Nueve años después… Galia Transalpina, 61 a.C.
—¡Lanza, antes de que nos vea!
—Está muy lejos. —El guerrero galo miró a su primo, más joven, y sonrió—. Por lo menos a cien pasos —susurró.
—Puedes hacerlo. —Brac sujetaba los dos perros de caza y los acariciaba para evitar que aullaran.
Brennus hizo una mueca y volvió a mirar el ciervo que estaba entre los árboles. Su poderoso arco ya estaba a medio tensar, con la flecha de pluma de ganso en la cuerda. Habían subido el último tramo a cuatro patas y descansado detrás de un enorme tronco caído. Gracias al aire fresco que soplaba en la dirección contraria, el animal no había advertido la presencia de los hombres.
La pareja se había pasado toda la mañana siguiendo el rastro; el olfato de los perros los había guiado por la espesa maleza característica del verano. El ciervo se había movido a sus anchas, mordisqueando hojas de las ramas bajas, y se había parado a beber un poco de agua de lluvia que había quedado retenida en las raíces retorcidas y nudosas de un viejo roble.
«Que Belenus guíe mi flecha», pensó Brennus.
Tensando al máximo la cuerda de tripa, cerró un ojo y apuntó. Hacía falta una fuerza tremenda para mantener el arco totalmente tensado, pero el extremo afilado de la flecha permaneció firme como una roca. El galo soltó el asta con una exhalación. La flecha voló recta y certera hasta clavarse en el pecho del ciervo con un sonido seco.
La presa cayó al suelo.
Brac dio un golpecito a Brennus en el hombro.
—¡Le has dado en el corazón! Has evitado que la persecución fuera larga.
Los dos hombres caminaron a zancadas entre los árboles, pasando prácticamente desapercibidos gracias a las camisas de tela marrón y los pantalones verdes. Brac era alto y tenía unas piernas fuertes, pero su primo era más alto todavía. El rostro del hombretón era ancho y alegre, dominado por una nariz maltrecha. Siguiendo las costumbres de su tribu, los alóbroges, llevaban el pelo rubio trenzado y sujeto con cintas de tela. Ambos guerreros iban armados con arcos y lanzas largas para cazar. También llevaban una daga colgada del cinturón de piel.
Al ciervo se le habían empezado a velar los ojos. Con unos cuantos cortes certeros del puñal, Brennus soltó la flecha y limpió el extremo en un poco de musgo cercano. La introdujo de nuevo en la aljaba y musitó otra oración para Belenus, su deidad preferida.
—No va a volver al campamento sólito. Corta ese pimpollo.
Ataron las patas a una rama robusta con cintas de cuero que Brennus llevaba en un saquito. La pareja levantó a la bestia muerta no sin esfuerzo. La cabeza se le movía arriba y abajo con el movimiento. Los perros gruñían de emoción y lamían la sangre que caía ininterrumpidamente de la herida del pecho.
—¿Cuántos más necesitamos?
—Uno, quizá dos. Tendremos carne suficiente para ambas familias. —Brennus cambió ligeramente el peso de sitio en el hombro y sonrió al pensar en su mujer Liath y su hijo recién nacido.
—Más de la que tendrán los idiotas del pueblo.
—No tienen tiempo de cazar —repuso Brac—. Caradoc dice que los dioses cuidarán de nosotros cuando los romanos sean derrotados.
—Viejo tonto —musitó Brennus, aunque al instante lamentó tal falta de control. No solía expresar esa clase de opiniones.
Brac se escandalizó.
—¡Caradoc es el jefe del clan!
—No digo que no, pero mi familia necesita comida para el invierno. Cuando tengan la suficiente, me uniré a la rebelión. No antes. —Brennus miró fijamente a Brac, que apenas tenía edad para afeitarse.
—Entonces díselo.
—Caradoc ya se dará cuenta a su debido tiempo. —La falta de dos lanzas resultaba suficientemente reveladora. Brennus tendría que justificar su ausencia cuando regresaran.
—De todos modos, tú deberías ser el cabecilla de la tribu —declaró Brac.
Brennus suspiró. Últimamente ya se lo habían propuesto demasiadas veces. Muchos guerreros tenían muchas ganas de que retara al envejecido Caradoc, jefe desde hacía casi veinte años.
—No me gusta dirigir hombres, primo. A no ser en el campo de batalla, y eso debería evitarse en la medida de lo posible. Negociar no se me da bien. —Encogió los anchos hombros—. Prefiero estar por ahí cazando o con mi mujer que zanjando diferencias.
—Si hubieras encabezado la lucha el año pasado, los romanos no habrían vuelto. —El rostro de Brac denotaba una fe ciega en él—. ¡Los habrías aplastado por completo!
—No es que Caradoc sea amigo mío —gruñó Brennus—, pero es un gran líder. Nadie lo haría mejor que él.
Brac se quedó callado porque no deseaba seguir discutiendo. El joven adoraba a su primo. Ese era el motivo por el que no estaba en el pueblo preparándose para la guerra.
