Esa noche, tarde, dejaron a los tracios roncando en la celda. Romulus salió sigilosamente detrás de Brennus a la zona de entrenamiento, que estaba a oscuras, y cerró la puerta con cuidado. El ludus estaba en silencio. Los gladiadores se levantaban temprano y se acostaban al anochecer.
Las nubes ocultaban parcialmente las estrellas, así que no había demasiada luz cuando caminaron hacia la pesada puerta de hierro que separaba la escuela de las calles de Roma.
—¿Quién anda ahí? —La voz denotaba temor—. ¡Es tarde!
—Tranquilo, Severus. Soy yo.
—¿Brennus? —Un guarda gordo, de mediana edad, surgió de la oscuridad con la mano en la empuñadura de la espada—. ¿Qué quieres a estas horas?
—Romulus y yo hemos pensado en ir a tomar un trago.
—¿Ahora?
—Nunca es demasiado tarde para un vaso de vino, Severus.
—Memor me cortará el cuello si se entera de que os dejo salir.
—Me debes unos cuantos favores.
El gladiador medio calvo dudó.
—¡Venga ya! —Brennus rió con complicidad—. ¿Qué me dices de los tres mil sestercios que me pediste?
El rostro de Severus tenía una expresión atormentada.
—¿Cuánto tiempo?
—Unas cuantas horas. Estaremos de vuelta antes de que te des cuenta.
Severus arrastró los pies.
Brennus puso toda la carne en el asador.
—Esos prestamistas son implacables —añadió—. Es mejor no enfadarlos.
El guarda se hizo rápidamente con un gran manojo de llaves que llevaba en el cinturón y los acompañó hasta la puerta. Escogió una, la introdujo en la cerradura y la giró con facilidad. La puerta se abrió silenciosamente y Romulus se dio cuenta de que la habían engrasado.
—Mañana por la mañana tendrás el dinero —susurró Brennus cuando cruzaron la puerta.
—Aseguraos de volver antes del amanecer —contestó Severus—. ¡O mi vida correrá peligro!
Romulus se estremeció cuando la puerta se cerró con un sonido de irrevocabilidad. Esperaba que Memor estuviese bien dormido. Siguió cauteloso a su amigo, que caminaba con seguridad. Ambos iban armados con espadas y vestían lacernae.[17]
La luna en cuarto creciente añadía una luz tenue a las escasas estrellas visibles. Más adelante todavía se veía menos a causa de los edificios de tres y cuatro plantas que los rodeaban. Sin embargo, Brennus parecía tener un sexto sentido para orientarse en la penumbra estigia.
—¡Qué silencio!
—La gente decente está encerrada en su casa.
De vez en cuando, las risas que se oían detrás de la pared lisa de una casa o una taberna rompían el silencio que reinaba mientras caminaban por las calles más estrechas. Las tiendas estaban cerradas con tablas, las puertas de las casas de vecinos, atrancadas, los templos, vacíos y a oscuras. Aquí y allá merodeaban perros buscando restos de comida. Pasaba muy poca gente, y la que pasaba desviaba la vista. Ni siquiera los matones de los collegia apostados en todas las esquinas se atrevían a molestar al galo y a su compañero: dos hombres fornidos, claramente armados.
—Si alguien se nos acerca, mira al cabrón a los ojos —le aconsejó Brennus—. Quienes están en la calle a estas horas no tienen buenas intenciones.
—¿Incluidos nosotros?
El galo se rió.
—Simplemente estate preparado para pelear en cualquier momento.
Romulus comprobó si la espada estaba suelta en la vaina.
—¿Por qué no hay vigilantes?
—Hace años que el Senado habla de poner vigilancia, pero nunca llegan a un acuerdo.
Poco después, Brennus se agachó a la entrada de un callejón estrecho. Se volvió y le hizo señas.
—Mira por dónde pisas.
Olía muy mal. Era el olor inconfundible a orina y heces humanas. Siguió a Brennus con cuidado e intentó no pisar la fuente de aquel hedor.
Enseguida llegaron a una puerta de madera reforzada con gruesas tiras de hierro. Se oía música y voces de hombres procedentes del interior.
—¡Macro! ¡Abre! —Brennus golpeó la puerta con el puño cerrado—. ¡Qué nos morimos de sed!
El barullo que había en el interior se calmó un momento. Brennus levantó la mano disponiéndose a llamar nuevamente cuando la puerta se abrió. El hombre más enorme que Romulus había visto en su vida asomó la cabeza calva.
—¿Cuántas veces te lo he dicho, Brennus? Tres golpes ligeros.
—Estoy seco, Macro.
—Ni que fuese la última taberna de Roma. —El portero les hizo señas para que pasasen—. La próxima vez no hagas tanto ruido.
—Lo recordaré.
Macro se sentó en un taburete y siguió refunfuñando.
—Demos gracias a los dioses de que no vendieran a ese gigante al ludus —masculló Brennus—. ¿Te imaginas tener que luchar contra él?
Romulus negó con la cabeza. La idea de enfrentarse a Macro en la arena resultaba aterradora.
Mientras se abrían paso entre las mesitas de madera, Romulus se empapó del ambiente. Era la primera taberna que visitaba. Unas antorchas de junco ardían a intervalos regulares en los soportes de las paredes dando una luz tenue. El suelo de losas de piedra estaba lleno de trozos de cerámica, huesos roídos y vino derramado. Un suave murmullo de conversación llenaba el ambiente.
La taberna, llena de humo, estaba abarrotada de legionarios de permiso con túnica marrón hasta la pantorrilla ceñida con cinturón. Las sandalias típicas del ejército, con tachuelas, sobresalían de debajo de las mesas y los bancos. El resto de la clientela era una mezcla de ciudadanos, comerciantes y delincuentes. Algunos miraban con curiosidad a los recién llegados, pero la mayoría bebía y se reía a carcajadas. Algunos cantaban desafinando o jugaban a los tesserae[18] En un rincón había un escenario bajo, donde varios hombres tocaban diversos instrumentos con desigual destreza. Las ligeras cadenas que llevaban en las muñecas delataban su condición de esclavos.
