07 - El Lupanar

Burdel el Lupanar, Roma, 56 a.C.

Fabiola observó vacilante las paredes desnudas. La madama la había llevado a la pequeña celda después de echar a Gemellus a la calle. El hombretón que lo había expulsado había dedicado una sonrisa desdentada a la chica para intentar tranquilizarla.

El intento no había funcionado. Todo apuntaba a que había cambiado de amo, pero que ambos eran igual de violentos.

Aparte de la cama baja en la que estaba sentada, los únicos muebles eran una cómoda vacía y una estatua diminuta de Afrodita desnuda en un rincón. La habitación olía a moho, pero habían fregado el suelo y la ropa de cama de lana gastada estaba limpia.

Fabiola se hizo un ovillo, se agarró los pies con las manos y comenzó a balancearse adelante y atrás. La forma en que los habían arrancado de Velvinna a Romulus y a ella había minado gravemente su habitual confianza, que ni siquiera disminuía con las palizas de Gemellus. A Fabiola la aterrorizaba pensar que no volvería a ver a su familia. Romulus estaba en peligro de muerte, si no había muerto ya. Sólo los dioses sabían qué suerte correría su madre.

Quedó sumida en una profunda congoja durante un rato. Estaba sola, la habían vendido a un burdel, no tenía posibilidad de escapar y a saber lo que le ocurriría a partir de entonces. Sollozaba en silencio presa de la desesperación. Al cabo de poco, hombres desconocidos pagarían para acostarse con ella. Notó que la bilis le subía a la garganta. Se sentía degradada antes de empezar.

Gemellus tenía la culpa de todo.

Esa idea la ayudó a contener las lágrimas y a que una tenue luz se encendiera en su interior.

«Nada de debilidad, sólo fuerza. Nada de lamentos, sólo venganza».

Gemellus.

Oyó unas risas femeninas procedentes del pasillo y Fabiola escuchó atentamente cuando pasaron ante su puerta. Quizás aprendiera algo útil.

—… le dije que era el mejor amante que había tenido. ¡El tonto se quedó henchido de orgullo!

—¿Te dio propina?

—Un áureo, nada más y nada menos. —Las mujeres se carcajearon sonoramente y luego dejó de oírlas.

Fabiola se incorporó en la cama. Se le ocurrían miles de cosas. Allí podía ganar dinero. Nunca había llegado a tener un áureo en su poder. Y el Lupanar parecía lleno de mujeres hermosas de todas las razas, ataviadas con prendas y vestidos que no dejaban nada a la imaginación. Las prendas ligeras, los tocados intrincados y las joyas exóticas la fascinaban. En todos los años pasados en casa de Gemellus, Fabiola nunca había tenido más que un vestido raído. El hecho de haber sido vendida al mejor burdel de Roma era un pequeño consuelo. Pero a ese pensamiento le siguió inmediatamente, y con sentimiento de culpa, el recuerdo del momento en que Gemellus se la había llevado a rastras, hacía poco rato. Cuando Velvinna se había dado cuenta de que iba a cumplir la promesa de vender también a Fabiola, la angustia había superado en parte el miedo que le infundía el comerciante.

—Por favor, amo. ¡Déjeme a la niña!

—Esta belleza incipiente vale mucho más que ese mocoso. —Gemellus miró con aire lascivo las curvas de Fabiola—. Me la follaría yo mismo si no fuera porque me pagarían la mitad.

—Haré lo que sea —suplicó Valvinna—. Gemiré cuando me penetre.

—¡Ya ves, como si me importara! Eres una puta vieja y usada —comentó con desprecio—. Las minas de sal son la única salida que te queda.

¿Las minas de sal? Al momento entendió lo que suponía. No tenía nada que perder. Velvinna se agarró con ambos brazos a las piernas del comerciante, llorando como una histérica.

—¡Suéltame o te vendo a ti también, hoy mismo! —Separó los dedos de Velvinna con tal brutalidad que la hizo caer al suelo de piedra.

El cuerpo menudo de Velvinna se quedó boca abajo, estremecido por los sollozos.

Gemellus se echó a reír.

