16 - Victoria

Ya era primera hora de la tarde y habían rastrillado la arena ensangrentada antes de extender otra capa por encima. Tras el espectáculo de los cazadores de animales, hubo un intermedio antes de la atracción principal. Los vendedores ambulantes, que ofrecían vino, carne y pan, trepaban entre las hileras de asientos haciendo el agosto con los ciudadanos hambrientos. La mayor parte del público había sido sustituida por espectadores atraídos por los combates entre grupos numerosos. Sólo los más sanguinarios se quedaban a contemplar los espectáculos durante toda la jornada.

Debajo de las gradas, las celdas situadas enfrente de las de los luchadores del Magnus seguían vacías.

—¿Dónde están? —gruñó un murmillo.

Habían pasado varias horas. El combate no podía tardar mucho en empezar.

—Es una táctica para asustar. El lanista del Dacicus enviará a sus chicos directamente a la arena —dijo otro—. O sea, que no tendremos ocasión de echarles un vistazo de antemano —añadió un reciario.

Se oyeron susurros de desasosiego entre los gladiadores.

—¿Qué más da? —exclamó Brennus. Dio un paso adelante antes de que el malestar se convirtiera en miedo.

Los luchadores alzaron la vista, picados por la curiosidad. No estaban acostumbrados a tener un líder.

El galo sonrió con desagrado.

—Hoy moriremos muchos. —Enseguida todos le prestaron atención—. Pero no tiene por qué ser así.

—¿A qué coño viene esto? —gruñó Figulus, situándose delante con sus amigos. De repente se abrió un espacio entre Brennus y el grupo.

Romulus se puso en tensión, preparado para reaccionar si atacaban. Era toda una satisfacción ver que los cuatro scissores reaccionaban del mismo modo. El y el galo no estaban completamente solos.

—Somos mucho mejores que la gente del Dacicus —exclamó Brennus—. ¡Todos lo sabemos!

Muchos hombres expresaron su acuerdo con un gruñido. La rivalidad entre las escuelas era feroz.

—Si los atacamos rápido y contundentemente, podemos acabar con esto incluso antes de que empiece.

Un rayo de esperanza iluminó los rostros ansiosos.

—¡Seguidme y luchemos juntos! Quiero que los reciarios se sitúen delante y a los lados. Todos los demás en el centro. Acabaremos con esos desgraciados con un ataque frontal en masa. —Brennus alzó un puño cerrado—. ¡Lu-dus Mag-nus!

Se produjo un breve silencio mientras los gladiadores musitaban entre sí, asimilando sus palabras. Unos cuantos asintieron y gritaron la consigna contagiosa. Poco a poco se les fueron añadiendo más y al final la celda resonaba por los rugidos de «¡Lu-dus Mag-nus! ¡Lu-dus Mag-nus!»

El galo retrocedió satisfecho. Figulus miró enfadado a quienes tenía cerca, pero el momento de responder había pasado. Los hombres seguirían a Brennus.

Sextus asintió para mostrar su aprobación.

—Nos has animado y, con un poco de suerte, has dividido también a nuestros enemigos.

—Mucho antes de ser gladiador lideraba a los guerreros en el campo de batalla.

—Y te ruego que vuelvas a liderarlos. —El scissores señaló la entrada—. Ni rastro de ellos todavía. Ese murmillo tenía razón, saldremos a la arena a ciegas.

—Y dentro de poco.

—Que los dioses nos acompañen.

—¡Y que guíen tu hacha! —Brennus alzó la voz—. Recordad lo que he dicho.

Romulus se alegró de que los gladiadores respondieran de inmediato y formaran grupos.

El galo sonrió abiertamente y sacó la espada.

—¿Dónde quieres que estén mis chicos? —le preguntó Sextus.

—¡Dónde les vaya mejor para hacer lo que saben, Sextus! ¡Abate a los hombres de los extremos!

El scissores enseñó los dientes al oír el comentario de doble filo.

En ese momento el sonido de pasos de un grupo de guardas, lanza en mano, se acercó por el pasillo.

Las vallas situadas entre las hileras de jaulas tenían una salida al exterior. Algunos hombres levantaron una pesada barra que servía para bloquear el paso y la dejaron en el suelo antes de retirar unos tablones para abrir un hueco que permitiera salir a dos luchadores a la vez. El resto cerró el pasaje que llevaba a la callé.

El esclavo que había sido insolente con Memor metió en el candado una llave larga y abrió la puerta de par en par.

—¡Ha llegado la hora de morir! —exclamó con una sonrisa de satisfacción.

Varios luchadores se abalanzaron hacia él por entre los barrotes con puñales y espadas. Retrocedió asustado de un salto.

—¡Salid de ahí! No me obliguéis a ir a buscar a los arqueros.

—Cuidado con lo que dices, hijo de perra —masculló Sextus—. Ya saldremos cuando sea el momento.

A Romulus le desconcertaba y enojaba que un esclavo como ellos quisiera que otros murieran. Si se hubieran aliado y luchado juntos, los cimientos de la República se habrían desmoronado bajo el peso de tal cantidad de esclavos. «Piensas como Espartaco —se dijo—. Todos los hombres deberían ser libres».

El guarda volvió a señalar el exterior pero fue lo suficientemente sensato como para no abrir la boca. Aquellos luchadores eran peligrosos, incluso detrás de los barrotes. Las trompetas tronaron y el público vitoreó, deseoso de que comenzara el espectáculo.

