10 - Brutus

Burdel el Lupanar, Roma, 56 a.C.

Fabiola se echó a temblar al oír la llamada de Jovina.

Habían transcurrido dos días en el Lupanar sin que ningún cliente aceptara pagar un precio tan elevado por su virginidad. Varios hombres mayores habían mirado con lascivia a la preciosa muchacha y uno incluso había empezado a manosearle los pechos hasta que Jovina había intervenido. Para alivio de Fabiola, ninguno había puesto sobre la mesa el dinero que solicitaba.

Era última hora de la mañana del tercer día y Fabiola había estado esperando nerviosa en una pequeña antesala situada junto a la recepción. Había pasado allí los dos días anteriores. Las paredes estaban llenas de imágenes pornográficas. Por lo menos la mitad de las posturas parecían físicamente imposibles. Pompeya le había enseñado las técnicas básicas de la mayoría, pero a Fabiola se le encogía el estómago si pensaba en practicarlas. Su experiencia sexual se reducía a haber dado un beso a un joven esclavo en casa del comerciante.

«Céntrate. Conviértete en la mejor. Acuérdate de Gemellus. Acuérdate de Romulus».

En los bancos adosados a las paredes de la estancia había más de media docena de prostitutas engalanadas. El olor a perfume era intenso. Las mujeres reían entre sí —era otro día de trabajo— mientras Fabiola estaba sola sentada en un rincón. Aunque nadie había sido desagradable, Fabiola echaba mucho de menos a Pompeya. La pelirroja estaba ocupada con un cliente habitual que pagaba bien, un senador de mediana edad a quien le gustaba vestirse con la ropa interior de ella.

Cuando los clientes llegaban y hacían saber sus preferencias a la madama, Jovina llamaba a las chicas adecuadas por su nombre. Las prostitutas elegidas salían para ser evaluadas y escogidas a continuación por quien se encaprichara de ellas.

Fabiola era la única virgen del Lupanar. Su espera había sido solitaria. Pero había conseguido mantener la calma y planear su futuro.

—¡Sal aquí!

—¡Rápido! —susurró la nubia—. No hagas esperar al cliente o Jovina se enfadará.

—¡Ya voy!

—¡Buena suerte! Recuerda lo que Pompeya te ha enseñado.

—Provócale hasta que te suplique más —aconsejó otra mujer.

Agradecida por los ánimos, Fabiola se levantó y se alisó el vestido. Llevaba la bonita túnica de lino blanco con el ribete púrpura que Pompeya había elegido para ella hacía unos días. Fabiola caminó hasta la puerta abierta y salió al suelo de mosaico. El corazón le palpitaba. Se obligó a respirar con tranquilidad tal como le había enseñado Pompeya, exhalando el aire muy lentamente.

—¡Estás guapísima! —Jovina la estaba esperando con la cabeza ladeada. Tenía una sonrisa alentadora dibujada en el rostro maquillado y arrugado.

Al lado de la madama había un hombre moreno de unos veinticinco años, de aspecto agradable. Fabiola no lo había visto nunca. Era de complexión normal, iba bien afeitado y tenía el pelo castaño corto. Vestía una túnica sencilla y elegante ceñida en la cintura con un cinturón, lo cual lo identificaba como soldado. Del estrecho cinturón le sobresalía la empuñadura con piedras preciosas de una daga.

—¡Más cerca!

Fabiola obedeció y se miró con recato las suaves sandalias blancas de cuero. «Por lo menos no es viejo».

—Mírame. —El hombre habló con voz tranquila y grave.

Fabiola levantó la cabeza y le miró a los ojos azul claro.

—Eres toda una belleza, ¿eh?

Fabiola volvió a bajar la vista, incapaz de mirarlo fijamente.

—¿Quince mil sestercios?

—Una miseria por la virginidad de una chica como ésta. —Jovina hablaba con voz zalamera.

—Es mucho dinero.

—¿Cuándo no han estado mis chicas a la altura del precio, Decimus Brutus?

El sonrió.

—Date la vuelta.

Fabiola giró lentamente bajo su mirada escrutadora. Con el rabillo del ojo vio que Benignus estaba discretamente situado junto a la puerta delantera. Así se sentía más segura durante la inspección.

—Muy bien.

Fabiola notó que se le revolvía el estómago. Había llegado el momento.

—Antes tendrás que firmar un pagaré. —Jovina corrió al escritorio y desenrolló un pergamino hábilmente. Añadió unos cuantos detalles rápidos con la destreza de quien lo ha hecho otras veces.