Era la última imagen que Fabiola tenía de su madre. La habían sacado a rastras de la habitación y llevado al Lupanar. Hubo más lloros. La vida parecía cruel a más no poder. Pero la autocompasión no duró mucho. Fabiola tenía un espíritu demasiado feroz para que lo amansaran, y recordó el consejo que su madre tantas veces le había repetido: «Saca el máximo provecho de cada situación. Siempre».

Fabiola fue tranquilizándose y apretó la ropa de cama de lana áspera con los puños al tiempo que dedicaba una oración ferviente a los dioses.

«Proteged a madre y a Romulus».

Hacía una hora que Fabiola había estado observando con ojos bien abiertos y expresión asustada las paredes de la espléndida zona de recepción del burdel. Sátiros, cupidos regordetes, dioses y diosas le devolvían la mirada desde un paisaje de vivos colores lleno de ríos, cuevas y bosques. En otra pared había representaciones numeradas de las posturas sexuales que podían solicitar los clientes. Fabiola se había estremecido al imaginarse a Gemellus obligándola a hacer las más extravagantes. En el centro del mosaico del suelo había una estatua de tamaño real de una mujer desnuda entrelazada con un cisne.

—Ocho mil sestercios —dijo Gemellus—. No está mal.

—Es lo que acordamos. —Jovina, la vieja madama, frunció los labios pintados en señal de desaprobación. Sus ojos atentos destacaban en la cara empolvada de blanco.

Gemellus, satisfecho, sujetó el portamonedas de cuero con fuerza contra el pecho.

—Lo sé. Menuda belleza en ciernes. —Estiró el brazo y se regodeó magreando los pequeños pechos de Fabiola. Ella se estremeció horrorizada pero no se atrevió a apartarse.

El comerciante bajó la mano hasta el dobladillo de la túnica de Fabiola.

—Nada de toqueteos. Ahora es mía.

Apartó la mano, molesto.

Fabiola miraba el suelo con las mejillas encendidas.

Gemellus sonrió con satisfacción.

—Un rato a solas con ella valdría la pena —dijo, calculando el peso de la bolsa de dinero.

—Costará dinero. Es virgen, ya lo sabes. —Jovina mostró unos dientes cariados. Tras sus muchos años en el Lupanar, le era fácil calar a hombres como Gemellus. Dio vueltas a un anillo que llevaba en un dedo fino observando cómo el rubí reflejaba la luz. La arpía llevaba una fortuna en ambas manos, regalos de clientes satisfechos. Jovina era famosa por sus servicios y su discreción.

Fabiola se estremeció al recordar el reconocimiento al que acababan de someterla para confirmar su condición de virgen. Se sentía avergonzada y violada. Todavía le escocía la piel ahí donde la madama había introducido los dedos.

—¡Por supuesto que lo sé! —exclamó Gemellus—. ¡Por Júpiter, la de tiempo que he reprimido el impulso de tirarme a esta zorrita! —Se humedeció los labios—. ¿Cuánto por una noche?

Jovina sujetó a la chica con una mano que más bien parecía una garra. La ligera presión hizo que Fabiola se sintiera suma mente protegida.

—Quince mil sestercios.

—¿Quince mil? —Dio la impresión de que al comerciante iban a salírsele los ojos de órbita—. ¡Casi el doble de lo que me acabas de pagar!

—Las vírgenes como ella son difíciles de encontrar —respondió Jovina con sarcasmo—. Los clientes nobles pagan bien por la primera vez con una belleza como ella.

Gemellus estaba rojo de rabia.

—Vuelve dentro de unas semanas y el precio será de tres o cuatro mil. —Jovina hizo una mueca con los labios—. Por hora, por supuesto.

—¡Vieja arpía! —gritó el comerciante cerrando los puños.

—¡Benignus!

Un esclavo enorme con gruesas muñequeras de oro salió de una habitación contigua. Gemellus se fijó en el tamaño de los músculos y en la porra tachonada de metal.

—El caballero se marcha. —Jovina lo señaló—. Acompáñalo a la puerta.

Benignus era mucho más alto que Gemellus. No cabía la menor duda de quién tenía ventaja.

Gemellus se quedó quieto, aunque dudaba en obedecer a un esclavo.

