Norte de Italia, 70 a.C.
La Vinalia Rustica había llegado y pasado y Tarquinius todavía no había tenido la oportunidad de salir del latifundio para visitar a Olenus. Normalmente disfrutaba con el festival anual para celebrar la cosecha, un desenfreno de varios días de duración. Aquel año había sido distinto en varios sentidos. Se habían consumido grandes cantidades de vino y comida, pero Caelius se había asegurado de que las celebraciones no se salieran de madre. Tal como había predicho Dexter, no hubo carne para los trabajadores. El noble no desperdiciaba un solo sestercio si podía evitarlo. Y Tarquinius estaba cada vez más impaciente. Necesitaba desesperadamente hablar con el arúspice sobre la visión que había tenido, que se le había repetido varias veces. Pero no osaba marcharse sin permiso porque el vílico estaba al corriente de su deseo de subir a la montaña. La especialidad de Dexter consistía en castigar a los trabajadores que desobedecían las normas de Caelius. No era extraño que los hombres murieran por culpa de las heridas infligidas.
Unas dos semanas después de haber hablado con el capataz, una mañana temprano, el joven etrusco fue llamado al despacho enlosado de piedra de Caelius. Tarquinius estaba encantado. La situación empezaba a cobrar vida de nuevo. Seguía sintiéndose intimidado en presencia del duro romano. Tarquinius aborrecía al dueño de la finca, aunque no supiera por qué exactamente, y el sueño no había hecho sino reforzar tal sentimiento.
Caelius hizo caso omiso de su presencia durante un rato mientras examinaba un pergamino que tenía encima de la mesa. Tarquinius esperó observando con curiosidad los recuerdos que había en la gran sala cuadrada. A ambos lados de un altar bajo había estatuas griegas de los dioses. En una hornacina descansaba el busto de un hombre de nariz aguileña y mirada penetrante, situado de forma que lo viera todo aquel que entrara. Había colgados varios escudos y espadas de distintos tipos, trofeos de la época de Caelius en el ejército. Las armas, prueba fehaciente de la existencia de un mundo distinto al del latifundio, avivaron la imaginación de Tarquinius. Había aprendido mucho de Olenus, pero sobre todo teoría. Esos objetos eran reales.
Al final, el noble alzó la mirada. No había advertido el interés de Tarquinius.
—Últimamente han muerto demasiados animales —dijo, dándose golpecitos en los dientes con la uña—. Te doy tres días. Para entonces quiero media docena de pieles de lobo colgadas de la pared.
—¿Tres días? —A Tarquinius le sorprendió que se lo dijese justo entonces—. ¿Seis lobos?
«¿Por qué ahora?» Hacía un mes que había informado a Caelius de las pérdidas.
—Eso es. —Caelius habló con absoluta frialdad—. A no ser que otra persona sepa hacerlo mejor. Muchos hombres agradecerían la oportunidad de evitar trabajar durante la cosecha.
—Puedo hacerlo, amo —se apresuró a asegurar Tarquinius. Así tendría la oportunidad de conseguir carne para Dexter.
Caelius le hizo un gesto con la mano para que se marchara.
Tarquinius estaba en la puerta cuando el pelirrojo volvió a hablar.
—Si te retrasas, haré que te crucifiquen.
—¿Amo? —Asombrado miró a Caelius, sin comprender. La amenaza parecía seria.
—Ya me has oído —repuso el pelirrojo. Sus ojos eran dos ranuras negras.
Tarquinius inclinó la cabeza y cerró la puerta tras de sí. Alarmado por el críptico comentario, fue a la habitación que ocupaba su familia a recoger unas cuantas pertenencias, además del arco y la aljaba. Se animó al pensar en el tiempo que pasaría con Olenus. Con una sonrisa de oreja a oreja, le dio un beso de despedida a su madre y dejó atrás los edificios de la finca.
Los pequeños olivares de las laderas situadas por encima de la villa estaban llenos de esclavos que recogían aceitunas. Hacía cientos de años que habían traído de Grecia los primeros olivos. De las aceitunas verdes y su valioso aceite se obtenía buena parte de la riqueza de Roma. Tarquinius volvió a preguntarse por qué Caelius no había plantado más olivos para solventar sus problemas económicos.
—No olvides nuestro trato —gritó el vílico cuando vio a Tarquinius—. De lo contrario, te pondré a trabajar en el molino. —Moler harina era incluso más agotador que segar trigo, y era un castigo habitual—. Me alegro de que subas allá arriba —añadió Dexter, siniestro.
—¿Por qué lo dices?
—Craso está interesado en el viejo. Sólo los dioses saben por qué.
Tarquinius abrió la boca para hacer otra pregunta, pero el capataz ya se había dado vuelta y estaba dando órdenes a gritos.
¿Por qué se interesaba Marco Licinio Craso por Olenus?
Aquel noble, inmensamente rico, había derrotado a Espartaco el año anterior, lo cual había puesto fin a la rebelión de esclavos que a punto había estado de doblegar Roma. Era de todos sabido que Pompeyo Magno, su mayor rival, había tenido la astucia de atribuirse el mérito de la victoria. La mentira le había procurado un triunfo absoluto en el Senado mientras que Craso había tenido que contentarse con un desfile a pie. A partir de ese momento y durante meses, el enfurecido Craso no había conseguido recuperar la ventaja política.
Pero se las había ingeniado para convertirse en cónsul adjunto con Pompeyo y, en una muestra inicial de unidad, la pareja había restablecido el tribunado abolido por Sila. Sólo los plebeyos podían ocupar tal cargo. Los tribunos eran sumamente populares en Roma gracias a sus poderes para vetar leyes en el Senado y convocar asambleas públicas para aprobar leyes propias. La reforma había sido una maniobra inteligente y Craso había utilizado inmediatamente el reconocimiento recuperado para avivar el resentimiento contra Pompeyo en el Senado. Con sólo treinta y seis años, Pompeyo era legalmente demasiado joven para ocupar el cargo. Además, ni siquiera había ejercido nunca como senador. Se había enterado rápidamente de las tácticas de Craso y enseguida los dos habían mostrado su desacuerdo en público. En vez de trabajar juntos, como se suponía que debían hacer, su rivalidad se había acentuado más.
