ni uno solo miró a los tres soldados que pasaban. La luz del sol se reflejaba con intensidad en el peto dorado de la figura central.
Craso estaba planeando la campaña.
—Nuestro destino está en sus manos —afirmó Romulus.
—Ya está decidido —declaró Tarquinius—. Nuestros destinos no están unidos para siempre. Y el destino de Craso es suyo.
Romulus aligeró el paso. Ya se había hablado demasiado sobre malos augurios y mala suerte. Todo lo que quería hacer era esforzarse al máximo físicamente y olvidar todo lo demás un rato. Sus amigos le guiarían cuando lo necesitase. A pesar de las predicciones de Tarquinius sobre las carencias del ejército, resultaba difícil imaginar cómo un ejército de semejante envergadura podía fallar.