—Señor. —El fortachón había sujetado el brazo derecho de Gemellus con mano de hierro y éste notó que lo empujaba hacia la entrada. El comerciante acabó tirado en el suelo de tierra, a los pies de los dos esclavos que le esperaban. Rápidamente lo ayudaron a levantarse con caras deliberadamente inexpresivas.

Benignus se cernió sobre él como un coloso griego.

—La próxima vez, la madama exigirá pruebas de que tiene suficiente dinero para entrar.

Los transeúntes se rieron del velado insulto. Habían visto a muchos expulsados por la puerta en arco a causa del mismo motivo.

Gemellus se sacudió la tierra enfadado y se marchó furibundo, sujetando con fuerza el portamonedas de cuero con una mano. Mantendría a los prestamistas a raya al menos durante un tiempo.

Jovina llamó una sola vez antes de abrir la puerta y sorprender a Fabiola. La madama advirtió enseguida que tenía los ojos enrojecidos. Habían llegado muchas chicas como aquélla al burdel. Entró en la habitación repasando de arriba abajo su nueva adquisición.

Fabiola le devolvió la mirada con la mandíbula ligeramente temblorosa.

—Olvídate del pasado, querida —dijo Jovina con actitud agradable pero firme—. Al menos venir aquí te ha salvado de las insinuaciones de Gemellus. Aquí puedes vivir bien. Es fácil. Aprende a tratar bien a los clientes y satisfácelos. Muchos hombres poderosos visitan el Lupanar. Senadores, magistrados, tribunos. Incluso hemos recibido la visita de algunos cónsules.

Fabiola asintió. Era importante que aprendiera rápido y entablara amistad con la madama.

Jovina se calló unos instantes.

—¿El gordo ese es tu padre?

—¿Gemellus? —Fabiola tenía la vista clavada en el suelo—. No, madama.

Jovina no vaciló.

—¿Uno de sus otros esclavos, entonces?

Fabiola negó con la cabeza. Velvinna siempre había tenido claro quién era su progenitor. «Las mujeres sabemos estas cosas —solía murmurar de un modo siniestro—. A vuestra madre la violó un noble una noche que regresaba del Foro Olitorio».

Jovina no se extrañó.

—¿Y Gemellus se acostaba con ella a menudo?

—Casi cada noche. —Fabiola notó la ira en lo más profundo del vientre. Vengarse de Gemellus sería una buena motivación durante su vida en el burdel. Eso, e intentar rescatar a su madre y a Romulus. Lo mejor de todo sería descubrir la identidad del violador.

Si era posible.

Algo que planificar mientras daba placer a los hombres. Algo para mitigar el horror de su situación.

—¿Veías lo que pasaba?

—No, aunque una vez lo vi desnudo cuando estaba excitado. —Retrocedió al recordar la erección del comerciante.

—¿Has visto cómo se aparean los perros en la calle?

—Sí.

—¿Has oído a otros esclavos hablar de sexo?

—Muchas veces.

—Es muy parecido a lo que hacen los animales, aunque tienes que saber más posturas. —Jovina le describió rápidamente las que prefería la mayoría de los hombres.

Fabiola se esforzó por disimular su asombro al enterarse de las más extravagantes. Gemellus sólo conocía una.

—Haz mucho ruido. El cliente debe creer siempre que estás extasiada.

—Sí, madama —respondió rápidamente.

—La primera vez que te penetre un hombre te dolerá mucho. Probablemente te salga también bastante sangre. Es normal. Después de eso, te gustará. —Se carcajeó—. Tienes más cosas que aprender, pero ya te enseñarán las demás. Asegúrate de saber dar placer con la boca.

Fabiola esbozó una sonrisa forzada y se sintió aliviada de que la lección hubiese terminado.

—Puedes hacer lo que quieras con tu habitación. —Jovina sonrió de oreja a oreja y las arrugas del rostro empolvado se le marcaron—. Pero aquí no se le permite la entrada a ningún hombre. Las habitaciones en las que se recibe a los clientes están situadas en la parte delantera del edificio. Los porteros, Benignus y Vettius, siempre están cerca. Grita si los necesitas.

—¿Cuándo empiezo?