Tarquinius se estremeció.
El interés de Craso sólo podía deberse a un motivo: el hígado de bronce y la espada de Tarquino. Caelius había planeado vender los objetos sagrados a un hombre que quería, que necesitaba muestras de aprobación divina.
Siguió adelante mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza. De repente, no había tiempo que perder.
—¿Otra vez te escaqueas? —Con las esposas en las piernas, Maurus miró a Tarquinius con acritud desde el árbol al que estaba encaramado. El esclavo de piel morena llevaba una pequeña navaja para cortar olivas de las ramas en una mano y, con la otra, se agarraba al tronco. Llevaba una cesta de mimbre colgada a la espalda—. ¿El amo lo sabe?
—Me ha enviado a matar lobos. Media docena en tres días. ¿Quieres ayudarme?
Maurus palideció ante la idea de correr peligro físico.
Tarquinius hizo el gesto de tensar la cuerda del arco y lanzar una flecha.
—Pues entonces sigue recolectando.
No tardó en dejar atrás los troncos nudosos y el ajetreo de los trabajadores al ascender por encima del límite de la vegetación para admirar el campo circundante que tan bien conocía y amaba. El lago Vadimon centelleaba al sol. Se quedó tan embelesado mirándolo que, momentáneamente, olvidó lo mucho que le habían preocupado los comentarios de Caelius y Dexter.
Le llegó el intenso aroma de la vegetación silvestre y respiró hondo. Partió una ramita de romero del arbusto más cercano y se la guardó en el morral para usarla más tarde. El joven estaba ojo avizor por si veía lobos, aunque era poco probable que localizara alguno de día. Los depredadores vivían en los bosques altos y sólo bajaban a cazar al atardecer o al amanecer. Encontró varios rastros de su paso por allí. Incluso vio el esqueleto de una oveja adulta, cerca del sendero, que los pájaros habían dejado bien limpio. Sólo quedaba un chacal que sorbía el tuétano de un fémur. Salió disparado antes de que tuviera tiempo de tensar el arco.
Tarquinius ascendió hasta la cabaña de Olenus escudriñando el cielo y las laderas continuamente por si advertía algo raro. Lo primero que el anciano le preguntaría era qué había visto durante el ascenso. Contó ocho águilas ratoneras que aprovechaban las corrientes de aire ascendente que soplaban alrededor de la cumbre. Contento de que no fueran doce y de que las nubes parecieran inocuas en su forma y número, Tarquinius trepó con paso firme por los pedruscos de la ladera.
Aceleró la marcha al ver la diminuta morada de Olenus. A pesar de la altura, la temperatura había subido y deseaba descansar. La cabaña improvisada en la que vivía su mentor se encontraba al borde de un claro con unas vistas impresionantes al sur del lago y más allá. Era uno de los lugares preferidos de Tarquinius, lleno de buenos recuerdos.
—Por fin me honras con tu presencia.
Se dio la vuelta y vio a Olenus en el sendero, detrás de él.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —Tarquinius se sintió tan aliviado al encontrar vivo al arúspice que estuvo a punto de abrazarle.
Olenus sonrió y se ajustó la gorra de cuero.
—Tengo mis métodos. Me alegro de verte, chico. ¿Has advertido algo mientras subías?
—No gran cosa. Un chacal. Ocho águilas ratoneras. —Tarquinius hizo un gesto de disculpa—. Hubiese querido venir antes pero hemos tardado un montón en recoger la cosecha.
—No importa. Ahora estás aquí. —Olenus le adelantó con suavidad—. Tenemos mucho de que hablar y nos queda poco tiempo.
—No puedo quedarme mucho. —Tarquinius dio un golpecito al arco que llevaba colgado al hombro izquierdo—. Sólo tengo tres días para cazar seis lobos.
—Entonces te alegrarás de que ya haya cazado yo unos cuantos, ¿no?
Olenus señaló los costillares que se estaban secando en el exterior de la cabaña. Había cinco pieles grises tendidas encima de unas vigas.
—¿Un lobo en tres días? Será fácil. —Tarquinius sonrió—. ¿Qué ocurre? Normalmente me dejas a mí lo de cazar.
El arúspice se encogió de hombros.
—Un hombre se aburre de hablar todo el día con las ovejas.
—¿Sabías cuántos me pediría Caelius?
Olenus le hizo una seña.
—Ven a descansar a la sombra. Debes de estar sediento después de la subida.
Encantado por la revelación, Tarquinius siguió a Olenus hasta un tronco caído, bajo unos árboles. Los dos descansaron en silencio, admirando las vistas. El sol caía a plomo y formaba una neblina que acabaría ocultando el panorama que se extendía a sus pies. Tarquinius bebió y le pasó el odre al arúspice.
—¿Has tenido algún sueño vivido últimamente?
Tarquinius casi se atragantó con el líquido que tenía en la boca.
—¿Cómo?
—Ya me has oído.
—Tuve uno sobre ti. En una cueva. Tal vez fuera la que contiene el hígado. —Arrugó la nariz cuando notó el olor de las pieles—. ¡Así que por fin la he visto!
—¿Qué más?
—Nada. —Tarquinius contempló el resplandor increíble del lago que se extendía más abajo.
—Mientes muy mal, chico. —Olenus se rió por lo bajo—. ¿Te da miedo decirme que moriré pronto?
—Yo no vi eso. —Tarquinius se estremeció. La capacidad del arúspice para leerle el pensamiento era impresionante—. Pero Caelius y algunos soldados se acercaban a la cueva. No parecían venir en son de paz.
—Ha vendido el conocimiento de mi presencia a alguien de Roma.
—¡Craso! —A Tarquinius se le escapó el nombre antes de que se diera cuenta.
Olenus no se sorprendió.
—Le queda dinero suficiente para mantener el latifundio un año. —Su mirada era penetrante—. No está mal para un viejo, ¿eh?
Tarquinius se esforzó por comprender lo que le decía.
—Pensaba que quería el hígado.