—Caradoc dice que ninguno saldrá con vida de nuestra tierra —se atrevió a decir Brac con expresión ávida.
El hombretón se sintió mal por su arrebato.
—Quedarán muchos para nosotros —dijo para tranquilizarlo—. Los exploradores dijeron que hay miles en el valle siguiente.
—¿No serán demasiados?
Brennus se echó a reír.
—Nadie vence a los alóbroges. ¡Somos la tribu más valiente de toda la Galia!
Brac sonrió feliz.
Brennus sabía que sus palabras eran huecas. Harto de promesas incumplidas, el verano anterior Caradoc había acabado enfrentando a la tribu contra los señores romanos para protestar por los nuevos tributos abusivos. Los esfuerzos iniciales para obtener justicia negociando habían resultado un fracaso absoluto. Roma sólo entendía el idioma de la guerra. Y, sorprendentemente, la primera campaña había tenido éxito y habían expulsado a las legiones de la tierra de los alóbroges.
Pero el precio de la victoria había sido alto.
La mitad de los guerreros habían muerto o resultado heridos. Si bien los galos no contaban con la posibilidad de reemplazar a sus muertos, los romanos parecían tener una reserva inagotable a la que recurrir. Apenas dos meses después de la derrota, la caballería republicana había empezado a hacer incursiones en los asentamientos más remotos. La llegada del mal tiempo era lo único que había interrumpido la oleada de salvajes represalias.
Brennus pronto se dio cuenta de que su pueblo sería derrotado, aplastado y esclavizado, al igual que todas las tribus que habían vivido por allí cerca. No quedaban guerreros suficientes para repeler el ataque inminente de los romanos.
Pomptino, gobernador de la Galia Transalpina, y políticos ambiciosos como Pompeyo Magno, estaban ávidos de esclavos, riqueza y tierras, y los obtendrían como fuera. Hacía varios años que era habitual que los comerciantes que estaban de paso hablaran de pueblos arrasados y episodios sangrientos. Los nuevos colonos, duros ex legionarios que poco a poco iban usurpando territorio tribal, ofrecían más pruebas de ello. El aumento de los tributos había tenido un objetivo: provocar la rebelión de los alóbroges.
Estaban solos contra Roma.
Y Caradoc hacía caso omiso de sus consejos.
Convencido de que la batalla no se reanudaría hasta al cabo de una semana o más, el frustrado Brennus había decidido hacer acopio de carne para el invierno antes de tiempo. Cazar era un intento fútil por olvidar lo que sucedía en los valles de más abajo.
—Quiero un estandarte con águila. —Brac estaba ansioso—. Como el que conseguimos el verano pasado.
—Lo tendrás —mintió Brennus—, cuando derrotemos a los romanos.
El joven guerrero agitó el brazo libre en el aire, fingiendo lanzar una espada. Estuvo a punto de hacer caer el extremo de la rama.
—¡Estate quieto! —exclamó Brennus cariñosamente.
Los galos llegaron al campamento provisional al cabo de varias horas, agotados de cargar con el ciervo. Brac soltó agradecido su carga. Enseguida se acercó un perro para lamer la sangre y Brennus lo alejó con una patada y un improperio.
Aquel lugar había sido su hogar durante cuatro días. El hombretón se había llevado a su primo del pueblo, situado en el fondo del valle, para alejarlo de donde solían cazar otros guerreros. Habían ascendido penosamente por laderas boscosas toda la mañana hasta un gran claro atravesado por un arroyo poco profundo.
Brennus había hecho un gesto para abarcarlo todo.
—Agua y leña. Un espacio abierto para que el sol seque la carne. ¿Qué más queremos?
En cuanto habían levantado la tienda de piel que los protegería de la lluvia, habían iniciado la caza. La primera tarde no había dado frutos, pero Brennus regresó tranquilamente al campamento y construyó varias trampas de madera.
Había alzado la vista al cielo y sonreído.
—Mañana nos guiará Belenus. Lo noto en los huesos.
Al día siguiente por la noche, los perros se habían peleado por los esqueletos de dos ciervos, mientras Brennus y Brac se sentaban junto a la hoguera con la barriga bien llena. Las siguientes cacerías también habían dado sus frutos, pues habían abatido un jabalí y otro ciervo con las flechas. El animal que acababan de matar era la quinta presa.
—No necesitamos más. —Brac señaló los armazones secos que crujían bajo el peso de la carne—. Y hoy era el recuento de lanzas. Deberíamos regresar.
—Muy bien —suspiró Brennus—. Hartémonos de comida esta noche y regresaremos mañana. La presa de hoy ya se secará en el pueblo.
—No nos lo habremos perdido, ¿verdad? —Brac estaba ansioso por tener su bautismo de fuego contra los invasores. Hacía semanas que el inminente enfrentamiento era el tema de conversación principal. Caradoc era muy carismático y había estado inculcando a la gente un odio tremendo por las legiones.
—Lo dudo. —Brennus intentó hablar con tranquilidad—. El año pasado tuvimos tres semanas de escaramuzas antes de la batalla, ¿recuerdas?