Brennus levantó el escudo.

—Ha llegado el momento de derramar un poco de sangre para los buenos ciudadanos de Roma.

Romulus tragó saliva y se puso bien recto.

La pareja, seguida de sus compañeros, salió trotando a la brillante luz del sol de la tarde. Los gladiadores se desplegaron rápidamente en un semicírculo, ocupando la mitad de la arena. Los gritos de ánimo de los partidarios del Magnus competían con los vítores de quienes estaban a favor del Dacicus.

Muchos espectadores estaban sopesando su capacidad para luchar. Los comentarios e insultos llenaban el ambiente y los corredores de apuestas recorrían las gradas ofreciendo apuestas de lo más diversas. Las bolsas de sestercios cambiaban de mano cuando los nobles más entusiastas hacían las más cuantiosas.

Las trompetas volvieron a sonar para anunciar la llegada de los luchadores del Dacicus y silenciaron al público.

Romulus contuvo el aliento cuando vio salir a cincuenta hombres por una abertura situada en el otro extremo de la arena. La mayoría tenía un aspecto parecido al de los gladiadores del Magnus pero a otros no los reconocía.

—¿Ves a los dimachaeri? —Brennus señaló—. Los que llevan dos espadas.

—No llevan escudo —comentó Romulus sorprendido.

—Son unos orientales locos de Dacia. ¿Qué esperabas?

—¿Y los que llevan lazo?

Laquearii. Luchan en pareja con murmillones o tracios. Atrapan con el lazo al enemigo para que el otro lo mate.

—¿Son peligrosos?

—Algunos son tan buenos como Gallus con la red.

Romulus exhaló el aire de los dos carrillos. «Esto va a ser interesante —pensó—. Recuerda las nociones básicas».

Brennus, que estaba a su lado, no paraba de moverse, echando chispas por los ojos. La rabia de la batalla se estaba apoderando de él.

Cuando los luchadores del Dacicus se desplegaron frente a ellos, las trompetas tocaron la última fanfarria antes de callar. Nadie articuló palabra mientras los grupos armados hasta los dientes se situaban frente a frente.

La muerte se respiraba en el ambiente.

—¡Pueblo de Roma! —Un hombre gordo y bajito con toga blanca se dirigió al público desde un palco reservado a los nobles—. ¡Hoy tenemos ante nosotros a cien de los mejores gladiadores de la ciudad!

El público profirió gritos de entusiasmo y muchas mujeres chillaban y lanzaban flores.

—Estamos aquí gracias a la generosidad de una persona… —El presentador hizo una pausa para permitir que el clamor aumentara—. Me refiero al… conquistador de Mitrídates, león del Ponto. Al vencedor de los piratas cilicios. Al constructor del teatro del pueblo. ¡Al editor de hoy, el gran general Pompeyo Magno!

Como si hubiera recibido una orden, la luz del sol se filtró entre las nubes. Enfervorizado, el público llenó de gritos el ambiente y Romulus se dio cuenta de que los dos grupos se habían colocado de manera que formaban un pasillo entre ambos. Los rayos de luz del poniente iluminaban la arena entre los luchadores.

Iluminaban a Pompeyo, el patrocinador.

—Un gran espectáculo —musitó Romulus a Brennus.

—Política. Si a la gente le gustan los juegos, apoya a los patrocinadores. Eso les otorga poder.

—¿Luchamos por un puñetero político?

A Romulus no se le había pasado por la cabeza plantearse el motivo que había detrás de las luchas. A los ciudadanos de Roma les encantaba el derramamiento de sangre pero no eran ellos quienes organizaban los combates. Lo hacían quienes tenían el poder: los senadores y los équites. Los gladiadores no eran más que títeres en sus manos.

Brennus asintió porque ya lo tenía asumido.

Romulus estaba indignado.

—Muchos de nosotros moriremos. ¿Por qué?

—Somos esclavos, Romulus —se limitó a contestar el otro.

Al muchacho le vino a la cabeza una imagen del portero de Craso.

—¿Quién lo dice? —replicó Romulus—. ¿Ese imbécil? —Señaló el palco de los nobles.

—¡Cállate! —Brennus le miró por encima de ambos hombros—. Memor te ejecutaría ahora mismo si oyera lo que acabas de decir.

—Otros lo han hecho —arguyó Romulus con vehemencia—. Imagínate lo que cincuenta de nosotros podría hacerles a los cabrones de allí arriba.

—¿Rebelión? —El galo pronunció la palabra con un susurro.

—Reclamar la libertad, más bien.

—¡Pompeyo Magno! —gritó otra vez el maestro de ceremonias.

—Ha llegado el momento de luchar. —Brennus le guiñó un ojo—. Luego hablamos.

El público le aclamó obedientemente mientras Pompeyo recibía su adulación con un saludo lánguido. Era un hombre de mediana edad de pelo cano, ojos saltones y nariz bulbosa. Repasó a los luchadores con entusiasmo.

—¡Saludad a Pompeyo Magno!

—¡Los que vamos a morir te saludamos! —La promesa de los gladiadores salió de cien gargantas como un rugido.

Pompeyo asintió con más respeto del que había demostrado por el público.

—Por lo menos es un guerrero —dijo Brennus—. No como ese perro de Craso, que se pasa el día diciéndole a todo el mundo que es un gran general.

—Pompeyo paga para que nos muramos —susurró Romulus—. ¡Qué le den!