Romulus sonreía entusiasmado. Aquello era mucho mejor que quedarse en el ludus.
—Bebamos aquí. Es mejor quedarse de pie por si hay problemas. —Brennus dio una palmada en la barra de madera que ocupaba toda la pared trasera—. ¡Julia! ¡Sírvenos el mejor vino tinto que tengas!
—Hacía una eternidad que no veía a mi gladiador favorito —dijo la bonita muchacha de cabello oscuro que servía tras la barra—. Ya empezaba a pensar que te habían herido.
Brennus rió.
—Los dioses todavía me favorecen.
La muchacha parpadeó con coquetería.
—¿Quién es este guapo joven?
Romulus bajó rápidamente la vista, consciente de que había estado mirando los pechos de Julia.
—Romulus.
Julia sonrió todavía más.
—¿El Romulus del que me hablaste?
Brennus asintió con la cabeza y agarró por el hombro al chico.
—Un buen amigo mío. Algún día también será un gran luchador. —Le dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de derribarlo.
—Encantada de conocerte. Todos los amigos de Brennus son amigos míos.
Romulus se puso rojo como un tomate y no supo qué decir. Aparte de Astoria, prácticamente todas las mujeres que había conocido desde su llegada al ludus eran prostitutas.
—¿Nos vas a dejar aquí de pie? —Brennus se había percatado de su incomodidad—. Estamos completamente secos.
—Descuida. —Rápidamente Julia colocó dos vasos de madera delante de ellos. Con una fioritura, sacó una pequeña ánfora—. ¡Un falerno de buena cosecha! Lo reservaba para ti.
—¡Por Belenus! —Brennus sonrió encantado—. ¡Eres un sol! —Y con una palmada puso un áureo en la barra—. Avísame cuando se te acabe. Y quédate como mínimo diez sestercios para ti.
—Que los dioses te bendigan. —La moneda de oro desapareció antes de que Romulus hubiese tenido tiempo de parpadear—. Llámame cuando quieras algo más. —La camarera se agachó para cruzar una puerta baja que conducía a la bodega y desapareció.
—Es muy guapa. —Romulus notó una sensación en la entrepierna y se estrujó el cerebro buscando algo ingenioso que decir la próxima vez que Julia apareciese.
—Ni lo pienses. —Brennus rompió el sello de cera y sirvió para los dos generosos tragos—. Pertenece al propietario de la Liberna. A Macro le pagan más para asegurarse de que nadie la toca.
—¿Quién es el propietario?
—Publio, hijo de Marco Licinio Craso. Que casualmente es el hombre más rico de Roma. No es alguien a quien convenga cabrear.
Romulus aguzó el oído.
—¿Craso? —El recuerdo repentino de su antigua vida le resultó chocante. La vida en el ludus no dejaba tiempo para pensar en el pasado—. He estado en su casa.
—¿De verdad? —Brennus se bebió un trago de vino y lo saboreó—. ¿Cuándo?
—Gemellus me envió allí una vez. Poco antes de venderme.
—¿Qué viste?
—Sólo el vestíbulo. Era increíble: suelos de mármol, bonitas estatuas, ya te lo puedes imaginar. También vi a un noble, de tu edad aproximadamente.
—Craso tiene como mínimo sesenta años —dijo Brennus pensativo—. Debía de ser Publio.
—El portero me dijo que había luchado en la revuelta de los esclavos.
—¿Un esclavo de ese tipo bajo el mismo techo que el vencedor de Espartaco? —El galo arqueó las gruesas cejas—. No me parece muy probable.
—Parecía sincero.
—Quienes mejor mienten siempre lo parecen.
—Pero sabía cómo había empezado todo —protestó Romulus—. Y se emocionó demasiado para estar mintiendo.
Brennus parecía interesado, así que Romulus le contó, cada vez más entusiasmado, la historia de Pertinax.
—Una historia conmovedora. —El galo levantó el vaso para brindar sin decir nada—. Pero mira en qué acabó todo: en seis mil cruces en la Vía Apia y ese pobre desgraciado al servicio de Craso. Y nosotros en el Ludus Magnus.
—¡No tiene por qué ser así! A ti y a Sextus os seguirían si os enfrentaseis a los romanos —insistió Romulus—. Al final Espartaco tenía un ejército de ochenta mil hombres, todos antiguos esclavos. Podría funcionar.
Al galo le brillaban los ojos.
—Con Memor en pie de guerra, nuestra vida va ser mucho más dura —reconoció—. Pero esto hay que pensarlo mucho. Hablaremos con Sextus y veremos cuál es la situación. Decidiremos a quién más podemos implicar.
—Que sea pronto —le advirtió Romulus.
—Ya lo sé —dijo Brennus con tristeza antes de apurar el vaso de vino—. Vamos a disfrutar de esta noche.
Satisfecho, Romulus asintió con la cabeza. No veía la necesidad de presionar más a su amigo. Brennus se había tomado sus palabras en serio.
El enorme gladiador miró con indiferencia a su alrededor.
—¿Crees que habrá lío?
—Llámalo la voz de la experiencia. —El galo hizo crujir los nudillos—. Aquí siempre pasa algo, como mínimo una vez por noche.
—Nada de peleas, ¿de acuerdo?
—Ya lo sé. Podemos limitarnos a mirar.
Romulus imitó a Brennus y se colocó de espaldas a la barra.
Poco después oyeron que alguien levantaba la voz porque no estaba de acuerdo con el resultado de una partida depetteia.[19] El tablero de madera tallada saltó por los aires y las piedras blancas y negras se esparcieron por el suelo. Cesaron las conversaciones. Seis legionarios, con la cara roja por efecto del alcohol, empezaron a empujarse a ambos lados de la mesa. Se insultaron y se dieron un par de puñetazos antes de que Macro interviniera rápidamente.