—¿Cómo iba a olvidarlo? —Brac recordaba perfectamente la imagen de los guerreros que volvían cargados con armas y suministros romanos, embriagados por la victoria.
Hacía más de sesenta años que la Galia Transalpina estaba bajo el control de la República y había numerosas tropas apostadas de forma permanente cerca de los pueblos. La victoria de los alóbroges, gracias a los ataques de guerrilla al abrigo del bosque, había sido de lo más inusual. Y se había pagado un precio muy alto por ella, algo que pocos hombres parecían haberse planteado.
—Quizá Caradoc sepa lo que va a pasar —musitó Brennus—. ¿Es mejor morir libres que huir de nuestras tierras como cobardes?
—¿Qué dices?
—Nada, chico. Aviva el fuego. Tengo tanta hambre como un oso después de hibernar.
Brac tenía mucho que aprender y la misión de Brennus, el hombre de más edad de la familia, era enseñárselo. Cuando empezó a descuartizar el ciervo, el guerrero grandullón rezó a los dioses para que le permitieran cumplir ese cometido, además de proteger a su esposa e hijo, las únicas personas que le importaban más que Brac y su familia. La idea de huir con ellos por las montañas antes de que empezara la lucha parecía propia de cobardes pero, al igual que la derrota, la huida era inevitable. Brennus creía que no había otro destino que la muerte para quienquiera que se quedara a luchar contra los romanos. Caradoc había convencido a los guerreros de lo contrario. Preocupado y frustrado, hacía ya algún tiempo que Brennus se había dirigido al druida de la tribu para pedirle ayuda, pero Ultan no quería inmiscuirse. Y, como era de esperar, Caradoc se había negado siquiera a plantearse conducir a su pueblo hacia un lugar seguro. «Los alóbroges no huyen como perros —había aullado—. Aplastaremos a las legiones. ¡Daremos una lección a Roma que no olvidará!» Brennus había insistido y entonces la expresión del viejo jefe se había vuelto amenazadora. Consciente del mal genio de Caradoc, había jurado lealtad y no había vuelto a hablar del tema en público, ni siquiera con sus amigos. Sólo estaba permitido hablar del enfrentamiento contra los romanos.
La tregua con Caradoc había facilitado la decisión de Brennus. Sirviéndose de la caza como excusa, reuniría a las dos familias a su regreso y se marcharía inmediatamente. Liath y la madre de Brac estaban al corriente del plan, pero Brennus había decidido no decírselo a su primo hasta el último momento. Brac, que todavía era ingenuo, podía revelar sin querer el plan a otro guerrero.
Los hombres destripaban el ciervo en silencio, cortando la carne en trozos finos y colgándola de unas barras. En un espetón suspendido sobre el fuego se asaba una pata. Poco después de la puesta de sol, el claro se había llenado del olor a carne asada. Los perros estaban sentados cerca, a sabiendas de que algo les caería.
Para cuando hubieron comido la luna ya había salido. El aire de la montaña empezó a enfriarse enseguida. Se acurrucaron el uno contra el otro y se envolvieron en mantas mientras los perros roían huesos a sus pies.
—El segundo mejor lugar del mundo es aquí arriba. —Brennus señaló el paisaje y eructó satisfecho. La luna coronaba unas montañas cercanas y proyectaba una luz hermosa en las cimas nevadas. Lo único que rompía el silencio era el tranquilizador crepitar del fuego—. Un buen día de caza y luego llenarse la tripa de carne junto a la hoguera.
—¿Dónde está el mejor sitio? —preguntó Brac con curiosidad.
—¡Bajo las sábanas con tu mujer, por supuesto!
Brac se sonrojó y cambió de tema.
—Cuéntame algo sobre la época anterior a la llegada de los romanos.
Brennus estaba encantado de hacerlo. Relatar historias largas sobre cacerías o saqueos de ganado era uno de sus pasatiempos favoritos, y todos los del pueblo lo sabían. Se lanzó directo a la historia del mayor lobo jamás cazado por un alóbroge.
A Brac se le iluminó el semblante.
—El invierno de hace diez años fue uno de los más duros que se recuerdan —empezó a contar Brennus—. Las fuertes ventiscas hicieron que las manadas de lobos hambrientos bajaran de los bosques. Como no tenían nada que comer, empezaron a alimentarse del ganado que teníamos en los rediles cada noche. Pero ninguno de los guerreros se atrevía a salir a cazarlos. —Se encogió de hombros con expresividad—. La nieve llegaba hasta la cintura y era raro que hubiera menos de veinte criaturas juntas.
Su primo miró nervioso el claro.
—En un mes habían matado una docena de vacas. Luego un anciano que recogía leña fue atacado en la linde del bosque y Cornil, tu padre, consideró que era la gota que colmaba el vaso. Con mi ayuda, dedicó varios días a hacer trampas grandes.
—¡Y pillasteis un montón! —A Brac le brillaban los ojos. Frotó el largo colmillo que llevaba colgado al cuello de una cinta de cuero.
Brennus asintió.