—Ya sabes que soy buen pagador.

—Por supuesto. Pero cuando Fabiola haya terminado, no estarás en condiciones de firmar —dijo Jovina con una risotada.

Brutus se rió y tomó el punzón. Leyó el pergamino antes de estampar su firma en la parte inferior.

La madama inclinó inmediatamente una vela encendida de forma que la cera cayera al lado de la marca de Brutus.

—¿El sello también? ¡Por todos los dioses! Serías un oficial de intendencia perfecto en las legiones, Jovina. No estás contenta hasta que se acaba todo el papeleo. —Brutus estampó el sello que llevaba en el dedo sobre la cera caliente.

Jovina sonreía de oreja a oreja.

—Ya sabes adonde ir, nena.

Fabiola asintió, incapaz de articular palabra. Tomó a Brutus de la mano y lo condujo por el pasillo poco iluminado. El soldado la siguió sin mediar palabra, lo cual la puso más nerviosa. Las antorchas parpadeaban en los soportes de las paredes e iluminaban las hornacinas con estatuas de los dioses y las pequeñas ofrendas. Al pasar junto a la figura de Afrodita, Fabiola le dedicó una oración.

Condujo a Brutus al primer dormitorio y cerró la puerta. La habitación estaba decorada con gusto y contaba con una cama ancha y una jofaina de mármol. De las paredes colgaban unas cortinas de tela gruesa. Unos pequeños quemadores de aceite proporcionaban luz y el aroma intenso del incienso llenaba el ambiente. A un lado había mesas llenas de comida y vino.

—Nunca se sabe. Quizá quiera comer entre polvo y polvo —había bromeado Pompeya con anterioridad cuando le había explicado qué hacer. Las instrucciones habían sido bien claras—. Asegúrate de que el cliente quede satisfecho. ¡Es lo único que importa!

Fabiola se volvió y miró a Brutus, que la observaba detenidamente.

—¿Desea el señor que le lave?

—Vengo de las termas.

Ligeramente aliviada, Fabiola se le acercó y le recorrió un brazo musculoso con las yemas de los dedos. Brutus estaba en forma, lo cual facilitaba mucho el trabajo.

—Deje que le desnude —dijo, con una confianza que la sorprendió. Le hizo una seña con actitud seductora y lo llevó a la cama. La colcha de seda bordada estaba cubierta de pétalos de rosa. Docilosa se enorgullecía del trabajo bien hecho.

Fabiola tiró de la hebilla del cinturón. Le costó desabrocharlo. Se dio cuenta de que estaba apresurándose y recordó el consejo de Pompeya de hacerlo todo poco a poco. Consiguió desabrochar el cinturón y lo dejó caer al suelo. Le quitó la túnica a Brutus y lo empujó suavemente hacia atrás para que cayera encima de la cama.

El noble se tumbó deleitándose con la experiencia.

Fabiola se arrodilló para desatarle las cintas de cuero de las cáligas. La suela de las sandalias estaba guarnecida de clavos, característica inequívocamente militar, lo cual era una señal clara de que Brutus no era soldado por obligación.

—¿Sirve usted en el ejército, señor?

—Soy oficial del Estado Mayor de César —se enorgulleció Brutus—. Estoy de permiso después de servir en la Galia. Por lo menos dos meses, gracias a los dioses. —Se pasó una mano por los ojos—. Me alegro de volver a la civilización.

Fabiola subió a la cama y empezó a acariciarlo de la cabeza a los pies. El suspiraba de placer mientras le masajeaba los músculos y se los presionaba hasta relajarlos.

—Cierre los ojos. Descanse, señor.

Brutus parecía encantado de obedecer.

Fabiola cambió de ritmo y le describió suaves círculos con ambas manos muy lentamente alrededor del pecho y el vientre y la parte superior de los muslos. Según Pompeya, aquélla era una de las partes más importantes de la seducción. Al cabo de un rato, Fabiola se concentró en el licium, el taparrabos de lino que llevaban todos los nobles. Poco a poco fue incluyéndolo en cada círculo mientras continuaba acariciando al oficial por todo el cuerpo. Tales agasajos tuvieron éxito y la excitación de Brutus se puso de manifiesto bajo el licium. Gimió cuando Fabiola dedicó más atenciones a su miembro erecto. La joven prostituta no se precipitó. Brutus no tardó en retorcerse al tiempo que dejaba escapar breves gemidos entre los labios.

