15 - La arena

El Ludus Magnus, Roma, finales de verano del 55 a.C.

El brillo de los rayos de sol que se filtraban por la ventana despertó a Romulus. Brennus seguía dormido. El joven luchador se levantó e inició la rutina diaria de estiramientos, un hábito ya profundamente arraigado. El descanso le había ido bien. Respiró hondo y despejó la mente.

—Ha llegado el momento de matar a Figulus y a Gallus. —El galo se había despertado. Exhaló con fuerza—. Y zanjar esto de una vez por todas.

Romulus asintió sin dejar de moverse. El final de la venganza también supondría un alivio para él.

Brennus bajó desnudo de la cama y se acercó a la mesa.

—Vamos a comer —dijo. Tenía el cuerpo tremendamente musculoso surcado de viejas cicatrices. Romulus había visto en otras ocasiones las profundas huellas que le había dejado la carrera de gladiador, pero seguían sobrecogiéndole. Lo único que él tenía era un grueso verdugón violeta en un muslo. A diferencia de lo habitual, Brennus tenía la marca de esclavo en la pantorrilla izquierda mientras que Romulus la tenía en la parte superior del brazo derecho.

Brennus untó con miel un trozo de pan.

—¿Quieres un poco? —preguntó mientras se lo introducía en la boca.

—No.

—¡Por todos los dioses! Cuanto antes te llevemos a la arena, mejor. —Brennus terminó de comer y se puso un taparrabos. Estaba agotado. «¿Será esto lo que Ultan vio para mí?»

En cuanto hubo terminado el calentamiento, se pusieron las protecciones. Brennus, con el pecho al descubierto, llevaba un cinturón de cuero ancho que le cubría el bajo vientre y un par de canilleras de bronce. Romulus llevaba un cinturón parecido y protecciones en el brazo derecho. Una única canillera en la pierna izquierda completaba su atuendo de secutor.

—Utiliza el mismo escudo con el que te enfrentaste a Lentulus.

—¿Y tú?

Brennus levantó un gran escudo rectangular de un montón que tenía en un rincón con sonrisa lobuna.

—Éste también tiene el borde afilado.

Romulus se ciñó el gladius mirando con cara de envidia la espada larga de Brennus. Seguía siendo demasiado bajo para empuñarla.

—Tened cuidado. —Astoria parecía preocupada cuando besó al guerrero rubio—. No os separéis.

—¡Deja de preocuparte, mujer! —Brennus le pellizcó el trasero cariñosamente—. Prepárame un plato de ratoncillos de ésos.

Salió pavoneándose sin mirar atrás. Romulus asintió nervioso a la nubia y siguió al galo.

La mayoría de los gladiadores se había reunido en el patio para hacer estiramientos o afilar las armas. Impresionaba ver a cincuenta hombres armados hasta los dientes preparados para la batalla. Había una docena de reciarios, con los tridentes y las redes lastradas listas, al lado de diez fornidos tracios. Los murmillones con sus cascos en forma de cresta de pez característicos, el hombro derecho cubierto con malla y escudos redondos. Los samnitas,[15] que llevaban unos cascos con penacho, tenían los escudos rectangulares y se cubrían los muslos con fascies de cuero y se protegían la parte inferior de las piernas con canilleras. Sextus y el resto de los scissores estaban a un lado. Un grupo de secutares, vestidos de forma similar a Romulus, completaban el regimiento.

—Hoy será interesante —dijo el español bajito, inclinando la cabeza a modo de reconocimiento. Se había abstenido de tomar partido en la disputa pendiente. Sextus tenía tal reputación que los enemigos de Romulus no causaban problemas si él rondaba cerca. Sólo Brennus infundía tal grado de respeto.

—Figulus y Gallus quieren sangre —repuso Romulus, que consideraba a Sextus de confianza.

—Ya he oído algo de eso. —Sextus levantó el hacha de dos caras con un guiño—. Estaré al tanto.

—Gracias.

—Podrías hacer lo mismo por mí.