—Mañana. Acabo de pagar ocho mil sestercios, así que tienes que empezar a ganar dinero. Pero hoy puedes ir acomodándote. Aprovecha para familiarizarte con el local.

Fabiola habló con voz tranquila.

—¿Y la comida?

—Un poco más de chicha en esos huesos no le iría mal al negocio. —Jovina se rió de su propio comentario e hizo un gesto a la esclava que se había mantenido discretamente apartada—. Docilosa te enseñará el local. Vale la pena visitar el vestidor. Tiene una selección de ropa que ya quisieran para sí los mejores bazares de Roma.

Fabiola abrió la boca.

—Y esfuérzate por vestirte de forma seductora.

Fabiola esbozó una sonrisa.

—Sí, madama.

—Bueno, aquí te irá bien. —Jovina se dio la vuelta y se marchó, dejando tras de sí una intensa estela de perfume.

Fabiola miró a Docilosa, que tenía una edad similar a la de su madre. Era bajita, fea y llevaba un sencillo blusón, pero tenía una expresión agradable.

—¿Puedo comer algo?

—Por supuesto. —Docilosa asintió—. Sígueme.

Poco después, Fabiola devoraba un pedazo de pan con queso sentada a una tosca mesa de madera de la cocina. La experiencia le había dado un hambre voraz, incrementada por la fabulosa selección de comida de las estanterías. Gemellus nunca había alimentado lo suficiente a los esclavos y su niñez había estado marcada por el hambre.

Los esclavos, vestidos tan sólo con un taparrabos, miraban a la nueva chica con curiosidad. Docilosa los señaló uno a uno.

—Ése es Catus, el cocinero. Es buena persona pero tiene mucho genio. —Como no la oía, el hombre de calva incipiente que cortaba carne sobre un gran tajo de madera sonrió.

Fabiola se empapó de información. Quería conocer a todos los del Lupanar.

—Los dos que se encargan del fuego son Nepos y Tancinus. La chica que barre es Germanilla.

Los hombres que sudaban junto al horno de ladrillos candentes la miraron sin interés. Aunque eran relativamente jóvenes, los dos estaban bastante gordos.

—¿Es que comen más que los demás?

—Por supuesto que no —repuso Docilosa—. Es que están castrados.

Fabiola soltó un grito ahogado.

—Para garantizar que no importunan a las chicas. Sois una mercancía valiosa y Jovina protege sus propiedades celosamente.

—¿Y qué me dices de Catus?

—A Catus sólo le gustan los hombres. —Docilosa empleó un tono desdeñoso—. Y la madama raras veces compra alguno, causan demasiados problemas.

—¿Y los porteros?

—Reciben favores de muchas mujeres y ella lo tolera.

—¿Porqué?

—Algunos clientes se ponen violentos. —Imitó el gesto de un hachazo—. Los chicos les dan una paliza.

Fabiola tomó nota mentalmente de hacer buenas migas con Benignus y Vettius.

Docilosa llenó una sencilla jarra negra y roja de loza de una cisterna situada en un rincón. Al igual que en casa de Gemellus, en el Lupanar había agua corriente y sistema de saneamiento.

—La necesitarás en tu cuarto. —Le tendió también un vaso, mirando a Fabiola fijamente—. Me recuerdas a mi hija. —Docilosa le dedicó una breve sonrisa antes de señalar la puerta con actitud práctica—. Te enseñaré dónde se guarda la ropa.

Fabiola salió de la cocina enlosada detrás de su guía por un pasillo que olía a incienso. Los hornacinas que había a lo largo del mismo contenían estatuas griegas.

El vestuario superaba con creces lo que Fabiola había imaginado. Junto a las paredes pintadas había docenas de vestidos suntuosos que colgaban de ganchos de hierro. Grandes placas de bronce en soportes servían de espejos. Las mesas estaban repletas de cuencos y frascos de cristal y de espejos de mano de plata. Dos mujeres, al fondo, se probaban vestidos ajenas a las visitas.

Docilosa observó el panorama y suspiró.

—Te dejo aquí. Así irás conociendo a las demás.