Al final le liberó la erección de la ropa interior. Mientras le frotaba arriba y abajo con una mano, Fabiola miró fijamente a Brutus. Tenía los ojos cerrados pero, a juzgar por su respuesta, lo estaba haciendo bien. Pensando más en el consejo de Pompeya que en lo que estaba haciendo realmente, Fabiola se llevó el miembro a la boca.

Hizo que la experiencia fuera duradera, tal como le había insistido la pelirroja. Al final, incapaz de soportar más tanta provocación, Brutus sujetó la cabeza de Fabiola y empujó en un arrebato de lujuria.

Más tarde, Brutus se quedó profundamente dormido y ella se puso a observar cómo le subía y bajaba el pecho. El oficial era bastante apuesto a su manera. Fabiola se alegraba de que no fuera un hombre horrible y gordo como Gemellus. Una primera experiencia sexual con alguien así hubiera sido demasiado parecida al sufrimiento que soportaba su madre. También se alegraba de que Brutus fuera compañero de Julio César. Como todos los habitantes de Roma, Fabiola había oído hablar del ambicioso ex cónsul que se había marchado de repente a la Galia, dispuesto a conquistar un nuevo territorio para la República y hacerse un nombre. Conseguir que Brutus se convirtiera en cliente habitual podía ser un buen comienzo.

Cuando Brutus se despertó, vio que Fabiola le estaba observando.

—Ha estado muy bien, chica.

—Ha sido un placer, señor. —Le acarició el pecho.

—Hace más de seis meses que no estoy con una mujer. —Brutus le guió la mano hacia abajo—. ¿Por qué no te quitas ese vestido?

Obedeció, un tanto cohibida. Sorprendentemente, cuando Brutus tumbó a Fabiola en la cama, empezó a acariciarle todo el cuerpo y la penetró al cabo de unos instantes con una delicadeza que ella no se esperaba. El dolor fue agudo pero soportable y desapareció rápidamente. A Fabiola le pareció bastante fácil aferrarse a Brutus mientras la embestía una y otra vez con impaciencia. Ella gimió con fuerza y le agarró de las nalgas con ambos pies para sujetarlo.

Brutus gritó extasiado cuando alcanzó el orgasmo. Acto seguido, se relajó en los brazos de Fabiola sonriendo satisfecho.

Ella se tumbó agarrada al hombre que la había desvirgado. La sábana estaba manchada de sangre, prueba clara de ello. Fabiola sabía lo que la vida en el Lupanar conllevaría, pero no había alcanzado a comprender cómo sería el sexo.

Se alegraba de que la espera hubiera terminado.

Más tarde llevó a Brutus a las termas. Asumiendo el papel de esclava, Fabiola lo lavó y lo masajeó frotándole la piel con aceite aromático. Cuando hubo enfundado al oficial en una túnica limpia, regresaron al dormitorio.

Ahí excitó tanto a Brutus que volvió a poseerla.

—¡Por todos los dioses, eres insaciable!

—Usted hace que sea así, señor.

—¡Qué mentirosa! —dijo Brutus mientras se vestía. Le tocó la mejilla—. De todos modos, me alegro de que lo digas. Y es un placer ver a una mujer tan hermosa. Las putas galas o son viejas o están plagadas de enfermedades.

—Quédese en Roma, señor. —Parpadeó con coquetería—. Venga a verme todos los días.

—Me encantaría —repuso con una sonrisa—. ¡Pero no puedo permitírmelo! Te visitaré cuando pueda. Me satisfaces. ¿Cómo dices que te llamas?

—Fabiola, señor.

Brutus extrajo un áureo del monedero y lo dejó encima de la mesa.

—Es para ti. No dejes que esa vieja arpía le ponga las manos encima.

Fabiola cogió la moneda de oro y la sujetó con fuerza.

—Le esperaré —dijo.

Brutus le acarició uno de los pequeños pechos antes de dejarla sola.

Al cabo de unos momentos Jovina contemplaba risueña la sábana ensangrentada. El hecho de que llegara tan rápido hizo pensar a Fabiola que había estado esperando al otro lado de la puerta. La madama se frotó emocionada las manos arrugadas.

—¡Brutus tenía cara de satisfecho! Incluso ha dicho que el precio había valido la pena. Bien hecho, nena.

—Usted y Pompeya me han enseñado qué hacer.

—Enseñar no es lo mismo que poner en práctica —replicó Jovina—. Deja igual de satisfechos a todos los clientes y llegarás lejos.