El galo pareció asustarse, pero los ojos le brillaban con una luz que Romulus no había visto con anterioridad.

—¡Morid como hombres! —Pompeyo se dirigió a los combatientes—. Mostrad coraje. Quienes sobrevivan ilesos serán recompensados. ¡Empezad!

Mientras los luchadores se miraban, con el cuerpo rígido por la tensión, reinó el silencio.

Romulus estaba muy excitado por la respuesta del galo a su comentario. Pero aquello tendría que esperar hasta que el combate terminara. Eso si sobrevivían. Se dio la vuelta. Figulus y Gallus se encontraban a cierta distancia y fingían no mirarlos.

—¡Permaneced juntos! ¡Cubríos las espaldas! —gritó Brennus agarrando la espada con un puño enorme—. ¡Adelante! ¡No permitáis que vengan por nosotros! —chilló a los reciarios.

Los reciarios avanzaron arrastrando los pies y sosteniendo las redes lastradas en alto, preparados para lanzarlas. Los luchadores del Dacicus respondieron desplegándose y avanzando. Romulus estaba a tres pasos a la derecha de Brennus, escudo en alto, daga en mano. La espera con los guardas le había dado una idea.

—Cuando los reciarios estén ocupados, quiero una carga por el centro. —Brennus habló en voz baja para que sólo le oyeran quienes tenía cerca—. Olvidaos de las reglas de combate normales. Matad rápido e id avanzando.

—Estamos contigo, Brennus —dijo un tracio.

Los demás musitaron que estaban de acuerdo. Brennus los miró uno por uno, asintiendo con determinación.

La lucha empezó al cabo de unos instantes, cuando los reciarios del Magnus alcanzaron a los primeros gladiadores del Dacicus. Las redes giraron en el aire, los hombres intentaban esquivarlas y lanzaban insultos pero resbalaban en la arena caliente. Romulus vio cómo un tridente perforaba el cuello de un enemigo y le abría la carne, de la que salió un chorro de sangre carmesí. Los luchadores describían círculos, avanzando y embistiendo en una especie de danza letal y fascinante.

El grueso del enemigo no se había esperado el ataque repentino. Sin líder aparente, los gladiadores del Dacicus, intimidados, no sabían cómo responder.

Era el momento oportuno.

—¡Seguidme! —rugió Brennus alzando la espada larga y caminando a zancadas por entre los combates individuales de la parte delantera.

Le siguieron treinta hombres con las armas preparadas.

Romulus seguía el ritmo del galo con los ojos bien abiertos. Cuando pasó junto a un reciario del Magnus que luchaba contra un samnita, se arriesgó. El guerrero, armado hasta los dientes, había bajado el escudo rectangular un instante para observar cómo su contrincante daba impulso a la red para lanzarla. Romulus se apoyó en un solo pie adelantado y, con el brazo derecho hacia atrás por encima del hombro, apuntó y lanzó el puñal, que salió disparado y se le clavó en la garganta al sorprendido samnita bajo el casco con visera. El hombre, con un sonido ahogado, dejó caer tanto la espada como el escudo. La sangre le brotaba alrededor de los dedos con los que se agarraba el cuello mientras se desplomaba en la arena.

El reciario se dio la vuelta para ver quién había derribado a su oponente.

Sorprendido, Romulus reconoció a Gallus.

—¡Cabrón! —El reciario tenía el rostro contraído por la ira—. Eres hombre muerto.

La reacción violenta de Gallus le sorprendió y puso de manifiesto que la amenaza de los luchadores contrariados era muy real. Pero su enemigo no tuvo tiempo de reaccionar porque un secutor muy fornido le embistió yendo a por todas.

—¡Ya he matado a uno! —Romulus extrajo la daga y corrió al encuentro del galo.

—¿Cómo?

—¡Con la daga!

—¡Buen trabajo! Recoge otra si puedes. ¡Nunca se sabe cuándo puedes necesitarla! —Brennus sonrió y aumentó la velocidad, adelantando a los demás.

La carga de Brennus fue sobrecogedora. Con un rugido que dejó paralizado al primer luchador del Dacicus, el galo le golpeó el casco de bronce con la espada larga y le machacó el cráneo.

El tracio se estrelló contra el suelo.

Brennus esquivó el cadáver, le quitó el escudo al siguiente gladiador con el suyo y le apuñaló el pecho desde un palmo de distancia con un grito de guerra ensordecedor que resonó en todo el recinto.

Transcurrieron unos instantes. Los luchadores del Dacicus se habían quedado desconcertados, sin saber muy bien qué hacer para responder a aquella entrada aterradora.

El galo despachó a un secutor con facilidad.

—¡Vamos! —gritó Romulus, que avanzó corriendo, aprovechando la ventaja—. ¡Ludus Magnus!

Le respondieron con un bramido ininteligible de ira acumulada y rabia. Haciendo chocar las espadas contra los escudos, los gladiadores del Magnus perseguían a sus desconcertados enemigos.

Romulus se encontró frente a un murmillo un poco más corpulento que él. Su contrincante le propinó un fuerte derechazo intentando machacarlo por la fuerza bruta. Romulus le contuvo con relativa facilidad, manteniendo el escudo en alto. Se desplazó hacia delante por debajo del gladius del otro y contempló al enemigo desde pocos centímetros de distancia. El gladiador abrió la boca porque sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Romulus hundió la espada en el diafragma que el hombre llevaba al descubierto.

