Foro Boario, Roma, 56 a.C.
El clamor era ensordecedor.
El galo se cernía sobre el contrincante al que acababa de derrotar escuchando los gritos que tan bien conocía. Durante los últimos cinco años el galo rubio se había convertido en uno de los gladiadores más grandiosos que Roma jamás hubiese tenido. La muchedumbre lo adoraba.
El cálido sol de la tarde iluminaba el círculo de arena contenido entre gradas de madera provisionales. Aquella mañana tenía un bonito color dorado después de que los esclavos hubieran rastrillado la arena para dejarla lisa e uniforme. Pero después de más de una hora de encarnizado combate, la superficie era un caos. Las manchas de sangre rodeaban a los hombres muertos desperdigados por toda la pista. Los gemidos y gritos de los heridos llenaban el ambiente.
La primavera tocaba a su fin y los ciudadanos del público estaban contentos. El espectáculo de lucha entre dos equipos había resultado apasionante y todos los participantes estaban muertos o mutilados, salvo el luchador profesional vencedor de cada bando.
Los organizadores de tales luchas eran los lanistae, los propietarios de las escuelas de gladiadores de Roma, que se reunían con regularidad para preparar espectáculos que atrajeran a las masas. Cuando los ricos y poderosos deseaban organizar un espectáculo, les ofrecían varias opciones: desde combates individuales básicos a disposiciones hechas a medida. Dependía de lo lleno que tuviera el bolsillo el editor, el patrocinador, y de lo mucho que deseara impresionar.
El público e incluso los lanistae llevaban mucho tiempo esperando el enfrentamiento entre Narcissus y Brennus. A los pocos meses de su llegada a Roma, el imponente galo había derrotado a todos los gladiadores de renombre. Después de aquello, no tenía ninguna gracia ver a Brennus descuartizando a hombres más débiles. Se suponía que las luchas eran largas, que los gladiadores impresionaban al público por su habilidad y su resistencia. Memor había limitado rápidamente las apariciones de Brennus aunque su popularidad exigiera una mayor presencia en el ruedo.
Aquel día el patrocinador había querido la mejor calidad y había pedido expresamente al galo. El lanista había tenido que buscar por todas partes a un contrincante que estuviera a la altura. Al final había encontrado al griego Narcissus en Sicilia, donde el formidable murmillo[9] había obtenido una fama similar a la de Brennus.
El combate contaba con los ingredientes perfectos. Galo contra griego. Músculo contra habilidad. Salvajismo contra civilización.
No había quedado ni un solo asiento libre en las gradas.
En aquel momento Narcissus yacía boca arriba con el pecho desnudo, jadeando con dificultad tras la visera deformada. El penacho del casco de bronce estaba partido en dos. Tenía la espada a tres metros de distancia, lejos de su alcance.
El combate no había durado demasiado. Inesperadamente, Brennus había empujado con el hombro al murmillo y le había hecho perder el equilibrio. Le había asestado un golpe con el escudo mientras giraba y le había roto varias costillas, lo cual había hecho caer de rodillas a Narcissus, medio aturdido. Luego un golpe salvaje con la espada larga había abierto el hombro del griego por encima de la manica, la gruesa banda de cuero para proteger el brazo. Narcissus había soltado el arma y se había desplomado en la arena ardiente gritando de dolor.
Seguro de la victoria, Brennus había parado. No tenía ningunas ganas de matar a otro contrincante. Alzó ambos brazos y dejó que la multitud le aclamara. A pesar de la rapidez con la que había concluido la lucha, los ciudadanos de Roma seguían adorando a Brennus.
Pero Narcissus no estaba derrotado. De repente había sacado una daga de debajo de la manica y se había abalanzado sobre el galo. Brennus lo había esquivado y luego había utilizado el borde de hierro del escudo para aplastar el rostro de su oponente atravesándole el casco de metal blando. Al murmillo se le había hundido la cabeza y había perdido la consciencia.
Brennus miró a los nobles con togas blancas. El velarium, un toldo instalado por orden del editor de los enfrentamientos, les protegía del sol. Julio César llevaba una toga inmaculada con un ribete púrpura y estaba rodeado de sus seguidores y admiradores. Hizo un asentimiento de cabeza apenas perceptible que provocó un enorme estruendo de expectación.
El galo suspiró, decidido a que la muerte de Narcissus fuera por lo menos humana. Dio un golpecito al murmillo con el pie.
Narcissus abrió los ojos y encontró las fuerzas necesarias para alzar el brazo izquierdo. Poco a poco levantó el dedo índice.
Una petición de clemencia.
El público rugió para mostrar su desacuerdo e inundó el limitado espacio con su ruido animal.
César se levantó y escudriñó la arena, alzando los brazos con actitud autoritaria. Cuando la gente lo vio, las consignas y los silbidos cesaron. Un extraño silencio se apoderó del Foro Boario.
Las gradas de madera erigidas para la ocasión estaban a rebosar de plebeyos y modestos comerciantes, así como de los patricios que Julio César consideraba amigos.
Todos aguardaron bajo el influjo de la mente militar más brillante que Roma había visto desde hacía mucho tiempo. Desobedeciendo la norma que prohibía a los generales con ejércitos entrar en la ciudad, César había regresado, recién acabadas sus victoriosas campañas contra los helvecios y los belgas. Aunque aquello le había granjeado el favor del público, César estaba pagando caro el hecho de haber estado ausente de Roma tantos meses seguidos. A pesar de la labor de sus amigos y aliados, le resultaba difícil mantener su influencia en la ciudad. Aquella celebración era precisamente para mostrarse ante el público, codearse con los políticos y conservar el afecto del pueblo.