Fabiola se dio cuenta de que eran mayores que ella. La intimidaban. Entró en el vestidor intentando no perder la calma.

Una prostituta pechugona de aspecto germánico ya se había vuelto a medias hacia ella. Se sujetaba la larga melena rubia con las manos mientras admiraba su reflejo en un espejo. Fabiola la observó, intrigada. Su madre era la única persona a la que había visto desnuda con regularidad. Una exigua túnica roja le cubría a duras penas los generosos pechos y el vientre plano. Al final de unos muslos de un blanco cremoso había una pequeña borla de pelo. Era muy hermosa.

—¿Quién eres?

—Fabiola. —Se calló antes de añadir, innecesariamente—: Soy nueva.

A la rubia no le gustó.

—¿Cuántas jovencitas piensa traer aquí Jovina?

—No le hagas caso. —La otra mujer parecía más agradable—. Hoy tiene un mal día. Me llamo Pompeya y ella es Claudia.

—Nunca he visto tantos tipos de ropa distintos. —Fabiola estaba boquiabierta observando la enorme variedad.

—Es maravilloso, ¿verdad? —Pompeya soltó una risita y Fabiola se quedó prendada enseguida de la alta pelirroja. Era deslumbrante, de ojos verdes y tez de porcelana. La ajustada estola, abierta a los lados hasta la cintura y luego por encima del cinturón hasta los hombros, dejaba al descubierto zonas de piel muy tentadoras—. Además nos vestimos como queremos.

—Jovina me ha dicho que tengo que vestirme de forma seductora.

—Ya me lo imagino —dijo Claudia con una risotada.

Pompeya le lanzó un vestido e inclinó la cabeza hacia Fabiola.

—¿Cuántos años tienes?

—Trece. Casi catorce.

—Cielo santo. ¿Todavía eres virgen?

Fabiola miró el suelo de mármol.

—Da igual, ahora estás aquí. —Pompeya caminó pegada a la pared, repasando las prendas colgadas con los dedos—. Ven conmigo.

Fabiola la siguió lentamente. Iba tocando las prendas sin dar crédito a sus ojos.

—Tampoco tienes que exagerar. Lo más importante es quieres virgen. —Descolgó una túnica blanca de tela fina con un ribete púrpura—. Pruébatela.

Fabiola tendió la mano entusiasmada.

—Qué bonita es.

—Las chicas del Lupanar sólo llevan lo mejor. Póntela.

Fabiola se quitó el vestido raído y se enfundó la prenda nueva. La notó lujosa en contacto con la piel, mucho mejor que cualquier otra cosa que hubiera llevado. Se alisó el vestido.

—Es precioso —susurró.

Claudia resopló despectivamente.

Fabiola vio que Pompeya la repasaba, entusiasmada.

—Perfecto. Pareces una virgen vestal.

—¡Pero esta zorra está a la venta! —exclamó Claudia.

Pompeya se dio media vuelta.

—Es una pena que el tonto de Metellus Celer acabe de morirse, pero enseguida encontrarás otro cliente rico. Deja de meterte con ella.

—El amo se acostaba con mi madre casi cada noche. —Fabiola habló con voz firme—. Sé a qué atenerme.

—Ya no es tu amo —dijo Claudia de repente—. Olvídalo.

Fabiola sonrió al pensarlo.

—He visto a ese cerdo gordo por la mirilla. —Pompeya torció el gesto—. La mayoría de los clientes tiene mejor aspecto. Si eres lista vendrán con regularidad. —Se volvió hacia Claudia para que confirmara sus palabras—. A los hombres les encanta hacer regalos. Llevarte por ahí.

—Lo único que tienes que hacer es satisfacer todos sus deseos —comentó la rubia.

Fabiola reflejó la aprensión que sentía en el rostro. Sus únicos conocimientos sobre sexo se limitaban a haber visto a su madre, que detestaba las visitas de Gemellus.

Pompeya se dio cuenta y asió su mano.

—Te enseñaremos muchas formas de hacerlo, chiquilla. Ven aquí. Mírate en el espejo.

Fabiola observó el bronce batido. La luz rielaba en las curvas diminutas y las abolladuras de la superficie. Se llevó una buena sorpresa al ver que el reflejo era realmente hermoso. Se sintió un poco más segura.

