08 - Por poco

Roma, 56 a.C.

Tarquinius lanzó una moneda de cobre al dueño del puesto y se dio media vuelta mientras iba arrancando trocitos de corteza de una hogaza de pan pequeña. El mediodía ya había pasado y el etrusco no había comido desde el amanecer. Aunque el estómago le pedía más, el pan recién hecho lo sostendría hasta más tarde. Tarquinius tenía otras cosas en que pensar aparte del hambre. «Encontrar a Caelius». Sólo llevaba una semana en la ciudad y se sentía frustrado por no haber encontrado ni rastro de su ex amo. Daba la impresión de que nadie sabía nada de un noble pelirrojo de mediana edad y mal carácter. Los sacrificios diarios de Tarquinius habían resultado igual de inútiles para revelar el paradero de Caelius. De vez en cuando era normal que hubiera enigmas en el arte de la aruspicina y ya se había acostumbrado a ello. Falto de orientación, tendría que conformarse con patear las bulliciosas calles.

El Foro era un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar y observar. Era el espacio abierto más importante de la ciudad y estaba atestado de ciudadanos desde el alba hasta el atardecer, todos los días. Allí se encontraba el Senado, el centro de la democracia que había asumido el control de Italia tras machacar la civilización etrusca. En la basílica había hilera tras hilera de locales en los que innumerables abogados, escribas, comerciantes y banqueros ofrecían sus servicios. El ambiente se llenaba de gritos y llamadas para ver quién se llevaba a la clientela. Lisiados y mutilados sostenían pocillos esperando recibir limosna al lado de prestamistas sentados junto a mesas llenas de monedas. Los rollos de pergamino que tenían a los pies detallaba la lista de desventurados que tenían en su poder. Detrás de ellos merodeaban hombres armados de aspecto duro: eran las fuerzas de seguridad que les servían tanto para protegerse de los robos como para cobrar a los morosos.

Tarquinius se acabó la hogaza y se abrió camino entre la muchedumbre en dirección a los escalones del templo de Castor. Era un buen punto de observación. Constantemente escudriñaba los rostros de los transeúntes. El arúspice era experto en ser discreto, precisamente lo que quería. Y si alguien se fijaba en él, su aspecto resultaba de lo más normal: un joven menudo de pelo largo y rubio vestido con la típica túnica romana hasta el muslo y unas sandalias resistentes que le protegían los pies polvorientos. Llevaba el morral al hombro con unas pocas prendas de ropa y el lituo con cabeza de oro. El etrusco ocultaba con una capa el hacha de guerra que llevaba a la espalda. Hacía ya tiempo que Tarquinius se había dado cuenta de que llamaba la atención, precisamente lo que no quería. En la bolsita que llevaba colgada al cuello con una cinta de cuero guardaba sus dos posesiones más valiosas: el mapa antiguo y el rubí. El arúspice se metió la mano bajo la túnica y frotó la enorme joya distraídamente, gesto reconfortante que solía hacer cuando estaba pensando.

A los pies de los imponentes escalones tallados que conducían al santuario había un grupo de adivinos vestidos con los característicos gorros de pico romo y largas túnicas. Era fácil encontrarlos por toda Roma alimentando las supersticiones y los deseos de la gente. Era habitual que Tarquinius acabara sentado cerca de aquellos hombres, en parte para reírse de sus afirmaciones fraudulentas y en parte porque le reconfortaba ver practicar un arte que él raras veces ejercía en público. Si se encontraba lo suficientemente cerca, era capaz de realizar adivinaciones a partir de los sacrificios de los farsantes, costumbre que lo divertía sobremanera.

El etrusco recordó la última vez que había visto a su mentor, hacía catorce años. Por increíble que pareciera, Olenus había estado en paz con su destino, satisfecho de haber podido transmitir sus conocimientos. A Tarquinius le había resultado mucho más duro y había estado batallando contra sus emociones camino del latifundio, abrumado por el peso del hígado y los demás objetos. Su amor y respeto por Olenus era lo único que había evitado que Tarquinius trepara otra vez por la montaña para enfrentarse a Rufus Caelius y a los legionarios. Pero se hubiese equivocado de haberlo hecho. Una de las piedras angulares de las enseñanzas del viejo arúspice era que cada hombre es dueño de su propio destino.