Según la tradición, los combates entre gladiadores sólo se celebraban para honrar la muerte de los ricos o famosos. Pero en los últimos treinta años, su enorme popularidad había llevado a los políticos y a quienes querían ocupar algún cargo relevante a celebrarlos con cualquier pretexto. A medida que la magnificencia de las contiendas iba en aumento, la necesidad de una arena permanente se hizo también mayor. En un intento desesperado por no perder el afecto del público, Pompeyo estaba financiando la construcción de un recinto fijo en el Campo de Marte, noticia que había alegrado enormemente a Memor y los demás lanistae.
—¡Pueblo de Roma! ¡Hoy un gladiador con más de treinta victorias ha sufrido una derrota! —César hizo una pausa teatral y se oyeron gritos de aprobación. Estaba claro que le agradaba haber elegido aquel luchador y tener dominado al público—. ¿Y quién ha vencido a Narcissus?
—¡Bren-nus! ¡Bren-nus! —Los esclavos tocaban los tambores al son de la cantinela—. ¡Bren-nus!
Sólo cabía un resultado.
El murmillo hizo un gesto tímido con la mano derecha.
—Hazlo rápido, hermano.
Las palabras apenas resultaron audibles por encima del griterío y del sonido hipnótico de los tambores.
—Te lo juro.
El vínculo entre gladiadores era fuerte, igual que lo había sido entre los guerreros de la tribu de Brennus.
César volvió a levantar los brazos.
—¿Debo ser clemente con el perdedor? —Observó la figura que estaba boca abajo en la arena, cuyo dedo seguía levantado.
Unos gritos de enfado se unieron al clamor. Los hombres de las gradas más cercanas al templo de Fortuna señalaron hacia abajo con el pulgar y el público copió el gesto rápidamente.
Un mar de pulgares señalaba hacia abajo.
César se dirigió a sus acompañantes.
—Los plebeyos exigen recompensa. —Esbozó una sonrisa con sus labios finos—. ¿Queréis que muera Narcissus?
Los ciudadanos gritaron de placer.
César recorrió la arena con la mirada poco a poco, y la tensión fue en aumento. A continuación, levantó la mano derecha con el pulgar en posición horizontal. Permaneció en esa posición varios segundos que se hicieron eternos.
La multitud contuvo el aliento.
De repente giró la mano y apuntó con él al suelo.
Los gritos que se oyeron sobrepasaron con creces los anteriores. Había llegado el momento de que el perdedor muriera.
—Levántate.
A Narcissus le costó ponerse de rodillas. La herida del hombro derecho empezó a sangrarle profusamente.
—Quítate el casco —Brennus bajó la voz—. Así el corte será limpio. Te mandaré directo al Elíseo.
El murmillo gimió al desprenderse del metal machacado. La nariz había quedado reducida a un amasijo de carne ensangrentada y tenía los pómulos hundidos. Era una herida atroz y quienes estaban mirando profirieron un grito ahogado de conmoción y placer.
—Ni Esculapio en persona podría curarte —dijo Brennus.
Narcissus asintió y miró a César.
—Los que van a morir, te saludan —masculló. El griego se golpeó el pecho con el puño cerrado y extendió el brazo izquierdo hacia delante, temblando.
El editor aceptó su rendición.
El silencio se apoderó del Foro.
Brennus retrocedió rápidamente y sujetó la empuñadura de la espada larga con ambas manos. Los músculos del pecho y de los brazos del galo se hincharon cuando realizó un giro desde la cadera. Le cercenó la cabeza al griego con un solo golpe limpio. Salió disparada y cayó con un golpe húmedo. La sangre manó a borbotones del cuello; el torso cayó al suelo, contrayéndose. La arena absorbió el líquido rojo y una mancha oscura se extendió alrededor del murmillo.
El público enloqueció.
César hizo un gesto.
—Que se acerque el vencedor.
Brennus se acercó lentamente a los nobles intentando no hacer caso del rugido de la muchedumbre. Era difícil resistirse a la adulación. El galo era guerrero y disfrutaba combatiendo. Le tiraron monedas, piezas de fruta e incluso un odre con vino. Se agachó para recoger el cuero y tomó un buen sorbo.
César sonreía sin tapujos.
—Otra gran victoria, poderoso Brennus.
El galo hizo una leve inclinación de cabeza y las trenzas sudorosas le cayeron sobre el pecho desnudo.
«¿A este viaje te referías, Ultan? ¿A acabar siendo un animal de feria para estos cabrones?»
—¡Un premio digno! —César alzó una pesada bolsa de cuero y la lanzó al aire.
—Gracias, gran César. —Brennus se inclinó más aún al tiempo que recogía la recompensa. Calculó el peso de la bolsa con la mano ensangrentada. Contenía mucho dinero, lo cual le hacía sentir todavía peor.
Detrás de él, el hombre que representaba a Caronte, el barquero que cruzaba la laguna Estigia, había entrado en la arena vestido de pies a cabeza de cuero negro y con una máscara cubriéndole la cara. Con un enorme martillo que le colgaba de una mano, se acercó a la cabeza de Narcissus mientras el público profería gritos de horror fingido. El martillo, con sangre y pelo apelmazado, se alzó en el aire. Balanceándolo hacia abajo, el barquero partió el cráneo de Narcissus como si fuera un huevo para demostrar que el murmillo estaba realmente muerto. Había llegado el momento de que el griego se trasladara al Hades.
Brennus apartó la mirada. Seguía creyendo que los hombres valerosos iban al Elíseo, el paraíso de los guerreros. El ritual romano en el que aparecía Caronte le resultaba asqueroso y había jurado que él no terminaría igual. Y la opción de que le dieran muerte, para acabar con el sufrimiento, iba totalmente en contra de su naturaleza. En lo más profundo de su ser, Brennus se aferraba a un atisbo de esperanza. Eso implicaba seguir matando hombres contra quienes no tenía nada, pero el pragmático guerrero se tomaba las contiendas como una forma de defender su vida. «Mata o te matarán», pensaba con amargura. Ir de caza con Brac, acostarse con su mujer y jugar con su hijo eran recuerdos muy lejanos. Le parecían casi irreales.