El plan del portero era muy sencillo. Agarró a dos legionarios y golpeó la cabeza de uno contra la del otro. Soltó los dos cuerpos flácidos como si fueran dos sacos de grano y se dio la vuelta para enfrentarse a los compañeros de los hombres que, enfrentados a la perspectiva de correr la misma suerte, se sentaron inmediatamente. Una vez terminada la pelea, los clientes se dedicaron a mirar el fondo del vaso con repentino interés. Macro hizo un gesto al grupo con el puño y se fue pesadamente hacia la puerta.
Poco a poco, el ruido iba en aumento.
Romulus se rió tontamente, divertido por la forma en que se había resuelto la pelea y el efecto en el resto de los clientes. Después de tres copas, el suave tinto empezó a saberle a ambrosía. Hizo ademán de coger el ánfora y se sorprendió cuando Brennus le agarró la muñeca.
—Ya es suficiente.
—¿Por qué? —preguntó, agresivo.
—Estás borracho. Y se supone que tenemos que evitar meternos en líos.
—Sé aguantar el alcohol. —Romulus era vagamente consciente de que arrastraba las palabras.
—¿De verdad? —El galo habló con severidad—. ¿Dónde has aprendido?
Romulus no respondió a la reprimenda y se calló malhumorado.
A los gladiadores sólo se les permitía beber un poco de vino con las comidas, que se servía según la costumbre romana, aguado. Brennus estaba acostumbrado a beberse el vino a secas, pero a Romulus se le subía a la cabeza.
Permanecieron de pie sin hablar un rato. Brennus bebió más vino, siempre atento por si había problemas. Romulus lanzaba miradas furtivas a Julia. Para su vergüenza, la voluptuosa esclava le pilló varias veces.
Al final, acabó acercándose.
Romulus la miró sin decir nada porque no se atrevía a romper el hielo.
—¿Cuántos años tienes? —Julia era directa.
—Diecisiete. —Con el rabillo del ojo vio que Brennus le miraba, pero afortunadamente el galo no lo desmintió—. Casi.
—Qué joven para ser gladiador. Sólo eres un año menor que yo. —Julia suspiró—. ¿Cómo acabaste en el Ludus Magnus?
—Me vendieron cuando mi amo se enteró de que entrenaba con una espada. —Una oleada de culpabilidad le recorrió el cuerpo y apretó la mandíbula—. No está tan mal. Siempre había querido aprender a luchar. Pero el cabrón dijo que también vendería a Fabiola. A un burdel. —Escupió las últimas palabras.
—¿Fabiola?
—Mi hermana melliza.
—¿Todo eso por utilizar un arma? —Julia chasqueó la lengua con compasión—. Seguro que hubo algo más.
De repente Romulus recordó las rabietas de Gemellus los días anteriores a su venta, su reacción al leer la respuesta de Craso. Tal vez Julia tuviese razón. Quizá no hubiese sido todo culpa suya. El sentimiento de culpabilidad se suavizó un poco y sonrió.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Julia parecía sorprendida por la pregunta—. Nací esclava. Me vendieron a los doce por mi aspecto físico. —Se encogió de hombros—. Debería de estar agradecida porque no me vendieron a un burdel como a tu hermana.
—Me alegro muchísimo —soltó Romulus.
—Qué tierno. —Julia sonrió—. A casi todos los hombres que vienen aquí sólo les interesa una cosa.
A Romulus le costaba tragar del esfuerzo por reprimir los pensamientos lujuriosos que le llenaban la mente.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Julia.
—No lo sé. No las he visto, ni a ella ni a mi madre, desde entonces.
—Yo tampoco sé nada de mi familia. —En el rostro de Julia se apreciaba la tristeza que la embargaba—. Tal vez algún día Publio me conceda la manumisión y pueda encontrarla.
—No me parece muy probable.
—No —admitió—. Publio no es un hombre generoso. Necesito mucho más dinero del que pueda ahorrar en toda mi vida. Los clientes tan generosos como Brennus no abundan.
—Yo compraría tu libertad —dijo, sin pensarlo—. Nos pagan bien en el ludus. Brennus gana una fortuna.
—¿Por qué ibas a hacer tal cosa?
Romulus hizo caso omiso de la pregunta.
—¡No deberías ser esclava!
—Tampoco deberían serlo los miles de esclavos que trabajan en las casas y en los talleres de Roma.
—Me gustas —se arriesgó a decir Romulus.
—Gracias. —Julia se inclinó para acariciarle la mejilla—. Pero ahorra para comprar tu propia libertad.
Con timidez, Romulus acercó su mano a la de ella. Estaba caliente. Le alegró ver que Julia no se lo impedía. El se la puso encima de la barra y le apretó la palma. Se miraron y sintieron enseguida una fuerte atracción.
—No quiero ser aguafiestas —masculló Brennus—, pero Macro se ha percatado de tus intenciones.
Romulus le soltó la mano y se dio la vuelta. El hombre montaña se acercaba deprisa. Julia fue a atender a un cliente. Dejó tras de sí un ligero olor a perfume.
—No toques a la esclava. —La amenaza era directa. El portero ya tenía la mano en la empuñadura de la daga—. Vuelve a tocarla y Brennus te llevará a casa hecho pedacitos, ¿entendido?
Romulus asintió con la cabeza, impasible. Estaba demasiado emocionado con la respuesta de Julia.
—¡Está prohibida! —Macro le hundió el grueso índice en el pecho para remarcárselo—. Recuérdalo, nene.
—¿Qué hacen todos esos soldados aquí? —El galo intervino con una tranquilidad que Romulus no había visto nunca—. No se les suele ver en la ciudad.
—Son hombres de Craso.
—¿No deberían estar en el campamento, fuera de las murallas? —Para evitar intentos de hacerse con el poder, no se permitía la entrada en la ciudad de muchos legionarios juntos.