Tarquinius sabía ahora que aquella experiencia había formado parte de la última lección de Olenus. El hecho de regresar al cabo de dos días a preparar una pira funeraria para el hombre al que había querido como un padre le había cambiado para siempre. Le había convencido completamente de cumplir los deseos de Olenus al pie de la letra. Era el último arúspice etrusco.

Cuando había regresado afligido a la montaña por última vez, Tarquinius había arrancado el rubí de la empuñadura de la antigua espada y enterrado el arma y el hígado en un huerto cercano a la villa de Caelius. En parte era porque prefería luchar con un hacha de guerra etrusca y en parte porque la hermosa hoja hubiese llamado demasiado la atención. Estaba convencido de que Olenus lo habría comprendido. Desde entonces llevaba la piedra preciosa en contacto con el corazón.

Abatido, llenó un morral y se despidió de su madre sabiendo que no la volvería a ver. Cuando le mencionó que Olenus le había predicho que seguiría ese camino, Fulvia comprendió al instante lo que significaba; mientras tanto su padre yacía ahí cerca, sumido en un sopor etílico. El joven besó a Sergius en la frente y le susurró al oído: «Los etruscos no caeremos en el olvido». La silueta dormida se dio media vuelta con una sonrisa en los labios. Aquello animó a Tarquinius mientras recorría el camino polvoriento que conducía a la calzada más cercana.

Roma le pareció un buen punto de partida y se dirigió hacia el sur. Tarquinius nunca había visitado la capital y le impresionaron los enormes edificios. Inmediatamente se sintió atraído por el gran templo de Júpiter, de donde vio a los sacerdotes salir de una lectura de los libros etruscos. El joven arúspice se puso hecho una furia al ver a los augures romanos interpretando el significado de los vientos y las nubes de ese día. Y se habían equivocado. Los libros sagrados robados de las ciudades etruscas estaban en manos de charlatanes. Se le pasó por la cabeza robar los libri, pero no hubiera servido de mucho. ¿Adónde llevarlos? Ya habían hecho copias que guardaban en otros lugares y, si lo pillaban, los lictores lo meterían en un saco y lo tirarían al Tíber.

Al final le bastó con una semana en la ciudad. El etrusco no había entablado amistad con nadie y el alojamiento era sucio y caro. Un tanto perdido, Tarquinius se encaminó al sur por la Vía Apia. A quince kilómetros de la ciudad, se detuvo junto a un pozo que había al borde del camino para calmar la sed. Un grupo de legionarios descansaba bajo unos árboles, con las jabalinas y los escudos apilados al lado. Era habitual ver a soldados en los caminos, marchando para reunirse con sus unidades, enviados para realizar labores de ingeniería o dirigiéndose a la guerra. A pesar de las enseñanzas recibidas, a Tarquinius le seguía costando no odiar su mera existencia y lo que representaban. Legionarios como aquéllos habían machacado a los etruscos siglos antes. Pero ocultó bien sus emociones cuando se apoyó en un tronco grueso mientras comía un poco de pan con queso.

Al ver la complexión fibrosa de Tarquinius y el hacha que se había descolgado de la espalda, el centurión se le acercó y le preguntó si quería alistarse. Roma siempre buscaba hombres capaces de luchar. El etrusco aceptó con una sonrisa. Alistarse a la fuerza que había causado el sometimiento de su pueblo le pareció lo más natural del mundo. Lo había estado esperando.

Después de dos meses de dura instrucción, las legiones llevaron a Tarquinius a Asia Menor y a la tercera guerra entre Roma y Mitrídates, el rey del Ponto. Ahí llevaba luchando tres años el general Lúculo, antigua mano derecha de Sila. Cuando llegó el arúspice, Lúculo ya había derrotado al rey Mitrídates y le había obligado a retirarse a la vecina Armenia, donde se lamía las heridas bajo la protección de su gobernante, Tigranes. Mitrídates seguía siendo un hombre libre. Y tal como Roma sabía por anteriores experiencias amargas, aquello significaba que el conflicto no había terminado.