El murmillo gritó y se dobló hacia delante, agonizando. Romulus retiró la hoja rápidamente y le dejó caer en la arena. Dándole un fuerte golpe con el borde afilado del escudo le abrió el cuello. Convencido de que el luchador estaba herido de muerte, Romulus se apartó.

Cotta le había enseñado los métodos anticuados del combate de gladiadores. De ese modo, las luchas podían durar horas y dejar impresionado al público con la habilidad y el dominio de la espada de los contrincantes. Pero, en la situación en la que Romulus se encontraba en esos momentos, alardear no tenía ningún sentido. Aunque fuera más brutal, era mejor practicar el método de Brennus de incapacitar o matar lo antes posible.

Brennus estaba a unos diez pasos a la izquierda destrozando a un tracio mientras rechazaba a otro blandiendo la espada larga en sentido lateral. A la derecha, los hombres del Magnus estaban cara a cara con murmillones y dimachaeri enemigos. Un hombre armado con dos espadas era especialmente hábil. Romulus observó asombrado cómo giraba como un bailarín y mutilaba y mataba a placer. El final le llegó cuando un reciario del Magnus le asfixió desde atrás con la red. Mientras el dimachaerus intentaba liberarse, varios gladiadores lo rodearon y le lancearon como a un jabalí.

Ya había una docena de enemigos boca abajo en la arena. Muchos otros, heridos, ya no luchaban. Gracias a Brennus en buena parte, el combate se estaba decantando a favor del Ludus Magnus. La aportación del galo a su bando era incalculable. Quienes lo tenían delante se estremecían de miedo antes incluso de que les asestara un golpe.

De repente, un laquearius y un tracio atacaron a Romulus. Esquivó fácilmente un lanzamiento del lazo pero a duras penas consiguió parar la velocísima embestida del compañero que vino a continuación. Romulus se volvió hacia el lado opuesto y estuvo a punto de poner el pie en el bucle de cuerda que el astuto laquearius había dejado en el suelo. Preso de la desesperación y con el corazón acelerado, atacó con la espada al tracio sin quitarle los ojos de encima al otro.

No podía salir airoso de aquella lucha él solo.

Entre mandobles de espada, intentó ver quién tenía cerca que pudiera ayudarle. Brennus estaba ocupado con dos murmillones y un secutor. No había ni rastro de Sextus. Frustrado, Romulus soltó un juramento y blandió la espada para cortar la cuerda que se le acercaba volando a toda velocidad. Estuvo a punto de perder el gladius porque el lazo retrocedió justo en aquel preciso momento. Si no mataba a uno en cuestión de segundos, estaba acabado.

Romulus respiró hondo y lanzó con el pie una lluvia de arena a la cara del laquearius. Se dio la vuelta y empujó con el hombro al tracio rezando una oración a Júpiter, porque se imaginaba que sentiría la soga alrededor del cuello de un momento a otro. Para alivio de Romulus, el laquearius profirió un grito ahogado cuando los ojos se le llenaron de gravilla abrasadora. Alcanzó al luchador con armadura fácilmente y lo apartó varios pasos.

Romulus utilizó el impulso que había conseguido para apuñalar al tracio en la cara. Su enemigo reaccionó levantando un gran escudo. Romulus bajó el suyo al instante hacia la rodilla derecha del hombre. Le hizo un corte profundo en el músculo y le cortó las articulaciones de la rótula. Al tracio se le dobló la pierna, incapaz de soportar el peso del cuerpo.

El luchador del Dacicus cayó aullando de dolor. La sangre le brotaba de la herida cuando Romulus se arriesgó a mirar hacia atrás para ver si veía al laquearius. Se estaba cayendo poco a poco con el rostro contraído por la agonía, con el hacha de Sextus clavada hasta el mango en la columna.

—Parece que estabas en un apuro.

—¡Gracias! —Romulus recordó la última tentativa de Lentulus y giró en redondo para clavarle la espada al tracio en la garganta. El hombre se ahogaba con su propia sangre y se tambaleó hacia un lado con los ojos muy abiertos de la conmoción. Romulus arrebató rápidamente una daga con la empuñadura de hueso del cinturón al gladiador muerto. Dos armas siempre eran mejor que una.

Cuando miró hacia atrás, Sextus ya no estaba.

—¡Así se lucha! —Brennus se le acercó jadeando. Estaba ensangrentado de la cabeza a los pies.

Romulus miró a su alrededor para ver si había enemigos. Como no vio a ninguno, se relajó ligeramente.

—El combate ya casi ha terminado —dijo satisfecho—. Gracias a ti.

Brennus asintió agradecido.

—Mata o te matarán —dijo.

Romulus hizo un recuento rápido: menos de veinte gladiadores del Dacicus seguían en pie.

—Ya no tardaremos demasiado.

—Esperemos que estos locos se rindan rápido —suspiró el galo—. No tienen ninguna posibilidad de vencer.

De repente apareció una red volando por los aires que aterrizó en la cabeza de Brennus; los bordes lastrados cayeron sobre la arena. El hombretón luchó por quitársela de encima pero el extremo de su espada estaba liado en la densa malla. Le cayó un golpe de tridente que Brennus consiguió esquivar a duras penas.

Romulus atacó instintivamente con el gladius y le cortó el brazo al atacante por el codo. Aunque se sorprendió al reconocer a uno de los reciarios del Magnus, no se quedó quieto. Una patada rápida en la entrepierna hizo caer en la arena al gladiador mutilado.