—El Senado ha otorgado una dispensa especial. El general ha formado un ejército. Están de permiso hasta mañana por la mañana y Publio les ha prometido vino barato en la taberna. —Macro señaló el grupo más cercano—. Mañana inician la marcha a Brundisium para embarcarse hacia Asia Menor.
—¿Para qué van allí?
—¿A ti qué te importa? —Parecía que el portero se había calmado. Se restregó la cabeza rapada despreocupadamente mientras comprobaba que no había problemas en el local. No vio ninguno y le habló otra vez al galo—. He oído a algunos decir que empezarán con un ataque a Jerusalén.
—¡Jerusalén! —A Brennus se le iluminó la mirada—. Allí los templos tienen puertas de oro batido. —En el ludus había un reciario de Judea que contaba historias fantásticas de su patria.
Romulus no escuchaba. Miró a Julia, que esbozó una sonrisa radiante. Se le secó la boca de la tensión.
—¿Eh, Romulus?
—¿Qué? —Con sentimiento de culpabilidad, se quedó boquiabierto ante Brennus—. ¿Qué decías?
—Saquear Jerusalén no parece mala idea. —El galo le dio un codazo no muy suave.
—¡No aguanta el vino! —Macro no se había dado cuenta de lo que había pasado—. Mantenlo a raya, Brennus. —Con una carcajada, el inmenso esclavo se fue hacia la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró Brennus en cuanto vio que el otro no le oía—. ¿Mirar de esa manera? Si ese buey te ve otra vez, te arrepentirás.
—Quiero conocerla mejor —protestó Romulus—. Es preciosa.
—Macro mata a los hombres que no hacen lo que les dice.
A Romulus no iba a convencerlo.
—¿Qué harías si Memor se quedase con Astoria?
Brennus se quedó desconcertado.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no? —lo retó Romulus—. ¿Y si hubiese sido la compañera de cama de Memor antes de que tú la conocieses?
—No lo era. Aunque lo que dices no es descabellado. —Brennus sonrió—. ¿Tienes algo en mente?
—Necesito hablar con ella. —La camarera había acelerado el corazón de Romulus.
—¿Has olvidado el pequeño problema que representa Macro?
—Ahí entras tú.
El galo arqueó una ceja.
—Simplemente mantenlo ocupado unos minutos —rogó Romulus, y se olvidó de la decisión de pasar una noche tranquila.
—Yo no voy a luchar contra ese monstruo. —Brennus rió—. Quiero conservar toda la dentadura.
—Pues peléate con otro. —Romulus le señaló el local lleno de legionarios—. No necesito mucho tiempo.
—¿Tu primera vez, entonces?
Le dio un golpe al galo en las costillas.
—¿Puedes hacerlo o no?
Brennus sonrió.
—Nunca digo que no a una buena pelea. Siempre está bien hacer otra cosa que no sea matar hombres. Pero date prisa. Ya has visto a Macro en acción.
—Gracias.
Romulus miraba fascinado cómo Brennus escogía contra quién pelearse. El enorme gladiador no tardó mucho en decidirse. Le guiñó el ojo a Romulus antes de acercarse a un grupo de soldados que discutían a voces sobre una partida de huesos de caña.
—¿No os ponéis de acuerdo, muchachos? —Brennus señaló amistosamente las piezas gastadas de hueso de oveja que estaban sobre la mesa.
—¡Vete a la mierda, bárbaro!
—¿Quién te ha preguntado nada?
Los cuatro legionarios le miraron con actitud agresiva.
—Tengo dos cincos, un tres y un uno.
—¿Estás sordo, cerdo?
—No seas así —contestó Brennus—. Sólo estoy siendo amable.
—No necesitamos amigos. —El soldado más corpulento, una especie de barril fornido con la nariz rota, apartó el taburete de un empujón, cuyas patas chirriaron en el suelo de piedra—. Galo bastardo.
—Eso no ha estado muy bien.
—¿Ah, no? —dijo con sorna el legionario.
Sus amigos hicieron ademán de levantarse.
—No. —De un tirón, Brennus levantó una esquina de la mesa. Las piezas de hueso, los vasos de madera y un ánfora de vino volaron por los aires y dos soldados se cayeron al suelo y maldijeron.
Romulus no esperó a ver qué pasaba a continuación. Macro había detectado la pelea y centraría su atención en ella hasta que estuviera zanjada. Se fue como una flecha hacia donde se encontraba Julia de pie, con los labios fruncidos y los brazos cruzados en un gesto de desaprobación.
—Brennus ha iniciado la pelea para darnos algo de tiempo.
—¿Cómo? —Se la veía confusa—. ¿Por qué ha hecho eso?
—Me gustas. Quería volver a hablar contigo.
—Ni siquiera me conoces, Romulus —dijo sonrojándose. Así todavía resultaba más atractiva—. No valgo nada.
—No digas eso. Eres muy guapa.
—Nadie puede quererme después de lo que Publio me ha hecho. —A Julia le temblaba la barbilla y se restregó una marca roja en el cuello. Parecía la cicatriz de una antigua quemadura.
Romulus se sintió embargado por la determinación y una ira repentina.
—Yo sí —se apresuró a contestar.
—Vete antes de que le hagan daño a Brennus.
Romulus miró por encima del hombro. La pelea no tenía visos de acabar. Dos soldados yacían inconscientes en el suelo, pero Brennus se tomaba su tiempo con los otros y los mantenía entre él y el portero, que no dejaba de dar vueltas.
—Está bien —dijo Romulus descarado—. ¿Cuándo podemos vernos?
Por fin ella sonrió con timidez.
—El único momento posible es cuando Macro duerme.
—¿Cuándo es eso?
—La taberna cierra al amanecer. Después de echar a los últimos clientes y de que hayamos limpiado, se va arriba a descansar unas horas. Quizá pueda escabullirme entonces.
—¿Qué te parece mañana por la mañana? —Todavía quedaba un día de descanso en el ludus. Romulus sabía que el lanista pensaría que todavía estaba acostado—. Te invito a desayunar en el mercado.