—El bronce tiene gran importancia. Aunque es etrusco, los romanos lo venerarían —convino Olenus—. Con él, Craso puede hacer augurios con animales para predecir lo que quiera. —Su desdén era obvio—. Y estoy seguro de que a un aspirante a general le encantaría tener la espada de Tarquino. Cualquier cosa con tal de ser más apreciado que Pompeyo.
—¿Por qué matarte?
—Para hacer limpieza. Al fin y al cabo soy un arúspice etrusco. —Olenus se carcajeó—. Y a los romanos no les gusto. Les recuerdo demasiado el pasado.
—¿Cómo sabe de la existencia de los objetos?
—Caelius lo sospecha, pero no está seguro.
—¿Y por qué no te ha torturado con anterioridad?
—Estaba demasiado asustado. Siempre me he asegurado de que los esclavos de la finca se enteraran de mis predicciones a lo largo de los años. Cultivo malogrado, inundaciones, enfermedad. Caelius también se habrá enterado.
Tarquinius asintió al recordar historias de su niñez sobre el arúspice que sabía dónde caería un rayo y qué vacas serían estériles.
—Pero los problemas económicos de Caelius han podido más que su miedo. Te ha enviado para asegurarse de que sigo aquí cuando lleguen los soldados. —Olenus apretó el lituo entre sus manos ajadas haciendo girar lentamente la cabeza de toro dorada del extremo—. No te deja demasiado tiempo para completar tu aprendizaje.
—¡No! ¡Tienes que huir! —le apremió Tarquinius—. Yo también lo haré. Por lo menos pasarán tres días hasta que nos echen de menos. ¡Caelius nunca nos encontrará!
—No puedo esquivar el destino —dijo con voz tranquila—. Resultaba muy obvio en el hígado de tu sueño. Esos soldados me matarán.
—¿Cuándo?
—Dentro de cuatro días.
A Tarquinius le palpitaba el corazón en el pecho.
—Yo mismo acabaré con Caelius —amenazó.
—Los legionarios vendrán desde Roma, de todos modos.
—Entonces me quedaré aquí y me enfrentaré a ellos.
—Y morirás sin necesidad. Tienes muchos años de vida por delante y un gran viaje que realizar, arun.
De nada servía discutir. Tarquinius nunca había conseguido hacerle cambiar de opinión.
—¿Qué viaje? —preguntó—. Nunca lo has mencionado.
Olenus se levantó e hizo una mueca al enderezar la espalda.
—Vayamos a la cueva. Trae el arco y el morral. Puedes llevarte esas pieles y matar al último lobo camino de casa. —Se alejó y desató la oveja amarrada junto a la cabaña.
El animal baló lastimosamente mientras Olenus le ataba juntas las patas traseras y se lo colgaba al hombro.
Tarquinius siguió al arúspice por el mismo sendero que habían tomado hacía unas semanas. Ascendieron en silencio, hasta que el terreno pedregoso no estuvo cubierto más que por la maleza rala que tanto gustaba a cabras y ovejas. En la montaña hacía un tiempo mucho más apacible de lo normal y sólo había unas cuantas nubes inmóviles en el cielo.
El águila que apareció en la cima de una cresta hizo sonreír a Tarquinius. Siempre era un buen augurio ver a la más regia de las aves.
A primera hora de la tarde todavía seguían ascendiendo por las laderas empinadas. La brisa fresca hacía que la temperatura fuera soportable, pero en los campos de mucho más abajo la situación sería distinta.
Olenus se detuvo. Tenía la frente arrugada cubierta por un velo de sudor.
—Estás en forma, anciano. —Agradecido por el descanso, Tarquinius dio un sorbo al odre de agua.
—He vivido sesenta años en esta montaña. —Olenus escudriñó el inhóspito entorno de rocas y algún que otro arbusto que había sobrevivido a las inclemencias del tiempo. Era un paisaje desolado pero hermoso. El cielo estaba completamente despejado y la única señal de vida eran las aves rapaces que se dejaban llevar por las corrientes de aire—. Ha sido un buen sitio donde vivir y será un buen sitio donde morir.
—¡Deja de decir esas cosas!
—Más vale irse haciendo a la idea, arun. Los arúspices han vivido y muerto aquí desde tiempos inmemoriales.
Tarquinius cambió de tema rápidamente.
—¿Dónde está la cueva?
—Ahí arriba. —Olenus señaló con el lituo el camino serpenteante—. Faltan unos cien pasos.
Maestro y discípulo recorrieron el último tramo hasta la entrada, invisible hasta que prácticamente estuvieron encima de ella. Por la estrecha abertura apenas cabían dos hombres uno junto al otro.
El joven etrusco se quedó boquiabierto. Había pasado junto a la abertura innumerables veces mientras buscaba ovejas, pero era imposible encontrarla si no se conocía la ubicación exacta. Entonces sonrió. Los largos años de espera estaban llegando a su fin.
—Cuidado con la cabeza. —El arúspice se paró y murmuró una oración—. El techo es muy bajo.
Tarquinius siguió a Olenus, entrecerrando los párpados para acostumbrarse a la oscuridad. Era la cueva del sueño, tan sencilla por dentro como la recordaba. El único indicio de presencia humana era una pequeña hoguera circular en el centro.
Olenus dejó el cordero y ató la cuerda a una roca grande. Se internó más en la cueva y observó el muro. Se detuvo a unos treinta pasos de la entrada, gruñó por el esfuerzo e introdujo ambas manos en una grieta para buscar algo.
Tarquinius observó fascinado cómo el adivino extraía un gran objeto rectangular envuelto en una tela. Olenus retiró la gruesa capa de polvo y se volvió hacia él.
—¡Sigue aquí!
—¿El hígado sagrado?
—El primero que fue obra de un arúspice —contestó Olenus con solemnidad—. Trae el cordero.
Salió fuera y se paró junto a una losa de basalto negro en la que Tarquinius se había fijado al entrar. El viejo dejó el lituo y sacó una daga larga de su cinturón, que colocó en el borde de la piedra plana.
—¡Es igual que el altar que vi en el sueño!
—Hay otro, en el fondo de la cueva. —Olenus desenvolvió el hígado de bronce y lo colocó con reverencia junto al cuchillo—. Pero la adivinación de hoy debe realizarse a la luz del día.