Fabiola asintió. No había tenido la posibilidad de oponerse al hecho de ser vendida pero estaba decidida a aprovechar al máximo su nueva situación. Si se convertía en la mejor prostituta del Lupanar conseguiría el poder y la influencia que anhelaba. No iba a ser una prostituta más del burdel. Necesitaba conseguir muchas cosas y tener a los hombres a sus pies era el único método del que disponía. Liberar a su madre de Gemellus era su misión más apremiante, aunque fuera casi imposible. El comerciante nunca vendería a Velvinna si sabía que su hija estaba de por medio. Pero quizá consiguiera que un cliente comprara otra esclava, como favor para Fabiola. Y luego estaba Romulus, vendido a la trampa mortal que era la arena. Tenía que encontrar la manera de rescatar a su hermano antes de que le hicieran daño. O lo mataran.

La voz de Jovina la devolvió a la realidad.

—No tiene sentido que fantasees sobre Brutus. Con un cliente satisfecho el Lupanar no va a ninguna parte —le espetó—. Lávate y preséntate en la recepción dentro de media hora con un vestido limpio.

Fabiola esbozó una sonrisa forzada. Sin soltar la propina, se vistió y dejó a la madama llamando a Docilosa para que limpiara la cama.

La actitud segura que había mostrado con Brutus le hizo buena falta más tarde. El siguiente cliente de Fabiola fue un senador sudoroso de rostro enrojecido a quien no le costó demasiado aceptar el precio. Fabiola dio otra vez buena muestra de su capacidad para satisfacerle fingiendo un orgasmo desaforado con el anciano. No aparecieron más clientes y por fin Fabiola tuvo ocasión de charlar con Pompeya.

—¿Uno de los oficiales de César? Los dioses deben de estar de buenas. Mi primer cliente era viejo y sucio. —La pelirroja hizo una mueca—. ¡He tenido que lavarle durante varias horas para quitarle el olor!

—Brutus me ha dado un áureo.

Pompeya asintió en señal de aprobación.

—¿Volverá a visitarte?

—Eso creo. —Fabiola dudó un instante—. Dentro de dos meses volverá a la Galia.

—¡Es tiempo de sobra!

—¿Tú crees?

—Haz que su siguiente visita sea incluso más inolvidable —susurró Pompeya— y se quedará prendado de ti. Los hombres son así. Brutus vendrá corriendo cada vez que esté en Roma.

Fabiola la escuchaba atentamente.

—Dicen que César es una estrella en ascenso. Así que lo mismo le pasará a Brutus. —Pompeya le dedicó un guiño pícaro—. Que no se te olvide.

—No lo olvidaré —respondió Fabiola, encantada de haber tenido una buena corazonada. Decidió hacer todo lo posible para ganarse el cariño del joven noble, eso si volvía como había prometido.

Gemellus regresó del Lupanar con un humor de perros. Jovina había sido más lista que él y se sentía herido en su orgullo. Para colmo de la vergüenza, el comerciante había sido expulsado en público del burdel por segunda vez. La idea de visitar a la madama con una joya para regalarle y engatusarla para conseguir un porcentaje de las ganancias de Fabiola le había parecido justa. Al fin y al cabo, la mocosa la estaba haciendo de oro.

El plan no podía haber ido peor.

Jovina había aceptado el regalo enseguida e incluso le había servido un vino aceptable. Habían charlado educadamente sobre el estado de la República y la economía antes de que Gemellus sacara el tema de Fabiola.

Jovina había adoptado una actitud cautelosa en cuanto se mencionó a la chica. Le habían entrado una especie de náuseas y, trastornado, había cometido el error de exigir inmediatamente un porcentaje de las ganancias de Fabiola. Dio la impresión de que las dotes de negociante adquiridas a lo largo de dos décadas se evaporaban de la noche a la mañana. Jovina se había negado en redondo y Gemellus había perdido los estribos. Acosado por todas partes por los acreedores, no había perdonado a la madama que le privara de miles de sestercios.

Gemellus ni siquiera se había dado el gusto de intentar estrangular a Jovina. Antes de que pudiera ponerle las manos encima, el inmenso portero se había vuelto a materializar como por arte de magia. Benignus había levantado al comerciante en volandas del asiento y lo había llevado hasta la puerta. El coloso le había sujetado los brazos mientras Vettius le propinaba dos puñetazos en el plexo solar que lo habían dejado sin resuello. Al cabo de un momento salía disparado por la puerta e iba a parar de morros a una pila de boñigas de muía frescas.