—¡Cuidado! —Brennus soltó la espada larga y agarró la red para quitársela de encima.

Romulus advirtió un movimiento con el rabillo del ojo. Alarmado, se dio la vuelta y se encontró frente a Gallus, flanqueado por Figulus y otros dos luchadores de expresión sombría, un tracio y un samnita. Llevaban en las manos armas ensangrentadas.

—¡Ahora estás solo, pedazo de mierda! —El reciario le embistió con el tridente.

—Tenía que haberte apuñalado a ti en vez de al gladiador del Dacicus —replicó Romulus, esquivando el golpe.

—Pues has perdido la ocasión —se burló Gallus.

Manteniéndose entre Brennus y los atacantes, Romulus retrocedió arrastrando los pies. El reciario se echó a reír porque pensaba que el muchacho intentaba escapar.

Sin pensárselo dos veces, Romulus clavó la espada en la arena, sacó el otro puñal y lo arrojó.

Los gladiadores se quedaron pasmados.

Gallus se paró de repente, emitiendo un extraño gorgoteo. El mango de hueso le sobresalía del cuello. Con expresión sorprendida, el bajo y robusto luchador se desplomó sin vida, igual que el primer contrincante de Romulus.

Brennus se quitó la red de encima y acudió al lado de Romulus.

—Tres contra dos. Supongo que calcularon bien las probabilidades.

—¡Por la verga de Vulcano! ¡Dijiste que Gallus atraparía con la red a ese enorme cabrón! —El samnita que estaba a la izquierda de Figulus arrastraba los pies nervioso por la arena.

—¿Por qué no le has destripado cuando estaba en el suelo, idiota? —El tracio se humedeció los labios secos, pero no retrocedió—. ¡Acabemos con esto!

—¿Habéis terminado ya de reñir? —Brennus sonrió torvamente y atacó.

Romulus estaba a sólo un paso por detrás.

El samnita los vio y se volvió para marcharse corriendo. Entonces apareció Sextus, surgido de la nada. Describiendo un movimiento amplio con el hacha, le cercenó la cabeza. Del torso decapitado brotó una fuente de sangre y cayó retorciéndose encima del cadáver de Gallus.

La arena que los rodeaba estaba teñida de rojo por la sangre de innumerables gladiadores del Dacicus… y de quienes se suponía que estaban de su parte. Gallus. El samnita. «Los hombres mueren a puñados. ¿Para qué?», pensó Romulus.

Figulus lanzó el escudo a Brennus y corrió hacia una zona más segura, con lo que dejó solo al último de sus compinches. El hombre palideció al ver acercarse a los tres amigos.

—¡Me rindo! —El murmillo se arrodilló y depuso el arma.

—Intentando matar a uno de los tuyos, ¿eh? —Brennus alzó la espada larga y la dejó caer sobre el hombro izquierdo del hombre; le fracturó la clavícula.

El murmillo profirió un grito agudo que resonó por todas partes. Romulus se dio cuenta de que la arena se había quedado en silencio. El combate había terminado. Todos los espectadores los miraban a ellos.

—Deja que viva, Brennus. —Sextus también se había dado cuenta—. Se acabó. Ha pedido clemencia. —El scissores se alejó y plantó el hacha ensangrentada en la arena—. Memor está observando.

—¡Este pedazo de mierda es un traidor a nuestra familia! —rugió el galo—. La lealtad lo es todo. Sin ella no somos nada.

—No vale la pena —dijo Romulus con desánimo. Le asqueaba la cantidad de cadáveres desperdigados como marionetas—. Ya han muerto suficientes hombres.

Se produjo un largo silencio. Brennus temblaba de ira.

—¡Brennus!

Al final el galo pareció dispuesto a ceder y la ira que bullía en sus ojos azules se fue apagando.

El murmillo levantó el índice, pero la muchedumbre se mofó de la petición de clemencia. Aquello no era lo que habían ido a ver.

«Ésta no es forma de vivir».

Brennus también estaba harto. Bajó la espada larga y retrocedió haciendo caso omiso de los gritos.

A lo largo y ancho de la arena los luchadores del Dacicus que seguían con vida habían depuesto las armas y suplicaban clemencia. Quedaban menos de quince. Veinticuatro gladiadores del Magnus seguían ilesos; media docena estaban en el suelo gritando de dolor pero sobrevivirían y podrían continuar con su carrera de gladiadores.

El sonido de las trompetas ahogó el griterío. El corpulento maestro de ceremonias se dirigió de nuevo al público.

—¡La victoria es para el Lu-dus Mag-nus! —anunció.

Brennus, Romulus y los demás alzaron las espadas ensangrentadas a modo de reconocimiento. Los rugidos de respuesta ahogaron por completo los gritos de los heridos y los moribundos. A Roma le importaban poco las víctimas.

—Menuda carnicería. —Asqueado, Romulus observó las bocas abiertas del público que aullaba—. ¿Casi sesenta hombres han muerto para esto?

Brennus ya había dominado su ira y recobrado la compostura habitual tras el frenesí de la batalla. Se miró el brazo derecho, que le sangraba hasta el codo.

—Pompeyo se lo merece más que este pobre desgraciado, supongo —dijo pesadamente al tiempo que daba un ligero puntapié al samnita decapitado.