Intentó evocar una imagen del rostro de Ultan, el sonido de su voz. El druida nunca le había dicho nada de un viaje hacia aquello. Después de cinco años, era difícil no perder la fe en los dioses, en Belenus, que le había guiado desde la niñez.
Ultan le había hablado del destino que le aguardaba como de algo increíble. No podía ser aquello. El galo se reafirmó en su determinación haciendo caso omiso del ruido de la arena. No sabía cómo, pero escaparía del cautiverio.
«Soy el último alóbroge —pensó—. Me enfrentaré a la muerte como un hombre libre. Con una espada en la mano».
—¡Esfuérzate un poco! —El instructor sabía cómo animar a Romulus—. ¡Imagínate que es Gemellus!
El joven había estado a la altura de la ira y la sensación de promesa que le brillaba en los ojos cuando lo habían traído allí por primera vez. Cotta había visto entrar en la escuela a muchos esclavos, desgraciados cuya voluntad se quebraba bajo la disciplina férrea. Pero Romulus tenía una ira irrefrenable en su interior, avivada por el sentimiento de culpa por lo sucedido a Juba y a su familia.
Romulus cambió la forma de sujetar la empuñadura y golpeó el palus con fuerza. La espada y el escudo de madera pesaban mucho más que los de verdad. El brazo le dio una sacudida cuando el arma impactó en la gruesa estaca.
—Así está mejor. Hazlo otra vez. —Cotta esbozó una sonrisa—. Esta noche puedes descansar. —Se apartó para observar a otros dos gladiadores.
—Protegerse con el escudo. Lanzar una estocada. Retroceder. —Romulus repetía las palabras igual que hiciera con Juba hacía tan sólo unos meses.
Cada vez pensaba menos en el nubio. El duro régimen del ludas había apartado de la mente de Romulus prácticamente todo aquello que no fuera la supervivencia. Ya sólo rememoraba con facilidad los recuerdos más preciados de su madre y Fabiola. Eso y su sentimiento de culpa por el último día fatídico. Qué distinta habría sido la vida si no le hubiera pedido a Juba que le enseñara a usar la espada.
Llevaba la imagen de Gemellus grabada de forma indeleble en el alma.
—Espera. Observa. Gira. Corte de revés. —Romulus se dio la vuelta ágilmente y dio un tajo al palus mientras se imaginaba que el comerciante contraía agónicamente la cara en contacto con el puñal.
—Buen trabajo.
Su instructor era un ex mercenario capturado por los romanos hacía quince años. La formación militar le había ayudado a sobrevivir más tiempo que a la mayoría. Cuando al final le habían concedido la libertad, Cotta había decidido quedarse en el Ludus Magnus. Romulus se había quedado sobrecogido al escuchar la historia del último combate de Cotta. Superó a más de seis contrincantes, por lo que había sido una prueba de resistencia extraordinaria. El dictador Mario se había quedado tan impresionado que había liberado al secutor allí mismo.
Cotta, un esbelto libio de estatura mediana, seguía en forma aunque ya tenía más de cuarenta años y el brazo izquierdo medio paralizado, legado del día que había ganado el ruáis, la espada de madera que simbolizaba la libertad. Prácticamente todos los gladiadores del ludus le temían y respetaban. Incluso Memor se paraba a mirar alguna que otra vez cuando el veterano de pelo entrecano instruía a sus hombres.
—Me gustas desde que te marcaron con el hierro —reconoció Cotta—. La mayoría grita cuando nota el hierro.
Romulus miró las marcas rojas en relieve que tenía en la parte superior del brazo derecho: «L M.» Lo identificaban como propiedad del Ludus Magnus. El dolor del metal candente le había resultado casi insoportable pero, sin saber muy bien por qué, había conseguido no llorar e ignorar la agonía y el hedor a piel chamuscada. Al igual que su voto de obediencia, tal proceso había sido una prueba de valentía decisiva.
—Algo me impulsó a elegirte —reconoció el viejo gladiador, convencido—. Tienes cualidades que te distinguen de la chusma habitual.
Romulus tenía suerte de contar con Cotta, de entrenarse como secutor bien armado. Tenía muchísimas más posibilidades de sobrevivir que un reciario inferior, la función más probable para un jovencito de trece años. A su llegada al ludus, los hombres eran seleccionados para ser un tipo de gladiador u otro dependiendo de su corpulencia, su fuerza y su habilidad con las armas. Pocos hubieran sabido ver el potencial suficiente en Romulus. Los hombres tenían que entrenar duro durante varios meses para llegar a ser gladiadores decentes, preparados para el combate. Dedicó en silencio una oración de agradecimiento a Júpiter y le prometió hacerle una ofrenda más adelante en el altar de su celda.
—Memor quiere que estés listo en un mes. Tienes muchas posibilidades si sigues entrenando así. —Cotta señaló con el pulgar al grupo de reciarios que había en el extremo opuesto del patio—. Probablemente te enfrente a un reciario. Y no será novato. —Guiñó el ojo—. Eso sería demasiado fácil para ti. Para el público tiene más aliciente ver a un secutor novato luchando contra un viejo reciario astuto.
Romulus redobló sus esfuerzos con el palus, astillándolo con cada golpe. Sabía que el libio autodidacta pasaba más tiempo con él que con el resto de los gladiadores. Como había advertido la sed de conocimiento de Romulus, Cotta también le enseñaba tácticas militares de forma regular. Le resultaba sumamente reconfortante enterarse de los detalles de batallas como la de Cannas, en la que Aníbal aniquiló ocho legiones romanas, y la de las Termopilas, en la que trescientos espartanos habían repelido a un millón de persas. También le contaba historias más recientes, relatos estremecedores sobre las increíbles victorias de César contra las tribus galas. Romulus ya estaba al corriente de los elementos básicos del arte de la guerra y sabía que las mentes privilegiadas eran capaces de superar contratiempos abrumadores. Si bien su cuerpo estaba encerrado entre las cuatro paredes del ludus, su mente, alentada por las clases de Cotta, viajaba mucho más allá. Más que nunca, deseaba ser libre.