—Descuida. —Contento de que por fin lo reconocieran como a un igual, Romulus sonrió complacido.

Sextus y sus compañeros eran un elemento vital de la capacidad de lucha del ludus. A la mayoría de los gladiadores los aterrorizaban los hombres del hacha, capaces de descuartizar a los incautos.

Al cabo de un rato pusieron a todos los luchadores, excepto a los cuatro scissores de confianza, una cadena ligera alrededor del cuello. Formaron dos filas largas en el patio, unidos por eslabones de hierro. Memor, con una elegante túnica con cinturón y provisto de un bastón con gancho metálico, condujo a los luchadores a través de las puertas. Además de los arqueros de siempre había otros contratados a propósito para vigilarlos, que se mantenían a una distancia prudente de los hombres que tan bien armados iban.

El trayecto hasta el Foro Boario supuso un verdadero placer para Romulus. Desde su llegada, había salido muy pocas veces del ludus. Ni siquiera a un privilegiado como Brennus se le había permitido entrar ni salir sin vigilancia desde la amenaza de Memor de que Astoria podía correr peligro en su ausencia. Romulus contempló lo que le rodeaba sin perderse ni un detalle. En Roma había bullicio a pesar de la hora, ya que la gente quería acabar sus quehaceres antes de que el calor resultara insoportable. Era un buen momento para evitar a los matones de Clodio y de Milo, que no solían madrugar. Los ciudadanos tenían el aliciente de salir a la calle para asistir al gran combate en grupo que se había añadido a los juegos.

A medida que avanzaba la procesión se oían silbidos y gritos de ánimo. Precedían a los gladiadores grupos de acróbatas que daban volteretas y rodaban por el suelo, haciendo las delicias del público. Tras ellos iban los portadores de estatuas de Marte, Némesis y Niké, la diosa de la victoria, flanqueados por músicos que tocaban los platillos y los tambores. Las mujeres hacían comentarios lascivos sobre sus luchadores preferidos. Todo el mundo estaba a favor del Ludus Magnus, la escuela de gladiadores local.

Los espectadores no sabían nada de la disputa entre sus propios miembros.

De repente a Romulus le entraron ganas de llegar a la arena. El combate se cobraría muchas vidas y, si sus enemigos vencían, él y Brennus quizá se contaran entre los muertos. Romulus no tenía ganas de derramar la sangre de los luchadores del Magnus, pero tampoco pensaba dejarse clavar un puñal entre las costillas. Cuanto antes se acabara aquello, mejor. Cuando la cuestión estuviera zanjada, la vida en el ludus volvería a la normalidad.

Miró al galo. Brennus parecía tan tranquilo como si estuviera yendo al mercado.

Romulus respiró hondo y se secó el sudor de la cara.

—Ya empieza a hacer calor.

—A mediodía será un infierno.

—Por lo menos entonces no estaremos luchando.

—Pobres venatores[16] —dijo Brennus—. Los animales salvajes tampoco estarán demasiado contentos con este calor.

Romulus se alegraba de no haber visto nunca una caza de animales, que solía ser el primer espectáculo del día. Había oído historias de leones que desmembraban a los hombres extremidad tras extremidad y elefantes que los pisoteaban como si fueran ramitas. Los venatores no vivían mucho y él se había librado de correr esa suerte gracias a la valentía demostrada el día que Gemellus lo vendió. Eso o la intervención divina.

Al cruzar las puertas de la ciudad llegaron a la llanura del Campo de Marte. Era el lugar donde se celebraban las elecciones / a la magistratura y donde los ciudadanos prestaban juramento al entrar en el ejército. El nuevo complejo de Pompeyo había transformado aquel enorme espacio abierto. Se consideraba el intento más descarado de adquirir popularidad. Constaba de un teatro ornamentado para el público, una cámara para el Senado, una casa para Pompeyo y un majestuoso templo dedicado a Venus. Cada poco se oía un rugido del auditorio abarrotado.