Romulus solamente había estado en el Foro Olitorio un par de veces, pero sus recuerdos de carne asada y frutas exóticas seguían siendo vividos. Con las ganancias de la lucha, podía comprarle a Julia lo que quisiese. Astoria le podría dar buenos consejos antes de ir. Romulus quería desesperadamente demostrar a la camarera que no era un tonto como los hombres que frecuentaban la taberna.
Por un momento Julia pareció asustada. Pero entonces, la expresión de su rostro cambió.
—¿Por qué no? —dijo con seguridad—. ¡Me parece perfecto!
—¡Nos vemos en el callejón al amanecer! —Romulus se inclinó sobre el mostrador y la besó. En lugar de evitarlo, Julia se acercó más y posó sus labios sobre los de él. Se quedaron así, con los ojos cerrados, ajenos a todo.
Entonces les alcanzó el estrépito de los muebles al romperse.
Romulus se separó a su pesar.
—El último soldado cayó. ¡Vete o Macro acabará con Brennus!
—¡Hasta el amanecer! —Romulus se apartó de la barra saltando de alegría.
Los cuatro legionarios yacían inconscientes rodeados de los restos de taburetes y mesas rotas. El galo sostenía un banco de madera a una distancia prudencial mientras su enorme adversario golpeaba violentamente el mueble con una porra de púas. Alrededor de la pelea se había formado un círculo de mirones. Los hombres azuzaban a la pareja con gritos de ánimo.
—¡Dale, Macro!
—¡Acaba con esa maldita bestia!
—¡Demuéstrale al galo quién manda aquí!
Romulus se abrió camino a golpes. Se veía que su amigo empezaba a divertirse.
—¡Vámonos!
Brennus entró en razón. Lanzó el banco al portero y salió disparado hacia la puerta.
—¡Hasta la próxima, Macro!
Romulus se había abierto paso a empujones entre los mirones y ya estaba descorriendo los cerrojos de hierro. Lanzó una última mirada a Julia, que le observaba con ansiedad, y salió disparado a la calle con el galo pisándole los talones.
—¡Por Belenus, esa pelea me ha animado! —exclamó Brennus eufórico—. ¿Qué tal te ha ido?
—¡Nos hemos besado! —Romulus sonrió en la oscuridad, todavía olía la fragancia del perfume de Julia—. Nos veremos mañana.
—Me alegro. —Brennus miró por encima del hombro—. Sigue un poco más. Macro no puede correr mucho rato.
—¡Gracias a los dioses! —exclamó Romulus—. He pisado mierda en el callejón.
—¡Ya la huelo! —El galo se rió y se detuvo. La luz de las antorchas de la pared de un edificio cercano parpadeaba—. Hemos recorrido casi un kilómetro. Creo que es suficiente.
—¿Macro te había perseguido alguna vez? —preguntó Romulus sorprendido.
—¡Muchas veces!
Romulus negó con la cabeza y apoyó la mano en el hombro de Brennus.
—¿Y por qué te deja entrar? —preguntó, mirándose las suelas de las sandalias.
—De vez en cuando le doy unos cuantos sestercios. Además no suelo empezar las peleas. —Brennus parecía dolido—. ¡Soy un buen cliente!
Los dos se rieron, aliviados por haber escapado ilesos. Cuando la adrenalina decayó, Romulus se fijó en la entrada en arco que tenían cerca. La luz de las antorchas iluminaba un gigantesco pene que sobresalía a cada lado de la misma, clara muestra de lo que se ofrecía en el interior. Una pequeña figura cubierta con una capa con capucha estaba sentada en la oscuridad a pocos metros de la entrada. Romulus supuso que era un lisiado que pedía limosna.
—¿Es un burdel?
—El Lupanar, se llama —contestó Brennus—. Uno de los mejores de Roma.
—¿Lo has probado?
—Cuando me sentía rico.
Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en Fabiola.
—¿Alguna vez has visto a una muchacha parecida a mí?
—Creo que no. —Brennus se encogió de hombros—. Pero las dos veces que fui estaba muy borracho. ¿Quieres probarlo?
—¡No! —Le dieron náuseas sólo de pensarlo—. ¡Mi hermana podría estar ahí!
—No está —dijo Brennus para tranquilizarlo—. Me hubiese acordado de una muchacha parecida a ti.
—Ya he tenido suficiente. Vamos a casa.
—¡Venga! —Brennus hizo sonar el portamonedas—. Aquí hay bastante para pagarnos una buena juerga.
Romulus se detuvo mientras recordaba a las prostitutas medio desnudas que había visto en el ludus.
—Vamos dentro a echar una meada. —El galo señaló la entrada—. ¡Las chicas son impresionantes!
Romulus sintió una punzada en la entrepierna. En un burdel tan caro tenía que haber privacidad, y la posibilidad de que Fabiola estuviese allí era muy remota.
Al notar su indecisión, Brennus le llevó hacia la puerta. Cuando ya casi habían llegado salió un grupo de nobles ataviados con lujosas togas que hablaban en voz alta. Con una deferencia automática, los gladiadores se apartaron para que pasasen sus superiores.
Casi ninguno se dio cuenta.
Ya casi se habían ido cuando un pelirrojo bajo y fornido tropezó con Romulus.
—¡Bestia patosa! ¡Mira por dónde vas! —El équite de mediana edad, que despedía un fuerte olor a vino, perdió ligeramente el equilibrio—. En mi latifundio los crucificaba por menos.
—Perdone, amo —se disculpó Romulus, e inmediatamente se arrepintió de haber delatado su condición.
El galo se envaró. Por instinto sabía que aquel hombre podía ser mucho más peligroso que muchos de sus adversarios en la arena.
—¿Eres esclavo?
Romulus asintió con la cabeza, con el rostro impasible.
—¡Date prisa, Caelius! —gritó uno de los otros—. La noche todavía es joven.
—Sólo un momento. —Se arregló la toga—. ¡Guardia! ¡Ven aquí!
—¿Qué hace, señor? —preguntó Romulus con cautela.
