El Lupanar, Roma, finales de verano del 55 a.C.
Era primera hora de la tarde y el momento más tranquilo del día. La rutina de las prostitutas daba comienzo a media mañana, cuando se levantaban para bañarse y acicalarse. A los hombres que llegaban temprano se los entretenía antes de descansar en las termas. Ahí los hombres influyentes de la República se relajaban, compartían el vino y conversaban. Tras esta actividad tan típicamente romana, podían dedicarse a sus quehaceres diarios.
Fabiola cambió de postura discretamente sin apartar la oreja de un agujerito que había en la pared. Ninguno de los clientes sentados en la cálida piscina del tepidarium sospechaba que los escuchaban a hurtadillas. Desde que Pompeya le mostrara el agujerito hacía un año, Fabiola había pasado todos sus ratos libres escuchando a los clientes habituales del burdel. Normalmente lo que oía no revestía demasiado interés. Carreras de cuadrigas, combates de gladiadores, el tiempo, qué mujeres eran las mejores de cada especialidad… los temas pocas veces cambiaban. Pero a veces la hermosa muchacha captaba fragmentos de información sobre política o negocios de los que deducía cómo era el mundo exterior.
—¿Dices que Craso está formando un ejército?
—Se ha cansado de que Pompeyo y César reciban todos los elogios, Gabinius.
Fabiola sonrió al oír la voz de Mancinus. Se había acostado con él varías veces y le hacía gracia lo rápido que se había prendado de ella. Pero el viejo comerciante pocas veces podía costearse sus servicios. Recientemente se había visto obligado a satisfacer su apetito con prostitutas más baratas, pero eso a Fabiola no le preocupaba. Mancinus no era suficientemente influyente. Sólo tenía tres objetivos en la vida: conseguir la libertad para sí y su familia, vengarse de Gemellus y destruir al hombre que había violado a su madre. Podría conseguirlo si aumentaba al máximo su influencia sobre tantos hombres ricos y poderosos como pudiera. Así pues, Fabiola era suficientemente pragmática para reservar sus encantos para clientes más importantes, de los que tenía unos cuantos.
Brutus era el más entusiasta. El joven noble se había quedado completamente prendado de ella a lo largo del año anterior. Fabiola se había esforzado al máximo para tenerlo a sus pies. Cuando estaba en Roma, no pasaba una semana sin visitar el Lupanar. Brutus había llevado a Fabiola al teatro y a su villa de la costa. Esperaba que acabara comprándola, y que incluso le otorgara la tan deseada manumisión. Fabiola ardía en deseos de ser libre.
—Las victorias recientes de César le han hecho muy popular. ¿Craso está celoso? —La voz del tercer hombre denotaba desprecio.
Gabinius bufó.
—No ha olvidado la negativa del Senado a reconocer su triunfo pleno tras la derrota de Espartaco, ¿no?
—Fue hace quince años pero todavía duele —dijo Mancinus indignado—. ¡Craso aplastó la mayor amenaza de Roma en más de cien años y lo único que le concedieron fue una mierda de desfile a pie!
—Sin embargo, Pompeyo Magno consiguió el pleno triunfo —comentó el último interlocutor—. Sólo por recoger las migajas.
Gabinius soltó una risotada.
—Y desde entonces Craso no ha hecho más que quejarse.
Tiene que mover el culo y ganar otra guerra si quiere estar a la altura de Pompeyo y César.
—¿Qué quieres decir? —farfulló el comerciante.
—¡Venga ya! La lista de victorias de Pompeyo no tiene parangón —afirmó Gabinius—. Los partidarios de Mario en África. Los piratas cilicios. Luego los ejércitos de Mitrídates en el Ponto. Por eso el Senado le otorgó diez días de agradecimiento público. Craso será el noble más rico de Roma pero no ha tenido un éxito militar en una generación.
Mancinus no respondió.
—De todos modos, Pompeyo consiguió las victorias en Asia Menor gracias a Lúculo —intervino el tercer hombre—. Y el público lo olvida rápido. Por eso ahora César goza de mayor popularidad.
Al final Fabiola reconoció la voz de Memor, un nuevo cliente de Pompeya. La divertía ver que los visitantes del burdel siempre podían clasificarse como pertenecientes a uno de los tres bandos. La parcelación que el triunvirato había hecho de los mejores cargos políticos en Roma había dividido al público más que nunca. Los hombres habían llegado a las manos en más de una ocasión en las termas durante las acaloradas discusiones. Pompeyo, uno de los cónsules, seguía siendo sumamente popular gracias a sus credenciales militares y su generosidad con los veteranos de sus legiones. Craso había gastado sumas desorbitadas esforzándose por competir con los demás cónsules. Aunque era un político extremadamente experto, no se le daba tan bien conseguir el apoyo público como a los otros dos. César, por el contrario, hacía que todas las miradas se posaran en él gracias a sus conquistas recientes, todas ellas en nombre de Roma.