Tarquinius observó el trozo de metal liso, verdoso por el paso del tiempo. Tenía la misma forma que el órgano púrpura que había visto cortar del ganado sacrificado. Más abultado por la derecha, el bronce tenía dos piezas que sobresalían, al igual que los distintos lóbulos de un hígado de verdad. La superficie superior estaba llena de líneas que la dividían en múltiples zonas. En cada zona había símbolos crípticos grabados con trazos largos y finos. Puesto que había estudiado los diagramas del hígado numerosas veces, Tarquinius fue capaz de entender las palabras de la inscripción.
—¡Nombra a los dioses y las constelaciones de estrellas!
—O sea que todo ese tiempo estudiando no ha sido en vano. —Olenus le quitó la cuerda de las manos—. Has leído toda la Disciplina Etrusca dos veces, así que deberías saber buena parte de lo que voy a hacer.
Tarquinius había pasado incontables horas estudiando con detenimiento los pergaminos agrietados que Olenus guardaba en la cabaña. Había digerido docenas de volúmenes, alentado siempre por el anciano, que se situaba junto a él y le indicaba los párrafos más relevantes con uñas largas y amarillentas. Había tres grupos de libros: el primero, los Libri Haruspicini, estaba dedicado a la adivinación con órganos de animales; el segundo, los Libri Fulgurates, versaba sobre la interpretación de los rayos y los truenos; el último, los Libri Rituales, trataba sobre rituales etruscos y la consagración de ciudades, templos y ejércitos.
—Con cuidado, pequeño —susurró Olenus.
El cordero tensó la cuerda con expresión de alarma en los ojos.
Hablando con voz tranquilizadora, el arúspice colocó al animal en el centro del basalto.
—Te damos las gracias por tu vida, que nos ayudará a entender el futuro.
Tarquinius se acercó. Había visto a Olenus practicar sacrificios otras veces, pero hacía ya meses. El arúspice nunca había utilizado el hígado de bronce junto a una ofrenda viva. Y aunque Tarquinius había intentado hacer auspicios muchas veces después de cazar, no habían sido más que intentos de predecir cosas como el tiempo y el rendimiento de la cosecha.
—Ha llegado el momento. —Olenus empuñó la daga—. Observa cómo se interpreta un hígado fresco. Sujétalo bien.
Tarquinius sujetó la cabeza del cordero y le estiró el cuello hacia Olenus. Con un tajo rápido, el anciano le cortó el pescuezo. La sangre roja brotó sobre el altar formando un grueso reguero que los salpicó.
—¿Ves cómo fluye hacia el este? —se regocijó Olenus mientras el líquido caía—. ¡Los augurios serán halagüeños!
Tarquinius miró hacia el este, hacia el mar. Los etruscos procedían del otro lado del mar, de Lidia, de donde habían llegado hacía muchos siglos. Según el ritual, los dioses más benevolentes con los humanos también habitaban en esa dirección. No era la primera vez que sentía el deseo irrefrenable de viajar a las tierras ancestrales de su pueblo.
Olenus se colgó el cordero muerto a la espalda, con el vientre hacia arriba. Con movimientos hábiles, separó de un corte piel y músculo desde la ingle hasta la caja torácica. Cayeron varios bucles de víscera que brillaron al sol.
Olenus señaló con la daga.
—Fíjate en la forma que adoptan el intestino grueso y el delgado encima de la piedra. Ambos deberían ser de un saludable color gris rosado, como éstos. De lo contrario, es probable que la interpretación no salga bien al llegar al hígado del animal.
—¿Qué más se ve?
—El movimiento de los intestinos sigue siendo fuerte, lo cual es buena señal.
Tarquinius observó las contracciones regulares del intestino delgado, que hacían avanzar el material digerido en un intento vano por mantenerse con vida.
—¿Algo más?
El arúspice se acercó.
—No. Cuando era pequeño, los ancianos afirmaban que eran capaces de interpretar mucho a partir del intestino y los cuatro estómagos. Eran unos charlatanes.
Olenus introdujo ambas manos en el abdomen y empleó el cuchillo para separar el hígado del diafragma. Unos cuantos cortes rápidos cercenaron los vasos sanguíneos que lo mantenían en su sitio. Sacó el órgano con los antebrazos ensangrentados. La superficie redondeada se balanceaba en su mano izquierda.
—¡Oh, gran Tinia! ¡Danos buenos augurios para el futuro de este arun! —Escrutó el cielo buscando el águila que los había acompañado antes.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Tarquinius.
—Leer tu vida en el hígado, chico. —Olenus rió—. ¿Qué mejor manera para completar tu aprendizaje?
Tarquinius contuvo la respiración mucho rato, inseguro. Acto seguido, se dio cuenta de que asimilaba las palabras como si estuviera obligado a ello. Había dedicado muchos años a aquello para echarse atrás, aunque lo que iban a predecir fuera su propio futuro.
—Buena parte de lo que puedes discernir se encuentra en la superficie interna. Observa la Canícula, Sirio. Y aquí está la Osa Mayor.
Observó los puntos que le indicaba y lo que había aprendido de forma teórica empezó a cobrar sentido. El arúspice habló largo y tendido sobre las interpretaciones que podían hacerse a partir del color, la forma y la consistencia del órgano brillante. Para asombro de Tarquinius, Olenus sacó a la luz muchos detalles de su infancia que era imposible que recordara. El anciano explicó toda la vida de Tarquinius, haciendo pausas de vez en cuando para que su discípulo tuviera tiempo de ir interpretándola.
—La vesícula biliar. —Pinchó un saco en forma de lágrima que sobresalía del centro del hígado—. Representa lo que está oculto. A veces puede interpretarse y otras veces no.
Tarquinius tocó la bolsa de fluido tibio.
—¿Se ve mucho? —Era la parte más difícil de la adivinación y nunca había conseguido extraer nada de los hígados con los que había practicado.
Olenus guardó silencio durante unos instantes.
Con el corazón acelerado, Tarquinius observó el rostro del arúspice. Allí había algo, lo notaba.
—Te veo alistándote en el ejército y viajando a Asia Menor. Veo muchas batallas.