—¡Sí! ¡Se lo merece! —susurró Romulus.

El presentador alzó los dos brazos regordetes para pedir silencio.

—¡Tiene la palabra el ilustre general Pompeyo Magno!

Cuando Pompeyo se levantó para retomar la palabra estalló la ovación de rigor. El cónsul de mediana edad guardó silencio unos instantes para disfrutar de los aplausos. Los aceptó con saludos regios y la gente respondió dando muestras de mayor fervor por el general. El brutal combate en masa había saciado su sed de sangre.

—Sabe manipular a las masas igual de bien que César —aseguró Brennus.

Romulus apretó los puños.

—¡Son todos unos cabrones! —repuso. Había sustituido el agotamiento por un deseo desesperado de enseñar a Pompeyo qué se sentía al ser masacrado. Pero tenía demasiado presente la imagen de la muerte del venator. El acabaría igual. Necesitaba un plan.

—¡Pueblo de Roma! —Pompeyo alzó los brazos y el gesto fue recibido con gritos de entusiasmo—. ¡Qué gran espectáculo hemos presenciado hoy! Todo por vosotros. ¡Ciudadanos de la República! —Los aplausos fueron ensordecedores.

Pompeyo sonrió y chasqueó los dedos. Enseguida aparecieron junto a él unos esclavos que portaban una bandeja repleta de bolsas de dinero.

—¡Qué se acerquen los del bando vencedor! —El presentador habló con desdén—. ¡Sólo pueden acercarse los que no estén heridos!

Los luchadores que cumplían el requisito se agruparon con la cabeza bien alta. Fueron caminando hasta situarse enfrente del palco y saludaron a Pompeyo con el puño cerrado. Incluso Romulus sintió un breve atisbo de orgullo por haber sobrevivido a la matanza. Era difícil contenerse.

—Habéis luchado con valentía —afirmó Pompeyo satisfecho—. Quienes muestran tal valor merecen una recompensa digna. —Lanzó una bolsita de cuero.

Sextus atrapó la primera y retrocedió sonriendo de oreja a oreja. Fueron cayendo bolsas hasta que todos los hombres tuvieron una. Los gritos de aliento continuaron hasta mucho después de que Pompeyo acabara de repartir el dinero. La gente había disfrutado con aquel combate excesivo más de lo habitual. Los luchadores blandían las espadas, sonreían y reían, poco habituados a tanta adulación.

Pero no duró.

Con gesto impaciente, el maestro de ceremonias les hizo una señal para que se marcharan de la arena. Su momento de gloria había pasado; los gladiadores volvían a ser meros esclavos.

—Pesa. —Romulus calibró la recompensa con ambas manos—. ¿Cuánto hay?

Brennus se encogió de hombros.

—Un par de miles de sestercios, quizá.

—Una miseria —dijo Romulus, enfurecido otra vez—. Valemos más que esto. —Meneó la bolsa, cuyo contenido tintineó. El precio de la vida de un hombre.

Brennus le lanzó una mirada.

—Todavía hay demasiados oídos indiscretos —musitó.

Romulus se calló. No tenía sentido ser temerario.

—¡Suficiente para comprar vino e ir de putas unos cuantos meses! —Sextus sonreía de oreja a oreja.

—Gracias por sacar a Romulus de ese apuro.

—El año pasado me salvaste el pellejo, ¿recuerdas?

Brennus se encogió de hombros.

—Cualquiera hubiese hecho lo mismo.

—Menos ellos —contestó el scissores rápidamente—. De todos modos, es una pena que Figulus haya sobrevivido. Es como una serpiente venenosa.

—El cabrón empezará a buscar pelea antes de lo que nos imaginamos. —Brennus observó a Figulus con los ojos entrecerrados—. Lo sé.

—No estará satisfecho hasta que te haya matado —suspiró Sextus—, y violado a Astoria.

Esas palabras tuvieron un efecto incendiario.

Brennus alzó la espada.

—Voy a matarlo ahora mismo. Quiero zanjar este asunto.

Memor, que salió a la arena, le interrumpió.

—¡La lucha ya había terminado! —chilló—. Uno de los nuestros suplicaba por su vida. ¿Y qué has hecho?

El galo no respondió.

—¡Le has mutilado!

—¡Él y sus amigos rastreros nos atacaron a mí y a Romulus! —replicó Brennus—. Iban a matarnos a los dos.

—Debe de haber sido por error —exclamó Memor moviendo las manos—. Os habrán confundido con luchadores del Dacicus. —Estaba claro que no había visto el comienzo del altercado.

—Lo tenían todo planeado.

El lanista no hizo caso de su respuesta.

—Cuando un hombre suplica clemencia, no eres tú quien decide su suerte. —Memor señaló el palco de dignatarios, temblando de ira—. ¡Lo decide Pompeyo! —Blandió un puño contra el galo.

Brennus apretó la mandíbula.

—¡Te retiro todos los privilegios! Astoria volverá a la cocina, que es donde debe estar. Y también voy a quitarte la celda —Memor hizo una mueca desdeñosa—. Acuéstate con otros gladiadores, a ver qué tal te sienta.

Brennus dio un paso hacia el lanista con la espada larga alzada.

—Debería cortarte el cuello.

Memor se limitó a levantar una mano.

Los arqueros situados encima de las vallas prepararon los arcos.