Rechazando todas las ofertas de amistad, Tigranes se había negado a entregar a Mitrídates, lo cual lo convertía en un blanco legítimo a ojos del general. Sin vacilar, Lúculo llevó a Tarquinius y sus legiones a Armenia. La batalla se declaró cerca de Tigranocerta, la capital. Aunque los superaban en número con creces, Lúculo había aplastado a las fuerzas armenias en la que fue una de las victorias más asombrosas de la historia de la República. Mataron a decenas de miles de enemigos. Tarquinius destacó en la lucha y ayudó a cambiar el flanco enemigo en una etapa crucial de la batalla. Aunque utilizaba el gladius romano cuando estaba en formación, el joven soldado lo cambiaba por el hacha de guerra cuando perseguía a los armenios en el campo de batalla. Los legionarios que estaban cerca observaban sobrecogidos cómo la hoja de hierro lanzaba destellos en el aire y cortaba a los hombres por la mitad. La recompensa de Tarquinius fue ser ascendido a tesserarius, el oficial subalterno encargado de la guardia en cada centuria.

Sonrió al recordarlo. En cuanto el centurión de Tarquinius se hubo dado cuenta de que el nuevo tesserarius sabía redactar las complicadas listas de turnos por sí solo, le endosó una gran cantidad de tareas burocráticas. Al cabo de poco tiempo, Tarquinius se dedicaba a pedir suministros, calcular la paga de los hombres y encargar pertrechos nuevos.

Mientras tanto, Mitrídates volvió a escapar. Regresó al Ponto y formó nuevos ejércitos con los que derrotó a las fuerzas romanas locales. Empantanado en Armenia, donde luchaba en una guerra de guerrillas, Lúculo fue incapaz de reaccionar. Para colmo de males, se produjo un motín entre sus propias tropas, que para entonces ya llevaban seis largos años de campaña con él. Al igual que todos los legionarios, habían soportado una dura disciplina y peligros constantes a cambio de muy poca paga. Durante otro largo y frío invierno en las tiendas de campaña, corrieron rumores del tratamiento generoso que habían recibido los veteranos de Pompeyo. A pesar de los esfuerzos de Tarquinius y de los otros oficiales, se propagaron por las legiones. Un joven patricio arrogante y descontento llamado Clodio Pulcro avivó el descontento. Era cuñado de Lúculo, y a Tarquinius le había caído mal desde el principio. Lúculo mandó a freír espárragos a su pariente problemático y arrastró a su ejército amotinado al Ponto por la fuerza, pero ya no fue capaz de confiar en los hombres en un combate contra Mitrídates.

Si bien quedaba muy poca resistencia verdadera en la zona, la victoria conseguida no era completa. En situaciones como aquélla, Roma era despiadada. Pompeyo Magno fue enviado inmediatamente al rescate con la mayor fuerza jamás vista en el este. Tarquinius fue testigo, junto con el resto de los soldados, de que Pompeyo, en cuanto llegó, despojó a Lúculo tanto del mando como de sus legiones y lo redujo a mero ciudadano. Fue un final degradante para un general capaz.

Pompeyo barrió rápidamente los últimos focos de resistencia y obligó a Mitrídates a retirarse a las colinas, acabado. Armenia se convirtió en una nueva provincia romana y Tigranes, en un mero rey subordinado. La paz volvió a reinar en Asia Menor y el astuto Pompeyo se llevó todo el mérito. Para entonces, Tarquinius llevaba cuatro años en las legiones. Le había sorprendido descubrir que la vida militar encajaba con él. La camaradería, los distintos idiomas y culturas, e incluso las peleas, le parecían mucho más interesantes que su anterior vida en el latifundio. O eso creía. Desde que se había alistado, había evitado las escasas ocasiones de realizar adivinaciones que se le habían presentado, e incluso había decidido no analizar los patrones meteorológicos.

Al comienzo le había parecido que lo hacía para pasar desapercibido pero, al final, Tarquinius se había dado cuenta de que todo aquello era un intento de olvidar su dolor, de fingir que Olenus no se había marchado para siempre. Tal revelación había hecho que el etrusco desertara del ejército, decidido a redescubrirse. Marcharse de una unidad sin permiso era un crimen castigado con la muerte que convertía automáticamente a Tarquinius en prófugo. Aquello no le preocupaba. Siempre y cuando no llamara la atención, el arúspice sabía que podía ir prácticamente a cualquier sitio sin que lo descubrieran. Su desaparición causaría muy poco alboroto: no había sido más que otro soldado de la tropa de las legiones romanas.