—Estaré preparado, maestro Cotta —murmuró—. Lo juro.
El viejo gladiador sonrió alejándose y dando instrucciones a gritos.
Tras cinco meses de ejercicio intensivo, Romulus tenía el cuerpo muy musculoso y se había dejado largo el pelo negro. Se lo sujetaba con una fina cinta de cuero que le dejaba al descubierto el rostro moreno. El muchacho se estaba convirtiendo en un apuesto joven. Ya era tan alto y rápido como algunos gladiadores, a pesar de carecer de experiencia en el combate.
Cuando por fin Cotta le permitió dejarlo, a Romulus le ardían los brazos. Dejó caer el escudo a un lado por el cansancio y se marchó fatigosamente de la zona de entrenamiento.
Tres de los cuatro laterales del edificio cuadrado estaban destinados a las celdas que alojaban a los instructores y luchadores, mientras que la cuarta albergaba las termas, las cocinas, el depósito de cadáveres y el arsenal. En la segunda planta se encontraban las oficinas, la enfermería y los lujosos aposentos de Memor. Aparte de las prostitutas y los clientes ricos, pocas personas habían pisado los dominios del lanista.
La diminuta habitación que compartía con otros tres gladiadores estaba a tan sólo doce pasos. Apenas había espacio en ella para las camas y un altar para los dioses. Sextus era el recluso más amable, un español duro y bajito de pocas palabras. Lentulus, un godo con dos años de experiencia y un genio de mil demonios, era de una edad similar a la suya. El último era Gaius, un reciario de espalda ancha y poco cerebro cuyas flatulencias eran el tema de conversación principal de la celda.
Por suerte, a los compañeros de celda de Romulus no les atraían los jovencitos y había podido dormir tranquilo desde su llegada. A juzgar por las miradas que le dedicaban otros luchadores, Romulus sabía que lo violarían si conseguían acorralarlo algún día. Ya había tenido la suerte de escapar en varias ocasiones. Ponía especial cuidado en no ir a la zona de los baños solo y siempre llevaba una daga afilada en el cinturón. Aunque Memor no permitía que hubiera espadas o armas mayores en las celdas, los puñales estaban permitidos. Los arqueros del lanista no tenían nada que temer.
La humedad corría por las paredes de la habitación, muy poco iluminada. Cualquiera que durmiera junto a ellas tenía la cama constantemente mojada. Y como él había sido el último en llegar, le había tocado el peor catre. Aceptó su destino en silencio pues sabía que formaba parte del ritual de integración. Cada mañana sacaba diligentemente su lecho de paja al exterior para que se secara mientras los otros se reían. Por la noche lo metía en la celda.
Romulus cargó con el pesado lecho que estaba junto a la puerta y se paró. Entró después de respirar hondo.
—¡Sigues siendo un blandengue, chico!
—¡Demasiado acostumbrado a la buena vida!
Romulus se sonrojó. Las bromas contenían parte de razón. La vida en el ludus era mucho más dura que al servicio de Gemellus. Dejó caer el lecho sobre las burdas tablillas que le servían de somier.
—Ya verás cuando llegue el invierno —se burló Lentulus—. ¡Entonces sí que te enterarás de lo penoso que es ese rincón!
A Romulus le desagradaba el joven godo, bajo y robusto, que siempre buscaba la forma de hostigarlo. De repente, harto de las constantes pullas, Romulus le plantó cara.
—Pues a lo mejor me cojo tu cama.
Gaius lo miró con recelo.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —Lentulus se echó a reír—. ¿Clavándome esa mierda de espada?
El reciario se rió burlonamente.
Lentulus se tumbó en la cama y se puso a escarbarse los dientes podridos con una astilla.
Romulus cogió la daga.
—Vas a ver lo que es bueno —dijo lentamente.
El godo se puso tenso y recogió algo del suelo con la mano. El hierro chirrió en la piedra cuando deslizó el gladius que tenía escondido debajo de la cama.
Romulus sintió una oleada de adrenalina mezclada con miedo. «Mejor será enzarzarse en una pelea en el patio, no en un sitio tan cerrado». Y cuando tuviera algo más que un puñal o una espada de madera con lo que luchar. La suya estaba cerrada bajo llave con el resto, en el arsenal. A treinta pasos y toda una vida de distancia. Quizás había sido un error replicarle.
Lentulus se dispuso a incorporarse con el gladius encima de las rodillas.
—Tranquilo, Lentulus —dijo una voz conocida—. Todos estamos cansados y hambrientos.
Romulus miró agradecido a Sextus.
El pequeño español era uno de los gladiadores más temidos del ludus, con una habilidad feroz en el manejo del hacha. La especialidad del scissores era abatir a los hombres débiles y heridos en la arena.
Lentulus calló porque no le apetecía ganarse la hostilidad de Sextus, pero Romulus sabía que acabaría llegando a las manos con el malévolo godo: sólo era cuestión de tiempo. Y el scissores no siempre estaría presente para calmar las aguas. Tarde o temprano tendría que enfrentarse a Lentulus. La idea llenó a Romulus de una mezcla de temor y emoción. Aparte de tener cinco o seis años menos, era mucho más bajo que el secutor, que había salido ileso de media docena de combates individuales, trayectoria respetable para cualquier gladiador.
El sonido metálico del gong anunció la cena.
Sextus sonrió y se levantó.
—Hora de comer.
Lentulus hizo el gesto de apuñalar y a Romulus no se le escapó.
Se miraron con furia, negándose los dos a apartar la mirada.
—Es la hora de la cena —repitió el scissores.
Romulus tomó su escudilla y salió precipitadamente dejando que Sextus se colocara entre él y Lentulus. La próxima vez tendría más cuidado. Dejó de pensar en el asunto porque le sonaban las tripas.