—Haz lo que te acabo de decir o acabarás con el vientre lleno de flechas. —El lanista hizo una pausa antes de añadir—: Así a lo mejor evitas que venda a esa puta negra al Lupanar mañana por la mañana.

Brennus se quedó rígido.

Memor esperó.

Romulus observó aquel momento de suma tensión con el alma en vilo. No había forma de parar al lanista sin pagarlo con la vida.

Al final Brennus retrocedió.

Memor contempló un momento al enorme esclavo. Satisfecho de que Brennus no respondiera a la provocación, se marchó enfadado de la arena.

—Volved a las celdas —gruñó por encima del hombro.

—¡Hijo de puta! —Brennus escupió—. Lo abriré de un tajo y le haré comerse sus vísceras.

—Me gustaría verlo —dijo Sextus con una sonrisa triste—. Pero te crucificarían con Astoria antes de que acabara el día.

—¿Qué puedo hacer? —Brennus estaba desesperado, y era la primera vez que Romulus lo veía de aquel modo—. Yo sé cuidarme sólito, pero Astoria me necesita.

—Yo cuidaré de ella.

—¿Por qué?

—Yo también odio a Memor —repuso Sextus tranquilamente—. Astoria estará a salvo hasta que recuperes tus privilegios.

Al oír aquello, Romulus estuvo a punto de hablar. Necesitarían aliados y parecía que el scissores compartía su opinión. Pero era un asunto peliagudo que debía tratarse en privado, a puerta cerrada.

—¡Júralo! —Brennus se le acercó mirándolo de hito en hito.

—Lo juro por todos mis dioses.

Los dos hombres unieron sus respectivos antebrazos pero no era momento para sentimentalismos.

—Entremos antes de que esos arqueros se pongan nerviosos.

Sextus se marchó a grandes zancadas para reunir a sus hombres.

Romulus estaba intentando pensar en fórmulas para hacerse con la confianza de suficientes gladiadores y silenciar así a Memor para siempre. «Esto no tiene futuro —pensó—, contemplando los cuerpos ensangrentados de la arena. Espartaco tuvo la idea acertada: apoderarse de la libertad».

La puesta de sol había convertido a los muertos en una mancha carmesí. Vieron entrar la amedrentadora silueta de Caronte, que se detenía con actitud decidida junto a cada cadáver. Cada vez que el barquero bajaba el martillo Romulus oía el crujido horripilante de los huesos al romperse.

Apartó la mirada.

—Los reclama para el Hades. —Brennus hizo una mueca de desprecio—. Se asegura de que ninguno se haga el muerto. Me alegro de no estar ahí tumbado. Ese reciario habría acabado conmigo. Estoy en deuda contigo, Romulus. Otra vez.

—No ha sido nada. —Cambió de tema porque se sentía incómodo—. Memor la tiene tomada contigo, ¿eh?

—El cabrón hace tiempo que espera que me pase de la raya. Esto no ha hecho más que darle una excusa. Con Figulus y sus amigos sedientos también de sangre… —Brennus se secó la frente—. La vida será interesante a partir de ahora.

—Lo que he dicho antes iba en serio.

—¿Libertad? —A Brennus se le iluminó el rostro pero se desanimó al pensar en Astoria—. Imposible.

Romulus suspiró. La futilidad de la vida de gladiador se había puesto de manifiesto con más claridad que nunca con el combate en masa. Necesitaba apoyo si quería tener posibilidades de huir, y el galo resultaba crucial para ello. Pero el castigo de Memor parecía haberlo dejado sin ganas de pelea. Tendría que ser paciente e ir convenciendo a Brennus poco a poco. Ganaría más adeptos a su causa si el luchador estrella del ludus estaba metido en el ajo.

Romulus no iba a descansar hasta ser libre.

En los días de descanso siguientes, Memor se pavoneó por la escuela con una amplia sonrisa en el rostro marcado. Había recibido una cantidad de dinero generosa de Pompeyo y con la victoria el ludus se había ganado el respeto del público romano.

Durante tres días, todos los gladiadores —excepto Brennus— recibieron raciones extra de comida y vino. Les permitieron la visita de prostitutas en las celdas. Las sesiones de entrenamiento para quienes habían luchado se redujeron a una hora al día. Las termas estaban abiertas para todos, privilegio reservado normalmente para los luchadores de élite. Estos detalles recibieron el elogio unánime de los agotados hombres, que habían vuelto a arriesgar su vida por el honor del ludus.

—¡Aparta de mi vista, pequeño cabrón! —le advirtió una tarde Memor a Romulus cuando lo vio. El lanista sospechaba que había tenido algo que ver en la muerte de Gallus y los otros pero carecía de pruebas—. ¿Estás tramando cómo matar a otros de mis mejores luchadores?

Romulus no se atrevió a contestar. Se escabulló a la pequeña celda que él y Brennus compartían con dos tracios veteranos. La pareja de homosexuales se había mantenido neutral desde la pelea por Astoria que originara la sangrienta venganza. Otho y Antonius ya estaban marginados por la intolerante familia y la compañía de otros dos marginados no les molestaba.

Cuando se lo ofrecieron discretamente, los amigos aprovecharon la oportunidad. Gracias a las amenazas veladas de Memor, no habían tenido otras opciones de alojamiento. De repente, la vida en el ludus se había vuelto complicada y tener un lugar seguro donde dormir les facilitaba un poco las cosas. Además, a Romulus la compañía de los tracios le parecía de lo más entretenida. Otho era alto y delgado y tenía un carácter ascético. Antonius era rechoncho y afeminado pero resultaba mortífero con una espada.