Y así fue como Tarquinius visitó los templos de la cercana Lidia para encontrar vínculos con los rasenna, su pueblo. Encontró poco más que algún santuario a Tinia y unas cuantas tumbas semiderruidas. Aquello bastaba para demostrar que los etruscos habían vivido allí, pero no indicaba su procedencia exacta. Como era incapaz de alejarse del Mediterráneo, el joven arúspice viajó a Rodas y se encontró con el gran filósofo Posidonio, cuya opinión sobre la hegemonía de Roma le había interesado muchísimo. Luego visitó el norte de África y las ruinas de Cartago, luego Hispania y la Galia. Intentaba siempre evitar los campamentos militares y los hombres que los habitaban. Roma enviaba a sus soldados a todo el mundo conocido e incluso en enclaves de lo más remoto existía una posibilidad, por pequeña que fuera, de que alguien supiera que era desertor.

Poco importaba dónde apoyaba la cabeza, Tarquinius se sentía acechado todas las noches por las imágenes de su antiguo amo Caelius.

«Al final Roma te reclama. El deseo de venganza».

Olenus había estado en lo cierto. Más de una década después de haberse marchado de Italia, Tarquinius regresó con una obsesión: represalia. Tenía que vengar la muerte de su mentor.

Absorto en sus pensamientos, Tarquinius no oyó la voz hasta que la tuvo prácticamente encima.

—¡Dejad paso! —gritó un guardaespaldas enorme que precedía a una litera imponente con la que cargaban cuatro esclavos musculosos. Cualquiera que fuera demasiado lento para su gusto recibía golpes de bastón en los hombros—. ¡Dejad paso a Craso, vencedor de Espartaco!

—Pensaba que había sido Pompeyo —bromeó un hombre que estaba cerca.

Quienes le oyeron empezaron a reírse divertidos. Era de todos sabido que Craso seguía enfadado por el modo como su rival Pompeyo le había robado el mérito de aplastar la rebelión de esclavos acaecida hacía quince años.

Desenfundando el gladius con el ceño fruncido, el guardaespaldas se dio la vuelta para ver quién había hecho aquel comentario insolente. Acostumbrado a gritar insultos, el ciudadano agachó la cabeza y pasó desapercibido entre la muchedumbre. Aunque la voz del pueblo de Roma se tenía muy poco en cuenta para las decisiones que se tomaban en su nombre, éste tenía la libertad de expresar sus opiniones. Los políticos tenían que soportar esas pullas y las pintadas mal escritas que solían verse en las paredes de los edificios públicos o en sus propias casas. Raras veces pillaban a los autores. El guarda descargó su ira dándole un golpe en la espalda al golfillo que tenía más cerca. El sonoro grito que profirió le hizo esbozar una sonrisa amarga.

Tarquinius observó fascinado cómo la litera se detenía al pie de los escalones. Ahí estaba el hombre que había pagado una fortuna a Caelius por la información sobre el hígado de bronce y la espada de Tarquino. Por tanto, era el responsable indirecto de la muerte de Olenus. Las personas que rodeaban al etrusco también estiraron el cuello para ver. Craso era uno de los nobles más prominentes de Roma y, si bien no gozaba de tanta popularidad como Pompeyo, era tan rico que, por lo menos, todo el mundo lo admiraba. O lo envidiaba.

El guardaespaldas levantó la cortina de la litera para indicar a su amo que habían llegado. Pasó un momento antes de que bajara un hombre bajito de pelo cano y vestido con una elegante toga. Se quedó de pie para saludar brevemente a la multitud mientras calibraba el estado de ánimo general con una mirada penetrante. El reconocimiento público era importante para quienes deseaban ocupar altos cargos. Y Craso quería ocuparlos. Era de todos sabido. El dominio que él, Pompeyo y Julio César tenían de las riendas del poder era cada vez mayor. Si bien la rivalidad entre los componentes del triunvirato no trascendía, por la ciudad corrían constantes rumores. Parecía que cada uno de ellos deseaba el poder absoluto. A prácticamente cualquier precio.