—¿Cuándo?
—Pronto.
Tarquinius sabía que, desde hacía algún tiempo, la región oriental de Asia Menor era un foco de rebelión y conflictos. En la anterior generación, Sila había derrotado con contundencia a Mitrídates, el belicoso rey del Ponto, pero su preocupación por la incertidumbre de la situación política en Roma le había hecho retirarse sin asestar el golpe definitivo. Mitrídates había esperado el momento oportuno hasta que, cuatro años antes, sus ejércitos irrumpieron en Pergamum, la provincia romana de la zona. Lúculo, el general que había enviado el Senado, había cosechado unas victorias impresionantes desde entonces, pero la guerra continuaba.
Distraído con la idea de luchar para los romanos, Tarquinius sintió un fuerte codazo.
—¡Presta atención! —le riñó el anciano—. Años de viajes, de aprendizaje. Pero al final Roma te reclama. El deseo de venganza.
—¿De quién?
—Una pelea. —Olenus parecía en trance—. Una persona de alto rango es asesinada.
—¿Lo hago yo? —preguntó Tarquinius con suspicacia—. ¿Por qué?
—Un viaje a Lidia en barco. Ahí entablas amistad con dos gladiadores. Los dos son hombres valientes. Te convertirás en maestro, igual que yo.
El extremo de la daga pasó de la vesícula biliar a otros puntos del órgano púrpura. El arúspice empezó a musitar con rapidez. Tarquinius sólo era capaz de entender palabras sueltas. Observó el hígado, encantado de ver lo que Olenus interpretaba.
—Una gran batalla, que pierden los romanos. Esclavitud. Una larga marcha hacia el este. El camino del León de Macedonia.
Tarquinius sonrió. Algunos decían que los rasenna procedían de más allá de Lidia. Quizás aprendiera algo de los viajes de Alejandro.
—Margiana. Un viaje por río y otro por mar. —Olenus adoptó una expresión preocupada—. ¿Egipto? ¿La madre del terror?
—¿Qué ocurre? —Tarquinius intentó ver qué había alarmado a su maestro.
—¡Nada! No he visto nada. —El anciano tiró el hígado del cordero y retrocedió unos pasos—. Debo de estar equivocado.
Tarquinius se acercó. De la vesícula biliar había empezado a rezumar un fluido verdusco sobre la piedra. Se concentró al máximo pero le costaba interpretarlo. Entonces se le aclaró la vista.
—¡Egipto! ¡La ciudad de Alejandro!
—No. —Con enfado y miedo a la vez, Olenus apartó a Tarquinius y le dio la vuelta al hígado para que no viera la parte inferior—. Ha llegado el momento de ver la espada de Tarquino.
—¿Por qué? ¿Qué has visto?
—Muchas cosas, arun. —El semblante de Olenus se ensombreció—. A veces es mejor no decirlo.
—Tengo derecho a saber lo que me depara el destino. —Tarquinius se envaró—. Tú viste el tuyo.
La determinación de Olenus flaqueó.
—Tienes razón. —Hizo un gesto con la navaja—. Entonces mira.
Tarquinius se quedó atrás, planteándose las opciones. Por fin había aprendido a interpretar el hígado a fondo y tendría numerosas oportunidades de hacerlo en años venideros. Su mentor había visto un futuro fascinante. Pero también algo inesperado.
Tarquinius no deseaba saber todo lo que le pasaría en la vida.
—Ya lo sabré a su debido tiempo —dijo con tranquilidad.
Aliviado, Olenus empuñó el lituo y señaló la cueva.
—Tenemos que encontrar la espada. Estás preparado. —Dio una palmadita cariñosa a Tarquinius.
Antes de internarse en la oscuridad de la cueva, Olenus sacó un puñado de juncos con un extremo untado de cera. Ayudándose con dos trozos de pedernal, encendió un par de antorchas.
—Toma una.
Procurando que la cera fundida no le cayera por el brazo, Tarquinius siguió al anciano al interior. La cueva se ensanchaba a medida que se internaban en ella, y se adentraron por lo menos trescientos pasos. El aire era fresco pero seco.
Se sobresaltó al ver que la antorcha iluminaba unas pinturas de vivos colores en las paredes.
—Este lugar ha sido sagrado durante muchos siglos. —Olenus señaló la figura de un arúspice, claramente identificable por el gorro de pico romo y el lituo—. ¿Ves cómo sostiene el hígado con la izquierda y mira al cielo?
—Debe de ser Tinia. —Tarquinius se inclinó ante una imagen excepcionalmente grande: una figura idéntica a la estatuilla de terracota que Olenus guardaba en un santuario de su cabaña. La deidad tenía los ojos rasgados y la nariz recta, enmarcada por rizos pequeños y una barba corta y puntiaguda.
—Los romanos lo llaman Júpiter.
Olenus frunció el ceño.
—Se han apoderado incluso de nuestro dios más importante.
El adivino hizo una seña a Tarquinius para que se adentrara en la oscuridad, pasando de largo pinturas de rituales y fiestas antiguas. Los músicos tocaban la lira y los auletos, la flauta doble etrusca. Unas airosas mujeres morenas con prendas sueltas de colores bailaban con hombres gordos desnudos mientras los sátiros miraban lascivamente desde las rocas cercanas. Fornidos guerreros etruscos con armadura completa vigilaban una escena sobre la que se cernía una figura masculina desnuda con alas y cabeza de león. La intensidad de los ojos de la bestia le conmovió.
—¡Dioses en las alturas! —Tarquinius se henchía de orgullo al imaginar la época gloriosa de Etruria—. ¡Son mejores que cualquiera de las que tiene Caelius en su casa!
—Y que las de la mayoría de las villas de Roma. —El anciano se detuvo en la entrada a una cámara lateral; alzó la antorcha y se acercó a una forma grande que había en el suelo.
—¿Qué es eso?
El arúspice no respondió, y Tarquinius apartó la mirada de los murales. Tardó unos instantes en reconocer los paneles ornamentados de bronce, las ruedas revestidas de metal y la plataforma de lucha cuadrada de un carro de combate etrusco. Se quedó boquiabierto.