Memor condujo a los luchadores hacia una puerta pequeña situada en un lateral de la entrada principal, donde cuatro esclavos armados hasta los dientes hacían guardia.

—Especifica el motivo de tu visita —dijo con arrogancia el más corpulento.

—¿A ti qué te parece? —le espetó Memor—. Aquí están cincuenta de los mejores gladiadores de Roma.

—El lanista del Dacicus quizá no esté de acuerdo.

Memor le clavó el bastón y pilló al hombre desprevenido.

—No pretendía ofenderle, señor —tartamudeó, notando el gancho de metal afilado en la nuca.

Memor le hizo acercarse mientras sangraba.

—¿Quieres participar en el combate de hoy?

—No, señor. —En la frente del guarda iban formándose gotas de sudor.

—¡Entonces abre la maldita puerta!

Uno de sus compañeros corrió rápidamente el pesado cerrojo de hierro. Memor soltó al esclavo y permitió que los guiara al interior. Mientras los luchadores se internaban en la oscuridad que reinaba bajo las gradas, los gritos y el pataleo de los espectadores los ensordeció. Era un sonido que Romulus había escuchado con anterioridad y que aceleraba el pulso del gladiador más aguerrido.

Brennus inclinó la cabeza y aguzó el oído.

—El público está emocionado. Un animal o un hombre van a morir.

El griterío se interrumpió unos instantes. Durante aquel silencio momentáneo oyeron el rugido característico de un animal grande.

A Romulus se le erizó el vello de la nuca.

—¿Qué es eso?

—Un león. Y, por lo que parece, está enfadado.

La gente que tenían encima reaccionó alarmada cuando el gran felino volvió a rugir. Un hombre se puso a chillar y el público respondió con abucheos.

—¿Qué ha pasado?

—Probablemente haya perdido la lanza o el tridente. —Brennus hizo una mueca—. La va a palmar.

El griterío se intensificó y, de repente, se hizo el silencio.

—Pobre desgraciado —dijo Romulus, más contento todavía de que Cotta le hubiera elegido.

Habituado al sufrimiento ajeno, el guarda condujo de mal humor a los luchadores por un pasillo estrecho con el suelo de tierra. Estaba flanqueado por grandes jaulas de hierro. Había poca luz aparte de la que se filtraba por las rendijas de los tablones de madera que las separaban. Memor se paró junto a la puerta abierta de la celda más cercana a la arena. Recibía un poquito más de luz que las del fondo. Hizo un gesto hacia el espacio vacío y se rió.

—Alojamiento de lujo.

Los gladiadores entraron fatigosamente en ella seguidos de los guardas del lanista, que les quitaron las cadenas del cuello y se marcharon rápido.

—¡Hemos conseguido el mejor sitio! —Memor meneó la cabeza hacia delante—. A los chicos del Dacicus les ha tocado ésa. —La jaula que había al otro lado del pasillo estaba vacía y tenía el suelo lleno de vendajes ensangrentados y armaduras dañadas.

—No la han limpiado desde el último combate —dijo Brennus no demasiado sorprendido—. Tener que sentarse ahí los pondrá a la defensiva.

—Cuando empiece, ya sabéis qué hacer. —Memor taladró con la mirada a cada uno de los hombres—. Formad una piña. Luchad con valentía. ¡Matad a todos esos cabrones! Y recordad: ¡una bolsa de oro si sobrevivís ilesos!

—¡Lu-dus Mag-nus! —empezó a gritar un reciario. Los demás le imitaron enseguida.

—¡Ludus Magnus! ¡Ludus Magnus!

El lanista sonrió, cerró un puño y se golpeó el pecho a modo de saludo.

Hasta Brennus respondió al gesto.

—¡Nos manda ahí afuera a que nos maten! —susurró Romulus en cuanto Memor se dio la vuelta y se marchó.

El galo se quedó confundido.

—Es su trabajo.

—¿Y por qué le devolvemos el saludo?

—Memor fue gladiador —contestó Brennus sin demasiada convicción—. Se merece respeto por eso.

—Y ahora se enriquece con la muerte de otros hombres.

