Roma, invierno del 56 a.C.
Tarquinius estaba agachado junto a los escalones del gran templo de Júpiter, en la colina Capitolina. Allí se sentía como en casa, en un lugar en el que seguían oyéndose con fuerza los ecos de los rasenna. Además, era un punto excelente desde donde observar las idas y venidas; para tomarle el pulso a la ciudad. Hacía semanas que el etrusco acudía allí todos los días. Aquel santuario, construido por su gente hacía cientos de años, era el lugar de culto más importante de Roma. Allí había actividad del amanecer al atardecer. Y dada la incertidumbre política reinante, el negocio iba mejor que nunca. El crudo frío no ahuyentaba a los devotos y el complejo estaba abarrotado y lleno de ruido.
Los sacerdotes engreídos caminaban con paso decidido, seguidos muy de cerca por sus jóvenes acólitos; había un grupo de lictores sentados que repasaban de arriba abajo a cualquiera que osara mirarlos. Los muchachos que habían subido la colina sin el permiso de sus padres contemplaban boquiabiertos la vista panorámica de la metrópoli en crecimiento. Los ciudadanos de a pie entraban para murmurar sus peticiones, pedir ayuda para resolver sus problemas y maldecir a sus enemigos. Los dueños de los puestos vociferaban para intentar vender comida, vino y estatuas de Júpiter, así como gallinas y corderos para ofrecer en sacrificio. Había encantadores de serpientes, prostitutas, malabaristas, carteristas; incluso un senador tratando de captar votos entre los devotos más ricos. Todos ellos estaban allí debido al deseo constante de la gente de conocer el futuro.
Tarquinius sonrió. A juzgar por la cantidad de timadores y estafadores que había por ahí, existían pocas posibilidades de obtener predicciones acertadas. Ocurría lo mismo en el exterior de todos los templos del mundo. En sus muchos años de viajes, Tarquinius había llegado a la conclusión de que quizá se había encontrado con dos adivinos y augures genuinos. Sólo uno era de Italia. Hizo una mueca de desdén. Era cierto que los romanos habían machacado todas las ciudades etruscas y usurpado toda su cultura, pero nunca habían llegado a dominar por completo el arte de la aruspicina, a diferencia de Olenus, que había tenido una habilidad asombrosa para ver el futuro.
«Al final Roma te reclama. El deseo de venganza».
Pero Caelius, el motivo por el que continuaba en la capital, estaba resultando sumamente difícil de encontrar. Como hacía ya tiempo que había gastado lo último que le quedaba de su fortuna y los prestamistas se habían apoderado de su latifundio, el noble pelirrojo había cambiado de profesión con la esperanza de recuperarse. A Tarquinius le había asqueado enterarse de que Caelius se había hecho tratante de esclavos, aprovechando la estela de destrucción que el ejército de César había dejado en la Galia. A pesar de intentar adivinarlo con todas sus fuerzas, el etrusco había sido incapaz de descubrir el paradero exacto de Caelius. Así pues, había esperado pacientemente en Roma durante casi un año, aguardando el momento oportuno. Si seguía buscando, las vísceras de los animales o el tiempo acabarían revelándole algo. Y así fue. El hombre que había matado a Olenus regresaría a la ciudad antes de finalizar aquel año.
Satisfecho con la idea, Tarquinius observó a los adivinos que tenía cerca ejerciendo su oficio. Con los típicos gorros de pico romo, los hombres estaban rodeados de grupos de suplicantes ávidos y con el portamonedas abierto. El etrusco se apoyó en los talones y escudriñó el rostro de los presentes. Allí estaban la mujer estéril, desesperada por concebir un hijo; la madre preocupada de cuyo hijo legionario no tenía noticias desde hacía mucho tiempo; el jugador perseguido por los prestamistas; el plebeyo rico ansioso por ascender en la escala social; el amante desdeñado ávido de venganza. Sonrió. Ninguno tenía secretos para él.