—Te va a hacer pedazos, «esclavo». Te va a enseñar a respetar a tus superiores.
De repente, Brennus se enderezó y miró al otro desde su inmensa altura. Los fríos ojos le brillaban a la tenue luz y tenía la vena del cuello hinchada.
—No lo hagas —dijo.
La tensión era palpable.
—¿Otro esclavo? —Caelius buscó con la mirada al portero—. ¿Qué vas a hacer?
—Yo no soy esclavo.
Romulus se quedó helado al oír las palabras de su amigo. Significaban la muerte inmediata. Era obvio que los esfuerzos por convencer al galo para su causa habían surtido efecto. Pero ése no era un buen momento. Era mejor llevarse una paliza.
—¿Qué has dicho? —le espetó Caelius.
Romulus había abierto la boca para hablar cuando Brennus le dio un puñetazo en la barriga al enojado noble. Caelius cayó al suelo como un saco de plomo, boquiabierto por la sorpresa.
Romulus se le acercó. El corazón le latía a toda velocidad.
—¡Vámonos! —dijo entre dientes.
—Por el nombre de Júpiter, ¿qué pasa aquí? —Un esclavo casi tan grande como Macro apareció en la puerta—. ¿Quién ha llamado?
Caelius intentó hablar, pero una fuerte patada de Brennus le impidió levantarse del suelo.
—Este tipo acaba de tropezarse conmigo. Parece que ha bebido demasiado —explicó Brennus arreglándose la túnica—. Veníamos a visitar a vuestras bellas damas.
Confundido, el portero miró a Brennus y a continuación a Caelius. Algo no cuadraba.
—¡Espera un momento! —gruñó. Al fin se había dado cuenta—. ¡Eres gladiador! ¡El famoso galo!
—Venga —le urgió Romulus. Todavía tenían tiempo para huir.
—¡Caelius! ¡Caelius! —Los amigos del noble ya se habían dado cuenta de lo que pasaba. Corrieron en su ayuda.
—¡Qué detengan a estos delincuentes! —gritó uno de ellos.
A Brennus le bullía la sangre.
—¿Sabes quién soy? —bramó—. Ni se te ocurra tocarme.
El guardia dudó, pero la bravuconada no funcionó.
—La fiesta se ha acabado —dijo y se llevó la mano al garrote que llevaba en el cinturón—. Eres un esclavo como yo.
—¡Agárralo! —gritó un équite.
—No obedezcas a esos cabrones. Déjanos ir —le urgió Romulus.
—¿Eh? —contestó el portero, vacilante—. Pero…
—¿Qué te importan esos malditos patricios?
—Tengo que obedecer.
—¿Quién lo dice? —gritó Romulus—. ¡Toma tus propias decisiones!
—¡Venga! —insistió Brennus—. Únete a nosotros.
—¡Escápate!
—Me matarán. —Los ojos del esclavo se llenaron de miedo mientras sacaba la porra—. Rendíos y ya está. Con suerte sólo será una paliza.
A Romulus se le cayó el alma a los pies. Los équites casi los habían alcanzado y se había evaporado cualquier posibilidad de escapatoria. Su noche de juerga había acabado.
—¡Por Belenus que nadie me va a poner las manos encima! —rugió Brennus. El vino le corría por las venas—. ¡Soy un hombre libre!
—¿Qué podemos hacer? —La intención de Romulus había sido huir no luchar—. Son nobles.
—¡Matar a unos cuantos!
—¡No seas idiota! —Eso no era lo que había imaginado. Las puertas de un burdel no eran lugar para iniciar una revuelta.
Pero ya era demasiado tarde.
Brennus agarró al portero de la túnica y le dio un fuerte golpe con la cabeza. El gigante se tambaleó y se apartó dolorido. La nariz aplastada le sangraba y se sujetaba la cara con ambas manos. El galo le agarró del hombro y del cinturón de cuero y, con un fuerte impulso, lo lanzó de cabeza al interior del edificio.
—¡Date la vuelta, esclavo!
Romulus se giró con rapidez.
Caelius, embarrado y con la daga en la mano, estaba a cinco pasos. Sus amigos le flanqueaban, armados de manera similar.
—Pensaba que los patricios no llevaban armas —reconoció Romulus, con la ira a flor de piel. Desenvainó el gladius.
—Son útiles para acabar con la escoria —gruñó Caelius embistiéndole.
Romulus esquivó con facilidad el movimiento del borracho mientras Brennus aparecía por la izquierda y tumbaba por tercera vez al équite.
—Tenías razón —le dijo el galo a Romulus con una sonrisa—. ¡Intenta no matar a ninguno o nos crucifican seguro!
Satisfecho con la contención de Brennus, apenas tuvo tiempo de asentir con la cabeza. Los compañeros de Caelius atacaron en una oleada de puñales levantados y togas al aire, pero Romulus no estaba tan borracho como los nobles. Era fácil golpear con la empuñadura de la espada al enjambre de rostros frenéticos. Blandía la hoja de la espada plana contra cualquiera que se acercase demasiado, y todos se retiraban temerosos. Hacer frente a seis hombres resultaba estimulante.
Romulus sintió que alguien le tiraba de la túnica. Era Caelius. De forma instintiva le dio un golpe en la cabeza y, con el rabillo del ojo, vio que el patricio caía inconsciente al suelo.
Brennus y él mantuvieron al grupo a raya un rato. Esquivaban las estocadas de los borrachos y se reían por lo fácil que les resultaba. Sus enemigos maldecían y escupían iracundos, pero no lograban acercárseles.
Aquella situación no podía durar. Atraídos por el alboroto, cinco esclavos cargaron contra ellos armados con espadas y porras. Uno era guardaespaldas, pero el resto, trabajadores de la cocina, no estaban en muy buena forma física. Al parecer, los burdeles no necesitaban más que dos porteros profesionales.