—A quien debemos prestar atención es a Julio César —se jactó otra vez Memor—. La Galia ha sido derrotada y nos proporciona enormes recursos. Por esa victoria obtuvo quince días de festividades públicas. ¡Y el general no se ha ganado el dinero reduciendo a cenizas las casas de los ciudadanos!
Gabinius se rió.
—Nunca se ha llegado a demostrar que esos incendios fueran intencionados —bramó Mancinus.
—¡Cualquiera que lo hiciera acabaría con el cuello cortado! —espetó Memor. La estrecha relación entre Craso y el indeseable Clodio era del dominio público.
Gabinius volvió a reírse tontamente.
Fabiola pegó la oreja al agujero porque deseaba saber más sobre Memor. Hacía poco, Pompeya le había revelado que era el lanista del Ludus Magnus. Al parecer, con el aumento de la popularidad de los combates de gladiadores se había enriquecido tremendamente. Si bien Fabiola no tenía ni idea de a qué escuela habían arrastrado a su hermano, conocer a Memor sería un punto de partida.
No había tenido noticias de Romulus desde hacía más de un año. Los clientes sólo hablaban de los luchadores más famosos. A Fabiola se le encogía el corazón al pensar en el único familiar que le quedaba. El intento anónimo de Brutus de comprar a su madre el año anterior había resultado en vano. Gemellus había cumplido su palabra y la había vendido en el mercado de esclavos. Los hombres de Brutus habían visitado muchas minas de sal y sobornado a todos los capataces que habían encontrado, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Frágil y descorazonada, Velvinna había desaparecido para no volver. Aquello hacía que encontrar a Romulus fuera más apremiante si cabe.
—César es un buen general, lo reconozco —dijo Gabinius. El agua salpicó fuera de la piscina cuando cambió de postura.
—Ha conquistado toda la Galia y Bélgica. Britannia será la siguiente —repuso el lanista—. ¡Mientras que Pompeyo y Craso no hacen más que hablar!
—No por mucho tiempo —se apresuró a añadir Mancinus.
El partidario de Pompeyo, Gabinius, también iba lanzado:
—César persigue victorias para saldar unas deudas enormes. He oído decir que ascienden a millones de sestercios.
—Debe la mayoría a Craso —se regodeó Mancinus—. Además, César nunca está en Roma. La gente necesita ver a los nobles para seguirlos.
Gabinius no estaba dispuesto a ceder con facilidad.
—¿No has visto el nuevo complejo de edificios de Pompeyo en el Campo de Marte? ¿No le has oído hablar ahí en sus ceremonias?
Memor resopló. La enorme construcción de Pompeyo, erigida para impresionar al personal, había tardado años en estar acabada y costado una fortuna. Como de costumbre, el caprichoso público no había recibido el regalo de forma especialmente positiva.
—Ese sitio es una exageración —dijo, tajante—. Busca la espectacularidad. Cuando era edil y estaba a cargo del entretenimiento público, César patrocinó un combate con trescientos pares de gladiadores con armadura de plata. ¡El público se volvió loco! —exclamó triunfal el lanista—. Y sé lo que me digo porque me dedico a eso.
De repente se hizo el silencio y Memor intuyó que se había acabado. En la habitación se había levantado una barrera social invisible. Ni se inmutó.
—Bueno, ahora me toca jugar a mí —bromeó—. Esa pelirroja tiene una habilidad increíble con la boca.
Los demás se rieron y Fabiola oyó salir del agua al lanista y despedirse. Decidió presentarse ante él, aunque se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los clientes habituales de Pompeya. Si se mostraba persuasiva, su amiga quizá se retirara y la dejara ganarse la estima de Memor.
Tal vez así pudiera encontrar a Romulus.
Si seguía con vida.
A Fabiola se le aceleró el corazón de la emoción al pensar en volver a ver a su hermano. La conversación había decaído, pero sabía por experiencia que valía la pena esperar un poco más.
—¡Más vino!
Cuando el esclavo de las termas salió rápidamente, a Fabiola le pareció oír que susurraban. La fastidiaba no ser capaz de escuchar lo que decían. Captó retazos como «lanista cabrón» y «el enorme galo», que no significaban nada para ella. Cuando reapareció el esclavo, los murmullos cesaron.