—¡La próxima vez les diré que te corten las pelotas! —había gritado Jovina.

El escándalo no había tardado en conocerse en toda la ciudad. Era cuestión de tiempo que los enemigos de Gemellus se enteraran de su desgracia pública. La mala reputación del comerciante entre varios miembros influyentes de los bajos fondos financieros de Roma empeoraría todavía más. Los intentos desesperados que había hecho para tener contentos a los prestamistas le estaban saliendo mal. Gemellus había conseguido aplacar a Craso, su mayor acreedor, pero varios griegos del Foro habían amenazado con romperle las piernas si no cumplía los abusivos pagos semanales.

Si quería financiar la expedición del bestiario, Gemellus tendría que vender la casa del Aventino o incluso su amada villa de Pompeya. Eso le puso todavía de peor humor. Recorrió enojado los pasillos con el suelo de piedra que conducían a la habitación que Romulus y Fabiola habían compartido con su madre. Abrió de golpe la endeble puerta de madera y se encontró a Velvinna en un viejo catre, sollozando en la almohada.

—Zorra inútil. ¿Por qué no estás en la cocina?

—Estoy enferma, mi amo.

Gemellus sintió asco. El otrora lustroso pelo de Velvinna estaba sucio. El bello rostro por el que había bebido los vientos estaba marcado de arrugas de preocupación y tristeza. Aunque sólo tenía treinta años, Velvinna aparentaba diez más.

—¡Levántate y trabaja!

—Mis hijos, amo. ¿Dónde están mis queridos mellizos?

Gemellus frunció los labios. Estaba harto de que Velvinna le hiciera continuamente la misma pregunta. Daba igual la de veces que la violaba. El comerciante se le acercó enfadado y la agarró del pelo.

Ni siquiera tuvo la satisfacción de que gimoteara.

—Con un poco de suerte el chico estará muerto —le espetó—. Pero con la zorrilla no me ha ido tan bien. Está ganando una fortuna para su nueva dueña en el burdel.

Velvinna lo miró con apatía. Era más de lo que podía soportar.

—Máteme, amo. No me queda nada por lo que seguir viviendo.

Gemellus se echó a reír. La idea de que tuviera un motivo para existir era de lo más graciosa. Ella le pertenecía, podía venderla o incluso matarla sin consecuencias legales. El hecho de que Velvinna se preocupara por Romulus y Fabiola resultaba completamente irrelevante.

—Mejor consigo unos cientos de sestercios por ti. En las minas de sal aceptan a cualquier criatura que respire —declaró—. Tendría que haberlo hecho el mismo día que vendí a los mocosos. Ahora vuelve al trabajo.

—¿Y si no lo hago?

El comerciante se llevó tal sorpresa que la soltó.

—He perdido todo lo que consideraba sagrado. Mi virginidad. Mi cuerpo. Hasta mis hijos. No me queda nada. —Por primera vez en su vida, el rostro de Velvinna no traslucía miedo—. Véndame a las minas.

—¡Estate preparada al amanecer! —ordenó Gemellus con bravuconería, pues no sabía muy bien qué decir a una esclava que pedía una muerte segura. La disciplina severa y un entorno increíblemente duro hacían que sólo los hombres más fuertes sobrevivieran unos cuantos años extrayendo sal. Alguien tan débil como Velvinna duraría como mucho unas pocas semanas.

Se dio la vuelta para marcharse.

—Un día llamarán a su puerta —dijo ella en un tono amenazador.

El comerciante levantó una mano, pero algo le hizo contenerse.

—Romulus estará fuera. Y que los dioses le pillen confesado cuando descubra la suerte que he corrido.

Gemellus recordaba con claridad la actitud retadora de Fabiola y el odio en la mirada de Romulus cuando lo había dejado en el patio del Ludus Magnus. Quizá Velvinna estuviera en lo cierto. Aterrorizado, le propinó tal bofetón que la cabeza le rebotó en la pared. Cayó al suelo y las únicas señales de vida fueron los movimientos superficiales del vestido raído.

Contempló las piernas desnudas de Velvinna y notó una punzada de deseo en la entrepierna. El comerciante se planteó tomarla allí mismo, en aquel preciso instante, pero la profecía le había perturbado. Cerró la puerta con suavidad y se marchó. Por la mañana llevaría a Velvinna al mercado de esclavos. Así se olvidaría de ella y de los mellizos para siempre.

«Un día llamarán a su puerta».