—Cinco en otras tantas noches. Los lobos enseguida se volvieron más cautos y la gente se animó. Pero al cabo de poco tiempo el macho dominante de la manada y otros pocos volvieron y mataron una cabeza en cada visita. Se habían vuelto demasiado listos para picar el anzuelo de las trampas y los hombres empezaron a decir que eran espíritus malignos.
—Ultan dice que estaban demasiado asustados para ayudar.
Brennus arqueó las cejas y dio un sorbo al odre de agua.
—Conall y yo hablamos. Era imposible seguir a los lobos hasta el bosque. Allí arriba los ventisqueros eran más altos que un hombre. Así pues, al día siguiente por la noche, Conall ató una vaca vieja a una estaca, fuera de la empalizada. No había luna, sólo unas cuantas estrellas. No quiso que me quedara con él. Me dijo que era demasiado joven. —Brennus sonrió de oreja a oreja al recordar con cariño al hombre que se lo había enseñado todo sobre las armas. Su padre había muerto siendo él muy pequeño—. Por tanto, me senté en el pasadizo con el arco y una antorcha escondida.
—¿Dónde estaba mi padre? —Brac había oído la historia miles de veces pero siempre lo preguntaba.
—Envuelto en una capa de pieles y en un ventisquero, junto a la vaca. Fue una espera larga y fría.
—La mitad de la noche, dijo él.
El inmenso guerrero asintió.
—Por supuesto la vaca olió los lobos antes y empezó a mugir como una loca. Conall conservó la calma y esperó, como hace siempre un buen cazador. Desde donde yo estaba no veía nada. —Brennus se llevó una mano a los ojos como si quisiera ver en la oscuridad—. Entonces aparecieron de repente: siete sombras grises que se movían sigilosamente por el hielo.
Brac se estremeció de gusto.
—El macho dominante llegó rápidamente y fue directo a la presa. Enseguida clavé la antorcha en las almenas para tener luz pero los lobos estaban tan hambrientos que ni siquiera se pararon.
—Mi padre me dijo que rugisteis como si os persiguiera el diablo en persona —se rió Brac.
—¡Pues claro que sí! Le habrían olido enseguida. —Brennus se estremeció—. Un hombre contra tantos lobos no habría tenido ninguna posibilidad de sobrevivir.
—Cuando se levantó de un salto tú ya habías matado tres lobos con las flechas.
Brennus se encogió de hombros.
—Su tarea era mucho más peligrosa. Cuando disparé contra la tercera bestia, Conall cercenó la cabeza de una cuarta y mutiló a otra, de forma que sólo quedaban el líder y su compañera. Estaban atacando salvajemente a la pobre vaca. Maté a la hembra y conseguí apuntar al macho justo cuando se daba la vuelta para enfrentarse a Conall. Estaban a sólo veinte pasos, suficientemente lejos para que yo lanzara sin correr peligro. Pero tu padre me gritó que me quedara quieto. «¡Este cabrón es todo mío!», gritó.
Se hizo el silencio.
Brennus miró fijamente a Brac.
—Era el hombre más valiente que he conocido jamás. Ese lobo era grande como un oso y Conall no llevaba escudo ni armadura. Sólo la espada y un cuchillo de caza.
Brac se balanceaba adelante y atrás, prácticamente incapaz de contener la emoción.
—El lobo seguía tratando de abalanzarse sobre él para derribarlo, pero Conall supo mantenerlo a raya fácilmente mientras esperaba una oportunidad. De repente resbaló en la nieve, cayó boca arriba y perdió la espada. Antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, el macho saltó. —Brennus bajó la voz—. Iba a reventarle la garganta.
Hizo una pausa y Brac sujetó el colmillo con más fuerza.
—No sé cómo, Conall sacó la daga y la sostuvo en vertical con ambas manos. La hoja atravesó el corazón del lobo cuando se abalanzó sobre él.
—¡Y pensaste que estaba muerto!
—Eso me pareció, hasta que se quitó el lobo muerto de encima —repuso Brennus con una sonrisa—. Nunca he sentido un alivio tan grande en la vida.
—Padre siempre dijo que no habría podido hacerlo sin ti, el único capaz de ayudarle.
—No fue nada —musitó Brennus, incómodo.
—Significó mucho para él. Y para mí.
Brennus apartó la mirada con rapidez.
—Cuéntame otra historia —lo instó Brac intentando distender el ambiente, pero no era la petición más apropiada.
—Esta noche no. —Brennus hundió un palo en el fuego que hizo saltar varias chispas al cielo nocturno—. Otro día, quizá. —Observó taciturno las llamas, con otro estado de ánimo. La muerte de Conall el verano pasado seguía afectándole profundamente. Al final de una escaramuza importante contra los romanos, Brennus había quedado aislado del grueso de guerreros y rodeado de docenas de legionarios. Mientras el hombretón veía que sus compañeros alóbroges corrían a refugiarse entre los árboles, él pedía a los dioses que le concedieran una muerte rápida. Pero en vez de huir como los demás, Conall había conducido a varios hombres a un contraataque suicida para salvar a su sobrino que le costó la vida. Desde entonces a Brennus le embargaba un enorme sentimiento de culpa y Brac sabía que no era oportuno insistir.