—Ha llegado la hora de irnos. —Brennus estampó a uno de los más gordos contra la pared y después le dio un puñetazo en el plexo solar. El tipo cayó al suelo con un gemido—. Pero luchando, ¿eh? —Al fin el galo desenvainó la espada larga.
—¡Ya era hora! —exclamó Romulus.
Se acercaron y fueron abriéndose paso poco a poco por el centro de la calle, con las armas por delante en actitud amenazadora.
—¡No os mováis! —bramó Brennus—. Al primero que se acerque lo destripo.
Los esclavos se quedaron donde estaban, reacios a que los hirieran o los mataran en una pelea que no tenía nada que ver con ellos. Tres cuerpos yacían boca abajo en el barro. Los nobles que todavía se mantenían en pie se daban cuenta de que la pelea ya estaba perdida y hacían gestos obscenos a los luchadores.
—¡Corre! —Brennus enfundó la espada—. Regresemos al ludus a toda prisa.
Un grito procedente del burdel surgió de la oscuridad.
—¡Asesino! —Un hombre corpulento se agachó al lado del pelirrojo—. ¡Han matado a Caelius!
—¡Han asesinado a un équite!
—¡Ha sido el muchacho! Lo he visto —gritó otro—. Id a buscar al lictor y a sus guardas.
—¡Por los dioses del cielo! —Brennus resollaba—. ¿Qué has hecho?
—¿Yo? ¡Nada! —gritó Romulus—. Tendrías que haber deja do que me diesen una paliza.
—No podía hacer eso. Te lo debo, ¿no te acuerdas?
—Gracias. Pero guárdatelo para cuando realmente lo necesite. ¡Ha sido por arrogancia! —Romulus se rió con complicidad.
—¡Y por el vino! —reconoció el galo—. Pero tú me metiste la idea en la cabeza.
—No es la mejor forma de iniciar una revuelta, Brennus.
Su amigo estaba avergonzado.
—¿Por qué lo has matado?
—¡Yo no le he matado! —Romulus lanzó una última mirada de desesperación al caos que dejaban atrás—. Le he dado un golpe en la cabeza, pero no tan fuerte como para matarlo.
—Pues entonces le debes de haber partido el cráneo —dijo Brennus—. No es tan difícil.
En el burdel todo el mundo había oído el barullo. Fabiola esperaba en la antesala, al lado de la recepción, cuando Vettius entró volando por los aires. Chocó con una estatua, que cayó al suelo con estruendo. Alarmada, Fabiola se le acercó corriendo y se encontró al portero semiinconsciente y sangrando por la nariz. Había fragmentos de piedra desparramados por el suelo de mosaico. Los clientes lo miraban horrorizados. Normalmente, el Lupanar era un oasis de tranquilidad dentro de la peligrosa ciudad. Un grupo de muchachas, que los clientes habían estado observando, se aferraban nerviosas unas a otras.
—¡Benignus! —gritó Fabiola—. ¡Ven aquí!
—¿Qué pasa? —Jovina salió del pasillo que llevaba a la parte trasera frunciendo los labios.
—No lo sé, madama. Alguien ha lanzado a Vettius al interior. —Fabiola se atrevió a mirar por la puerta. Gracias a la luz de las antorchas, veía dos figuras con capa y espada que luchaban contra los hombres que acababan de marcharse—. Parece que unos ladrones han intentado robar a esos nobles.
—¡Benignus! —Jovina profirió un insulto—. ¿Dónde está ese burro?
Minutos después apareció el segundo portero, ajustándose la túnica después de haber ido a hacer sus necesidades.
—Madama, ¿me ha llamado?
Jovina se puso roja como un tomate.
—Están atacando a mis clientes ahí fuera. ¡Ve a buscar a Catus y a los otros!
Confundido, al final Benignus se dio cuenta de que Vettius estaba tendido boca abajo y Fabiola arrodillada a su lado, y que se oía el choque de espadas en el exterior. Dio media vuelta y corrió por el pasillo gritando a pleno pulmón.
—¡Y algunas armas! —Jovina miró rápidamente a su alrededor y cerró la puerta con el cerrojo mientras esperaban. Dio media vuelta y dedicó una sonrisa halagüeña a los asombrados clientes—. Un pequeño altercado, caballeros —susurró con dulzura—. Esta noche, todas las chicas a mitad de precio.
Los rostros asustados se iluminaron. Los hombres desaparecieron rápidamente, pues la lujuria borra cualquier otro pensamiento de la mente.
Jovina dio vueltas por la habitación mientras esperaba impaciente a los esclavos.
Fabiola enrolló un pañuelo y lo apretó con fuerza contra la nariz rota de Vettius para detener la hemorragia. El cirujano griego se la enderezaría después. Al final, Vettius abrió los ojos y fue recuperando la conciencia poco a poco.
—¿Por Hades, qué ha pasado?
—Dos esclavos intentaban entrar —farfulló Vettius—. Han atacado a un noble en la puerta.
—¿Esclavos? —preguntó Fabiola de repente. Eso era muy extraño—. ¿Estás seguro?
El portero asintió con un movimiento de cabeza.
—Uno de ellos era un tipo enorme. Ese gladiador galo.
Benignus regresó a toda velocidad seguido de los demás. Todos iban armados con puñales, espadas o porras. Los esclavos de la cocina parecían asustados. Luchar no formaba parte de sus labores habituales.
—¿A qué esperáis? —gritó Jovina. Abrió la puerta—. ¡Salid de una vez!
El grupo salió dando tumbos, más temeroso de su ama que del peligro físico.
Al cabo de unos minutos cesó el ruido de armas. Oyeron gritos cuando los ladrones huyeron y luego se hizo el silencio. De repente un équite empezó a gritar que se había cometido un asesinato.
Jovina frunció el ceño. La noche no iba nada bien. Ya había perdido dinero con los descuentos. Ahora, alguien había muerto. Las malas noticias como ésa corrían como la pólvora por la ciudad. Se asomó a la calle para ver si no había peligro antes de salir.
Fabiola la siguió hasta la entrada.
