Transcurridos nueve meses…
El Ludus Magnus, Roma, finales de verano del año 55 a.C.
Romulus se volvió de lado e intentó hacerle un corte a Brennus en movimiento.
El galo esquivó el golpe con cierta dificultad.
—Estás mejorando día tras día. —Sonrió—. Además eres fuerte.
Romulus bajó la espada, jadeando.
—Todavía no soy capaz de vencerte.
El gran guerrero sonrió.
—Para eso te falta todavía un poco.
—Ahora soy mejor luchador —dijo Romulus a la defensiva.
—Cierto. Y ni siquiera has cumplido los quince.
—Quiero ser el mejor.
—Hacen falta muchos años para convertirse en un gladiador de primera —repuso el galo—. Has avanzado mucho, Romulus, además de sobrevivir a una herida grave. Ten paciencia. Eres valiente y fuerte, así que sólo te falta más experiencia.
Romulus miró en derredor el patio abrasador. Era el centro de su mundo pues, a diferencia del galo, apenas se le permitía salir a la ciudad, y era inevitable que sintiera claustrofobia. Tenía que haber algo más en la vida aparte del entrenamiento con armas, el levantamiento de pesos y las luchas ocasionales en la arena. Ya incluso las lecciones sobre táctica de Cotta le frustraban porque le recordaban la existencia de países y lugares que nunca había visto. Y al otro lado de los muros del ludus estaban ocurriendo grandes cosas. Las noticias de la reciente expedición punitiva de Julio César contra los bárbaros de Germania habían llegado a Roma. Se rumoreaba que intentaba invadir la mística isla de Britannia. Todas las noticias relacionadas con las campañas de César despertaban la imaginación de Romulus.
Deseaba ser libre, despojarse del yugo de la esclavitud. Descubrir el mundo.
La voz de Brennus lo devolvió a la realidad.
—La mayoría de los hombres no tiene tantas agallas como tú y eso se nota en cómo lucha. Pero tú eres como yo. ¡Nada importa salvo la victoria! —Se palmoteo el pecho y se echó a reír—. ¡Los galos luchan con el corazón!
Romulus arrastró un pie polvoriento por el suelo, contento de los ánimos que recibía. Brennus llevaba dieciocho meses siendo un buen amigo y maestro, le había hecho ganar confianza en sí mismo y habilidad con las armas. Aunque nunca olvidaría a Juba, el galo había ido poco a poco ocupando su lugar en el corazón de Romulus.
—También tienes que utilizar el cerebro. Anticípate a las acciones del enemigo. Recuerda a Lentulus.
Se sonrojó, decidido a no ser sorprendido de nuevo.
Brennus le dio una cariñosa palmada en la mejilla.
—Sigue así y a lo mejor un día acabas con un ruáis[12] igual que él. —Señaló a Cotta, que estaba domando a su última adquisición.
La idea de la libertad le hizo pensar de inmediato en su madre y en Fabiola.
—Sigo queriendo enseñar unas cuantas cosas a ese cabrón de Gemellus.
—Olvídale. —El tono de voz de Brennus cambió y dejó de reír—. A no ser que los dioses sean realmente generosos, nunca tendrás la oportunidad de vengarte de quienes te hicieron daño.
Romulus advirtió un sincero dolor en la voz del galo. Su amigo nunca hablaba del pasado, pero Romulus sospechaba que había sufrido lo suyo antes de convertirse en gladiador.
—¿Acaso te pasó algo parecido? —se atrevió a preguntar.
Brennus se quedó callado. Aquella pregunta tan directa le trajo recuerdos turbadores. «Brac. Liath. Mi hijo». Propinó un golpe atípicamente duro a Romulus encima de la cabeza.
—Nunca permitas que te domine la ira. —Romulus se hizo rápidamente a un lado y le embistió, por lo que el galo tuvo que retroceder unos cuantos pasos.
Brennus se echó a reír.
—¿Intentas enseñarme? ¡Chúpate ésta! —Con un movimiento de la sandalia, lanzó una nube de arena a la cara de Romulus.
El joven luchador vio venir el movimiento unas centésimas de segundo demasiado tarde. Los granos amarillos le nublaron la vista. Se agachó hacia la izquierda, consciente de que el hombretón le había superado.