—¡Sigue frotando!
El unctor vertió más gotas de aceite aromático en la ancha espalda del galo y le masajeó los músculos con manos expertas.
Brennus yacía desnudo en una mesa de madera, disfrutando del masaje. Memor cuidaba a los gladiadores más famosos y les concedía privilegios con los que los demás sólo podían soñar. Cuando el unctor terminara, disfrutaría de un largo baño, seguido de un ágape preparado por Astoria, su mujer.
—Hoy has matado al murmillo demasiado rápido. Tardé meses en organizar el dichoso combate.
Brennus abrió los ojos y vio que Memor había entrado en la sala.
—Pues parece que al público le ha gustado —contestó, como si tal cosa.
—Es caprichoso —comentó el lanista—. ¿Cuántas veces te he dicho que alargues las luchas lo máximo posible?
Hacía años que a Memor le fastidiaba la costumbre del galo de despachar rápido a los hombres. Pero a pesar del modus operandi poco ortodoxo de Brennus, la gente había acabado adorándole, lo cual fastidiaba todavía más al lanista. No estaba dispuesto a hacer sufrir a los hombres y Memor lo sabía.
Brennus gruñó cuando el unctor le encontró un nódulo en un hombro.
—¡Presta atención, maldita sea!
El galo cerró los ojos.
—Te he oído.
Aquella falta de respeto hizo que Memor se sonrojara.
—¡Sigues siendo mi esclavo! —Tocó la marca de Brennus en la pantorrilla izquierda—. ¡No lo olvides!
Brennus alzó la mirada.
—La próxima vez mataré lentamente. ¿Estás contento?
Nervioso, el unctor interrumpió el masaje.
—¿Te he dicho que pares?
El otro enseguida volvió a masajearlo.
—A ver si es verdad. —Memor no pensaba castigar a su mejor luchador de forma severa. El galo valía demasiado dinero. Pero los muchos años de trato con los gladiadores habían convertido al lanista en un hombre muy astuto—. Y así no le pasará nada a esa puta que tienes —añadió, casi como si se le acabara de ocurrir.
El unctor se quedó consternado cuando Brennus saltó de la mesa. El frasco de aceite salió disparado y se hizo añicos en el suelo. Pisando las esquirlas, el hombretón desnudo cerró los puños y se acercó airado a Memor. Cinco años antes no había tenido la oportunidad de defender a su esposa. No permitiría que le volviera a ocurrir.
El lanista retrocedió varios pasos precipitadamente.
—¡Oye, pedazo de mierda romana! —El rostro de Brennus estaba a dos centímetros de su cara—. ¡Si le tocas un pelo a Astoria, te comerás tus cojones antes de que te arranque el corazón!
Memor no se inmutó.
—Tú y tus amigos no podéis vigilar a Astoria constantemente. —Se encogió de hombros con aire de disculpa—. Podría sufrir un accidente desagradable. Es muy fácil, ¿sabes? Un carro que se descontrola por la calle. Un ladrón que la acuchilla en un callejón.
Brennus apretó los dientes de rabia; sabía de sobra que la bella nubia no podía disfrutar de su protección constante.
—Muy bien, mi amo. —Las palabras estuvieron a punto de atragantársele—. La próxima vez lucharé mejor. Más despacio.
Memor sonrió.
—¿Dónde está el portamonedas de César?
Brennus señaló la ropa que había junto a la mesa. El lanista vació más de la mitad de las monedas en una bolsita de cuero.
—Quedan muchas… para un esclavo. —Memor esparció el resto por el suelo. Se marchó, contento de haber metido en cintura al galo.
Brennus subió al banco con resignación y le hizo un gesto al unctor para que continuara.
Antes de enamorarse de Astoria, la vida en el ludus había sido sencilla. Salvo mediante amenazas de tortura o muerte, no había demasiadas formas de controlar a Brennus. No temía a nadie y el lanista lo sabía. Los treinta latigazos recibidos poco después de su llegada habían hecho que el galo se riera de Memor en la cara. Desde que los romanos mataran a toda su tribu, no le importaba si vivía o moría. Se sentía completamente vacío. Había perdido para siempre a Brac, a su mujer y a su hijo. Las personas a las que Brennus había jurado proteger estaban muertas por su culpa. Las predicciones de Ultan se habían quedado en nada.
Aquello no le daba motivos para vivir.
Al comienzo Brennus había intentado por todos los medios encontrar la muerte, pero siempre se le había escapado. Nadie vencía al galo en un combate y había matado con su espada a docenas de contrincantes. Se había hecho rico con las recompensas que le prodigaban los editores, los hombres prominentes como Julio César que organizaban los juegos que se estaban convirtiendo en un elemento habitual de la vida en Roma.
Pero lo que Brennus quería no era dinero ni quitar la vida a otros hombres. Podría haber huido del ludus y pasar a ser un fugitivo; incluso una existencia de proscrito hubiera sido mejor que aquello. Lo que le había impedido hacerlo había sido el sorprendente mensaje que le había dado hacía tres años el viejo augur que practicaba su oficio en el exterior del Ludus Magnus. Memor toleraba las visitas del adivino en la escuela porque sabía que hacía felices a sus hombres. Pero Brennus había visto en numerosas ocasiones a gladiadores que pagaban para escuchar buenos augurios y luego morían en la arena como para dar demasiada importancia a las profecías del anciano. Era un charlatán.
Al final, un murmillo amigo le había pagado una adivinación a Brennus. Como estaba aburrido, el galo se había prestado a la farsa. Al sentarse Brennus frente a él, el augur le sonrió. Metió la mano en la cesta que tenía al lado, sacó una gallina y le cortó rápidamente el pescuezo. Luego, guardando un extraño silencio, el anciano observó las entrañas con detenimiento.
El galo esperó, sorprendido de que no le prometiera la victoria contra una tropa entera de gladiadores.