—¿Cuántas… prostitutas trabajan aquí? —La palabra seguía resultándole repugnante, pero era la que la definía.

—¿Contándonos a nosotras? Unas treinta. Depende. —Pompeya metió un pincel en un cuenco de ocre y se aplicó un poco en las mejillas—. Depende de cuántas sean vendidas u obtengan la manumisión.

Fabiola aguzó el oído.

—¿Vendidas?

—A veces a un cliente le gusta tanto una chica que la compra. La mayoría acaba llevando una vida de lujo. Con una villa en Pompeya o cosas así. —Hablaba con nostalgia—. Las menos afortunadas son descartadas cuando están enfermas. O cuando son demasiado viejas.

—Igual que las que desobedecen a Jovina —añadió la rubia en tono amenazador.

—¿Adónde las envían?

—A uno de los burdeles baratos. A alguien que necesite mano de obra barata.

—Las minas de sal, los latifundios, ya te puedes imaginar. —Claudia frunció el ceño—. Hay que seguir en la brecha y mantenerse hermosa.

Fabiola pensó en su madre y se estremeció.

Pompeya creyó que temblaba de miedo y le dio una palmadita en el brazo.

—¡No te preocupes! Jovina no va a vender un verdadero tesoro como tú.

—¿Algunas chicas consiguen la libertad?

Pompeya sonrió.

—Jovina nos permite quedarnos una pequeña cantidad por nuestros servicios. Los clientes habituales también nos dan algo de dinero. Ahorra hasta el último sestercio. ¿Verdad que es aconsejable?

Claudia asintió con fuerza mientras se empolvaba la cara con tiza y albayalde.

—Un poco más, no estás suficientemente pálida. No olvides aplicarte un poco de antimonio en los párpados. —Pompeya volvió a centrarse en Fabiola—. Mantén una buena relación con Jovina. Dentro de unos años quizá te permita comprar tu libertad.

Claudia soltó un bufido.

—Esa vieja bruja dice eso para tenernos contentas. Ya lo sabes. ¿Conoces a alguien que haya comprado su manumisión desde que llegamos?

Pompeya puso cara larga y Fabiola comprendió su aflicción. Estaba claro que la vida en el Lupanar no era fácil. Tendría que trabajar duro para sobrevivir.

La pelirroja vio que miraba el despliegue de frascos y botellas de la mesa.

—Es maquillaje. Lociones.

—¿Puedo probar alguno?

—Eres demasiado guapa.

—Pero vosotras dos os habéis puesto.

Pompeya se echó a reír.

—¡Hace mucho tiempo que estamos aquí! Tenemos que seguir teniendo buen aspecto. Tú estás fresca como una rosa.

—¿Ni siquiera un poco de ocre?

—Un poco quizá. En los labios. Nada más.

Sin saber muy bien qué querrían los hombres que visitaban el Lupanar, Fabiola se miró en el espejo grande.

—A los clientes les encantarás. —Pompeya hizo un gesto amplio, como si quisiera abarcar un público inexistente—. Dentro de poco quizá necesites un poco de albayalde, pero por ahora eres la virgen vestal.

—Pompeya tiene razón. —Claudia empleó un tono más amable—. En tu caso es mejor que seas discreta. —Se echó a reír y señaló sus más que generosas curvas.

Fabiola sonrió.

—Nos estamos entreteniendo demasiado. ¡Debe de estar apunto de atardecer! —De repente Pompeya sacó la vena práctica—. Date un buen baño y acuéstate temprano. Nosotras tenemos que trabajar. Enseguida empezarán a llegar los clientes.

Fabiola dedicó una mirada de agradecimiento a su nueva amiga.

—Gracias.

—Vendré a buscarte por la mañana. ¡Te explicaremos cómo hacer que los hombres giman y pidan más!

—¡O que griten!

Pompeya puso los ojos en blanco.

—Ésa es la especialidad de Claudia.

Fabiola las dejó y recorrió el pasillo acariciando la tela de lino con un secreto placer. La reconfortó ver que, aparte de una vieja esclava, que le proporcionó en silencio aceite de oliva y un estrígil, era la única persona que había en la zona de baños embaldosada.