—Aquiles en el momento de recibir la armadura de Tetis, su madre. —Olenus señaló la representación en la sección frontal del carro.
Habían tallado fragmentos de marfil, ámbar y piedras semipreciosas para dar color a la escena. La lengüeta central y los dos collares de los caballos también estaban decorados con pequeñas imágenes de los dioses. Incluso las ruedas de nueve radios llevaban grabados símbolos sagrados.
Sobrecogido, Tarquinius recorrió con los dedos la madera y el bronce, asimilando los detalles al tiempo que quitaba una gruesa capa de polvo.
—¿Cuántos años tiene esto?
—Perteneció a Prisco, el último rey de los etruscos —repuso Olenus con solemnidad—. Gobernó Falerii hace más de tres siglos. Dicen que llevaba más de cien como éste a la batalla.
El joven se estremeció encantado, imaginándose la impresionante estampa del rey ataviado con armadura de bronce, de pie con el arco tensado detrás del auriga. El resto de las cuadrigas y el pelotón de infantería le habrían seguido formando una cuña enorme.
—Las formaciones en testudo soportaban bien los ataques —suspiró Olenus—. Se cubrían con los escudos y capeaban la tormenta de flechas.[7]
Tarquinius asintió entristecido porque conocía la historia del fin de Falerii. No se sabía muy bien cómo, pero había resistido más de setenta años después de que Roma aplastara a todas sus vecinas. Cuando llegó su fin, el destino de Falerii, la última de las orgullosas ciudades-estado, se decidió en el plazo de unas pocas horas. Los legionarios romanos masacraron a los soldados de infantería etruscos, menos disciplinados, y abatieron a numerosos aurigas lanzando las jabalinas con precisión. Con el ejército desmembrado, Prisco, herido de muerte, huyó del campo de batalla.
—¿Está enterrado aquí? —preguntó, mirando hacia los rincones.
Olenus negó con la cabeza.
—El último deseo del rey fue que incineraran su cuerpo. Los guerreros supervivientes cumplieron sus órdenes y trajeron aquí el carro, lejos del saqueo de la ciudad.
—¿No lo hubiesen incinerado de todos modos?
Olenus se encogió de hombros.
—Quizás esperaban que Etruria se alzara de nuevo algún día.
Tarquinius frunció el ceño.
—Entonces es que ninguno de ellos era arúspice.
—No se puede luchar contra el destino de nuestro pueblo, Tarquinius —declaró Olenus, dándole una palmadita en el brazo—. Nuestro momento casi ha llegado a su fin.
—Lo sé. —Cerró los ojos y dedicó una oración a los fieles seguidores que habían sudado la gota gorda para subir el magnífico carro por la montaña, con la esperanza de algún día recuperar la gloria perdida. No sería así. La gloria de Etruria había desaparecido para siempre. Lo sabía. Había llegado el momento de aceptarlo definitivamente.
Olenus le observaba con expresión inescrutable.
—Ven. —El anciano le hizo una señal para guiarle hacia la cámara principal.
Siguieron internándose en la cueva hasta que se detuvieron ante un altar bajo de piedra con una curiosa pintura en la pared contigua.
—Es Caronte. El demonio de la muerte. —Olenus inclinó la cabeza—. Es el guardián de la espada de Tarquino. Ha yacido aquí durante más de trescientos años.
Tarquinius observó con cierta repugnancia y un poco de temor a la achaparrada criatura azul de pelo rojizo. De la espalda le salían alas emplumadas y enseñaba los dientes afilados con una especie de gruñido. Caronte enarbolaba un martillo enorme, dispuesto a aplastar a cualquiera que se le acercara.
En la losa plana de abajo había una espada con la hoja corta y recta y la empuñadura de oro. La luz de la antorcha resplandecía en el metal bruñido. Olenus volvió a inclinar la cabeza antes de pasarle el arma con reverencia.
Tarquinius hizo equilibrios con la trabajada empuñadura en una palma y luego dibujó un suave arco en el aire con la espada.
—Un peso perfectamente equilibrado. También se maneja bien.
—¡Por supuesto! Se forjó para un rey. Prisco fue el último en empuñarla. —El arúspice hizo un gesto y Tarquinius le devolvió rápidamente el gladius.
Olenus señaló el enorme rubí incrustado en la base de la empuñadura.
—Vale una fortuna. Llamará mucho la atención, así que guárdala bien. Quizás algún día te resulte útil.
Tarquinius abrió unos ojos como platos al ver la hermosa talla de la gema, mucho mayor que otras que había visto.
—Ya basta por hoy. —De repente Olenus parecía agotado y tenía las arrugas más marcadas en la frente—. Asemos el cordero.
Tarquinius no protestó. Las expectativas que había puesto en el viaje estaban más que cumplidas. Tenía mucho en lo que pensar.
Regresaron a la entrada en silencio.
Antes de que oscureciera, Tarquinius fue a buscar un poco de leña y a ver si advertía rastros de movimiento, animal o humano. Se sintió aliviado cuando no encontró más que rastros de lobo. Regresó con los brazos cargados y vio que Olenus había empezado a hacer una pequeña hoguera con algunas ramas. No tardó mucho en arder con fuerza.
Los dos hombres se sentaron uno junto al otro sobre una manta, disfrutando del calor y observando cómo se cocinaba la cena. La grasa goteaba en el fuego y llameaba al caer.
Como si deseara aligerar el ambiente, Olenus empezó a hablar de una gran sala de banquetes de la ciudad que había existido bajo la cueva.
—Era una sala alargada magnífica con lechos altos dispuestos alrededor de mesas. —Olenus cerró los ojos y se inclinó hacia el fuego—. La parte superior de las mesas estaba recubierta de mármol y eran bastante bajas, con unas patas exquisitamente ornamentadas y doradas. Los músicos tocaban mientras servían todo tipo de alimentos. Y tanto hombres como mujeres asistían á los banquetes.
—¿De veras? —La nobleza romana solía mantener a las mujeres al margen de las cenas oficiales. Tarquinius giró el cordero ligeramente en el espetón—. ¿Estás seguro?
Olenus asintió con los ojos vigilantes clavados en la carne que se asaba.