En el suelo yacían unos cuerpos con toga, uno de ellos con una gran mancha roja en el pecho. Los esclavos estaban de pie cerca, sin saber qué hacer, mientras los nobles supervivientes gritaban a los asaltantes.
La madama enseguida se dio cuenta de lo que sucedía.
—Ve al Foro con tres de estos tontos —indicó a Benignus con tono resuelto—. Tráete al lictor y a sus hombres. Dile que han asesinado a Rufus Caelius.
El portero asintió con la cabeza, aliviado por la orden. El no podía solventar una situación como aquélla. Tomó una antorcha de la pared. Hizo señales a los otros y salió a paso rápido.
Fabiola miraba con los ojos como platos y escuchaba la airada conversación. Un ataque de aquel cariz era insólito en un burdel, y Fabiola sintió una oleada de placer. Los équites habían sido en extremo arrogantes, especialmente el pelirrojo muerto. Había sido violento con ella, hasta el punto de que casi había tenido que pedir ayuda. Por lo que a Fabiola concernía, la muerte de Caelius no constituía ninguna pérdida.
Notó movimiento detrás de ella. Vettius estaba de pie en la entrada y le hacía señas discretamente.
—¿Estás bien?
Asintió con la cabeza, con una mirada extraña en los ojos.
—¿Vettius?
—Qué cosa más curiosa. El segundo era tu viva imagen.
A Fabiola le dio un vuelco el corazón. «¡Romulus!» La alegría le recorrió todo el cuerpo al darse cuenta de que su hermano mellizo seguía vivo. Masculló una rápida oración de agradecimiento a Júpiter. Enseguida se dio la vuelta para ver qué hacía la madama, pues era consciente de que no debía notar en ella ningún cambio, (ovina tenía una asombrosa habilidad para oír el murmullo más ligero. Afortunadamente estaba demasiado lejos, intentando tranquilizar a los nobles.
—Lo vendieron a la escuela de gladiadores, ¿no es así?
Fabiola asintió con la cabeza mientras la emoción la embargaba por la viveza del recuerdo.
—Tiene pinta de ser un tipo fuerte —añadió el portero antes de restregarse la nariz con un gesto de dolor—. Ha intentado que me uniese a ellos.
El orgullo se mezcló con la pena. Su hermano había sobrevivido más de un año en la arena. Ya debía de ser un hombre con muchas victorias en su haber. Tal vez la gente supiese quién era Romulus. Podría averiguar en qué ludus se encontraba.
—Ni una palabra de esto —susurró con los ojos brillantes—. Ni de su amigo.
Vettius tragó saliva.
—Por supuesto que no —contestó—. Pero los demás también han reconocido al galo.
Angustiada, Fabiola miró fijamente la oscuridad. El asesinato de un noble estaba considerado una atrocidad y no iban a escatimar esfuerzos para encontrar al responsable. Los lictores enseguida obtendrían la misma información de todos los testigos. Los testimonios de los esclavos eran inadmisibles si no se obtenían con tortura y los eunucos Nepos y Tancinus balarían como corderos. Eso significaba que Romulus y su compañero no iban a estar seguros si regresaban a la escuela de gladiadores. Y aunque la pareja lograra escapar de la ciudad, los dos seguirían siendo fugitivos de la justicia. Si había existido una remota posibilidad de encontrar a su hermano se había esfumado.
A Fabiola se le cayó el alma a los pies.
Oyeron cómo se abrían las contraventanas de las casas de la gente que se había despertado con el barullo.
—¿Qué pasa? —preguntó una voz.
No hicieron caso del grito y corrieron hasta la esquina que daba a una calle que por fin Romulus reconoció.
—No vayas tan deprisa —farfulló el galo jadeando—. No nos van a perseguir hasta que lleguen los refuerzos.
Romulus pensaba en todo lo que había pasado.
—Nadie nos conoce —dijo con una sonrisa.
—Nos hemos metido en un buen lío. —Parecía que Brennus no le había oído—. No nos queda otra opción —masculló—. Tenemos que huir, ahora mismo.
Romulus estaba confundido.
—¿Huir?
—Si no nos vamos nos habrán crucificado antes del atardecer. —Brennus habló en un tono inusualmente serio.
—¿Por qué?
—¡El imbécil del portero me ha reconocido! Sabía que soy gladiador —contestó Brennus—. ¿Cuántos galos de mi envergadura hay en Roma?
Romulus sintió que su vida ya estaba totalmente fuera de control.
—Sólo le he dado con la empuñadura de la espada —dijo débilmente—. Lo siento.
—Ya está hecho. —Los ojos de Brennus denotaban tristeza, pero su mirada era segura—. Al amanecer los soldados nos buscarán por todas las escuelas de la ciudad. Si me encuentran a mí, enseguida te encontrarán a ti. Nuestra vida en Roma se ha acabado.
Romulus sabía que las palabras de su amigo eran ciertas, pero no quería creerlas. No habría rebelión de esclavos. No habría encuentro con Julia.
Estuvieron un rato en silencio antes de que Brennus volviese a hablar.
—Esos patricios cabrones nos matarán a los dos lentamente mientras escuchan nuestros gritos de inocencia. Lo he visto demasiadas veces. Yo no voy a esperar a que pase. —Se dio la vuelta y se encaminó hacia el ludus.
—¡Para! —le dijo Romulus entre dientes—. ¿Qué vas a hacer?
—Despedirme de Astoria y recoger algunas armas. —Los dientes blancos de Brennus brillaban en la penumbra. Estaba eufórico ante la perspectiva de iniciar de nuevo su viaje—. Después me iré a Brundisium. Allí nadie me conocerá y me podré alistar en el ejército de Craso. ¿Te vienes conmigo, hermano?
Romulus dudó, pero sólo un instante. Su única posibilidad de sobrevivir era quedarse con Brennus. Siguió al galo bajo la luz del amanecer hasta el Ludus Magnus y se preguntó si algún día regresaría. Si algún día volvería a ver a Julia.