—Lo has perdido todo.
Aquellas palabras melodramáticas divirtieron a Brennus. Lo había perdido todo al igual que los demás luchadores del ludus. La mayoría eran hombres libres a los que habían esclavizado.
El augur prosiguió antes de que él pudiera impedírselo.
—Todavía te espera un largo viaje.
Desconcertado, Brennus contuvo la respiración.
—Un viaje más largo del que jamás ha emprendido uno de los tuyos. —El anciano parecía tan sorprendido como el galo por lo que estaba viendo. Pero su interpretación fue la misma en cada adivinación a partir de entonces.
Había dado un poco de esperanza a Brennus.
Intentó mantenerse aislado, pero a los hombres les gustaba su personalidad afable. En el duro ambiente del ludus, la predisposición del galo a enseñar a otros y compartir trucos útiles para el combate resultaba inusual. Aunque su condición de estrella provocaba celos en algunos, muchos gladiadores lo consideraban un amigo. Y el año anterior, alentado por el recuerdo de Conall salvándole la vida, Brennus incluso había rescatado a Sextus, uno de los scissores, de un combate en masa desequilibrado. A partir de entonces Brennus se había convertido en una de las figuras más apreciadas del ludus, aunque él no confiara en nadie.
La situación había cambiado con la llegada de Astoria a la cocina, hacía cinco meses. Brennus enseguida se había fijado en su belleza y compostura. Había estado con muchas mujeres desde la muerte de Liath, pues la necesidad física había podido más que el dolor. Primero había pagado a prostitutas con sus ganancias y luego se había beneficiado de las ricas matronas que acudían en masa al ludus. El renombre de los mejores luchadores atraía a las nobles como moscas a la miel. Entre los ricos se consideraba normal buscar el placer en aquellos a quienes se podía ver morir. Mientras que sus compañeros se deleitaban con tales atenciones, ninguna mujer había interesado realmente a Brennus hasta que vio a Astoria y quedó embelesado por las curvas de su cuerpo de ébano, apenas cubierto por un vestido andrajoso.
Brennus enseguida reclamó a la nubia para sí, lo cual puso de manifiesto una debilidad en su armadura emocional. La reputación del galo era tal que nadie se atrevía a tocar a Astoria, y los hombres se limitaban a hacer comentarios procaces. Pero la presencia de la mujer suscitaba unos celos intensos en un grupo reducido de luchadores menos exitosos. Y tras las amenazas de Memor, Brennus temía más por la seguridad de Astoria que por la suya propia. Hizo una mueca. Tal vez un buen baño le ayudara a olvidar las amenazas del lanista.
—Ya es suficiente.
El unctor se apartó rápidamente.
Brennus llenó otra vez el portamonedas, le lanzó una pieza y entró desnudo en el frigidarium, que albergaba una enorme piscina. El agua estaba tan fría que tuvo escalofríos. El galo cerró los ojos y sumergió la cabeza por completo para refrescarse antes de pasar al calor de la sala contigua.
Cuando se hubo bañado en el tepidarium[10] el esclavo que allí servía le aplicó aceite en la piel y luego se la limpió con un estrígil de hierro. Al pasar al caldarium[11] Brennus se entretuvo en el ambiente lleno de vapor y compartió esa calidez con el resto de los mejores gladiadores. La conversación iba espaciándose a medida que los hombres se relajaban y disfrutaban del intenso calor que irradiaban los ladrillos huecos de las paredes y el suelo. La corriente continua de aire caliente procedente del horno situado bajo el pavimento garantizaba que la temperatura se mantuviera constante.
Poco después, Brennus salió de mejor humor de las termas. Atardecía y, desde el otro lado del patio, vio la puerta de su celda entornada. Advirtió el parpadeo de unas luces procedentes de las velas que Astoria había encendido. Sonrió ante la expectativa de encontrársela desnuda.
Un grito femenino atravesó el aire.
Fue ahogado de inmediato.
Brennus cruzó el patio a toda velocidad y la toalla con la que se había secado se le cayó al suelo sin que se diera cuenta. Abrió la puerta de par en par y se encontró con cuatro de los hombres con los que peor se llevaba. Sus temores se habían cumplido. Desde la rebelión de Espartaco, sólo se permitía tener armas en las habitaciones a los gladiadores famosos. En ausencia de Brennus, al grupo le había costado poco neutralizar a Astoria y hacerse con algunas.
Dos de ellos blandían espadas con actitud amenazadora contra el galo mientras los otros dos estaban sentados en la cama manoseando a Astoria como pulpos. A la nubia ya le habían arrancado el vestido y ella intentaba en vano taparse con las manos. Mientras la mujer gimoteaba, Brennus notó la marca que se le estaba hinchando en la mejilla.
Brennus estaba fuera de sí.
—Los fulanos y Lentulus —dijo con desprecio. El resto de sus armas se encontraba en la otra punta de la habitación.
—¡No te acerques más! —A Titus le temblaba la voz aunque el galo iba desarmado.
Los tres murmillones eran inseparables. Titus y Curtius eran hermanos, matones que habían trabajado en los collegia para Clodio. Habían sido vendidos al ludus después de que la banda que lideraban violara a una rica matrona. Todavía existían algunos crímenes que los magistrados no toleraban. Flavus era un individuo bajito y antipático con el que se había entrenado la pareja. Incorporados a un grupo de combate en la arena poco después de llegar, les había parecido útil luchar en trío. Desde aquel día, los murmillones habían vivido, entrenado y dormido juntos. Apenas se separaban. Aquello les había valido la reputación de hacer algo más que compartir cama.
—¿Qué estás haciendo con esta chusma? —Se acercó a Lentulus, el cuarto intruso.
El godo tragó saliva y retrocedió sin dejar de apuntar con la espada a Brennus.
El fornido galo sonrió con frialdad.
—Marchaos ahora y seré benévolo. No mataré a nadie.