Brennus apartó la mirada haciendo caso omiso del comentario.

«Olvídate de Memor —pensó Romulus—. Es mejor que te centres en el combate. Sobrevive».

La mayoría de los luchadores enseguida se acomodó en el suelo y empezó a charlar entre sí, a afilar las armas o a ceñirse las correas de la armadura. Dos tracios se pusieron a luchar bajo la mirada indolente de una docena de hombres. Unos pocos se arrodillaron en un rincón para pedir la protección de sus dioses favoritos con una oración. Era buena idea entretenerse con lo que fuera hasta el momento del combate. Figulus y sus compinches estaban enfrascados en una conversación y Romulus consideró que no corría peligro si se alejaba un poco del galo.

Al otro lado de los barrotes había unos tablones de madera horizontales que formaban la pared principal del recinto. Encima estaban los asientos de los ricos y famosos. La posibilidad de tener el trasero de Gemellus tan cerca de su espada hizo sonreír a Romulus. El comerciante era un gran aficionado a los combates de gladiadores.

El muchacho atisbo por una rendija. Las hileras de los bancos inferiores se encontraban a menos de dos metros del suelo y los espectadores casi podían tocar con los dedos a los luchadores y los animales que se batían en la arena caliente.

—¿No es peligroso? —preguntó.

—Mira. —Brennus señaló a los arqueros apostados a intervalos regulares alrededor del perímetro con el arco tenso—. Normalmente abaten a cualquier criatura que salte fuera.

—¿Normalmente?

—De vez en cuando muere alguien —reconoció Brennus—. ¡A la gente le encanta!

—Aparte del pobre desgraciado que sufre heridas de muerte.

—Si quieren presenciar la lucha en primera fila…

—Así que ¿por qué ser nosotros los únicos que morimos en la arena?

—Exacto. —Brennus sonrió.

Romulus asintió porque estaba al corriente de la enorme sed de sangre de los ciudadanos. Se estremeció al pensar en el matadero que había fuera. La lucha entre el hombre y la bestia que habían oído ya casi había terminado. Los cuerpos ensangrentados desperdigados por la arena parecían muñecos de trapo, con las extremidades dobladas en ángulos extraños. Había tres leones y dos leopardos muertos, con lanzas clavadas en el pecho y en el vientre.

—¡Dioses de los cielos, ayudadme! —El grito lastimero resonó en el espacio abierto—. He matado un felino. ¿Acaso no basta?

Romulus observó horrorizado al cazador que cojeaba dando la vuelta al ruedo, suplicando al público. Habían matado a todos sus compañeros y estaba desarmado, con un escudo como única protección. El joven musculoso tenía el torso lleno de arañazos profundos que le sangraban y el brazo derecho le colgaba inerte.

De la herida abierta que tenía en él le sobresalían fragmentos de hueso, clara muestra de la increíble ferocidad de los animales.

—¡Detrás de ti! —Los espectadores que estaban por encima de Romulus rieron burlonamente cuando el último león se acercó por detrás con su suave andar al venator herido.

—¡Ayudadme!

—¡Ayúdate tú solo, escoria!

—¡Muere como un hombre! ¡Entretennos!

Cayó una lluvia de insultos, pan y fruta. El público no pensaba hacer concesiones.

Quería más sangre.

A Romulus se le pusieron los nudillos blancos de sujetar los barrotes con tanta fuerza, deseoso de poder hacer algo. Cualquier cosa.

El venator tenía que actuar rápido. Con el escudo en el brazo bueno podía repeler al león un rato pero sería incapaz de herirle. El sangrado continuo de las heridas acabaría permitiendo que el león le superara. Con un arma hubiese tenido una pequeña posibilidad de matarlo, pero se encontraba desarmado frente a las garras potentes que habían destrozado a sus compañeros.

El cazador tenía la indecisión reflejada en el rostro. El instinto de supervivencia se impuso y corrió hacia el cadáver más cercano para poner un poco de distancia entre él y el león. Dejó el escudo y recogió una lanza pesada que yacía junto a su dueño muerto.