—Descansa un poco. Mañana tendremos que cargar toda la carne y será duro.
El guerrero joven se acurrucó obedientemente en la manta y se sintió seguro porque sabía que alguien cuidaba de él.
Brennus siguió despierto un rato, pensando en Conall y recordando las últimas palabras de Ultan.
El druida de la tribu ya era anciano cuando el padre de Brennus era joven. Nadie sabía explicar cómo era posible que Ultan viviera tantos años, pero era temido y respetado por todos, y sus bendiciones y predicciones formaban parte de la vida de la tribu. Si un niño o un animal enfermaban, llamaban a Ultan. Nadie sabía arrancar una flecha de una herida o tratar una fiebre como el druida. Incluso Caradoc le consultaba antes de tomar decisiones importantes.
Brennus había crecido con las sorprendentes historias de Ultan, que contaba junto a la hoguera de la casa comunal en las noches frías de invierno. Admiraba al druida por encima de todo y, a su vez, Ultan sentía debilidad por el hombre que se había convertido en uno de los guerreros alóbroges más fuertes que había visto en su vida.
Antes de partir con Brac, Brennus había pedido la bendición de Ultan. Frustrado por la negativa del druida a intervenir en su nombre ante Caradoc, no se había entretenido en hablar en la cabaña destartalada de Ultan situada en un extremo del pueblo. Una vez terminada la oración, Brennus se había encaminado hacia la puerta y entonces el anciano le había dirigido la palabra.
—Siempre te tocan viajes largos.
Escudriñando la habitación mal iluminada, Brennus había sido incapaz de distinguir la expresión del druida. Junto a los esqueletos de aves y conejos colgaban manojos de hierbas y muérdago. Brennus se había estremecido. Se decía que Ultan sabía preparar brebajes para hechizar incluso a los dioses.
—¿Será una cacería difícil, entonces?
—Más que eso —había musitado Ultan—. Un viaje más allá de donde ha llegado jamás un alóbroge. Ni llegará. No puedes eludir tu destino, Brennus.
Se había preparado para lo peor.
—¿Moriré en el bosque?
A Brennus le pareció intuir cierta tristeza en los ojos del anciano. Con tan poca luz, no estaba seguro.
—Tú no. Muchos otros. Seguirás un camino que te llevará a un gran descubrimiento.
A pesar del calor del fuego, el hombretón había tenido un escalofrío. Como solía, Ultan se había negado a dar más explicaciones. Preso del desasosiego, Brennus había rezado más oraciones de lo habitual a Belenus mientras ascendían por las laderas boscosas. Hasta el momento, la cacería había ido bien, pero sabía que el druida tendía a acertar en sus predicciones. ¿Estaría a salvo su familia? ¿Lo estaría la de Brac? Aunque el verano acababa de comenzar, el recorrido por la montaña no estaba exento de peligros. Los aguardaban la nieve, el hielo, las corrientes rápidas de los ríos y los senderos peligrosos.
¿O acaso Ultan se refería a otra cosa completamente distinta?
Miró a su alrededor en el claro tranquilo. Los perros, que normalmente estaban atentos, se movían felices soñando con cazar ciervos. Nada. Cerró los ojos con un suspiro, acercó la manta y se tumbó junto a Brac con actitud protectora. Durmió bien pero no soñó.
Aquél sería el último descanso sosegado que Brennus tendría durante años.
Cuando el guerrero más joven se despertó, los rayos del sol ya iluminaban las montañas del otro lado del valle, tiñendo la nieve de los picos pronunciados de colores rosados primero y luego anaranjados. Apartó la manta y se levantó, tiritando de frío en el aire matutino.
—¿Has dormido lo suficiente? —Brennus, que estaba al lado de donde se secaba la carne, se echó a reír.
Brac se sonrojó al ver que los fardos ya estaban preparados. Sólo faltaba enrollar las mantas y llenar los odres con agua del arroyo.
—¿Cuánto he dormido? —murmuró, apresurándose.
—Todo lo que necesitabas. —Brennus habló con tono afable—. ¿Te sientes descansado?
—Sí.
—¡Bien! Prueba con esto.
Tambaleándose por el peso de un fardo, Brennus señaló el otro que tenía al lado. Con ayuda, Brac consiguió colocarse el abultado fardo a la espalda. Se avergonzó al darse cuenta de que era mucho más ligero que el de su primo.
—Déjame llevar el que pesa más.
—Yo soy más corpulento y más fuerte. No hay que darle más vueltas. El tuyo ya pesa lo suficiente. —Brennus le dio una palmada en el brazo para tranquilizarlo—. Muchos no podrían con el.
Brennus iba en cabeza apoyándose en una lanza de caza para no perder el equilibrio en el terreno irregular. Brac y los perros le seguían muy de cerca. El grupito fue avanzando de forma regular por el bosque. A media mañana ya habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba del poblado.