Inseguro, Lentulus miró a Titus, el cabecilla.
—¡No dice más que gilipolleces! —replicó el murmillo—. Piensa en la mujer. Ahora te tocaría a ti.
Lentulus contempló el cuerpo desnudo de la nubia con expresión lujuriosa. Curtius le hizo una señal de aprobación con la cabeza y metió la mano en la entrepierna de Astoria. Se rió burlonamente y se chupó varios dedos.
—Sabe dulce, Lentulus.
—¡Mantenedlo ahí, chicos! —Flavus también se echó a reír. La erección que tenía resultaba visible debajo del taparrabos—. Con esta zorra será rápido.
Lentulus seguía mirando fascinado la entrepierna de Astoria.
Aprovechando el único momento para actuar, Brennus se abalanzó hacia delante y asestó un fuerte puñetazo a Lentulus en un lado de la cabeza. El godo se desplomó y la espada se le cayó al suelo. Antes de que Brennus tuviera tiempo de recogerla, Titus le embistió. Desesperado el galo se apartó, pero la hoja le hizo un corte largo y superficial en el pecho.
A la siguiente embestida, Brennus bloqueó el hierro afilado con la mano izquierda. Sin prestar atención al dolor, empuñó el gladius con tal fuerza que Titus fue incapaz de arrebatárselo. Con la derecha, el galo agarró al murmillo por el cuello y empezó a estrangularlo.
A Titus se le hincharon los ojos de terror y soltó la espada mientras intentaba frenéticamente liberarse de la poderosa mano de Brennus. Fue en vano. En cuestión de segundos, al murmillo se le amorató la cara; la lengua le salía de la boca en un gesto de desesperación. Brennus apretó todavía más e hizo una mueca cuando el cartílago se partió.
Curtius dio un salto al ver que su hermano tenía dificultades para respirar.
—¡Retén a la chica! —gritó a Flavus, cruzando la habitación con el arma preparada.
El siniestro murmillo obedeció rápidamente y casi estranguló a Astoria.
Brennus dejó caer el cuerpo inerte al suelo y se pasó suavemente la empuñadura de la espada a la mano buena. El corte era profundo y le sangraba, pero el desnudo galo estaba hecho una furia. Se acercó, gladius en mano.
—¿No bastan cuatro para vencerme? ¡Panda de inútiles!
—¡Cabrón! —Consternado, Curtius atacaba a Brennus a lo loco y el galo esquivaba todas las estocadas.
Brennus se inclinó hacia delante y clavó la hoja en el pecho desprotegido del murmillo. El galo sonrió cuando el impulso del propio Curtius hizo que la espada se le clavara todavía más.
Al morir, el murmillo abrió unos ojos como platos.
Brennus apoyó su mano enorme en el pecho de Curtius y lo empujó hacia atrás. Cuando el metal afilado se desprendió, con un sonido de succión el aire entró en la cavidad torácica. El cuerpo de Curtius cayó inerte y sangrante en el suelo arenoso.
—Tu amigo me ha ensuciado la habitación. —Brennus empleó un tono casi afable cuando se acercó a Flavus.
—Si te acercas un paso más le corto el cuello a esta zorra. —Flavus miraba enloquecido hacia todas partes, pero el extremo de su daga seguía pegado a la mandíbula de Astoria.
Brennus se dio cuenta de que el murmillo no mentía.
—Suéltala.
—¿Para que me mates a mí también? —Flavus pinchó a Astoria con la punta. Una gruesa gota de sangre corrió por la piel negra y aterciopelada—. ¡Ni lo sueñes!
Brennus dejó que el murmillo se le acercara lentamente mientras empujaba por delante a la chica.
—Tú primero —gritó Flavus—. Fuera.
El galo dio un paso atrás y trató de no perder el equilibrio en la superficie ensangrentada.
El patio semioscuro estaba lleno de gladiadores curiosos, atraídos por los gritos de Astoria y los sonidos propios de una pelea. El parpadeo de las lámparas de aceite iluminaba la escena.
Romulus estaba en una zona de penumbra, cerca de la puerta de la celda. A diferencia de los demás, tenía cierta idea sobre quién había agredido a la nubia. Hacía tiempo que Lentulus se entrenaba con los murmillones y se jactaba de que violaría a Astoria. Había supuesto que no eran más que habladurías, pero parecía que el godo había cumplido su palabra.
Romulus había visto a Brennus muchas veces desde que llegara al ludus, pero nunca había hablado con él. El gran galo y Astoria parecían amables y, por supuesto, no le inspiraban el odio que sentía al pensar en Lentulus. Apretó los puños y rezó para que no los hubieran matado.
Se sintió aliviado cuando Brennus apareció en cueros, herido y sangrando. Iba seguido de Flavus, que sujetaba a Astoria por el cuello.
—¡Ayudadme a matar al galo! —El murmillo miró concentrado hacia la oscuridad esperando que algunos gladiadores acudieran en su ayuda—. ¡Todos podremos tirarnos a su puta!
—Al primero que se acerque le corto el cuello —dijo Brennus tan tranquilo.
Nadie se movió. Según las normas tácitas del ludus, los enfrentamientos de ese tipo tenían que resolverlos los implicados.
Flavus llamó a dos luchadores con voz temblorosa.
—¡Figulus! ¡Gallus! ¡Luchad conmigo! —Los dos hombres se movieron inquietos; la atractiva nubia los tentaba bastante. Hacía meses que no estaban con una mujer, pero la imagen de Brennus con una espada ensangrentada los indujo a desistir.
Astoria sollozaba en silencio.
A Romulus le palpitaba el corazón en el pecho. A pesar del escándalo, Memor todavía no había aparecido. ¿Debía intervenir? Tardó sólo unos instantes en decidirse. La propuesta de violar en grupo a la chica le había repugnado. Velvinna nunca había revelado las circunstancias exactas de su concepción, pero las había insinuado. Y el comerciante había abusado de ella noche tras noche. En opinión de Romulus, la violación era un crimen de la peor índole.