—¿Lo sabes por las pinturas?
—El arúspice más viejo que sobrevivió me lo contó cuando era pequeño. —Hizo un gesto desdeñoso hacia la antorcha de junco que parpadeaba—. ¡Nuestros antepasados no elegían bagatelas! Tenían grandes trípodes de bronce con garras de león, coronadas por candelabros de plata.
Lo único que Tarquinius sabía sobre el lujo se reducía a haber visto alguna vez la sencilla sala de banquetes de la villa de Caelius. En comparación, las estatuas y pinturas eran anodinas. Su amo no despilfarraba el dinero en frivolidades.
—Los rasenna eran ricos —continuó Olenus—. En la época de máximo apogeo, dominamos el mar Mediterráneo comerciando con joyas, figuras de bronce y ánforas con todas las civilizaciones existentes.
—¿Qué aspecto tenían nuestros antepasados?
—Las damas ricas vestían con túnicas elegantes y llevaban hermosos collares, brazaletes y pulseras de oro y plata. Algunas iban con la melena suelta hasta los hombros. Otras se dejaban mechones a ambos lados de la cara.
—¡Buena compañía para la cena!
—No sé si ellas habrían pensado lo mismo. ¡Míranos: un viejo arúspice y un joven cuyas únicas pertenencias son un arco y una flecha! —Rompieron a reír ante la imagen de dos etruscos en una cueva que rememoraban la riqueza de una raza que había quedado reducida a cenizas hacía generaciones.
El cordero estaba muy tierno, la carne se desprendía del hueso con facilidad. Mientras Tarquinius observaba cómo el arúspice devoraba más de la mitad de la carne asada, le vino a la mente una imagen de Dexter. Tarquinius apartó al capataz fornido de sus pensamientos. Estaba decidido a disfrutar de la comida, de los últimos días con Olenus.
Cuando terminaron, los dos hombres se acurrucaron junto a las brasas calientes. Tarquinius era incapaz de desprenderse de la tristeza que le embargaba y Olenus parecía contentarse con guardar silencio.
Observó al adivino dormido un buen rato. De vez en cuando esbozaba una sonrisa en su rostro arrugado. Olenus estaba en paz consigo mismo.
Tarquinius tardó muchas horas en cerrar los ojos.
Cuando se despertó, Olenus había sacado manojos de manuscritos y los había dejado en pilas polvorientas encima del altar de basalto. Hizo que Tarquinius los estudiara durante horas sin dejar de hacerle preguntas sobre el contenido. La actitud de Olenus denotaba verdadero apremio, por lo que Tarquinius se concentró al máximo y memorizó todos los detalles.
Olenus también le mostró un mapa, desdoblando la piel agrietada con sumo cuidado.
—No me lo habías enseñado nunca.
—No lo consideré necesario. —El anciano sonrió maliciosamente.
—¿Quién lo dibujó?
—Uno de nuestros antepasados. Quizá fuera un soldado del ejército de Alejandro. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? El Periplus ya era antiguo antes de que yo naciera.
Tarquinius se volcó en el pergamino. Todavía no había visto nada de todo aquello, pero el mundo que había más allá de Etruria le fascinaba sobremanera.
Olenus señaló el centro del dibujo.
—Esto es el mar Mediterráneo. Desde que destruyeron Cartago, los romanos lo llaman Mure Nostrum. Nuestro mar.
—Cabrones arrogantes.
—¡Presta atención! —Olenus habló con severidad—. Ya conoces Italia y Grecia. Aquí está Lidia, en el suroeste de Asia Menor. A lo largo de la costa, Siria, Judea y Egipto.
—¿Y esto? —Tarquinius señaló al este de donde indicaba Olenus con el dedo.
—Eso es Partía y más allá está Margiana. —Olenus adoptó tina expresión curiosa pero no explicó nada más—. Tarquino era de Resen, ciudad situada a orillas del gran río Tigris. La tierra se llamaba Asiria mucho antes de que los partos la conquistaran.
—¡Tarquino! —Tarquinius pronunció el nombre en voz alta con orgullo.
—Fue un gran hombre que consiguió que nuestro pueblo superara muchos peligros. —Olenus volvió a dar un golpecito a la piel gastada, cerca del margen derecho, por encima de Margiana—. Aquí está Sogdia. Sus gentes tienen la piel amarilla y el pelo largo y negro. Son jinetes expertos que luchan con arcos. Al sudeste está Escitia, donde Alejandro Magno se vino abajo.
Tarquinius estaba intrigado. Aquellos lugares estaban mucho más lejos de lo que era capaz de imaginar.
—¿Los rasenna procedían de Partia?
—¿Quién sabe? —Olenus arqueó una de sus bien pobladas cejas—. Descúbrelo tú mismo.
De repente recordó la interpretación del arúspice. Tarquinius no se atrevía siquiera a soñar con seguir la ruta por la que habían viajado los primeros etruscos.
—Un viaje de vuelta a nuestros orígenes. —Olenus contempló la ladera de la montaña en la que había pasado toda su vida—. A mí me habría gustado hacerlo —reconoció con voz queda.
—¡Pensaré en ti allá donde vaya!
—Eso me haría feliz, arun.
Tarquinius era consciente en todo momento de que la muerte de Olenus era inminente, pero se consolaba gozando de cada instante que pasaban juntos. El segundo día por la tarde, Tarquinius se quedó consternado cuando el anciano le anunció que tendría que marcharse a la mañana siguiente.
—¡Llévatelo todo! —instó—. El hígado, la espada, el lituo, el mapa. Todo.
—Necesitamos al menos un día más —suplicó Tarquinius—. ¡Hay tanto que aprender!
—Te lo he enseñado todo, arun. —El arúspice se había acostumbrado a emplear ese término antiguo constantemente—. Y lo sabes. Además tienes que matar al sexto lobo, ¿recuerdas?
—¡Me da igual! —Tarquinius cogió el gladius y fingió clavárselo a un Caelius imaginario—. ¡Atravesaré a ese cabrón!
—Ahora no.
Miró a Olenus de hito en hito.
—¿A qué te refieres?
—No se puede esquivar el destino. Caelius vendrá dentro de tres días.