La experiencia fue mucho mejor de lo que había imaginado. Gemellus sólo permitía que los esclavos se lavaran en el patio trasero con un cubo de agua fría. Poder recostarse en una piscina de agua caliente, admirando pinturas de colores a través del vapor fue un completo éxtasis. Fabiola fantaseó sobre el momento en que artesanos de talento pintarían las paredes de su villa con representaciones similares de Neptuno y otras criaturas marinas de la mitología.

Limpia y relajada, la muchacha se retiró a su habitación. Se tumbó encima de la ropa de cama contemplando el parpadeo de las sombras que proyectaba la antorcha. El dolor por haberse separado de su familia se había mitigado un poco tras encontrarse con una nueva amiga y los lujos relajantes del Lupanar. Pompeya sería una buena aliada, alguien en quien podría confiar. Y tenía un objetivo: convertirse en la mejor prostituta del burdel. Teniendo en cuenta que entre la clientela se contaban políticos y nobles influyentes, conseguiría poder verdadero si era buena en su nueva profesión. Le resultaba reconfortante saber que los hombres ricos que pagaran por acostarse con ella podían acabar a su merced.

Fabiola permaneció despierta un rato intentando imaginar cómo sería el coito, pero era incapaz. Era mejor descansar que preocuparse por algo que escapaba a su control. Cerró los ojos y se durmió. No tuvo pesadillas.

Pompeya llegó temprano por la mañana, como había prometido. Al oír el golpecito en la puerta, Fabiola apartó la ropa de cama y caminó con suavidad hasta la puerta alisándose el pelo con la mano.

—¿Todavía estabas durmiendo? ¡Pero si no has trabajado la mitad de la noche como yo! —La vivaracha pelirroja tenía ojeras pero rebosaba de energía—. Vamos a lavarnos. Tienes que aprender muchas cosas.

Fabiola se sonrojó, avergonzada ante la perspectiva, pero con una especie de toalla siguió a Pompeya pasillo abajo. Una bocanada de aire cálido y húmedo, acompañada del sonido de las conversaciones de las mujeres, las recibió en la puerta. Era decadente.

De repente le vino a la cabeza una imagen de Romulus. Fue todo un golpe para ella. Fabiola nunca olvidaría haber visto cómo se llevaban a su hermano a rastras. «Lo único que tengo que hacer hoy es sentarme en un baño caliente y aprender a dar placer a un hombre, mientras Romulus aprende a pelear para seguir con vida». Le embargó un profundo sentimiento de culpa.

En los baños había media docena de prostitutas lavándose y charlando animadamente entre sí. La conversación se interrumpió cuando vieron a las recién llegadas.

—Se llama Fabiola —la presentó Pompeya—. Es la chica de la que os he hablado.

La mayoría asintió con expresión amable y siguió charlando, aunque de vez en cuando la miraba. Pompeya se desnudó y le indicó a Fabiola que hiciera lo mismo. La pelirroja tenía un cuerpo escultural y los pechos más grandes que había visto jamás. Fabiola observó fascinada el vello púbico caoba de Pompeya. Su piel, de un blanco lechoso, contrastaba con la de la alta nubia de la bañera circular, que se desplazó para que las dos amigas entraran y se sentaran.

Fabiola se sentó erguida en el agua caliente, sonriendo nerviosa.

Pompeya se fijó en lo incómoda que se sentía.

—¡Relájate! ¡Aquí somos como una familia y todas cuidamos de las demás! La única norma es no quitarle nunca un cliente habitual a otra mujer.

Durante una hora por lo menos, Fabiola se concentró al máximo mientras Pompeya la instruía sobre higiene personal, qué hierbas beber para evitar embarazos y cómo mantener una conversación interesante con un hombre. De vez en cuando intervenía alguna de las otras. Pompeya hablaba sin remilgos y, al final, Fabiola empezó a sentirse más cómoda.

—Algunos hombres sólo quieren que los abraces y se quedan dormidos.

—¿Qué más da mientras paguen? —intervino la nubia entre chillidos de diversión.