—¿Memor sigue cabreado? —Brennus había oído el breve altercado. Estaba tumbado en un lecho de paja, donde había pasado buena parte del tiempo desde el combate—. Gilipollas.

Romulus no sabía qué decir para mejorar el estado de ánimo de su amigo. Ni siquiera lo animaba la idea de la rebelión, que sólo podía sacar a colación cuando estaban solos.

—Nunca me había apartado de Astoria.

—Sextus cuida de ella.

—Menos mal. De lo contrario ese viejo cabrón habría intentado follársela —dijo Brennus con acritud—. No sé qué hacer. ¡Qué panorama tan desolador tengo aquí! —Puso los ojos en blanco con expresión teatral, como hacía Antonius cuando se emocionaba.

—Son buena gente —replicó Romulus riéndose de la imitación. Asomó la cabeza por la puerta. Sintió alivio al ver que los tracios entrenaban en el patio—. Nadie más nos hubiera acogido. Sextus no podía.

—Es verdad. Y los tracios están arriesgando el pellejo por nosotros. —Ninguno de los otros gladiadores quería saber nada de ellos—. Pero me estoy volviendo loco aquí metido.

—Espera una semana o dos —dijo Romulus, aunque no estuviera muy convencido—. La situación mejorará.

—No sé. Memor es un cabrón vengativo. —El galo suspiró—. No me extrañaría que la cosa fuera a peor.

—Podrías organizar algo para él. —Romulus hizo el gesto de apuñalar.

—¿Quién nos apoyaría?

—El español, quizá. Acuérdate de lo que dijo tras el combate.

—Así seríamos tres —reconoció Brennus compungido—. Contra toda Roma.

—Es probable que el resto de los scissores se le unieran.

—No te precipites —le recomendó el galo frunciendo el ceño—. Para lo que estás diciendo hace falta mucha planificación.

—¡Pues entonces hablemos con Sextus!

—Si hacemos eso acabaremos muertos.

—Seguro —respondió Romulus encogiéndose de hombros. Se olvidó de la prudencia—. ¿Y qué tiene eso de nuevo? Mejor que muramos libres.

Brennus alzó la vista con curiosidad.

—Si fracasamos, podemos marcharnos de Italia. Como iba a hacer Espartaco. Irnos muy lejos. A algún lugar que escape a la influencia de Roma.

El rostro moreno del galo se iluminó cuando las palabras calaron en él.

—¡Así se habla! —Se le encendió la mirada—. He esperado seis años a que los dioses me hicieran una señal. —Se levantó y le dio una palmada cariñosa a Romulus en la mejilla—. ¡Y me la han enviado a través de ti!

Al joven le encantó la respuesta de su amigo.

—Hace demasiado tiempo que no huelo el viento, que no cazo en el bosque. —Brennus se animó todavía más—. Vamos a buscar al scissores.

—Mañana —le advirtió Romulus—. Memor va a ir al mercado de esclavos a buscar luchadores nuevos. —Iba a reponer las bajas sufridas por la escuela fácilmente, lo cual le enfurecía todavía más.

—De acuerdo.

Romulus asintió con determinación. Quizás ahora pudieran empezar a reclutar hombres que sintieran lo mismo.

—Esto me ha dado mucha sed. ¿Por qué no salimos del ludus esta noche? —Brennus dio un codazo a Romulus—. Te enseñaré mis lugares preferidos.

—No se nos permite salir de aquí. No vale la pena arriesgarse.

—Vamos. ¡Nos lo merecemos!

—¿Por qué no tomamos un poco de vino aquí?

—Estoy harto. —El galo le dio un golpe a la pared y parte del yeso húmedo se desprendió.

Romulus era consciente de que Brennus hablaba en serio.

—¿Severus no te debe un favor? —preguntó. El guarda entrecano había sido un gladiador formidable en su día pero le interesaban más las apuestas.

—¿Ese viejo borracho? —Brennus dejó de deambular por la habitación—. Pongamos que sí. Le he ayudado más de una vez a pagar a los prestamistas.

—Está de guardia en la puerta la mayoría de las noches.

—Ayer me pidió tres mil sestercios. Se llevó un varapalo en las carreras de cuadrigas del Circus Flaminius. —El galo sonrió—. Severus no se atrevería a decirle a Memor que hemos salido.

—¿Y si mira en la celda? —Romulus seguía desconfiando.

—No es probable. —Brennus contestó con seguridad—. Memor no sale de sus aposentos después del atardecer. —El galo se había animado mucho ante la perspectiva de salir—. Regresaremos antes del alba. Nadie se enterará.

—No podemos meternos en ningún lío.

—Vale. No le abriré la cabeza a nadie.

—Prométemelo.

—Tienes mi palabra —gruñó Brennus.

A Romulus también le apetecía tomar algo en una de las tabernas de las que el galo siempre hablaba. Si las camareras eran como las describía su amigo, no le iría mal magrearlas un poco. Hacía algún tiempo que Romulus tenía las hormonas desbocadas. Las prostitutas ligeritas de ropa que visitaban el ludus recientemente habían hecho enloquecer de lujuria al adolescente. Había sentido una fuerte tentación de gastarse las ganancias, pero la vergüenza por la falta de intimidad lo había frenado.

Si Romulus iba a perder la virginidad prefería que no fuera en presencia de otros.