Se acercó a Flavus de puntillas, por detrás, y le quitó discretamente la daga del cinturón. Nadie le vio. La ira dio paso a la repugnancia cuando se colocó furtivamente a una distancia desde la que podía atacar. Flavus era igual que quienes habían violado a su madre. Un noble anónimo. Gemellus.
«Cabrones asquerosos».
El murmillo no se había dado cuenta de nada y seguía suplicando a Figulus y Gallus que le ayudaran.
Romulus respiró hondo y se le pusieron blancos los nudillos. Se acercó más y agarró a Flavus por el hombro izquierdo con fuerza. Le atravesó la túnica con la hoja para hacerle un corte en la piel.
—¡Suelta a la chica!
Flavus se quedó paralizado.
—Suéltala —susurró.
—¿Romulus? —preguntó el murmillo con incredulidad—. Esto no tiene nada que ver contigo. Lárgate antes de que acabe matando a esta zorra. —Pinchó a Astoria con el puñal y ella gritó.
Brennus dio un paso adelante.
—¡Quédate donde estás! —vociferó Flavus.
El galo retrocedió mirándolo con furia.
Romulus se notaba el pulso en las sienes mientras contemplaba el dramatismo de la escena protagonizada por Brennus y el círculo de gladiadores. Todos los ojos estaban fijos en ellos. Astoria temblaba de miedo delante de Flavus.
—Te daré otra oportunidad.
—Esto es un asunto de hombres —le espetó Flavus—. Márchate antes de que salgas malparado. Muy malparado.
Romulus no contemplaba la opción de echarse atrás. No tenía otra opción. «Apuñala lo más arriba posible, bajo la caja torácica —Romulus recordaba el consejo de Cotta—. Corta el hígado, siempre es mortal».
Con un movimiento rápido, Romulus le clavó la daga a Flavus en el costado derecho, retorciéndola al penetrar en la carne. El murmillo gritó al notar la cuchillada y soltó a Astoria, que corrió hacia Brennus llorando. Romulus extrajo la hoja y Flavus se tambaleó con los ojos vidriosos. Una gran zona de la túnica enrojeció al empaparse de sangre.
La expresión de Flavus era de absoluta incredulidad.
Sin mediar palabra, Romulus le asestó otra puñalada en el pecho y retrocedió cuando el murmillo se desplomaba, desprovisto de toda energía. Dio unas cuantas sacudidas antes de quedarse quieto.
Romulus observó fascinado al primer hombre al que mataba. Luego se le revolvió el estómago y le flaquearon las piernas.
—Te estoy muy agradecido.
Romulus notó la imponente presencia de Brennus. Asintió y reprimió las ganas de vomitar que tenía.
Fue entonces cuando Lentulus salió de la celda, aturdido pero espada en mano. Vio a Romulus de pie junto al cuerpo de Flavus y profirió un grito de rabia. Alzó el arma con mano temblorosa y avanzó hacia ellos.
Romulus se agachó instintivamente para recoger el puñal.
—¡Quietos! —gritó Memor—. ¡El que se mueva es hombre muerto!
Todos se quedaron inmóviles cuando el lanista se abrió camino para situarse ante Brennus. Iba flanqueado de seis guardas con los arcos tensados.
—¿Pensabas cargarte a todos los hombres del ludus o qué?
—¿Qué querías que hiciese? —Brennus miró al godo, que era el único superviviente, con el ceño fruncido—. Esos cabrones iban a violar a Astoria.
Memor resopló.
—¿Y cuántos hombres han muerto por culpa de esa puta negra?
—Tres. —Lentulus se frotó la sien que el puñetazo del galo le había dejado dolorida.
—¿Tres? —chilló el lanista.
—Curtius, Titus y Flavus.
Memor abrió la boca y la cerró a continuación. Aquellos murmillones habían sido luchadores profesionales.
—El que toque a mi mujer es hombre muerto —declaró Brennus.
—Si le tocas un pelo a otro hombre, haré que te crucifiquen. —Memor estaba rojo de ira—. ¡Eres el mejor gladiador que tengo pero sigues siendo un puñetero esclavo!
El galo cerró el puño alrededor de la empuñadura de la espada.
Memor hizo un gesto rápido. Los arqueros echaron el tronco hacia atrás, apuntando las flechas con punta de hierro al corazón de Brennus.
Astoria gritó.
Brennus dejó caer la mano a un lado.
—No pienso suicidarme para complacerte.
—Entonces es que te queda algo de cerebro —replicó Memor con la voz tensa de ira—. Tengo una buena idea. —Señaló a Romulus y a Lentulus—. Parece ser que estos dos no se llevan muy bien que digamos. Más vale que zanjen sus diferencias. Mañana al amanecer. Un duelo a muerte. Aquí mismo, en el patio.
Los dos hombres se miraron de hito en hito.
Lentulus repitió el gesto de apuñalar. Romulus carraspeó y escupió. El godo hizo ademán de abalanzarse sobre él, pero se detuvo.
—Adelante —dijo Memor—. Es probable que uno de los arqueros falle, pero a esta distancia los cuatro restantes…
Lentulus hizo una mueca y envainó la espada. Satisfecho de haber vencido en la confrontación, Romulus se dio media vuelta.
Por la mañana quizá fuera distinto.
—Maldito pedazo de toro. —El lanista observó a Brennus—. Se han acabado las salidas a la ciudad hasta nuevo aviso. Y también se te prohíbe entrar en las termas.
El galo se encogió de hombros. Esperó por si no había acabado.
Memor meneó la cabeza para despedirlo.
—Lárgate, antes de que se me ocurra un castigo mejor.
Brennus obedeció. Memor y sus amenazas no le preocupaban lo más mínimo. Astoria sí que le tenía preocupado. La oferta de Flavus había interesado a demasiados hombres.