—Y luego llega tu vigésimo cliente —dijo otra solemnemente—. Un soldado que regresa tras años de campañas. ¡El cabrón sólo quiere endilgártela como Príapo en persona!

Las mujeres soltaron unas buenas carcajadas.

—En el Lupanar es raro que haya más de dos o tres hombres por noche —dijo Pompeya para tranquilizarla—. Es una de las ventajas de trabajar en un burdel caro. Pero tienes que aprender a ser una amante extraordinaria.

—Una artista, diría yo —se quejó Claudia.

Pompeya sonrió, dándole la razón.

—Ningún hombre debe marcharse jamás insatisfecho o te ganarás fama de frígida.

—Y Jovina te pegará una buena bronca antes de que el cliente salga por la puerta —añadió una chica morena y rellenita.

Las que escuchaban dieron muestras de estar de acuerdo.

Pompeya empezó a explicar varias posturas y técnicas sexuales a Fabiola, que ponía unos ojos como platos. Por lo que parecía, Jovina sólo le había explicado unas pocas.

—¿Qué use la boca y la lengua? —Fabiola hizo una mueca—. ¿Así?

—Es la marca de la casa. A los hombres les encanta. Así que aprende a hacerlo bien y rápido —repuso Pompeya en tono serio—. Somos las mejores putas de Roma.

—Primero asegúrate de que va limpio —aconsejó la nubia con un guiño.

—Lavar al hombre puede formar parte de la técnica.

—Me parece asqueroso.

—Más vale que vayas haciéndote a la idea, chiquilla. —Pompeya apretó la mano de Fabiola—. Tu cuerpo ya no te pertenece. El Lupanar es nuestro dueño absoluto.

A Fabiola le costaba mirar a su interlocutora a los ojos.

—Es demasiado para asimilarlo de golpe.

No podría elegir quién pagaba por estar con ella y quizá su primer cliente fuera alguien como Gemellus. Fabiola rápidamente decidió que el sexo sería un trabajo y nada más. Una forma de sobrevivir. Era la cruda realidad de su nueva profesión. Pensó en Romulus entrenándose para ser gladiador, arriesgando su vida con pocas o nulas posibilidades de escapar. Si tenía éxito en su nueva vida, quizás algún día pudiera comprar la libertad de su hermano. Todo dependía de ella.

—Eres lista y guapa. —Pompeya sonrió con expresión astuta—. Aprende bien a dar placer a un hombre y a lo mejor pescas a un senador mayor y agradable.

—¡Con una casa en el Palatino! —añadió Claudia.

Fabiola asintió con firmeza.

La pelirroja sonrió y le dio un apretón en la mano.

—Cuéntame todo lo que tengo que saber.

Pompeya retomó las enseñanzas de Fabiola y le explicó más detalles sobre el acto físico. Esta vez la muchacha de trece años prestó incluso más atención.

Al final Pompeya se recostó en el agua, deleitándose con el calor.

—Ya es suficiente para una mañana —dijo cerrando los ojos—. Lávate. Jovina querrá que estés disponible enseguida.

A Fabiola se le aceleró el corazón pero obedeció.

Poco después, Pompeya le hizo probarse de nuevo la túnica de lino. Dio vueltas a la chica delante de un espejo de bronce y luego le entrelazó varias flores en el pelo negro y abundante.

—Necesitas una pizca de perfume. —Se sacó una ampolla de cristal diminuta del vestido y se la tendió a Fabiola—. Éste es lo suficientemente sutil.

Fabiola se acercó el frasco a la nariz.

—Me encanta.

—Agua de rosas. La vende un griego en el mercado. Pronto te llevaré allí. Aplícate un poquito en el cuello y en las manos.

Fabiola obedeció y disfrutó de la delicada fragancia.

—¡Vale su peso en oro!

—¡Lo siento! —Se había puesto una gran cantidad sin siquiera pensarlo.

—No lo sientas. Puedes venir a socorrerme cuando necesite ayuda —dijo Pompeya de todo corazón—. Es hora de conocer a los clientes. Jovina se estará impacientando.

Fabiola respiró hondo. No tenía ningún sentido prorrogar lo inevitable. Siguió a Pompeya pasillo abajo con la cabeza bien alta.