El corderito que había traído baló y le hizo desviar la atención de la muchedumbre. Apenas tenía un mes y estaba sujeto con un cordel alrededor del cuello que llevaba atado a la muñeca. El arúspice alzó la mirada y estudió el viento y las nubes del cielo. Había llegado el momento de ver qué le depararía el futuro. A Roma. Tarquinius empuñó el puñal corto y oscuro que utilizaba para los sacrificios y para luchar cuerpo a cuerpo. Rezando una oración de agradecimiento por su vida, acercó al corderillo sujetándole la cabeza con la mano izquierda. Con un corte rápido del metal afilado, el joven animal se desplomó al tiempo que la sangre brotaba de la herida abierta de su cuello. Dio unas cuantas patadas y se quedó quieto. Tarquinius lo colocó panza arriba, le abrió el abdomen y dejó que los bucles del intestino delgado se desparramaran en la piedra fría. Al cabo de unos instantes, y como no veía nada interesante, le sacó el hígado con manos expertas. Balanceándolo con la izquierda, el arúspice alzó la vista al cielo una vez más. Había realizado adivinaciones infinidad de veces pero el ritual seguía emocionándole. En catorce años los resultados jamás se habían repetido.
Tarquinius nunca había intentado adivinar por qué Olenus se había asustado tanto en la lectura de la cueva.
Podía suponer de qué se trataba.
Una bandada de estorninos pasó volando y entrecerró los ojos para calcular cuántos había. «Se acerca una época conflictiva. En primavera». Tarquinius esperó y se contó las pulsaciones para estimar la velocidad del viento, que arrastraba nubes oscuras. Amenazaba lluvia. «Cruzará un gran río. De Germania. Y César responderá, para demostrar que quienes atacan a Roma nunca quedan impunes». Mucho más al norte, el miembro más joven del triunvirato estaba dejando huella. Resuelto a eclipsar tanto a Craso como a Pompeyo, Julio César había machacado a las tribus de la Galia y de Bélgica y se aseguraba de que el público romano recibiera regularmente noticias de sus victorias excepcionales. Parecía no estar dispuesto a dormirse en los laureles.
Cuando le pareció que no había nada más que observar en el aire, Tarquinius bajó la cabeza para estudiar atentamente el hígado. Lo que vio no le sorprendió. Era todo rutinario, al igual que hacía muchos meses. No veía rastro de Caelius en Roma; el arisco casero de la buhardilla de un solo espacio que ocupaba encima de una posada moriría pronto por culpa de una intoxicación alimentaria; a consecuencia de la mala cosecha, el precio de su vino preferido aumentaría considerablemente.
La vesícula biliar estaba más vacía de lo normal, y cuando Tarquinius la presionó con un dedo vio que no contenía nada. Frunció el ceño y se inclinó para verla mejor. Había algo… un comerciante de algún tipo.
—¿Cuánto cuesta un presagio?
Sorprendido, Tarquinius alzó la vista y se encontró ante un hombre gordo y bajito vestido con una túnica cara pero manchada de grasa. Era de mediana edad y tenía la cara roja; una mueca desagradable le torcía permanentemente los labios. En una mano llevaba una gallina rechoncha por las patas y en la otra una pequeña ánfora. Como hacían todos los ciudadanos preocupados por la seguridad en Roma, llevaba un puñal colgado al hombro de una correa larga.
Tarquinius no respondió enseguida. Desde el encuentro con Gallo, había procurado evitar el contacto humano en la medida de lo posible. ¿Acaso había cometido un error matando al corderito? Lanzó una mirada rápida al hígado. No. Se relajó.
—¿Por qué no consultas a alguno de los otros? —Tarquinius señaló a los adivinos que estaban cerca.
El hombre soltó un gruñido burlón.
—Son unos malditos mentirosos, ¿verdad que sí?
—¿Y yo no?
—Te he estado observando. No haces ningún esfuerzo por ejercer tu oficio. —Señaló el hígado del cordero—. Y estás haciendo adivinaciones para ti. Eso significa que sabes lo que te traes entre manos.
—No suelo hacer sacrificios para desconocidos.
—¿Trabajas para algún cabrón patricio, eh? —gruñó el gordo. Le lanzó un insulto y se dio la vuelta para marcharse.
—Espera —le dijo Tarquinius de repente—. ¿Eres comerciante?
—Puede ser. ¿A ti qué más te da?
—Cinco áureos. —La voz de Tarquinius no daba pie a concesiones.
El comerciante parpadeó. Era una cantidad abusiva para un augur pero, sin replicar, rebuscó en un portamonedas deslucido.