Tarquinius cerró los puños.
—Mañana por la mañana te marcharás y yo pasaré el día con los ancestros, preparándome para el fin.
Tarquinius suspiró. Más valía que las últimas horas que pasaban juntos fueran felices.
—Repasemos los puntos del hígado una vez más.
El arúspice obedeció con una sonrisa.
—Lo enterraré con el lituo cerca de los edificios de la finca. Allí estará a salvo.
—¡No! —exclamó Olenus con rotundidad—. Puedes esconder el bronce como dices, pero todo lo demás debe acompañarte.
—¿Por qué? Estará allí cuando regrese.
El rostro arrugado resultaba impenetrable.
Tarquinius se estremeció.
—¿Acaso no voy a regresar?
La expresión de Olenus era de verdadera tristeza. Meneó la cabeza una vez a modo de respuesta.
—¡Pues entonces ojala mis viajes duren muchos años!
—Durarán, arun. Más de dos décadas. —Tocó el mapa con suavidad—. El Periplus te será de gran utilidad. Escribe todo lo que veas. Completa el conocimiento de nuestros antepasados y llévalo a la ciudad de Alejandro.
Tarquinius intentó asimilar la magnitud de la empresa que tenía ante sí.
—El lituo debe acompañarte hasta el final —dijo Olenus tan tranquilo—. Y debe incinerarse con tu cadáver.
Por una vez Tarquinius no dijo nada al respecto.
—¿Y cuando los soldados te hayan matado?
—Los pájaros pueden dejarme los huesos limpios —repuso Olenus con toda tranquilidad—. No importa.
—Regresaré —prometió Tarquinius—. Haré una pira. Seguiré los rituales.
A Olenus pareció gustarle la idea.
—Asegúrate de que Caelius se haya marchado. No quiero que mi duro trabajo caiga en saco roto.
A Tarquinius se le hizo un nudo en la garganta.
—Nosotros los etruscos perduraremos gracias a los romanos. Incluso sin el hígado, su ambición y la información de los libri los ayudarán a conquistar el mundo. —Olenus vio que Tarquinius miraba hacia la cueva y el enorme montón de viejos manuscritos—. Esos los quemaré. Pero los romanos ya poseen muchas copias que robaron en nuestras ciudades. La colección más importante ya está guardada en el templo de Júpiter, en Roma. —Se echó a reír—. Esos tontos supersticiosos sólo los consultan en épocas de gran peligro.
Tarquinius se sentía muy triste. Le costaba mirar a los ojos al anciano.
—¿Y nuestro pueblo quedará reducido a cenizas?
—Tú transmitirás mucha información —respondió Olenus enigmáticamente.
—¿A quién? Quedan pocos etruscos de pura cepa en el mundo.
Olenus se quitó un pequeño anillo de oro del dedo índice de la mano izquierda.
—Toma. —Tarquinius había visto que el anciano llevaba el anillo con un bonito escarabajo desde que lo conocía—. Dáselo a tu hijo adoptivo cuando llegue el final. Aunque romano, se le conocerá como amigo de los rasenna. Algunas personas siempre lo recordarán.
—¿Hijo adoptivo?
—Todo se esclarecerá, arun.
Tarquinius aguardó con la esperanza de enterarse de algo más.
De repente, Olenus le agarró el brazo.
—César debe recordar que es mortal —susurró—. No lo olvides. Tu hijo debe decírselo.
—¿Qué? —Tarquinius no tenía ni idea de a qué se refería Olenus.
—Un día una adivinación lo explicará todo. —El arúspice se dio la vuelta y se negó a responder a más preguntas.
Se quedó ensimismado, inmerso en un profundo trance que duró hasta la mañana siguiente. Era como si a Olenus se le hubiera agotado la energía y no quedara de él nada más que una cáscara vacía.
Tarquinius se sentía apesadumbrado mientras archivaba las palabras del anciano en el fondo de su mente. Colocó con cuidado a Olenus en una postura cómoda junto al fuego y permaneció sentado a su lado el resto de la noche, en vela. Había asumido que todo estaba predeterminado, pero nunca había imaginado que tendría que aceptar la muerte de alguien tan cercano. Le embargaron oleadas de dolor; el cielo ya clareaba cuando Tarquinius se resignó al destino de alguien más querido que su propio padre. Era el último arúspice y sus esfuerzos serían los únicos que evitarían que la sabiduría antigua se perdiera para siempre. Excepto por los romanos. Los años de amor y entrega de Olenus no debían desperdiciarse. Era una carga pesada pero el orgullo incontenible que sentía por su origen proporcionó al joven etrusco un gran objetivo en su vida.
El día amaneció fresco y con un sol resplandeciente. Gracias a la altitud de la cueva, las temperaturas bajaban mucho más que en el valle. Reinaba un silencio absoluto y en el cielo no había pájaros. No se veía ninguna criatura viviente en las laderas desnudas, pero Tarquinius sabía por experiencia que era un buen momento para cazar. Los rastros que había visto la noche anterior le conducirían a los lobos.
Ninguno de los dos habló mientras Tarquinius llenaba el morral y se comía un mendrugo. El arúspice se quedó sentado en una roca junto a la entrada, observando en silencio y con expresión satisfecha.
—Gracias. Por todo. —Tarquinius tragó saliva—. Siempre te recordaré.
—Y yo nunca olvidaré.
Se agarraron mutuamente por el antebrazo. Olenus parecía haber envejecido todavía más durante la noche, pero de todos modos le sujetó el antebrazo con fuerza.
—Ve con cuidado, arun. Nos reuniremos en la otra vida. —El anciano estaba tranquilo y sereno, aceptaba plenamente su destino.
Tarquinius levantó el morral, que pesaba más porque contenía el hígado, el cayado y la espada. Llevaba el mapa celosamente guardado en el pecho, dentro de un saquito. Trató de despedirse.
—No hay nada más que decir. —Como siempre, el arúspice le había leído el pensamiento—. Ahora vete y que los dioses te bendigan.
Tarquinius se dio la vuelta y bajó por el sendero a grandes zancadas, con una flecha en la cuerda de arco.
No volvió la vista.