—Mira que son salvajes los romanos. —Brennus apareció al lado de Romulus y observó el desarrollo del drama—. Pero es una buena táctica. Una espada no tendría suficiente alcance.

—¿Y un tridente?

—Es demasiado poco manejable. De todos modos la lanza tiene más alcance.

—¿Y ahora qué?

—Esperará a que la bestia intente saltar. Plantará el astil en la arena y dejará que se ensarte —explicó Brennus con voz queda—. Es su única posibilidad.

Romulus cerró los ojos y pidió a Júpiter que ayudara al luchador herido.

Con una fascinación morbosa observaron cómo el venator retrocedía con su nueva arma. Al gran felino no parecía importarle seguirle, y su única muestra de impaciencia era que meneaba la cola. Cada cierto tiempo intentaba atacar la lanza, pero el hombre reculaba esperando el momento oportuno.

El público empezó a aburrirse y a lanzar pullas. Tiraban monedas y tazas de barro para provocar un ataque. El león estaba cada vez más furioso y no paraba de rugir y de mover la cola de un lado a otro.

Brennus sonrió y señaló.

—Lo está alejando de los cadáveres.

—¿Porqué?

—Para empezar, para separarse de las porquerías que tiran. Y luego porque intentará provocar al animal para que salte.

Romulus apenas soportaba mirar.

—Tendrá que acabar pronto o se quedará demasiado débil.

—Es consciente de ello.

El venator había llegado por fin a una zona sin cadáveres. Clavó el asta de la lanza en el suelo con una mano, bajó el extremo de hoja ancha y miró con furia al león.

—¡Este hombre está en paz con la muerte! —Brennus aporreaba los barrotes de la emoción—. ¡Mata a la bestia! ¡Venga, mátala!

El león se colocó a unos quince pasos de su presa y se paró. La luz del sol hacía que las pupilas de sus ojos ambarinos quedaran reducidas a apenas dos rendijas. Se agachó en la arena moviendo ligeramente el extremo de la cola. El venator se puso en guardia y se agachó detrás de la lanza. Cuando el animal arremetiera contra él, sólo tendría una oportunidad.

Por fin el público dejó de gritar y de lanzar objetos. La tensión se mascaba en el ambiente.

—Observa los músculos de las patas traseras. Saltará en cualquier momento. —Brennus sujetó a Romulus por el hombro—. ¿Tú serías capaz de mantener la calma? ¿Con el brazo derecho hecho trizas?

Romulus tragó saliva intentando imaginar el dolor de las heridas abiertas. El luchador no parecía mucho mayor que él, y probablemente tuviera una historia similar. Pero no parecía dispuesto a rendirse, la vida era un don demasiado precioso.

El león se levantó de un brinco y saltó. El público tomó aire al unísono. El venator, negándose a dejarse llevar por el miedo, se afianzó sobre el terreno.

El felino descendió a toda velocidad y se empaló en la lanza.

El impulso hizo que la afilada hoja le atravesara las costillas y le destrozara el corazón y los pulmones. El cazador cayó al suelo por la fuerza del impacto.

Cuando los espectadores se percataron de que había ocurrido lo imposible se hizo el silencio.

Romulus empezó a dar saltos y a gritar con todas sus fuerzas para dar las gracias a los dioses. Brennus le acompañó riendo. Los gladiadores golpearon las empuñaduras de las espadas contra los escudos a modo de reconocimiento, haciendo el máximo ruido posible. Matar a un gran depredador estando herido de tanta gravedad era una hazaña hercúlea que les servía de inspiración.

Al final el venator consiguió sacarse el peso muerto que tenía encima de las piernas y ponerse de pie. La gente había tardado en responder al alboroto de la zona de las celdas pero los gritos de ánimo se duplicaron cuando se levantó.

—Cabrones caprichosos —dijo Brennus—. Hace un momento le estaban insultando. Malditos romanos.