—Toma —dijo, tendiéndole las cinco monedas de oro—. Más vale que seas bueno.
El etrusco se embolsó las monedas y le quitó la gallina de las manos con cuidado. El animal lo miró con ojos atentos, sin saber que estaba a punto de morir.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Cincuenta y uno.
—¿Y vives en…?
—En el Aventino.
Tarquinius torció el gesto.
—¿Nombre?
—Gemellus. Porcius Gemellus.
—¿Por qué estás aquí?
El gordo resopló.
—¿A ti qué te parece? Para saber qué va a depararme el dichoso futuro.
Tarquinius se hizo a un lado, apartándose del cordero muerto. Sujetó a la gallina contra los adoquines y entonó una oración de agradecimiento a Júpiter. Luego le cortó el pescuezo al animal y observó cómo la sangre iba brotando y llenando los resquicios entre los adoquines. Fluía hacia el oeste: la dirección en la que vivían los espíritus malignos. No era un buen comienzo.
—¿Y bien?
Sin responder, el arúspice destripó el ave y dispuso las entrañas ante ellos en el suelo.
Gemellus observó en silencio, con la mandíbula apretada.
Tarquinius movió los labios mientras reflexionaba sobre el significado de lo que estaba viendo. No era de extrañar que el comerciante deseara orientación. Tomó aire antes de empezar a hablar.
—Veo problemas en los negocios. Problemas financieros.
A Gemellus no le sorprendió.
—Continúa.
—Pero no tienes que preocuparte por tu mayor acreedor.
—¿Craso? —preguntó el comerciante rápidamente—. ¿Por qué no?
—Ocupará un nuevo cargo en el este —afirmó Tarquinius—. Y no volverá más.
—¿Estás seguro?
Tarquinius asintió.
—¡Ese capullo va a morir en Siria! —exclamó Gemellus sin molestarse en disimular su alegría. Varios de los que estaban cerca le miraron cuando mencionó el lugar. Era del dominio público que Craso codiciaba el cargo de gobernador de la provincia más oriental de Roma.
—Yo no he dicho eso —le corrigió el etrusco—. He dicho que Craso nunca regresará a Roma. —«Ese idiota arrogante encontrará la muerte en Partia. Y yo seré testigo de ello».
—Me basta con eso. —Gemellus desplegó una amplia sonrisa—. ¿Algo más?
Tarquinius buscó pinchando el hígado de la gallina.
—Aguas en movimiento. ¿Olas? Una tormenta en el mar —dictaminó.
El comerciante estaba confundido.
—Barcos llenos de bestias…
Gemellus se quedó paralizado. El arúspice observaba los canales que formaba la sangre entre los adoquines.
—Que se hunden al cruzar el mar.
—¡Dos veces no! —susurró Gemellus con voz temblorosa—. ¡No puede ser!
Tarquinius se encogió de hombros.
—Yo sólo te digo lo que veo.
—¿Vendí mi villa para nada? ¿Para nada? —Gemellus se hundió como si el peso del mundo le hubiera caído sobre los hombros—. Tampoco tendré dinero para pagar a los dichosos griegos. —Dio un buen sorbo al ánfora y se volvió para marcharse.
—Espera.
El comerciante se paró pero no se giró.
—¿Hay más?
—Un día llamarán a tu puerta —dijo Tarquinius.
Gemellus se volvió rápidamente con el rostro contraído por el miedo.
—¿Quién será?
Tarquinius se concentró un instante.
—No está claro. Un hombre. Un soldado, ¿quizá?
Gemellus sacó la daga y se acercó arrastrando los pies.
—Si mientes —susurró—, te cortaré el pescuezo y daré tu cuerpo a los perros.
Tarquinius se levantó la capa y colocó la mano en la empuñadura de un gladius desenvainado que llevaba para ocasiones como aquélla. Era fácil de disimular y llamaba menos la atención que el hacha de guerra. A Gemellus le bastó con ver el metal bruñido. Escupió en el suelo y se marchó haciendo una señal contra los malos espíritus.
Tarquinius bajó la mirada hacia la gallina muerta, pero no fue capaz de ver quién había asustado tanto al comerciante. Volvió a encogerse de hombros.
No se podía predecir todo con precisión.