—Es hora de descansar otra vez. —Brennus dejó la carga junto a una gran haya.
—Puedo seguir.
—Siéntate. —Acarició el musgo pensando que era un buen momento para contarle el plan a Brac—. Comamos. Así aligeraremos la carga.
Los dos se echaron a reír.
Se sentaron el uno al lado del otro apoyados en el ancho tronco. En silencio, bebieron agua y comieron carne desecada.
—¿Eso es humo? —Brac señaló hacia el sur.
Una densa nube gris se elevaba por encima de las copas de los árboles más cercanos.
Brennus cerró el puño en la lanza.
—¡Levántate! Es del poblado.
—Pero cómo… —Brac estaba confundido.
—Deja el fardo y la manta. Coge sólo armas.
El joven guerrero obedeció rápidamente y un instante después corrían colina abajo a toda velocidad, seguidos por los perros. Brennus corría como si los dioses le hubieran dado fuerza y Brac no tardó en quedarse rezagado. Estaba sano y en forma, pero había pocos hombres capaces de igualar el poderío físico de su primo. Cuando el enorme galo advirtió las dificultades de Brac, se paró.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brac jadeando.
Brennus mentía muy mal.
—No lo sé, chico. ¿Una hoguera para cocinar que se ha descontrolado? —Se quedó mirando el suelo mientras las palabras de Ultan resonaban en su cabeza.
«Tú no. Muchos otros».
—No me ocultes cosas —dijo Brac—. Soy un hombre, no un niño.
Brennus arqueó las cejas. Brac no era tan ingenuo como parecía.
—Muy bien. Nuestros guerreros han sufrido una derrota. —Suspiró profundamente—. Es obvio que esos cabrones no han esperado a que les presentáramos batalla.
Brac palideció.
—¿Y el humo?
—Ya sabes lo que pasa. Están incendiando el pueblo. —Brennus cerró los ojos. Liath. Su bebé recién nacido. ¿En qué había estado pensando para dejar a su familia en aquellos momentos?
—¿Por qué nos hemos parado? —Brac se abrió paso con brusquedad, plantando bien los pies en el sendero estrecho.
Corrieron un buen rato, azuzados por el sentimiento de culpa y la rabia. Ninguno de los dos habló y apenas pararon para descansar. Cuando estaban cerca del poblado, Brennus por fin aminoró la marcha y se detuvieron. Hasta los perros parecieron agradecer la oportunidad para descansar. Pero su primo seguía corriendo.
—¡Brac, para!
—¿Por qué? ¡Quizás estén todavía luchando!
—¿Y llegar exhaustos? ¿De qué narices iba a servirnos eso? —Brennus respiró hondo para tranquilizarse—. A un combate siempre hay que ir preparado.
Brac regresó a regañadientes donde estaba el hombretón, comprobando el filo del extremo de una lanza.
—Esto puede con un jabalí —dijo Brennus enseñando los dientes como un salvaje—. Debería poder matar a uno o dos cabrones romanos.
Brac escupió en el suelo en señal de acuerdo y comprobó que todas las puntas de lanza estuvieran bien sujetas. Acto seguido, alzó la vista.
—¿Preparado, primo?
Brennus asintió, orgulloso. En momentos como ése era cuando un guerrero sabía en quién podía confiar. Pero se le estaba formando un nudo en la garganta. Aunque le preocupaba enormemente la seguridad de su familia, Brennus también deseaba proteger a Brac del peligro. Igual que Conall había hecho por él.
Avanzaron al trote, atentos a cuanto los rodeaba, recelando de una posible emboscada. Puesto que seguían senderos que los dos conocían, pronto llegaron a la linde de la arboleda. Era obvio que algo no iba bien. El verano era una época de mucho ajetreo y aun así no había nadie cazando ni recogiendo troncos caídos, ni niños jugando a la sombra.
La escena que recibió a Brennus le perseguiría para siempre. Más allá de las franjas de cultivos que se extendían hasta el bosque, el poblado ardía. Los techos de paja despedían densas espirales de humo. El aire les traía los gritos.
Miles de legionarios rodeaban la empalizada defensiva de madera que siempre había protegido a los alóbroges. Los invasores vestían cota de malla y túnica castaño rojizo hasta el muslo. Iban provistos de un pesado escudo rectangular con tachones metálicos, pilo de púas, espada corta para apuñalar, casco de bronce con orejeras y gorguera. Brennus conocía y detestaba cada uno de los elementos distintivos del atuendo de los soldados romanos.
Detrás de las cohortes de filas cerradas se encontraban las ballestas, enormes catapultas de madera que habían lanzado proyectiles por encima de las murallas. Los trompetas de la retaguardia obedecían órdenes de los oficiales de mayor rango vestidos de rojo, emitiendo salvas en staccato con las bocinas para dirigir el ataque. Todos los hombres sabían su cometido, todas las secuencias estaban planeadas y sólo había un resultado posible.
Cuan distinto del caos valeroso y desorganizado de las acciones de guerra galas.