—Yo ya estoy. Tengo cosas que hacer.
—Toma otra copa.
—¡Algunos de nosotros tenemos que trabajar para ganarnos el sustento! No como vosotros los équites con latifundios enormes —exclamó Mancinus agraviado—. La mercancía no se vende sola.
—Pero es que últimamente apenas nos vemos —dijo Gabinius con zalamería—. Una más.
El comerciante se acomodó en el agua tibia, ávido de más alcohol a pesar de sus palabras. Los dos hombres hablaron de cosas intrascendentes y luego Fabiola oyó que Gabinius intentaba sonsacarle información. Daba la impresión de que Mancinus sabía muchas cosas sobre Craso que el noble deseaba conocer. Para Fabiola resultaba obvio lo que estaba pasando.
El año anterior había aprendido a sonsacar información a los clientes sin que ellos se dieran cuenta; era increíble lo que los hombres revelaban cuando estaban medio locos de deseo. Los consejos de Pompeya le habían resultado muy útiles, y Fabiola ya se había convertido en una de las mujeres más solicitadas del Lupanar.
—¿Craso va a mover su ejército ahora que es gobernador de Siria?
—¡Es del dominio público! —Mancinus sorbió un poco más de vino y bajó la voz—. Mientras Pompeyo se duerme en los laureles, él planea conquistar Jerusalén.
—¿Enserio?
—Y no piensa detenerse ahí.
Fabiola oyó que Gabinius se inclinaba hacia delante y servía otra copa a Mancinus.
—Seleucia —anunció el comerciante—. Tiene las miras puestas en Seleucia.
Gabinius inspiró con fuerza.
—¿Va a invadir Partia?
—Dicen que su riqueza es incalculable. Gracias al comercio con Oriente.
—Pero Roma está en paz con los partos.
—¡Igual que miles de galos a los que César masacró! Eso no se lo impidió, ¿verdad?
—¿Estás seguro?
—Dicen que los templos partos rebosan oro. ¡No dudaría en acompañar a Craso si fuera más joven!
—Por lo menos es diez años mayor que tú —le pinchó Gabinius.
—No todos nacemos para ser soldados —refunfuñó Mancinus.
—No era mi intención ofenderte. —Gabinius se dio cuenta de que se había propasado—. Toma un poco más.
Fabiola resopló en silencio. Qué táctica tan burda. El comerciante, ofendido, se negó a picar otra vez y ella se marchó. Recorrió el pasillo sigilosamente; el vestido le ondeaba gracias al cálido aire veraniego que corría por la casa.
Se encontró a Benignus sentado en la cocina. Germanilla no paraba quieta y le llenaba el plato con pan y verduras.
Al verla, el portero desplegó una sonrisa en su rostro cincelado.
Fabiola acercó un taburete y se sentó junto al enorme esclavo.
—¿Tuviste mucho trabajo anoche?
—No estuvo mal. Sólo eché a un cliente. —Benignus tomó un trozo de pan y masticó ruidosamente—. El muy cabrón pegó a Senovara, la nueva chica.
—¿Le ha pasado algo? —preguntó Fabiola, preocupada.
—Está magullada y conmocionada, pero se pondrá bien.
—¿Quién fue?
—Nadie importante. Uno de los soldados de César que quería gastarse todo el botín de la Galia. —Benignus sonrió ampliamente—. Pero se ha llevado un brazo roto.
—Me alegro. —Fabiola guiñó el ojo a Germanilla.
La sirvienta metió la mano bajo el mostrador de madera y sacó un buen pedazo de buey que colocó en el plato de Benignus.
—¿Es para mí? —El portero miraba la carne con avidez—. ¿De tu parte?
Fabiola asintió desde debajo del largo flequillo.
—Sigue cuidando de nosotras.
Estaba muy contento y dejó al descubierto las raíces cariadas de los dientes.
—Yo y Vettius mataríamos a cualquiera que intentara haceros daño. —Benignus dio una palmadita a la empuñadura de hueso de la daga.
Fabiola contempló satisfecha cómo el gigante de cabeza rapada engullía la carne. Nunca había necesitado pedir ayuda como le había pasado a Senovara la noche anterior. Pero, llegado el caso, sabía que los dos acudirían corriendo. Ganarse a los porteros había sido fácil. En vez de acostarse con ellos, Fabiola los había conquistado asegurándose de que siempre tuvieran buena comida y dispusieran de los servicios del mejor cirujano en caso de resultar heridos.
La hermosa joven sólo se acostaba con hombres que pudieran aportarle dinero, información útil o la posibilidad de ser libre.