—Pueblo de Roma —empezó a decir Craso para lograr un efecto dramático—, he venido al templo del gran Castor para pedir su bendición.

Se oyó un suspiro de expectación.

—Deseo que el gran jinete me haga una señal —anunció Craso—. Un sello de aprobación divina.

Esperó.

Tarquinius miró a su alrededor y vio que la tensión se reflejaba en el rostro de los hombres. «Craso está aprendiendo a manipular a las masas», pensó.

—¿Para qué, señor? —Era el hombre que había hecho la broma sobre Pompeyo. Incluso él quería saber por qué Craso había ido a rendir homenaje al dios.

Satisfecho con la pregunta, Craso se frotó la nariz aquilina.

—¡Para tener una señal de que obtendré una gran gloria para Roma!

Se oyeron vítores al instante.

—Como gobernador de Siria, expandiré las fronteras de la República hacia el este —afirmó Craso con audacia—. ¡Aplastaré a los salvajes que se burlan de nosotros, que amenazan nuestra cultura civilizada!

Los rugidos de aprobación llenaron el ambiente.

Se trataba de un tema redundante. Si Roma consideraba que estaba en peligro, entonces, ¡ay de quienes eran considerados responsables de ello! Cartago, la potencia más importante del Mediterráneo durante una época, había osado declarar la guerra a la República hacía dos siglos. Habían hecho falta tres largas contiendas, pero al final las legiones habían dejado las ciudades cartaginesas reducidas a cenizas.

A Tarquinius no le quedaba más remedio que respetar la arrogancia ocasional de incluso los ciudadanos más humildes. No temían a nada. Y si bien la mayoría no comprendía por qué Craso anhelaba el liderazgo de Siria, la idea de la gloria militar atraía a todos. Daba igual que no hubieran insultado a la República ni matado a sus enviados en el este. Los romanos respetaban la guerra de forma instintiva. Desde tiempos inmemoriales, sus hombres habían librado guerras cada año y regresado a las granjas en otoño.

—¡Y cuando regrese —continuó Craso—, duplicaré la distribución de cereales!

Aquello produjo una respuesta incluso mejor. Gracias a la caída en picado del precio de los productos agrícolas, la mayoría de la población se había quedado sin tierras y dependía de los donativos de comida y dinero para sobrevivir. La cantidad de cereales permitida entonces no bastaba para mantener a una familia durante un año, y toda promesa de incrementarla sería recibida con agrado.

Craso sonrió satisfecho y subió los escalones que conducían a la entrada mientras los gritos se elevaban a su espalda. Un sacerdote servil le aguardaba en lo alto para acompañarle al interior. Los murmullos emocionados de la muchedumbre comentando lo que acababa de presenciar fueron reemplazando el clamor.

Tarquinius comprendió a la perfección lo que pasaba. La visita al templo estaba planificada. Era el momento de máximo bullicio en el Foro. Si Craso hubiera deseado rezar en privado, le habría bastado con llegar unas horas antes o después. Obviamente iba a por todas en su lucha por el poder. Deseoso de emular los éxitos militares de sus rivales, Craso estaba empezando a mostrar las cartas. Tarquinius alzó los ojos al cielo y los achicó para mitigar la luz cegadora del sol. Una ligera brisa. Pocas nubes. El aire cambiaría pronto y traería lluvias.

«Craso viajará hacia el este con un ejército —pensó—. A Partia y más allá. Y yo iré con él».

—¡Tarquinius!

Estaba tan poco acostumbrado a oír su nombre que el arúspice tardó unos instantes en reaccionar.

—¡Tesserarius! —exclamó la misma voz.

Tarquinius se envaró y enseguida centró la mirada en una silueta conocida que se abría paso entre los curiosos. El hombre, sin afeitar, tenía unos treinta y cinco años, era de estatura mediana y llevaba el pelo rapado al estilo militar. La túnica manchada de vino no acababa de ocultar los músculos fibrosos de los brazos y las piernas, mientras que la daga corta que llevaba en el cinturón identificaba al recién llegado como soldado. El etrusco se dio media vuelta pero el otro ya le había sujetado con fuerza el brazo izquierdo.