—Hombre muerto —dijo Brennus, pinchando a Romulus en el cuello con la punta de la espada.
Se frotó enfadado los ojos enrojecidos y tosió para aclararse la garganta.
—Observa la expresión de tu enemigo. —Brennus le clavó un dedo—. Siempre te revelará algo. El ceño, una mirada de reojo. Utilízalo para predecir lo que hará.
—Ya sabía que ibas a hacer eso.
—Esta vez no importa —repuso el galo con una amplia sonrisa—. No era en serio. —Envainó la espada después de quitarle la arena—. Basta por ahora. Vamos a lavarnos.
Por una vez, Romulus se alegró de relajarse. Siguió a Brennus por el patio decidido a no ser sorprendido de nuevo. Varios hombres los saludaron al pasar. El duelo con Lentulus le había valido el respeto de los demás, lo cual ayudaba a mantener la precaria tregua que había estado a punto de romperse desde la pelea por Astoria. A la mayoría les importaba poco la muerte de los murmillones pero tampoco querían tomar partido.
Sin arredrarse, Figulus y Gallus habían estado alentando el descontento entre unos cuantos escogidos y resultaba patente. Al comienzo habían sido nimiedades: vinagre en el vino de Brennus, un pie que aparece para que Romulus tropiece, manos sueltas que toquetean los pechos de Astoria. La tensión había ido en aumento y Romulus había decidido volver a llevar siempre una daga encima. La seguridad que había sentido durante meses tras hacerse amigo de Brennus se iba diluyendo día a día. Intentaba vencer sus preocupaciones obligándose a mejorar su forma física y entrenando con el galo siempre que podía.
Brennus se rascó los densos rizos rubios.
—Me extraña que Figulus y sus amigotes no hayan hecho nada todavía.
—Te tienen miedo.
—¡Y a ti!
Romulus estaba encantado.
Comprobó rápidamente que el lanista no estaba por los alrededores antes de bramar al grupito reunido en el otro extremo del patio:
—¿A alguien le apetece enfrentarse hoy a nosotros?
Todos se lo quedaron mirando fijamente pero nadie habló.
—No será un combate abierto. No hay suficientes cabrones.
—Lo sé. —Brennus le dio un codazo—. De todos modos, no tiene nada de malo hacerles una advertencia.
La actitud del hombretón resultaba alentadora y Romulus abrió la puerta de las termas con una sonrisa.
Todo iría bien.
Al cabo de un mes, quedó claro cuándo sería el enfrentamiento. Una mañana temprano, Memor ordenó a todos los gladiadores que se reunieran en el patio. Era una petición curiosa.
El ambiente ya era cálido aunque hacía poco que había amanecido. Roma llevaba varias semanas sumida en el calor sofocante de finales de verano. Como la mayoría, Romulus y Brennus se levantaban antes del alba para entrenar mientras hacía un poco de fresco. Habían tenido tiempo de completar una serie de levantamientos de pesos antes de la reunión. Los hombres hablaban con impaciencia mientras esperaban. Nadie sabía qué estaba pasando.
Memor apareció con una extraña sonrisa en el rostro.
—Probablemente os estéis preguntando por qué os he mandado llamar. —Hizo una pausa.
—¿De qué se trata, Memor? —gritó un luchador del fondo.
—Milo necesita que controlemos otra vez a Clodio —exclamó otro.
Se oyó un rugido de aprobación. Durante la primavera anterior, a medida que los derramamientos de sangre aumentaban en las calles, el tribuno Milo había sido acusado por su rival Clodio de usar la violencia. Tal acusación era una insolencia tremenda, y el juicio en el Foro se había interrumpido al declararse disturbios a gran escala. Los hombres de Milo sofocaron la revuelta no sin dificultad. Se habían producido más altercados, lo cual hacía que muchos gladiadores pasaran regularmente temporadas fuera del ludus.