El profundo foso que circundaba la empalizada ya estaba lleno de madera en numerosos puntos. Las escaleras largas apoyadas contra las murallas permitían el ascenso en masa de los invasores. Más legionarios embestían con un ariete las puertas de entrada. Por aquí y por allá una silueta ocasional lanzaba flechas desde el pasadizo, pero las almenas estaban prácticamente vacías.
—¡No hay resistencia!
—Los guerreros no pueden haber huido —dijo Brac, pálido.
Brennus negó con la cabeza al tiempo que se estremecía.
La falta de oposición sólo significaba una cosa: Caradoc y los hombres habían sido derrotados y las mujeres y los ancianos eran los únicos que defendían el pueblo.
No había ninguna posibilidad de salvar a Liath y al bebé. Brennus sintió náuseas y se mordió el labio hasta notar el sabor salado de la sangre. El dolor le invadía y le impedía cargar hacia delante a ciegas. «Tú no. Muchos otros».
Ultan había predicho el ataque y de todos modos lo había enviado a cazar.
—¡Vamos! —Brac también estaba preparado para abandonar la protección que ofrecían los árboles.
Una mano gigantesca le agarró del brazo.
—Es demasiado tarde. —Brennus frunció el ceño mirando el cielo—. Hemos vuelto un día antes. Los dioses quisieron que estuviéramos en la montaña, no aquí. Ultan me advirtió.
—¿El druida? Está loco. ¡No podemos quedarnos aquí a mirar!
—Están todos muertos.
—¿Y tu esposa, Brennus?
Apretó los dientes.
—Liath se quitará la vida y matará al bebé antes de que un romano les ponga las manos encima.
Brac lo miró, completamente perplejo.
—Cobarde.
Brennus le cruzó la cara de un bofetón.
—¿Nosotros dos contra miles de romanos?
Brac se quedó callado mientras las lágrimas le caían por las mejillas.
El hombretón se puso en pie e intentó pensar.
—Escúchame si quieres vivir.
Brac contempló el asentamiento en llamas.
—¿Para qué vivir después de esto? —preguntó con apatía.
Brennus advirtió la angustia en el rostro de su primo. La misma que desfiguraba el suyo. La madre y las hermanas de Brac también estaban condenadas y se estremeció en un intento por apartar de su mente la suerte que corrían. Aparte de Liath y el bebé, era la única familia que tenía en el mundo. Consiguió evocar la expresión de Ultan el último día. ¿Había sido de tristeza? No estaba seguro. Lo que quedaba claro ahora era que los alóbroges emprenderían un viaje a la otra orilla. Pero, según el druida, aquél no era su camino.
¿Por qué se había negado Ultan a hablar con Caradoc y había guardado silencio sobre el ataque? Sólo cabía una respuesta. El mensaje del druida debió de proceder de los dioses. No tenía más remedio que creerlo o se volvería loco.
—Volvamos adonde hemos dejado la carne. Nos llevaremos la suficiente para un mes. Luego atravesaremos las montañas y nos uniremos a los helvecios. Son una tribu fuerte y no son amigos de Roma.
—Pero nuestro pueblo… —empezó a decir Brac sin mucho entusiasmo.
—¡Los alóbroges están acabados! —declaró Brennus, haciendo de tripas corazón. Nunca se había imaginado que terminaría así—. Ultan me dijo que emprendería un largo viaje a un lugar al que ninguno de nosotros había llegado. —Sólo le quedaban unos instantes para convencer a Brac antes de que los vieran—. Debía de referirse a esto.
Secándose las lágrimas, Brac tragó saliva y contempló el poblado una vez más. Mientras lo observaban, el techo de la casa comunal se vino abajo y despidió una lluvia de chispas y llamas. Los legionarios situados al otro lado de la muralla lo celebraron.
El fin estaba cerca.
Brac asintió, muestra fehaciente de la confianza que tenía en su primo.
Brennus empujó al joven por la espalda.
—Vamos. Así los alóbroges perdurarán.
Los guerreros se dieron la vuelta para marcharse, seguidos de cerca por los perros. No habían recorrido más que unos pasos cuando Brac se detuvo.
—¿Qué pasa? —susurró Brennus—. No hay tiempo que perder.
Brac parecía asombrado. Un fino reguero de sangre le salía por la boca y cayó de rodillas. Tenía clavada en la espalda una jabalina romana.
—¡No! —El hombretón corrió hacia Brac y se puso a maldecir al ver a los legionarios que se habían deslizado sigilosamente sin ser vistos. Eran por lo menos veinte, muchos más de los que podía matar solo.
Le embargó el dolor. Se había acabado la huida.
—Lo siento. —Brac soltó un grito ahogado por el esfuerzo que le costaba hablar.
—¿Por qué? —Brennus partió el pilo en dos y colocó a Brac de costado con cuidado.
—Por no correr tan rápido como tú. Por no hacerte el suficiente caso. —El joven tenía el rostro ceniciento. No le quedaba mucho.
—No tienes por qué disculparte, valiente primo —dijo Brennus con ternura apretándole la mano—. Descansa aquí un poco. Al final resulta que tengo que matar a unos cuantos cabrones romanos.