—¿Te has olvidado de tus viejos camaradas? —comentó el hombre con desprecio.

Tarquinius se volvió hacia él fingiendo sorpresa.

—Legionario Marcus Gallo —dijo tranquilamente, maldiciendo su decisión de intentar pasar desapercibido, pues significaba que tenía el puñal en el morral, fuera de su alcance—. ¿Te han echado ya del ejército por borracho?

Gallo hizo una mueca.

—Estoy de permiso oficial. Chusma de desertor —susurró—. ¿Te acuerdas de lo que hacen a los hombres como tú? Estoy seguro de que al centurión le encantaría hacer una demostración. —Miró a su alrededor con ojos somnolientos buscando a sus compañeros de juerga.

No se los veía por ningún sitio, todavía. Pero con tanta gente alrededor, la acusación enseguida había llamado la atención. A Tarquinius se le aceleró el corazón. Respiró hondo y pidió el perdón de los dioses. El etrusco tenía pocas opciones. Gallo le sujetaba el brazo con la fuerza de un torno. Si no hacía nada, al atardecer lo habrían crucificado para dar ejemplo.

—¡Loco borracho! —exclamó Tarquinius con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Has olvidado que te salvé ese pellejo tan duro que tienes en el Ponto?

La respuesta rápida y ocurrente era exactamente lo que necesitaba. Las risas sustituyeron los ceños fruncidos y buena parte de quienes los rodeaban apartaron la mirada. Gallo lo miró enojado y abrió la boca para refutar el comentario de Tarquinius.

Antes de que pudiera articular palabra, el arúspice se le acercó más y le quitó la daga con la mano derecha. Fingiendo que se abrazaban como viejos amigos, Tarquinius le clavó el puñal entre las costillas, directo al corazón. Al legionario se le desorbitaron los ojos de la sorpresa y abrió la boca como un pez fuera del agua. Tarquinius le besó en la mejilla mientras Gallo le soltaba el brazo, lo cual le permitió aguantar erguido al hombre herido de muerte con el brazo izquierdo. Entre tanta gente, nadie vio lo ocurrido.

—Lo siento —susurró, aunque sus palabras cayeron en oídos sordos.

Las facciones de Gallo se relajaron y un reguero de saliva le cayó de los labios.

El arúspice retorció la daga para rematarlo.

La multitud estalló en una carcajada cuando un tomate maduro voló por los aires y le dio al guardaespaldas de Craso en plena cara. Le siguió una lluvia de fruta roja. Dispuesto a vengarse, el golfillo amoratado había regresado con un montón de refuerzos. La banda de niños sucios y harapientos gritaba de alegría mientras lanzaba tomates robados al guardaespaldas, que los maldijo y blandió la espada. Los niños esquivaban con facilidad sus amagos. Los hombres sonreían y señalaban, intentando animar a ambos bandos. Nadie prestaba ya atención a los dos soldados.

Fue la oportunidad perfecta para Tarquinius. Dejó suavemente a Gallo en el suelo y lo colocó boca abajo para que la mancha roja del pecho no resultara visible. A continuación, se mezcló entre la gente y fue directo a la calle más cercana que salía del Foro. A dos docenas de pasos ya no se le distinguiría desde los escalones del templo. Aunque alguien se diera cuenta, no podrían apresarlo.

Pero del encuentro fortuito con Gallo se había librado por los pelos. No debía repetirse. Tarquinius se internó en un callejón, se quitó la capa ensangrentada y envolvió el hacha con ella. Tendría que ser incluso más cauteloso; a partir de entonces, aquella arma tan distintiva se quedaría en sus aposentos. Nadie debía sospechar quién era el etrusco ni por qué estaba en Roma.

El olor a carne de cerdo asada de un puesto cercano inundó el olfato de Tarquinius y el estómago le respondió con un gruñido. El arúspice metió la mano en el portamonedas mientras se acercaba al tentador aroma. Esbozó una sonrisa.

Partía. Olenus había estado en lo cierto una vez más.