También habían requerido sus servicios durante las elecciones consulares, hacía pocos meses. Cuando Pompeyo y Craso se habían aliado de forma evidente para asegurarse el cargo, los disturbios públicos habían aumentado. La farsa de la democracia no había acabado allí. En aquellos momentos Pompeyo era el gobernador efectivo de Hispania y Grecia; Craso ocupaba el cargo de gobernador de Siria. A César también le había ido bien, pues le habían concedido poderes consulares sobre las provincias de Illyricum y la Galia. El comportamiento desvergonzado y abiertamente criminal del triunvirato había enfurecido al pueblo y reinaba un caos generalizado.
—No —dijo Memor con gesto despectivo—. Pompeyo Magno ha añadido un día de entretenimiento a los juegos conmemorativos.
—¡Carreras de cuadrigas!
—¡Y tienes una buena propina para nosotros! —añadió el chistoso del grupo.
Todos se echaron a reír.
Hasta en el rostro ajado de Memor se dibujó una sonrisa.
—Algo mejor que eso —repuso—. Una oportunidad para demostrar que el Ludus Magnus es realmente la mejor escuela de Roma. —El lanista alzó la voz—. ¡El general Pompeyo quiere un combate especial! ¡Dos grupos de cincuenta enfrentados entre sí!
—No tenemos cien gladiadores —apuntó un murmillo con aspecto confundido.
—¡Idiota! —le espetó Memor—. Cincuenta de vosotros contra el mismo número de la escuela de Dacicus.
—¡Menuda lucha! —Brennus enseñó los dientes ante la expectativa.
—No será un combate por puntos —continuó—. Todos lucharéis a muerte hasta que un bando resulte vencedor.
Un anuncio tan inusual arrancó gritos ahogados de asombro.
—Pero todo hombre que salga ileso recibirá una bolsa de oro. —El lanista alzó un puño—. ¡Para el Ludus Magnus!
A muchos se les iluminó el semblante ante la perspectiva de tanta riqueza, aunque muchos morirían durante el combate.
—¡Lu-dus Magnus! ¡Lu-dus Magnus!
—Mira a Figulus —susurró Romulus—. Esos cabrones cometerán su tropelía durante el combate.
—Parece muy contento —convino Brennus—. Será una buena oportunidad. Habrá cuerpos por todas partes.
—¿Cien gladiadores luchando a muerte?
—Pompeyo tiene la necesidad de impresionar. Ya sabes cómo son estas cosas. —Los políticos destacados siempre intentaban sobrepasar los esfuerzos de sus rivales.
Romulus asintió. En Roma era de todos sabido que la lucha por el poder se intensificaba. Pero la política palidecía ante la perspectiva de un combate de tal envergadura. Romulus sentía una mezcla de emoción y ansiedad. La mayoría de los espectáculos en los que había participado habían sido sólo por puntos.
Había matado a dos hombres en combates individuales, pero aquello sería muy distinto.
—¿Me elegirán?
—¡Por supuesto! Necesito que me cubras las espaldas.
Romulus observó a Figulus, enfrascado en una conversación con Gallus y un grupito de luchadores. Seguramente tramaban algo porque les lanzaban miradas maliciosas.
Los dos días siguientes transcurrieron en un continuo ajetreo mientras todos los gladiadores elegidos se preparaban para el combate. Los habían elegido prácticamente a todos salvo a los heridos. Cuando le llegó el turno a Romulus, Memor no vaciló antes de indicarle que se uniera al grupo de luchadores. En opinión del lanista, el chico ya se había convertido en un hombre. Henchido de orgullo, se reunió con Brennus.
La fragua estaba dominada por el sonido de los martillos que reparaban las armaduras y las armas defectuosas. Sin tener en cuenta el calor extremo, los hombres daban vueltas corriendo al patio y levantaban pesos. Otros luchaban sin cesar entre sí con armas reales en vez de las piezas de madera habituales para entrenar. Los arqueros del lanista vigilaban desde el balcón, ojo avizor por si surgía algún problema. Varios luchadores resultaron heridos cuando las sesiones de entrenamiento se volvieron más acaloradas y Memor ordenó colocar fundas de cuero en todas las hojas hasta el día del combate.
A diferencia de la mayoría, Brennus se pasó el día anterior al combate relajándose y disfrutando de los masajes del unctor. El ambiente fresco que reinaba entre las paredes de las termas le ofreció una agradable tregua del sol. Como solo no se sentía seguro, Romulus se reunió con él.