Brac asintió débilmente.
A Brennus se le hizo un nudo en la garganta, pero la ira superó el dolor y le recorrió las venas. Agarró el brazo de Brac para despedirse y se levantó.
El druida se había equivocado. Él también moriría ese día. ¿Qué motivos tenía para seguir viviendo?
Se oyó una ráfaga de aire cuando las jabalinas pasaron zumbando junto a él y acabaron clavándose en los árboles con un golpe seco y sordo. Uno de los perros se desplomó, aullando de dolor, con una larga vara de metal que le sobresalía del vientre. Sin saber muy bien qué hacer, el otro estaba quieto con el rabo entre las piernas.
Muchos legionarios estaban a veinte pasos y corrían a toda velocidad.
—¡Hijos de mala madre! —Brennus extrajo una flecha y la colocó en la cuerda antes de tensarla al máximo. La disparó sin mirar siquiera al soldado más cercano, sabiendo que alcanzaría a su objetivo en la garganta. Las siguientes tres flechas del galo también alcanzaron su objetivo. Para entonces los romanos estaban tan cerca que tuvo que dejar el arco y empuñar una lanza. Mientras los enemigos le rodeaban, con los escudos curvos levantados y las espadas listas, Brennus se dejó embargar por la cólera de la batalla. Se olvidó por completo de emprender un largo viaje.
Por su culpa, su esposa y su hijo habían muerto solos. Por su culpa, Brac estaba muerto. Le había fallado a todo el mundo y lo único que quería ya era matar a los romanos.
—¡Cabrones! —Había aprendido un poco del latín macarrónico que hablaban los comerciantes que pasaban por allí cada año—. ¡Venga! ¿Quién es el próximo?
Arrojó la lanza sin esperar respuesta. La pesada asta perforó un escudo con facilidad, lo cual hizo que los eslabones de la cota de malla atravesaran el pecho del soldado. El hombre se desplomó sin emitir ningún sonido, sangrando por la boca. Brennus se agachó rápidamente, recogió el arma de Brac y repitió lo que acababa de hacer con otro romano.
—Ahora sólo te queda una daga, escoria gala. —Un oficial vestido de rojo que dirigía a los legionarios hizo un gesto enfurecido—. ¡Apresadlo!
Sus hombres alzaron los escudos, cerraron filas y pisotearon los cadáveres.
Brennus profirió un grito de rabia y embistió. Todo su pueblo acababa de ser aniquilado en un enfrentamiento corto y brutal. Estaba a punto de morir, quería morir. Cualquier cosa con tal de acabar con el dolor.
Le arrancó el escudo al hombre que tenía más cerca y lo puso en horizontal. Giró rápidamente en círculo y derribó a varios enemigos. En plena confusión, Brennus se colocó de un salto encima del legionario al que acababa de arrebatarle el escudo. Con un brutal golpe descendente, decapitó al hombre con el borde de metal. Las pantorrillas le sangraban cuando recogió un gladius del suelo. Su dueño no volvería a necesitar un arma. Calculando el equilibrio, balanceó la hoja de filo recto y deseó que hubiera sido una espada larga.
Armado, Brennus tenía un aspecto incluso más intimidatorio. Como no querían una muerte segura, los trece romanos restantes se quedaron atrás.
—¡Apresadlo, idiotas! —gritó el oficial. El penacho de crin del casco le temblaba de indignación—. ¡Seis meses de paga para el hombre que lo aprese con vida!
Azuzados por la recompensa, se le acercaron formando un apretado círculo con los escudos unidos. El galo mató a tres legionarios más cuando los tuvo a su alcance, pero al final recibió en la nuca el golpe de la empuñadura de una espada. Tropezó y aprovechó para asestar una puñalada mortífera en la ingle a otro enemigo mientras caía.
Cayó sobre él una lluvia de golpes.
Brennus aterrizó en el suelo ensangrentado, semiinconsciente y con el torso lleno de heridas leves.
—¡Gracias a Júpiter que la mayoría de los galos no son como este toro! —El oficial sonrió con desdén—. De lo contrario, vosotros, que sois unos gallinas, nunca los habríais conquistado.
Los hombres se sonrojaron avergonzados, pero ninguno replicó. Su superior podía infligirles un terrible castigo si le respondían.
Conmocionado y confundido, Brennus seguía intentando luchar a la desesperada. Se esforzó para levantarse, pero había agotado todas sus fuerzas. Oyó que el centurión volvía a hablar a través de una neblina roja.
—Atadle de brazos y piernas. Llevadlo al cirujano.
Avivado por la ira, uno de los soldados se armó de valor para hablar.
—Matemos a este cabrón, señor. Se ha cargado a once de los nuestros.
—¡Imbécil! El gobernador Pomptino quiere el máximo número de esclavos posible. Este valdrá su peso en oro como gladiador en Roma. Mucho más que vosotros, que sois una escoria miserable.
Brennus cerró los ojos y dejó que le envolviese la oscuridad.