Romulus estaba de acuerdo con su amigo. La reacción del público era hipócrita; lo único que parecía importarle era la mutilación y la muerte.

La lección estaba a punto de reafirmarse de la forma más sangrienta.

El venator, envalentonado por lo que acababa de hacer, se acercó a la valla más próxima a quienes le habían insultado.

—¿Os ha gustado lo suficiente? —gritó, con un gesto de desafío.

Romulus le aclamó, pero un extraño silencio se apoderó del Foro Boario. A los ciudadanos de Roma no les gustaba que los desafiaran de aquel modo lo embargó una oleada de ira y tristeza, y se desanimó todavía más. Nunca se había sentido de aquel modo.

—Ya falta poco. —Brennus estaba preocupado—. ¿Qué pasa?

—Vamos a morir ahí fuera.

—¡No todos! —El galo flexionó los enormes bíceps—. No te separes de mí y no te pasará nada.

—¿Qué sentido tiene? ¿Para qué sangrar y morir para unos completos desconocidos? —Romulus dejó caer los hombros—. Yo estoy aquí encerrado y mi madre pertenece a un cabrón sádico que vendió a Fabiola a un prostíbulo. La vida no tiene sentido. Me da igual dejar que Figulus me mate.

Brennus agarró a Romulus del brazo.

—¡No eres el único que tiene una historia triste! Piensa en el venator —susurró—. Y todos los que estamos en esta celda hemos sufrido bajo el yugo romano. Incluso cabrones como Figulus y Gallus.

Romulus se quitó de encima la mano del galo.

—¿Qué más me da? —respondió enfadado.

Se produjo un largo silencio antes de que Brennus volviera a hablar.

—Vi cómo los soldados romanos incendiaban el pueblo en el que estaban mi mujer y mi hijo pequeño —empezó a explicar—. Luego mataron delante de mis narices al primo al que había jurado proteger.

Romulus miró a su amigo con actitud compasiva.

—Y esos recuerdos me vienen a la cabeza todos los días.

—Yo… —empezó a decir Romulus, sintiéndose culpable. Pero el galo siguió hablando:

—Me pasé cinco años jugando con la muerte. Pero los dioses no me permitieron morir. Me han estado reservando para otro fin. Todavía no sé qué es, pero primero apareció Astoria y luego apareciste tú. —Despeinó a Romulus con un gesto cariñoso. El parecido de su protegido con Brac era asombroso.

—¿Qué intentas decir?

—Incluso en medio de todo esto —continuó Brennus señalando la arena ensangrentada— vale la pena vivir la vida. Muere hoy si quieres, Romulus. Pero piensa en el día que llegaste al ludus. ¿Por qué te compró Memor? ¿Por qué eligió Cotta a un muchacho de trece años para entrenarlo? —Desenvainó la espada—. Los dioses favorecen a los hombres valientes. Recuérdalo. —Dedicó una mirada dura a Romulus antes de quedarse callado.

El joven luchador reflexionó sobre lo que Brennus le había dicho. Quizás hubiera sido algo más que mera suerte. Quizá Júpiter le había reservado un destino especial. Alzó la mirada sintiéndose un poco mejor y vio que Gallus le observaba. El bajo y robusto reciario dio un codazo a Figulus, mirándolo lascivamente mientras se pasaba un dedo por el cuello. Romulus se puso de pie. Las palabras de Brennus le habían llegado al corazón y la amenaza de Gallus le había espoleado. ¿De qué servía morir sin defenderse?

Romulus se acordó de Espartaco, el gladiador que había hecho temblar los cimientos de Roma, y se sintió esperanzado. Sonrió. Incluso en la arena ensangrentada era posible decidir el propio destino. Había motivos para vivir.

Romulus empezó a hacer girar los hombros tal como le había enseñado Cotta, como si estuviera calentando para una sesión de entrenamiento.

—¡Así me gusta! —exclamó Brennus, encantado.

—Esos cabrones no me matarán sin que les plante cara.

—Me alegro de saberlo.

Los dos amigos estiraron los músculos preparándose para la matanza.