—Estás suficientemente en forma. ¡Túmbate! ¡Relájate! —Brennus gemía de placer mientras le masajeaban la espalda con los puños. Señaló la jarra y el vaso de arcilla que había en las baldosas, junto al banco—. Toma un poco de mosto. Está muy bueno.
Romulus se dio la vuelta y giró, embistiendo adelante y atrás con la espada.
—Tú no tienes que preocuparte por este combate. Yo sí.
—He decidido no preocuparme. —A Brennus cada vez le costaba más tener presente la promesa que había hecho ante el cadáver de Narcissus. Los combates desnivelados habían empezado a sucederse con una regularidad repugnante a medida que el lanista codiciaba más riqueza y fama. Brennus había matado a muchos hombres desde la muerte del griego.
—Tengo que seguir entrenando —repuso Romulus con obstinación.
—Va contra las normas entrenarse en el interior con un arma —intervino el unctor con voz temblorosa.
—Déjalo, Receptus. No se siente seguro ahí fuera.
El ambiente del ludus se había enrarecido todavía más desde el anuncio de Memor; las miradas maliciosas y las amenazas de Figulus y sus amigos eran constantes. Todo el mundo sabía que la sangre que se derramaría el día siguiente no sería sólo a manos del enemigo. Hasta el amable masajista se había dado cuenta. Receptus siguió frotándole la espalda a Brennus. No era nadie para decirle al luchador estrella y su protegido qué hacer.
—¿Qué pasará mañana?
—Figulus y sus compinches se quedarán cerca de nosotros —le aseguró Brennus—. Intentarán pillarnos desprevenidos. Probablemente nos ataquen cuando la lucha sea más encarnizada.
—¿Vamos a esperar a que nos ataquen? ¿Los luchadores del Dacicus delante y esos cabrones detrás? Es una locura.
—Tranquilo, Romulus. —Brennus entornó los ojos mirando al unctor—. Date un masaje.
Romulus dejó la espada en el suelo a regañadientes antes de subir al otro banco. Se sintió fenomenal mientras Receptus le aliviaba la tensión de los músculos, pero no fue capaz de relajarse por completo; tenía constantemente un ojo puesto en la puerta. Por el contrario, Brennus dormitaba con cara de satisfacción, convencido de que nadie tenía las agallas de atacarle cara a cara.
La tarde transcurrió sin incidentes y al atardecer las temperaturas descendieron a niveles más soportables. Memor recorrió las celdas pronunciando palabras de aliento. En el combate se jugaba algo más que una victoria, se jugaba la reputación.
Aquella noche Astoria preparó una cena especial. Se sentaron a la mesa en la celda de Brennus a beber vino tinto y disfrutar del pan, el pescado fresco y las verduras compradas en el mercado. Por la puerta abierta entraba una brisa cálida que llevaba hasta ellos el olor de la comida que se estaba cocinando y el rumor de las conversaciones. Todos los habitantes del ludus se estaban relajando, quizá por última vez.
—No te pases con el vino —ordenó Astoria a Romulus—. Con una copa basta. No es bueno luchar con resaca.
—Prueba el lirón. —Brennus le tendió una bandeja—. Una verdadera exquisitez.
Romulus declinó la oferta.
—¡Pues más para mí! —El galo abrió mucho la boca y se tragó uno entero—. Normalmente no me decanto por la comida romana, pero los lirones sí que me gustan.
Romulus comió frugalmente porque tenía un nudo de tensión en el estómago. Todos sus combates anteriores habían sido individuales y la idea de estar en la arena con tantos gladiadores le preocupaba. Tampoco contribuía a tranquilizarlo el hecho de saber que Figulus y Gallus irían por ellos. Intentó bloquear las imágenes de una derrota y la muerte a manos de uno de aquellos dos.
—Preocuparte no te servirá de nada —dijo Brennus amablemente.
Astoria le susurró unas palabras de aliento.
Romulus empujó un trozo de pan alrededor del plato.
—Y tampoco vale la pena estar agotado. Vete a la cama. Duerme todo lo que puedas. —Brennus le dio una palmadita en el hombro—. Mañana será un día importante para nosotros dos.